El último juramento - Freya Marske - E-Book

El último juramento E-Book

Freya Marske

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"El mismo día que el antipático Edwin Courcey le revela a Robin que la magia existe y que ahora él, un baronet caído en desgracia, es el vínculo entre el mundo mágico y el no mágico, también conoce su perdición... Cuando magos oscuros lo maldicen para que les entregue El último juramento, para encontrarlo Robin deberá insertarse en un mundo totalmente desconocido y lleno de peligros."

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Cuando Robin Blyth hereda un aburrido puesto en el Ministerio del Interior, cree que ahora su vida se reducirá a sellar papeles. No puede estar más equivocado.

El mismo día que el antipático Edwin Courcey le revela que la magia existe y que ahora Robin, un baronet caído en desgracia, es el vínculo entre el mundo mágico y el no mágico, también conoce su perdición…

Cuando magos oscuros lo maldicen para que les entregue el último juramento, para encontrarlo Robin deberá insertarse en un mundo totalmente desconocido y lleno de peligros. Afortunadamente, Edwin estará de su lado. Y, aunque no sea el más poderoso de los magos, es erudito y brillante, y sexy… Por desgracia, la maldición avanza y terribles visiones no dejan de acecharlo. ¿Podrán hacer algo antes de que lo consuman?

ESTÁS A UN PASO DE TU ILUMINACIÓN.

BIENVENIDO A LA BÚSQUEDA DEL ÚLTIMO JURAMENTO.

Si te gustó este libro, no puedes perderte…

La canción del lobo, TJ Klune

Las pruebas del sol, Aiden Thomas

Tim Te Maro y la magia de los corazones rotos, H. S. Valley

FREYA MARSKE 

Es una de las presentadoras de Be the Serpent, un podcast de ficción especulativa, fandoms y tropos literarios, nominado a los premios Hugo. Su trabajo ha aparecido en Analog Science Fiction and Fact y ha sido preseleccionado a las nominaciones al mejor cuento fantástico en los premios Aurealis. Vive en Australia.

¡Visítala!

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A la línea al final del universoy a todos a quienes el diablo recibió allí.

Capítulo 1

Reginald Gatling encontró su perdición debajo de un roble, durante el último domingo de un verano que se esfumaba deprisa.

Desplomado contra el roble, cada respiración agitada era un aguijonazo. Sus piernas estaban inmóviles e insensibles, como si fueran masas de cera que, de alguna manera, habían sido adosadas al resto de su cuerpo. Apoyar las manos sobre esos bultos inertes le provocaba náuseas, por lo que, en su lugar, aferraba el césped con debilidad. La dura corteza del árbol alcanzó su piel a través de una de las rasgaduras sanguinolentas de la camisa. Los desgarros eran culpa suya por no haber empezado a correr a tiempo, de modo que la mejor ruta de escape había resultado ser a través de los arbustos espinosos que rodeaban el lago del parque Saint James. Las espinas le habían desgarrado la ropa; la sangre era resultado de lo que había sucedido después.

–Ve cómo jadea con la lengua afuera como un perro –comentó uno de los hombres con evidente desprecio en la voz. Lo mejor que podía decirse de él en ese momento era que se encontraba entre Reggie y el brillo del sol, que caía despacio a través del cielo de la tarde y que, acunado en un espacio azul entre las ramas de los árboles, parecía una roca en llamas sostenida por una honda. Al acecho. Expectante. En cualquier momento podía ser lanzado, volar hacia ellos y arrasarlos en una explosión de luz.

Reggie tosió e intentó espantar las ideas descabelladas que rondaban por su mente, y los espasmos renovaron el dolor en las costillas.

–Vamos, al menos seamos civilizados –dijo el otro hombre. Su voz no sonó desdeñosa, sino calma e indiferente como el propio cielo, y el último rastro de valor de Reggie quedó aplastado al escucharla.

–George –pronunció como apelación.

El hombre de voz tranquila miraba hacia el parque y le mostraba la espalda de seda de su chaleco y las mangas blancas de su camisa, con los puños arremangados de forma meticulosa, aunque estaba salpicada de sangre. Mientras tanto, contemplaba la expansión de césped al pie de la leve colina coronada por el roble.

Durante ese domingo veraniego, Saint James bullía con personas que saboreaban los últimos momentos de buen clima antes de que el otoño se cerrara sobre ellos. Hordas de niños chillaban mientras corrían, caían de los árboles o les arrojaban piedras a los patos indignados. Había grupos de amigos de picnic, parejas paseando despreocupadas, damas que chocaban sus sombrillas entre sí, al pasar, y aprovechaban el momento para acomodar sus mangas de encaje caídas. Los hombres dormían tendidos con los sombreros de paja sobre sus rostros o arrancaban briznas de césped mientras pasaban las páginas de un libro, apoyados sobre uno de sus codos.

Ninguna de esas personas se detenía a mirar a George, a Reggie ni al otro hombre. Si lo hacían, sus miradas seguían de largo sin hacer foco ni preocuparse por ellos. Nadie había desviado la mirada cuando habían comenzado los gritos. Ni cuando continuaron.

Reggie alcanzaba a ver la sombra perlada de aire peculiar, señal de un hechizo de pantalla.

George giró, se acercó, se acuclilló con cuidado de no dañar sus pantalones y limpió una mancha de tierra de la punta de sus zapatos lustrados. Todo el cuerpo de Reggie, incluso sus piernas de cera, intentó apartarse de la sonrisa del hombre. Al recordar el dolor, deseó presionar el cuerpo contra la dura corteza, atravesarla, disolverse en ella de algún modo. Sin embargo, la corteza era implacable, al igual que George.

–Reggie, mi estimado –suspiró–. Intentémoslo una vez más. Sé que encontraste una parte y pensaste que podías esconderla de nosotros. –Mientras Reggie observaba al hombre, desde lejos se oyó el chillido agudo de un niño que debía haberse raspado la rodilla–. ¿Qué clase de beneficio crees que le proporcione a alguien como tú? ¿A ti en particular? –De pie una vez más (la pregunta era retórica, por supuesto), George le hizo una seña cortés a su acompañante, quien ocupó el lugar frente a Reggie.

Vamos, pensó Reggie al mirar al sol expuesto con los ojos entornados. Cae sobre nosotros. Este sería el momento ideal.

–Encontraste algo y lo tomaste. Ahora dinos qué es –exigió el segundo hombre.

–No puedo –respondió él o, al menos, lo intentó. Su lengua tembló al hacerlo.

El hombre unió las manos con una técnica poco sutil, pero, por todos los cielos, era muy veloz; sus dedos se movieron para formar las figuras crudas y el brillo blanco de un hechizo, que cobró vida antes de que Reggie pudiera siquiera inhalar. A continuación, le sujetó las manos con una fuerza ineludible. Con el espeso ceño fruncido, contempló las palmas de Reggie como si fuera a leerle la fortuna y predecir su futuro.

Será breve, pensó con desesperación, antes de que el blanco crepitara por su piel y lo hiciera gritar otra vez. Cuando terminó, uno de sus dedos, que había escapado del agarre del hombre, se desvió en un ángulo extraño.

–¿Qué es?

En esa oportunidad el amarre percibió la desesperación de Reggie por obedecer y responder a la pregunta. Su lengua suave y palpitante se sintió igual que en el momento en que le habían lanzado el hechizo: marcada y crepitante. Se lamentó y presionó su rostro ante la sensación, pero, a pesar de que el chillido pareció colarse en el aire, no afectó el idilio del parque en lo más mínimo. Las personas que los rodeaban bien podían ser parte de una pintura, dichosamente ajenas al berrinche de un pequeño en el suelo de mármol de una galería, seguras detrás del marco.

–Con un demonio. Maldito gusano. Mire esto, mi lord –dijo el segundo hombre.

–Maldición –exclamó George al ver la lengua de Reggie desde arriba. El símbolo del amarre debía estar brillando, ya que así se sentía–. No se hizo eso a sí mismo. De todas formas, existen límites para los amarres de silencio, formas para burlarlos –aseguró con el ceño fruncido–. ¿Qué es, Reggie? Haz señas si es necesario. Escríbelo, dibújalo en la tierra. Encuentra una forma.

La idea despertó un rayo de esperanzas en Reggie; sin embargo, cuando intentó mover las manos, ardieron con una oleada de calor en reprobación y se volvieron tan inertes como sus piernas. No sería fácil para ninguno de ellos.

–Muy bien. ¿Dónde está ahora? –insistió George con los ojos entreabiertos. Reggie respondió encogiéndose de hombros con total honestidad–. ¿Dónde lo viste por última vez?

El dolor del amarre pulsó en advertencia, por lo que no se atrevió a hablar, pero sus manos se levantaron cuando se lo ordenó, así que las agitó con frenesí.

–Bueno, es un avance –comentó el otro hombre.

–Así es. –George dirigió la mirada hacia el parque una vez más. Comenzó por el norte y luego giró lento en círculo, como un hombre perdido en busca de puntos de referencia. Cuando terminó la vuelta completa, empezó a conjurar su propio hechizo con la experticia y elegancia de un joyero que engarza eslabones diminutos. Luego extendió las manos cubiertas de magia para desplegar un mapa frente a Reggie, como si hubiera colgado un trozo de tela de un cordel. Brillaron líneas azules en el aire sobre un fondo de vacío absoluto; la más gruesa formaba la familiar serpiente que era el Támesis, con la ciudad a su alrededor.

Reggie señaló la ubicación aproximada de su oficina. No sintió nada palpable, pero el mapa cambió para mostrar una sección más pequeña de Londres. El río delimitaba los extremos este y sur, se extendía hacia Kensington al oeste y seguía el límite norte de Hyde Park. Era un hechizo encantador, Reggie se preguntó qué nivel de detalle alcanzaría si seguía señalando un lugar puntual.

–No queremos saber dónde estamos ahora, imbécil.

Con eso, Reggie logró indicar el edificio en sí: irónicamente, era un manto de piedra lisa al este de donde se encontraban, aunque su dedo estaba más cerca de Whitehall que del límite de Saint James.

–¿Es tu oficina? –George sonó sorprendido por primera vez, y Reggie alcanzó a asentir antes de que el hechizo latente quemara como castigo. Casi no se dio cuenta cuando el mapa se disolvió en un parpadeo, pues tenía la lengua afuera, como si así pudiera hacer que el dolor pasara, y lágrimas en las mejillas. Mientras tanto, los otros dos hombres miraban en dirección al edificio a través del parque.

–¿Debemos…? –arriesgó el primero.

–No –dijo George–. Creo que eso es todo lo que conseguiremos sacarle con el amarre de silencio. Es suficiente, terminemos con esto. Nos vamos –sentenció, sin mirar a Reggie.

El hombre de sombrero se movió rápido otra vez. Lo anteúltimo que Reggie vio fue una marea blanca que le cubrió todo el cuerpo como una tela de araña. Lo último que vio, con su aliento final, fue el destello del sol sobre el bastón de George, que atravesaba la cortina de su hechizo para bajar la explanada sin prisa, un hombre que no tenía un sitio en particular al que llegar.

Capítulo 2

Sin dudas, Robin golpearía a alguien antes de que terminara el día. Por el momento, los candidatos ideales en la lista eran el capataz de la finca familiar y el tipo que le había apuñalado el pie con el paraguas en la escalinata del Ministerio del Interior esa mañana. Y, a pesar de que nunca golpearía a una mujer, el repiqueteo incesante del anillo de la mecanógrafa contra el escritorio estaba por quebrar los límites tensos de su humor.

Decidió apretar los dientes, no deseaba ser un tirano y desquitarse con la joven por nimiedades, mucho menos en su primer día de trabajo. Se contendría pensando en ir más tarde al club de boxeo para descargar los sentimientos con un oponente predispuesto.

El tamborileo del anillo se detuvo de forma abrupta cuando el ruido de pasos anunció la llegada de otra persona a la oficina exterior. Robin se enderezó detrás del escritorio y movió una pila de papeles desordenados unos centímetros hacia la izquierda, en un intento fútil por hacer que el lugar no luciera como si un huracán hubiera arrasado con una biblioteca. Esa sería su reunión de las nueve, al parecer. Con suerte, la otra persona tendría una mínima idea del propósito del encuentro.

–¡Señor Courcey! –anunció la voz de la señorita Morrissey–. Buenos dí…

–¿Él se encuentra?

–Sí, pero…

Los pasos nunca se detuvieron, y el visitante se dirigió a la oficina sin pausa.

–¿Qué has estado haciendo? Estaba… –El hombre cerró la boca al encontrarse frente a Robin y se detuvo en seco a poca distancia de la puerta, también a pocos pasos del escritorio, ya que era una oficina pequeña.

Robin respiró hondo. El recién llegado había tenido un tono aliviado y una sonrisa bastante encantadora durante una fracción de segundo, pero se habían esfumado de forma tan absoluta que estaba casi convencido de haberlas imaginado. El hombre cambió de mano una carpeta de cuero. Era esbelto y pálido, de cabello rubio descolorido, y tenía una expresión desagradable en el rostro, como si hubiera pisado algo en la calle y el hedor acabara de ascender hasta su nariz. Era un rostro golpeable por excelencia, reflexionó Robin con pesar.

–¿Qué demonios es esto? ¿Dónde está Reggie?

–¿Quién es Reggie? ¿Y quién es usted, por cierto? –Ya era una mañana difícil, por lo que Robin no fue capaz de evitar responder con hostilidad al ser abordado con rudeza.

El par de ojos azules se entornaron. Eran el único destello de color en el semblante del hombre; en realidad, en toda su apariencia. Su ropa era impecable y de confección costosa, pero en tonos tan insulsos y monótonos como su cabello, del color del agua del fregadero.

–Soy la reina de Dinamarca –respondió con frialdad sardónica.

Robin apoyó las manos sobre el escritorio para contener el impulso de presionar el borde de madera. Él era quien pertenecía a ese lugar, por mucho que deseara lo contrario.

–Y yo soy Leonardo da Vinci.

La señorita Morrissey apareció en la puerta, quizás porque percibió que era probable que hubiera un derramamiento de sangre si las voces se volvían más ansiosas. Robin logró no mirarla igual que la primera vez que la había visto, hace apenas un cuarto de hora. Había conocido indios antes, por supuesto, e incluso se había topado con servidoras públicas, aunque fueran criaturas extrañas. Lo que nunca había imaginado era encontrar una representación de ambas categorías en una sola persona ni que se presentaría con tranquilidad como la señorita Adelaide Harita Morrissey, su única subordinada. Mucho menos que lo bombardearía con una serie de comentarios acusatorios acerca de que el Ministerio debería haber encontrado un reemplazo más rápido si había transferido al señor Gatling a otro puesto. Luego había procedido a disculparse por el desastre que había en el escritorio y a decir que quizás podían ocuparse de eso después de la primera reunión que sería, santos cielos, en cinco minutos, y que se sentara y si deseaba un poco de té.

En ese momento, la señorita Morrissey tocó el brazo de la reina de Dinamarca.

–Señor Courcey, él es sir Robert Blyth, el reemplazo del señor Gatling –explicó de prisa. Robin se sobresaltó y se maldijo por hacerlo. Tendría que acostumbrarse al título honorífico tarde o temprano–. Sir Robert, él es Edwin Courcey, el enlace especial. Trabajará en mayor parte con él.

–¿Reemplazo? ¿Qué sucedió con Reggie? –Courcey le lanzó una mirada aguda.

Robin dedujo que el dichoso Reggie era el señor Gatling. Si él y Courcey habían tenido una amistad y Gatling no se había molestado en comunicarle que se había transferido a otro puesto (o que lo habían transferido, según el funcionamiento habitual de la administración de Su Majestad), eso explicaría la sorpresa, a menos que su actitud desagradable fuera habitual.

–Nadie me ha informado nada. –La señorita Morrissey parecía disconforme–. Intenté decirle a la oficina del ministro y a la Asamblea que desaparecer de la noche a la mañana era extraño incluso para Reggie. El viernes recibí una notificación formal en la que informaban que el reemplazo estaría aquí el lunes. Y aquí está él.

–Sir Robert –apuntó Courcey–. ¿Con quién está relacionado que yo conozca?

–Estoy seguro de que con nadie en particular –respondió entre dientes. Aunque, quizás, no era del todo cierto, pues sus padres se habían asegurado de ser bien conocidos. Sin embargo, el esnobismo descarado lo hacía sentir contrariado.

–Ah, por todos los cie… –Courcey interrumpió sus palabras–. Creo que no tiene importancia. Gracias, señorita Morrissey.

Con eso, la mecanógrafa regresó a su escritorio y cerró la puerta. Por su parte, Robin se acomodó en la silla y se esforzó por no sentirse atrapado; la oficina era muy pequeña y oscura, por si fuera poco. La única ventana acechaba incómodamente cerca del techo como si estuviera allí a su pesar, sin intenciones de proporcionar una buena vista. Courcey se apostó en la silla al otro lado del escritorio, abrió la carpeta en una hoja en blanco, sacó una pluma de su chaleco y dejó ambas cosas sobre el escritorio; daba aires de no estar preparado para que lo hicieran perder el tiempo.

–Como dijo la señorita Morrissey, soy el enlace con el ministro, eso significa que…

–¿Qué ministro?

–Ja, ja –rio Courcey con amargura, como si Robin hubiera hecho un chiste malo en lugar de una pregunta desesperada.

–Hablo en serio, debe darme una respuesta directa. No puedo quedarme aquí sentado todo el día, fingiendo saber qué rayos se supone que debo hacer, porque no lo sé. Me tomó una hora encontrar este lugar esta mañana, y lo logré más que nada tocando puertas. Asistente de la Oficina de Asuntos Internos Especiales y Reclamos. ¡Y esto es todo! ¡Esta es toda la oficina! ¡No sé de qué departamento o comisión depende! ¡Ni siquiera sé a quién reporto!

–Le reporta directamente a Asquith.

–Yo… ¿qué?

No podía ser correcto. Esa posición insignificante, tan baja que nadie había oído de ella (y que, según mascullaba su mente, tenía a su propia mecanógrafa, en lugar de toda una habitación llena de ellas), había sido para Robin porque sus padres se habían ganado la enemistad de la persona equivocada y él estaba pagando las consecuencias. Healsmith no se hubiera mostrado tan presuntuoso si le hubiera asignado un puesto que reportara directamente al primer ministro.

–De verdad no sabe de qué se trata el trabajo. –La boca del hombre lucía agria. Robin se encogió de hombros con incomodidad–. Asuntos especiales. Enlace especial. –Hizo algo con las manos, acercando y alejando los dedos–. Especial. Usted sabe.

–¿Es alguna clase de… espía? –aventuró Robin.

Courcey abrió y cerró la boca como un pez.

–¡Señorita Morrissey!

–Señor Courcey, ¿me… –preguntó la joven al abrir la puerta.

–¿Qué está haciendo su pluma? –exclamó Robin.

Se hizo una larga pausa. La puerta volvió a cerrarse, pero él no alzó la vista para confirmar que la señorita Morrissey se había quedado del otro lado de ella por prudencia, estaba demasiado ocupado observando la pluma de Courcey que estaba parada sobre el papel. No solo eso, se estaba moviendo, y la punta dibujaba bucles ligeros en la parte superior de la hoja. En la esquina superior derecha, estaba escrita la fecha: martes 14 de septiembre de 1908. La tinta azul aún no se secaba. Ante los ojos de Robin, la pluma se deslizó hacia el margen izquierdo, donde se apostó como un lacayo que esperaba que nadie lo hubiera visto a punto de dejar caer el salero.

–Es bastante simple… –dijo Courcey, pero se detuvo, quizás al percatarse de que estaba aplicando la palabra simple a algo que era todo lo contrario.

Tal vez no era la indicada.

La mente de Robin estaba en blanco; se había sentido así al final de exámenes particularmente diabólicos, como si hubiera corrido la tinta del contenido trascendental con los dedos y hubiera quedado embarrada en una mancha sombría sobre la página. La última vez que se había sentido de ese modo había sido al enterarse de la muerte de sus padres. En lugar de sorpresa, esto; un espacio exhausto y vacío.

Sacudió la mano entre la pluma y el techo: nada. No había cables. Ni siquiera sabía cómo funcionarían los cables para crear algo así, pero le pareció necesario comprobarlo como último rastro de racionalidad antes de la aceptación.

–Así que, con especial se refiere a… –comenzó a decir, consciente de que fallaría en su intento de sonar casual.

Courcey lo estaba contemplando como si fuera una especie de animal salvaje singular, con una boca gigante llena de dientes aún más grandes. En pocas palabras, lucía como si se estuviera preparando para una batalla y se preguntara por qué Robin aún no había atacado.

Se observaban el uno al otro. La luz débil de la habitación resaltaba las puntas pálidas de las pestañas de Courcey. No era un hombre apuesto, pero Robin nunca se había sometido al escrutinio tan cercano de otro hombre, excepto como preludio del sexo, por lo que la intensidad íntima de la situación le enviaba señales confusas a su cuerpo.

–Empiezo a sospechar que ha habido un error –comentó.

–Qué astuto –respondió Courcey aún tenso como un domador de leones.

–Es posible que me falten una o dos habilidades para este puesto.

–Ya lo creo.

–Supongo que su amigo Gatling también podía conjurar palomas en los cajones del escritorio con un chasquido de dedos.

–No. –El hombre estiró la vocal como un caramelo masticable–. Este puesto es parte del Ministerio del Interior, no es trabajo de un mago. Yo soy el enlace con el jefe de ministros de la Asamblea de Magia.

–Mago. Mágico. Magia. –Robin seguía mirando la pluma, que flotaba serena sobre la hoja, y respiró hondo–. De acuerdo.

–¿De acuerdo? –La humanidad en el tono exasperado fue acompañada por una chispa en el rostro de Courcey–. ¿De verdad? Espera que crea que es la primera vez que ve magia y aun así se queda sentado sin reacción aparente. ¿Y lo mejor que puede decir es “de acuerdo”? –Volvió a estudiarlo con los ojos azules–. ¿Es una broma? ¿Reggie lo preparó para esto?

Parecía demasiado tarde para hacer esa pregunta, por lo que Robin quiso reír. Sin embargo, Courcey no hablaba con una emoción normal, como esperanza. La luz de su rostro se había aplacado, como si alguien que sostenía una vela contra un cristal hubiera dado varios pasos atrás. Era la resignación de una víctima frecuente de bromas, consciente de que esperaban que se riera aunque fueran más crueles que divertidas. Robin había visto atenuarse las velas en las cenas suntuosas de sus padres, en las que la bromista solía ser la propia lady Blyth.

–No es una broma. ¿Qué más quiere que diga? –respondió con firmeza.

–¿No dirá que está enloqueciendo?

–No me siento loco. –Robin extendió la mano para tomar la pluma. Esperaba que estuviera firme en el aire, pero, por el contrario, se dejó sujetar y manipular. Una vez libre, flotó sin prisa de vuelta hacia el margen del papel–. ¿Cómo sabe lo que quiere que haga?

–No es sintiente. Tiene un encantamiento –explicó Courcey.

–¿Un encantamiento?

El hombre inhaló y unió las manos. Robin había sufrido a muchos tutores habladores en Pembroke, de modo que reconoció el gesto y se preparó para prestarle atención. Como imaginaba, las palabras dejaron de tener sentido en poco tiempo. Al parecer, la magia era tan complicada como la gramática latina y requería la misma atención a los detalles, aun para crear lo que Courcey describió como el insignificante encantamiento de un objeto.

La pluma, al parecer poseída con el deseo de colaborar, transcribía todo lo que el hombre decía, con una caligrafía cuidada y angulosa. Las palabras no tenían mucho más sentido sobre el papel. La frase “como un juramento legal” atrajo la mirada de Robin, mientras Courcey explicaba que los magos británicos utilizaban gestos clave a los que llamaban “figuras” para definir los términos de los hechizos, incluso para aquellos que hacían que una inocente pluma pudiera deambular sobre un papel.

–¿La pluma firma el juramento por sí misma? –preguntó entre el esfuerzo por seguirle el ritmo. Con eso se ganó otra mirada de sospecha con labios apretados, señal de que Courcey creía que intentaba hacerse el chistoso–. Muéstreme otra cosa. Lo que sea –intentó en su lugar.

El hombre se mordió una esquina de los labios, lo que reveló sus dientes. Luego sacó algo del mismo bolsillo que había albergado la pluma mágica y miró hacia atrás sobre el hombro, como para asegurarse de que la puerta estuviera cerrada. Robin sintió un cosquilleo de excitación en el cuero cabelludo. No creía que Courcey tuviera intenciones de hacerle daño; era demasiado quisquilloso, por lo que le habría preocupado más que intentara cautivarlo.

Lo que había sacado del bolsillo era un círculo de cordel color café. Procedió a enroscarlo en sus manos y luego las separó unos treinta centímetros para tensar el círculo.

–El juego del cordel –comentó Robin–. ¡Ah! –agregó al comprender–. Es un juego de figuras.

–Sí. Ahora haga silencio. –Los labios de Courcey volvieron a desaparecer entre sus dientes, y sus cejas rubias se unieron.

El juego del cordel era para parejas: una persona debía sostenerlo, mientras la otra lo presionaba y retorcía para crear una nueva figura. Pero el hombre lo estaba haciendo solo, y el patrón intrincado que estaba creando al enlazar el cordel con los dedos no se asemejaba en absoluto a la cama de soldado, al pesebre ni a las figuras que Robin recordaba de sus días de infancia. Comenzó a sentir que sus propias manos, apoyadas sobre el escritorio, descansaban sobre un cubo de hielo. Incluso imaginó ver un vaho invernal en su respiración; en la de Courcey también.

Y así era.

El vaho se convirtió en una única nube densa entre los dos, una masa blanca del tamaño de una nuez. El visitante seguía moviendo los dedos como si fueran ganchillos flexibles hasta que, tras cerca de un minuto, surgió algo brillante entre ellos. Robin nunca había prestado especial atención a los procedimientos de la Sociedad Real ni había acercado los ojos a un microscopio, pero conocía esa forma. Era un copo de nieve del tamaño de un penique que atraía la luz, con lo que resaltaban los detalles diminutos y los destellos de color. Aún brillaba.

La expresión de Courcey reflejaba más que desprecio en ese momento, como una pincelada sutil de acuarela sobre un papel húmedo. Concentración. Satisfacción. Mantenía la vista en el copo de nieve mientras jalaba una porción del cordel enredado con el dedo índice una y otra vez a un ritmo estable. Cuando la figura alcanzó el tamaño de una manzana pequeña, aceleró el movimiento; entonces, el copo de nieve se deshizo en un charco de agua sobre el escritorio de Robin.

Debía ameritar alguna clase de reacción, pero Robin no sabía qué decir. Lo había impactado ver que el copo de nieve, construido con tanta dedicación, se derritiera. Le fascinaba y sorprendía más allá de las palabras que, con su actitud seca y práctica, Courcey haya elegido mostrarle una magia tan bella. Quería decirle que le recordaba a una pintura nevada del francés Monet, que había sido vendida en una subasta de caridad de sus padres el año anterior, pero sintió que sería extraño.

–Fue encantador –dijo al final–. ¿Cualquiera puede hacerlo? Si es cuestión de… hacer juramentos y de aprender a mover las manos.

–No. Naces con magia o no lo haces.

Robin asintió aliviado. Todo el asunto aún era extraño, fascinante y difícil de creer, pero él era crédulo, y nadie esperaría que creara alguna clase de contrato meticuloso con una fuerza intangible moviendo los dedos, así que podía vivir con eso.

–Si este es un trabajo para personas que nacieron sin ella, debe estar habituado a explicar toda la naturaleza especial que implica.

–En general, el jefe de ministros propone el candidato. El primo o pariente de alguien. Una persona sin magia, pero que sabe de su existencia. –Courcey frunció el ceño–. El secretario Lorne es amigo del ministro, siempre ha comprendido…

–No fue Lorne, él está de licencia por algún asunto con la salud de su esposa. Healsmith fue quien me asignó el puesto.

–No lo conozco. –El hombre negó con la cabeza con mayor seriedad–. Y si él no lo sabe… Con un demonio, será un desastre. Y nada de esto explica qué fue de Reggie ni por qué su puesto estaba vacante en primer lugar. –Se puso de pie, guardó la pluma y el cordel, tomó su carpeta y se dispuso a marcharse.

–Espere –soltó Robin–. ¿No se suponía que tuviéramos… una reunión?

–Lidiar con una iluminación es suficiente para un día. No tengo tiempo para explicarle su trabajo además de todo. Pregúntele a la señorita Morrissey. Al parecer, ella ha tomado las riendas de la oficina de todas formas. Esto puede esperar hasta mañana –declaró señalando la carpeta. Ya no tenía rastros de emoción, sino una mirada que dejaba entrever que no le apenaría llegar al día siguiente y descubrir que Robin había desaparecido de la oficina de forma tan abrupta como había aparecido.

Una vez que el visitante se fue, Robin extendió el pequeño charco de agua sobre el escritorio con la punta de los dedos.

–¿Sir Robert?

–Señorita Morrissey. –Él exhibió una sonrisa, el solo hecho de hacerlo le relajaba los hombros.

–Vaya, qué desastre –comentó la mecanógrafa tras cerrar la puerta.

–Lo mismo dijo el señor Courcey.

–Ignoraba que usted no supiera. –La versión del domador de fieras de la señorita Morrissey era menos temerosa que la de Courcey, lo que resultaba alarmante. Parecía estar calculando la cotización de la piel del león. Mientras tanto, Robin calculaba las probabilidades de que hubiera estado escuchando con un vaso detrás de la puerta–. Nunca estuve presente en una iluminación. ¿Qué le mostró?

–¿Iluminación?

–¿Somos el brillo extraordinario del hombre? No… La jerga inglesa es bíblica, por supuesto. Los franceses lo llaman déclipser, es su idea de juego de palabras. En Punjabi no tiene nada que ver con la luz, se habla del cambio de piel de una serpiente o del retroceso de la marea, dependiendo del lugar…

–Deténgase –intervino Robin. En verdad era como haber vuelto a la universidad–. Se lo suplico, señorita Morrissey, haga de cuenta que soy estúpido. Use palabras simples.

–Una iluminación es la revelación de la magia, una demostración. ¿Té? –sugirió la joven con una mirada apenada.

–Té, justo lo que necesito –respondió él, aliviado.

Quince minutos más tarde, habían vaciado una tetera entre los dos, junto con una bandeja de galletas de manteca. Robin se había enterado de que Adelaide Harita Morrissey había realizado el examen competitivo para trabajar en la Oficina General de Correo. Luego, el propio secretario Lorne la había sacado de su puesto como supervisora principiante porque su abuelo, miembro del club del hombre, la había nombrado en el momento justo en que él buscaba a alguien…

–Alguien como yo –concluyó la señorita Morrissey entre migajas de galletas–. Como Reggie… El señor Gatling.

–¿Usted no tiene…magia?

–Ni una gota –respondió animada–. Mi hermana la recibió toda. Ahora, debemos instalarlo como corresponde.

Con el correr del día, Robin descubrió que el puesto de asistente de la Oficina de Asuntos Internos Especiales y Reclamos era una desconcertante combinación de inteligencia, adivinación y mensajería calificada. Debía revisar reclamos, cartas e historias escandalosas en los periódicos y descifrar cuál de ellas podía hacer referencia a magia real. Debía reunir todo lo que resultara sospechoso para delegárselo al enlace, Courcey. A cambio, Courcey le informaría de cualquier suceso inminente que pudiera ser notado por el ciudadano común o que la burocracia mágica creyera que debía llegar a oídos del primer ministro. A las dos de la tarde del miércoles, él tendría que llevar un informe.

Al primer ministro en persona. Era una locura.

Una de las pilas caóticas sobre el escritorio era de cartas; algunas tenían el nombre de Gatling y permanecían cerradas. Las que estaban dirigidas a la oficina ya habían sido desgarradas con un abrecartas y devueltas al sobre con detenimiento.

–A decir verdad, he estado ocupándome de la mayor parte del trabajo hace semanas –confesó la mecanógrafa mientras recorría el extremo abierto de un sobre con los dedos–. Podría decir que Reggie me arrojó al tiradero, aun antes de desaparecer. Ha estado viajando por todo el país, según decía, siguiendo informes. Actuaba como si estuviera detrás de algo muy importante y misterioso, aunque yo creía que solo estaba aburrido. Estar sentado a la espera detrás de un escritorio nunca fue lo suyo. –Giraba el anillo en su dedo medio, pensativa.

–Es consciente de que este ha sido un error absurdo –afirmó Robin–. ¿Cómo se supone que distinga qué es… lo que necesita… de lo que son completos sinsentidos? No he crecido con esto. Sería una búsqueda a ciegas. –La mirada de la señorita Morrissey pareció acusarlo de intentar devolverla al tiradero, por lo que se conmovió–. Ayudaré todo lo posible, por supuesto. Hasta que el señor Courcey hable con su ministro para que solucionen esto y encuentren a alguien apropiado para que ocupe mi lugar. Estoy seguro de que serán pocos días.

Capítulo 3

Llovía cuando Edwin salió del Ministerio del Interior. Desde las calles mojadas ascendía humo de combustión, mezclado con aroma a madera húmeda y a algo intenso y sorprendentemente orgánico, como tierra recién removida. Edwin lo percibió con la misma parte de su mente que evitaba que se interpusiera en el camino de carros y vehículos a motor. La lluvia repiqueteaba con suavidad sobre su sombrero y abrigo y salpicaba el cuero de su maletín.

Al llegar a una esquina, se detuvo y se aferró a una farola metálica con un movimiento abrupto de la mano, cuyos nudillos palidecieron. Tomó varias inhalaciones profundas con los ojos cerrados.

Debería haberse quedado en la condenada habitación. Dejar a un completo extraño tras una iluminación sin planificar, aunque fuera en manos de una joven con mucho sentido común como Adelaide Morrissey, era una tontería. Y Edwin Courcey no era un tonto. Si de algo se enorgullecía, era de eso. Por supuesto que no podía sentirse orgulloso de su valor. De haber tenido apenas una pizca de coraje, hubiera intentado conocer mejor a Reggie. Hubiera aceptado la propuesta de acompañarlo a ese viaje inútil para perseguir fantasmas en North Yorkshire hacía un mes. O lo hubiera invitado a beber un trago, a un espectáculo o a lo que fuera que miles de hombres jóvenes hicieran con sus amigos. Quizás, así hubiera tenido una idea de los lugares que frecuentaba Reggie, además de la dirección de su casa. No había podido conseguir detalles con la casera desde el primer día en que había ido a verla. El señor Gatling no había estado en casa, como de costumbre. El señor Gatling se atrasaría en el pago de la renta si no aparecía pronto.

Entonces, Edwin no había tenido otra opción. Había estado evitándolo, pero ese día ya no era posible. La palabra “reemplazo” resonaba dentro de su cabeza y le decía que esa no era otra de las aventuras irresponsables de Reggie. Si lo habían reemplazado, eso significaba que alguien había dejado de esperar que volviera.

La caminata hasta Kensington fue de alrededor de una hora, en la que la lluvia no se detuvo ni se intensificó hasta el punto en que él se hubiera rendido y detenido un taxi. Su destino era una casa en Jardines Cottesmore, una combinación perfecta e intimidante de ventanas relucientes y ladrillos lavados. El mayordomo de los Gatling desapareció por un minuto después de solicitar el nombre de Edwin, y antes de reaparecer con Anne Gatling. La mujer lo invitó a pasar al salón, se detuvo en la entrada y emitió un torrente de chispas rojas de los dedos, una evidente señal privada entre hermanas.

–¡Dora! ¡Es Win Courcey! –exclamó hacia el corredor.

–Edwin –lo corrigió él.

Anne sacudió las últimas chispas de sus dedos y entró a la habitación. No debía estar muy lejos de los treinta años y, a pesar de compartir la atractiva tez trigueña de su familia, recién acababa de comprometerse. Tener a Reggie, un joven sin magia, como hermano era una desventaja para las mujeres Gatling en su círculo, pues ¿cómo podría alguien asegurarse de perpetuar sus poderes con ellas?

–Hola, Win –saludó en tono amistoso. Edwin pensó en corregirla otra vez, pero desechó la idea antes de que la joven pudiera tomar aire para continuar–: ¿Cómo está Bel? Hace mucho que no la veo, creo que desde la boda.

–Bel se encuentra bien, Anne. Estoy aquí por Reggie.

–¿Qué hizo ahora?

–¿Sabe dónde está? Hace dos semanas que no va a trabajar.

–¿A trabajar? –preguntó ella–. Ah, sí. No se preocupe. Una vez oí que debes pararte en una mesa en ropa interior de volados y vociferar traición antes de que alguien se moleste en despedirte de un empleo público. Estoy segura de que regresará cuando se aburra.

–¿Así que no ha sabido de él? No ha pasado ni una noche en su apartamento; estuve allí. –Un aro de dolor sordo comenzaba a formarse alrededor de las sienes de Edwin, al tiempo que un ruido apagado, como ondas musicales, se colaba en la sala desde un armario cercano.

–Ese condenado reloj –protestó Anne al seguir la mirada de Edwin–. Creí que Dora lo pondría en el armario de blancos. Si no fuera una reliquia familiar, ya lo habría arrojado por la ventana. –Sacó un objeto grande, envuelto en tela, del armario; había dejado de emitir música antes de ser desenvuelto. Resultó ser un hermoso reloj de pie, con estructura de madera cobriza y frente de mosaico de nácar colorido–. Dio la hora a la perfección hasta el mes pasado, cuando se volvió caprichoso. Ahora anuncia la hora tres veces en toda la tarde o cuatro veces en diez minutos.

–¿Es mágico? –preguntó él, a lo que Anne asintió.

–No necesita cuerda, debería durar cuatro siglos. Bueno, nada dura para siempre, supongo. Le pedí a Saul que le echara un vistazo, pero no quiere tocarlo por temor a romper algo. Solo existe un taumaturgo en todo Londres, por lo que cobra un dineral. Esperamos que se le agote la energía antes de que se nos agoten las telas para envolverlo –dijo con una mirada resentida hacia el reloj.

–¿Me permite? –Edwin lo llevó a la mesa de café donde había buena luz. El panel trasero estaba encantado para abrirse con un toque del dedo en la unión. El interior aún hacía tictac, y Edwin se sintió como un cirujano a punto de hacer una operación pulmonar. Había eslabones y engranajes alrededor de una esfera pulida de lo que parecía ser más madera, dentro de un soporte de plata. En las paredes de la estructura interior había varios objetos colgados, como prendas en una casa de muñecas: un ramillete de césped seco, un anillo de plata con un calado triangular en un extremo, un listón rojo, un eslabón de cadena roto de color gris. Él no tocó nada, solo observó el movimiento de los engranajes por un instante y volvió a cerrarlo–. Creo que tiene un mecanismo con corazón de roble. He oído de ellos. Con un buen trato, el roble absorbe gran cantidad de poder, que luego libera poco a poco, como un reloj a cuerda. Y tiene razón, no funciona para siempre. Alguien tiene que infundirle mucha más magia al corazón, eso es todo. Es como regar una planta, si fuera una que solo necesita agua cada cien años.

–Suena sencillo.

–Lo es y no lo es. El encantamiento necesita de parámetros claros. La mayoría de los magos con nivel medio de entrenamiento podrían hacerlo. ¿Tiene papel…? –De uno de los bolsillos de la falda de Anne emergió lo que parecía ser el cuaderno de cuentas domésticas, y ella indicó que podía usar la última página–. ¿Saul es su prometido? ¿Tuvo entrenamiento en Inglaterra?

Tras la confirmación de Anne, Edwin escribió una página de instrucciones para el hombre, en la que detalló muy bien las figuras a emplear. El encantamiento de la pluma respondía solo a la voz y, por primera vez, Edwin se preguntó cómo sería enlazarlo al movimiento de la mano. O a otros sonidos, ¿podría escribir música en un pentagrama? Tendría limitaciones de velocidad y dificultad, pero, quizás…

–Es una pena que no pueda hacerlo usted mismo –comentó la mujer.

–Sí, lo es. –Edwin dejó la mano quieta y terminó las últimas líneas: Debe tener la precaución de evitar los otros componentes del dispositivo al infundir magia en la madera. Al parecer, es un sistema muy meticuloso.

–No quise ser grosera. Pero seguro que usted…

–Sí.

–Como sea, ¡fue más fácil que llamar a algún viejo experto pretencioso! –comentó ella al ver el papel. Las instrucciones bien podían estar escritas en chino para ella, pero cualquier mago entrenado en el sistema inglés podría seguirlas–. ¿Qué le debemos por sus servicios, Win?

–Envíeme una nota si tiene noticias de Reggie –respondió, a pesar de que había sido una broma–. Me alojo en el Cavendish.

–Con honestidad, estoy segura de que no es nada. –Anne pareció enfocarse en el rostro de Edwin por primera vez, y frunció el ceño–. Pero déjeme preguntarles a Dora y a mamá.

Llamó a una mucama, a quien envió a buscar a los demás miembros de la familia de Reggie. Ambas confirmaron no haber oído nada de él desde hacía más de un mes. Era claro que no les resultaba inusual. Y era aún más claro que se les dificultaba expresar algún rastro de preocupación real por su bienestar.

Los Gatling eran una familia de magia antigua, aunque no tan antigua como los Courcey. La viuda trataba a Edwin con la cortesía distante y lastimosa con la que alguien trataría a un niño enfermo, lástima que no hizo más que aumentar cuando le preguntó por su madre. Ya sin la agradable distracción del reloj, Edwin ansiaba marcharse, y logró escapar después de escribir su dirección y de hacer que Anne volviera a prometer enviarle cualquier noticia de su hermano.

La lluvia era más fuerte, así que Edwin levantó el cuello de su abrigo y se apresuró a llegar a la estación Knightsbridge, donde tomó el subterráneo rumbo a Leicester Square. No estaba de humor para hablar con nadie y, sin embargo, como solía suceder, sentía el perverso deseo de rodearse de gente a la que ignorar. Mientras el tren traqueteaba por las vías, siguió preocupándose por la ausencia de Reggie, como si fuera un diente flojo que no podía dejar de mover. Tener un compañero tan fácil de tratar como Reggie había sido un golpe de suerte, ya que no se llevaba bien con la mayoría de las personas. Pero dada su desaparición, tendría que lidiar con sir Robert Blyth, alguien con el vocabulario y los modales de todos los jóvenes ricos, enérgicos y tontos que había ignorado durante sus años de universidad. El perfecto espécimen insulso de hombre inglés, desde la onda gruesa de cabello castaño hasta la mandíbula fuerte. Sin astucia suficiente para ser escéptico ni suficiente sentido común para tener miedo.

¿Qué demonios lo había poseído para que le mostrara a Blyth una de sus propias creaciones?

Vamos, ya sabes la respuesta, se dijo a sí mismo sin piedad. La respuesta era que Blyth era nuevo para la magia, como una manzana recién pelada, y resultaba tentador. No sabía que podía desdeñarlo por haber usado el cordel como guía para sus figuras, como si él fuera un niño aprendiendo las posiciones de las manos. Antes del copo de nieve de Edwin, lo más impresionante que había visto había sido una pluma flotante. Su rostro se había iluminado al verlo, y nadie había visto los hechizos de Edwin de ese modo.

Encantador, había dicho.

No había pensado en el aspecto estético del asunto antes. Era el resultado de un experimento de cristalización que le había tomado medio año y, hasta donde sabía, era el único mago de Inglaterra capaz de hacerlo. Aunque no podía hacer las figuras sin el cordel.

De vuelta sobre la superficie, se dirigió a una de las librerías más pequeñas en Charing Cross Road, ubicada entre dos más grandes, como un niño flanqueado por sus padres en una banca.

–¿Cómo se encuentra, señor Courcey? –saludó Len Geiger cuando la campana sobre la puerta tintineó.

Edwin se sacó el sombrero, respondió al saludo y se obligó a preguntar por la familia del librero, a pesar de que sus pies querían arrastrarlo detrás del mostrador sin interrupciones. El calor de la tienda, sumado a la humedad de la lluvia, hacían que el interior se sintiera como un invernadero, pero la sensación desapareció a medida que Edwin avanzaba por los anaqueles hacia el fondo de la librería. Allí, el aire era como debía: seco y cargado de aroma a polvo, cuero y papel.

El espejo colgado en la esquina trasera tenía la altura de un hombre, estaba descolorido y reflejaba las sombras y lomos de los libros. Edwin tocó la superficie y la ilusión se agitó en respuesta a lo que él era; no un gran mago, pero suficiente. Luego él lo atravesó para ingresar a la habitación que ocultaba.

A primera vista, lucía como un reflejo reducido de la habitación que acababa de dejar atrás: más libros en más anaqueles. Era silenciosa como una capilla vacía o como una biblioteca. Edwin dejó el maletín, el sombrero y el abrigo cerca del espejo que acababa de atravesar y exhaló. Iba allí al igual que otros hombres iban a salas de juego, burdeles, óperas o fumaderos de opio. Todos tenían un vicio para relajarse, solo que el suyo podía considerarse más aburrido que la mayoría.

Revisó el lugar durante una agradable media hora, en la que recorrió los lomos de los libros con dedos reverentes y, en ocasiones, sacó alguno para revisar la tabla de contenidos. Resistió el impulso de regresar la tesis fatal sobre ilusiones visuales de Manning a las sombras de otros libros más valiosos. En medio de la estantería titulada CIENCIAS NATURALES Y MAGIA, distinguió la cubierta color índigo con el título dorado: Trabajar con la vida: afinidades y manipulaciones de Kinoshita. La respiración se le atoró en la garganta y la dejó salir con un silbido bajo.

El rostro de Geiger se arrugó con una sonrisa al ver el libro en las manos de Edwin. Luego tomó un papel color madera y un cordón para envolverlo.

–Sabía que le gustaría este ejemplar, señor. Lo recibí en una donación hace dos días y pensé en dejar que tuviera el placer de encontrarlo usted mismo.

Al salir Edwin se dirigió a otra librería, de aspecto aún más raído. Allí, hizo un comentario casual sobre el clima, que fue respondido con un gesto solemne, seguido por el deslizamiento de un libro mucho más delgado y de papel avejentado por el mostrador.

Cuando llegó al Cavendish, ya estaban sirviendo el almuerzo en el comedor. Después de comer llevó las compras a su habitación, que había sido aseada y tenía un fuego encendido en la chimenea más grande. Su ropa recién lavada estaba colgada en el armario o doblada con cuidado sobre el tocador. Él podría tener su propio sirviente, su dormitorio rentado incluía una habitación modesta a tal fin; sin embargo, en la universidad había perdido la costumbre de recibir atención personal. En su lugar, se había habituado a estar en silencio y en soledad, y no tenía intenciones de cambiarlo. El Cavendish tenía muy buen servicio y acostumbraba atender las necesidades de hombres solteros.

Abrió una hendija de la ventana en su sala de estar, con lo que el aire cargado de lluvia le refrescó el rostro. Junto con el aire también se filtró el ruido de la ciudad, aunque era tan lejano y familiar que Edwin dejó de percibirlo en pocos minutos. En el proceso de prepararse el té, se quemó un dedo con la tetera, luego resintió la cantidad de magia que requirió para curarse y la necesidad de evitar que el cordel le tocara la zona sensible durante la próxima semana.

El paquete más pequeño contenía un libro púrpura, que parecía más un folleto pretencioso. Edwin lo abrió en una página al azar y leyó suficiente como para que sus labios y su miembro se agitaran al unísono. Lo dejó a un lado y tomó el libro de Geiger para llevarlo a su sillón de terciopelo preferido frente a la chimenea. En circunstancias normales, se hubiera dejado llevar por las palabras secas y fascinantes con la misma dicha que había experimentado en la librería, pero ese día le resultaba difícil. Comenzaban a aflorar los magullones producto de su visita a la familia de Reggie: la lástima, la familiaridad, el reflejo descarado de su propio disgusto ante lo que era en comparación a lo que debía ser. No le sorprendía que Reggie, que no tenía magia, hubiera afrontado las dificultades de vivir fuera de su hogar familiar en Londres, al igual que él, y que los visitara con tan poca frecuencia. Como si fuera poco, al día siguiente tendría que volver a Whitehall para lidiar con Blyth otra vez.

Al menos ese sería un momento de irritación limitado. Edwin le explicaría el error al ministro, Blyth recibiría una taza de té y retomaría su vida. Mientras tanto, encontrarían a alguien más apropiado para el puesto. Tarde o temprano Reggie regresaría y se reiría de él por haberse preocupado en vano.

Edwin ojeó la página dos veces, pero como las palabras se rehusaban a alinearse para ser vistas, reemplazó la guía de la mirada mareada por la de la punta de un dedo; la rugosidad del papel le resultó placentera; tenía una serie de pequeños placeres cultivada con detenimiento. Al exhalar sus preocupaciones, imaginó que las chispas de la chimenea se las llevaban, y pensó en los engranajes meticulosos del reloj de los Gatling y en el color avellana singular de los ojos de sir Robert Blyth.

En los respiros entre las pequeñas cosas, podía sentir la quietud de su magia como si fuera una gota de sangre en una cubeta de agua: más notoria de lo que debería ser dado su tamaño. Podía llevar la respiración a los nudos en su nuca. También percibía los límites del espacio anhelante y doloroso que ningún silencio ni cantidad de palabras habían podido llenar hasta entonces.

Sin embargo, Edwin no tenía idea de qué anhelaba, no tenía una imagen formada de su futuro ideal. Lo que sí sabía era que si mejoraba un poco cada día (si se esforzaba más, estudiaba más; más que cualquiera), lo descubriría.

Capítulo 4

El ataque llegó mientras Robin pensaba en carne asada.

En el camino de vuelta del club de boxeo, la calle Charlotte bullía con ruedas que traqueteaban y pies que se arrastraban. La lluvia del día había cesado para dejar un cielo gris sombrío. A Robin le dolían las muñecas por haber dejado que la irritación y el impacto de la confusión de los eventos del día (magia, magia) lo distrajeran durante la última ronda contra lord Bromley. Luego, Scholz, el excampeón alemán de ceño fruncido, que era el dueño del club, le había dado un sermón respecto a que debía mantener las muñecas y los hombros en el ángulo correcto.

Carne asada. Con patatas crujientes por fuera y tiernas por dentro, budín de Yorkshire dorado, todo coronado por los jugos de la carne.

Robin soltó un suspiro. La cena en casa sería buena, sin dudas, y el club solo servía ese plato los lunes. En una noche normal hubiera preferido ir con sus amigos al comedor del club al bajar del cuadrilátero, y volver a casa tarde como para evitar cualquier conversación que lo aguardara. Sin embargo, esa no era una noche normal. No había sido un día normal, ni siquiera bajo los nuevos estándares de normalidad que habían dominado su vida tras la muerte de sus padres.

–Disculpe, señor, me concede un minuto de su tiempo.

Robin no hubiera levantado la vista, pero la voz ronca, acompañada por el contacto en el dorso de la mano, lo hizo preguntarse si estarían hurgándole los bolsillos. Entonces, bajó los brazos, listo para atacar, y redujo la velocidad. Fue un error. Un lazo de hilo se deslizó por su mano y se cerró en su muñeca. El primer pensamiento absurdo que le inspiró fue sobre el cordel que Courcey había usado para crear el copo de nieve.

–Oiga, ¿qué hace? –exclamó con sequedad, dispuesto a seguir avanzando, pero el lazo apretó más y lo dejó sin palabras. Quizás ese primer pensamiento no había sido absurdo, el hilo emitía un brillo amarillo blanquecino sobre la manga oscura de su abrigo. Parecía caliente, como si fuera a quemar la tela, a él, por lo que intentó alejarse.

Su cuerpo se rehusó a sacudirse, al igual que su voz se rehusaba a elevarse y gritar. Un calor horrible y adormecedor lo invadió, similar al estupor de las mantas mullidas en las primeras mañanas de invierno, solo que sin la comodidad. Su cuerpo colgaba como harapos. Inmóvil.

Una vez lo habían derribado de un golpe tan fuerte que lo habían dejado sin aliento. Recordaba a la perfección el miedo animal que había sentido durante esos largos segundos previos a recuperarse, en los que había sido incapaz de respirar, una acción que debía haber sido instintiva, mientras su garganta adolorida batallaba contra su tórax aletargado.

En ese momento todavía respiraba, pero, de alguna manera, se sentía peor. Su mentón se elevó en contra de su voluntad, de modo que su mirada se dirigió al frente. Al menos así pudo mirar el rostro del atacante y…

Se sobresaltó con una nueva oleada de horror. El hombre frente a él (o asumía que era un hombre; al menos la voz había sido masculina), no tenía rostro. Tenía una camisa arrugada, un par de manos bronceadas en el otro extremo del hilo brillante y un cuello igual de bronceado. Sobre el cuello había una figura vacía con forma de cabeza, una niebla inestable.

–Eso es, tranquilo y callado.

Había pasado menos de una hora desde la puesta del sol, por lo que aún no era la noche cerrada que cualquiera imaginaría como escenario para los rufianes. Había suficiente luz como para que cualquiera notara si Robin agitaba los brazos con desesperación, y más que suficientes personas en la calle como para detenerse a hacer preguntas si él gritara por ayuda. Si, si… En realidad, no podía hacer ninguna de esas cosas. Así que siguió al hombre, dócil como un niño confiado, atrapado en el extremo de una correa. Visto desde atrás, el captor tenía una cabellera rubia muy normal, hasta que llegaba a una línea definida en la que el cabello ya no era cabello, sino que se convertía en niebla.

El captor lo guio fuera de la calle, hacia un callejón que olía a manzanas podridas, donde esperaban otros dos hombres. Ambos usaban máscaras de niebla y estaban vestidos como obreros. Uno de ellos era fornido; el otro tenía una capa gruesa de vello negro en los nudillos. La mente de Robin registraba un detalle irrelevante tras otro, como si intentara memorizar una pintura que ocultarían en cualquier momento para un examen. Su corazón estaba haciendo un escándalo terrible contra sus costillas.

–Bueno, señor Blyth Cómosellame, liberaré sus manos –anunció el que sostenía el hilo–. Usted se quedará quieto y tranquilo y responderá mis preguntas, ¿de acuerdo? Estoy seguro de que sabe contar y de que incluso un hombre del club de Scholz es consciente de que no puede contra tres personas, en especial cuando solo cuenta con los puños. Y no nos han ordenado que lo asesinemos, pero tampoco nos han dicho que no lo hagamos. Usted me entiende. –Robin se preguntó si esperaba que él asintiera y cómo se suponía que lo hiciera, pero el hilo lo libró sin más preámbulos, así que jadeó aliviado cuando volvió a tener control de su cuerpo. Mientras sacudía las manos, sintió cómo le temblaban las rodillas–. Ahora… –continuó el hombre, pero él retrocedió y le lanzó un puñetazo a donde supuso que tendría el mentón.

Lo siguiente que supo fue que despertó presionado contra el muro del callejón. El olor a podrido se sentía muchísimo más cerca de su nariz, y algo húmedo atravesaba la tela de sus pantalones. La combinación no era alentadora.

–Esa fue una decisión muy estúpida –comentó el hombre. A Robin le hubiera gustado verle el labio partido, había sentido cómo su puño golpeaba carne contra dientes, pero la máscara de niebla lo ocultaba.

–¿Los otros dos hablan? ¿O cumplen el rol de mantener silencio de forma amenazante? –preguntó al señalarlos con la cabeza. La rabia era tanta que lo mantenía en pie más allá del miedo. El captor lo ignoró.

–Señor Blyth, llenó los zapatos del señor Gatling. Ahora ocupa su oficina.

–¿Y el señor Gatling está muy disgustado? –exigió él–. ¿Ese es el problema? Puede volver, entonces. Su mecanógrafa está molesta. –Era una exageración. Courcey había parecido molesto; la señorita Morrissey había parecido… ofendida.

–El señor Gatling ocultó algo muy importante en su oficina, ¿no es así? Pero nos está resultando muy difícil de encontrar. Usted nos ayudará.

Robin sintió las palabras “En sus sueños” en la boca y las saboreó con deseo, pero fue cauteloso. Esos hombres lo habían seguido desde la oficina hasta el club y sabían su nombre, no se desharía de ellos con facilidad.

–¿Qué es? ¿Dónde lo escondió? ¿Y cómo saben que está en la oficina? Si es tan importante, debió llevárselo con él a donde quiera que se haya largado.

La niebla se sacudió un poco, y Robin sintió frío en el cuello.

–No, el juramento está allí. Él mismo lo dijo, y no mentía.

–Hay muchísimo papeleo en esa oficina. –Fue todo lo que a Robin se le ocurrió.

–No se haga el tonto, señor Blyth. –El hombre bufó con impaciencia–. Gatling debió haber hecho que alguien lo cubriera por él. Ya no se siente su poder, pero tiene que estar ahí.

–¿Qué?

–No le dio más detalles que a nosotros, ¿eh? Es lo que hacen los amarres de silencio. Suponemos que es algo oculto, algo fuera de lugar.

La situación se estaba convirtiendo en uno de esos sueños en los que volteaba el examen de Latín y descubría que había sido reemplazado por uno del Antiguo Egipto.

–Nada de lo que dice tiene ni una sola pizca de sentido. Y… –Logró guardarse lo que iba a decir, el instinto le decía que admitir que ese día había visto magia por primera vez, en ese preciso momento, le haría más mal que bien.

Como Robin no continuó, su interlocutor le hizo señas a uno de los amenazantes, que se arrodilló y tomó el brazo de Robin de la muñeca y de arriba del codo. Su miedo se disparó de inmediato, pero reconocía cuando se enfrentaba a una fuerza superior y supo que al intentar liberarse lo único que conseguiría sería un hombro dislocado. Cerró los puños con tanta fuerza que sintió el filo de sus propias uñas. Le tomó un segundo percatarse de que lo que el hombre a cargo estaba haciendo eran figuras mágicas, lo mismo que había hecho Courcey; solo que Courcey había usado un cordel y había sido mucho más lento. Lo miró con atención porque, por un segundo, pareció haber un cordel, el mismo hilo brillante que lo había inmovilizado antes, pero no había nada. El brillo estaba en los dedos del hombre, y cuando extendió las manos hacia abajo, el brillo se reunió en sus palmas sobre el antebrazo de Robin, y lo esparció como si fuera pintura. A su paso, las manos delinearon un patrón sobre la manga de Robin. Era un diseño geométrico, quizás un alfabeto antiguo; él no tuvo tiempo de ver los detalles antes de que se desvaneciera despacio a través de la tela. Como si nunca hubiera existido.

Cuando le soltaron el brazo, Robin lo acunó contra su pecho, pero no tenía nada extraño. Los huesos estaban intactos y los músculos funcionaban a la perfección.