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Maya Banks nos regala otra historia apasionada de una fuerte y brillante mujer que encuentra al único hombre que le hace perder el control Eliza Cummings había logrado liberarse del monstruo que la había aterrorizado cuando era adolescente. Nadie, ni siquiera las personas más cercanas, conocen sus secretos más oscuros. Años después, trabaja para Devereaux Security Services y dedica todo su tiempo a combatir aquello que estuvo a punto de destrozarla. Pero, ahora, el asesino anda suelto y que la atrape es solo cuestión de tiempo. Lo único que puede hacer es alejar al monstruo de la gente que ella ama. Wade Sterling jamás deja que nadie se le acerque lo suficiente como para ver al hombre que se esconde tras su impenetrable máscara, pero hay una mujer que amenaza su férreo control. Recibió una bala que iba destinada a Eliza, pero no es la bala lo que le llega al corazón, es el valor de una mujer que antepone su vida a la de los demás. Cuando Wade ve que está asustada, sabe que algo anda muy mal. De modo que, cuando Eliza intenta acabar con aquel monstruo, sus instintos más básicos salen a la superficie. Tal vez ella no lo sepa, pero le pertenece. Esta vez, Eliza no va a ser la protectora, sino la protegida. Y mientras a él le quede un último aliento nadie herirá a la mujer a la que ama.
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Seitenzahl: 512
Veröffentlichungsjahr: 2016
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2016 Maya Banks
© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
En cada suspiro, n.º 217 - noviembre 2016
Título original: With Every Breath
Publicado originalmente por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.
Traductora: Ana Peralta de Andrés
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con persona, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, TOP NOVEL y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta: Dreamstime.com
I.S.B.N.: 978-84-687-8482-3
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Eliza no se despertó con su habitual energía y sus ganas de comerse el mundo. Se sentía como si le hubiera pasado un camión por encima. Su primera intención fue dar media vuelta en la cama, taparse la cabeza y dormir unas cuantas horas más. Aunque sabía que no iba a hacer nada parecido, era una agradable posibilidad. En cualquier caso, pensó, podía concederse otros cinco minutos antes de levantarse de la cama y meterse en la ducha.
Por una vez, las cosas estaban tranquilas en Devereaux Security Services, DSS, después de una auténtica tormenta de actividad durante los últimos meses. Esperaba que surgiera alguna novedad cuando fuera aquel día a la oficina, porque, en caso contrario, aquel iba a ser otro día de trabajo infinitamente aburrido.
Justo cuando se estaba liberando de la pereza y girando las piernas hacia un lado de la cama para comenzar a levantarse, comenzó a sonar el teléfono de la mesilla. Lo fulminó con la mirada y frunció el ceño. Si fuera Dane, o algún miembro de DSS, seguramente llamaría al móvil. Una mirada rápida al aparato le indicó que tenía el móvil cargándose en la mesilla, y también que no tenía ninguna llamada perdida. Si se trataba de una vendedora llamando a horas tan intempestivas, iba a localizarla y darle su merecido.
Si no fuera porque podía ser uno de sus compañeros de trabajo, se habría limitado a ignorar la llamada. Con un suspiro, alargó la mano hacia el teléfono y ladró un desagradable «¿diga?», en el auricular.
Se produjo una corta pausa y después, se oyó un carraspeo.
—¿Señorita Caldwell? ¿Melissa Caldwell?
Eliza se quedó paralizada, la sangre se le heló en las venas. Hacía diez años que no oía aquel nombre. Hacía diez años que no era aquella persona. En solo dos segundos, el pasado pareció estrellarse contra su futuro como un tren de alta velocidad.
—¿Qué quiere? —preguntó con voz apagada.
—Soy Clyde Barksdale, la fiscal del distrito de Keerney County, en Oregón.
Ella sabía perfectamente quién era Clyde Barksdale. Como si pudiera olvidar que había trabajado con él para encerrar a Thomas Harrington.
—Entiendo que no es una llamada de cortesía —dijo con ironía.
—Y está en lo cierto —el fiscal del distrito soltó un suspiro de cansancio—. Mire, no hay ninguna manera fácil de decir esto, pero Thomas Harrington ha ganado una apelación para revocar su pena de prisión y estará en la calle dentro de tres semanas.
A Eliza se le doblaron las rodillas y cayó bruscamente en la cama. Bloqueada por el impacto de la noticia, sacudió la cabeza, haciendo un esfuerzo para disipar la perplejidad y la confusión que la envolvían. ¿Estaba atrapada en un mal sueño? ¿Aquello era una pesadilla?
—¿Qué? —susurró horrorizada—. ¿Qué demonios? ¿Qué es eso de que le han revocado la condena? ¿Esto es una especie de broma pesada?
—Debe de haber convencido a alguno de los policías que se encargó de su caso —contestó furioso el fiscal del distrito—. Es la única explicación posible. El policía admitió bajo juramento que había alterado unas pruebas para cerrar el caso. Como si hubiera hecho falta alguna prueba después de contar con su testimonio. Pero, después de su admisión, y teniendo en cuenta que la presentó a usted como una adolescente despechada y humillada por el rechazo de un hombre mayor, el tribunal no tenía más remedio que liberarle.
Eliza se había quedado sin habla. Estaba completamente paralizada, sobrecogida por una multitud de sentimientos diferentes. El sudor perlaba su frente y las náuseas le retorcían las entrañas. Iba a vomitar. No podía estar ocurriendo. ¡No podían liberar a un psicópata peligroso, a un monstruo!
—¿Cuándo? —consiguió preguntar.
¡Oh, Dios santo! Iba a vomitar. Se llevó la mano a la boca y tomó aire varias veces en un desesperado intento por no arrojar los contenidos de su estómago.
—Dentro de tres semanas —contestó el fiscal sombrío—. He movido todo cuanto he podido en los tribunales. He hecho todo lo que ha estado en mi mano para encontrar alguna prueba que lo inculpara, cualquier cosa que pudiera evitar que saliera de prisión, pero tengo las manos atadas. No puede volver a ser juzgado por asesinato y no podemos esperar que le acusen de violación porque no tenemos ninguna prueba. Sería su palabra contra la suya. Lo único que podemos hacer en este momento es que una de sus víctimas, usted, que es la única que ha sobrevivido, le ponga una demanda civil. Quizá eso podría servir de algo.
—¡Oh, Dios mío! —susurró Eliza, con la voz amortiguada por la mano que continuaba sosteniendo con fuerza contra su boca—. Volverá a matar. Cree que es invencible, que es Dios, y el hecho de que haya sido capaz de vencer al sistema judicial demuestra que tiene una inteligencia superior.
—Querrá vengarse, señorita Caldwell —le advirtió el fiscal con voz queda—. Irá a por usted. Tenía que advertírselo.
—Y ojalá lo haga —replicó con violencia.
Pero incluso mientras lo decía sacudió la cabeza. Sus pensamientos eran un caos mientras intentaba superar el horror. No. Al diablo con todo. No pensaba salir corriendo, ni esconderse, ni hacer ninguna de aquellas cosas que Thomas esperaba que hiciera. Él esperaría encontrarse con una niña tímida de dieciséis años, desesperada por que la aceptaran y la quisieran.
No, no iba a huir. Iría tras él. Haría que le resultara condenadamente fácil encontrarla, porque estaría esperándole cuando saliera de prisión. Acabaría con él y le enviaría al infierno, que era donde merecía estar.
La voz del fiscal del distrito reflejó su alarma.
—Señorita Caldwell, no haga nada de lo que pueda arrepentirse. La he llamado porque tiene derecho a saberlo y, de esta manera, podrá tomar medidas para protegerse y ser precavida.
—Puedo asegurarle, señor Barksdale, que de lo único de lo que me arrepiento es de no haber acabado con él la primera vez —repuso en un tono glacial.
Se sentía imbuida por una férrea determinación. Impulsada por un propósito, por un objetivo. Un objetivo en el que no fallaría.
Mientras colgaba lentamente el teléfono, infló las aletas de la nariz y abrazó el frío helador que había invadido sus miembros en el instante en el que el fiscal del distrito había anunciado el motivo de su llamada. Tenía que sofocar aquel torbellino de emociones o terminaría volviéndose loca de tristeza… y de culpa.
Cerró los ojos e inclinó la cabeza. Era inmensa la angustia que amenazaba con dominarla. Sacudió la cabeza con vehemencia, negándose a ceder a la desesperación. El sistema judicial había fallado por completo a las víctimas de Thomas Harrington. Le había fallado a ella.
Nadie conocía a Thomas como ella. Nadie sabía de su enorme poder, ni era consciente de la facilidad con la que podía cautivar a sus víctimas. Ya no había nada que hacer, salvo buscar justicia y proteger a las únicas personas que le importaban. Las únicas personas a las que se había permitido acercarse durante aquellos diez años, desde que había enviado a prisión a un hombre al que había amado con toda la inocencia de una adolescente, pensando que permanecería encerrado por siempre.
Pero sabiendo que iban a liberarle, le correspondía a ella asegurarse de que no hubiera nuevas víctimas. Aunque ello implicara tener que terminar con él en el infierno.
Debería haberle matado, pero había confiado ingenuamente en el sistema, en que Thomas pagaría por sus crímenes. Sabía ya que no era así y, al menos que ella le detuviera, Thomas volvería a matar, continuaría matando.
—¿Ya está todo preparado? —preguntó Wade Sterling a su buena amiga, quizá su única amiga, Anna-Grace Covington.
Wade era la quintaesencia de un lobo solitario. Evitaba las relaciones personales y tenía poco tiempo para hacer amigos. Tener un amigo implicaba un nivel de confianza que, sencillamente, no estaba dispuesto a ofrecer a otra persona. No era la confianza ciega la que le había convertido en el despiadado y exitoso hombre de negocios que era.
Pero las reglas que él mismo se había impuesto, sencillamente, desaparecían cuando estaba con Anna-Grace. Era cierto que, al principio, había estado interesado en ella a un nivel más personal, pero muy pronto había descubierto que aquella mujer frágil y vulnerable había sufrido una terrible tragedia y una relación, tanto de corte sentimental como sexual, era lo último que ella necesitaba o quería.
Como consecuencia, y sorprendido por el verdadero afecto que sentía por ella, habían terminado siendo muy buenos amigos y él había llegado a convertirse en su único confidente.
Anna-Grace, o Gracie, como la llamaba la mayoría de la gente, aunque Wade la había conocido y siempre se había dirigido a ella por su nombre completo, miró con ansiedad el despliegue de cuadros que tenían ante ellos.
Wade le pasó el brazo por los hombros y le dio un apretón para tranquilizarla.
—A todo el mundo le va a encantar —después, para distraerla del pánico, preguntó—. ¿Cheryl lo ha organizado todo a tu gusto?
Gracie asintió, aunque continuaba estudiando con expresión pensativa su propia obra y tenía aspecto de estar a punto de vomitar. Wade suspiró, se volvió hacia ella y tomó sus manos entre las suyas.
—Cariño, ¿crees que dejaría exponer a cualquiera en mi galería? Sé que piensas que para mí la galería tiene un interés secundario, que le presto poca o ninguna atención, pero he invertido una gran cantidad de tiempo y dinero en este lugar. Y, antes de que sugieras que el motivo por el que estoy albergando tu exposición es nuestra amistad, ¿puedo recordarte que nos hicimos amigos precisamente por tu obra? Yo estaba interesado en tu trabajo y fui capaz de reconocer tu potencial artístico antes de conocerte. Nuestra amistad es el resultado de tu talento y, es más, seamos amigos o no, y tú deberías saber mejor que nadie lo frío que puedo llegar a ser en lo que se refiere a los negocios, no habría invertido tanto dinero en tu lanzamiento si no estuviera cien por cien seguro de que estoy haciendo una gran inversión.
Era cierto. Joie de Vivre era una de las muchas aventuras empresariales de Wade. Uno de su muchos negocios legales. No había mentido. Le gustaba el arte. El arte de calidad. Y Gracie era una artista con mucho talento.
Se habían conocido cuando Wade había visto una muestra de su obra. Ella había entrado en la galería con el aspecto de alguien que parecía haber perdido su camino mucho tiempo atrás. A lo mejor Wade había reconocido en ella a una alma gemela. Ambos sabían del dolor y la desilusión. Sin embargo, la historia de Gracie era bastante peor.
Wade había intentado protegerla cuando la fuente de su angustia había regresado de nuevo a su vida, pero, con el tiempo, había llegado a comprender que Zack Covington, su marido, había sido tan traicionado como ella. Zack había llorado la pérdida de su amor de juventud durante una década y jamás había dejado de buscarla. Los dos habían superado obstáculos insalvables e incluso su encuentro había estado cargado de peligro. Pero al final, los dos estaban felizmente casados y la exposición que Wade había organizado antes de que todo se hubiera ido al infierno había vuelto a programarse. Ya solo quedaban unos días para la gran inauguración.
—Parece que estoy buscando cumplidos y que me hagas la pelota —dijo Gracie con un triste suspiro.
Wade posó un dedo en sus labios para que no pudiera continuar.
—Eres una de las personas más humildes y sinceras que conozco, Gracie. Jamás pensaría que estás buscando cumplidos. Ahora, si te gusta la disposición de los cuadros, a lo mejor puedes darme una lista de invitados para la gran noche. La galería estará abierta al público, por supuesto, pero estoy enviando invitaciones personales a algunos clientes potenciales a los que creo que les encantará tu trabajo. Y le enviaré también una invitación a cualquier persona que quieras que asista.
Y continuó diciéndole:
—Cheryl ha estado trabajando con una empresa de publicidad. Ya hemos lanzado una amplia campaña de marketing en periódicos, revistas, Internet y televisión. Me atrevería a decir que vas a dar una campanada en el mundo del arte.
Boquiabierta y con los ojos abiertos como platos, Gracie miró a Wade. Después arrugó la nariz, con una expresión de duda y desconcierto a la vez.
—¡Pero eso tiene que haber sido terriblemente caro, Wade! Yo jamás podría permitirme el lujo de pagar algo así.
Wade negó con la cabeza.
—Es una inversión, Gracie. Una inversión que creo me reportará grandes ganancias, teniendo en cuenta de que tendré la exclusividad de tu obra y me llevaré una comisión por cada una de tus ventas. ¿Lo ves? Si estuviera haciendo esto por caridad o por amistad, no sería tan cretino como para pedirte la exclusividad de tu obra, ni me llevaría una comisión. Tengo la impresión de que vas a ganar mucho dinero.
Gracie se echó a reír y su postura perdió parte de su rigidez.
—A lo mejor deberías ser mi mánager. La verdad es que no tengo la menor idea sobre cómo organizar… nada. Aunque tuviera un éxito moderado, no sabría cómo manejar mi propio negocio.
—Y esa es la razón por la que me tienes a mí —contestó él—. Tú dedícate a pintar y yo haré todo lo demás. Creo que el acuerdo nos beneficiará a los dos. Ahora, lo único que necesito de ti es una lista de invitados y ya habrás terminado. Después, tendrás que irte a casa a practicar tu maravillosa sonrisa. Vas a dar un gran golpe y yo me llevaré el mérito de ser el descubridor de una gran promesa del arte moderno.
Gracie le miró con expresión pensativa.
—No tengo mucha gente a la que quiera invitar. Bueno, todos los empleados de DSS. ¡Ah! Y, especialmente, a Eliza —Wade se tensó ante la mención de Eliza y aquella ansiedad se reflejó inmediatamente en las facciones de Gracie—. ¿Crees que vendrá, Wade? Todo el mundo está muy preocupado por ella. Necesita salir más.
—¿Qué le pasa a Eliza? —preguntó Wade.
Él no creía que tuviera que salir más. Si algo necesitaba aquella mujer era quedarse en casa alguna vez, descansar. Recuperarse. Procesar el horror que había vivido. Pero no había hecho ninguna de aquellas cosas. No había tenido tiempo porque había estado demasiado ocupada intentando salvar al resto del mundo. Salvar a todos, excepto a su bonito trasero.
Gracie pareció entonces incluso más triste.
—Nadie lo sabe, pero todo el mundo está muy preocupado. Está distinta. No ha vuelto a ser ella misma desde hace unos días. Todo el mundo está pendiente de ella, pero ya conoces a Eliza. Es muy reservada y extremadamente callada.
—¿Y qué demonios esperan? —le espetó Wade en una voz más alta de la que pretendía.
¡Maldita fuera! Eliza ni siquiera necesitaba estar cerca de él para quebrar su férreo autocontrol. Necesitaba acostarse con alguien, se dijo Wade. Sacársela de la cabeza, de todos y cada uno de sus pensamientos. El problema era que, cuando miraba a otra mujer con intención de acostarse con ella, solo veía a Eliza. Y aquello le irritaba.
Gracie reculó ante la furia que percibió en su voz. Abrió los ojos, sorprendida por su vehemencia.
Wade apretó la mandíbula irritado y alzó la mano para ir enumerando uno a uno sus argumentos.
—Veamos. La secuestran, la torturan, le aplican la tortura del submarino —le espetó, deteniéndose para alzar la mano y alargar el pulgar y el índice antes de reiniciar el recuento—. Y no es capaz de tomarse un solo día libre para recuperarse antes de volver al trabajo e ir a buscar a los miserables que os atacaron a Ari, a ella y a ti. Después, están a punto de matarla otra vez, pero es a mí a quien alcanza la bala que iba dirigida a ella. ¿Qué hubiera pasado si yo no hubiera estado allí? Ahora mismo, estaría enterrada. ¿Y decidió tomarse unas vacaciones entonces? Por supuesto que no. Regresó al trabajo como si no hubiera pasado nada, ¿y ahora me dices que todo el mundo está preocupado por ella?
Wade negó con la cabeza. El enfado bullía dentro de él como una caldera.
—¿Está durmiendo bien? —le preguntó.
Gracie parpadeó.
—No… no lo sé, Wade. ¿Cómo voy a saberlo?
—Puedes leerle el pensamiento, ¿no?
Gracie se sonrojó e, inmediatamente, Wade se sintió culpable.
—Lo siento, Gracie —se disculpó Wade en voz baja—. Ha sido una impertinencia y una grosería decir una cosa así. ¡Maldita sea! Esa mujer me saca de mis casillas.
—Podría leerle el pensamiento si la viera alguna vez —contestó Gracie con voz queda—. Creo…
—¿Qué? —la interrumpió Wade con dureza.
—Creo que me está evitando por esa razón —dijo Gracie con el ceño fruncido—. Si me encuentro con ella o voy a la oficina a ver a Zack y ella está allí, inmediatamente encuentra alguna razón para desaparecer. ¿Por qué otra cosa podría ser?
Wade soltó una maldición. Sí, pensó. Aquella bruja probablemente tenía algo, o mucho, que ocultar. Como el hecho de que, probablemente, llevaba una existencia agotadora y vacía. A él le gustaría encauzarla, hacerla entrar en razón, y lo haría si no fuera porque probablemente ella le daría una buena patada en el trasero. Y, bueno, él había terminado con aquella bruja. Era una mujer problemática con mayúsculas. Si por él fuera, Wade habría zanjado su relación con ella, con DSS y con cualquier cosa que tuviera que ver con ellos y con su misión. Ya tenía suficientes preocupaciones sin tener que andar detrás de una mujer imprudente decidida a salvar al mundo mientras él tenía la desgraciada tarea de salvarla a ella.
Estúpida desagradecida. Sería capaz de escupirle antes de reconocer que le había salvado el pellejo. Ni siquiera le había dado las gracias. Mandarle al infierno, por supuesto. ¿Pero darle las gracias? No. En cambio, lo único que había conseguido él había sido ser incapaz de mirar a otra mujer sin verla a ella.
No podía imaginarse acostándose con nadie que no fuera aquella rubia pequeña, descarada, malhumorada y con mal genio. Soltó un bufido burlón, haciendo que Gracie alzara la mirada hacia él con una extraña expresión en el rostro.
—Eliza es una cobarde —dijo Wade—. No querrá poner un solo pie en un local del que yo soy el propietario y dirigido por mí. Después que recibí aquel disparo que iba dirigido a ella, siempre encuentra algún motivo para estar en cualquier otra parte si ando yo cerca.
—Bienvenido al grupo —dijo Gracie, con un deje dolido en la voz.
Wade debería conformarse con eso. Eliza podría superar lo que quiera que le pasara. No importaba que aquel espíritu explosivo temiera que Gracie le leyera los pensamientos, él se aseguraría de que asistiera. No iba a dejar que nada ni nadie arruinara una noche en la que Gracie tenía que brillar.
—Vendrá —dijo sombrío—. Aunque tenga que cargármela al hombro, vendrá.
Gracie le miró alarmada.
—Eh, Wade, no importa, de verdad. A lo mejor deberíamos limitarnos a retirarnos y dejarle a Eliza el espacio que necesita.
—No te preocupes —respondió Wade con voz sedosa—. No la llevaré a rastras a tu exposición —«mentiroso», pensó—. Solo pienso tener una conversación perfectamente educada con ella cuando la invite personalmente.
O lanzarle un ultimátum. Por primera vez en su vida, estaba pensando en su inminente confrontación con Eliza sin estar dominado por el enfado. No, en realidad, estaba deseando fastidiarla un poco. ¿Y qué era lo mejor de todo? Que podía sacarla completamente de quicio, puesto que el sentimiento era completamente mutuo, pero ella sabía condenadamente bien que él no iba de farol. De modo que no tendría más remedio que ir a la inauguración por voluntad propia. O sufrir la humillación de llegar siendo arrastrada por él.
Eliza sabía que se había mostrado muy esquiva desde que había recibido aquella llamada del fiscal del distrito. También sabía que había estado evitando a sus compañeros de trabajo, lo cual no era lo más inteligente del mundo si no quería que pensaran, o supieran, lo que estaba planeando, algo que debía evitar a toda costa. Pero la simple verdad era que no era capaz de enfrentarse a ellos. La vergüenza era una presencia viva que envolvía su corazón y su alma.
La gente para la que trabajaba era el epítome de todo lo bueno. No, no siempre lo hacían todo según las normas. Rompían las reglas, pero, al final, conseguían que se hiciera justicia. Y, al fin y al cabo, ¿no era eso lo único que importaba?
Uno de sus jefes había conseguido desarmar a un hombre peligroso de manera que ya no supusiera ninguna amenaza. Aunque, al final, aquello había resultado no ser del todo cierto. Las habilidades psíquicas de aquel canalla y el hecho de que hubiera creado un vínculo con Caleb y con la que se había convertido en su esposa, Ramie, le habían permitido continuar ejerciendo su voluntad y control incluso detrás de las rejas, convirtiendo la vida de la pareja en un infierno. Ya había utilizado a Caleb para hacer sufrir a Ramie de la manera más terrible. Cada vez que acudía a su mente aquel recuerdo, Eliza se sentía enfermar. La única manera de deshacer aquel vínculo irrevocable entre ellos era que Caleb le matara. Y lo había hecho. Metiendo una bala en el retorcido cerebro de aquel diablo.
Por supuesto, después habían limpiado el escenario del crimen. Se habían asegurado de que pareciera que Caleb había disparado en defensa propia, colocando una pistola sin ninguna otra huella dactilar en la mano de aquel loco, con un dedo en el gatillo. A lo mejor no había sido ético ni legal. Pero había estado justificado.
Y también lo estaba su misión. A lo mejor no para la gente en general, ni para la policía, ni para al sistema judicial. ¿Pero para las mujeres a las que había torturado, a las que había matado? ¿Para sus familias? ¿Para la propia Eliza? Sí, estaba justificado. Dudaba que a sus familiares les importara cómo pagara aquel miserable por lo que había hecho, siempre y cuando pagara. Posiblemente, la gente no podía comprender o concebir que tras aquella cultivada y encantadora fachada se escondiera un monstruo. Pero Eliza conocía a aquel monstruo mejor que nadie. Solo ella conocía las profundidades de su maldad y solo ella podía ponerle fin. A lo mejor eso la convertía en una persona tan enferma y retorcida como el propio Thomas. O quizá fuera que solo un auténtico demonio podía acabar con otro.
A aquellas alturas, las familias de las víctimas debían de haber sido informadas, al igual que lo había sido ella, de que Thomas Harrington estaría en la calle en muy poco tiempo. Probablemente sentían todos y cada uno de los sentimientos que ella estaba experimentando. Traición. Rabia. Tristeza. Dolor. Una profunda sensación de injusticia. Probablemente habrían perdido la fe en el sistema judicial para hacer cumplir la ley y para castigar a aquellos que la quebrantaban. Pero ellos no podían hacer nada al respecto. También ellos soñarían con la verdadera justicia, con la venganza y la reparación. Y Eliza se las serviría frías.
Y en aquello era en lo que Eliza se diferenciaba de otros que soñaban con hacer sufrir a Thomas una muerte larga y dolorosa. Ella podía hacer algo al respecto. Ella haría algo al respecto, aunque eso supusiera su propia muerte. En muchos sentidos, había muerto diez años atrás, cuando se había dado cuenta de lo estúpida e ilusa que había sido. Había sido tan ingenua. Ella era tan culpable y tan cómplice del asesinato de aquellas mujeres como el propio Thomas y jamás se había perdonado las atrocidades cometidas. Sí, había muerto y había renacido siendo otra mujer. Eliza Cummings. Se había convertido en Eliza y había abrazado aquella nueva oportunidad. La oportunidad de comenzar de nuevo. De vivir una vida diferente. De ayudar y proteger a aquellos que necesitaban protección. De buscar justicia para aquellos que no podían hacerlo. Y, de alguna manera, había conseguido asumir aquella identidad, nueva, pero no real. ¡Qué tonta había sido al pensar siquiera que podría expiar sus pecados y superar el pasado! La muerte solo podía postergarse, no evitarse.
En cierto modo… Se interrumpió, paralizada por el pensamiento que se había filtrado en su mente antes de que pudiera reprimirlo. El corazón comenzó a latirle con fuerza y las palmas de las manos le sudaron mientras intentaba abrir la puerta del coche. Pero se dio cuenta de que aquel pensamiento había estado allí desde la mañana en la que había recibido aquella llamada. Había aparecido en el instante en el que había tomado su decisión, había estado allí, pero lo había ignorado, se había negado a darle voz. Se había negado a reconocerlo porque la hacía débil, algo que se había jurado no volvería a ser nunca más.
Pero ella se había merecido morir con Thomas. Y ya estaba plenamente preparada para aceptar la muerte. Aquel era su castigo. Por fin se haría justicia, plenamente. Thomas había sido el único que había pagado por sus crímenes cuando le habían condenado a prisión. Ella no. Pero se merecía el mismo castigo. Una vez había sentenciado a Thomas a muerte por su propio sentido de la justicia, no solo era probable que terminara muriendo cuando acabara con él, sino que se lo merecía. Lo asumía con serena determinación. No tenía miedo. Dejaría de esforzarse en evitar lo inevitable. Quizá entonces encontrara algo parecido a la paz y, quizá, Dios se apiadara de su alma por los pecados que había cometido cuando era poco más que una niña impotente frente a las manipulaciones de un hombre con más años y más experiencia que ella. No, no un hombre. Un psicópata. Un monstruo. La clase de monstruo que solo existía en las pesadillas y en las películas de terror.
El mismísimo diablo.
Pero Thomas no formaba parte de una pesadilla. No era un ser de ficción, no salía de las páginas de un libro, ni de una película. Era muy real.
Abrió la puerta del coche, se metió dentro y dio marcha atrás en el aparcamiento del edificio de DSS justo en el momento en el que salía Dane. Se aseguró de no establecer contacto visual con él, pero le vio por el rabillo del ojo mientras Dane hacía un gesto para indicarle que se detuviera. Por lo menos, al no mirar abiertamente en su dirección, podría decir que no le había visto cuando le preguntara, porque se lo preguntaría, por qué demonios le había ignorado.
Pero no iba a detenerse. Cuando hablara con Dane, tendría que estar completamente serena y poner su mejor cara. Aceleró con demasiada brusquedad y los neumáticos chirriaron cuando salió disparada del aparcamiento. Sin lugar a dudas, su estimado líder y compañero, puesto que Dane asumía diferentes papeles en DSS, querría interrogarla, y aquello era lo último que ella necesitaba. Había visto cómo la miraban Dane y el resto de los compañeros de trabajo cuando creían que no les veía. Estaban todos tan preocupados que la hacían sentirse avergonzada y culpable otra vez. Todos sabían que le ocurría algo, que estaba distinta, pero Dane lo sabía mejor que nadie. Dane y ella llevaban mucho tiempo trabajando juntos y no pasaba por alto ni una maldita cosa.
Aquel hombre era capaz de hacer temblar a alguien con solo una mirada. No necesitaba decir nada. Lo único que tenía que hacer era mirarla fijamente para que ella confesara sin necesidad de sonsacarla. Después la encerraría si lo consideraba necesario. Bajo ningún concepto le permitiría llevar a término la que ella consideraba una misión sagrada. Su última misión. Una misión que era más importante que cualquier otra en la que hubiera participado.
Se arriesgó a mirar por el espejo retrovisor y esbozó una mueca cuando vio a Dane caminando a grandes zancadas en medio de la fila de coches que había en el aparcamiento. La miraba con el ceño fruncido y expresión pensativa.
Eliza no podría evitarle eternamente, pero hasta que no estuviera preparada, hasta que no estuviera suficientemente fuerte como para conseguir decir la más grande, y única, mentira, que había dicho jamás al amigo en quien más confiaba, continuaría evitándole a él y a todos los demás y saldría disparada cada vez que alguno de ellos tuviera oportunidad de encontrarla a solas.
Solo unos días más, se prometió a sí misma. Unos cuantos días para terminar de perfilar el plan, reunir todo lo que necesitaba, contarle a Dane la mentira que había inventado y después podría seguir su camino.
La invadió la tristeza y cerró los ojos un instante antes de incorporarse de nuevo al tráfico. Sería la última vez que les viera a todos ellos y aquella era la razón por la que se acercaría a Dane después del «estado de la nación» que convocaban el primer día de mes o bien Caleb Devereaux o su hermano, Beau, en las oficinas de DSS.
Aquello le daría oportunidad de ver a todas aquellas personas que habían llegado a ser tan importantes para ella. Su familia. Gente que haría cualquier cosa por ella. Y ella haría lo mismo por todos ellos. Lo único que lamentaba era que no podría ver a las esposas de los Devereaux, y a la esposa de Zack, Gracie, antes de marchar.
Se encogió por dentro porque sabía que había herido los sentimientos de Gracie en más de una ocasión al evitarla cada vez que estaba cerca de ella. Salía disparada en cuanto la veía, algo que había sido obvio para Gracie, y lo último que Eliza quería era hacer daño a Gracie.
Gracie era el epítome de la dulzura y ya había sufrido demasiado en su joven vida. Era una mujer tímida y todavía estaba luchando por ganar la confianza en sí misma. Eliza se alegraba inmensamente de que Gracie y Zack hubieran encontrado la manera de volver a estar juntos después de una década de tristeza para ambos, pero especialmente para Gracie. Eliza adoraba a todas aquellas esposas, Ramie, Ari, Gracie. Y también a Tori Devereaux, la hermana pequeña de Caleb, Beau y Quinn, que, al igual que las demás, había sufrido gravemente a manos de un loco. Ella había soportado la violencia de un asesino en serie y todavía estaba recuperándose de aquel terrible ataque. Quizá nunca llegara a superarlo del todo y Eliza lo comprendía perfectamente.
Si no hubiera sido porque Caleb había encontrado a Ramie, una joven con poderes psíquicos a la que no le había dejado otra opción que no fuera ayudar a localizar a su hermana, no habrían rescatado a Tori a tiempo y en aquel momento estaría muerta.
Todas aquellas mujeres estaban dotadas de poderes extraordinarios. Tori soñaba con acontecimientos futuros, aunque no tenía aquel don ni tan afinado ni tan desarrollado como las otras mujeres. De hecho, aquel poder era casi una maldición, le permitía percibir imágenes, pero no se le revelaba suficiente información. Le resultaba imposible evitar que se produjeran determinados acontecimientos, o incluso advertir a alguien de que estaba en peligro, y aquello era una fuente de angustia para ella. Ramie podía seguir a un monstruo como el que Eliza estaba a punto de localizar. Pero Eliza jamás la enfrentaría a un hombre que, probablemente, tenía tantos poderes psíquicos como la propia Ramie. Ari tenía un enorme poder y todavía no había alcanzado el límite. Su capacidad iba a aumentando con el tiempo y, en cuanto aprendiera a controlarla, se convertiría en una fuerza imparable. En cuanto a Gracie… Eliza volvió a esbozar una mueca, porque no era a las otras dos a las que había estado evitando como a la peste. Solo la había evitado a ella, porque Gracie era capaz de leer el pensamiento. Eliza no podía arriesgarse a acercase a ella porque, si veía lo que estaba pensando, todo acabaría, y no podía permitir que eso ocurriera.
Eliza condujo como una autómata en dirección a su apartamento, deteniéndose en un autorrestaurante para comprar algo de comida. Aunque lo último que le importaba era comer, sabía que tenía que mantenerse fuerte. No podía estar débil cuando se enfrentara a Thomas. Ni física ni emocionalmente.
Con el almuerzo guardado en una bolsa sobre el asiento de pasajeros, aparcó el coche en su plaza de aparcamiento. Cuando reconoció el coche que estaba a su lado y al hombre que permanecía con expresión arrogante ante aquel vehículo tan caro, apoyado contra la capota, su humor fue de mal en peor.
¿Qué demonios estaba haciendo Wade Sterling allí?
Olvidándose del almuerzo, salió del coche y cerró la puerta con una fuerza innecesaria y el ceño fruncido. Para su más profunda rabia, Wade se limitó a sonreír con suficiencia. Los ojos le brillaron de diversión al advertir la reacción de Eliza ante su presencia.
Tras decidir que saludarle era mucho peor que preguntarle qué estaba haciendo allí, agarró las llaves, rodeó su propio coche y comenzó a avanzar hacia Wade sin decir palabra. Su expresión de bienvenida hablaba por ella.
Para su más completo asombro, cuando estaba a punto de pasar delante de él, una mano la agarró del brazo, obligándola a detenerse sobre sus pasos. Entrecerró los ojos, adoptó el más feroz de sus gestos de desprecio y se volvió furiosa hacia él.
—¿Qué problema tienes, Sterling? Quítame las manos de encima. Inmediatamente.
—¿Esa es la manera de expresar tu gratitud al hombre que te salvó la vida? —preguntó él, arrastrando las palabras.
Eliza quería gritar. Nadie, y cuando decía nadie lo decía completamente en serio, era capaz de sacarla de sus casillas como aquel hombre. Su mera presencia la irritaba. Cada vez que abría la boca, la sacaba de quicio. ¿Y aquel gesto arrogante de sus labios, aquel aire de superioridad, toda su suficiencia? Era capaz de tocarle las teclas más sensibles simultáneamente.
Le gruñó. O, mejor dicho, fue una combinación de un sonido de desprecio con un ronco gruñido de frustración. Le entraban ganas de hacer algo increíblemente infantil y, decididamente, muy poco propio de ella, como dar una patada en el suelo, tirarse de los pelos o emprenderla enrabietada a puñetazos. ¡Pero aquel día no tenía tiempo para tonterías! Habían conseguido evitarse mutuamente, con gran éxito, desde el incidente al que él acababa de referirse. Un incidente que Eliza preferiría olvidar. ¡Le había salvado la vida! ¡Le había salvado el pellejo! Pero si Wade no hubiera estado allí, y si ella no hubiera estado tan condenadamente preocupada intentando evitar que su estúpido trasero terminara recibiendo un disparo, jamás se habría disparado aquella bala. Una bala que había terminado dándole a él. Y le tocaba las narices que, por lo visto, Wade pensara que debería ponerse de rodillas para darle las gracias por haber recibido un disparo que había sido culpa suya. Les había funcionado bastante bien el evitarse mutuamente, de modo que, ¿qué demonios estaba haciendo en su casa? ¿Y por qué?
Por supuesto, en algunas ocasiones había sido inevitable compartir espacios. La boda de Gracie y de Zack había sido una de ellas. Y en aquellas raras ocasiones, Sterling había estado provocándola sin piedad. Primero, la había llamado cobarde y la había acusado de esconderse de él. Después, había estado fastidiándola, pidiéndole hasta el hartazgo que bailara con él, y, como daba la casualidad de que ella acababa de expresarles a Zack y a Gracie sus mejores deseos con la intención de poder alejarse de aquella celebración del amor sentimentaloide, emocionante y feliz, de la que no solo participaban los recién casados en cuyo honor se había organizado, no le había sido posible rechazar su petición de baile. Gracie parecía encantada y le había dicho a Eliza que, por supuesto, tenía que bailar con Wade. Al fin y al cabo, ambos eran sus dos personas favoritas.
Eliza había gemido, consciente de que estaba siendo víctima de las maquinaciones de aquel canalla. Lo había planeado todo meticulosamente y se había acercado a ella cuando sabía perfectamente que no podría decirle lo que podía hacer con su invitación a bailar con una selección de palabras que habría puesto los pelos de punta a la mayor parte de los invitados y puesto en una situación embarazosa a la radiante novia. Sin embargo, aquello no le había impedido aguijonearle durante todo el tiempo que habían estado bailando. Pero Wade no había respondido ni a su sarcasmo, ni a sus insultos ni a ninguno de sus intentos de sacarle de quicio. En cambio, se había limitado a mirarla fijamente con expresión de divertida suficiencia y a arrancar con su mirada hasta la última capa de su piel. Para añadir sal a la herida, la había estrechado contra él más de lo necesario, habían bailado pegados como lapas, dando la sensación de estar, prácticamente, haciendo el amor en la pista de baile. La única manera de soportar aquel trance había sido imaginar al menos una docena de maneras diferentes de separar los testículos de Wade Sterling del resto de su anatomía.
Al final, había salido huyendo como si la estuviera persiguiendo una jauría de perros, pero la risa de Sterling la había seguido hasta que había conseguido salir. Al igual que su última palabra: «cobarde». Un insulto que parecía estar convirtiéndose en un hábito, como lo demostraba el hecho de que se lo hubiera repetido aquella noche.
Y en aquel momento, cuando parecían haber alcanzado un empate, ella le taladraba con la mirada y él la miraba como si la situación le resultara de lo más divertida, aquellas imágenes de un cuerpo desmembrado que había conjurado durante el baile le resultaron incluso más apetecibles.
Sterling ni siquiera intentó disimular su sonrisa al oírla gruñir. Los ojos le brillaron y curvó los labios en una sincera y auténtica sonrisa. Eliza se le quedó mirando fijamente, olvidándose por un instante de lo enfadada que estaba con él. Estaba completamente estupefacta por el cambio que se había producido en sus facciones. Aquel hombre jamás sonreía. Por lo menos de verdad. Siempre se limitaba a esbozar una media sonrisa que parecía más un gesto de suficiencia, o, incluso, una mueca, dependiendo de su estado de humor. Pero jamás, al menos que ella hubiera visto, esbozaba una verdadera y amplia sonrisa, de oreja a oreja, y que alcanzara sus ojos. ¡Dios santo! Aquella sonrisa le daba un aspecto… delicioso. Eliza estuvo a punto de gemir ante aquel traicionero pensamiento. ¿Delicioso? Necesitaba que la viera un psiquiatra. Pero no habría sido capaz de dejar de mirarle aunque en ello le hubiera ido la vida.
Continuó con la mirada clavada en él, presa del desconcierto y una femenina fascinación a partes iguales, impactada por el hecho de que estuviera espectacularmente atractivo con aquella sonrisa de un millón de vatios. Dios santo, en aquel momento comprendió por qué nunca le faltaba compañía femenina. Gracie le había contado que, después de que quedara claro que entre ella y Sterling nunca iba a haber ningún tipo de relación sentimental, había perdido la cuenta de las mujeres que habían entrado y salido de su vida.
Al principio, Eliza lo había malinterpretado, pensando que Wade Sterling era tan ogro que no era capaz de conservar a una mujer a su lado. La idea le había resultado inmensamente atractiva e inmediatamente la había abrazado. Hasta que Gracie había roto la burbuja diciéndole que él jamás había intentado conservar a una mujer durante más que unas cuantas citas antes de pasar a la siguiente. Para él eran solo números. Al parecer era un auténtico mujeriego. Pero un hombre con su aspecto y su dinero podía ser tan selectivo y exigente como quisiera. Las mujeres revoloteaban alrededor de aquel tipo con aspecto de chico malo, con una personalidad oscura y misteriosa, y del peligro que parecía emanar de sus ojos y que se ajustaba a él como una segunda piel. Eliza soltó un bufido burlón al pensar en ello.
Aquel hombre era, como poco, misterioso. Eliza había hecho algunas averiguaciones sobre él cuando se había puesto en contacto con DSS para ofrecerles un posible trabajo y no había encontrado nada que le hubiera hecho concluir que se trataba de un hombre completamente honesto. Aquel hombre ocultaba algo sucio, había sospechado, y así se lo había dicho a Zack. El problema era que no tenía pruebas sólidas contra él. Solo algunas discrepancias y sus propias sospechas. Y su intuición, a la que nunca ignoraba.
Pero, seguramente, aquel misterio le resultaría atractivo a algún sector de la población femenina con menos cerebro y suficientemente superficial como para no preocuparse por lo que podía haber más allá de un aspecto atractivo, montones de dinero, que, probablemente, era su mayor activo, y el aura de misterio y peligro que le envolvía en ocasiones. ¿A quién le importaba que pudiera dedicarse a matar cachorritos de perro o de gato, siempre y cuando fuera rico, atractivo y bueno en la cama? Estuvo a punto de enseñarle los dientes, tal era su irritación, pero, en cambio, giró para alejarse de aquel estúpido rico y atractivo.
—Dime, ¿qué es lo que te hace tanta gracia? —le preguntó Eliza con dureza.
Jamás en su vida admitiría ante nadie lo mucho que le había azorado su sonrisa. O que, durante unos instantes, había fantaseado con Wade desnudo.
Su decepción fue notable cuando la sonrisa fue reemplazada por la más habitual mueca burlona de sus labios, lo que le indicó que estaba a punto de comenzar a proferir los mismos insultos y a recurrir a los mismos cortes que ella le daba de forma rutinaria. En fin, tampoco tendría ninguna gracia si él no contestara. De hecho, la habría decepcionado si hubiera reaccionado como si hubiera sido capaz de herir sus sentimientos o su orgullo viril. Aguijonearle era su única diversión últimamente. Además, cuando se mostraba estúpido, le resultaba mucho más fácil despreciarle y no corría el riesgo de comportarse como una maldita chica y empezar a pensar en acariciar aquellos labios tan apetecibles.
Y entonces recordó que no tenía tiempo para diversiones, ni para fantasías juveniles. ¿Y no había sido aquello precisamente lo que la había inducido al desastre en el que se había visto tan firmemente atrapada años atrás? ¿Cómo podía siquiera pensar en nada cuando toda su atención, toda su concentración y toda su preparación deberían estar dedicadas a la misión más importante de su vida?
De pronto, Sterling entrecerró los ojos y cerró la mano alrededor de su barbilla antes de que ella hubiera podido registrar siquiera que estaba allí. Le volvió la cara hacia él, clavó su mirada afilada en la suya y la miró, escrutándola profundamente hasta hacerla sentirse desnuda e intensamente vulnerable.
—¿En qué demonios estabas pensando? —le exigió—. Y no me hagas esto, Eliza. Puedo enfadarme mucho y lo sabes. Disfrutas provocándome, insultándome y haciendo todo lo posible para hacerme creer que no quieres saber nada de mí, algo que los dos sabemos es falso. Sea lo que sea lo que se te acaba de pasar por la cabeza, no era en absoluto agradable. Estás pálida y tu mirada ha pasado de ser una mirada fiera y cargada de odio contra mí a apagarse. Has hundido los hombros. Si algo puede decirse de ti es que tienes una gran confianza en ti misma. Siempre vas con la espalda erguida y los hombros rectos, no bajas la cabeza ante nadie y, sin embargo, acabas de hacerlo. ¿Qué demonios te pasa?
Eliza le miró confundida, sin saber cuál de aquellas absurdas apreciaciones refutar primero. A su manera, acababa de hacerle un cumplido. Y Sterling rara vez hacía un cumplido a nadie. Por lo menos, a ella le pareció un cumplido. No había enumerado sus atributos con una mirada de desprecio, y tampoco parecía desaprobarlos. Se había limitado a plantearlo como un hecho.
Recordó el resto de las estupideces que había dicho, porque habían sido eso, estupideces. Después, las mejillas le ardieron con una mezcla de furia y abyecta vergüenza al comprender la errónea conclusión, absolutamente errónea, a la que aquel imbécil arrogante había llegado.
Se plantó frente a él y le clavó un dedo en el pecho, haciéndole retroceder hasta que recuperó la firmeza. Wade se limitó entonces a apartarle el dedo con la mano, dobló sus muy musculosos brazos sobre su muy musculoso pecho y clavó la mirada en ella, con los labios apretados, juntos como si…
—¡No te atrevas a reírte! —gritó Eliza—. ¿Y eso de que, en realidad, quiero algo de ti? Entérate de una cosa, Sterling. Una mujer que quiere algo de ti no te ofende cada vez que te ve. No te insulta constantemente. No te evita porque la irritas hasta el hartazgo. Métetelo en la cabeza: no quiero nada de ti. De hecho, ni siquiera quiero verte aquí en este momento. Lo cual me lleva a otra pregunta, ¿qué estás haciendo aquí? Se supone que los dos nos evitamos. Yo te evito y tú me evitas. Creo que está claro que ninguno de los dos soporta al otro. Ninguno de los dos quiere estar en la misma habitación que el otro. Y es una situación que a mí me va estupendamente. ¡Así que no digas que los dos sabemos que no es cierto que no quiera saber nada de ti!
Eliza le clavó el dedo por encima de sus fuertes brazos, encontrándose con la sólida pared de su pecho y acentuando cada una de sus palabras dándole un golpecito con el dedo.
—¡No —golpecito— quiero —golpecito— volver —golpecito— a verte —golpecito— nunca más! —apretó el puño y le golpeó mientras pronunciaba la última palabra.
Wade echó la cabeza hacia atrás y se echó a reír. Eliza necesitó de toda su autodisciplina para no abrir la boca y quedarse mirándole fijamente. Porque Sterling había sonreído de verdad, había esbozado una sonrisa completamente sincera, lo cual ya era suficiente, ¿pero riéndose? Que Dios la perdonara, pero verle sonriendo y riendo era algo realmente maravilloso. Él era maravilloso.
—Continúa repitiéndotelo, Eliza —replicó él, con los ojos todavía chispeantes por la risa—. Si te lo repites muy a menudo, a lo mejor empiezas a creerte tus mentiras.
—¡Oh por el amor de Dios! —musitó Eliza, girando sobre sus talones para adelantarse y poder deshacerse de él.
Pero, una vez más, él volvió a agarrarla del brazo, aunque aquella vez con delicadeza. Con delicadeza pero no con menos asertividad. Le acarició suavemente con el pulgar la parte superior del brazo, rozando suavemente la piel desnuda que asomaba bajo la manga de la camiseta. Y aquel contacto provocó en Eliza una reacción ridículamente extraña. Intentó apartarse, pero él se limitó a agarrarla con más fuerza, tampoco aquella vez de manera agresiva, pero sí de una forma que le impedía desasirse.
Eliza le fulminó con la mirada en silencio y desvió después la mirada intencionadamente hacia su propio brazo. Pero él tampoco pareció entender aquel mensaje en particular o, quizá, se negó a reconocerlo.
—Gracie inaugura su exposición esta noche. Espero verte por allí.
No era una pregunta. De ninguna manera podía confundirse con una pregunta o con una petición educada. Era una orden y Eliza no aceptaba órdenes de ningún tipo. Ni siquiera aceptaba órdenes de Dane, y eso que, además de su compañero, también podía considerarse su jefe.
—Pues la verdad es que tengo otros planes —replicó con dulzura—. Son planes importantes que no puedo cancelar. Están relacionados con el trabajo. Seguro que Gracie lo comprenderá.
La mera presencia de Sterling habría bastado para hacerla huir de la inauguración, pero, si a ello le sumaba el hecho de que Gracie podía leerle el pensamiento, era evidente que no iban a pillarla en aquella inauguración ni muerta.
El rostro de Sterling se transformó de pronto en una dura piedra de granito. Sus ojos se volvieron gélidos y de su sonrisa desapareció cualquier sombra de diversión o de risa.
—No te equivoques, Eliza. Estarás allí esta noche. Aunque tenga que arrastrarte y llevarte maldiciendo y amenazando a la humanidad entera. Esto significa mucho para Gracie y lo único que pide es el apoyo de las personas que ella quiere y que cree que se preocupan por ella. Sea cual sea el problema que tienes con Gracie, te sugiero que te asegures de que no sepa nada sobre él. Le harás mucho daño si te niegas a ir y no voy a permitir que nadie vuelva a hacerle daño nunca más. ¿Lo entiendes?
Eliza le miró sobrecogida.
—¡Yo no tengo nada en contra de Gracie! La quiero muchísimo. ¿De dónde demonios has sacado la idea de que tengo algún problema con ella? El hecho de que no pueda ir a la inauguración no significa que no me caiga bien. No voy a ir porque no puedo. Esta noche tengo algo importante que hacer. Algo que no puedo postergar.
Sterling se encogió de hombros.
—Pues te sugiero que encuentres la manera de ir. No puedes esconderte de mí, Eliza. Y si crees que esto es una amenaza vana, que no tengo intención de llevarla a cabo, es que no me conoces. Te localizaré y te llevaré a la exposición estés como estés vestida. ¿Quieres que te dé un consejo? Vístete de manera apropiada y procura estar allí cuando se inaugure la exposición con una sonrisa en esa bonita cara. Asegúrate de fingir que te lo estás pasando bien dando tu apoyo a esa mujer de la que dices ser amiga.
—¿Qué te da derecho a organizarme la vida a tu antojo? —le espetó—. Yo no soy una de esas cabezas huecas que se dedican a batir las pestañas, ceden a todos tus caprichos y te permiten controlar sus vidas.
Wade ladró una risa.
—Como si fuera posible. Cualquier hombre sería un estúpido si pensara que eres una mujer tímida, sumisa, sin cabeza ni voluntad propia. Pero, Eliza, no me pongas a prueba —continuó, con voz crecientemente sombría y mirada severa.
La miró intensamente a los ojos. El desasosiego que tenía Eliza en el estómago creció y el pánico tensó hasta la última de sus entrañas.
—¡Dios mío! Hablas en serio —susurró, horrorizada.
—Puedes apostar ese bonito trasero a que hablo en serio —repuso él, con los ojos entrecerrados—. ¿Alguna vez he ido de farol, Eliza? ¿Alguna vez he incumplido alguna de mis promesas? ¿Alguna vez me he desviado del camino que he prometido seguir? ¿En alguna ocasión no me he ceñido a mis decisiones?
—No —repuso ella con voz débil. El estómago se le hundió al sentir aquella amenaza.
Lo único que quería era salir corriendo y esconderse en su apartamento, y ella no era una persona que huyera nunca de nada. Ella se enfrentaba a sus problemas y a sus miedos, jamás retrocedía. Pero Wade Sterling era un problema que no se parecía a ninguno al que se hubiera enfrentado hasta entonces y si algo sabía sobre aquel hombre irritante y molesto era que no iba a ser fácil hacerle marchar. No estaba acostumbrado a recibir un «no» como respuesta, el «no» era una palabra que no formaba parte de su vocabulario, a no ser que fuera él el que la utilizara.
Lo cual significaba que, si no quería terminar montando una escena terriblemente desagradable, embarazosa y humillante, iba a tener que encontrar un vestido y unos zapatos apropiados, dos cosas que no tenía, para aquella noche. Y rápido.
Como si necesitara una prueba más de que aquel hombre era capaz de leer el pensamiento, o de que era extremadamente intuitivo, Wade esbozó de pronto aquel gesto, aquella media sonrisa a la que ella estaba más acostumbrada que a la sonrisa radiante de la que había sido testigo minutos antes.
—Me he tomado la libertad de hacer que te envíen un vestido, unos zapatos y los accesorios apropiados para la ocasión. Supongo que llegarán en menos de una hora. Y creo que podría decir, Eliza, que vas a estar despampanante con el vestido que te he elegido.
Solo porque no quería que sus compañeros de trabajo continuaran especulando sobre lo que le pasaba, algo que no estaba compartiendo, y que pretendía continuar manteniendo para sí, Eliza se puso a regañadientes el vestido, los zapatos y los accesorios que Sterling había enviado a su apartamento para la que ya consideraba una noche infernal. O, por lo menos, aquello fue lo que se dijo a sí misma, sabiendo que su ego femenino se había conmovido ligeramente ante el hecho de que Sterling le hubiera dicho sin su habitual y arrogante suficiencia que estaría fantástica con el vestido que había elegido para ella. No, su mirada se había encendido y había hablado completamente en serio, incluso, algo peor, parecía interesado, como si no pudiera esperar a ver los resultados de su elección. Y, así, como una maldita chica, y a pesar de lo mucho que despreciaba a aquel hombre, había percibido su masculina apreciación en su sexy mirada y aquello había despertado su ego femenino y le habían entrado ganas de continuar tentando a la bestia con algo que Wade nunca había probado. De modo que no solo se había puesto aquel vestido maravilloso y ridículamente caro, y sin sujetador, porque estaba de un humor particularmente atrevido, sino que había hecho un esfuerzo extra con el peinado y el maquillaje, algo que le disgustaba porque no quería que fuera tan manifiestamente obvio que quería estar atractiva. Para él. Porque a ella le importaba un comino su aspecto y no tenía la menor idea de qué le quedaba bien, algo que, aparentemente, Sterling creía saber. Y como se había tomado la molestia de elegirle el guardarropa, difícilmente podría encontrar algún defecto a su aspecto aquella noche. Pero esperaba con todas sus fuerzas poder evitarles tanto a Gracie como a él, poder presentarse en la inauguración y marcharse después sin que nadie lo notara.
¡Dios santo! Era la peor clase de estúpida por considerar siquiera la posibilidad de desairar a Wade Sterling y hacerle tragarse la lengua. Ella no tenía tiempo para seducciones, para ponerse a provocar sin ninguna intención de seguir adelante con la promesa que aquel maldito vestido le ofrecía no solo a Sterling, sino a cualquier hombre. ¡Ja! Ni siquiera había considerado la posibilidad de que pudieran entrar otros hombres en la ecuación. Por supuesto, no tenía por qué preocuparse de los hombres con los que trabajaba. Para ellos, era una más. Sin embargo, era imposible que cualquiera otro hombre que asistiera y la viera con aquel aspecto de vampiresa pudiera pensar que era una más.
Sintió un cosquilleo en la nuca y frunció el ceño ante el repentino e inquietante pensamiento de que, por una vez, solo por una noche, no quería ser una más. Era una mujer, aunque se hubiera negado a renunciar a la mayor parte de su feminidad después del desastre de Thomas. Y, justo en aquel momento, cuando Thomas estaba a punto de convertirse en un hombre libre, capaz de acabar con las desgraciadas mujeres que se convirtieran en sus víctimas, no se le ocurría otra cosa que desear aquello que le habían arrebatado. Seguramente, había perdido el juicio.
Debería haberse acostado mucho tiempo atrás con alguien y haber acabado con aquello de una vez por todas. Pero Thomas Harrington la había tenido tan controlada desde detrás de las rejas como cuando era un hombre libre y aquello le repugnaba como nada en el mundo.
Eliza aparcó en la zona más pija de Westheimer, como ella la denominaba. Todo en aquella zona, desde los negocios hasta los edificios, parecía tan nuevo y brillante que hablaba a gritos de riqueza, poder e influencia. En otras palabras, era una zona pija. Y, definitivamente, un ambiente al que ella no pertenecía.
Salió del coche con desgana tras haber optado por dejarlo a una manzana de distancia, en vez de utilizar al aparcacoches que Sterling había contratado para la ocasión. Cuando llegara el momento de abandonar el evento y salir corriendo sin que nadie lo notara, lo último que quería era tener que hacer una cola para que le entregaran su coche. Aquella sería la mejor manera de hacer fracasar su objetivo de salir huyendo.
Se miró con ojo crítico, mordiéndose los labios irritada. El vestido le quedaba muy bien. E incluso los tacones. Aunque no se habría comprado unos zapatos como aquellos ni muerta, se había enamorado de ellos en el instante que los había sacado con reverencia de la elegante caja en la que habían llegado. Aparentemente, aquella noche, el lado más femenino de Eliza había despertado.
Iba resplandeciente de plata de la cabeza a los pies. Incluso los zapatos brillaban cuando les daba la luz. El vestido era extremadamente ajustado, pero, aun así, transmitía una ilusión de movimiento cuando se movía, produciendo un resplandor que le encantaba.
La fina tela acunaba sus senos delicadamente, como una caricia. Como si fueran las manos de un hombre sopesando y moldeando sus senos.
¿Pero de dónde demonios había salido aquel pensamiento? ¿Y por qué demonios aquellas malditas manos imaginadas tenían que pertenecer a Sterling?
Tenía las mejillas encendidas y agachó inconscientemente la cabeza, por si acaso se encontraba con algún conocido de camino a la galería.
El vestido era discreto, por lo menos, para la mayoría. Cualquiera que lo viera colgado de una percha probablemente lo consideraría un modelo sencillo, soso incluso, que ocultaba la mayor parte del cuerpo. Nada sexy. Un vestido excesivamente simple.
A ella también se lo había parecido y se había sentido extrañamente agradecida por el hecho de que Sterling no la hubiera vestido como a una cualquiera. Aquella idea se había esfumado en el instante en el que se había puesto el vestido para salir aquella noche. En la persona indicada, aquel vestido se convertía en un ejemplo de seducción. Marcaba con increíble precisión el tamaño y la forma de sus senos. Eliza rezó para que no hiciera frío en el interior de la galería, porque, como se le irguieran los pezones, iba a tener que marcharse inmediatamente de allí y, cuando llegara a su casa, quemaría aquel maldito vestido. ¡Diablos!, después de aquella noche, pensaba quemarlo de todas formas.