El secreto de la infancia (traducido) - Maria Montessori - E-Book

El secreto de la infancia (traducido) E-Book

Maria Montessori

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Beschreibung

En este libro se describen los pilares fundamentales del método Montessori, en la escuela y entre las paredes del hogar: El secreto de la infancia esboza, paso a paso y de forma clara y apasionante, todo el recorrido del niño hacia el despertar de su conciencia. En páginas que siguen sorprendiendo por su modernidad, María Montessori describe el trabajo instintivo y misterioso que se realiza en nuestros primeros años de vida, el libre crecimiento del espíritu en la juventud, y no deja de ofrecer consejos prácticos y cariñosos a quienes, desde los padres a los maestros, son responsables del crecimiento y tienen en el corazón el mundo de la infancia. Es un viaje a la inteligencia práctica y emocional de los niños que nos permite, entre juguetes y mentiras, amores y desencuentros, descubrir lo infantil que puede ser a veces el mundo de los adultos y, en cambio, lo profundos que son el amor y la inteligencia de nuestros hijos.

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CONTENIDO

 

PRÓLOGO

LA INFANCIA, UNA CUESTIÓN SOCIAL

PRIMERA PARTE

I - EL SIGLO DEL NIÑO

II - EL ACUSADO

III - INTERLUDIO BIOLÓGICO

IV - EL RECIÉN NACIDO

V - INSTINTOS NATURALES

VI - EL EMBRIÓN ESPIRITUAL

VII - DELICADAS CONSTRUCCIONES PSÍQUICAS

VIII - LA ORDEN

IX - INTELIGENCIA

X - LUCHAS EN LA SENDA DEL CRECIMIENTO

XI - PASEO

ΧII - LA MANO

XIII - RITMO

XIV - LA SUSTITUCIÓN DE LA PERSONALIDAD

XV - EL MOVIMIENTO

XVI - MALENTENDIDO

XVII - INTELECTO DE AMOR

SEGUNDA PARTE

XVIII - LA EDUCACIÓN DEL NIÑO

XIX - LA REPETICIÓN DEL EJERCICIO

XX - LIBRE ELECCIÓN

XXI - JUGUETES

XXII - PREMIOS Y CASTIGOS

XXIII - SILENCIO

XXIV - DIGNIDAD

XXV - DISCIPLINA

XXVI - EL COMIENZO DE LA ENSEÑANZA

XXVII - PARALELOS FÍSICOS

XXVIII - CONSECUENCIAS

XXIX - NIÑOS PRIVILEGIADOS

XXX - LA PREPARACIÓN ESPIRITUAL DEL PROFESOR

XXXI - DESVIACIONES

XXXII - LAS FUGAS

XXXIII - BARRERAS

XXXIV - CURACIONES

XXXV - ANEXO

XXXVI - POSESIÓN

XXXVII - PODER

XXXVIII - EL COMPLEJO DE INFERIORIDAD

XXXIX - MIEDO

XL - LA MENTIRA

XLI - REFLEXIONES SOBRE LA VIDA FÍSICA

TERCERA PARTE

XLII - LA LUCHA ENTRE EL ADULTO Y EL NIÑO

XLIII - EL INSTINTO DE TRABAJO

XLIV - LAS CARACTERÍSTICAS DE LOS DOS TIPOS DE TRABAJO

XLV - LOS INSTINTOS MOTORES

XLVI - EL NIÑO MAESTRO

XLVII - LA MISIÓN DE LOS PADRES

XLVIII - LOS DERECHOS DEL NIÑO

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

María Montessori

El secreto de la infancia

PRÓLOGO

LA INFANCIA, UNA CUESTIÓN SOCIAL

Desde hace algunos años está en marcha un movimiento social en favor de la infancia, y no porque nadie en particular haya tomado la iniciativa. Sucedió como una erupción natural en terreno volcánico, donde se producen espontáneamente fuegos dispersos aquí y allá. Así es como nacen los grandes movimientos. La ciencia contribuyó sin duda a ello; fue la iniciadora del movimiento sodal para los niños. La higiene comenzó a combatir la mortalidad infantil; luego demostró que la infancia era víctima de la fatiga escolar, una mártir desconocida, condenada a un castigo perpetuo, ya que la propia infancia terminaba con el fin del curso escolar.

La higiene escolar describía una infancia desgraciada, espíritus contraídos, inteligencias cansadas, hombros encorvados y pechos estrechos, una infancia predispuesta a la tuberculosis.

Finalmente, tras treinta años de estudio, vemos al niño como un ser humano desplazado por la sociedad y, antes, por quienes le dieron y conservan la vida. ¿Qué es la infancia? Una perturbación constante para el adulto, preocupado y agotado por ocupaciones cada vez más absorbentes. No hay lugar para la infancia en los estrechos hogares de la ciudad moderna, donde las familias se acumulan. No hay lugar para ella en las calles, donde los vehículos se multiplican y las aceras se llenan de gente con prisa. Los adultos no tienen tiempo de ocuparse de él porque sus apremiantes obligaciones les abruman. Padre y madre se ven obligados a trabajar, y cuando falta el trabajo, la miseria oprime y aplasta tanto a los niños como a los adultos. Incluso en las mejores condiciones, el niño permanece confinado en su habitación, confiado a extraños asalariados, y no se le permite entrar en la parte de la casa donde moran los seres a quienes debe la vida. No hay refugio donde el niño sienta que su alma es comprendida, donde pueda ejercer su actividad propia. Debe estar quieto, en silencio, sin tocar nada, porque nada le pertenece. Todo es inviolable, propiedad exclusiva del adulto y vedado al niño. ¿Qué le pertenece? Nada. Hace unas décadas, ni siquiera había sillas para niños. De ahí la famosa expresión, que hoy sólo tiene un sentido metafórico: "Te tuve en mis rodillas".

Cuando el niño se sentaba en los muebles de los adultos o en el suelo, le reñían; era necesario que alguien le llevara a sentarse en su regazo. Tal es la situación del niño que vive en el entorno de los adultos: un importuno que busca algo para sí y no lo encuentra, que entra y es rechazado de inmediato. Su situación es similar a la de un hombre sin derechos civiles ni entorno propio; un ser relegado a los márgenes de la sociedad, al que todos pueden tratar sin respeto, insultar y castigar, en virtud de un derecho conferido por la Naturaleza: el derecho del adulto.

Por un curioso fenómeno psíquico, el adulto nunca se ha preocupado de preparar un entorno adecuado para su hijo; se diría que se avergüenza de él en la organización social. Al elaborar sus leyes, el hombre ha dejado a su heredero sin ley y, por tanto, al margen de las leyes. Lo abandona sin dirección al instinto de tiranía que existe en el fondo de todo corazón adulto. Esto es lo que debemos decir de la infancia que viene al mundo trayendo nuevas energías, energías que deberían ser en verdad el soplo regenerador, capaz de disipar los gases asfixiantes acumulados de generación en generación durante una vida humana llena de errores.

Pero de repente, en una sociedad que había sido ciega e insensible durante siglos, probablemente desde el origen de la especie, surgió una nueva conciencia del destino del niño. La higiene se precipitó de la misma manera que se precipita uno ante una catástrofe, ante un cataclismo que causa numerosas víctimas; luchó contra la mortalidad infantil en el primer año de vida; las víctimas eran tan numerosas que podía considerarse que los supervivientes habían escapado a una inundación universal. Cuando, a principios del siglo XX, la higiene empezó a penetrar en las clases trabajadoras y a extenderse, la vida del niño adquirió un nuevo aspecto. Las escuelas se transformaron de tal manera que las que existían desde hacía más de diez años parecían datar de un siglo atrás. Los principios educativos entraron, por la vía de la dulzura y la tolerancia, tanto en las familias como en las escuelas.

Además de los logros de los proyectos científicos, hay también, aquí y allá, muchas iniciativas dictadas por el sentimiento. Muchos de los reformadores actuales tienen en cuenta a la infancia; en las obras de urbanismo, se reservan jardines para los niños; se construyen plazas y parques, se reservan zonas de juego para los niños; se piensa en los niños construyendo teatros, se publican libros y periódicos para ellos, se organizan viajes, se construyen muebles en proporciones adecuadas. Por último, desarrollando una organización de clase consciente, intentaron organizar a los niños, inculcarles la noción de disciplina social y la dignidad que conlleva para el individuo, como ocurre en las organizaciones de tipo boy-scout y en las "repúblicas infantiles". Los reformadores políticos revolucionarios de nuestro tiempo pretenden apoderarse de la infancia para convertirla en un instrumento dócil de sus designios. Ya sea para bien o para mal, ya sea para ayudarla lealmente o con el propósito interesado de utilizarla como herramienta, la infancia está siempre presente hoy en día. Nació como elemento social. Es poderosa y penetra en todas partes. Ya no es sólo un miembro de la familia, ya no es el niño que los domingos, vestido con su mejor traje, se paseaba mansamente de la mano de su padre, atento a no ensuciar su traje de domingo. No, el niño es una personalidad que ha invadido el mundo social.

Ahora todo el movimiento a su favor tiene sentido. Como ya se ha dicho, no ha sido provocado ni dirigido por iniciadores, ni coordinado por ninguna organización; por lo tanto, debemos decir que ha llegado la hora de la infancia. En consecuencia, se presenta en toda su plenitud una cuestión social muy importante: la cuestión social de la infancia.

Es necesario evaluar la eficacia de este movimiento: su importancia es inmensa para la sociedad, para la civilización, para la humanidad entera. Todas las iniciativas esporádicas, nacidas sin vínculos recíprocos, son un claro indicio de que ninguna de ellas tiene importancia constructiva: sólo son la prueba de que ha surgido a nuestro alrededor un impulso real y universal hacia una gran reforma social. Esta reforma es tan importante que anuncia nuevos tiempos y una nueva era civilizada; somos los últimos supervivientes de una era que ya pasó, en la que los hombres sólo se preocupaban de crear un entorno fácil y cómodo para sí mismos: un entorno para la humanidad adulta.

Nos encontramos en el umbral de una nueva era, en la que será necesario trabajar por dos humanidades distintas: la del adulto y la del niño. Y avanzamos hacia una civilización que tendrá que preparar dos ambientes sodales, dos mundos distintos: el mundo del adulto y el mundo del niño.

La tarea que tenemos ante nosotros no es la organización rígida y externa de los movimientos sociales que ya han comenzado. No se trata de facilitar una coordinación de las diversas iniciativas públicas y privadas en favor de la infancia. En ese caso se trataría de una organización de los adultos para ayudar a un objetivo externo: la infancia.

En cambio, la cuestión social de la infancia penetra con sus raíces en la vida interior, llega hasta nosotros, los adultos, para sacudir nuestra conciencia y renovarnos. El niño no es un extraño que el adulto sólo puede considerar exteriormente, con criterios objetivos. La infancia constituye el elemento más importante en la vida del adulto: el elemento constructor.

El bien o el mal del hombre en la vida posterior está estrechamente ligado a la vida infantil de la que procede. Sobre la infancia recaerán todos nuestros errores y tendrán repercusiones indelebles. Nosotros moriremos, pero nuestros hijos sufrirán las consecuencias del mal que habrá deformado su espíritu para siempre. El ciclo es continuo y no puede romperse. Tocar al niño es tocar el punto más sensible de un todo, que hunde sus raíces en el pasado más remoto y se extiende hacia el infinito del futuro. Tocar al niño es tocar el punto más delicado y vital, donde todo puede decidirse y renovarse, donde todo redunda en vida, donde se encierran los secretos del alma, porque es allí donde se procesa la educación del hombre.

Trabajar conscientemente por la infancia y proseguir esta labor hasta el final con la prodigiosa intención de salvarla, sería conquistar el secreto de la humanidad, como ya han sido conquistados tantos secretos de la naturaleza exterior.

La cuestión social de la infancia es como una pequeña planta, que acaba de brotar de la tierra y nos atrae con su frescura. Pero nos damos cuenta de que esta planta tiene raíces profundas y firmes que no son fáciles de arrancar. Hay que cavar, cavar hondo, para descubrir que esas raíces se extienden en todas direcciones y llegan muy lejos, como un laberinto. Para arrancar esta planta sería necesario remover toda la tierra.

Estas raíces son el símbolo del subconsciente en la historia humana. Hay que eliminar las cosas estáticas, cristalizadas en el espíritu del hombre, que le incapacitan para comprender su infancia y alcanzar un conocimiento intuitivo de su alma.

La sorprendente ceguera del adulto, su insensibilidad hacia los niños -fruto de su propia vida- tienen sin duda raíces profundas que se extienden a través de las generaciones, y el adulto que ama a los niños, pero que sin embargo los desprecia inconscientemente, les causa un sufrimiento secreto, un espejo de nuestros errores, una advertencia para nuestra conducta. Todo ello revela un conflicto universal, aunque pase desapercibido, entre el adulto y el niño. La cuestión social de la infancia nos hace penetrar en las leyes de la formación humana y nos ayuda a crear una nueva conciencia y, en consecuencia, a dar una nueva orientación a nuestra vida social.

PRIMERA PARTE

I - EL SIGLO DEL NIÑO

El progreso alcanzado en pocos años en el cuidado y educación de los niños fue tan rápido y sorprendente, que puede relacionarse con un despertar de la conciencia, más que con la evolución de los medios de vida. No sólo hubo progresos debidos a la higiene infantil, que se desarrolló en la última década del siglo X, sino que la propia personalidad del niño se manifestó en nuevos aspectos, adquiriendo la máxima importancia.

Hoy en día es imposible adentrarse en cualquier rama de la medicina o la filosofía, o incluso la sociología, sin tener en cuenta las aportaciones que puede aportar el conocimiento de la vida infantil.

Una pálida comparación de su importancia podría provenir de la influencia esclarecedora que la embriología ejerció sobre todos los conocimientos biológicos e incluso sobre los relativos a la evolución de los seres. Pero en el caso del niño hay que reconocer una influencia infinitamente mayor que ésta en todas las cuestiones que atañen a la humanidad.

No es el niño físico el que podrá dar un empuje dominante y poderoso al mejoramiento de los hombres, sino que es el niño psíquico. Es el espíritu del niño el que puede determinar lo que tal vez sea el verdadero progreso de los hombres y, ¿quién sabe? el comienzo de una nueva civilización.

Ya profetizó la escritora y poetisa sueca Ellen Key que nuestro siglo sería el siglo del niño.

Si uno tuviera la paciencia de investigar documentos históricos, encontraría singulares coincidencias de ideas en el primer discurso de coronación pronunciado por el rey de Italia Víctor Manuel III en 1900 (justo en el umbral del nuevo siglo), cuando sucedió a su padre asesinado; refiriéndose a la nueva era que comenzaba con el siglo, el rey lo llamó "el siglo de la infancia".

Es muy probable que estos indicios, casi luces proféticas, fueran un reflejo de las impresiones suscitadas por la ciencia, que en la última década del siglo X había ilustrado al niño sufriente, asaltado por la muerte en las enfermedades infecciosas, diez veces más que el adulto, y al niño víctima del tormento escolar.

Nadie, sin embargo, podía prever que el niño contenía en sí un secreto de vida, capaz de levantar un velo sobre los misterios del alma humana, que llevaba en sí una incógnita necesaria capaz de ofrecer al adulto la posibilidad de resolver sus problemas individuales y sociales. Este punto de vista puede convertirse en el fundamento de una nueva ciencia de la investigación sobre el niño, cuya importancia influirá en toda la vida social de la humanidad.

El psicoanálisis y el niño

El psicoanálisis ha abierto un campo de investigación hasta ahora desconocido al penetrar en los secretos del subconsciente, pero apenas ha resuelto problemas persistentes en la práctica de la vida; sin embargo, puede preparar para comprender la contribución que puede hacer el niño oculto.

Puede decirse que el psicoanálisis ha superado la corteza de la conciencia que en psicología se había considerado como algo insuperable, como en la historia antigua lo habían sido las Columnas de Hércules, que representaban un límite más allá del cual las supersticiones planteaban el fin del mundo.

El psicoanálisis ha ido más lejos: ha penetrado en el océano del subconsciente. Sin este descubrimiento, sería difícil ilustrar la contribución que el niño psíquico puede aportar al estudio más profundo de los problemas humanos.

Es sabido que, en un principio, lo que se convirtió en psicoanálisis no era más que una nueva técnica para tratar las enfermedades psíquicas: por tanto, en sus inicios fue una rama de la medicina. La aportación verdaderamente luminosa del psicoanálisis fue el descubrimiento del poder que tiene el subconsciente sobre las acciones humanas. Era casi un estudio de reacciones psíquicas penetrantes más allá de la conciencia, que sacan a la luz, con su respuesta, hechos secretos y realidades impensadas, derribando viejas ideas. En otras palabras, revelan la existencia de un mundo desconocido, enormemente vasto, al que, podría decirse, está ligado el destino de los individuos. Sin embargo, este mundo desconocido no ha sido ilustrado. En cuanto uno ha cruzado las Columnas de Hércules, no se ha aventurado en las extensiones del océano. Una sugestión comparable al prejuicio griego mantenía a Freud dentro de límites patológicos.

Desde la época de Charcot, en el siglo pasado, el subconsciente ya había aparecido en el campo de la psiquiatría.

Casi como por una ebullición interior de elementos intranquilos que se abrían paso en la superficie, el subconsciente se había abierto camino manifestándose, en casos excepcionales, en los estados de enfermedad psíquica más profunda. De ahí que se pensara que los extraños fenómenos del subconsciente, tan en desacuerdo con las manifestaciones de la conciencia, no eran más que síntomas de enfermedad. Freud hizo lo contrario: encontró un camino hacia el subconsciente con la ayuda de una laboriosa técnica; pero también él se quedó casi exclusivamente en el ámbito patológico. Porque: ¿qué normales se someterían a las dolorosas pruebas del psicoanálisis? Es decir, ¿a una especie de operación sobre el alma? Así pues, fue tratando a los enfermos como Freud dedujo sus consecuencias para la psicología; y fueron en gran medida las deducciones personales sobre una base anormal las que dieron forma a la nueva psicología. Freud lo imaginó, el océano: pero no lo exploró; y le dio el carácter de estrecho tormentoso.

Por esta razón, las teorías de Freud no fueron satisfactorias; tampoco lo fue del todo la técnica de tratamiento de los enfermos, porque no siempre conducía a la curación de las "enfermedades del alma". De ahí que las tradiciones sociales, depositarias de antiguas experiencias, se hayan erigido en obstáculo para ciertas generalizaciones de las teorías de Freud. Mientras que, por el contrario, una nueva verdad esclarecedora debería haber derribado las tradiciones, como la realidad derriba la figura. Tal vez la exploración de esta inmensa realidad necesite algo más que una técnica de tratamiento clínico, o una deducción teórica.

El secreto del niño

Tal vez se deba a diferentes campos científicos y diferentes enfoques conceptuales, la tarea de penetrar en el vasto campo inexplorado: estudiar al hombre desde el principio, intentando descifrar en el alma del niño su desenvolvimiento a través de los conflictos con el entorno, y recibir el secreto de las luchas a través de las cuales el alma del hombre permaneció retorcida y oscura.

Este secreto ya había sido abordado por el psicoanálisis. Uno de los descubrimientos más impresionantes, derivados de la aplicación de su técnica, fue el origen de la psicosis en la infancia. Los recuerdos invocados desde el inconsciente demostraban sufrimientos infantiles que no eran los comúnmente conocidos, es más, estaban tan alejados de la opinión dominante, como para ser el más impresionante y el más chocante de todos los descubrimientos del psicoanálisis. Los sufrimientos eran puramente psíquicos: lentos y constantes. Completamente inadvertidos como hechos susceptibles de ser concluidos en una personalidad adulta psíquicamente enferma. Se trataba de la represión de la actividad espontánea del niño debida al adulto que tiene dominio sobre él y, por tanto, relacionada con el adulto que ejerce la mayor influencia sobre el niño: la madre.

Es necesario distinguir estos dos planos de indagación que encuentra el psicoanálisis: uno, el más superficial, procede de la colisión entre los instintos del individuo y las condiciones del medio al que éste debe adaptarse, condiciones que a menudo entran en conflicto con los deseos instintivos; de ahí surgen los casos curables, en los que no es difícil rastrear en el campo de la conciencia las causas perturbadoras que subyacen. Luego hay otro plano más profundo, el plano de los recuerdos de la infancia, donde el conflicto no era entre el hombre y su entorno social actual, sino entre el niño y la madre.

Este último conflicto que acaba de tocar el psicoanálisis se refiere a las enfermedades de difícil curación y, por tanto, ha quedado fuera de la práctica, relegado a la mera importancia de una anamnesis, es decir, de una interpretación sobre las supuestas causas de las enfermedades.

En todas las enfermedades, incluidas las físicas, se ha reconocido la importancia de los acontecimientos ocurridos en la infancia: y las enfermedades que tienen sus causas en la infancia son las más graves y las menos curables. Así pues, en la infancia se encuentra, podría decirse, la forja de las predisposiciones.

Sin embargo, mientras que la indicación de enfermedades físicas ya ha conducido al desarrollo de ramas científicas, como la higiene infantil, la puericultura e incluso la eugenesia, y ha logrado un movimiento social práctico de reforma en el tratamiento físico del niño, el psicoanálisis no lo ha hecho. La toma de conciencia de los orígenes infantiles de las graves perturbaciones psíquicas del adulto y de las predisposiciones que intensifican los conflictos del adulto con el mundo exterior, no ha conducido a ninguna acción práctica para la vida infantil.

Tal vez porque el psicoanálisis se ha entregado a una técnica de sondeo del subconsciente. Esa misma técnica que permitía el descubrimiento en el adulto se ha convertido en un obstáculo con el niño. El niño, que por su propia naturaleza no se presta a la misma técnica, no debe recordar su infancia: él es la infancia. Hay que observarle más que sondearle: pero observarle desde un punto de vista psíquico y desde el que se intenta detectar los conflictos que atraviesa el niño en sus relaciones con el adulto y el entorno social. Es evidente que este punto de vista nos saca del campo de las técnicas y teorías psicoanalíticas y nos introduce en un nuevo campo de observación del niño en su existencia social.

No se trata de pasar por los difíciles cuellos de botella del estudio de los individuos enfermos, sino de recorrer la realidad de la vida humana, orientada hacia el niño psíquico. Es la totalidad de la vida humana en su despliegue desde el nacimiento en adelante lo que se presenta en el problema práctico. Desconocida es la página de la historia humana que narra la aventura del hombre psíquico: el niño sensible que encuentra sus obstáculos y se ve inmerso en conflictos insuperables con el adulto más fuerte que él, que lo domina sin comprenderlo. Es la página en blanco donde aún no se han escrito los sufrimientos desconocidos que trastornan el intacto y delicado campo espiritual del niño, organizando en su subconsciente un hombre inferior, distinto del que diseñaría la naturaleza.

Esta compleja cuestión se ilustra, pero no se relaciona con el psicoanálisis. El psicoanálisis se limita al concepto de enfermedad y de medicina curativa; la cuestión del niño psíquico contiene una profilaxis con respecto al psicoanálisis, porque toca el tratamiento normal y general de la humanidad infantil, tratamiento que ayuda a evitar los obstáculos y los conflictos, y por tanto sus consecuencias, que son las enfermedades psíquicas de las que se ocupa el psicoanálisis: o los simples desequilibrios morales, que considera que se extienden a casi toda la humanidad.

Nace así en torno al niño un campo de exploración científica totalmente nuevo, independiente incluso de su único paralelo, que sería el psicoanálisis. Es esencialmente una forma de ayuda a la vida psíquica infantil, y entra de lleno en el campo de la normalidad y la educación: su rasgo característico, sin embargo, es la penetración de hechos psíquicos aún desconocidos en el niño, y al mismo tiempo el despertar del adulto; que ante el niño tiene actitudes erróneas, originadas en el subconsciente.

II - EL ACUSADO

La palabra represión de la que habla Freud a propósito de los orígenes más profundos de las perturbaciones psíquicas encontradas en los adultos es en sí misma una ilustración.

El niño no puede expandirse como debe hacerlo en un ser en desarrollo. Y esto se debe a que el adulto le reprime. Adulto es una palabra abstracta: el niño es un ser aislado en la sociedad; por lo tanto, si el adulto ejerce una influencia sobre él, este adulto se determina inmediatamente: es el adulto que está más cerca del niño. Así pues, la madre en primer lugar, luego el padre y, por último, los profesores.

Todo lo contrario ocurre con los adultos, a quienes la sociedad atribuye una tarea propia, porque a ellos atribuye el mérito de la educación y el desarrollo del niño. En su lugar, surge una acusación desde las profundidades del alma contra aquellos que se habían reconocido a sí mismos como los guardianes y benefactores de la humanidad. Ellos se convierten en los acusados. Pero como todos son padres y madres y muchos son los maestros y guardianes de los niños, la acusación se extiende al adulto: a la sociedad responsable de los niños. Esta sorprendente acusación tiene un carácter apocalíptico; es tan misteriosa y terrible como la voz del Juicio Final: "¿Qué hicisteis, de los niños que os confié?".

La primera reacción es una defensa, una protesta: "Hicimos lo que pudimos; los niños son nuestro amor, los cuidamos con nuestro sacrificio". Se anteponen dos conceptos contrapuestos: uno de ellos es consciente; el otro se refiere a hechos inconscientes. La defensa es conocida, es antigua, está arraigada y no interesa: lo que interesa es la acusación, o mejor dicho, el acusado. Quien da vueltas y vueltas para perfeccionar el cuidado y la educación de los niños, y se encuentra enredado en un laberinto de problemas, en una especie de bosque abierto sin salida: porque el error que lleva dentro le es desconocido.

La predicación a favor del niño debe mantener la actitud de acusación hacia el adulto: acusación sin remisión, sin excepción.

Y de repente la acusación se convierte en un fascinante foco de interés. Porque no denuncia errores involuntarios, lo que sería humillante, indicaría una carencia, una disminución. Denuncia errores inconscientes: y por tanto engrandece, lleva al autodescubrimiento. Y toda verdadera ampliación procede del descubrimiento, de la utilización de lo desconocido.

Es por esta razón que en todos los tiempos la actitud de los hombres hacia sus errores ha sido opuesta. Todo individuo se siente ofendido por el error consciente, y atraído y fascinado por el error desconocido. Pues el error desconocido contiene el secreto de la perfección más allá de los límites conocidos y codiciados, y eleva a uno a un reino superior. Así, el caballero medieval estaba dispuesto a batirse en duelo ante la menor acusación que mermara su campo consciente; sin embargo, se postraba ante el altar diciendo humildemente: "Soy culpable, lo declaro ante todos; y la culpa es sólo mía". Los relatos bíblicos ofrecen interesantes ejemplos de este contraste. ¿Qué causa reunió a la multitud en torno a Jonás en Nínive, y por qué era tal el entusiasmo en todos, desde el rey hasta el pueblo, que engrosaban la multitud de seguidores del profeta? Les acusa de ser unos terribles pecadores y les dice que, si no se convierten, Nínive será destruida. ¿Cómo llama Juan Bautista a la muchedumbre a orillas del Jordán, qué dulces apelativos encuentra para suscitar tan extraordinaria concurrencia? Los llama a todos "raza de víboras".

He aquí el fenómeno espiritual: gente que acude en masa a escuchar acusaciones; y acudir en masa es permitir, reconocer. Hay acusaciones duras e insistentes que llaman desde sus profundidades al inconsciente, para que se identifique con la conciencia: todo el despliegue espiritual es una conquista de la conciencia que asume lo que aún estaba fuera de ella. Así, a medida que el progreso civil avanza por el camino del descubrimiento.

Ahora bien, para tratar al niño de un modo distinto al actual, para salvarlo de los conflictos que ponen en peligro su vida psíquica, es necesario dar primero un paso fundamental, esencial, del que todo depende: y es modificar al adulto. En efecto, al afirmar que ya hace todo lo que puede y que, como él mismo expresa, ya ama al niño hasta el sacrificio, confiesa que se enfrenta a lo insuperable. Debe recurrir necesariamente al más allá, al más allá de lo conocido, voluntario y consciente.

Lo desconocido también existe para el niño. Hay una parte del alma del niño que siempre ha sido desconocida y debe ser conocida. El descubrimiento que conduce a lo desconocido también es necesario para el niño. Porque además del niño observado y estudiado por la psicología y la educación, existe el niño ignorado. Es necesario ir en su busca con espíritu de entusiasmo y sacrificio, como aquellos que, sabiendo que hay oro escondido en un lugar, corren a países desconocidos y remueven rocas para buscar el metal precioso. Así debe hacer el adulto, buscando ese algo desconocido que se esconde en el alma del niño. Es el trabajo al que todos deben contribuir: sin diferencia de casta, raza o nación: pues se trata de extraer el elemento indispensable para el progreso moral de la humanidad.

El adulto no ha comprendido al niño y al adolescente, y por eso está en lucha constante con él: el remedio no es que el adulto aprenda algo intelectualmente, o que integre una cultura que le falta. No: la base de la que hay que partir es otra. Es necesario que el adulto encuentre en sí mismo el error aún desconocido que le impide ver al niño. Si no se ha hecho esta preparación, y si no se han adquirido las aptitudes que se relacionan con ella, no se puede seguir adelante.

Entrar en razón no es tan difícil como se supone. Porque el error, aunque inconsciente en sí mismo, da los sufrimientos de la angustia: y una simple insinuación del remedio, hace que uno sienta una aguda necesidad de él. Así como el que tiene un dedo dislocado siente la necesidad de enderezarlo, porque sabe que su mano no puede trabajar y que su dolor no encontrará calma; así se siente la necesidad de enderezar la conciencia, tan pronto como se comprende el error: porque entonces la debilidad y el sufrimiento que se habían soportado durante mucho tiempo se vuelven intolerables. Hecho esto, todo procede con facilidad. En cuanto ha surgido en nosotros la convicción de que nos habíamos dado demasiado crédito, de que nos habíamos creído capaces de actuar más allá de nuestra tarea y posibilidad, entonces se hace posible e interesante reconocer los caracteres de almas distintas de la nuestra, como las de los niños.

El adulto se ha vuelto egocéntrico en relación con el niño: no egoísta, sino egocéntrico. De ahí que considere todo lo relacionado con el niño psíquico a partir de las referencias a sí mismo, logrando así una incomprensión cada vez más profunda. Es este punto de vista el que le hace considerar al niño como un ser vacío, que el adulto debe llenar con su propio esfuerzo; como un ser inerte, incapaz, por el que debe hacerlo todo; como un ser sin guía interior, por el que el adulto debe guiarlo punto por punto desde fuera. Por último, el adulto es como el creador del niño, y considera lo bueno y lo malo de las acciones del niño desde el punto de vista de su relación con él. El adulto es la piedra de toque del bien y del mal. Es infalible, es el bien en el que el niño debe modelarse, todo lo que en el niño se desvía del carácter del adulto es un mal que el adulto se apresura a corregir.

En esta actitud que borra inconscientemente la personalidad del niño, el adulto actúa convencido de que está lleno de celo, amor y sacrificio.

III - INTERLUDIO BIOLÓGICO

Cuando Wolf dio a conocer sus descubrimientos sobre la segmentación de la célula germinal, demostró el proceso de creación de los seres vivos y, al mismo tiempo, dio un aspecto vivo, susceptible de observación directa, a la existencia de directivas internas hacia un diseño predeterminado. Fue él quien echó por tierra ciertas ideas fisiológicas, como las de Leibnitz y Spallanzani, sobre la preexistencia de la forma acabada de los seres en el germen. La escuela filosófica de la época suponía que en el huevo, es decir, en el origen, ya estaba formado el ser, aunque de forma imperfecta y en proporciones mínimas, que luego se desplegaba al ponerse en contacto con un medio favorable. Esta idea surgió de la observación de la semilla de una planta, que ya contiene, oculta entre los dos cotiledones, toda una plántula en la que se reconocen raíces y hojas, y que luego, al ser depositada en la tierra, despliega ese todo preexistente en el germen hasta convertirse en una planta. Se suponía un proceso similar para los animales y el hombre.

Pero cuando Wolf, tras el descubrimiento del microscopio, pudo observar cómo se forma realmente un ser vivo (comenzó a estudiar el embrión de las aves), comprobó que el origen es una simple célula germinal, donde el microscopio, precisamente por la posibilidad que da de ver lo invisible, demuestra que no preexiste ninguna forma. La célula germinal (que procede de la fusión de dos células) sólo tiene la membrana, el protoplasma y el núcleo, como cualquier otra célula: sólo ella representa la célula simple en su forma primitiva, sin diferenciación de ningún tipo. Todo ser vivo, vegetal o animal, procede de una célula primitiva. Lo que habíamos visto antes del descubrimiento del microscopio, es decir, la plantita dentro de la semilla, es un embrión ya desdoblado por la célula germinativa, y que ha pasado por la etapa que tiene lugar en el interior del fruto, que arroja entonces la semilla madura a la tierra.

En la célula germinal, sin embargo, existe una propiedad muy singular: la de dividirse rápidamente y dividirse según un patrón preestablecido. Sin embargo, en la célula primitiva no hay el menor rastro material de este patrón. Sólo en su interior hay pequeños corpúsculos: los cromosomas que están relacionados con la herencia.

Siguiendo los primeros desarrollos en los animales, se ve a la primera célula dividirse en dos células; y luego éstas en cuatro, y así sucesivamente, hasta formar una especie de bola hueca llamada mórula, que luego se introflexiona en dos capas, que dejan una abertura; y así se forma una cavidad abierta de doble pared (gástrula). A través de multiplicaciones, introflexiones, diferenciaciones, un ser complicado continúa desplegándose en órganos y tejidos. La célula germinativa, pues, aunque tan simple, clara y desprovista de todo designio material, trabaja y construye con exacta obediencia, el mandato inmaterial que lleva dentro de sí: como si fuera el siervo fiel que conoce de memoria la misión que ha recibido y la cumple: pero sin llevar encima ningún documento que pueda revelar la orden secreta recibida. El designio sólo puede verse a través de la actividad de las incansables células, y sólo puede verse el trabajo ya realizado. Aparte del trabajo realizado, no aparece nada.

En los embriones de los mamíferos, y por tanto de los humanos, uno de los primeros órganos en aparecer es el corazón, o mejor dicho, lo que será el corazón, una pequeña vejiga que inmediatamente comienza a latir de forma ordenada, siguiendo un ritmo establecido: y late dos veces en el tiempo que tarda el corazón materno en latir una vez. Y siempre seguirá latiendo sin cansarse, porque es el motor vital que ayuda a todos los tejidos vitales que se están formando, impulsando hacia ellos los medios necesarios para la vida.

Es en conjunto una obra oculta: maravillosa precisamente porque se hace sola; es precisamente el milagro de la creación a partir de la nada. Esas hábiles células vivas nunca se equivocan, y encuentran en sí mismas el poder de transformarse profundamente, unas en células cartilaginosas, otras en células nerviosas, otras en células cutáneas, y cada tejido ocupa su lugar preciso. Esta maravilla de la creación, una especie de secreto del universo, está estrictamente oculta: la naturaleza la envuelve en velos y envolturas impenetrables. Y sólo ella puede romperlos: cuando arroja un ser maduro, que aparece en el mundo como la criatura que nació.

Pero el ser que nace no es sólo un cuerpo material, sino que viene a ser como una célula germinativa, que incluye en sí funciones psíquicas latentes, de un tipo ya determinado. Este nuevo cuerpo no sólo funciona en sus órganos; también tiene otras funciones: los instintos, que no pueden depositarse en una célula, deben depositarse en un cuerpo vivo, en un ser que ya ha nacido. Así como toda célula germinativa encierra en sí el designio del organismo, sin que sea posible penetrar en sus registros, así todo cuerpo recién nacido, cualquiera que sea la especie a la que pertenezca, encierra en sí el designio de los instintos psíquicos, de las funciones que pondrán al ser en relación con su entorno. Sea lo que sea este ser; incluso un insecto.

Los maravillosos instintos de las abejas, que las llevan a una organización social tan compleja, sólo empiezan a actuar en ellas, no ya en el huevo o en la larva. El instinto de volar está en el ave ya nacida, y no antes; y así sucesivamente.

Pues cuando el nuevo ser se forma, entonces se convierte en la sede de guías misteriosas, que darán lugar a actos, caracteres, obras, es decir, funciones sobre el medio exterior.

El medio exterior no sólo debe proporcionar los medios de la existencia fisiológica: sino las llamadas a la misión misteriosa que cada ser animal lleva en sí mismo y que está precisamente llamado por el medio no sólo a vivir, sino a ejercer un oficio necesario para preservar el mundo y su armonía. Así es el medio ambiente, para cada uno, según su especie.

El cuerpo tiene precisamente la forma adecuada para esta superfunción psíquica, que debe pasar a formar parte de la economía del universo. Que tales funciones superiores son ya inherentes al ser nacido está claro en los animales: se sabe que aquel mamífero recién nacido será pacífico porque es un cordero; que aquel otro será feroz porque es un león. Se sabe que aquel insecto trabajará incansablemente en una disciplina inalterable porque es una hormiga, y que aquel otro sólo cantará en soledad porque es una cigarra.

Así, el niño nacido no es sólo un cuerpo listo para funcionar, sino un embrión espiritual con directivas psíquicas latentes. Sería absurdo pensar que el hombre, caracterizado y distinguido de todas las criaturas por la grandeza de su vida psíquica, fuera el único que no poseyera un designio psíquico de despliegue.