El triatleta globero que se forjó una coraza de acero - José Carlos Pérez López - E-Book

El triatleta globero que se forjó una coraza de acero E-Book

José Carlos Pérez López

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Beschreibung

¿Por qué no? ¡Cuánto peligro encerrado en una pregunta, en apariencia, tan trivial e inocente! ¿Por qué no podría un globero convertirse en triatleta de acero? El protagonista, un aspirante a triatleta en plena catarsis interior, globero empedernido en cuerpo y alma, y sin aparente solución, se enfrenta, sin perder el norte, la honra y el sentido del humor, a sus miedos y limitaciones en una interminable sucesión de hilarantes aventuras y desventuras librando cuantos obstáculos, retos y piedras (muchas de ellas literales en lo físico) se encuentra en el camino iniciado. Siguiendo unas enseñanzas ratoniles y los designios de su entrenador –el único que pone cordura en esta alocada lucha metamórfica que sufre el esforzado aspirante-, se propone alcanzar la mayor de las gestas triatléticas: forjarse una coraza de acero y saborear la dulce miel de completar un Iron Man. Una historia deportiva, pero también de superación y crecimiento personal, atiborrada de kilos de ironía. Considerarse capaz, ¡he ahí la terapia primordial para sacar todo lo que esconden las voluntades! Adelante. Mirar para atrás no es una opción pues, además de provocar tortícolis, te impide ver lo que tienes delante. Ríete de ti mismo si hace falta, pero no permitas que la vergüenza o los temores adocenados que anquilosan tu instinto de supervivencia te incapaciten para luchar a brazo partido por tus sueños y tus anhelos. Ya se sabe que la fe mueve montañas –aunque las mueva mejor una retroexcavadora-, porque como dijo Gandhi: "La fuerza no viene de una capacidad física, sino de una voluntad indomable". Consejo de maridaje: a ser posible, léase esta "historia de un IM-posible" con el ánimo dispuesto a la sonrisa y una buena cerveza fría a mano.

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© Derechos de edición reservados.

Letrame Editorial.

www.Letrame.com

[email protected]

© José Carlos Pérez López / Francisco Urban [2018]

Diseño de edición: Letrame Editorial.

ISBN: 978-84-17657-06-2

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

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«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

Dedicado

A los que ven posibles los imposibles,

y luchan sin cuartel por ellos.

A los que viven la vida,

y le sacan pringue al esfuerzo.

A los que viven,

a los que luchan,

a los que sufren

y se esfuerzan,

sin distinción de edad,

barriga o fondo físico.

A los que habitan nuestros recuerdos.

Kilómetro 30

Antes de empezar a correr es cuando más lejos está la meta

Acabo de pasar el kilómetro treinta. Mi segunda maratón nada menos. Si me invitasen a una exhibición pirotécnica tendría la excusa perfecta para no ir. ¿Por qué engañarme? Para tirar cohetes no voy. Tiro de bíceps femorales, de sóleos, de gemelos y de toda esa retahíla de grupos musculares, maduros por el esfuerzo como uvas tostadas por el tórrido sol de agosto, y que, por mucha anatomía que estudie, sigo sin entender que puedan arracimarse en unas piernas que, de puro escurridas, se han quedado en poco más que canillas.

Treinta kilómetros. Aún me resta otra docena larga. ¿O debería pensarlo en positivo como recomiendan los gurús de la motivación? Porque otra cosa no, pero tiempo para pensar… ¡Será por tiempo! Tal vez olvidándome de lo rematadamente vacío de fuerzas que he llegado a estas alturas de la maratón, consiga engañar a mis piernas para que aguanten todavía otro poco. Sí. No me queda otra, ¡he de entretenerlas a ellas y a la torre vigía de mi inconsciente! Me va la vida en ello.

—No te olvides, por lo que más quieras —me gritan las piernas a modo de reproche—, de pararte a llenar la despensa de reservas en el siguiente avituallamiento, que como ibas tan fino y eufórico hace nada, te pasaste el anterior dando apenas un par de sorbos al único botellín de agua que tuviste a bien coger.

La conciencia se apunta y dispara también sin compasión alguna:

—¡Serás cafre! ¿En qué estabas pensando cuando el entrenador te repetía las normas básicas de subsistencia en competición?

Menuda chapa. Le voy a tener que poner un bozal: que si llevo las endorfinas a punto del colapso, que si cuerpo no hay más que uno y que vaya tute le estoy dando, que si quién me manda a mí apuntarme a estas cosas… De verme en estas mi abuela me diría que voy a punto de que me den el señor, ¡y yo sin confesarme desde la primera comunión!

Por asociación de ideas, pensando en la extremaunción y en santos de los de estampilla, con su aureola y todo su kit de santo, como Dios manda, se me viene a la mente mi abuelo.

—¡Hay que ver cuánta razón tenía mi abuelo José! —me digo.

—¡Más que un beato y toda su cuadrilla de carnaval! —añade mi razón oficiando de apuntador.

Mientras me contaba, con su lujosa, excelsa y cuidada retórica, que de mozo recorría todos los días cinco kilómetros largos para ganarse las habichuelas, yo, con la osadía y el descaro que otorgan la niñez y el haber comenzado a estudiar en el colegio los entresijos del sistema métrico decimal, me reía imaginando el contrasentido métrico:

—Abuelo, ¿y qué es exactamente un kilómetro largo? ¿Mil cien metros en lugar de los mil de toda la vida?

La coña era completa cuando, recurriendo a los principios de la física más elemental, me daba por añadir que, con una dieta basada exclusivamente en habichuelas, la propulsión que se lograría en carrera no solo dependería de la correcta formación y educación de los músculos de las piernas, sino de esa magia del proceso digestivo y de cómo, por arte de sublimación, la legumbre, un sólido a todas luces en su estado original, pasa al reino de los gases, concluyendo el proceso cuando estos últimos resultan expelidos por vía rectal —el culo de toda la vida—, generando un movimiento de empuje directamente proporcional al volumen de gas exhalado, acompañado generalmente de un inconfundible movimiento musical, en clave de sol o de fa, que esto de la música nunca ha sido mi fuerte.

—A ver si, en lugar de hincharme a pasta en la cena de anoche, como recomienda encarecidamente el manual de principios básicos del corredor de fondo, lo que tendría que haberme metido entre pecho y espalda era un buen potaje…

Lo de las habichuelas no lo terminaba de ver. Además, tampoco hubiera solucionado la pérdida de potencia. Tal vez la falta de respeto demostrada, otrora, a mis antepasados y a la tercera edad en general se estaba volviendo en mi contra, y esa energía metafísica que llaman karma los budistas, ese causa y efecto, ese esotérico “donde las dan las toman”, se me venía encima con todas las de la ley.

—¿Será esa fuerza mística la que atenaza los músculos de mis piernas? —me pregunté.

—¡Te estaría bien empleado, cabeza buque! —me largó distante la soledad del corredor de fondo—, por desconsiderado.

¡Ay, la mítica y agónica soledad del corredor de fondo! Te pueden rodear hordas de atletas con mallas y tirantes, embadurnados de vaselina y perfumados al aroma de crema de réflex, que si se te mete en los huesos, no se te despega ni con agua caliente y te va calando hasta adueñarse de las pocas fuerzas que conservas.

Por si no fuera suficiente castigo lidiar con el aguijón punzante de la conciencia, comenzaba a experimentar ese fenómeno paranormal que provoca un cambio radical de la dimensión espacio-tiempo. ¿Se habría gastado la pila del gps? Porque el tiempo corría, pero los kilómetros tardaban cada vez más en pasar.

Al notar el vacío ya es tarde: eres un cadáver, un zombi con zapatillas y pantalón corto. Te adelantaría hasta el mismísimo nieto del Tato al trote cochinero. Intentas sobreponerte y no sucumbir repitiéndote como mantra que mejor solo que mal acompañado, pero no tardas en recibir la fatídica visita de la sobrecarga muscular y los calambres, que vienen dispuestos a hincarte el diente con inquina.

¡Qué tiempos aquellos cuando me limitaba a correr medias maratones con sus veintiún kilómetros de nada! ¡Pero no! Siempre la puñetera ambición de conquistar cumbres más altas. Lo que antes era el final ahora solo era el comienzo del declive, el ecuador de la tortura, el momento de sacar la calculadora y rebuscar en el fondo de armario todas las fuerzas de las que hayas hecho acopio a lo largo del exasperante período de entrenamiento. No busques lo que no hayas metido en tus alforjas; en la maratón al pasar el veintiuno faltan otros tantos. Es como una vuelta a empezar de cero, ¡pero de cero fuerzas! De nada sirve recordar los sabios consejos del entrenador, esos de los que has pasado olímpicamente mientras te creías el rey del mambo y pensabas que te comerías los kilómetros como pipas peladas.

“Somos lo que entrenamos”, recordé que apostillaba siempre el buen hombre, hasta rozar con la punta de la lengua el hastío.

¡Ay, amado míster, en las que me veo por cafre, desobediente y mal pupilo!

Me fustigo banalmente. El kilómetro treinta es donde empiezan las obras del muro. Si la muralla china se ve desde el espacio, el muro con el que espero toparme lo deben estar contemplando con descojone los habitantes de alguna galaxia lejana, que no se atreven a invadirnos por miedo a que les contagiemos la tontuna que gastamos en esta civilización de pacotilla. ¿Serán en esos recónditos rincones del universo como mi suegra? Ella es de las que piensa que correr es de cobardes:

—No dejo de preguntarme, yerno del alma, para qué te pegas estas palizas a correr si luego, cuando voy a tu casa y te pido un vaso de agua, tardas una eternidad en traérmelo.

—Eso es porque no recuerdo donde guardé la cicuta, amada suegra.

Acordarme de la suegra ha sido como una inyección de adrenalina. ¡Yo esto lo termino, por lo civil o por lo criminal, aunque sea por evitar el tostón que me esperaría de no llegar a la meta sin que me lleven en camilla o con los pies por delante! Si hay que arrastrarse, se arrastra uno, pero sin renunciar a la dignidad, al porte y la elegancia y, obviamente, sin mancharse los pantalones. ¡Menudas se las gastaba mi madre si volvía hecho un Cristo con la ropa del domingo recién puesta! Eso nunca.

La efusión dura poco. Cuando uno no va, no va y punto. Me pregunto para qué sirvieron tantas sesiones de técnica de carrera, elevando las rodillas, manteniendo erguida la cabeza y tirando de brazos. No noto los supuestos beneficios ergonómicos que habían de aportarme. En esta tesitura se tira de lo que buenamente se puede, y se apela a la heroica. Eso es algo que no se entrena. Los huevos se tienen o no se tienen. Amén, Jesús.

¿No tendrá alguna puerta secreta la pared esta de las narices por la que colarme y llegar antes? ¡Por las barbas de Neptuno, qué suplicio! ¡Y mi abuelo, mientras tanto, echando la partidita de julepe con su culico de anís paloma, que sabe más el zorro por viejo que por zorro!

El kilómetro treinta de la maratón es donde comienzan las obras del muro. Si, ya sé, eso lo he dicho hace un par de párrafos, pero es que llevo varias horas dándome de cabezazos contra él, intentando negociar con mis músculos un acuerdo para evitar una huelga salvaje que me obligue al abandono. ¿No os había contado que son ya más de once horas “arre que es tarde”? Pues sí, empecé hace once horas, pero ni voy a la pata coja, ni haciendo el pino. De las once apenas llevo corriendo tres, así que, después de todo, no voy tan mal de tiempo.

¿Qué he estado haciendo todo este tiempo hasta calzarme las zapatillas de correr? ¡Calceta, si te parece!... Pues un Ironman. Según se mire: sufrir o pasármelo bien, o pasármelo bien sufriendo...

Y pensar. Porque si algo tiene el corredor de fondo es tiempo para pensar. Eso también lo había dicho antes. Lo que no he podido contar aún son las vivencias de los últimos meses hasta llegar aquí, a dar forma al sueño de convertirme en todo un hombre de hierro. Todo eso en lo que no puedo dejar de pensar. Quien crea que estos deportes que obligan a tiradas inacabables son sobre todo de resistencia física se equivocan. El músculo que ha de estar mejor entrenado es el cerebro.

A la historia de este anhelo por completar un ironman le queda ya poco. Pero el camino hasta llegar aquí, escrito con líneas torcidas de sudor y esfuerzo, ha sido largo e intenso. ¿Qué tal si comienzo por el principio, que es donde se fraguan todas las historias?

SEPTIEMBRE

El día en que entré al trapo del ironman

Acabábamos de quitarle el precinto al mes de septiembre, el de los membrillos. La canícula seguía en todo lo suyo: dale que te pego derritiendo seseras, resecándolo todo, ensañándose con su manía impenitente de atormentar día y noche a cualquier bicho viviente, salvo a grillos y chicharras que, en aquellos días de infierno y botijo, eran los únicos que disfrutaban al ritmo de sus incansables y machacones sones, mientras el sol, impertérrito, clavaba su hierro en todo lo alto, cual estocada mortal del más diestro de los diestros.

Si algún día me juzgan por la osadía cometida, como atenuante alegaré en mi defensa ese exceso de sudoración. Un golpe de calor, tal vez. Sí; le he dado más vueltas a la cabeza que a un tornillo con la rosca pasada y es la única explicación razonable que le he encontrado a la tosca preñez y al ansia viva de forjarme, a un mismo tiempo, leyenda y coraza de hierro. La leyenda, si todo iba rodado, habría de alumbrar, nueve meses después, a un nuevo IM.

¿Quién puede resistirse a los encantos de la gloria cuando se viste de tiros largos y llama a tu puerta?

Septiembre es un mes peculiar. Casi mítico, me atrevería a decir. Es el único mes al que puedes cambiarle el nombre sin que proteste —prueba a quitarle la pe, que ningún purista de la ortografía pondrá el grito en el cielo—. Y aunque perdió posiciones en el calendario con la reforma gregoriana, y del séptimo pasó al noveno lugar, lo estratégico de su ubicación le confiere un indudable atractivo. Septiembre contempla el tránsito del verano al otoño, cuando las chicharras agotan sus partituras, después del tórrido estío. Siguen incordiando pero menos; es el efecto “general Custer” o el empeño por morir con las botas puestas. A toro pasado resulta inevitable que me vea como esa humilde cigarra, incansable hasta el final.

Septiembre es también mes de ferias y divorcios, según cuenta la desalmada estadística. Las editoriales se ponen las pilas relanzando colecciones de literaturas y enseres inútiles. Vuelve el fútbol de verdad después del teatrillo de la pretemporada. Vuelve a empezar otro curso escolar y la consiguiente retahíla de familias apretadas en lo económico quejándose por la merma pecuniaria que suponen los libros de sus retoños. Pero si por algo ha destacado siempre septiembre es por ser el mes de los sueños dorados, el de las ilusiones renovadas, el de los propósitos de enmienda que intentan enderezar rumbos torcidos y desorientados.

Siendo crío, vivía con ilusión la vuelta a clase; me apasionaba el olor a nuevo de los libros de texto sin estrenar, el encuentro con los compañeros, los cuadernos y los lápices aún vírgenes. De eso hace ya varios años; puede que demasiados. Pero eso es inherente al tiempo: te pongas como te pongas y hagas lo que hagas, él sigue machacón, a lo suyo, como el que casca almendras para hacer cordiales. Cualquier intento por ralentizar su paso es inútil y puede volverse irreversible. Tu pelo es el primero que lo entiende y, harto de vivir, del encono del peine por estirarlo y de sentirse agredido por gominas y otros potingues, decide tomarse la jubilación anticipada, dejando al desnudo tus ideas de cabrero o de torero-bombero. Luego te podrás consolar echándole la culpa a la genética, al exceso de pesticidas en la dieta o a la contaminación ambiental, pero la conclusión es que se te ve el cartón aunque no estés en el bingo. Tal vez también se acentúe la calvicie en septiembre; eso habría que preguntárselo al señor Johnson, el de los champús.

¿Qué más contar del mes de septiembre? Cuando rescato del pozo del recuerdo esos momentos felices de la infancia, mi memoria me lleva a las puertas de este mes. No en vano a mí me soltaron a pastar en este mundo en uno de ellos. Pero más que mis aniversarios, el día que tengo marcado a fuego fue el día en que mi hermano mayor y yo, vestidos con nuestras mejores galas de domingo, aguardábamos a que mi padre nos llevara a la feria. Como disfrutábamos todavía de ese tiempo veraniego, entreverado con alguna que otra de las típicas tormentas del veranillo del membrillo —“chaparraica” las llamaba mi abuela— decidimos amenizar nuestro ánimo, de natural inquieto y exaltado, recorriendo en bici las sendas que discurrían parejas a la acequia del tío Trinitario, bordeando peligrosamente los límites marcados por nuestro progenitor.

¡Me río yo de las vías verdes y de los carriles bici de hoy en día!

Por entonces las acequias llevaban agua, e incluso se pillaba algún renacuajo al que, con el pulso firme de cirujano y el sadismo propio de un infante, desmembrábamos sin piedad. Pero al utilizarse el azarbe (“regaera” en el habla panocha de los eméritos huertanos) como rudimentario alcantarillado, y no haberse realizado aún la “monda”, se encontraba llena de cieno, extremo que, por desgracia, tuve la ocasión de comprobar en primera persona cuando, tras perder el control de mi primera bicicleta BH, acabé cayendo al apestoso cauce y enfangándome hasta las rodillas. Tal vez fue una premonición —servidor ya apuntaba modales cayéndose de la bici—, o un guiño del hado caprichoso que, por entonces, no supe interpretar pero que anunciaba, sin el menor género de dudas, que acabaría convirtiéndome en un triatleta. Aquella fue la primera vez que practiqué ciclismo, natación y carrera a pie, todo de seguido aunque con sus matices: el ciclismo en estilo verano azul, la natación en el fango maloliente del brazal y la carrera a pie intentando escapar del radio de acción de la zapatilla armada de mi padre.

La ilusión de aquel domingo feriado acabó diluida en la bañera. Yo acabé sin feria y mi trasero ardió, como ardió Troya después de lo del caballo, o como si hubiera aposentado mis almorranas en un lecho de brasas, a causa de los generosos y educativos zapatillazos que recibí de mi progenitor.

Después de aquella primera aunque inconsciente experiencia triatlética de tan infausto recuerdo no tuve ningún nuevo contacto con el deporte de los tres deportes hasta que, tras haber vestido tirantes y pantalones cortos en múltiples carreras populares, me animé con mi primer duatlón. Siempre me había gustado el ciclismo, y quise matar el gusanillo de sentirme ciclista en una competición. El duatlón, con su combinación de carrera a pie y bicicleta, resultaba ideal. Lo que ocurrió después fue inevitable y predecible: me envicié, como se envicia uno con las pipas. Y tras participar con más pena que gloria en unas cuantas pruebas, comprendí que al duatlón le faltaba algo, que se quedaba huérfano; un duatlón era como un triatlón a palo seco, como una ensalada sin lechuga, como un jardín sin flores o el parking anexo a una discoteca que amanece impoluto, sin rastros de botellón nocturno.

Si del duatlón al triatlón solo había un paso, una fusión de lo más simple, un cambio de sólido a líquido como un cubito de hielo que se derrite al sol, no sería para tanto la transmutación —imaginé—. También parecía escrito, por lo de la predestinación, que sería en septiembre cuando me bautizara en esto del triatlón. Una calentura después de las vacaciones, un día de ventolera, ¡llámalo como quieras! Le puede pasar a cualquiera, pero como de todo se aprende, me prometí no volver a dejarme embaucar por un reto tan a la ligera. La próxima vez no firmaría contrato espiritual alguno hasta haber leído con detenimiento la letra pequeña. Si hace falta me compraré una lupa de setecientos aumentos, y prometo ser cauto y analizar todo con los ojos escrutadores de un inspector de Hacienda, o como si planeara atracar la cámara acorazada de la Reserva Federal americana o desvalijar la tumba más inexplorada del último faraón… ¡pero a mí no se me vuelve a escapar ni el más mínimo detalle!

¡Lo juro por las lentejas de mi abuela!

De cómo caí en las redes de la larga distancia

Unos cuantos de la cuadrilla de amantes del deporte y el reto salvaje a los que gobernaba nuestro míster, decidimos quedar a comer en El Convento, un restaurante de esos que aspiran a conseguir alguna de las estrellas que se reparten en el universo de la moderna gastronomía, a medio camino entre lo filosófico y lo científico, aunque sea con raciones más propias de un monasterio cartujo que de un lugar que se supone destinado a quitar el hambre al comensal, y con una lista de precios para rebajar los excesos de cualquier cuenta bancaria.

Llamadme clásico si queréis, incluso primitivo, rudo o de instintos básicos, pero cuando me siento a comer es para acabar con la gazuza, no para engañar a las tripas imaginándome que estoy en un museo de arte moderno, rodeado de cuadros confeccionados a base de brochazos que parecen aplicados con la única intención de manchar platos, para que se te canse la vista leyendo nombres tan largos en la carta como escuetos en la cantidad, o para que te deleites con vajillas de mesa que, por el tamaño, se te antojan ruedas lenticulares de última generación con un escuálido pegote de alimento.

Las pocas veces que me he visto en estas, me ha dado la impresión de que terminarían pidiéndome la cartilla de racionamiento para sellarla y siempre, siempre, se me ha quedado pegada el hambre a la boca del estómago. De ahí mi inquietud. Mas como se trataba de compartir un rato con media docena de hombretones de similares inquietudes deportivas y comentar los proyectos a los que habíamos pensado enfrentarnos en la temporada que estábamos a punto de desprecintar, tampoco era cuestión buscar los defectos del lugar. Así que allí estaba yo, con la mente abierta y los intestinos dispuestos al sufrimiento.

Cuando llegué, lo primero que me cayó en las manos, en lugar de dos padrenuestros —que era lo que esperaba dado el nombre del lugar—, fue una cerveza, extraída del grifo con el frescor y el toque de espuma reglamentarios según marcan los cánones de este arte: lo que se dice una caña bien tirada. Al otro lado de la barra ondeaba al viento del refrescante chorro del aire acondicionado la belleza trigueña de una de esas zagalas llegadas desde el frío septentrión al insoportable calor huertano, y que están siempre como a punto de derretirse —que cada cual se imagine si por el aplastante calor o por el estupendo estado de salud que demostraba tener la muchacha que atendía la barra—.

En compañía de un no menos hermoso plato de almendras fritas y del comentado refrigerio, descendiente directo de la cebada, ya se encontraban al abrigo del aire acondicionado otros dos de los esforzados correligionarios del club convocados al evento, amén del señor Miyagi, el ilustre y sobrio míster, experto, como buen cocinero, en sacar el pringue y la esencia, lo mismo a un kilo de la mejor de las carnes que a un manojo de ajos porros, y tan puntual como el solsticio de invierno.

Yo había caído en las redes del cocinero-entrenador por caprichos del destino. Pasaba por su lado el día equivocado y me di con el reto en toda la espinilla, donde más duele. Imagino que, precisamente por eso, el míster no desaprovechaba nunca la ocasión para recordarme la pinta de labriego que me acompañaba el día que me presenté ante él, cual escudero en busca de caballero al que servir, estampa en la que solo faltaba el azadón al hombro, porque el perfil de pueblerino que viene de regar su tahúlla en la huerta con los pantalones remangados y calzando un par de albarcas de esparto, al parecer ya lo daba.

—¿A quién estamos esperando? —preguntó el más hambriento del clan en vista de que seguía llegando personal y parecía haber quorum suficiente.

—Pues ¿a quién va a ser? ¡A Jesús!

Jesús, el del gran poder, genio y figura, gran líder espiritual y espejo de espejos en el que aspirar a mirarse, para no perder las buenas costumbres, se retrasaba. Comenzábamos a bromear con que si era así de puntual en su oficio —el buen hombre además de pegarle con gana a esto del deporte era bombero de profesión—, seguro que se le churruscaban los clientes.

—Como llega siempre de los primeros a la meta, luego, para no romper el equilibrio cósmico, compensa llegando tarde al resto de sitios —apostilló uno de los concurrentes con la chispa que da haberle metido al depósito, con alegre desparpajo, dos o tres vasos del exprimido de cebada.

—Los últimos serán los primeros —recitó, solemne como era su costumbre, el señor Miyagi, y con aquella sonrisa suya, que parecía pintada por el mismísimo Leonardo.

Yo, que en lo del deporte no me tenía por un crack pero que tragando líquidos espirituosos y terciando en cuantas disquisiciones filosóficas se me presentaban me defendía con garra, me lancé con decisión a poner la guinda:

—Será por eso que yo nunca pillo chapa, si exceptuamos las de las botellas de cerveza.

No encontré ninguna sonrisa cómplice que justificara la estulticia verbal a la que acababa de dar vida. Por suerte el compañero Jesús apareció en ese preciso instante, lo que ahorró trabajo a mi mordaz lengua y vergüenza al resto de mi ser.

Mientras nos saludaba, comprobé que Jesús era el único que lucía un cuerpo magro y de carnes resumidas, como si el mismísimo Rodin lo hubiera trabajado en su taller a golpe de cincel un par de horas antes. Se le veía dispuesto para acometer cualquier empresa o gesta deportiva a pesar de estar vencida la temporada. Deduje que era lo que tenía intimar con el entrenamiento diario y renunciar al tapeo y a la vida alegre.

—Jesusico, hijo, ¿seguro que has venido? —le solté, acodado aún al fondo de la barra, una vez repuesta mi mordacidad verbal, mientras, con estudiada elegancia, y sin rastro alguno de pudor, daba cuenta del último par de almendras—. ¿Por qué no sales y vuelves a entrar? A ver si así podemos verte, que antes no nos ha dado tiempo.

—¿No te ha dicho tu abuela que con esa silueta te pareces al espíritu de la golosina? —bromeó todo de seguido, y a grito pelado, otro de los tertulianos que había plantado su pica a mi lado para no perderse detalle de lo que se barruntaba detrás de la barra.

—¡He visto papel de fumar con más cuerpo! —terció otro de los bocanegras de la congregación.

Aquello se animaba por momentos.

—Yo también os quiero —fue la escueta y educada respuesta que nos dedicó el gran Jesús, sin perder la compostura ni aquella sonrisa perenne, como recién horneada y que tanto estiraba la piel de sus pómulos, arrugándole los ojos.

A pesar de lo comedido, atisbé un amago de sonrisa irónica sazonando sus palabras, detrás de la cual seguramente yacía un pensamiento de lo más impuro al estilo de “¡la próxima vez que me cruce en la bici con vosotros recordadme que os ponga chinchetas en el culo o que os saque directamente a la cuneta!”. Aunque tal vez fueron figuraciones, fruto del par de generosas cañas de las que ya había dado buena cuenta.

De un grupo tan heterogéneo, con guepardos de los de a tres minutos y poco el kilómetro y algún globero como yo, adicto al trote cochinero casi tanto como a la ambrosía del zumo de cebada, y que tirando por lo bajo me iba casi al doble, podría esperarse cualquier final. Aunque en esto del triatlón, cada uno es lo que es y lo que entrena, sin trampa ni cartón, no es menos cierto que el superclase destaca tanto más cuanto peor género haya alrededor, lo mismo que una moza de belleza de cardo borriquero y cuerpo de saco hace más espectacular a cualquiera de sus amigas, con que tengan estas un equipamiento de lo más básico, en lo tocante a los airbags frontales y traseros.

En mi familia nadie se explica de donde me viene a mí la afición por el deporte. Según rezan las estadísticas pertenezco a esa clase media acomodada, de considerable aburguesamiento, lo que, en lo deportivo, viene a significar que, además de conocer las excelencias de un buen sillón, se practican muy pocas modalidades deportivas más. Por genética me aseguran que es bastante improbable que me hubiera llegado influjo alguno, salvo que, sin saberlo, compartiéramos genes con la familia de Filípides y no lo supiéramos —algo bastante improbable si consideramos que el único contacto que han podido tener mis ancestros con la cultura helena ha sido comerse un yogur griego todo lo más—. Y tampoco nadie antes en mi familia había sentido la tentación de ponerse a nadar sin manguitos, a subir cuestas con la bicicleta por el placer de sufrir y mucho menos de correr por correr, así sin más, sin que le persiguiera un recaudador de impuestos o un lobo —algo que fácilmente (me refiero a lo del lobo), podría haberle sucedido a mi padre que fue pastor en sus años mozos—. ¿No nos quedamos más tranquilos cuando lo que somos o hacemos lo hemos heredado? Si al hacerte un análisis de sangre te sacan que tienes azúcar en la sangre la preocupación se minimiza si alguno de tus ancestros ya lo sufría. No solo se ve tan normal sino que hasta parece que es recomendable que tú también la tengas, por aquello de no perder la tradición.

¡Mandan huevos las leyes de Mendel!

A mí, no sé si por inconformismo o por joder a secas, desde la tierna infancia, me llamó a filas esto del deporte. Imagino que la culpa sería de algún cromosoma perdido o mal configurado. Ni tengo en casa una sala de trofeos ni da para escribir un memorándum la enumeración de mis gestas deportivas. Sencillamente me apuntaba a un bombardeo. Tanto daba si se trataba de dar vueltas corriendo por el barrio, de ver quien llegaba más lejos saltando a la pata coja, tirando piedras o escupitajos, de darle raquetazos a una bola de color fosforito contra una pared, o patadas a un balón en mitad de un bancal poniendo dos palos torcidos para marcar la portería. También cuando llegaba la temporada de las grandes vueltas ciclistas organizábamos nuestras particulares etapas, subiendo hasta lo más alto del Cabezo de Torres por más que arriba no esperase ninguna escultural azafata para esclafarte un par de besos y darte un ramo de flores. Suficiente recompensa era librarse de las mofas por ser el último.

Desconozco cuando me picó el bicho, pues es picadura que no deja rastro físico. Ni sé si podría responsabilizar a alguien de apología de la locura, para pedirle indemnización por incitarme a ella. Al fin y al cabo, no hay tantos libros escritos sobre triatlón, como los había de caballerías en la biblioteca de Alonso Quijano, razón por la cual se le fue la pinza al ilustre hidalgo manchego como para embarcarse en las mil y una aventuras y gestas vaporosas con que Cervantes, don Miguel, dio pábulo a su ingeniosa y alocada existencia. Yo no leí ninguno de esos libros (a los del triatlón, me refiero). Solo recuerdo que, de ser feliz corriendo por placer, acabé convirtiéndome en un devoto del señor de los neoprenos, de santa maría de los tubulares y del santísimo cristo de la suela desgastada, aspirante a triatleta por la gracia de Gómez Noya, amén.

¿Quién me ha visto y quién me ve? A mí, que a pesar de la comentada afición por jugar a héroe del deporte patrio, en mis años tontorrones, aún imberbe, lo primero que hacía al salir del baño playero era acercarme al chiringuito más cercano, luciendo pechito lobo y esforzándome por esconder barriga para encandilar al percal femenino, ahora, a donde me dirijo al salir del agua, es a una zona enmoquetada, llena de bicicletas colgadas de un palo largo, a la que en argot se denomina “boxes”, lo mismo que los de la fórmula uno, aunque, a diferencia del glamuroso mundo del motor —en donde a los pilotos les aguarda una auténtica manada de mecánicos tan encapuchados que da la sensación de que, en un descuido, les fueran a robar las ruedas—, en el triatlón cada uno se las tiene que apañar sin ayuda de ningún mozo de espadas.

A esto en triatlón lo llaman transición, y a diferencia de las habituales de chiringuito, donde se pasa de mojado por fuera a mojado por dentro, aquí se pasa directamente de mojado a seco, que es como se te queda el gaznate si nada más salir del agua aprietas los dientes en la bici para agarrarte a una buena rueda, todo el rato con unas agonías del copetín de Bullas, que parece que te estuvieras pasando a lo vivo una lija del cinco por los pulmones, de la ansiedad con que el resuello vive todo este trajín.

Mientras tiraba de ese popurrí de recuerdos, remontando cual salmónido río arriba las aguas del recuerdo, la reunión continuaba en todo lo suyo. La juntura, sin darme cuenta, había generado una selección cuasi darwiniana de castas. Si bien la armonía y el equilibrio del momento hubieran conmovido al más asceta de los lamas, contemplando a superclases y globeros, consagrados y aspirantes, juntos, todos a una, como en una Fuenteovejuna del triatlón, tan solo bastaba con fijar un poco la atención para darse cuenta de la obra maestra de la evolución: a los que teníamos querencia y nos hallábamos plácidamente acodados sobre el acero celosamente bruñido de la barra se nos notaba sobrados de peso y faltos de clase y bravura, como el toro que se acerca a las tablas a refugiarse en cuanto tiene ocasión. En cambio, a distancia prudencial, con las manos desocupadas y el galillo seco, se mantenía la clase noble, mirando con el recelo propio de quien, creyéndose entre iguales, se asombra al contemplar comportamientos inapropiados en la manada, impropios de la élite.

Juntos pero no revueltos —hubiese sentenciado Darwin—. El grado de elasticidad del abdomen resultaba magnífico como elemento diferenciador. Igual que un frutero experto sabría separar en un cesto las manzanas buenas de las podridas, aun teniendo catorce dioptrías en cada ojo, a los amigos del faroleo y las noches locas exudando deshechos etílicos, con una cerveza en la mano y el hocico pintarrajeado de espuma, se nos distinguía a la legua de los más prudentes y cuidados, que aguardaban con paciencia de monje cartujo a que se abrieran las puertas del refectorio, para entrar a compartir el homenaje gastronómico de pretemporada, que era lo que allí nos había reunido.

En cuanto tomamos asiento alrededor de la mesa, con el señor Miyagi, nuestro mesías, presidiendo, y comenzó el ágape, resultaba fácil explicar en que se fundaban las marcas personales: los fustigadores del cronómetro, los que corren como almas que lleva el diablo, comían y bebían con moderación y templanza. Sus cuerpos, hechos a golpe de sesiones kilométricas y un cúmulo extraordinario de voluntad, no tenían el más mínimo problema en resistirse a los ibéricos, o al estupendo y pecaminoso foie a la plancha que nos sacaron de la cocina, convertido en grasienta tentación, por obra y gracia del mágico y sensual toque de plancha, vuelta y vuelta, con un añadido de no sé bien qué matujas del campo y aquella orgía de salsas, colores y sabores de difícil identificación para paladares profanos. En el fondo sur, el de los gualdrapas, desprovistos de los más básicos cuestionamientos éticos, y alentados por los mandamientos de Arguiñano, los ultras de la glotonería, y zampabollos oficiales del grupo, nos afanábamos por dar buena cuenta de cada uno de los sabrosos pedazos del festín.

Aunque me propuse competir con bravura entre los de mi casta, sin perder comba y atacando con decisión las delicias gastronómicas que nos iban sirviendo, también procuraba aguzar el oído con el honroso afán de evitar que se me fuera el hilván de las historias míticas con aroma de gesta, que narraban los compañeros más veteranos, curtidos en mil batallas y carreras. Allí se hablaba de maratones a granel, como si fuera lo mismo que salir en chanclas a dar un paseo por la orilla de la playa, de tiradas en la bici tan kilométricas que se hacía complicado al entendimiento que las almorranas pudiesen consentir tales abusos, o de travesías a nado, que salvo que se hicieran amarrado a una canoa, o a lomos de un delfín, no encontraba la forma de explicar que fuera humano nadar tanto de seguido sin que le salieran a uno escamas hasta en el culo.

Con diferencia, por ser ese río al que afluyen los caudales de las historias de tantísimos discípulos deportivos a los que entrenaba, el señor Miyagi, con su porte elegante, su frente ancha y aquellas arrugas de sabiduría esculpidas por el cincel del tiempo en gran parte de su rostro, era del que más experiencias emanaban; un auténtico prodigio tirando de anecdotario:

—¿Os acordáis de Veni? —les preguntó a los discípulos de mayor solera.

—¿Quién? ¿Aquel zagal que corría braceando que casi parecía que fuese nadando?

—Mismamente —afirmó—. ¡Mira que se puede ser duro de mollera! —exclamó torciendo el gesto con resignación.

Ateniéndonos al episodio que comenzó a relatarnos el míster, acaecido en el transcurso de su primera maratón, el muchacho había sido uno de los diamantes en bruto en donde mayor potencial encontró, aunque solo en lo deportivo:

—Al pasar la media maratón le pregunté si iba bien y me respondió que no del todo, porque los treinta kilómetros de rodaje del día anterior le estaban pasando factura. ¿Treinta kilómetros? Le pregunté —exclamó poniendo cara mezcla de susto y asombro—, ¡pero si era un erre treinta! ¡Rodaje de treinta minutos, merluzo, no de treinta kilómetros! —concluyó soltando una carcajada—. El tío se había hecho treinta kilómetros el día antes de la maratón —remató a modo de resumen.

Me uní a la estridente risotada. Acostumbrado a que se rieran de mis ocurrencias de globero, en aquella ocasión acudía como invitado al despiece de otro borrego, y me sentí miembro de la manada de lobos esteparios en pleno banquete. Estuve a punto de soltar uno de mis socorridos chascarrillos, pero sacando fuerza de flaqueza logré contenerme. Convine que allí no era más que un principiante e imaginé que la osadía de un novato, todo lo más, podría ser recompensada con alguna colleja. Lo más inteligente, por tanto, era afinar la antena y aprender, lo que me sirvió para hacerme una idea aproximada de la preparación y las pruebas que tendría que disputar a lo largo de la temporada.

A pesar de que mis propósitos deportivos —acabar lo más decentemente posible alguna que otra prueba sprint y, si acaso, una vez confirmara mis progresos, atreverme con un triatlón de modalidad olímpica— no eran más que simples bagatelas comparadas con las arduas empresas en las que otros estaban decididos a embarcarse, durante la comida, en no sé qué parte del mundo, un insecto lepidóptero debió agitar sus alas con tal ímpetu que se produjo un cambio de dirección en el viento, lo que contribuyó a que el equilibrio cósmico se alborotara en mi cerebro. Un experto en ciencia infusa lo hubiera definido como “efecto mariposa”, y un meteorólogo o un loquero como “ventolera”; aunque reconozco que no noté ni una brizna de aire, a mi alrededor, en aquel momento empezó a gestarse la gran metamorfosis. Fue como quedarse preñado, sin paloma de por medio ni nada. Seguramente ni a Kafka, hasta las cejas de vodka, se le hubiera pasado por la cabeza algo así.

Hasta entonces yo había aplicado con celo el dogma que me enseñó mi padre, como si hablaran los más viejos del poblado o el mismísimo maestro de Kung-fu y yo no fuera más que un pequeño saltamontes: ver, oír y callar, ya que esa es la más sabia receta para aprender los secretos de cualquier arte. Escuché hablar de distancias que si ya me resultaba agotador imaginar hacerlas en coche, ¡cómo para hacerlas en bici o corriendo!

—¿Y qué me dices de lo de nadar más de dos largos de piscina? ¿Qué sentido tiene? Si ya has ido y has vuelto, ¿para qué vas a volver a repetir el bucle? —me inquirió mi otro yo, temiéndose que pudiera caer en las garras de la mariposa.

Los acontecimientos se precipitaron y todo ocurrió demasiado deprisa. La suerte parecía echada en el tapete de mi resignado futuro; fue como si la Tierra, súbitamente, se hubiera convertido en un carrusel de feria y comenzara a girar a tres mil revoluciones; como darse de morros contra una puerta de cristal que de puro limpia no aciertas a distinguir en tu camino; o como un vendaval repentino, con uno de esos remolinos que succionan todo lo que encuentran en su devastador camino. Salvando lo metafórico, no fue necesario que el viento soplara con más fuerza, y aunque a través de los amplios ventanales que había detrás de nuestra mesa constaté que no se movían las ramas, a mí se me empezaron a volar los papeles y cual torero tras monumental faena, acabé saliendo por la puerta grande, con la firme disposición de acometer la mayor locura de mi vida —y no era casarme—.

No sé si por los vapores del destilado de cebada, del que tan generosamente habíamos dado buena cuenta, o por los del magnífico caldo de Rioja embotellado que le siguió —cuya botella, como era de esperar, habíamos logrado vaciar gracias al enconado esfuerzo de los del extremo menos “cool” de la mesa de discípulos del triatlón—, acabé grabando a fuego en lo más profundo de mi alma una nueva palabra: Ironman. Hombre de hierro. De hierro y de puro pellejo, dado lo escurrida que se queda la anatomía de quien pasa por ello.

—Lo mala que se pondrá tu abuela —me largó la conciencia— cuando te vea con esas pintas de niño de postguerra desnutrido y lo escuchimizado que te vas a quedar.

—¡Anda y no molestes, que no es hora de razonamientos cabales! —le reproché a mis adentros.

Se había apoderado de mí la sinrazón: me veía capaz de todo; nada parecía imposible. Para más inri, la locura era full-equipe porque para acometerla había que irse lejos de casa. A eso fue a lo único que le puse objeciones:

—Míster, ¿has dicho que hay que ir a Alemania? ¿Es que no hay ningún matrix de estos más cerca? A ver si me va a dar que pensar que es una cosa mala y por eso hay que irse lejos, como para hacerlo a escondidas…

—No seas tan negativo —dijo conciliador el señor Miyagi—, y míralo por el lado bueno: allí no te conoce nadie y no pasarás demasiada vergüenza si no puedes terminarlo.

Tras una meditada pausa en la que intenté detectar si había algún síntoma de agresión externa hacia mi persona en las palabras que el míster acababa de verter, por alusiones me sentí obligado a responder al pelotazo:

—Oye, que si hay que ir se va —fue la escueta confirmación que supe dar para dejar claro que yo solo tenía una palabra.

Con el tiempo supe que el míster no lo había dicho con ganas de ofender. Tan solo tentaba con el capote para saber si era un morlaco con mucho empuje inicial pero de poca casta al que tendría que devolver a los toriles en medio de la faena. Echarle limón a los puyazos sangrantes realizados en el orgullo, para ver si escocía, era su forma de seleccionar aspirantes que no se fueran de vareta cuando asomaran el morro las primeras piedras en ese camino de tortuosos sacrificios que aguardaba.

Debí superar la prueba, porque no tardó en confirmarme, con la seriedad de rigor, que si había escogido la prueba de Alemania era por su gran prestigio y porque tratándose de nuestra primera vez había que cuidar todos los detalles para que fuera una experiencia inolvidable, como el primer beso. Para mi sorpresa también reconoció que me había juzgado precipitadamente, pues nunca hubiera imaginado que llegaría tan lejos. ¡Nada más y nada menos que hasta Alemania y no para trabajar en la metalurgia!

Era el paso que tenía que dar; estaba predestinado a intentar huir de aquella vida rutinaria, como el que ahorra durante todo un año para gastárselo en una mariscada de las de sacar panza. Podía optar entre dar un salto de calidad que ni la mismísima Isimbayeba con sus pértigas o echar el ancla para los restos en la bahía del “chimpún, se acabó lo que se daba”, y el aburguesado “hasta aquí hemos llegado”. Se acabaron las medias tintas, nada de arriar velas. Tocaba tirar de calculadora y salir en busca de la cuadratura del círculo, una entente suprema entre mente y músculos hasta dar con la fórmula que me permitiera culminar la gesta.

—Casi cuatro kilómetros a nado, ciento ochenta en bicicleta sin cambiar de culo, y la mítica maratón, con sus cuarenta y dos kilómetros a pata, ¡por el gorro de papá Pitufo! ¿Eso se puede hacer? —pregunté a punto de que se me salieran los ojos.

—Todo es ponerse, pequeño saltamontes.

—No sé si seré capaz de escribirlo sin faltas de ortografía en el libro de mi vida.

—¿Qué si podrías hacer tú una prueba así? —me respondió el entrenador sin el menor atisbo de sorpresa en su rostro mientras daba matarile a su cerveza cero—, ¡no veo por qué no!...

Si me pinchan no hubiera salido sangre. Aunque por mi espíritu aventurero e intrépido imaginaba que algún día me vería abocado a cometer una locura de tamaño calibre, uno nunca se plantea cuándo llegará el día. En ese momento se me antojaba un disparate. En ocasiones, podemos tener la puerta de entrada a la gloria ante nuestras narices y no darnos cuenta. Pero esta vez la idea no tuvo necesidad de cortejar mucho a mi voluntad para hacerse voluble y real. La niebla se disipó. Momentos antes veía difuminado y borroso el paisaje, como si me hubiera metido en vena siete litros de calimocho con vino de garrafón, y de repente allí estaba ante mí, nítido y diáfano, como un cuadro del renacimiento flamenco, con su marcada y gloriosa perspectiva.

—¿Por qué no? —resonó en mi mente el eco de la respuesta envenenada—, ¿por qué no?... ¡Qué peligro encerrado en tan poca letra!

Sabía que el optimismo sin mesura y el desconocimiento, cuando se dan la mano, te hacen atrevido e incauto. Pero lo que no imaginaba es que el cappo di cappi, el censor de nuestros misterios, al que no se le escapaba ni un detalle, no se esforzaría en contener mi euforia pre-etílica. Muy al contrario, el señor Miyagi que, cada vez que nos sentamos en una mesa con una cerveza en la mano, no pierde la ocasión de recordarme que el día que nos conocimos le parecí un soplagaitas al que solo le faltaba ir con un legón al hombro y los pantalones remangados hasta las corvas, como si viniera de hacer siete filas de caballones en la huerta, ese mismo señor Miyagi me animaba a asomarme al precipicio y levantaba el tablacho para que se empapara bien mi espíritu.

—¿No me estará poniendo la zanahoria delante del hocico? —me pregunté suspicaz—. Me anima como si ya me estuviera viendo entrar en meta entre laureles y con los acordes de la sinfonía de la victoria sonando a todo trapo. ¡Lo que faltaba para el duro! Menudo soy yo cuando me caliento.

De cero a cien en un suspiro. De hacer modestos triatlones sprint a todo un señor ironman, el padre de todos los triatlones. Abandonaba el presente para empezar a escribir en letra arial de cuarenta y ocho puntos, y en negrita, un glorioso y sangriento futuro teniendo en cuenta que el entrenamiento, según lo que me habían ido comentando a lo largo de la comida, iba a ser una verdadera carnicería.

—¡Vete afilando la navaja, Maqui, que aquí va a correr más sangre que en el parto de siete aliens!

Víctor Hugo, que no es ningún futbolista brasileño sino un escritor de renombre de los de hace un par de centurias, dijo una vez: “El futuro tiene muchos nombres: para el débil es lo inalcanzable, para el miedoso lo desconocido y para el valiente la oportunidad”. Como yo soy un valiente y un optimista, aún a sabiendas de que nado menos que el yunque de un platero, no tengo miedo a la prueba. Todavía quedan nueves meses, ¡todo un señor embarazo! Ya habrá tiempo de hablar con el anestesista al llegar a término para ver si me pone la epidural o la raquídea. O si es preferible aplicarme directamente una letal para que deje de sufrir después del escarnio que se avecina.

Me cuentan que el martirio será el día a día, con los entrenamientos duros y exigentes. Ahí es donde veo la oportunidad, aunque sea de pegarme un batacazo de los que hacen época cuando pinche en el hueso de lo imposible o del “hasta aquí hemos llegado”. Pero no adelantemos acontecimientos. Tiempo al tiempo, que la historia se escribe con los soplos del tiempo y con las gotas de sudor que resbalan por la piel de los sacrificados.

—Sangre, sudor y lágrimas. ¡Qué título tan lorquiano para bautizar mi anhelo! —me dije con entusiasmo.

—Seguro que Federico no montaba en bici en Nueva York —respondió mi conciencia sobria y toca huevos.

Resaca y reflexión empiezan por re

—Me he apuntado a un IM…

—Me he apuntado a un IM…

—Me he apuntado a un IM…

De vuelta a casa sorprendí a mi conciencia repitiendo esta letanía. Embadurnado aún por la euforia, y envuelto por un indescriptible sentimiento de felicidad viscosa, regresaba ufano, con la misma despreocupación con la que Caperucita, con su cesta colgada del brazo y entonando su pegadizo “lará-lará-larita”, se adentró en el bosque, ajena a la sorpresa que el feroz lobo le tenía preparada en casa de su abuelita. Lo que no recuerdo es si también daba saltos de alegría, arropado por el ensimismamiento de un momento tan metafísico.

Intentaba grabar a fuego el compromiso en mi espíritu tembloroso, como el que clava maderas en las ventanas ante la amenaza de un ciclón tropical. Tenía que evitar que mi ánimo se enfriara con el soplo de la brisa del atardecer y, al mismo tiempo, reunir el valor suficiente y dar con la fórmula adecuada para decírselo a mi Clementina con la diplomacia necesaria. Más al llegar a casa no las tenía todas conmigo:

“¿Montará en cólera y saldrá rechinando espuelas en mi persecución en cuanto se lo cuente? —me pregunté temiendo las posibles represalias—, ¿o me azuzará al lobo del cuento con sus afilados colmillos?”.

Como temía un derramamiento de carcajadas y una respuesta más cortante que el filo de la espada de un samurái, en plan “por mí como si te apuntas a un cursillo de corte y confección con agujas de ganchillo, pero antes de las ocho te quiero en casa y no te olvides de que tienes que sacar la basura y el perro a pasear”, las primeras palabras de mi esposa-consorte, por inesperadas, consiguieron inquietarme más de lo que nunca hubiera podido imaginar.

—¿Y por qué no? —dijo con parsimonia y voz ahuecada, desprovista del más mínimo atisbo de pasión.

Mi subconsciente, previendo de antemano la oposición del régimen, se había hecho a la idea de que obtendría un bufido por respuesta, y pensaba rendir armas antes de empezar la batalla. Pero la mujer, que por naturaleza, genética o esos oscuros procesos hormonales que acaecen cada veintiocho días es una caja de sorpresas, nuevamente se saltaba el guion y hasta parecía animarme a que lo intentara. ¿O me estaba adelantando a los acontecimientos?

—¿Y por qué no? —repetí enarcando las cejas, intentando asimilar su respuesta.

Con la inquietante certeza del animal que se sabe en peligro y sospecha que al menor descuido acabará pisando el cepo con pinchos de acero que le tiene preparado el furtivo, deduje que había gato encerrado.

—¿Has dicho “y por qué no”? —insistí, dirigiendo la pregunta nacida del asombro a mi particular Diana cazadora.

Ya no había espacio físico en mi cara para que las cejas se distanciaran más de los ojos, salvo que fueran absorbidas por mi despoblada melena, en acuciante peligro de extinción.

Suponiendo que no me habría sabido explicar, le repetí con detenimiento en qué consistía lo del Ironman, haciendo hincapié en que era como un triatlón a granel. Pero ella permaneció impasible, casi pétrea. Incluso se me antojó ver un esbozo de sonrisa cómplice, lo que venía a confirmar, por extraño que resultara, que me había escuchado perfectamente. Eran tantas las ganas que tenía de sentirme respaldado para afianzar la decisión que había tomado que, en aquellos instantes, me consideré el hombre más afortunado sobre la faz de la tierra. Calculé que la sensación de placer sería similar a la que produciría sumergirse en una piscina de cerveza helada. “¿Por qué no?”. Había dicho claramente “por qué no”. Estaba seguro. Pero aun contando con la certeza de haber oído correctamente, volví a mirarla a través del velo de la incredulidad. Mi sentido común intentó rebelarse:

¿No habrá querido decir “y por qué no te apuntas al camino de Santiago haciendo el pino” con ese habitual toque irónico con que suele aderezar sus respuestas? —me preguntó con ironía mi otro yo recostado en su lecho de neuronas.

Que no había nacido con dotes de espía era incuestionable. A pesar de los denodados intentos por ocultar mi sorpresa, no podía evitar mantener la frente fruncida y los ojos entrecerrados como el que espera una colleja que no termina de llegar.

—Seguro que se ha dado cuenta —le susurré contrariado a mis adentros.

Volví a mirar su rostro, como el meteorólogo mira los mapas de isobaras, intentando predecir cuándo y dónde empezara a granizar. ¿Se le empezaba a poner cara de borrasca o eran figuraciones mías?

—Casi mejor —pensé—. ¡Que suelte todo lo que tiene que decir! Un chaparrón ahora puede evitar que me lluevan monsergas de continuo de aquí al fin de los días. ¡Mírala! Está intentando contenerse pero no puede, ¡si lo sabré yo! Se le están hinchando las venas del cuello y se le comienza a agriar el gesto… ¡Está a punto de estallar!.

Como había intuido, la calma aparente no fue más que el presagio del temporal y estaba a punto de sacar toda su artillería pesada, para hacerme una relación pormenorizada de todos y cada uno de los problemas que conllevaba mi decisión.

—¿Un IM, dices? Mira, cariñito. —Pero el vocativo era pura cortesía, como un algodón mojado en alcohol antes de clavar una aguja oxidada—. Te lo voy a resumir para que se te aclare esa sustancia gris que tienes mezclada con serrín en la cabeza: estás gordo para correr, no sabes nadar sin flotador y no tienes bicicleta en condiciones ni dinero para mercártela. ¿Capichi?

Casi me sentí aliviado. ¡Esa era mi chica! Sin pelos en la lengua. Con una concisión y una precisión casi tan dolorosa como matemática. Si Tolstoi hubiera contado con una capacidad de resumen tan poderosa, ¡la de papel y tinta que se habría ahorrado escribiendo los hermanos Karamazov!

Tras realizar un primer análisis de los daños sufridos en mi línea de flotación, concluí que la realidad no era tan dura como quería pintármela mi pomelito, sino la suma de distintas realidades relativas. A pesar de aquel ejercicio extremo de síntesis sobre mis posibilidades, me sentía contento y ufano, casi feliz de haberme conocido. Al menos me había escuchado con atención por una vez, y hasta se había quedado con la copla de lo que era un triatlón.

Refugiado en la seguridad que siempre me habían inspirado las teorías más preclaras de Einstein, decidí que el severo veredicto acerca de mi anatomía me vendría de perlas a la hora de diseñar el plan de acción que precisaba para ponerme en solfa:

—¡Estás gordo!… ¡Estás gordo!… ¡Estás gordo! —Oí como resonaba en mi cabeza el eco de la injuria.

—Eso es según se mire —le respondí con firmeza a mis adentros acallando la impertinencia—, y lo resuelvo poniéndome tapones en los oídos para no escuchar epítetos de tamaña crueldad y dejando de mirarme al espejo.

Además, sabía que los planes de entrenamiento del señor Miyagi: “dar cera, pulir cera”, conllevarían un efecto liposucción salvaje, de modo que el figurín de pasarela que se me iba a quedar sería la envidia de todos los de mi quinta.

—No me va a reconocer ni la madre que me parió y me dio de comer hasta que me puse rollizo —le insuflé a mi autoestima.

—¿Y qué me dices de lo de tu falta de pericia acuática? ¿No te ha quedado bien claro que no sabes nadar un pijo?

—Vale. Ese problema ya es más perentorio y necesitará de un plan de intervención extraordinario. Me apuntaré a un curso para aprender y, así, muerto el perro se acabó la rabia.

Me pregunté si habría cursos de natación a distancia o por fascículos. De no haberlos tendría que inscribirme en uno de esos parvularios acuáticos que llaman piscinas, y echarme largo tiempo a remojo como si tuviera genes de garbanzo.

Para mi sorpresa, mi media mandarina, había detenido el ataque y dejó de ensañarse. ¿La había pillado de buenas o imaginó que no sería más que un capricho pasajero, la calentura de un cuarentón que se me acabaría pasando? También obviaba el nada desdeñable tema económico; más temprano que tarde, acabaría recordándome que no teníamos parné suficiente para gastarnos en chorradas, que es como siempre había catalogado todo lo del deporte, amén de considerarlo una manera inútil y cansada de generar un superávit de sudoración y mal olor, por mucho barón de Coubertain y muchos anillos olímpicos que se engarzaran.

Pensándolo bien, tal vez el fin de las hostilidades se debía a que se sintiera cómplice de mi adicción al deporte. Al fin y al cabo, aunque ahora, con evidente pelusilla, me acusaba abiertamente de dedicarle más tiempo a la actividad física que a la familia, fue ella la Eva que hizo morder a este Adán la manzana de la actividad física. ¡Que no viniera ahora con sus amarguras cuando fue ella la que me puso en el mal camino!

Las primeras zapatillas de correr. El principio del fin

Empecé a correr, lo que hoy llaman “hacer running”, por una elocuente necesidad física en forma de alarmante superávit adiposo. Disfrutaba de un tranquilo paseo con la parienta —por más pretenciosa que pueda resultar tal afirmación en boca de un varón, profesional del zapping y adicto al postureo en barra—, en una de esas autopistas del consumismo que son las calles repletas de tiendas de moda, reclamos comerciales y escaparates, cuando de repente, como por revelación divina, y poseída por el espíritu del Correcaminos, haciendo un extraño giro que podría haberle supuesto una hernia discal se detuvo en seco y dijo:

—Cariño, ¿qué te parece si te regalo unas zapatillas de deporte? ¿No necesitabas unas?

—¿Cómo dices? —respondí con evidentes síntomas de alerta general. Mi cara debió experimentar una repentina mutación de color al tiempo que todos mis centros neurálgicos entraban en “defcom dos”.

—Ya sabes: unas de esas de marca con colorines que pesan tan poco —apostilló con la misma cara de ilusión desbordada del niño al que acaban de comprarle un algodón dulce—, ¡así podrías salir a correr un poco!

—¿A correr?

—Sí, a correr. ¿No quieres ponerte en forma?

No creo que Casius Clay hubiera ejecutado en toda su carrera pugilística un croché tan espectacular, como aquel con el que ella acababa de castigar a mi amor propio.

—¿Tan gordo estoy, cariño?

Pregunté por preguntar, sabiéndome en fuera de juego e intuyendo que la decisión estaba tomada. O me veía gordo o quería librarse de mí. Corría de mi cuenta darme por aludido y vestirme con el traje de la humillación o sentirme halagado suponiendo que, en realidad, lo que ocurría es que mi media naranja se preocupaba por mí y se esmeraba en mi cuidado. Servidor, como perro viejo, a pesar de la buena cara con que acompañó sus palabras, intuyó el diagnóstico definitivo de la situación: ¿empezaba a darle un poco de grima, en particular cuando me quedaba en calzoncillos y se me desparramaba vilmente toda la carnaza? Resultaba ímprobo el esfuerzo por desempolvar, con cierta regularidad, la bicicleta y quedar con los de la peña para hacer unos kilómetros en plan globero. Aunque, pensándolo bien, y dada la apoteosis gastronómica final de cada una de estas quedadas pseudo-ciclistas, en que terminaban secos un par de barriles de cerveza y despachado medio gorrino, era evidente que servía para poco más que para criar agujetas y seguir criando y dando lustre a la panza.

Las responsables eran la desidia y la creciente deformidad de mi abdomen que comenzaba a hacer rappel de forma escandalosa. Como fingir sentirme ofendido no me libraría de culpa, concluí que lo más sensato era no poner demasiadas pegas.

—Venga, pues vale —añadí sin caer en la cuenta de que, en realidad, estaba firmando una especie de pacto con el mismísimo demonio Asmodeo, rey de los señores del tridente y los cuernecillos.

Seguía con la mosca detrás de la oreja, pero decidí amordazar la intuición; sospechaba que la proposición no tenía nada de espontánea pero opté por ser positivo. No sé si resoplé viéndolas venir. O si puse cara de cordero degollado. O de pescadilla que ha mordido el anzuelo. O simplemente de pánfilo resignado por haber entrado al trapo como un novillo inexperto. Todo por la patria, como el eslogan benemérito, aunque en mi caso fuera por la patria doméstica.

—A ver si después de todo —me dije cariacontecido— logro unos abdominales donde poder rallar queso y me convierto en referente erótico de las nuevas generaciones

—Tampoco te pases, cielito lindo. No creo que en esta tienda tengan sección de milagros.

Ella, satisfecha por la fácil victoria, esbozó esa media sonrisa más taurina que las medias verónicas de Manolete. ¡Cualquiera renunciaba tratándose de un regalo de la parienta, y más costando lo que costaban el par de chanclos! Sabía de casos en los que otras, por menos, habían pedido los papeles del divorcio.

De ahí, como quien no quiere la cosa y con la inercia de ese empujón marital inicial, empecé a correr y, casi sin quererlo, no tardé en convertirme en un corredor popular.

—¿Has dicho “popular”?

—Perdón, quería decir del montón.

Al poco me fijé como reto completar una media maratón. Correr veintiún kilómetros en dos horas no era una marca que permitiera clasificarse para una Olimpiada, aunque a mí, que llegué rascando la caja de cambios, a punto de que me dieran el Señor y más colorado que un tomate de pera, me supuso un esfuerzo olímpico, además de obligarme a estar dos semanas renqueando y medio cojo. Luego vinieron otras cuantas medias más, y aunque la barriga no me abandonó —sigue siendo mi fiel compañera—, mi autoestima sí que elevó su cotización varios enteros.

Desde aquello han espigado muchas matas de lechuga. Tanto que hasta me dio tiempo a dejarlo, como el que se quita el tabaco, y a mi cuerpo a recuperar su oronda silueta originaria, razón por la cual no tuve más remedio que volver a las andadas deportivas. Lo hice en uno de esos días de vacío espiritual, en los que, empapado por la desidia y rodeado de objetos inertes, que parecían flotar sin vida a mi alrededor, escuchaba el eco de mis pensamientos rebotando contra el frontón de la mente.

¡Boing! ¡boing! ¡boing!