El té de la libertad - Patricia Martínez De Vicente - E-Book

El té de la libertad E-Book

Patricia Martínez De Vicente

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Beschreibung

Miles de personas recorrieron rutas secretas a lo largo de Europa en una desesperada huida para escapar del fascismo y de los campos de concentración de Hitler. Una de esas rutas pasaba por Galicia, y más concretamente por una finca propiedad del médico gallego Martínez Alonso. "Lalo" Martínez Alonso colaboró con la Inteligencia británica para ayudar a salvar la vida de decenas de judíos perseguidos. Y pudo hacerlo gracias a su desenvoltura tanto en las altas esferas sociales inglesas y españolas como entre los aguerridos pescadores gallegos, que jugaron un papel fundamental en los rescates, y a la colaboración de un variopinto grupo de colaboradores civiles y servidores públicos, españoles e ingleses, héroes silenciosos cuya inestimable labor permitió salvar miles de vidas. Detrás de todos ellos aparece la figura de la Reina Victoria Eugenia, y la del Gobierno británico liderado por Winston Churchill impulsando la defensa de nuestros valores democráticos y libertades. Patricia Martínez De Vicente, hija del Dr. Martínez Alonso, cuenta en este interesantísimo libro las aventuras de su padre, Lalo, y de su madre, Moncha, que lo acompañó toda la vida y con el que tuvo que exiliarse a Londres huyendo de la Gestapo. Patricia tuvo que realizar un formidable proceso de investigación que desembocó en la publicación del libro La clave Embassy hace diez años, investigación que se fue completando en años posteriores por la nueva información desclasificada por le Gobierno británico y que publicamos ahora con el título El té de la libertad. Asimismo, la Raoul Wallenberg Foundation de Tel Aviv encargó en el otoño del 2020 a la Autoridad Filatélica de Israel la emisión limitada de un sello de correos conmemorativo de curso legal con la imagen y el nombre del Dr. Eduardo Martínez Alonso como "Rescatador del Holocausto", distinción de la que nunca había gozado ningún súbdito español antes y que pone en el punto de mira de la actualidad a este gran médico español.

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El té de la libertad

 

 

La historia real de un héroe español que salvó muchas vidas

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Patricia Martínez De Vicente

 

Título original: La clave Embassy

Primera edición: 2010

 

Nueva edición ampliada, El té de la libertad: Marzo 2021

© 2021 Editorial Kolima, Madrid

www.editorialkolima.com

 

Autora: Patricia Martínez De Vicente

Dirección editorial: Marta Prieto Asirón

Maquetación de cubierta: Sergio Santos

Maquetación: Carolina Hernández Alarcón

 

ISBN: 978-84-18263-86-6

Impreso en España

 

No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares de propiedad intelectual.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Para Caroline Caldwell, Timothy, Simon, Nicholas y Mathew Kirlew, los nietos del Dr. Eduardo Martínez Alonso.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

NOTA: Este libro incorpora material extra en «bidis», códigos cuyo contenido se puede descargar en su dispositivo a través de una aplicación o con la cámara. Si no puede obtener este material de esta forma, puede solicitarlo a la editorial al correo [email protected] y se lo enviaremos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Prefacio

Biografía, novela histórica, recopilación de vivencias reales y familiares, esquemas rotos, sorpresa final. De todo esto y algo más trata esta investigación personal e histórica que he ido recopilando durante veinte años. Pues desde que me inicié en Embassy y la Inteligencia de Mambrú (2003) y continué añadiendo información en La clave Embassy (2010), no han dejado de aparecer más novedades. Así ha ocurrido desde que comencé rememorando con mi madre las experiencias bélicas y humanitarias como co-participante de su marido, descritas solo en parte, en su diario de 1942. Ahí donde realmente empieza la cadena de sucesos aquí relatados que no han querido abandonarme nunca. Porque de tanto en tanto surge algún acontecimiento interesante que añadir. Son estos, por lo tanto, los motivos que me empujan a seguir averiguando qué había detrás de aquellas íntimas notas londinenses de recién casados descritas por mi padre en el diario que encontré por sorpresa. De forma que en El té de la libertad sigo siendo la misma espectadora del elenco de personajes que componen esta novela. Aunque para llegar hasta aquí ha sido crucial ahondar aún más en los acuerdos de Estado entre el general Franco y Winston Churchill durante la II Guerra Mundial. Y en particular los relacionados, entre otros muchos, con la significativa participación humanitaria de España en el salvamento de judíos y refugiados del nazismo que aquí describo.

Desde el inusual inicio de la vida en común de mis padres, poco a poco fui logrando que la hermética concha de vieira que guardaba sus secretos se abriera hasta dar con esa labor humanitaria escondida bajo el caparazón de la neutralidad política española. Bastante más ligada a los respectivos proyectos bélicos de los enemigos europeos de lo esperado. De modo que, al desclasificarse los documentos oficiales del Servicio Secreto británico a partir del Freedom of Information Act del 1 de enero del 2005, la sorpresa fue que apareciera, intacta, maloliente y polvorienta, una carpeta sellada con un destacado SECRET rojo, sobre el nombre de mi padre, Dr. Eduardo Martínez Alonso. Intocables desde 1945, estos papeles ocultos por los altos cargos del MI5 en Londres desmenuzaban el trasfondo humano y político de aquellos salvamentos de judíos y perseguidos del nazismo que me relataba mi madre años atrás como si fuera una película ajena, ignorando, aunque no lo puedo asegurar, que su marido estaba metido hasta el cuello en este intrincado proyecto como un SOE (Special Operations Executive) de apoyo al equipo de la Inteligencia británica entre España e Inglaterra encargado de esas operaciones. Fue gracias a estos archivos escondidos durante décadas en el laberinto secreto británico como pude redondear la trama familiar comenzada al alimón con mi madre –y ahora entendía su actitud defensiva al tratar de sonsacarle unas experiencias juveniles altamente secretas– y me despejaban el camino de una investigación familiar ya convertida en histórica. En consecuencia, gracias a nuestro ingenuo inicio y a los hallazgos añadidos de otras investigaciones posteriores, he llegado a la conclusión que presento aquí bajo el prisma antropológico social que engloba estas maniobras históricas y familiares.

Aunque estos hechos queden avalados con su correspondiente documentación y cobren un auténtico sentido oficial, para mí, sin embargo, esta seguirá siendo una experiencia familiar. La razón por la que como hija de los protagonistas centrales, ciertos acontecimientos y personajes aparezcan personalizados, tal como los sentí mucho antes de calibrar su importancia. Entre estos descubrimientos ha sido muy estimulante ratificar que el propósito humanitario del MI6 en la Península Ibérica, según los datos confidenciales de la Cruz Roja Británica publicados en el año 1949, fue el de socorrer y, en lo posible, rescatar «clandestinamente» de las garras nazis que invadían Europa entre 1940-45, unos 200 refugiados diarios, judíos y gentiles, huyendo a España. 300 de los cuales debían salir semanalmente en la misma «clandestinidad». De donde se deduce que a pesar de la influencia del Tercer Reich en la política franquista, fue la neutralidad española la que les permitía llevar adelante los traslados encubiertos hacia Portugal y Gibraltar, con la ayuda de cooperantes como mi padre. Posiblemente la misión humanitaria aliada de mayor envergadura del siglo XX, irreconocible como tal en plena acción, y hasta años después, que no habría culminado con el éxito silenciado más de sesenta años sin la buena voluntad, la armonía del equipo de apoyo y la complicidad de los diplomáticos con aquellos colaboradores que la hicieron posible desde la embajada británica en Madrid. Ajenos a intrigas, denuncias y traiciones, compartiendo un mismo código ético y su mejor voluntad, este intrépido grupo hispano británico aunó profesionalidad, buena voluntad y grandeza de espíritu para sacar adelante su secretísimo y peligroso proyecto humanitario para salvar miles de vidas desconocidas sin temor a arriesgar las propias, enfrentándose, además, a una discutible legalidad nacional, bordeando la alta traición. Lo que nadie imaginaría estaba alentado soterradamente por un sagaz Winston S. Churchill desde la sombra.

Han transcurrido varias décadas hasta confirmar que las maniobras auspiciadas por el agregado naval y responsable de la Inteligencia británica en Madrid, el capitán Alan Hillgarth, en estrecha colaboración con el agregado militar, el brigadier Wyndham T. Torr, así como su adjunto, Alan Lubbock, unidos a «la torre de fortaleza» de Michael Creswell, «Monday» en el argot interno, como responsable de Evacuaciones y Evasiones del MI9, en plena guerra europea respaldaron, entre otros proyectos bélicos, la admirable labor de acogida de cientos de refugiados en su «Casa de Vida» de nuestra buena amiga, Margarita Taylor, utilizando como tapadera su famoso salón de té Embassy, en pleno Paseo de la Castellana 12, frente a la embajada de Alemania. Un equipo humano insospechado que supo combinar sus funciones profesionales propias con los rescates humanitarios en un periodo de máxima turbulencia y riesgo enfrente mismo de sus observadores.

Es extremadamente gratificante, por lo tanto, confirmar la participación de mi padre, el Dr. Eduardo Martínez Alonso, como un SOE español que combinó su cargo de médico de la Cruz Roja Española con el de la embajada Británica en Madrid, desde donde el MI6 proyectó miles de salvamentos humanitarios a través de España. A lo que añado, con el mismo orgullo, la colaboración indirecta de mis allegados en Galicia: mi abuela Guillermina Alonso Jiménez-Cuenca, propietaria de la finca de La Portela; la guardesa, Lola «La Grande»; los marineros de Redondela, Faustino, Manuel y Moncho Otero; o el párroco de Xende, el tío Rogelio, quienes se esforzaron por concluir este peligroso proyecto, tramado en las oficinas londinenses de Whitehall y rematado en la Ría de Vigo. Deseo pues honrar a los integrantes oficiales y a los de a pie por esta generosa aportación de alto riesgo hasta culminar con éxito el salvamento de miles de perseguidos silenciado durante sesenta años; quizá sin saber, además, que estaban esquivando la estrecha persecución de la Gestapo, e indiferentes a los rigores de la dictadura franquista cuando ninguno reparó no solo en el peligro inmediato que corrían, sino en las posibles consecuencias detrás de una convulsa guerra internacional no tan lejana. En definitiva, una ejemplar y asombrosa combinación de audacia, consideración y solidaridad de este puñado de elegidos capaces de superar situaciones extremas que me ha permitido ensamblar los elementos propios con los oficiales para transportarlos a esta novela histórica.

Por todo ello, agradezco a la embajadora de Polonia en España, Exma. Sra. Marzenna Adamczyk, sus amables acogidas a lo largo de estos años de investigación en su embajada madrileña. En particular, su consejo de consultar el archivo del Sikorsky Museum en Londres, donde se conservan numerosos documentos y listas de nombres de los presos polacos retenidos en el campo de concentración de Miranda de Ebro durante la II Guerra Mundial. Una información fundamental para confirmar la participación paterna que yo suponía. Agradezco también los comentarios, observaciones personales y los perspicaces e-mails de mi buen amigo el Dr. Francisco Sagasti (desde mucho antes de que fuera presidente del Perú), alternados con nuestras largas conversaciones madrileñas. Igual de positivas e inspiradoras que resultaron las encantadoras charlas con una destacada veterana polaca de las persecuciones nazis, Nina Mitrani, establecida en Barcelona desde los años 1940, y su estimable traducción de los documentos en polaco que presento y que desde aquí reconozco con mucho cariño.

Gracias asimismo al intercambio de opiniones históricas y políticas con mi buena amiga y profesora de historia de la UNED, Conchita Ybarra Enríquez de la Orden, así como al historiador vigués, Antonio Giráldez Lomba, quien al cabo de años de amistad apareció con un inesperado y esclarecedor documento que encontró en el Archivo Histórico Nacional relacionado con la «clandestinidad» de mi padre y que incluyo aquí. No menos determinante que la conclusión a la que llegó el Dr. Emilio Grandío Seoane, profesor titular de Historia Contemporánea de la Universidad de Santiago de Compostela, que me ha permitido ratificar la conexión entre el MI6 y la Cruz Roja Española en los años 1940, de donde partió el vínculo profesional de mi padre con ambas entidades. Por esta aclaración y el prólogo que ha escrito para este libro le estoy muy agradecida. La imprevista reaparición de Colin Creswell, el hijo de Elizabeth y Michael Creswell, responsable del MI9 en el periodo aquí descrito, quien me proporcionó unas esclarecedoras matizaciones sobre ciertos aspectos internos de la embajada británica en Madrid durante los años 1940, también aporta un destacado contrapeso a mi escueta información, lo que agradezco por ser tan valiosa.

Las fundamentales y recientes explicaciones de mi casi hermano, Ted Pahle, sobre las funciones complementarias entre el Servicio Secreto británico y la Cruz Roja durante la guerra, me ayudaron a encajar y valorar aún más esta valiosa labor de trastienda de los colaboradores, entre los que se incluía mi padre. Otra confirmación de la trascendencia de la neutralidad de España durante la II Guerra Mundial. Sin esta asociación no habría sido posible rematar con tanto éxito la ayuda humanitaria a las víctimas del Tercer Reich. Un método, por cierto, que se siguió utilizando en enfrentamientos bélicos posteriores y que no concluyó hasta la guerra del Vietnam.

A punto de concluir esta novela, en octubre del año 2020 me llegó la inesperada noticia de la Raoul Wallenberg Foundation de Tel Aviv de que habían encargado a la Autoridad Filatélica de Israel la emisión limitada de un sello de correos conmemorativo de curso legal con la imagen y el nombre del Dr. Eduardo Martinez Alonso como «Rescatador del Holocausto». Un conmovedor e insospechado honor por el que no encuentro suficientes palabras de gratitud a su fundador, Baruch Tenenbaum, y a su director, Daniel Rainer, a la Raoul Wallenberg Foundation y al Estado de Israel.

Ahora me entienden cuando digo que esta historia es la que no quiere dejarme a mí. Y no al revés.

En fin, a todos os agradezco el soporte e interés mostrado mientras fui descubriendo la estimulante y satisfactoria labor de sacar a la luz unos secretos inadvertidos de la Historia –ahora sí, con mayúscula–, que no solo dejan a los personajes aquí descritos en el admirable lugar que les corresponde, sino que espero puedan aclarar viejas dudas sobre los salvamentos de judíos y perseguidos del Tercer Reich en España. Hasta las de los más escépticos.

 

 

En Pineda de Mar, aún junto al Mediterráneo, comenzando el año 2021

 

Prólogo

 

Un nuevo padre

 

Lo oculto, lo escondido, lo nunca contado… siempre ha reclamado la atención. Este libro habla de un padre al que su hija descubre un secreto, el de su vida. El perfil que reconstruye es el de un nuevo padre. Más allá del ámbito afectivo, observamos a los hombres y mujeres que se encargan de los servicios de Inteligencia, siempre desde un prisma marcado por la imagen difundida de manera posterior a la finalización de la Segunda Guerra Mundial, al relato del antifascismo como médula central de la construcción de la sociedad occidental europea. Esta es una narración que nos ofrece siempre un mundo en guerra, separado por una trinchera infranqueable de hostilidad… Una sociedad en blanco y negro, con escasos matices. Pero si algo tenía el mundo de la Inteligencia en la guerra era que estos hombres navegaban siempre entre esas dos orillas, irreconciliables por el conflicto. En el caso de la Península Ibérica, en dos regímenes dictatoriales como España y Portugal que hacían de la praxis su política prioritaria, la libertad de acción de los sectores de Inteligencia era notable. No de manera casual. También para relacionarse entre ellos.

El mundo del espionaje es el mundo de la información. Una información bien amplia, con informantes comunes, y recogida prácticamente por todos. Es una realidad oculta… hasta que se gestiona de acuerdo a determinados intereses. Algunos económicos, otros personales… casi nunca estrictamente políticos o ideológicos. Ese tipo de «espía» excepcional que parecen ser los llamados «agentes doble X», aquellos que servían información a ambos bandos, son más la norma que la excepción. Dentro de este mundo las fronteras son efímeras y sutiles. La palabra se da y ya no vuelve, pero se gestiona a su debido tiempo e interés por parte de los profesionales. Todo depende de hacia qué bando se decante la mayoría de la información obtenida.

No es de este modo exactamente el caso de Eduardo Martínez Alonso, pero vivió dentro de este contexto durante unos años. Su fidelidad a «la Causa» tiene una procedencia claramente personal, debido a sus amistades previas, a las relaciones establecidas de manera anterior al estallido de esa guerra nunca querida por una Gran Bretaña acomodada con amplia mayoría «tory». Observaremos entre líneas una relación singular y estrecha del personaje central con la familia real británica, y por lo tanto también con la reina española Victoria Eugenia de Battenberg. Martínez Alonso se convierte en un hombre de enorme confianza dentro de un Estado como el británico en el que la figura del monarca es mucho más que el Jefe del Estado, refrendado por una tradición de siglos dirigiendo el rumbo político, pero también el espiritual, del país. No hay institución más valorada y firme en Gran Bretaña, porque su influencia sobrepasa los ámbitos estrictos de la administración del Estado. La relación de nuestro personaje con la monarquía británica es fundamental para entender su papel. Es esta fidelidad dentro de su contexto relacional lo que le convierte en entregado colaborador. No es lo frecuente. Generalmente se prefiere a los que tienen una menor trayectoria previa conocida, pero Martínez Alonso, «Lalo», no responderá al modelo clásico más conocido.

Pero si es más común la manera en que se nos presenta. Resulta curioso como generalmente estos personajes son desplegados a través de un relato íntimo –nunca oculto en el texto– realizado por familiares, como es en este caso de su hija, Patricia Martínez de Vicente, motivados por el «Official Secret’s Act», ese silencio siempre presente en la actividad. El reconocimiento de los hechos provoca un impacto doble en la persona debido al descubrimiento de un nuevo padre. Un progenitor con un mayor número de perfiles, que en su inicio parecen aristas inexplicables, pero que se van convirtiendo con el paso de las páginas de esta obra en valores compartidos. También es cierto que este conocimiento tan íntimo impide, de manera lógica, distanciarse para observar sus acciones con imparcialidad. Hay una voluntad interpretativa condicionante de los hechos narrados, y a la vez una necesidad de entender al padre por quien redacta estas líneas. ¿Hay algo más complejo que intentar explicar tu propia necesidad de entender? Esta obra habla también del proceso personal del autor. Posiblemente no haya una manera de relatar hechos que comunique más que un relato de estas características en primera persona.

La intervención de Martínez Alonso se podría incluir dentro de la primera ola de contactos de absoluta confianza de Gran Bretaña dentro del país, escogidos porque no levantan problemas en su relación con el régimen. «Lalo» es un hombre bien respetado, con prestigio, que vive en la zona noble de Madrid, y cuya relación con la monarquía española le hace ser observado como algo «natural» por el franquismo. Y es que la dictadura desde la llegada de Samuel Hoare a España en la primavera de 1940 marca su relación con los británicos en la que los trabajos de Inteligencia en esta España «no beligerante» no sobrepasaran nunca la «línea roja» de trabajar contra el propio régimen. Martínez Alonso cumple este perfil inicial.

Esta primera ola de contactos se construye de manera improvisada y acelerada tras la caída de París en mayo de 1940, ya que los trabajos de información en España para los aliados, que en un inicio se dejan a los Servicios de Información francesa, el «Deuxième Bureau», desaparecen. Ante la necesidad sobrevenida se crea un Servicio de Información de España desde lo que tienen en el propio interior: cónsules y sus familiares repartidos por toda España, miembros de la embajada, industriales enclavados en España desde hace años, o se incrementan los servicios de prensa. La necesidad es urgente, de vida o muerte, en esa situación en la que se encuentran las islas acosadas por el Eje como único baluarte europeo. En ese contexto también entran a ayudar a la supervivencia de la Corona aquellas personas conocidas y totalmente fiables, como nuestro protagonista.

Se le encomienda participar con lo que pueda, y orienta a sus contactos personales hacia este fin, disponiendo para los servicios de las rutas de huida de sus propias fincas situadas a pocos kilómetros de Vigo para atravesar la frontera portuguesa. Se convierte en el referente final de la salvación de numerosas vidas a través de ese embarcadero redondelano de A Portela. Era muy importante para el embajador británico Samuel Hoare que en estas acciones participaran personas de total fiabilidad como Martínez Alonso, dejando en un papel secundario la colaboración de españoles conocidos por su lucha contra el régimen. Era tan relevante el tema, que buena parte de la dirección y gestión de estas rutas recayó en manos de Lady Maud, la propia mujer del embajador. Entre sus papeles se puede observar que Vigo era un gran referente en estas rutas hacia la libertad.

La obra de Patricia resalta también el papel de Galicia en estos años. Una Galicia que si uno no indaga parece la reproducción de la imagen que el franquismo pretendía otorgarle a través del Pazo de Meirás: bucólica, verde, tranquila… Pero lo cierto es que durante la Segunda Guerra Mundial se convierte en una de las zonas con mayor actividad y relevancia del régimen. Eso sí, poco comentado en su tiempo. Una Galicia clandestina. Por este espacio y durante estos años existieron no solo las rutas de evasión, sino también las posibilidades bien ciertas de invasión aliada por sus costas septentrionales hasta bien avanzado 1943, una guerra aeronaval encubierta en sus costas especialmente entre 1942 y 1944, o el más conocido comercio de wolframio, tan determinante en estos años de conflicto. No era exactamente un remanso de paz.

También resulta muy curioso resaltar en estos temas el papel que siempre juegan las mujeres. Es cierto que siempre se han presentado como un apoyo de la actividad masculina en la mayor parte de las ocasiones, pero juegan un papel crucial, al mismo nivel que los hombres. Y eso en lo que sabemos a día de hoy, ya que el recuerdo de su acción es invisible en mucha mayor medida. No es solo la madre de Patricia, citada en este libro, sino la también mencionada –y nunca encontrada– Margarita Taylor, o la mujer de Garbo, y tantas otras… Prácticamente en cada Servicio de Inteligencia, aunque sea de manera individualizada a través de una persona, aparece una mujer, que luego casi nunca es citada como protagonista activa de la acción. Es perfectamente constatable que la mayor red de Inteligencia británica en el Norte de España de estos años –la «Red Sanmiguel»– contaba con un gran número de mujeres. Observamos una implicación rotunda de las mujeres en estos servicios, al nivel de los elementos masculinos. Embassy creo que es una prueba evidente, una más.

El Embass’… y el Majestic, el Rhin, el Oliden… y tantos otros. Lugares de encuentro de ambos bandos de esa información, que a medida que avanzan las investigaciones resulta más global de lo que parece. Lugares que son referentes para gestionar asuntos que debían llevarse necesariamente en secreto. Como las rutas de salida en que se centra temáticamente esta obra, y que permanecen tras la derrota del fascismo: tras la «desnazificación» es necesario tener corredores de salida para los ahora perseguidos. Judíos y nazis unidos en pocos años de diferencia por semejantes caminos. Las conversaciones en todos estos lugares de encuentro fueron en aquellos años de conflicto bélico enormes referencias para un mundo singular. Un mundo tan extraño el de aquellos seis años entre 1939 y 1945, tan distinto, que como la misma autora de la obra indica, los referentes del Embassy han desaparecido. No quedan registros de esta empresa. Como tampoco de algunos otros locales de estas características que son citados en las líneas anteriores. Es como si no hubieran existido. Como si su pasado, especialmente «ese» pasado, se hubiera difuminado. Eran fachadas, tramoyas escénicas para un momento excepcional, único, y que, cuando termina su función, deben desaparecer. Sumamos capas de silencio.

En enero de 1942, a Martínez Alonso le comunican desde la embajada británica que debería irse de España porque le han localizado. Ya lo tengo debatido mucho con Patricia, y soy de la idea de que siempre estuvo localizado, precisamente porque la relación entre servicios alemanes y españoles era bien estrecha, pero no había problema porque no traspasaba las líneas rojas que había marcado el régimen. «Lalo» se marcha precisamente cuando da comienzo una nueva fase entre los miembros de los Servicios de Operaciones Especiales británicos. Franco continúa con su apoyo nada encubierto a los países del Eje en su territorio. Gran Bretaña, tras un período de transición anterior en el que se rearma y refuerza, decide pasar a un período en el que la realización de otras acciones de mayor intensidad sobre España es factible: se introducen dentro de España grupos especializados en sabotajes, se elaboran planes de actividades de control militar del territorio peninsular, se establece una relación muy directa en la creación de los primeros grupos de guerrilla, y se establece una comunicación estable, no solo con la embajada, sino ya directamente con Londres. El objetivo ha dejado de ser colaborar en líneas de pacificación y salida hacia lugares más seguros con la Cruz Roja, y ha pasado a ser echar a Franco en la combinación de medidas de atención diplomática, sobornos y utilización de influencias entre los militares, preparándose para la posibilidad de una acción de guerra. En este nuevo contexto, al margen de haber sido ya reconocido, Martínez Alonso no tenía mucho que aportar.

La huida hacia Londres cierra el círculo del papel tan importante jugado por Martínez Alonso en los primeros momentos de la Segunda Guerra Mundial en España. De ahí ese informe tan exhaustivo conservado en los Archivos Nacionales de Kew Gardens. Un pasado oculto hasta hace bien poco. Como el de tantas otras personas de las que no se conoce nada. En este caso, lo que ha permitido recuperarlo para la historia ha sido la voluntad persistente de una hija en recuperar la figura de su padre en la defensa de la democracia frente a las dictaduras imperantes en los años 40. Pero hay muchos otros de los que se desconoce todo. Pasados todos estos años el recuerdo se difumina y se pierde totalmente entre las brumas del tiempo. Por ley de vida. Pero existieron muchos «Martínez Alonso». Personas, ciudadanos capaces de tener una disciplina ética que les permitió rechazar con sus acciones la presión asfixiante del totalitarismo en alza de aquellos años. Esa resistencia que surge del convencimiento de la bondad del ser humano como expresión fundamental de su existencia.

 

 

Emilio Grandío Seoane

Profesor Titular de Historia Contemporánea en la Universidad de Santiago de Compostela

 

A Coruña, 9 de febrero del 2021

Prólogo a la primera edición, «La clave Embassy»

 

Después de leer el relato de Patricia sobre las hazañas tan poco reconocidas de su padre, me sentí muy honrado por que me hubiera invitado a escribir este prólogo. Aunque también entiendo que me lo pidió para compartir el recuerdo entre descendientes de la generación involucrada en una misma acción bélica, por lo que me siento muy complacido de incluir esta aportación en nombre y por la memoria de mis padres, Elizabeth y Michael Creswell, y también en nombre de dos de mis padrinos, la honorable Mary Hillgarth y sir Alan Lubbock.

Debo sin embargo unirme a su pesar por no haberme beneficiado de una detallada información de segunda mano sobre este particular que podría haber obtenido a través de amplias charlas con mis progenitores. Pero los actores debían permanecer callados y discretos como parte del «guion» que les tocó interpretar, máxime por las altas cualificaciones requeridas para el papel que jugaron, sin figurar, ni pregonar su participación. Un comportamiento opuesto a la cara pública de su representación diplomática, fundamentalmente silencioso por los mismos motivos bélicos.

Al final del prefacio de MI9, escape y evasión 1939-1945, el brigadier Foot y el teniente coronel Langley rinden tributo …«también a aquellas miles de personas que no han sido consideradas, en apariencia normales y extraordinarias en coraje y devoción, que hicieron posible el funcionamiento de las redes de evacuación. Provenían de muchas nacionalidades, de todas las edades; de ambos sexos, de todas las clases: ricos y pobres, doctos y sencillos, cristianos y judíos, marxistas y místicos. Sin esa labor, por la que muchos pagaron con su vida, en el mundo de hoy tendría menos cabida la generosidad».

«Parejas unidas en la lucha» sería un título apropiado para los equipos de soporte mutuo entre los esposos cooperantes en este trágico teatro de operaciones, y es de lamentar que las tensiones vividas en algunos casos derivaran en rompimientos y separaciones irreparables, puesto que es en muchas «parejas unidas por las armas» así como en las estrellas solitarias, entre los países participantes, incluido España, en quienes se apoyaron las redes de escape, evasión y evacuación transitoria, que también trae Patricia justificadamente a colación en este libro.

Mucho se ha escrito y filmado sobre aquellos que arriesgaron y dieron sus vidas en territorio enemigo para ayudar a los que estaban al otro lado del conflicto; y es entre estos valientes destacados, sin duda, que se negaron a aceptar la conquista y reaccionaron contra la ocupación opresiva, donde se promovió la cooperación con lo que ellos consideraron los más altos valores humanitarios. Especialmente en España, que no combatió en ninguna de las guerras mundiales, y que tampoco había sufrido una ocupación extranjera desde tiempos de Napoleón. Por tanto no existía ningún antecedente o memoria reciente de opresión externa que incitara a un espíritu de resistencia colectiva.

Por el contrario, el país acababa de cerrar su propio sangriento capítulo de guerra civil y sufría la devastación, el agotamiento y la pobreza resultantes. ¿Qué tenían que ver entonces los españoles con los problemas de otros evacuados y refugiados o el interés británico de recuperar personal militar? El embajador británico en Madrid, Samuel Hoare, escribió: «Aunque no fueran pro alemanes puros, sus recuerdos de la Guerra Civil les hacían anti británicos». Este comentario surgió en el círculo de amigos españoles de los duques de Windsor cuando escapaban del sur de Francia, en junio de 1940, vía Madrid, hacia Portugal. Pero muy bien se podría haber aplicado al entorno del general Franco sobre la política y el militarismo del momento, en cuyo caso menos motivo tenía el ciudadano común y corriente de arriesgarse a ser sospechoso, sufrir denuncias, y quizá arresto sumarísimo, solo por ser de una tendencia políticamente incorrecta, y no digamos ya por mostrarse desleal a anteriores compañeros en armas.

Al duque y la duquesa de Windsor, por cierto, se les condujo por España hacia la frontera de Portugal por la misma ruta de Ciudad Rodrigo por la que los padres de Patricia tuvieron que huir durante su luna de miel un año y medio después, mientras que la fecha de salida de los Windsor, el 3 de julio de 1940, coincidió con el ataque de la Marina Real británica a la flota francesa atracada en el puerto de Mers El Kebir, en la costa argelina de Orán. Un ataque que hubiera sido muy poco popular para la causa de la «pérfida Albión» entre los ciudadanos de a pie de un país en el que las rutas de escape estaban aún por organizar.

Por tanto, deberíamos apreciar que el clima social en España, aunque oficialmente neutral, dejó mucho que desear en cuanto a favorecer las operaciones de salvamento clandestinas a favor de los aliados, al ayudar a la evacuación de fugitivos racialmente perseguidos a perpetuidad por los enemigos fascistas. Los mismos que habían contribuido considerablemente a la victoria de los mandatarios del país en ese momento. Es más destacable, por tanto, el que el Dr. Martínez Alonso se uniera tan valientemente a la difíciles, tortuosas y extremadamente peligrosas actividades como las que hizo él: organizando y participando activamente en el proceso de rescatar del campo de concentración de Miranda de Ebro, cobijar y traspasar bajo mano y con éxito a los ilegales por la frontera gallega hacia Portugal.

El hecho de que el buen doctor y su flamante esposa fueran dirigidos a Londres antes de que la Gestapo le echara el guante a él, después de las reiteradas advertencias de la embajada británica en Madrid, dice mucho en sí mismo. Sin duda el doctor era demasiado valioso para las operaciones iniciales del MI9 y del SOE en el sur de Europa, literalmente como iniciador de rutas, analista y creador de las mismas, y no se podían arriesgar a que cayera en manos de la Gestapo, de la que ya se sabía habían atrapado y hecho desaparecer a más de una figura destacada de las redes de evacuación europeas.

Los miembros de la embajada británica contaban con la inmunidad diplomática que impedía el arresto sumarísimo como protección, además de con coches con matrículas CD. Pero un español atrapado por los alemanes en la clandestinidad apenas podría esperar, no digamos ya suponer una intervención oficial, o representativa en nombre de la embajada británica, puesto que por el simple hecho de intervenir ya se le tacharía de sospechoso. Su cobertura se esfumaría de inmediato, con todo lo que conllevara el compromiso de la misión diplomática en un país nominalmente neutral y el riesgo de mantener el secretismo y la seguridad entre los demás cooperantes de la red.

Por sus acciones humanitarias, Lalo cumplió valientemente con la esencia de su juramento hipocrático hasta su lógica conclusión con una indiferencia admirable a las presiones sociales y políticas del ambiente español, así como a cualquier consecuencia peligrosa para él mismo. Un buen ciudadano del mundo en un mundo en guerra. Una auténtica estrella solitaria entre aquellos a los que Foot & Langley ha rendido tributo por los valerosos esfuerzos realizados por la causa de la libertad.

 

Colin Creswell

Málaga, 2009

Introducción

 

 

 

–¡Señorita!, póngase al teléfono. La llama doña Margarita Taylor… –gritó Lola acercándose a zancadas airadas por el pasillo hasta el lejano salón.

–Es la tercera vez hoy que cruzo de Fortuny a Monte-Esquinza. ¡Esto es agotador! –Aquella queja sorda y crónica de mi niñera ni nos inmutaba de tanto oírla. Idas y venidas desde la cocina al salón para atender el teléfono, abrir la puerta, servir la mesa o acudir a cualquier reclamo de papá o mamá, eran los ritos triviales que formaban el grueso de la existencia familiar e interrumpían nuestro sosiego. Y eso en un día normal, porque en las tardes de consulta médica (tres veces a la semana) los pacientes llamaban cada cuarenta minutos. Entonces aumentaba el ir y venir por el largo pasillo hasta el anochecer, dejando nuestra existencia aún más supeditada a ese ajetreo casero.

Además de ser mi niñera, durante los sesenta años de convivencia en los que trató a cuatro generaciones de la familia, Lola fue ajustando las funciones internas a distintos roles, pero nunca logró asumir el trajín del interminable pasillo que unía la cocina con el salón en aquel piso del barrio Chamberí, de forma que su refunfuño respondía al timbrazo que la obligaba a trasladarse a regañadientes entre esas calles que ella mantenía en mente. Tener que cruzar el umbral de la cocina le crispaba los nervios.

Moncha atendió el teléfono en inglés, por costumbre y por deferencia a la edad de Margarita Taylor. Quizá más por un inconsciente respeto a su condición de irlandesa. Una estrecha y entrañable amistad que facilitaba la antigua relación confiada y fluida; la diferencia de edad y orígenes no era ningún obstáculo para cultivar la buena armonía entre ellas. Al contrario, la reafirmaba.

–Pues claro, ven cuando quieras, Margarita. Ya sabes que por las tardes suelo estar en casa.

Margarita Taylor sonaba en esta ocasión más alterada que de costumbre. Necesitaba consultarle algo trascendental a su amiga y llevaba días inquieta dándole vueltas al asunto. Consciente de su condición de extranjera, aun viviendo en Madrid muchos más años que Moncha, la amiga irlandesa necesitaba escuchar una opinión fiable que le ayudara a situar su preocupación en contexto. A la dueña de Embassy le preocupaba el futuro de su negocio y entre tantas dudas, pensaba, el resultado de esa visita a una antigua amiga podía ser fundamental para ella. Necesitaba liberarse de la angustia que la atormentaba desde hacía meses.

La espléndida anciana se dirigió erguida y muy segura a visitar a su amiga a los pocos días paseando lentamente por Monte-Esquinza hasta el edificio más moderno de nuestra manzana, situado a tres calles de la suya. De ladrillo rojo visto y con grandes terrazas de inmensos toldos color barquillo, las viviendas esquinadas resaltaban entre unos clásicos edificios antiguos, grisáceos y lúgubres.

Más cortés que con otras visitas menos deseadas, Lola le abrió la puerta muy sonriente.

–¿Cómo estás, Lola? –saludó y luego la besó.

–Muy bien, señora, gracias –respondió ella con familiaridad haciéndole pasar al salón antes de avisar a mi madre, que ya se iba acercando hacia allí.

Las amigas se reunieron en el amplio salón iluminado por una luz tenue, anaranjada y rojiza, que se filtraba por los visillos hasta deslizarse, desvaída y de refilón, sobre los muebles antiguos colocados en unos huecos estratégicos al gusto de mi padre. Las alfombras persas y turcas, algo desgastadas ya y compradas de segunda mano en Londres al acabar la II Guerra Mundial, se repartían con desenfado sobre el parqué brillante. En las paredes, los grabados y pinturas españolas del siglo XIX formaban una considerable colección adquirida también por él desde muy joven, no tanto de gran valor, pero sí de buen gusto. En el comedor contiguo, la loza de Sargadelos atinadamente desperdigada por las paredes reafirmaba nuestros orígenes gallegos. El ambiente caldeado por el rescoldo de la chimenea encendida desde la mañana transmitía una agradable sensación hogareña, distribuyendo un aroma a leños quemados por todo el piso hasta que se encendía la calefacción general el primero de noviembre, lo que nos obligaba a brujulear soluciones hasta templar aquellos 300 metros de piso a la espera del frío oficial. Un acatamiento vecinal al que nos tenía sometidos la exclusiva decisión del portero.

Aunque yo estaba acostumbrada a estas visitas, era demasiado joven para participar en encuentros formales y no me uní a ellas. Pero Ole, el dachshund negro y fuego, satélite asiduo de mi madre, merodeaba descarado a sus pies con su habitual hambre canina, atento a recibir algún generoso pellizco de la merienda. Sentadas frente al mortecino fuego en un sofá confortable con una taza de té, de indiscutible menor calidad que los que se servían en su establecimiento, y antes de atacar las medias noches apiladas sobre un pulcro mantel de lagartera, Margarita entró en materia. Estaba preocupada. Le habían ofrecido comprarle su negocio: Embassy, el más exclusivo salón de té de Madrid –de España, quizá–, donde, además de los dulces más deliciosos para la merienda, se servían los insuperables cocktails de champagne, whisky sower, bloody Mary y dry Martini del país. Pero ella estaba indecisa; no sabía qué hacer. Décadas después de su inauguración, en Embassy aún alternaba la rancia aristocracia con la burguesía de media España, fieles a sus citas desde principios de los años 1930. Allí no solo se disfrutaba de los dulces más exquisitos de la capital, sino de la presencia de las socialités más destacadas del lugar, que acudían a flirtear con los coquetos caballeros dispuestos al ataque. Sin duda el ambiente preferido de los encuentros vecinales, donde cincuenta años después la austera decoración minimalista de sacristía presbiteriana seguía inamovible. Margarita nunca alteró los gris mate, blanco y negro del comienzo que destacaban por su sobriedad excesiva para una clientela de latinos lujosos. Las reducidas mesitas cubiertas de pulcros manteles de damasco blanco se apelmazaban para facilitar el acomodo y el paso de unos clientes fieles e impasibles ante esta molestia irrelevante. Hacia la calle, los escaparates mostraban día tras día sus clásicas tartas, mousses y pastelitos de formas exclusivas y sin ninguna pretensión culinaria, aunque de afamada exquisitez aplaudida por los clientes más refinados. Todo lo que se mostraba y se disfrutaba en Embassy era auténtico y con esa personalidad que le proporcionaba al local una merecida reputación desde el día que se inauguró.

Tomada la decisión de traspasarlo y retirarse, la gran preocupación de la dueña eran sus empleados. Embassy era su vida, como también lo era para ella. Aunque los años pasaban implacables y el negocio continuaba próspero, Margarita pensaba que cederlo a una nueva dirección sin contar con ellos era una traición.

–¿Qué harías tú en mi caso, Moncha? Sabes bien qué significa tener colaboradores de toda la vida. ¡Somos una familia! Por eso te lo pregunto, porque sé que me entiendes. Ramón y Jesús empezaron el negocio conmigo en los años 1930 y a Matías le enseñé yo a hacer esos famosos cocktails. Sarita fue la última que contraté, y eso fue en 1948. Son unos empleados ejemplares. Se han sacrificado muchísimo por su trabajo y por mí. Cualquiera lo sabe. Me han ayudado a sacar el negocio adelante, apoyando siempre la buena imagen de mi salón al mínimo detalle. Y ahora no quiero que piensen de ninguna manera que tiro la toalla y los abandono.

La amiga le dejaba hablar, que se explayara a sus anchas, mano a mano, sin testigos, al advertir su inquietud.

–Moncha, sabes muy bien que mis empleados me han seguido a donde hubiera que ir. Desde meriendas privadas a cenas lujosas, día tras día, como si el negocio fuera propio. Y sin una queja. Por eso ahora no puedo defraudarlos. Es injusto que les dé la espalda solo porque me hago vieja. ¿No te parece?

–Bueno, Margarita, tampoco exageres… Tú lo has dado todo por vuestro negocio –saltó mi madre risueña–. Ellos no han hecho más que seguir tu ejemplo. Tampoco te aflijas. Si sois una familia tendréis que uniros como tal para solucionar el problema.

Esta irlandesa de carácter fuerte, experta en entereza, acostumbrada a enfrentarse a numerosas dificultades a lo largo de su vida, extrañamente hoy dudaba. Maestra del autocontrol en situaciones gravísimas, relajada frente a su amiga, sin embargo, flaqueaba. Se sentía mucho más frágil que años atrás, cuando arriesgaba su vida para salvar a miles de perseguidos en extremo peligro durante la II Guerra Mundial. Justo en el mismo escenario madrileño que debía abandonar. Hacía demasiado tiempo que la incertidumbre la abrumaba. Ya anciana, a Margarita le costaba enfrentarse a unas contrariedades inevitables y su aplomo habitual flaqueaba. Verse obligada a cerrar un ciclo de tantos años de trabajo solo porque se hacía mayor le costaba mucho más que afrontar los espeluznantes trances bélicos de los años 1940. Estaba tensa, rendida. Y se le notaba en un rictus inflexible de la cara, por lo general mucho más dulce y relajado. La agudeza de su mirada, despierta y vivaz, desfigurada por la angustia, confirmaba que perdía su característico empuje. Apenas podía retener las lágrimas.

–Me cuesta admitir que he bajado la guardia, Moncha. Que estoy cansada, créeme. Comprendo que venderlo todo, el establecimiento, las recetas, el nombre, ¡todo!, el knowhow completo, es lo mejor para mí. Que ahora podré descansar tranquila y sin apuros económicos. ¿No crees que lo merezco? –se cuestionaba a sí misma al tratar de retomar el temple de mujer decidida–. Aunque aún queda mi gente. ¡No puedo abandonarlos!

–Lo entiendo perfectamente –respondió mi madre tranquila, intentando calmarla–, pero ha llegado la hora de pensar en ti, Margarita. No te concentres solo en ellos. A tu edad y después de tantos años al pie del cañón, también mereces un descanso.

–Sí, lo sé. Todos me lo dicen. Es cierto. Pero quedan cosas por rematar. Aunque conservaré el piso sobre el local, como hasta ahora. Seguro que de eso no me desprendo, no. Quiero pasársela a mi hija Consuelo el día de mañana. ¡Ella, que se siente tan madrileña! Siempre soñó con retirarse aquí –finalizó, y se le dibujó una sonrisa dulce abrillantando su mirada azul. Sosteniendo con una sola mano el platillo y la taza con la destreza de una veterana consumidora de té británico, Margarita cambió ligeramente de postura y preguntó sin titubear:

–¿Te parece una buena solución la que me proponen, Moncha?

–Well, my darling, hay que ser realistas. Y tú lo eres. Los años no pasan en balde. Para todos, hasta para tus empleados. No te atormentes pensando que los abandonas. Seguro que ninguno lo cree así. Tarde o temprano tenía que ocurrir. Después de tantos años trabajados día a día, como tú, cualquier camarero que te entiende solo con la mirada va a comprender muy bien que te llegó la hora de abandonar la nave. Tienes todo el derecho a descansar. ¿Quién puede pedirte que continúes como al comienzo? Relájate, mujer; estás de enhorabuena. Se te presenta la gran oportunidad de traspasar el negocio en buenas manos para vivir en paz y holgadamente. ¿Qué más se puede pedir? ¡Ya es hora de que pienses más en ti y disfrutes de un muy merecido descanso! Nadie lo duda.

La anciana escuchaba muy atenta a su amiga, sopesando sus palabras sin dejar de mirarla fijamente a los ojos. Como si quisiera colarse en sus pensamientos para asegurarse de lo que escuchaba. Sus canas permanentadas, recogidas en una invisible redecilla, se mantenían impecables al perfilar una tez ligeramente empolvada, extraordinariamente fina y pulcra. Esta admirable octogenaria conservaba aún un cutis terso, transparente y lozano por el que los años no parecían hacer estragos, en consonancia con el empaque de mujer resuelta y orgullosa que realzaba su personalidad. Pero la inquietud y los esfuerzos recientes por enfrentarse a la realidad le alteraban hasta el físico, transformándola en la anciana que realmente era. Así y todo, hecha la consulta que la atormentaba, a la segunda taza de té nuestra amiga irlandesa parecía más relajada y volvió a sonreír con su picardía de siempre. Era un respiro abrirse con franqueza a alguien de confianza como Moncha y confesar sin rodeos su lucha antes de tomar quizá la determinación más importante de su vida: abandonar la nave y despedirse del negocio, el engorroso dilema que no le dejaba vivir desde hacía meses.

La gourmet internacional más importante de Madrid, la que enseñó a los gourmets españoles de varias generaciones a ser aún más expertos en su rama, sabía bien a quién le consultaba esa tarde. Para sus íntimos amigos Moncha y Lalo, sus empleados eran también parte de su familia. Una ayuda inestimable, pero también una responsabilidad; un deber moral por encima del beneficio que pudieran proporcionarles. En nuestra casa, como ella en su negocio, se participaba de las penas y de las alegrías como si fueran propios. Daba igual que el chófer estuviera enfermo en la otra punta de Madrid o que la secretaria cantara en el coro de Radio Nacional para que se le visitara a aquel en Vallecas o se paralizara la rutina hogareña para escuchar atentamente el concierto de esta. Sentados alrededor del aparato de radio que tanto cooperó con sus voces invisibles a fomentar el oído y la imaginación de varias generaciones, todos callaban respetuosamente para escuchar a la empleada a través de las ondas. Un irreconocible eje de unión familiar, hasta que lo sustituyó la televisión y cambió incluso la convivencia.

Como se planeó, Embassy se traspasó en 1975, dándole un respiro a su dueña, quien al fin se pudo retirar y disfrutar de un merecido descanso antes de partir definitivamente años después. Margarita Taylor hoy reposa donde ella eligió: en el cementerio inglés de Madrid, muy próxima a la familia Bourguignon, con quien compartió los secretos avatares bélicos madrileños años antes. A pesar de ser extranjera, el Gobierno español la condecoró con la Medalla del Mérito Turístico por su extraordinaria labor y tenacidad al frente de su local, tal como lo defendió ella contra viento y marea y lo sostuvo a pie firme como la mujer luchadora que era. Pero la historia no termina como ella la planeó. Aunque siguió viviendo en el segundo piso del Paseo de la Castellana 12, como era su intención, hasta que lo heredara su hija Consuelo, tampoco quiso dejar ningún cabo suelto. Así que dispuso en su testamento que si su hija moría sin descendencia –como de hecho ocurrió–, sus antiguos empleados lo heredarían. Por lo tanto, el que había sido su hogar español durante décadas pasó finalmente a manos de su familia espiritual: los empleados de Embassy. Genio y figura.

 

 

El diario

 

 

Unos años después de esta escena femenina, al fallecer mi padre, mi madre y yo decidimos dejar aquel enorme piso del barrio de Chamberí en el que vivimos cuarenta años, excesivamente grande ya para un estilo y unas necesidades de vida muy diferentes a las de entonces. Desaparecida la consulta médica y aquel trasiego del ir y venir por el largo pasillo, nos sobraban demasiados metros innecesarios para tres mujeres solas. Organizando la mudanza, entre los libros que recogimos de las estanterías del pasillo encontré como por casualidad un austero cuaderno insignificante de tapas negras que posiblemente había estado allí desde siempre, sin que nadie se parase a hojearlo. Ignorando su contenido, comencé a revisar ese sencillo cuaderno en el que se conservaba un diario del año 1942. Me llamó la atención porque aquel era el año en que se habían casado mis padres. Yo sabía también que poco después ellos habían huido a Londres a pesar de estar en plena guerra mundial. Era asombroso que aquella intimidad escrita por mi padre en inglés hubiera superado los interminables bombardeos alemanes y varios traslados españoles posteriores –a cuál más devastador–, pero ahí seguía el librito, impasible, en el mismo hueco en que nadie se había ocupado de airearlo, o aniquilarlo, al cabo de tanto tiempo. Mi padre había fallecido hacía bastantes años y por lo tanto ya no podía interrogarlo sobre su contenido. Dudaba, temerosa, al curiosear entre las páginas, si descubriría algún secreto inconfesable en vida. Ni muerto quería faltarle el respeto a su intimidad, incapaz de defenderse tiempo después. Hasta que me armé de valor y me propuse leerlo con detenimiento.

Entre sus escritos encontré trazos de vivencias, nombres y situaciones no del todo reconocibles que iban deshojándose con asombro entre mis dedos. Se repetían distintos nombres que me sonaban de mi infancia. Otros más conocidos, como el de Alan Hillgarth, entonces agregado naval de la embajada británica en Madrid. Ciertos compañeros de facultad que conocía muy bien, como el Dr. Francisco Luque, quien había sido durante años director del Hospital de la Cruz Roja en Madrid, después de ejercer como ginecólogo de la reina Victoria Eugenia, casada con Alfonso XIII, por lo tanto, médico también de las señoras más importantes de la sociedad hasta los años 1960. Intercaladas entre las páginas escritas con claridad, encontré algunas hojas sueltas con nombres españoles y extranjeros que no podía asociar entre sí pero que imaginé entraban dentro de la misma colección que los anteriores. En fin, los que yo sabía que eran sus amigos, pero que no me encajaban en el Londres de 1942, y el salón de té Embassy no estaba excluido. En la última página, entre las listas de honorarios médicos –una costumbre que mi padre conservó siempre como una pequeña contabilidad personal–, había anotados ingresos inexplicables de pagos procedentes del War Office y del Foreign Office, entre las siglas de la BBC. Pequeñas cifras entregadas directamente allí, como deduje por las fechas. Ese pequeño detalle me hizo caer en la cuenta de que ya a mi edad yo ignoraba aún muchas cosas de aquel pasado suyo que de alguna forma también era el mío. Y no pude evitar reconsiderarlo. ¿Cuál era, por ejemplo, la verdadera razón de aquella precipitada huida de España de recién casados y que en todos esos años nadie se había molestado en explicarme? ¡Cuántas dudas personales se me revolvieron en la mente! Quizá a partir de ese momento podría aclararlas. Si le dedicaba algún tiempo, entresacando noticias sueltas de ese librito algo podría ir desvelando. ¡Qué cantidad de preguntas me hacía yo sola! ¿Cuál era el verdadero motivo de aquel dinero inglés? ¿A qué venían los contactos londinenses de un médico español con el Gobierno británico en una época tan intensa y conflictiva? ¿Qué relación tenía un hombre pacífico y mundano como Lalo con estas instituciones oficiales jamás mencionadas delante mío?

Asombrada por este extraño descubrimiento, quise aclarar las dudas con mi madre, quien inexplicablemente no mostró ningún interés por el tema. Eludía ampliarme ningún detalle, o los motivos que giraban alrededor de estas notas de recién casados, sin que yo pudiera desarmar aún su verdadero significado. Quizá no era casualidad que tantos años después anduvieran rodando por casa unas importantes condecoraciones de guerra, excesivas para un médico español, pacifista y apolítico. Que su significado coincidiera con este texto. O incluso con un destacado pasado bélico internacional del que nadie hablaba nunca, una cuestión por otro lado irrelevante en familia y siempre esquivada en mi presencia, como cualquier tema que estuviera relacionado con la Guerra Civil española o la II Guerra Mundial.

En una insignificante cajita de latón oxidada, enredadas en el abandono de los recuerdos intranscendentes, aún se conservaban las medallas de la Guerra Civil, que a día de hoy no he podido averiguar a qué se debieron. En el mismo cajón de objetos inservibles (que jamás se abría) había un estuche forrado en piel azul con el King George Medal for Courage, una de las máximas condecoraciones británicas, raramente concedida a un extranjero, junto a la Gran Cruz de Polonia, también entregada en el exilio en Londres, según un certificado de 1959. Unas condecoraciones que enseguida asocié a las hazañas escritas en el diario sin que nadie me lo confirmara. Pero, ¿a qué se debía tanto misterio? ¿Por qué no se hablaba nunca de este tema delante de mí, y mucho menos ante cualquier invitado? Desde ese día, mi curiosidad era inevitable. Necesitaba saber más de este pasado paterno desvelado a medias. Era inconcebible que ya a mi edad se me negara una información tan evidente y singular a la que también tenía derecho. Si los méritos de guerra de mi padre justificaban unas medallas tan relevantes –algo incluso de lo que enorgullecerse–, no entendía el soslayo intencionado de mi madre a ocultarme los motivos detrás de estos galardones. Quizá ella callaba unos incidentes deplorables y por eso no me lo quería contar. O que el misterio estuviera conectado a demasiados asuntos oscuros difíciles de desvelar fuera de contexto años después. Tal vez, entre tanta confusión, lo mismo a mí me habían adoptado en Londres y no sabían cómo decirme que yo no era su hija. Francamente, no encontraba una explicación coherente a tanto silencio.

Aunque moderado de ideas, mi padre vivió impasible los asuntos franquistas que compartimos durante veinticinco años. Esta indiferencia consiguió que en casa no nos identificáramos ideológicamente con aquel general que acaparó el poder de España durante cuarenta años, de donde curiosamente deriva mi nulo interés por los asuntos políticos hasta hoy, reflejo directo de la indiferencia familiar que se respiraba en casa. Sí, Lalo era un afalangista conservador, pero moderado y totalmente displicente con el fascismo de aquella generación. Un tema que no iba con él, ni nosotras tocábamos nunca. Igual de indiferentes que éramos hacia cualquier tendencia izquierdosa, de las que apenas se oía hablar por aquella censura férrea del entorno, y que de puro cerrada muchos ni sabíamos que existía. Por lo tanto, con el librito en la mano, era imposible relacionar aquella fuga de recién casados a Londres con una ideología torcida para su tiempo. En casa no escuché nada a favor de los republicanos, ni contra los simpatizantes de izquierdas que terminaron en el exilio, aunque nos tratábamos con gente que lo era con total naturalidad. Nosotros pasábamos de aquellos asuntos políticos, aletargados por un franquismo demasiado prolongado. Como mucho, mi padre seguía siendo un monárquico inofensivo, enganchado a los flecos románticos de Alfonso XIII y a una admiración embobada por la bellísima reina Victoria Eugenia, de curioso parecido físico con su primera mujer, también inglesa. Por lo tanto, aquella misteriosa escapatoria de cuatro años a Inglaterra en plena Guerra Mundial no podía asociarse con cualquier contrariedad política, más aún habiendo regresado a vivir y ejercer en Madrid sin padecer ninguna represalia.

Sin embargo, como supe bastante después, los motivos de su huida a los pocos días de casarse sí estuvieron directamente relacionados con las hazañas ocurridas en el salón de té Embassy durante la II Guerra Mundial. Pero aún me quedaba por averiguar mucho más.

De repente sentí un escalofrío. Aún con la carne de gallina mientras hojeaba el diario pensé si serían tan espantosos e inconfesables los motivos que rodearon la fuga de mis padres que hasta evitaron contárselo a su única hija. Y lo cerré de un manotazo. Quizá no debería profundizar más; incluso podría encontrarme con alguna sorpresa desagradable. Incapaz de averiguar más sobre el contenido del sencillo diario y más confusa aún por las ambiguas respuestas de mi madre, preferí centrarme en la mudanza y apartar las incógnitas para mejor ocasión. Me podía más la ilusión del cambio de casa y todas las novedades que aquello suponía que seguir con estas sospechosas pesquisas. Ya llegaría el momento.

Sin embargo, una curiosidad temerosa, envuelta en un perpetuo halo de misterio, me estimulaba a no ceder en mi empeño investigador. Seguir averiguando sobre los extraños manejos contados a medias en el diario de 1942 se fue convirtiendo en algo obsesivo. Aún no sabía que este sencillo descubrimiento me cambiaría la vida, pero lo cierto es que necesitaba saber más sobre el misterioso descubrimiento familiar convertido ya en una interrogante crónica. Hasta que haciendo averiguaciones a ráfagas esporádicas, ensamblando anécdotas familiares con escritos históricos, conseguí enlazar unas noticias con otras para completar la trama real e inverosímil que cuento aquí. Ahondando en distintas fuentes y siguiendo vericuetos inimaginables comencé a devanar la madeja que me trazó el hilo conductor de las insólitas experiencias de mis padres con el Servicio Secreto británico entre España e Inglaterra durante la II Guerra Mundial. Tardé más años de lo imaginado en llegar al fondo de un larguísimo túnel, pero lo logré.

 

 

Primera Parte

 

I. La boda

 

Moncha y Lalo se casaron en Vigo en los primeros días de 1942. No era un típico día gallego, lluvioso y gris; muy al contrario, lucía un sol resplandeciente. Una luminosidad pasajera de invierno que tampoco conseguía atenuar la humedad crónica y penetrante que rezuma por los poros de los sólidos edificios de piedra. Una humedad que se diluye con el verdín marino, incrustándose en las paredes de la mayoría de las casas viguesas, calándolas, igual que a las personas. El sol inesperado, sin embargo, no impidió que fuera una boda algo triste. Aunque lejos de allí, la II Guerra Mundial estaba en su apogeo, circunstancia que se reflejaba en la expresión ausente de algunos asistentes y en la austeridad encubierta en la ceremonia de la iglesia.

Un órgano sonó desvaído al entrar la novia del brazo de su padre. Hëndel, Bach y Mendelsson dieron la bienvenida a una joven sonriente que caminaba emocionada hacia el altar rodeada de unas calas naturales, dispersas y erguidas en los jarrones al pie de las imágenes de los santos. Igual que los ramilletes de camelias, gardenias y gladiolos, todos blancos, repartidos en manojos desarreglados ante el altar mayor. La sencillez de las flores regionales esparcidas entre las imágenes sagradas hacía juego con el exquisito buqué de la novia, caído con desenfado sobre su falda. Un regalo personal del florista Juan Bourgignon, amigo del novio y traído expresamente desde Madrid. Además de la sobriedad de la ceremonia religiosa, en el convite posterior en el Hotel Moderno tampoco hubo baile con la disculpa de un luto reciente, lo que no impidió que las señoras estrenaran sombrero, y hasta alguna que otra tía abuela desempolvó el sprint tieso de las bodas más trascendentes. Todas se preocuparon de lucir sus joyas. Los tresillos de zafiros y brillantes, las pulseras destacadas y los broches con baguettes remataban la autenticidad de las perlas. Unos lujos guardados bajo siete llaves durante su guerra española o depositados en el Monte de Piedad para salir de más de un apuro en la posguerra.