El voto femenino y yo: mi pecado mortal - Clara Campoamor - E-Book

El voto femenino y yo: mi pecado mortal E-Book

Clara Campoamor

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La apasionada y brillante campaña de Clara Campoamor (Madrid, 1888-Lausana, 1972) a favor del derecho de la mujer al voto, pese a la oposición de buena parte de la izquierda y también de su propio partido, logró que el sufragio universal se implantara en España a partir de 1931. Pero esa victoria tuvo como precio el progresivo aislamiento de Clara Campoamor en la escena política española de la Segunda República. A partir de 1934, año el que abandona el partido Radical y le deniegan la entrada en Izquierda Republicana, Campoamor se convierte en una republicana sin partido. El voto femenino y yo: mi pecado mortal (1935) es un ajustado relato de defensa de su actuación y de su lucha a favor de los derechos de la mujer, pero también de su soledad política; soledad que no la abandonaría ya nunca y que habría de continuar durante la guerra civil y su posterior exilio en Argentina y Suiza.

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Clara Campoamor

el voto femenino y yo

mi pecado mortal

Prólogo de Blanca Estrella Ruiz Ungo

© Herederos de Clara Campoamor

© Prólogo: Blanca Estrella Ruiz Ungo

© 2018. Editorial Renacimiento

www.editorialrenacimiento.com

polígono nave expo, 17 • 41907 valencina de la concepción (sevilla)

tel.: (+34) 955998232 •[email protected]

Diseño de cubierta: Equipo Renacimiento, sobre un cartel de autoría anónima de 1938

Texto revisado por Antonio Duque Amusco

isbn: 978-84-18818-03-5

Carta abierta a una mujer:

Clara Campoamor

Un largo centenario nos separa de ti: 130 años de tu nacimiento y 87 de aquel hermoso 1 de octubre de 1931 en el que tan brillantemente tomaste la palabra en nombre de las mujeres de ayer, de hoy y de mañana.

Pero solo es tiempo, no ideas: tus ideas, no proyecto político, tu proyecto… porque tus ideas siguen siendo nuestras y tu proyecto, hoy vivo, sigue siendo nuestro y de tantos y tantas demócratas que ha dado este país, tu país.

Naces en Madrid un 12 de febrero de 1888 en un barrio popular (Malasaña), cómo no, como otro cualquiera. Naciste e iniciaste tu infancia al mismo tiempo en que también lo hacía el movimiento feminista en España; valga como dato histórico e irrefutable el Congreso Hispano-Luso que se celebra en tu ciudad, Madrid, en 1892.

De este congreso surgen dos mujeres, dos feminismos, tan distintos y diferenciados como ellas mismas: Emilia Pardo Bazán y Concepción Arenal. Será esta última a quien estudiarás con intensidad, haciendo de su vida y de su idea la bandera que enarbolarás a lo largo de tu trayectoria política y personal. Tu trayectoria humana la conviertes en tu propio ser y en tu propio estar, en tu ética y en tu moralidad.

De este congreso yo, como tú entonces, quiero resaltar lo más hermoso que para las mujeres nos expresaba, llamándonos a la dignidad. Concepción Arenal:

Lo primero que necesita la mujer es afirmar su personalidad, independientemente de su estado y persuadirse de que soltera, casada o viuda, tiene deberes que cumplir, derechos que reclamar, dignidad que no depende de nadie, un trabajo que realizar e idea de que la vida es una cosa seria, grave, y que si la toma como juego ella será indefectiblemente juguete.

Tu trayectoria política, que no por corta en el tiempo dejaría de ser intensa, tuvo consecuencias, algunas todavíahoy presentes y otras ausentes, las cuales tuvieron y siguen teniendo la vigencia que tú misma le imprimiste en aquel momento.

Volveré más tarde a recordarte tu trabajo como diputada, porque no fue algo espontáneo que desarrollaras por circunstancias ajenas a ti.

Quiero volver atrás, a 1924, cuando consigues cumplir un sueño: tu título de abogada y, como consecuencia, tu inscripción en el Colegio de Abogados de Madrid, algo que desde fuera podía verse tal vez solo como un éxito personal, que lo fue, como consecuencia de la tenacidad y el esfuerzo que le ponías a todo. Pero sobre todo ese día, edificando sobre los cimientos de ­Concepción Arenal, se inició el segundo paso más importante del movimiento feminista en nuestro país.

Así lo entendieron muchas mujeres que te arroparon en aquel momento y celebraron ese éxito como éxito propio.

Nos han quedado pocos escritos y demasiados enemigos tuyos, que se encargaron a conciencia de hacer desaparecer casi toda tu obra. Lo poco que hemos conseguido rescatar ha sido solo gracias a un tremendo esfuerzo y, sobre todo, a mucha solidaridad y por solidaridad la de tu ahijada y heredera la Doctora Lois.

Con este grado de intelectualidad que tú dabas a todas las fechas de gran calado para el feminismo, hicimos un homenaje, en el primer centenario de tu nacimiento, reeditando dos libros: El derecho de la mujer (1936) y un prólogo que escribiste para el libro Feminismo Socialista de la valenciana Maria Cambrils, un bello texto lleno de respeto y admiración hacia otra gran mujer.

De su feminismo nos resaltas que es la única forma posible y sincera de ese anhelo de sumar su labor a la actividad social, cuya ordenación sufre asimismo totalmente la mujer cuando solo mínimamente le es dado prepararla y producirla.

En ese prólogo nos invitas a todas las organizaciones de mujeres a cooperar reforzando nuestras organizaciones, con el fin de acelerar el advenimiento del estado de justicia social, estado de derecho también y sobre todo para las mujeres.

En tu primera conferencia, Nueva Mujer ante el Derecho, el 13 de abril de 1924, con posterioridad a tu licenciatura, te presentaste con la humildad que te era habitual, pero con la contundencia de quien sabía lo necesarias que eran tu voz y tu presencia.

Decías claramente: «me presento ante vosotros y ante vosotras, como una mujer que cree representar a otras muchas mujeres».

P. D.: En un libro donde confluyen dos grandes: Concepción Arenal y Clara Campoamor, no sería justo en este prólogo dejar de lado a todas aquellas mujeres que creyeron en sus ideas y sus proyectos políticos.

Fuiste esperanza para esa generación de mujeres anónimas de las que estaba España llena, merece también el reconocimiento de cada una de las que hoy en día nos consideramos herederas suyas. Iría mas allá, el reconocimiento de toda una sociedad.

Si algo distinguió a estas luchadoras anónimas, no fue solo su inteligencia y tenacidad, sino que como dignas alumnas de Clara Campoamor, Concepción Arenal, M.ª Cambrils y mi abuela, fue su sentido de solidaridad y la gran bondad que manifestaron para los demás.

Quiero poner un ejemplo de esto que estoy contando, de cómo era realmente esa generación de mujeres que desgraciadamente hemos perdido. Un ejemplo que me es muy cercano.

Eran vísperas del primero de Mayo del año 54 ó 55 cuando alguien llamó a la puerta de la casa de mi abuela, en el pueblo de La Ercina (León), donde se había recluido con sus nueve hijos tras su salida de la cárcel. Yo era apenas una niña, me levanté para abrir encontrándome con dos hombres vestidos de verde, era la primera vez que veía un Guardia Civil, me asusté y llamé a mi abuela.

«Hay dos hombres de verde en la puerta que preguntan por ti» ella salió, les miró y dijo: «hala hijos, pasad, que vendréis muertos de frío», les acompaño a la cocina y les ofreció un tazón de leche con migas de pan.

Una de sus hijas al ver aquello se sorprendió y le dijo en tono molesto: «madre, pero si la vienen a detener, ¿Qué hace?».

Mi abuela simplemente la contestó:«Hija son solo dos proletarios como tú y yo que vienen muertos de frío y solo obedecen órdenes».

Esa es la generación que define a mujeres como Concepción Arenal, Clara Campoamor y a las miles y miles de españolas anónimas que en los siglos XIX y XX protagonizaron hechos similares al que acabo de narrarles y que nunca debemos borrar de nuestra memoria y de hecho, aunque no nos demos cuenta ahí están, los recuerdos que surgen en cada momento y nos van sirviendo de ejemplo como nos sirvió en las elecciones un seis de diciembre de 1977, cuando decidimos dejar todo atrás, ser igual de generosas que nuestras predecesoras, votando a favor de esa Constitución que unía a las dos Españas. No podemos traicionar la bondad de nuestras abuelas, ni traicionar sus principios.

Ellas lo hicieron posible y nosotras tenemos que seguir su ejemplo.

«No hay pasado del que vengarse. Hay un futuro hermoso de vida y una España en libertad».

Hoy y ahora, a través de la asociación creada en tu nombre, sigues representando a tantas y tantas mujeres, sobre todo a aquellas que, como tu definías, menos tienen.

Llegado a este extremo, en un país en el que desde todos los poderes institucionales se ha entablado una gran carrera en la que lo importante es quien es el primero o la primera, país en el que se ha puesto de moda aquello de «pionero»sin profundizar en los resultados… Yo les quiero decir a todos ellos y a todas ellas que no son los pioneros de absolutamente nada, que las mujeres que menos tienen, aquellas que te preocuparon, siguen teniéndote a ti como punto de referencia, así como a tus proyectos, tan propios del siglo XXI como lo fueron del XX.

Y llegado a este punto, me voy a referir a 1929 y al primer Centro de Información de la mujer que creaste en Madrid tras la legalización de la Asociación Universitaria Femenina y de la Liga Femenina Española por la Paz, en la que te acompañaron (sé que me pedirías que recordara a tus compañeras de comité) Carmen Baroja de Caro, Margarita Gorriti, Carmen Gallardo de Mesa, Matilde Huici y un largo listado de nombres que ya en tus libros dejaste señalado.

Pero me quería centrar principalmente en los fines de dicha asociación exponiendo uno principalmente: «Crear y propagar entre todas las mujeres universitarias la cooperación y mutua ayuda en beneficio de la colectividad social y por la mujer en general», fines que inspiraron también en 1985 los estatutos de la Asociación Clara Campoamor dedicada a tu memoria.

Pero además de los fines, lo que me mueve a recordar esta fecha es el eslogan dirigido a las mujeres, eslogan con el que hicisteis publicidad en Madrid y que insertasteis en la propia fachada del Centro de Información, que no por largo lo voy a omitir: «Las mujeres universitarias que tuvieron la fortuna de alcanzar un mejor nivel cultural con que embellecer su vida, consideran un deber entregar el espíritu y la voluntad a la defensa y mejoramiento de todas las mujeres, sus hermanas, la existencia de un núcleo reducido de mujeres, un derecho al reconocimiento, al saber, a la personalidad; seria una pobre conquista si no lo utilizásemos cuanto posible sea en liberar de la ignorancia, del peligro y del dolor a todas las demás mujeres victimas de esas fuerzas ciegas que solas no pueden combatir ni evitar».

Permíteme esquematizarlo y expresarlo con mis propias palabras aunque con un sentir que comparto contigo: «Triste suerte la nuestra si lo que somos y tenemos no lo ponemos a disposición de nuestras hermanas las mujeres».

Hace treinta y cinco años, un grupo de mujeres feministas del País Vasco nos acercamos a tu ahijada, la doctora Lois, con el fin de hacerle participe de nuestro proyecto: la creación y legalización de una asociación que llevara tu nombre.

¿Por qué tu nombre? Porque éramos y somos feministas y además somos vascas, y seguimos entendiendo y reivindicando para ti el merecido reconocimiento a tu persona por parte de Euskadi y sus instituciones; porque los hombres y mujeres de bien ya lo hemos hecho, y lo seguiremos haciendo a través de tu asociación, cada día de nuestra vida.

Euskadi está en deuda contigo porque te debe la vida de nuestros jóvenes republicanos condenados a muerte y salvados por tu intervención.

La doctora Lois, emocionada por la idea, sólo nos exige dos cosas:

Primero, que recuperemos para la historia con la dignidad que mereces, tu nombre, tu trabajo y tu derecho a estar inscrita en la historia de los y las grandes de este país.

Asimismo nos fue encomendada la labor de hacer saber a las gentes de bien que tu trabajo no fue responsable de nada pero sí culpable de que en este país se empezaran a reconocer los derechos básicos que al nacer deben tener las mujeres, los niños y las niñas.

Segundo, trabajar dignificando tu nombre, todo proyecto tenía que estar basado en el tuyo y solo podíamos desarrollarlo con dignidad, la misma dignidad con la que nos has regalado los mejores momentos de la historia de las mujeres en este país.

Al poco tiempo, la doctora Lois fue nombrada socia número uno y presidenta honorífica de la asociación, algo que la llenó de emoción y orgullo.

Siendo sincera y en reconocimiento de las virtudes que podamos tener en la Asociación que con tanta humildad presido, creo que lo hicimos bien.

Ella nos regaló su amistad, su colaboración y su permanente solidaridad e interés en un proyecto nuestro que era en realidad la continuidad del tuyo.

Se te conoce después de 25 años como feminista y también como republicana pero sigue siendo desconocida para los ciudadanos y ciudadanas a través del número de asociaciones de mujeres que creaste y ayudaste a crear, por los congresos internacionales que trajiste a nuestro país, como el XII Congreso de la Internacional Federación of University Women en 1928. Ya entonces ¡qué grande eras! Y ¡qué necesaria en el movimiento feminista internacional! Si supieras, Clara Campoamor, cuánta necesidad tenemos de ti ahora…

Queremos reconocerte, señalando brevemente que fuiste algo más que feminista, en tus propias palabras eras «ciudadana antes que mujer, mujer antes que republicana».

Tus luchas son varias: luchas por abolir la legalización de la prostitución, sueño que consigues con la llegada de la República después de años de infructuosos intentos: conseguirás cambiar la jurisprudencia para abolir la pena de muerte y la contratación de la infancia y la protección al menor a través de leyes como la Ley de Investigación de la Paternidad. Por esto último participarás en el X y XI Congreso Internacional de Protección a la Infancia celebrados en Madrid y en París respectivamente.

Te presentas a las elecciones a Cortes, encabezando la lista por Madrid del Partido Radical Republicano. Lo haces con un programa de gobierno basado, principalmente, en lo que el movimiento feminista, que liderabas en aquel momento reivindicaba:

1. Derecho al voto femenino.

2. Derecho de la mujer a decidir sobre su maternidad.

3. Ley del divorcio.

4. Ley del derecho del niño y de la niña.

5. Abolición de la pena de muerte.

Se te presenta, una vez elegida, y con unos resultados electorales que ni el más optimista del Partido Radical Republicano soñó, la ocasión de ser nombrada miembro de la Comisión ­Redactora de la Constitución Republicana. Desde esta plataforma, desde tu condición de mujer y desde tu lealtad a los ciudadanos y ciudadanas que creyeron en tu proyecto y te dieron su voto, es desde donde aprovechaste para elevar esos derechos a la máxima expresión: el Derecho Constitucional.

El 1 de octubre de 1931, recordando hoy 87 años después, tu trabajo parlamentario consiguió dirigir a buen puerto la lucha por la igualdad y la libertad de las mujeres que representabas.

A través de ese esfuerzo parlamentario y de la defensa tenaz, brillante e inteligente que hiciste de tus principios, ganaste voluntades voto a voto.

Se dice que no fue una lucha en solitario, que el recientemente creado movimiento feminista estaba contigo; bien es verdad que en tu discurso final, tras tres días de intenso debate parlamentario, las mujeres feministas y demócratas de Madrid ocupaban las gradas de invitadas y con su presencia y sus aplausos te hicieron sentir aquel 1 de octubre de 1931 que tu idealismo, rebeldía, lucha por la libertad, era compartido por tantas y tantas mujeres no solo en Madrid sino también por los caminos de España (como diría María Lejarreta). Mujeres anónimas, muchas mujeres anónimas estaban contigo.

Habían trabajado desde las elecciones de junio hasta ese día para que tu lucha, que era la suya, llegara a buen puerto.

Permíteme que, entre tantas mujeres anónimas, quiera recordar a una que me enseñó a conocerte, que me imprimió su carácter, tu carácter, que me llevó desde la infancia al «feminismo de la solidaridad…». Esa mujer anónima era mi abuela: Juana Florez Villasante, una mujer curtida en un precioso valle vasco, Carranza, donde tuve el privilegio de ejercer de maestra de escuela allá a finales de la década de 1960 y donde espero haber logrado imprimir en aquellos niños y en aquellas niñas vuestros valores, tuyos y de mi abuela, y los de tantas y tantas mujeres que nos dio la República.

Tu tenacidad arrastró en su camino a los socialistas, aunque en el momento de defender el voto femenino fuera tu propio partido quien te echara de sus filas. Solo el movimiento feminista madrileño se mantuvo, junto con los socialistas, a tu lado, apoyando, unas desde la calle, otros desde los escaños. Así, voto a voto, conseguiste dar el primer paso de tu ambicioso programa electoral:

El derecho de las mujeres a votar en igualdad al hombre.

Muchos políticos/as y sindicalistas vivieron la tragedia de un país que ya no era el suyo porque no se les reconocía ningún derecho excepto el de ingresar en prisión o morir ante un pelotón de fusilamiento. Familias enteras –entre ellas la mía– se perdieron. Por desgracia, la historia reciente solo nos relata muy fugazmente la marginación y el abandono que desde el propio gobierno de la República se le hizo en el exilio a una mujer cuyo único pecado fue definido por ella misma:«El voto femenino, mi pecado mortal». Ese mismo pecado fue tu mejor servicio a la libertad y a la República.

Pero lo que no se nos dice es qué pasó con la mujer, con la republicana, con la feminista que, siendo leal a sus ideas, a sus principios y a su programa, luchó para declarar constitucional el derecho de la mujer a su dignidad. No se nos relata la marginación y el abandono que el propio gobierno de la República en el exilio le hizo a una mujer, a ti, Clara Campoamor.

Tengo que decirte a ti, Clara Campoamor, que tu pecado mortal de ese 1 de octubre de 1931 fue y es la resurrección de las mujeres, el derecho reconocido, el derecho adquirido, la libertad.

Las mujeres de la Asociación Clara Campoamor tenemos que decirte, yo te digo Clara Campoamor, que tu pecado mortal fue nuestro pecado mortal, el pecado mortal de tantas y tantas demócratas: la libertad… nuestra libertad.

Tengo que contarte Clara Campoamor:

Que la Dictadura acabó con la República, reprimió la cultura, paralizó el progreso, anuló nuestras esperanzas… tus esperanzas. Pero no acabó con tu obra: el voto femenino.

Un día de primavera, el 15 de junio de 1977, a las seis de la mañana, las mujeres demócratas de este país con compromiso político, salimos de nuestras casas en dirección a los colegios electorales, donde nos esperaba, por primera vez, la responsabilidad de velar por los intereses electorales de los partidos democráticos que en las diferentes mesas representábamos.

Y además, votamos, Clara Campoamor.

Puedo asegurarte que en mi mesa, situada en una escuela cualquiera de mi querida y tu siempre amada Euskadi, votaron mujeres, muchas mujeres. Unas con preparación política, otras con menos; recuerda que acabábamos de dejar atrás una dictadura. Algunas mujeres mayores, se acercaban a interventores/as y nos decían: «Mi marido era rojo y lo fusilaron. ¿Saben ustedes cual era ese partido por el que murió? Porque yo no entiendo de esas cosas, él no me contaba nada, pero votando a su partido le voto a él».

Hubo momentos en que la emoción nos pudo, pero amén de innumerables anécdotas que nos sucedieron, te garantizo que la mujer votó como tu querías y votó en libertad, como tu defendías. No pudiste saber los resultados; habías muerto escasos años antes en el exilio, olvidada y abandonada por todos/as, aquellos/as que tenían que haber sido tu apoyo, tu familia. Porque la política, como tu la entendías, une en familias leales y entrañables a cada uno y a cada una.

No pudiste saber el resultado, habías muerto sin conocer la democracia, sin volver a tu tierra pero desde ese nicho del cementerio de Polloe sé que velaste por nuestros resultados.

Quisiste venir a Euskadi, y en Euskadi te tenemos.

Puedo decirte que, después de cuarenta años de dictadura, terror y miedo, desde el desconocimiento y la incultura política en que nos encontrábamos en ese 15 de junio de 1977, votamos el 90% de las mujeres, frente a un 80% de hombres.

Otra vez, Clara Campoamor, la izquierda no supo unirse, nos volvió a ganar la derecha.

De ello, ni tú, ni las mujeres demócratas somos culpables.

Te puedo decir que las mujeres fuimos protagonistas del inicio de la Democracia, hoy finalmente asentada. Fuimos protagonistas también del fin de las dos Españas, que es lo mismo que decir del comienzo de la única España, la de los hombres y mujeres con derecho a votar en igualdad y libertad.

La paz, la libertad, la democracia son un bien que se nos dio en ese día, un bien posible por un pecado mortal cometido el 1 de octubre de 1931, el voto femenino y tú.

Como anunciaste ese día, 1 de octubre de 1931 en las Cortes, tras un triunfo parlamentario:

Yo solo he puesto la semilla, otras mujeres vendrán…

Aquí estamos: las mujeres de la Asociación Clara Campoamor y tantas y tantas otras… un año más, 87 años después.

Blanca Estrella Ruiz Ungo

Presidenta de la Asociación Clara Campoamor (1985-2017)

EL VOTO FEMENINO Y YO:

MI PECADO MORTAL

INTRODUCCIÓN

Defendí en las Cortes Constituyentes los derechos femeninos. Deber indeclinable de mujer que no puede traicionar a su sexo, si, como yo, se juzga capaz de actuación, en virtud de un sentimiento sencillo y de una idea clara que rechazan por igual: la hipótesis de constituir un ente excepcional, fenomenal; merecedor, por excepción entre las otras, de inmiscuirse en funciones privativas del varón, y el salvoconducto de la hetaira griega, a quien se perdonara cultura e intervención a cambio de mezclar el comercio del sexo con el del espíritu.

Defendí esos derechos contra la oposición de los partidos republicanos más numerosos del Parlamento, contra mis afines. Triunfó la concesión del voto femenino por los votos del Partido Socialista (con destacadas deserciones), de pequeños núcleos republicanos: Catalanes, Progresistas, Galleguistas y Al Servicio de la República, y, en la primera votación de las que recayeron, por las derechas. En la última y definitiva, por la retirada de las derechas sin sus votos.

Los partidos republicanos Radical, Acción Republicana y Radicales Socialistas combatieron denodadamente la concesión inmediata, y en la Cámara imperó durante la polémica un excesivo nerviosismo masculino, en ciertos momentos concitado contra mí, que representaba sola la pretensión femenina en la contienda, por discrepancia de las demás diputadas de la legislatura, una sumada a la oposición radical socialista, otra silenciosa y unida al votar al elemento abstencionista del socialismo.

Finada la controversia parlamentaria con el reconocimiento total del derecho femenino, desde diciembre de 1931 he sentido penosamente en torno a mí palpitar el rencor. Razón aparente: que el voto había herido de muerte a la República; que la mujer, entregada al confesonario, votaría a favor de las derechas jesuíticas y monárquicas.

No hube lugar ni momento de completa calma: en los pasillos del Parlamento, en sus escaños; en las reuniones de la minoría parlamentaria, en los locales del partido, en sus asambleas, en la calle, en público y en privado, a cada momento y siempre en tono de agresiva virulencia se me planteaba la discusión poco pertinente sobre el tema. Hombres y, cosa curiosa, hasta mujeres consideraban obligado marcar su disconformidad y ¡por si acaso! señalar mi nefanda culpabilidad en la futura y ya anunciada desviación de la República. Llegué en ocasiones, por fatiga moral, a reducir mi presencia en el Parlamento.

No será necesario insistir en lo que ocurrió cuando las elecciones de noviembre de 1933, dando el triunfo a las derechas, confirmaron aparentemente aquellos vaticinios. Y me sería difícil enumerar la cantidad, e imposible detenerme en la calidad, de los ataques, a veces indelicados, de que de palabra, por escrito y hasta por teléfono fui objeto reiterado; y no solo yo sino hasta mi familia.

Si no desalentada, sí entristecida, vi desatada contra mí una animosidad desenfrenada y malévola. Contra ella di pruebas de cumplida paciencia, esperanzada en que la necedad humana no puede durar siempre.

Las causas de la derrota de los republicanos fueron obra de ellos mismos y estaban claras. Era de esperar que una vez rectificados los errores preelectorales y garantizada la rectificación de los gubernamentales, que no fueron pocos, ya que desde 1931 no los acompañó el acierto, el resultado decapitaría la que fue espantable «hidra del voto femenino» torpedeador de la República, y la calma, si no la justicia, matizaría los juicios sobre mi modesta persona a cuenta de mi legítima actuación parlamentaria en defensa del derecho femenino.

No lograron convencerme diatribas ni acusaciones gratuitas a cuenta del ejercicio de su derecho por las ciudadanas españolas; pero dolorida, fatigada y un tanto sonrojada de tanta inicua tontería, decidí callar y esperar. Yo sabía que el tiempo justificaría todas mis tesis, y aun esperaba un poco ingenuamente que al operarse esta justificación mis conciudadanos se inclinarían ante el fallo y de mí se apartara su rencor.

Pero no ha sido así. Transcurridos cinco años, a las elecciones de 1933 han seguido las de febrero de 1936. En ellas, sin errores izquierdistas, ha triunfado anchamente el Frente Popular. ¿Han enmudecido los misóginos políticos?

Me han referido que hasta se creyó del caso celebrar en la Plaza de Toros un acto de homenaje a la mujer, en el cual, mano a mano con titiriteros y bailadoras –qué cuesta hacer algo en serio cuando de la mujer se trata–, se lo dijo de nuevo «que había votado mal en 1933, pero que ahora se había redimido»; triste inclinación de los humanos que no pueden decir una lisonja a una verdad sin darle un pisotón a otra.

Pero en cuanto a mí, sigo observando en torno igual actitud rencorosa de tácito reproche, que lejos de remitir, cobra nuevo aliento. Parece cosa penosa o imposible reconocer que con el deber de defender el ideal que defendí, me acompañó la razón al defenderlo. Hubo y hay algo más que razones de oportunidad política en la repulsa al voto. No importaba la oportunidad, importaba la realización. Y es este último sentimiento el animador subconsciente de cuanto observo en torno, y esa actitud la que me impulsa a salir de mi largo silencio, que sería inútil perseverancia en una mansedumbre que no sentí jamás.

Yo he podido sufrir con forzada calma la injusticia y el ataque, por penosos que fueran, y lo fueron, pensando que contra el sentimiento de una gran parte de ciudadanos, aunque el sentimiento sea de fuente errónea, es prematuro luchar cuando la sucesión de los hechos habrá de justificar más tarde a unos y otros. Entendámonos: justificar en orden al resultado del voto femenino, no en su conveniencia y justicia, que son indiscutibles.

Hoy la ingrata realidad me ha partido las exclusas de la paciencia, y a cuenta de cuanto soporté será justificado mi anhelo de aportar mis impresiones, mi actuación, las de los otros, y examinarlas a la luz de la respuesta que a todos dio la realidad.

Y espero que, después de oír en silencio durante cinco años clamores apocalípticos, no se juzgue desorbitada mi pretensión de hablar yo también.

POR QUÉ DEFENDÍ EL VOTO FEMENINO

No defendí el derecho de la mujer tan solo por imperativos de conciencia frente a mi sexo. Nadie me supera en la inquietud vigilante por los destinos de la República, que es para mí, por mis gustos sencillos, mi independencia modesta y mi largo ideal, cosa muy distinta de la material y tangible que pueda ser para viajeros impacientes llegados con apremios de última hora a esta estación, resueltos a tomar ventanilla.

En la defensa de la realización política de la mujer sustenté el criterio de ser su incorporación una de las primeras necesidades del Régimen, que si aspiraba a variar la faz de España no podría lograrlo sin destruir el divorcio ideológico que el desprecio del hombre hacia la mujer, en cuanto no fueran íntimos esparcimientos o necesidades caseras, imprimía a las relaciones de los sexos.

El hombre liberal español, que se llama de ideas avanzadas, en general –y salvo excepciones, cuanto más reducidas más honrosas, y son honrosísimas por reducidas–, consentía y alentaba una incomprensible dualidad ideológica en el hogar en el que parecían convivir el sentimiento liberal, avanzado, republicano y laico del varón, con el ultramontano y católico militante de la mujer.

Oí en una ocasión este argumento de un republicano ardoroso, de agudo sentido liberal, y, por lo demás, hombre respetable y respetado, que en una discusión me arguyó: «Es bueno que la mujer tenga el freno de la Iglesia».

Juicio que descubre todo el profundo desprecio masculino por la hembra, a quien se considera precisada de freno; toda la impotencia del hombre laico y liberal para comunicar el ideal al que sirve, y toda la falta de ética al confiar la misión del bocado a la Iglesia, que teme y combate.

Todo ello sin perjuicio de la contingencia de explotar en beneficio del laico la influencia que la mujer rebelde sometida a doma pueda aportar en su trato con el frenador.

Mientras existiera la dualidad del hombre liberado, según creía, de prejuicios, y de la mujer entregada a tutela tan opuesta a los ideales que él creía defender, no habría, en mi sentir, forma hábil de que España diera un paso en el camino de las libertades.

Se había enseñado reiteradamente a la mujer que había un poder, político, como todos los poderes, y una ideología, superiores a los del hombre liberal; la mujer regía la educación de la prole y no habría de considerar funesto para esta el freno que a ella se le preconizaba; la mujer en el hogar era factor discordante con las actividades seudoliberales del hombre, y no careciendo de condiciones para imponer su criterio, recta o tortuosamente trataría de imponerlo. Los republicanos han proclamado sin recato que no confiaban en el sentido liberal de sus mujeres; es que no han podido o no han intentado convencerlas; pero las mujeres no nos han referido nada de si lograron quebrantar en los hombres su llamado sentimiento laico y liberal.

Apenas galleaban los jóvenes hijos del laico liberal, a pesar de hallarse casi todos educados en conventos religiosos, se adueñarían de las teorías paternas y a su vez buscarían mujer de pensamiento análogo al de la madre. Ellos continuarían combatiendo en el exterior «la negra influencia del clero».

Con estos liberales, con estos laicos, con estos republicanos, se ha asentado en crecido número la segunda República española.

Un mínimo deseo de claridad, de lógica en las conductas, y de posibilidades para una España futura, que destruyeran los efectos lamentables de esa hipocresía del hombre español, aconsejaban incorporar a la mujer a los derechos y deberes de la vida pública, señalándole el camino de la libertad, que solo se gana actuándola.

Esa finalidad fue para mí la más importante, y en mi criterio pesaba más y pasaba antes que el derecho legítimo e indiscutible de la mujer a salir de la servidumbre histórica en que la tenían las leyes hechas por el varón.

Ni mi actuación anterior a las posibilidades que ofrecía la República, ni mi pensamiento al defender el voto en el Parlamento, obedecieron principalmente a un convencimiento típicamente feminista, aun cuando esa sea su lógica traducción.

Digamos también que la definición de «feminista» con la que el vulgo, enemigo de la realización jurídica y política de la mujer, pretende malévolamente indicar algo extravagante, asexuado y grotesco, no indica sino lo partidario de la realización plena de la mujer en todas sus posibilidades, por lo que debiera llamarse humanismo; nadie llama hominismo al derecho del hombre a su completa realización.

Pero ni aun así tomé nunca parte muy activa en las llamadas campañas feministas, que tímidamente florecían en nuestro suelo. No porque no me parecieran justas, sino porque creo que la libertad se alcanza por propio esfuerzo y personal labor; que el camino para conquistarla lo iniciaba asimismo el hecho económico, por el que fatalmente eran lanzadas a la actividad exterior numerosas mujeres, y ante esa realidad, eran inútiles todas las prédicas vertidas casi siempre sobre señoras de su casa que sin el espolazo de las realidades acudían a las Asociaciones feministas y eran elemento poco decidido a la actuación; que la lucha verdadera y fecunda de las mujeres para la conquista de sus libertades, nacería después, cuando llevadas por la necesidad fuera del hogar a los puestos secundarios y subalternos que en todos los Ministerios, Administraciones, Bancos e Industrias iban preparando para ellas los varones, con el previsor designio de encasillar en ellos a sus hijas, hermanas, sobrinas y algunas veces, más de las justas, a sus amiguitas, fueran conociendo en esos puestos la avidez masculina, su desdén por la mujer fuera del hogar y los ataques, postergaciones y enemiga que del varón recibieran en su vida de trabajo, les enseñase la necesidad vital de alzarse un día, resueltas y unidas, contra la injusticia.

Lo que sí tuve a partir del año 1922 fue una actividad individual de conferenciante y polemista en toda posible ocasión.

Mi pensamiento era más político y nacional, más amplio y objetivo que el concreto feminista. Consideraba fatal para un resurgimiento de la libertad y la justicia que veía en la República, el divorcio espiritual de hombres y mujeres en España.

Las posibilidades circunstanciales prestaron nuevo impulso a mi ánimo. Los partidos que venían a incorporarse con personalidad rectora a la política tenían todos en sus programas la igualdad de derechos para los sexos; la República prometió su liberación a la mujer, la apuntó en la actuación del Gobierno provisional; hombres y mujeres la esperábamos. En los actos de propaganda de las elecciones del 12 de abril y de las Constituyentes, unos y otras la anunciábamos y el pueblo la acogía con simpático asenso. Quedó casi consagrada al conceder a la mujer el derecho de elegibilidad por el decreto de mayo que convocara a elecciones de diputados para las Constituyentes.

Y al encontrarme en la Cámara con la oposición de elementos republicanos, hombres y mujer, a aquella consagración, yo sentí vibrar en mí, imperativo, lesionado, el espíritu de mi sexo; vi con mayor claridad, por los elementos de la oposición, que en ello iba el futuro de España y que mi deber era luchar por conseguirlo, reuniendo todos mis recursos dialécticos y toda mi capacidad de lucha.

TODO A MEDIAS

En mayo de 1931 se anunció la publicación de un decreto del Gobierno provisional convocando a elecciones de Cortes Constituyentes y modificando la ley electoral de 1907.

Necesaria era la modificación de la ley; si había de salvarse la República, por la que muchos temían más de lo justo, era imposible ir a unas elecciones conservando los antiguos distritos electorales. En ellos seguía predominando el cacique monárquico, muchos de ellos ya con ropa exterior republicana. Los hubo que, sin solución de continuidad, fueron candidatos monárquicos derrotados en las elecciones municipales de abril y candidatos republicanos triunfantes en las Cortes de junio. La modificación era, por tanto, de importancia vital, y el Gobierno provisional, con su autoridad indiscutible e indiscutida, la acometió.

¿Cuál fue su criterio? No se limitó a lo indispensable: variar el perfil de las circunscripciones convirtiéndolas en provinciales, sino que agregó modificaciones que si no tenían explicación dentro del profundo sentido de juridicidad monárquica que cada día subía por grados en el Gobierno, menos la tuvieron desde el punto de vista de un criterio liberal y justiciero hacia elementos que, cual la mujer, laboró con entusiasmo por la República española.

El decreto de mayo no se limitaba a variar las circunscripciones, sino que hacía algo más, mucho más: reducía a veintitrés años la edad electoral del varón y concedía la calidad de elegibles a los sacerdotes y a la mujer.

Era una de tantas medidas tímidas y vacilantes del Gobierno provisional; un ejemplo elocuente de su criterio reiterado, inexplicable en un Gobierno revolucionario, criterio de prudencia: «La transformación de España, despacito». Apariencias de renovación, pausa y cadencia, mucha calma e ir contentando a cada grupo con una lonja de esperanza.

El Gobierno provisional pudo no conceder la rebaja de edad ni el derecho de elegibilidad a mujeres y sacerdotes (curiosa amalgama). Si quería respetar íntegramente la libertad de la futura Cámara en cuanto no fuera indispensable, no debió osar modificaciones tan importantes, y si creyó que debía hacerlo, ¿a qué tomar la mitad de un todo? ¿Por qué no concedió también a la mujer el derecho de electorado?

Por las dificultades del censo, no, porque no eran obstáculo insuperable, como no lo fueron para la reducción de la edad varonil.

LOS USUFRUCTUARIOS DE LA REPÚBLICA

Se acusaba quizá legalmente una tendencia que después fue adquiriendo perfiles más agudos en la República: la de considerar el Régimen patrimonio exclusivo de unos cuantos grupos o tertulias que se preparaban a usufructuarla y administrarla.

No era la afirmación, después tan repetida, de «la República, para todos, pero dirigida por los republicanos», teoría impecable, siempre que se aplicara a todos los republicanos, y por lo demás falazmente seguida, porque desde su principio hasta hoy, año de 1936, la han administrado mayor número de hombres encuadrados hasta la víspera, muchos hasta después, en el campo monárquico; bastará, por ejemplo, recorrer mentalmente la lista de ministros republicanos.

No reivindicamos aquí un mejor ni exclusivo derecho de los llamados republicanos históricos, cuyos errores no fuimos parcos en acusar. No; se trataba de vincular exclusivamente en algunos núcleos, en algunos nombres y en su grupo de amistades y cirineos, algunos tan nuevos en la República como el régimen, el usufructo de la República. Ha persistido en el nuevo régimen el viejo resabio monárquico que reservaba el poder en exclusivo disfrute a cincuenta o cien familias. El Estado soy yo… y mis contertulios, pensaban, parodiando a Luis XIV, muchos de los improvisados republicanos.

Ya se apuntó este criterio en las postrimerías del año 1930 y en las graves situaciones que siguieron al levantamiento de diciembre. En aquella ocasión, y cuando preparado el movimiento insurreccional que habría de derrocar la monarquía, casi todos los comprometidos permanecieron prudentemente en sus casas, tan solo algunos pequeños núcleos cumplieron la consigna. Jaca, donde la contraorden y el emisario llegaron tarde, mientras Galán y García Hernández quemaban las últimas horas de sus vidas; San Sebastián, donde el levantamiento fue realizado con toda la gravedad pedida y concertada. De ella es medida las penas que se pedían para los encartados: la de muerte, para Manuel Andrés y José Bago; la de cadena perpetua atemporal, para los demás, entre los que se contaba mi hermano Ignacio.

Servía de enlace a los revolucionarios de San Sebastián con el Comité revolucionario de Madrid don Miguel Maura. Cerca de este y de todo el Comité detenido en Madrid por la publicación del manifiesto, así como cerca de sus abogados, actuábamos con insistencia angustiosa los encartados y sus abogados. Amilibia (prematuramente muerto en su cargo de gobernador de Vizcaya) y yo visitamos a don Felipe Sánchez Román. Pretendíamos la acumulación de los sumarios; siendo una sola e idéntica la causa del alzamiento, debían unirse al proceso del Comité revolucionario de Madrid todos los demás procesos.

La razón es obvia; el Comité central, por el prestigio de sus cabezas visibles, por sustanciarse el proceso en Madrid, por el ambiente que en el país dominaba, podía fácilmente y debía escrupulosamente servir de escudo protector a los demás hombres que en otras provincias cumplieron su cometido; dividida la continencia de la causa, dejados los hombres de San Sebastián entregados a tribunales militares parciales, el peso de la justicia tendría diversas balanzas y distintas consecuencias, y se pedían penas mucho más graves que las solicitadas para el Comité central, entre ellas dos de muerte.

Fracasamos rotundamente en nuestro empeño. El Comité central y sus defensores dejaron entregados a su triste suerte a los procesados de San Sebastián. Penoso anticipo del abandono en que luego habrían de encontrarse por largo tiempo, algunos definitivamente, una vez triunfante la República, los revolucionarios guipuzcoanos, que en ciudad de tan recio derechismo perdieron al combatir en las filas de la revolución hasta las modestas profesiones con que sostenían sus casas. No pertenecían a los clanes que se aprestaban a usufructuar la República.

Advino, por fortuna para España, para todos, y singularmente para ellos, la República antes de que se sustanciaran los procesos; de no ser así, las condenas inevitables hubieran marcado la diferencia trágica que los defensores temíamos.

Al evocar esta etapa se alzan vivos en nuestro pensamiento los recuerdos emotivos del 14 de abril, tan preñados de memorias jubilosas para mis paisanos los madrileños. En San Sebastián, donde la confusión era enorme y no llegaba la certeza de lo ­ocurrido en Madrid, mientras en Eibar se proclamaba la República a las nueve de la mañana, sufrimos durante todo el día angustiosa tortura; cercaba el pueblo la cárcel y acudían a nosotros los defensores y familiares del Comité revolucionario para que actuáramos en su nombre. Contra nuestro consejo, la austeridad generosa y equivocada de los procesados negóse a integrar con sus nombres las candidaturas a concejales, como lo hiciera el Comité de Madrid, y en la campaña preelectoral, en que incitábamos al pueblo a ganar la amnistía en las urnas, no figuraban sus nombres de sacrificio.

Los triunfadores, más atentos a no comprometer su triunfo que a dejarse arrastrar por generosos movimientos pasionales, también nos dejaban solos en la circunstancia, y en aquel día, lleno de crueles inquietudes, nos tocó en suerte papel singular: de un lado, los concejales republicanos electos (triunfó íntegra la candidatura en San Sebastián), que imponían calma, y el gobernador monárquico, que todavía a las nueve de la noche negaba que la República hubiera triunfado –no obstante haberla proclamado nosotros a las tres de la tarde desde los balcones del Círculo republicano–; y, de otro, los presos exaltados y expectantes y el pueblo donostiarra que impaciente e irrefrenable quería asaltar la prisión y liberar a los republicanos. Y entre ambos núcleos contradictorios, nosotros, que por nuestra condición de castellanos teníamos que poner serreta a nuestros anhelos para no arrastrar al pueblo de San Sebastián a una acción de incalculables consecuencias si los vaticinios pesimistas del gobernador monárquico y los concejales republicanos se confirmaban.

Así estuvimos hasta la diez de la noche, en que los presos fueron libertados. Y téngase presente que lo menos importante era anticipar en unas horas la libertad; lo importante era, si los vaticinios pesimistas se confirmaban, utilizar la proximidad a la frontera para sustraer a aquellos hombres a sombrías responsabilidades.