El secuestro de Occidente - Alejo Schapire - E-Book

El secuestro de Occidente E-Book

Alejo Schapire

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Beschreibung

Cien años después del clímax catastrófico de los nacionalismos en Occidente, divisamos una nueva cumbre en la expansión de este sentimiento magnético que destruye, primero, la racionalidad liberal y, con ella, la posibilidad de una democracia. Pero sería ingenuo echar la vista sólo a la derecha para dar la alarma, pues esta vez el progresismo se halla igualmente empantanado por esa raíz dogmática e identitaria típica del nacionalismo de extrema derecha. Se trata, en palabras de Alejo Schapire, de la primera religión surgida de las universidades. Un clero que, disfrazado de "diversidad", utiliza métodos inquisitoriales para acallar la disidencia. Prueba de ello es el antisemitismo, que en Occidente resulta de la combinación del odio al otro y el odio contra uno mismo, y cuyo rastro sigue el autor en El secuestro de Occidente para ofrecer un análisis tan terrible como certero. Juan Soto Ivars

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Seitenzahl: 174

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Alejo Schapire

El secuestro de Occidente

Ilustración de portada: Lisandro Ziperovich

Diseño de portada: Osvaldo Gallese

© 2024. Libros del Zorzal, SL

España

<www.delzorzal.com>

ISBN 978-84-19496-89-8

Depósito legal M-19656-2024

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, sin la autorización previa de la editorial o de los titulares de los derechos.

Impreso en España / Printed in Spain

Índice

Introducción | 6

1. La víctima imposible | 10

2. Vox dei, la discriminación racial en nombre de la justicia social | 22

3. Borrando a Ana Frank | 34

4. Una revolución cultural | 48

5. “Go Woke, go broke” | 71

6. La línea roja | 86

7. Razón, reacción y risa | 118

“There is a war between the rich and poor,

a war between the man and the woman.

There is a war between the ones who say there is a war

and the ones who say there isn’t.

Why don’t you come on back to the war, that’s right, get in it,

why don’t you come on back to the war, it’s just beginning.

Well I live here with a woman and a child,

the situation makes me kind of nervous.

Yes, I rise up from her arms, she says ‘I guess you call this love’;

I call it service.

Why don’t you come on back to the war, don’t be a tourist,

why don’t you come on back to the war, before it hurts us,

why don’t you come on back to the war, let’s all get nervous.

You cannot stand what I’ve become,

you much prefer the gentleman I was before.

I was so easy to defeat, I was so easy to control,

I didn’t even know there was a war”.

Leonard Cohen, fragmento de “There is a War”.

“Para mí no hay ningún Israel”.

Michel Houellebecq, dicho por François, personaje de Sumisión.

Introducción

Occidente se enfrenta a una auténtica revolución cultural impulsada por la primera religión nacida en las universidades. Con sus dogmas, su sectarismo y su visión maniquea de un mundo dividido entre opresores y oprimidos en función de la sexualidad y el color de piel, la nueva izquierda ha conseguido imponer un prisma para definir y modelar el mundo de hoy.

Este ensayo rastrea las raíces de ese movimiento y sus mecanismos, que desde los márgenes de la academia se infiltró en la cultura y la educación hasta dominar la esfera pública y privada de los individuos. No se trata aquí de desarrollar una visión paranoica de quienes ven amenazados sus supuestos privilegios ante los “inevitables excesos” del avance de la justicia social; es la constatación circunstanciada de una embestida radical sobre las nociones más elementales que constituyen nuestras democracias y los fundamentos del Estado de derecho.

Desde el diccionario hasta la legislación penal, de los libros de historia a los dibujos animados, un movimiento autoritario y radical disfrazado de inclusivo ha erosionado metódicamente la esencia de la sociedad abierta, destruyendo los anticuerpos con los que esta enfrenta a sus enemigos.

Con la promesa de la igualdad y de la legítima lucha contra el racismo y el machismo, una vanguardia esclarecida supo imponer un tratamiento discriminatorio de las personas que ha disparado el tribalismo identitario y el antisemitismo como no sucedía desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Si la palabra “pogromo” se escapaba de los manuales de historia para volver a las noticias, su justificación y su relativización, fomentadas por las instituciones más elitistas de los países desarrollados, sólo pudieron desplegarse en este nuevo marco.

La promesa maximalista de diversidad y tolerancia dio a luz un ambiente brutal donde prosperaron la censura, las listas negras y las purgas de cualquier disidencia. Creó una actualidad en la que un buen día hubo que quitarle el nombre de Ana Frank a una escuela alemana por resultar problemático. O bien, una niña francesa que se presentaba como musulmana para protegerse fue violada por un muchacho convertido al islam que descubrió que era judía, mientras la papisa de la teoría queer explicaba que las masacres y vejaciones de civiles del 7 de octubre de 2023 eran “actos de resistencia” y que Hamás y Hezbolá son “movimientos sociales progresistas de izquierda”.

Este es el resultado de una ideología que imaginó un universo en el que nada es real y todo es puro “constructo social”, donde es urgente reescribir fraudulentamente la historia y remodelar el presente para arrebatárselo al “racismo sistémico”. Con esta grilla de lectura, el esfuerzo, la puntualidad o las matemáticas son ahora herramientas para perpetuar el supremacismo blanco. “Meritocracia” se convirtió en mala palabra. Personas con genitales masculinos pueden declararse mujeres y ser enviadas a cárceles con reclusas para violarlas; o anotarse en categorías femeninas deportivas y quedarse con lo más alto del podio; o jubilarse antes, obtener puestos de trabajo para los que los requisitos y las condiciones están reservados a mujeres. Menores de edad quedan expuestos a terapias químicas y cirugías experimentales irreversibles para cambiar de sexo.

Esta transformación se produjo con la complicidad y el silencio atemorizado de una mayoría, paralizada por la amenaza de su muerte social y el miedo a ser acusada de racista, sexista, o de padecer algún tipo de fobia. El espectro de lo que podía ser calificado de “fascista” aumentaba cada día, haciendo creer que la persecución racial y la sexual nunca habían sido más dramáticas en esta parte del mundo, cuando la realidad demostrable de los avances de los derechos de estos colectivos decía todo lo contrario. Pero para esta corriente lo verificable vale menos que la subjetividad de la experiencia personal.

La puesta en peligro de vidas de niños y mujeres, sometidos a una ingeniera social que pretende ignorar la biología, empezó a generar resistencias tanto políticas como intelectuales. Del mismo modo, la alianza de la izquierda hegemónica y el fundamentalismo islámico puso en alerta a la sociedad liberal y secular, garantía de igualdad y seguridad para minorías sexuales, religiosas o sin religión.

La libertad de expresión y el laicismo retrocedieron, pero ya no por la mojigatería de los tradicionales sectores conservadores, sino por un nuevo puritanismo, que conjuga viejos vicios estalinistas, proselitismo de los Hermanos Musulmanes y una retórica bien pensante tan ingenua como suicida. Mientras, el fundamentalismo islámico se adentra en el corazón de Occidente en el caballo de Troya de la lucha interseccional.

Entre la ofensiva de lo que se ha dado en llamar el wokismo y su reacción, el ascenso de los nacionalismos identitarios de derecha, ¿qué lugar queda para la democracia liberal? ¿Tienen los herederos de la Ilustración los recursos suficientes para responder a este desafío? ¿Hay espacio para la razón y el universalismo en medio de este movimiento pendular?

El secuestro de Occidente describe la parte sumergida de esta batalla política y cultural que definirá cómo viviremos en los próximos años.

1. La víctima imposible

Nunca se había visto algo así. Existían crónicas, testimonios escritos, grabados, investigaciones históricas, arqueológicas, recuerdos que se transmitían de generación en generación y forman parte de una memoria milenaria. Pero esta era la primera vez en que un grupo de hombres organizados documentaban y difundían la matanza, mutilación y secuestro de más de un millar de civiles mientras perpetraban la peor masacre de judíos desde la Segunda Guerra Mundial. A diferencia de los nazis, que buscaron desde el primer momento borrar los rastros de sus crímenes, conscientes de lo que su exposición podía implicar para la opinión internacional y la psiquis de los propios alemanes, aquí la barbarie se exhibía, buscaba inundar orgullosa todas las pantallas del mundo. “Papá, te estoy hablando desde el teléfono de una mujer judía. La maté a ella y a su esposo. Maté a diez con mis propias manos. Papá, ¡diez con mis propias manos!”, alardeaba un palestino desde el kibutz de Mefalsin en línea con sus padres, que lo congratulaban desde Gaza.

El pogromo del 7 de octubre de 2023 en el sur de Israel fue llevado a cabo en un clima de euforia pornográfica, una orgía sangrienta de violencia contra civiles (bebés, mujeres, ancianos supervivientes del Holocausto) transmitida en tiempo real por sus propios autores. Vientres de embarazadas abiertos, fetos extirpados y destruidos, bebés calcinados, violaciones frente a familiares, decapitaciones con palas, jóvenes desgarradas y con la pelvis destruida por los abusos, talones cortados para impedir su huida, cuerpos de jovencitas vejados, desnudos y desarticulados paseados en camionetas como trofeos de guerra al grito de “Alá es grande”. La imaginación y la religión, puestas al servicio de un proyecto de destrucción macabra. Un horror que se jacta y se regodea en el espejo.

Para quienes están familiarizados con las cíclicas olas de violencia en la región, el esquema suele ser el siguiente: lanzamiento de morteros desde la Franja de Gaza contra civiles israelíes y respuesta armada del Estado hebreo. A veces, la lluvia de misiles palestinos continúa, e Israel replica con más bombardeos, incluso con una incursión militar terrestre. Es recién a partir de la reacción israelí que la prensa internacional empieza a poner en portada la crisis como si fuese el inicio y llega la condena del mundo. La Unión Europea se dice deeply concerned (profundamente preocupada) y pide “proporcionalidad”; Estados Unidos ejerce su veto en el Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas (onu) que busca condenar a Israel, explicando que la única democracia en la región está en su legítimo derecho de defenderse cuando matan a sus ciudadanos. Entonces empiezan las manifestaciones propalestinas en las calles europeas y se registra un nuevo pico de ataques antisemitas en el Viejo Continente, hasta que, con el correr de los días, a veces semanas, la tensión vuelve a bajar esperando el inicio de un nuevo ciclo.

Pero esta vez no fue así.

La masacre del 7 de octubre, precedida por una larga y minuciosa planificación, fue el peor ataque sufrido por Israel desde la creación del Estado en 1948 y representa el mayor atentado terrorista en muertes per cápita de que se tiene registro. Proporcionalmente, es como si entre 40.000 y 50.000 estadounidenses hubiesen sido asesinados el 11 de septiembre de 2001. El elaborado plan de Hamás incluyó el uso de drones, la apertura de treinta brechas a la seguridad israelí, combatientes por mar y aire, explosivos y el ingreso por tierra de más de mil hombres armados, tanto con ropa de combate como varones de civil, en bicicleta e incluso con muletas, decididos a violar y matar a la mayor cantidad de judíos posibles.

Mientras esto ocurría, la humanidad, y en particular los judíos, podían observar impotentes y desesperados por los vínculos familiares y de amistad en Israel cómo era el ancestral pogromo mientras se producía. Toda la transmisión de la memoria que daba cuenta de siglos de linchamientos pasados tomaba cuerpo en tiempo presente y en colores; cada nueva imagen superaba en horror a la anterior. Debieron pasar días para que fuera posible conocer un número preciso de los secuestrados y asesinados, lo que requirió el trabajo de forenses y el análisis de adn para identificar a un padre, una madre, un hermano, un hijo entre los restos de cuerpos mutilados, mezclados y quemados.

Con el pasar de las horas, empezaron a dibujarse los contornos de un plan inédito por su sofisticación, la rapacidad sexual de los verdugos —incluyendo violaciones post mortem— y la magnitud de la masacre premeditada contra civiles que esa mañana bailaban por la paz en el festival de música electrónica Tribe of Nova.

La segunda novedad fue la reacción internacional.

El despliegue de una crueldad voluntaria y meticulosa por parte de hombres armados que festejaban y emitían para todo el mundo la obscenidad de un crimen de guerra merecía una condena unánime y universal. Sin embargo, no hubo hacia Israel ese sentimiento de empatía que merece cualquier grupo humano masacrado, de cualquier origen o época. Ni siquiera tuvo lugar, al menos, un silencio de circunstancia.

En un principio, se pudo pensar que algunas declaraciones desafortunadas eran exabruptos aislados y poco representativos, provenientes de los sectores más radicalizados de las sociedades occidentales. Pocas horas después del ataque, Black Lives Matter Chicago posteó en la red X un dibujo de un parapente como los que utilizaron los asesinos de Hamás para matar a los jóvenes que bailaban, acompañado por el eslogan “Estoy con Palestina”. A esta altura del partido no es de extrañar que ciertos sectores de la izquierda que se han entregado a las políticas identitarias y quieren creer que el islamismo es su aliado en la lucha anticapitalista no se quedaran atrás: “La resistencia palestina humilla al racista Israel”, celebraba el 9 de octubre el semanario británico The Socialist Worker.1 “Como la Ofensiva del Tet en Vietnam en 1968, el ataque por sorpresa de los palestinos ha humillado al imperialismo”, aseguraba la publicación izquierdista fundada 56 años atrás. Ese mismo día, cientos de militantes con banderas palestinas se concentraban en Australia frente a la Ópera de Sídney al grito de “Gas the jews” (gaseen a los judíos).2

Pero pronto empezó a vislumbrarse que la aceptación y justificación de la matanza premeditada de civiles era un fenómeno mucho mayor. El 7 de octubre, cuando aún no había terminado la masacre, una coalición de 34 organizaciones de estudiantes de la Universidad de Harvard redactaba una carta en la que consideraba “al régimen israelí enteramente responsable de toda la violencia que se desarrolla”.3 “Los acontecimientos de hoy no se han producido de la nada. Durante las dos últimas décadas, millones de palestinos de Gaza se han visto obligados a vivir en una prisión al aire libre”, agregaba. Ni una condena a las atrocidades cometidas por los terroristas; nada de por qué Egipto mantenía hermética y reforzaba su frontera con el enclave. “El régimen del apartheid es el único culpable”, sostenían.

Durante semanas, la más elitista y prestigiosa universidad del mundo, que forma a la dirigencia destinada a ocupar los puestos más decisivos del planeta, transformó sus aulas, plazas, bibliotecas y pasillos en el teatro de manifestaciones que llamaban a la destrucción de Israel y amedrentaban a los estudiantes judíos. Esos días, en redes sociales, pudieron verse ataques físicos contra un estudiante el 18 de octubre y el asedio a estudiantes judíos en una sala de estudios el 19.

La comparecencia de la rectora de Harvard, Claudine Gay, así como la de sus pares de la Penn University y el mit ante el Congreso de Estados Unidos, para explicar si “llamar al genocidio de los judíos viola las normas de Harvard sobre intimidación y acoso”, puso al descubierto el horizonte ideológico de la élite estadounidense y, por extensión, el de Occidente. “Depende el contexto”, respondió y repitió Gay, mientras del mismo modo elusivo y relativista sus colegas reproducían un estudiado y aséptico lenguaje técnico-legal.

Curiosamente, las universidades que encabezaban el ranking de Fire4 sobre las facultades que más ejercían la censura en nombre de la protección contra “el discurso de odio” descubrían ahora las bondades de un derecho que hasta hacía cinco minutos consideraban que era un arma de “la extrema derecha”: la libertad de expresión. Las mismas universidades que obligaban a sus alumnos a seguir talleres de reeducación para luchar contra el racismo inconsciente y “sistémico”, la transfobia, la gordofobia y cualquier modo de discriminación que hubiese valido una sanción inmediata y ejemplar se mostraban especialmente puntillosas —por no decir ciegas— cuando se trataba de detectar el antisemitismo, aunque no pudiese haber un grado mayor de amenaza explícita.

El 2 de enero de 2024, Claudine Gay presentaba su renuncia, mientras se acumulaba contra ella medio centenar de acusaciones de plagio. Veinticuatro horas después, estudiantes que militan contra el antisemitismo iniciaron una demanda legal contra Harvard alegando que el antijudaísmo en el campus “se manifiesta en un doble rasero”.5 Harvard, argumentaban, “aplica selectivamente sus políticas para evitar proteger a los estudiantes judíos del acoso, contrata a profesores que apoyan la violencia antisemita y difunden propaganda antisemita, e ignora las peticiones de protección de los estudiantes judíos”, al tiempo que disciplina a quienes incurren en racismo, transfobia y otras formas de discriminación.

En ese contexto, la ola de antisemitismo escalaba. En Estados Unidos, había un 361% más de incidentes antisemitas que en el mismo período del año anterior.6 Europa arrojaba cifras que no se veían desde el nazismo: en Londres, hubo un 1.353% de alza de agresiones una semana después del ataque de Hamás;7 en Francia, se registró un aumento del 248% entre el 7 de octubre y el 14 de noviembre de 2023, esta vez comparando este período con todo 2022. Pero además en algunas calles de Occidente ocurría otro fenómeno: los afiches con las fotos de los rehenes judíos, incluyendo a bebés, eran arrancados sistemáticamente de los muros por transeúntes. Algunos ponían en duda la realidad de los secuestros; otros decían que servían a la propaganda israelí.8 Lo que estaba claro era que, para esa gente, la imagen de una víctima israelí era imposible.

En ese marco, y mientras seguía pintándose el fresco dantesco del alcance de la masacre premeditada de Hamás al conocerse los detalles y la identidad de los secuestrados, para las instituciones internacionales llegaba el turno de posicionarse.

“Esto no ocurrió de la nada”

Esas palabras, presentes en la carta de la coalición de organizaciones de Harvard, brotaban también de los labios del secretario general de la onu, António Guterres, el 24 de octubre ante el Consejo de Seguridad. “El pueblo palestino ha estado sometido a 56 años de ocupación asfixiante”, subrayó.

Y quienes esperaban una condena explícita de onu Mujeres ante las violaciones sistemáticas de Hamás tuvieron que reclamar y tener paciencia: dos meses tardó la reacción.9 Ni hablar del silencio ensordecedor que mantuvieron, con el pasar de las semanas, los movimientos Me Too o Ni Una Menos. Este último por fin eligió dejar de callar cuando convocó, en la provincia argentina de Córdoba, a una manifestación bajo el lema “Nuestro pañuelo feminista abraza al pueblo palestino”, con un cartel en el que la totalidad del mapa de Israel estaba cubierta con la kufiya palestina, borrando al Estado hebreo.10

El Comité Internacional de la Cruz Roja (cicr) tampoco supo responder a las necesidades de las familias de los secuestrados. La ong israelí Shurat Hadin lo demandó por “no actuar para cumplir su mandato y su deber moral de visitar a los israelíes secuestrados retenidos en Gaza, garantizar su bienestar y luchar por su liberación”. Lo acusó, además, de tardar en intervenir y no actuar con firmeza para facilitar las visitas o “intentar suministrar los medicamentos necesarios a los rehenes”.11 En este sentido, uno de los casos más notorios fue el de Tali Amano, que relató que la organización se negó a llevar “una medicación vital” a su madre de 84 años durante los 51 días de cautiverio. “Ahora tiene una enfermedad potencialmente mortal que podría haberse evitado”, explicó.12

El ambiguo papel de Médicos Sin Fronteras13 también fue tempranamente puesto en evidencia desde el inicio del conflicto, tras una explosión el 17 de octubre en el Hospital Ahli Arab en Gaza. “Estamos horrorizados por el reciente bombardeo israelí del Hospital Ahli Arab de la ciudad de #Gaza, que atendía a pacientes y acogía a gazatíes desplazados. Según los informes, han muerto cientos de personas. Esto es una masacre. Es absolutamente inaceptable”, escribió la ong en X. Médicos Sin Fronteras, que dice no haber estado al tanto de los túneles kilométricos de Hamás, de la utilización de infraestructuras civiles como hospitales plagados de miembros de Hamás, que incluso ingresaron a rehenes recién secuestrados el 7 de octubre, hacía gala de un temerario conocimiento de balística. La deflagración fue atribuida a Israel. Así lo hicieron también cnn, The New York Times y El País, sin ninguna verificación más que los comunicados del Ministerio de Salud palestino controlado por Hamás, que a partir de ese momento empezó a ser citado como una fuente de confianza en la prensa. Con el correr de las horas, todo indicaba que había sido un proyectil lanzado por la Yihad Islámica14 desde una zona civil, que impactó en el hospital. Los grandes medios se vieron obligados, tarde, a ir cambiando la narrativa de lo ocurrido, pero el mal estaba hecho.

Desde entonces, los errores de la prensa más respetada serían inusualmente corrientes, seguidos por rectificaciones y desmentidos. Sin embargo, algo se repetía de manera invariable: siempre se equivocaba para el mismo lado. La bbc debió pedir disculpas por acusar erróneamente al ejército israelí de “ejecuciones extrajudiciales”,15 citando a la agencia francesa afp, o por afirmar equivocadamente que los soldados israelíes apuntaban al personal médico y a personas que hablaban árabe,16 cuando en realidad, como señalaba el despacho de Reuters deformado, se explicaba que los soldados iban “acompañados de equipos médicos y soldados de habla árabe [que] están sobre el terreno para garantizar que los suministros [médicos] lleguen a quienes los necesitan”.

El cruel ataque de Hamás no produjo ningún gesto de solidaridad y empatía hacia Israel. Más bien reveló, a la luz del día, la dimensión del sentimiento contra el Estado judío y los judíos en general, desde la cima de las grandes instituciones internacionales, lo más prestigioso de la academia, los medios, marcados por una ideología progresista que, cuanto más radicalizada se torna, más antisemita se demuestra.