En defensa de los animales - Matthieu Ricard - E-Book

En defensa de los animales E-Book

Matthieu Ricard

0,0
7,99 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Cada año matamos 60 mil millones de animales terrestres y 1 billón de animales marinos para nuestro consumo. Una masacre sin parangón en la historia de la humanidad que plantea un desafío ético de primera magnitud. Este consumo desbocado agrava el problema del hambre en el mundo, provoca desequilibrios ecológicos y es nocivo para nuestra salud. Además, instrumentalizamos los animales por razones puramente venales (tráfico de fauna salvaje), para la investigación científica o por mera diversión (corridas de toros, circos, zoológicos, etcétera). ¿Y si hubiera llegado la hora de considerar los animales no ya como seres inferiores sino como nuestros conciudadanos planetarios? Vivimos en un mundo interdependiente en el que la suerte de cada ser vivo está íntimamente ligada a la de los otros. Este clarificador ensayo pone al alcance de todos los conocimientos actuales sobre los animales y nuestra manera de tratarlos. Una invitación para que cambiemos nuestra mentalidad y nuestros comportamientos y una invitación a expandir la benevolencia al conjunto de los seres vivos.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Matthieu Ricard

EN DEFENSADE LOS ANIMALES

Traducción del francés al castellanode Miguel Portillo

Título original:PLAIDOYER POUR LES ANIMAUX. VERS UNE BIÉNVEILLANCE POUR TOUS.

© Allary Éditions 2014

This edition by agreement with 2 Seas Litery Agency and SalmaiaLit Originally plublished in French by Allary Éditions

© de la edición en castellano:

2015 by Editorial Kairós, S. A.

Numancia 117-121, 08029 Barcelona, España

www.editorialkairos.com

Primera edición en papel: Octubre 2015

Primera edición digital: Noviembre 2017

ISBN papel: 978-84-9988-460-8

ISBN epub: 978-84-9988-613-8

ISBN kindle: 978-84-9988-614-5

Composición: Pablo Barrio

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita algún fragmento de esta obra.

A Pema Wangyal Rinpoche y Jigmé Khientsé Rimpoche, defensores incansables de la causa animal, que ya han salvado la vida a varios millones de animales destinados al consumo humano.

A Jane Goodall y a todos los que, individualmente o en grupo, se consagran con valor a hablar en nombre de los animales y a protegerlos.

«Los animales son mis amigos…y yo no me como a mis amigos.»

GEORGE BERNARD SHAW

«No se tienen dos corazones,uno para los animales y otro para los humanos.Se tiene un corazón o no se tiene.»

ALPHONSE DE LAMARTINE

SUMARIO

 Introducción 1. Breve historia de las relaciones entre humanos y animalesLa trasformación de nuestras actitudes para con los animalesLa justificación de la explotación de los animales: el cristianismo y la filosofía occidentalVoces disidentesEl punto de vista de las tradiciones orientales¿Cómo definir lo que es un «ser sensible»?Budismo y vegetarianismoLa admiración por la India y el vegetarianismo en EuropaEl movimiento de liberación animalLa revolución darwinista y sus consecuenciasEl desarrollo de las organizaciones no gubernamentales de protección del medio ambiente y de los animales2. Ojos que no ven, corazón que no sienteSi no lo veo no lo creo, o cómo mantener la cuestión a distanciaLos anuncios mentirososDisonancia cognitiva y racionalizaciónLa banalización del lenguajeLa verdad está en boca de los niños3. Todo el mundo sale perdiendo. Efectos de la cría industrial y de la alimentación carnívora en la pobreza el medio ambiente y la saludLa entrada en el AntropocenoLa carne de los países ricos les sale cara a los países pobresEl impacto sobre las reservas de agua dulceLa cría de ganado y el cambio climáticoLos excrementos de los animalesLos efectos de la pesca intensivaEl consumo de carne y la salud humanaEl auge del vegetarianismoLas buenas noticias4. El verdadero rostro de la cría industrialEl alcance de los sufrimientos que infligimos a los animalesLa rentabilidad ante todoLa hipocresía de los «cuidados»Prohibida la entradaUna industria globalTodos los días, todo el año…Mil millardos de animales marinosLa cría bío frente a la cría tradicional: ¿un mal menor?¿Matar humanamente?5. Las malas excusas«Tenemos derecho a explotar a los animales como nos plazca porque somos mucho más inteligentes que ellos»«De todas maneras hemos de elegir entre ellos y nosotros»«Son tantos los problemas más graves que afectan a la humanidad…»«Los animales no sufren, al menos no como nosotros»«La depredación y la lucha por la vida forman parte de las leyes de la naturaleza»«De algo hay que vivir»«El ser humano necesita comer carne para gozar de buena salud»«Mantenemos nuestras tradiciones ancestrales»6. El continuo de los seres vivosLa diversidad de las facultades mentalesEspecismo, racismo y sexismo¿Encubre el antiespecismo una contradicción interna?Sobre el respeto a la vida y a las capacidades¿Antropomorfismo o antropocentrismo?Culturas diferentes¿La excepción humana?7. La matanza masiva de los animales. Genocidio frente a zoocidioConciliar sin ofenderGenocidio y zoocidioLas diferenciasLos parecidos8. Un inciso en la esfera de los juicios moralesLas tres formas de éticaLa ética a la luz de la neurociencia9. El dilema de la experimentación con animalesEl punto de vista deontológicoLos utilitaristas antropocéntricos¿Parecidos o dispares?¿Qué validez científica posee extrapolar al ser humano los conocimientos adquiridos a través de la experimentación con animales?Los abusos: el uso de la experimentación animal por razones fútiles e injustificablesRegreso al especismoAlgunas chispas de esperanzaMétodos de sustitución10. El tráfico de fauna salvajeSangría ecológica y martirio animalEl crepúsculo del tigreEl entusiasmo por el marfil de los elefantes, los cuernos de rinoceronte y las aletas de tiburónLa relación entre la corrupción, el crimen organizado y los grupos terroristasLos puntos calientesEnormes pérdidas durante la captura y el transporteEl tiro por la culataLeyes insuficientes o escasamente implementadas11. Los animales como objetos de diversiónUna voluntad de poderLas corridas de toros, fiestas de la muerte¿Permite la corrida el cultivo de nobles virtudes?El «arte» de matarEl toro de lidia no existiría si su destino no fuese morirLos dados están trucados¿Por qué el toro?Huir o atacarLos aficionados taurinos afirman no desear hacer daño a nadieEn realidad el toro no sufreQué de grandes pensadores y artistas han comprendido y amado las corridasProhibir las tradiciones solo donde estas no existenLa libertad de matar¿Estaría bien enseñar a los niños a apreciar el ritual de entrar a matar?¿Es preferible vivir bien como un toro de lidia y morir en la arena a vivir en un criadero industrial muriendo en el matadero?Los animales de circo, el dolor bajo las lentejuelas¿Son los zoológicos prisiones convertidas en espectáculos o arcas de Noé?Crear verdaderas reservas, volver a enseñar a los animales a vivir en la naturalezaY cuando ya no se os necesita…De los parques de atracciones a las matanzas de delfinesLa caza y la pesca deportivas: matar por deporte o por diversiónLas monterías a caballo, un elitismo sangrientoLa «regla de oro» debe aplicarse a todos los seres12. Derechos de los animales, deberes de los seres humanos¿Igualdad de consideración o igualdad de derechos?Agentes morales y pacientes moralesLa moralidad: una competencia producto de la evolución¿Es indispensable ser consciente de los propios derechos para tenerlos?Deberes hacia los animales según la filosofía «humanista»¿Exige reciprocidad el disfrute de un derecho?¿Son los deberes para con los animales algo más que «deberes indirectos» para con el ser humano?El derecho del animal respecto a la leyEl desfase entre las leyes y su aplicación Epílogo: Una llamada a la razón y a la bondad humanaNotasBibliografíaAgradecimientosKaruna-Shechen: Compasión en acción

INTRODUCCIÓN

Algunos nacen con tendencias naturales a la compasión. Desde su más tierna infancia dan muestras de una benevolencia espontánea respecto a quienes les rodean, incluidos los animales. Ese no fue mi caso. De familia bretona, fui a pescar hasta los catorce años. También recuerdo que de muy pequeño me dedicaba con compañeros del colegio a abrasar hormigas concentrando sobre ellas los rayos del sol a través de una lupa. Si miro hacia atrás me siento avergonzado, pero, sobre todo, desconcertado ante la idea de que ese comportamiento me pareciese normal. Cuando tenía cinco años, en México, mi padre me llevó a ver corridas de toros. Eran una fiesta, la música resultaba estimulante… A todo el mundo le parecía estupendo. ¿Por qué no me fui corriendo y llorando? ¿A causa de una falta de compasión, de educación o de imaginación? No se me ocurrió intentar ponerme en el lugar del pez, de la hormiga ni del toro. ¿Es que tenía el corazón endurecido? ¿O es que simplemente no había pensado, abierto los ojos?

Hizo falta tiempo para que se operase en mí una toma de conciencia. Viví varios años con una de mis abuelas, que gozaba de todas las cualidades que podría esperarse de una abuela. Como a tanta gente, por otra parte buenos padres y buenos hijos, le encantaba la pesca con caña. Cuando estábamos de vacaciones, solía pasarse las tardes pescando en la orilla de un lago o en los muelles del Croisic, con otras ancianas bretonas que seguían llevando la cofia de encaje blanco del País Bigouden. ¿Cómo esas personas encantadoras podrían haber deseado causar daño alguno a nadie ni a nada? En el extremo del anzuelo, los pececillos que coleaban al salir del agua refulgían a la luz. Sí, es verdad, estaba ese momento terrible, cuando se asfixiaban en la cesta de mimbre y los ojos se volvían vidriosos, pero yo apartaba enseguida la vista.

Años más tarde, cuando ya tenía catorce años, una amiga me comentó a bote pronto: «¿Cómo? ¿Así que pescas?». Su voz y su mirada, a la vez sorprendidas y reprobadoras, resultaban suficientemente elocuentes.

«¿Así que pescas?» De repente la escena me pareció muy distinta: el pez arrancado de su elemento vital mediante un gancho de hierro que le traspasa la boca, asfixiándose en el aire como nosotros nos ahogamos en el agua. Y para atraer al pez hacia el anzuelo, ¿no había yo atravesado también a una lombriz para contar con un cebo vivo, sacrificando una vida para destruir con más facilidad otra? ¿Cómo había conseguido apartar durante tanto tiempo mi pensamiento de esta realidad, de estos sufrimientos? Renuncié de inmediato a la pesca, con el corazón encogido.

Sí, es verdad, comparado con los dramas que devastan la vida de tantos seres humanos en el mundo, mi preocupación por los pececillos pudiera parecer de risa. Pero para mí fue un primer clic.

A los veinte años dispuse de la gran oportunidad de conocer a maestros espirituales tibetanos que desde entonces han inspirado cada instante de mi existencia. Su enseñanza estuvo centrada sobre la vía real del amor y de la compasión universal.

Aunque durante mucho tiempo no supe ponerme en el lugar del otro, estudiando con esos maestros poco a poco aprendí el amor altruista abriendo, de la mejor manera que pude, mi mente y corazón al destino de los otros. Me he formado en la compasión y he reflexionado mucho en la condición humana y en la de los animales. Me queda por delante un largo camino, y continúo haciendo todo lo que puedo para avanzar en mi comprensión de las enseñanzas recibidas.

Nada más lejos de mi ánimo que lanzar piedras a quienes, de una forma u otra, hacen sufrir a los animales de manera a menudo irreflexiva, como hacía yo mismo. Sí, en efecto, es muy difícil asociar los objetos y productos de consumo más corrientes, incluyendo los alimentos y los remedios que a veces nos salvan la vida, a los sufrimientos animales que entrañan su producción en la mayor parte de los casos. Las tradiciones culturales también desempeñan un importante papel en nuestra percepción de los animales, nuestros compañeros en este planeta. Algunas sociedades han desarrollado esquemas de pensamiento colectivo que les incitan a considerar que todos los animales están ahí solo para servir a los humanos, mientras que otras tradiciones consideran desde hace tiempo que todo ser, humano o no humano, debe ser respetado.

Este libro es una continuación lógica y necesaria de Plaidoyer pour l’altruisme.1 Tiene por objeto evidenciar las razones y el imperativo moral que justifican ampliar el altruismo a todos los seres sensibles, sin limitación de orden cuantitativo ni cualitativo. Nadie duda de que existan tantos sufrimientos entre los seres humanos en el mundo que podríamos pasarnos la vida entera tratando de aliviarlos, aunque solo fuese una cantidad ínfima. De todas maneras, preocuparse de la suerte de alrededor de las 1,6 millones de otras especies que pueblan el planeta no resulta ni irrealista ni fuera de lugar, pues, la mayor parte del tiempo, no es necesario elegir entre el bienestar de los humanos y el de los animales. Vivimos en un mundo esencialmente interdependiente, donde la suerte de cada ser, sea el que sea, está íntimamente ligada a la de los demás. No se trata pues de ocuparse más que de los animales, sino de ocuparse también de los animales.

Tampoco se trata de humanizar a los animales o de animalizar al ser humano, sino de extender nuestra benevolencia a ambos. Esta extensión es en primer lugar una cuestión de actitud responsable hacia lo que nos rodea, más que de destinar parte de los limitados recursos de que disponemos para actuar en el mundo.

Este libro es también una invitación a una toma de conciencia: a pesar de nuestro maravillamiento frente al mundo animal, perpetramos una masacre de animales a una escala sin igual en la historia de la humanidad. Todos los años se matan 60 millardos de animales terrestres y 1.000 millardos de animales marinos para nuestro consumo.

Además, esas matanzas masivas y su corolario –el consumo excesivo de carne en los países ricos– son, y así lo demostraremos, una locura global: alimentan el hambre en el mundo, aumentan los desequilibrios ecológicos y son nocivas para la salud humana.

La producción industrial de carne y la sobrepesca de los océanos son sin duda el problema más importante, pero la falta de respeto por los animales en general también conduce a matar y hacer sufrir a un gran número de ellos, utilizados en experimentos animales, en el tráfico de animales salvajes, la caza y la pesca deportivas, las corridas, el circo y otras formas de instrumentalización. Por otra parte, el impacto de nuestra manera de vivir en la biosfera es considerable: al ritmo actual, el 30% de todas las especies animales habrán desaparecido del planeta de aquí a 2050.2

Vivimos en el desconocimiento de lo que infligimos a los animales (muy pocos de nosotros hemos visitado un criadero industrial o un matadero) y mantenemos una forma de esquizofrenia moral que nos empuja a ocuparnos enormemente de nuestros animales de compañía a la vez que hincamos el tenedor a los millones de cerdos que se envían al matadero, aunque no son menos conscientes o sensibles al dolor e inteligentes que nuestros perros o gatos.

Este alegato es una exhortación a cambiar nuestra relación con los animales. Una exhortación que no es una simple reprimenda moral, sino que se basa en los trabajos de evolucionistas, etólogos y filósofos respetados en todo el mundo. Los estudios que mencionamos en este libro vierten luz sobre la riqueza de las capacidades intelectuales y emocionales, a menudo ignoradas, con las que están dotadas una gran parte de las especies animales. También demuestran la continuidad que une al conjunto de las especies animales y que permite reconstruir la historia evolutiva de las especies que habitan actualmente el planeta. Desde la época en que tuvimos antepasados comunes con otras especies animales, hemos llegado al Homo sapiens, a lo largo de una larga serie de etapas y de cambios mínimos. En el seno de esta lenta evolución, no existe ningún «momento mágico» que nos permita atribuirnos una naturaleza fundamentalmente distinta de las numerosas especies de homínidos que nos han precedido. Nada justifica el derecho de supremacía total sobre los animales. El punto común más sorprendente entre el humano y el animal es la capacidad de experimentar sufrimiento. ¿Por qué seguimos ciegos, a principios de este siglo XXI, a los inconmensurables dolores que les ocasionamos, sabiendo que una gran parte de los sufrimientos que les infligimos no son ni necesarios ni inevitables? Además, no existe justificación moral alguna al hecho de imponer sin necesidad el sufrimiento y la muerte a nadie.

1. BREVE HISTORIA DE LAS RELACIONES ENTRE HUMANOS Y ANIMALES

La evolución de los seres vivos va acompañada de la búsqueda de un equilibrio, siempre cuestionado, entre la cooperación, la competición y la indiferencia. La biosfera en su conjunto está regida por el principio de interdependencia: habiendo evolucionado de común acuerdo, las especies vegetales y animales dependen estrechamente las unas de las otras para sobrevivir. Esta interdependencia podría traducirse, según los casos, en la cooperación o en la competición entre los miembros de una misma especie o de especies diferentes. La depredación permite sobrevivir a costa de otras especies. Pero un gran número entre ellas solo se ignoran o evitan, careciendo de las ventajas de cooperar y sin hallarse en una situación de competencia directa para sobrevivir.

La aparición de comportamientos de complejidad creciente se ha manifestado sobre todo en la territorialidad, la sincronización de los ritmos de actividades, el comensalismo (una asociación de individuos de especies diferentes que resulta provechosa para uno de ellos, sin implicar peligro para el otro), el parasitismo, la vida gregaria, la vida en colonias (en cuyo seno las hembras se reúnen en un lugar de cría ocupándose únicamente de sus propias crías), la vida en comunidades (en las que los adultos cooperan para ofrecer cuidados a los jóvenes) y, finalmente, la eusocialidad, la organización social más elaborada. Esta se caracteriza por estructuras jerárquicas, por la colaboración y el intercambio de informaciones, una división y especialización de los papeles entre los miembros (reina, obreros, guerreros), la existencia de una casta reproductora y otras que son estériles y la cohabitación de diferentes generaciones en un «nido» en donde los adultos se ocupan colectivamente de los jóvenes. Entre las especies eusociales figuran las abejas, las hormigas, las termitas, los topos y algunas especies de gambas.

La complejidad de las sociedades animales ha llevado a la aparición de culturas que han alcanzado un elevado nivel de sofisticación en la especie humana gracias a la transmisión acumulativa del saber y las costumbres entre generaciones. A medida que se ha ido desarrollando la inteligencia, en concreto en la especie humana, la facultad de representar la situación y los estados mentales del otro ha engendrado la empatía afectiva (que permite entrar en resonancia con los sentimientos ajenos), y la empatía cognitiva (que permite representar los estados mentales ajenos). Los individuos también han podido establecer relaciones a largo plazo basadas en el reconocimiento del valor del otro y la reciprocidad.

En el curso del 99% de su historia, el ser humano ha vivido de la recolección y la caza, desplazándose constantemente, evolucionando con muy pocas posesiones en el seno de un sistema social basado en la cooperación y muy poco jerarquizado. Las primeras sociedades humanas vivían en grupos pequeños apartados, alejados entre sí, y no existían muchas razones para entrar en guerra. Durante esta fase de cazadores-recolectores, la falta de pruebas arqueológicas de la guerra sugiere que fue algo muy inusual o ausente durante la mayor parte de la prehistoria humana.1 Contrariamente a la imagen que a veces ofrecen los libros de historia y los medios de información, que insisten sobre todo en los dramas y conflictos más que en la realidad de la vida cotidiana, la naturaleza no solo es «roja en diente y garra», como escribió Alfred Tennyson.2 La mayoría de las especies vivas existe de manera relativamente apacible, aunque las manifestaciones episódicas de violencia pueden ser espectaculares. Incluso entre las fieras, la caza no ocupa más que una pequeña fracción del tiempo. La etóloga Shirley Strum afirma: «La agresión no tiene una influencia en la evolución tan omnipresente e importante como pudiera creerse».3

Durante la última era glacial, una gran parte del hemisferio norte estuvo recubierta de glaciares de varios kilómetros de espesor, lo que impidió la formación de sociedades humanas importantes y la práctica de la agricultura. Sin embargo, la temperatura media no era más que 4-5 ºC más baja que la actual, lo que demuestra hasta qué punto las diferencias de temperatura que a priori pueden parecer mínimas son susceptibles de engendrar condiciones de vida radicalmente distintas.

Hace unos 12.000 años, al principio del Holoceno, un período caracterizado por una notable estabilidad climática, el ser humano pudo cultivar la tierra y empezó a almacenar bienes y provisiones, así como a domesticar animales. En esta misma época, el lobo doméstico, luego el perro y, a continuación, ovejas y cabras aparecieron también cerca de los hombres. Hace 9.000 años, en algunas regiones de Asia, les tocó el turno de ser domesticados a los bovinos y los cerdos. Más tarde llegaron los caballos, los camellos y las aves de corral y, finalmente, hace 3.000 o 4.000 años, los gatos fueron domesticados en Egipto. En el Nuevo Mundo, los animales familiares para los seres humanos fueron las llamas, los guanacos, los pavos y las cobayas. También las plantas fueron domesticadas y numerosas variedades, resultantes de plantas silvestres, vieron la luz: el trigo y la cebada en Europa, el arroz en Asia, el maíz, las patatas y las alubias en el Nuevo Mundo.4

Las sociedades se jerarquizaron, aparecieron jefes, la agricultura, la matanza de animales, el trueque y luego el comercio, que se extendieron por toda la tierra. A medida que fueron apareciendo distintas civilizaciones, los seres humanos fueron aprendiendo a vivir en sociedades compuestas de personas que no se conocían entre sí. Fue necesario pues establecer reglas y contratos sociales para defenderse contra los abusos y facilitar las interacciones entre miembros de las sociedades. Las disputas y las venganzas personales evolucionaron dando paso a guerras organizadas entre grupos de personas que no mantenían relaciones personales, y se establecieron convenciones para restablecer y mantener la paz.5

Hace apenas 10.000 años, justo antes de la sedentarización de los cazadores-recolectores y del desarrollo de la agricultura, el planeta contaba con una población de entre 1 y 10 millones de seres humanos.6 Lo que en principio no era más que la búsqueda de medios para prosperar y vivir mejor condujo, con la explosión demográfica y la expansión de la tecnología, a una sobreexplotación de los terrenos mediante monocultivos, a una deforestación sin precedentes7 y, finalmente, a la transformación de la cría animal en producción industrial que cada año cuesta la vida a centenares de millardos de animales. Hacia la década de 1950, nos vimos sorprendidos por la «gran aceleración» que ha señalado nuestra entrada en el Antropoceno, la «era de los humanos», en la que las actividades del ser humano tienen un gran impacto en el conjunto del planeta. En efecto, a partir de 1950, la población mundial (que ha pasado de 2,5 millardos en 1950 a 7 millardos en la actualidad), las emisiones de CO2 y de metano, la deforestación, el uso de pesticidas y fertilizantes químicos y el consumo de agua potable, por no citar más que esas variables, no solo han aumentado, sino que se han acelerado considerablemente sus tasas de crecimiento. La transgresión de los límites de la resistencia planetaria ha hecho que la biosfera entre en una zona peligrosa.8 La pérdida de la biodiversidad es particularmente grave. Al ritmo que van las cosas, antes del final del siglo XXI estarán en peligro de extinción el 30% de todos los mamíferos, aves y anfibios.9 La tasa de extinción de las especies se ha acelerado entre 100-1.000 veces a causa de las actividades humanas a lo largo del siglo XX, comparada con la tasa media en ausencia de catástrofes graves (del tipo que provocó la extinción de los dinosaurios). Se espera que en el siglo XXI ese nivel se vea incluso multiplicado por diez. Esas desapariciones son irreversibles.

En The Politics of Species [La política de las especies]), Raymond Corbey, Annette Lanjouw y otros muchos autores hablan de «coexistencia respetuosa», al referirse a la posibilidad de compartir los recursos y el espacio con el resto de especies de la Tierra, así como respetar las necesidades de unas y otras. Esta expresión implica un reconocimiento de la relevancia moral y social de los animales. Existen connotaciones de solicitud, de tener en cuenta sus necesidades, de cuidado y respeto al otro.10

LA TRASFORMACIÓN DE NUESTRAS ACTITUDES PARA CON LOS ANIMALES

Al sedentarizarse, los seres humanos pudieron domesticar a los animales de manera sistemática. Empezaron matando a cierto número de los que criaban, lo que implicaba una relación con el animal totalmente distinta a la del cazador, para quien el animal no es un familiar, sino una presa desconocida, aunque conociese bien sus comportamientos. James Serpell, profesor de Ética Animal en la Universidad de Pensilvania, observa que solo las culturas que han domesticado animales defienden la tesis de su inferioridad con respecto al ser humano. Algo que demuestra un malestar frente al acto de matar a un animal e implica a la vez una justificación arbitraria que permitiría llevar a cabo ese acto. Los pueblos de cazadores-recolectores no consideraban a los animales seres inferiores, sino iguales, incluso superiores, distintos de nosotros, pero capaces de pensamientos y sentimientos análogos a los nuestros.11 El etólogo Dominique Lestel relata que los chewong de Malasia no dividen el mundo entre humanos y no humanos. Consideran que los representantes de cada especie tienen una visión del mundo que les es propia. Así, su percepción del mundo se organiza según una «manera del tigre», una «manera del oso» y una «manera del ser humano». Lo que cada especie percibe es, para ella, tan cierto como lo que percibe el ser humano. Gracias a la imaginación y a la empatía, el ser humano puede representarse la realidad vivida del animal.12

Son muchos los casos en que el parentesco percibido con los animales se formaliza en un sistema de creencias, en el que la familia, el clan o la tribu remontan su origen a un animal mítico considerado como un antepasado. Esta percepción antropomórfica de los animales proporcionó a los pueblos cazadores un marco conceptual para comprender a su presa, para identificarse con ella y anticipar su comportamiento. No obstante, engendra el conflicto moral siguiente: si se considera al animal un semejante, matarlo constituye un asesinato.

Los cazadores de Siberia, por ejemplo, reconocen a los renos la facultad de razonar e incluso les atribuyen la de hablar. Es el caso de numerosas tribus de cazadores, sobre todo en regiones en que las condiciones de vida son duras y los recursos escasos.13 A veces atribuyen a un Gran Espíritu la facultad de disponer el abastecimiento de la caza. Tal y como recalca el antropólogo británico Tim Ingold, aunque a los renos se les considere víctimas consintientes, el darles muerte es objeto de una preparación elaborada que tiene por objeto evitar ofender al espíritu del reno para que no peligre el abastecimiento futuro. El cazador recaba la sustancia física del animal –su carne, piel y huesos–, pero su espíritu es inmortal y sigue un ciclo eterno entre muertes y renacimientos.14 Para esos pueblos, el sentimiento de culpabilidad y la necesidad de expiar el sacrificio de los animales es algo frecuente. En algunas tribus africanas, los cazadores deben efectuar ritos destinados a purificar el asesinato que ensucia su conciencia. En otros, el cazador suplica al animal que le perdone y que no le guarde rencor.15

El problema ético es más grave para el criador tradicional que para el cazador, porque la relación con el animal es diferente. El cazador posee un notable conocimiento de las costumbres y del carácter de sus presas, pero nunca dispone de la ocasión de interactuar con estas socialmente. Cuenta, pues, con escasas oportunidades para sentir apego hacia individuos en particular. Por el contrario, en las sociedades tradicionales, el criador vive en contacto con sus animales y establece vínculos personales. La matanza o el hecho de hacer sufrir al animal engendran inevitablemente sentimientos de culpabilidad y remordimientos, pues constituyen una traición grave de la confianza establecida con anterioridad.

Una vez domesticados, los animales se convierten en servidores y esclavos del ser humano, quedando a su merced. Según el historiador Keith Thomas, degradar a los animales domésticos que explotamos nos permite justificar a nuestros ojos el tratamientos que les infligimos.16 También fue la opinión de Darwin, que señaló: «A los animales, a los que hemos convertido en nuestros esclavos, no nos gusta considerarlos nuestros iguales».17 El ser humano demuestra de esta manera su capacidad para activar y desactivar selectivamente sus normas morales según lo que conviene a sus intereses. Un perro no necesita justificar sus actos cuando mata a un conejo; un gato no muestra señales de remordimiento cuando juguetea con una rata medio muerta. Esos comportamientos y los sufrimientos que engendran son inherentes a la relación entre un depredador y su presa. Al ser humano, estas cuestiones no le resultan tan sencillas.18 Aunque existen excepciones, en general, a los seres humanos no les resulta fácil matar a los animales o perjudicarlos con indiferencia total. Paradójicamente, esta inhibición parece proceder de nuestra dificultad para distinguir con claridad entre los animales y nosotros mismos. En efecto, numerosos estudios han demostrado que la mayoría de las personas tienden a percibir y a tratar a sus animales domésticos, y a los animales de compañía, como a niños: se hacen cargo de ellos, los alimentan, los protegen del peligro y de los elementos, se ocupan de su limpieza, los miman y los curan cuando están enfermos.19

En la producción industrial de animales, decenas de miles de aves de corral o miles de cerdos se concentran en el interior de inmensas naves. La repugnancia a matar a un animal queda así diluida en la desindividualización y la rapidez anónima de la matanza. Y no obstante viene a ser desplazada por el horror del número, de la cantidad. Un matarife de cerdos le confió a Jocelyne Porcher: «El cerdo, en el camión va deprisa, el transportista también va deprisa, así como el matarife, y luego el que se lo papea también se da prisa. ¿Y qué quieres? Así va la cosa».20 Jocelyne ha calculado que en sus veinticuatro años de carrera este matarife habría degollado, él solo, a entre 6 y 9 millones de cerdos. Como testimoniaba un empleado de una gran cadena estadounidense de pollos: «Cada noche matas a miles de aves indefensas, entre 75.000 y 90.000. Eres un asesino».21

Todo ello tiene, desde luego, consecuencia respecto a los valores morales. En opinión de la investigadora estadounidense Elisabeth Fisher: «Al ocuparse de ellos y alimentarlos, los humanos han establecido con los animales vínculos de amistad, y luego les han matado. Para llegar a eso, han debido matar en ellos mismos una parte de su sensibilidad. […] La esclavitud de los animales parece haber servido de modelo para la de los seres humanos, sobre todo la explotación a gran escala de mujeres cautivas para la procreación y el trabajo».22 El filósofo estadounidense Charles Patterson también cita el ejemplo de los sumerios (cuatro siglos antes de Cristo) que castraban a los esclavos varones y les ponían a trabajar como si fueran animales domésticos.23

LA JUSTIFICACIÓN DE LA EXPLOTACIÓN DE LOS ANIMALES: EL CRISTIANISMO Y LA FILOSOFÍA OCCIDENTAL

Suele resultar muy incómodo vivir con una sensación persistente de mala conciencia. Tras empezar a utilizar a otras especies vivas en su provecho, el ser humano ha debido encontrar justificaciones morales para esa explotación. Algunas religiones basan su antropocentrismo en la voluntad divina. Según la visión dominante en el cristianismo, los animales carecen de «alma» y solo están en la tierra para su uso por parte del ser humano. Dios creó al ser humano a su imagen y «eligió que este ejerza dominio sobre las aves del cielo, sobre los ganados, sobre toda la tierra, y sobre todo reptil que se arrastra sobre la tierra».24 Como señala el escritor Milan Kundera: «Claro está, el Génesis fue compuesto por un hombre, no por un caballo».25

Más o menos en la misma época, Aristóteles apuntó en la misma dirección al afirmar que los animales existían para servir a los seres humanos, a la vez que defendía la esclavitud. Según él, «las plantas existen en beneficio de los animales, y las bestias salvajes para el bien del ser humano. […] Como la naturaleza nunca hace nada inútilmente o en vano, es innegablemente cierto que ha creado a todos los animales en beneficio del ser humano».26

En el mundo romano, el antropocentrismo era rey. Para Cicerón: «Está claro que los rebaños de animales han sido creados para satisfacer las necesidades del ser humano, unos por su uso y los otros por su alimento».27 Resulta curioso observar la facilidad con que mentes brillantes enuncian puntos de vista tan categóricos («está claro que…») sin molestarse en aportar la menor prueba, ni siquiera empírica, a sus afirmaciones. Expresado con rotundidad, el dogma adopta el valor de prueba.

En su gran mayoría, los pensadores cristianos han ratificado esta postura. Para san Agustín: «Su vida y su muerte están subordinas a nuestro uso merced a una disposición muy justa del Creador».28 El propio santo Tomás de Aquino consideraba que «la vida de los animales […] no solo se conserva para ellos, sino para el ser humano». Según él, la única objeción posible a la crueldad hacia los animales residía en el hecho de que se corría el riesgo de que fomentase la crueldad hacia los humanos, pero que en sí mismo no había nada reprobable en hacer sufrir a los animales. Esa se convirtió en la postura oficial de la Iglesia católica romana. El papa Pío XII, por ejemplo, se negó a conceder permiso para la fundación de una sociedad para la prevención de la crueldad hacia los animales, porque este permiso habría implicado que los seres humanos tuvieran deberes para con criaturas inferiores.29 Durante mucho tiempo estuvo prohibido curar a los animales porque la medicina estaba reservada para el ser humano y por ello resultaba vergonzoso aplicarla a seres inferiores.30 El primer colegio veterinario de Occidente fue creado en Lyon (Francia) bajo el reinado de Luis XV. Su objetivo no era proteger a los animales en sí, sino resguardarlos de, entre otras cosas, la peste bovina que arruinaba en aquellos tiempos a los campesinos. El principal papel de los veterinarios fue mejorar la economía rural ocupándose de la salud de los animales.31

Los cátaros representaron una anomalía en el mundo cristiano, pues predicaron una doctrina más cercana al budismo que al cristianismo. Creían en la reencarnación y sostenían que todas las criaturas de sangre caliente tienen un alma igual que los humanos. Se abstenían de comer carne y cualquier otro producto de origen animal (lácteos, huevos, miel) y tomaban el voto de no matar jamás a una criatura de sangre caliente. Fueron objeto de una persecución larga y sangrienta.

La condición de los animales conoció uno de sus períodos más negros con la teoría de los «animales-máquinas» de Descartes. No solo los animales no existen más que en beneficio del ser humano, sino que, además, no sienten nada:

Los animales no son más que máquinas, autómatas. No sienten ni placer, ni dolor, ni nada de nada. Aunque puedan emitir gritos y chillidos cuando se les corta con un cuchillo, o contorsionarse en sus esfuerzos por escapar al contacto de un hierro al rojo vivo, eso no significa que sientan dolor en esas situaciones. Están gobernados por los mismos principios que un reloj, y aunque sus acciones sean más complejas que las de un reloj, es debido a que esta es una máquina construida por humanos, mientras que los animales son máquinas infinitamente más complejas, creadas por Dios.32

Esta visión mecanicista permitió a los sabios de la época ignorar el dolor de los animales que utilizaban en sus experimentos. Así, en el seminario jansenista de Port-Royal:

Pegaban a los perros con una perfecta indiferencia, y se mofaban de aquellos que se compadecían de esas criaturas, como si pudieran sentir dolor. […] Clavaron a los pobres animales a tablas por las cuatro patas para viviseccionarlos y observar la circulación de la sangre, que era un importante tema de conversación.33

Voltaire se rebeló contra tales prácticas:

Varios bárbaros atrapan a ese perro, que aventaja al hombre en ser fiel a la amistad, lo atan a una mesa y lo abren en vivo para examinarle las entrañas, descubriendo en él los mismos órganos del sentimiento que tiene el hombre. Contestadme, mecanicistas: ¿es que la naturaleza concedió los órganos del sentimiento a los animales con el fin de que no sintieran? ¿Teniendo nervios, pueden ser impasibles? ¿No supone esto contradecir las leyes de la naturaleza?34

En sus Lecciones de ética, Kant se alinea con Tomás de Aquino al afirmar:

Los animales no tienen conciencia de sí mismos y en consecuencia no son más que medios para un fin. Este fin es el ser humano. Y este no tiene deber alguno inmediato hacia ellos. […] Los deberes que tenemos para con los animales no son más que deberes inmediatos para con la humanidad.35

Volvemos a encontrar esta visión entre los existencialistas contemporáneos, Jean–Paul Sartre escribió:

La libertad del animal no resulta inquietante porque el perro solo es libre para adorarme. El resto es apetito, humor, mecanismo fisiológico; al apartarse de mí, al gruñir, recae en el determinismo o en la oscura opacidad del instinto.36

Como veremos en el capítulo 6, titulado «El continuo de los seres vivos», la ciencia ha demostrado que muchos animales poseen conciencia de sí mismos. Por otra parte, a menos que se adopten puntos de vista creacionistas, no hay razón alguna para considerar que su fin es el ser humano.

Spinoza también sostiene una visión instrumentalista de los animales. Escribe en su Ética:

La ley que prohíbe matar a los animales está basada más en una vana superstición y en una piedad de mujer que en una sana razón; […] no existe razón para no buscar lo que nos resulta útil, y por ello para no utilizar a los animales como mejor convenga a nuestros intereses…37

Esencialmente, como escribe James Serpell: «Desde hace dos mil años, la religión y la filosofía europeas han estado dominadas por la creencia de que un ser sobrenatural y omnipotente había colocado a la humanidad en un pedestal moral, muy por encima del resto de la creación. Desde este punto de vista, hemos ejercido un dominio absoluto sobre los demás seres vivos, e incluso hemos creído que la única razón de su existencia era servir a nuestros propios intereses egoístas. […] El punto de vista de los primeros cristianos según el cual los animales fueron creados únicamente en beneficio de la humanidad, y la idea cartesiana de que son incapaces de sufrir, no son más que variaciones mutuamente compatibles del mismo tema. Ambas han concedido a los seres humanos permiso para matar; un permiso para utilizar o abusar de las otras formas de vida con total impunidad».38

VOCES DISIDENTES

Desde la Antigüedad y a lo largo de los siglos, en Occidente se han alzado voces para llamar la atención a propósito del carácter arrogante y cruel de nuestras relaciones con los animales, y para manifestar una profunda repulsión frente a su uso para nuestros propios fines. En su obra titulada Acerca de comer carne, Plutarco se presenta como su ardiente defensor y deplora la pérdida de sensibilidad que acompaña al hecho de alimentarse de la carne de un animal:

Os preguntáis cuáles fueron las razones en que Pitágoras se basó para abstenerse de comer carne de animal. Por mi parte me preguntaría cuál fue el accidente o el estado anímico o mental que hizo al primer hombre comerla, tocar con sus labios la sangre coagulada y llevarse a la boca carne de una criatura muerta. ¿Quién se aventuraría a llamar alimentos a lo que poco antes vivía, se movía y chillaba? ¿Cómo pudieron sus ojos observar la matanza? ¿Cómo pudo su nariz soportar el hedor? ¿Cómo pudo la corrupción convencer a su gusto y este pudo entrar en contacto con las heridas de otro, beber sus secreciones y la sangre que manaba por las mortales heridas?39 […]

No somos sensibles ni a los bellos colores que engalanan a algunos de esos animales, ni a la armonía de sus cantos, ni a la simplicidad y frugalidad de su vida, ni a su ingenio ni inteligencia; y, mediante una sensualidad cruel, degollamos a esas bestias desgraciadas, les privamos de la luz de los cielos, les arrancamos esa débil porción de vida que la naturaleza les destinara. ¿Creemos además que los gritos que emiten no son más que sonidos inarticulados, y no oraciones y justas reclamaciones por su parte?40

Ovidio transmitiría este mismo mensaje en sus Metamorfosis:

Tenéis el trigo, las manzanas que cuelgande las ramas flexibles; tenéis la uva que engordaen las viñas verdes, y hierbas agradables, verdurasque la cocción torna suaves y blandas; tenéis la lechey la miel de trébol. La Tierra es pródigaen provisiones y sus alimentosson amables; deposita en vuestras mesascosas que no exigen ni sangre ni muerte.Pero qué desgracia y maldad hacer engullir carne a nuestrapropia carne,cebar nuestros cuerpos ávidos zampando otros cuerpos,alimentar una criatura viva con la muerte de otra.41

Para los adeptos de la Iglesia ortodoxa existen numerosos y largos períodos en los que está estrictamente prohibido alimentarse de productos procedentes del reino animal (vegetarianismo), igual que vestir o utilizar cualquier material de origen animal (veganismo). Los Padres del desierto y todas las órdenes monásticas del cristianismo ortodoxo fomentan el vegetarianismo. Así pues, Juan Crisóstomo (345-407) consideraba que la alimentación carnívora apuntaba hacia una costumbre cruel; animó a los cristianos a abstenerse de la carne en términos virulentos: «Imitamos las costumbres de lobos y leopardos, o más bien las empeoramos. La naturaleza les ha hecho para que se alimenten así, pero Dios nos ha dotado de la palabra y el sentimiento de equidad, y resulta que somos peores que las bestias salvajes».

Entre los pensadores católicos, algunos resultan excepcionales. San Francisco de Asís, conocido por su compasión hacia los animales, pidió «a todos los hermanos del mundo que respetasen, venerasen y honrasen todo lo que vivía; más bien todo lo que existe». Del mismo modo, el sacerdote y filósofo Jean Meslier se soliviantaba ante la crueldad hacia los animales:

Matar, matar de un golpe y degollar, tal y como se hace, a animales que no hacen ningún daño, y que son tan sensibles al mal y al dolor como nosotros, a pesar de lo que digan vana, falsa y ridículamente nuestros nuevos cartesianos, que los consideran como simples máquinas sin almas ni sentimiento alguno […]. Opinión ridícula, máxima perniciosa y doctrina detestable porque tiende manifiestamente a asfixiar en el corazón de los seres humanos todo sentimiento de bondad, de dulzura y de humanidad que pudieran tener por esos pobres animales. […] Benditas sean las naciones que los tratan benigna y favorablemente, y que se compadecen de sus miserias y dolores, y malditas sean las naciones que los tratan con crueldad, que los tiranizan, que gustan de verter su sangre, y que están ávidas por devorar su carne.42

La Orden de la Trapa, fundada en el siglo XVI, obligaba a sus monjes a un vegetarianismo estricto. Esta regla fue abolida en 1965 por el Concilio Vaticano II, aunque son muchos los monjes que la continúan.

En Inglaterra, el primer sermón conocido en favor de la protección animal fue pronunciado en 1773 por el pastor anglicano James Granger, que provocó una controversia a nivel nacional. El pastor cuenta que muchos de sus feligreses creyeron que se había vuelto loco.43 El pastor Humphrey Primatt trenzó el vínculo entre la desvalorización de ciertos seres humanos y la de los animales:

El hombre blanco […] no puede tener derecho alguno, en virtud de su color, a reducir a la esclavitud y tiranizar al hombre negro. […] Por la misma razón, un ser humano no puede tener ningún derecho natural a maltratar y atormentar a un animal.44 […] Tanto si andamos con dos piernas o cuatro patas, si nuestra cabeza mire al suelo o esté erguida, estemos desnudos o cubiertos de pelo, tengamos cola o no, cuernos o no, orejas largas o redondas; o que rebuznemos como un asno, hablemos como un ser humano, trinemos como un pájaro, o seamos mudos como un pez, la naturaleza nunca quiso que esas distinciones fuesen usadas como base para el derecho de tiranía y opresión.45

En la actualidad, el teólogo y pastor anglicano Andrew Linzey, titular de la primera cátedra de Ética, Teología y Bienestar Animal en la Universidad de Oxford, ha publicado varias obras en las que, a contracorriente de la postura tradicional de la Iglesia, propone conceder verdaderos derechos a los animales. En su obra titulada Animal Rights [Los derechos de los animales], no duda en cuestionar la interpretación habitual del Génesis:

Los seres humanos han cedido a una especie de idolatría, imaginando que Dios se interesa sobre todo por la especie humana. Es de un absurdo pasmoso. ¿Por qué Dios creó la avispa? Desde luego no para nuestro uso. ¿Y los dinosaurios? ¿Cómo habríamos podido explotarlos? Por mi parte, no puedo sino pensar que Dios tiene otras preocupaciones.46

En otra obra titulada Animal Gospel [Evangelio animal], Linzey se subleva contra el chauvinismo humanista:

En el momento en que se empieza a poner en tela de juicio el tratamiento despótico a que se somete a los animales –sea matarlos por deporte, la brutalidad del comercio de exportación o (por poner el último ejemplo de la actualidad) la masacre totalmente obscena de miles de focas para apoderarse de sus penes a fin de venderlos como afrodisiacos en Europa y Asia–, uno se enfrenta una y otra vez a este dogma humanista: si resulta ventajoso para la humanidad, entonces es que debe estar bien.47

Para Linzey eso significa que «a los animales no se les debe considerar mercancías, recursos, instrumentos, objetos útiles a disposición de los humanos. Si los humanos reivindican el dominio sobre la creación, entonces este no puede ser más que un tipo de dominio consistente en servir. No puede existir dominio sin servicio. Según la doctrina teológica de los derechos de los animales, los humanos deben pues ser la especie servidora: la especie a la que se le ha concedido el poder, la posibilidad y el privilegio de entregarse, de sacrificarse por las criaturas sufrientes más débiles».48

Se convierte en apóstol de una «compasión activa hacia los débiles, contra el principio de la ley del más fuerte», y se sitúa junto al arzobispo Robert Runcie, para quien el concepto de Dios «prohíbe la idea de una creación de pacotilla». Si «todo el universo es una obra de amor –y– nada de lo que se hace con amor carece de valor», una concepción puramente humanista y utilitaria de los animales está, según Linzey y Runcie, prohibida a los cristianos.49

Retomando un argumento ya presentado en el siglo III por el filósofo neoplatónico Porfirio, autor de numerosos tratados de apología del vegetarianismo, los cocodrilos devoran a los humanos sin que tengan para ellos ninguna utilidad: ¿habrían sido por ello creados los humanos en beneficio de los cocodrilos?50 Y si, resultase que extraterrestres más inteligentes y poderosos que nosotros desembarcasen en nuestro planeta y anunciasen que su dios había creado a los seres humanos para su uso, ¿qué podríamos contestarles? ¿Y si, de paso, resultase que la carne humana les pareciese tan deliciosa que pretendiesen no poder pasar sin ella? Es lo que imagina Milan Kundera en La insoportable levedad del ser:

Damos por sentado ese derecho porque nos vemos en la cima de la jerarquía. Pero bastaría la irrupción de un tercero en el juego, por ejemplo un visitante llegado de otro planeta en que Dios hubiera dicho: «Reinarás sobre las criaturas de todos los otros astros», y toda la evidencia del Génesis sería puesta en causa. El ser humano uncido a un carro por un marciano, finalmente asado a la parrilla por un habitante de la Vía Láctea, tal vez recordaría entonces la chuleta de ternera que tenía costumbre de cortar en su plato y presentaría (demasiado tarde) sus excusas a la vaca.51

El judaísmo

Las otras religiones del Libro, el judaísmo y el islam, no se muestran, en general, mucho más cariñosas con los animales que el cristianismo. Pero también ahí existen excepciones notorias. La tradición judía afirma una preocupación mayor por el sufrimiento de los animales que el cristianismo. Según la Torá: «Está prohibido infligir dolor a toda criatura viva. Más bien al contrario, es nuestro deber aliviar el dolor de toda criatura».52 En el Talmud también se lee: «Se concede una gran importancia al tratamiento humano de los animales».53 Según algunos especialistas de la Torá, Dios no habría concedido permiso a los seres humanos para comer carne, tras el Diluvio, más que por su debilidad en el momento, pero lo ideal sería que fuesen vegetarianos.54

Algunos judíos han tomado conciencia de la reducción de los animales al estado de «cosas» o de «máquinas de producción» en la cría industrial, considerando el vegetarianismo, e incluso el veganismo, como una prescripción moral ineludible. David Rosen, antiguo gran rabino de Irlanda y presidente de honor de la Comunidad Judía Vegetariana Internacional y de la Sociedad de Ecología, es un enérgico crítico de la cría industrial. Afirma que el tratamiento infligido a los animales por los métodos de producción comerciales modernos es tan cruel que la carne producida en esas condiciones no puede considerarse kosher. «Además –afirma–, el derroche de los recursos naturales y los perjuicios causados al medio ambiente por la producción de carne constituyen un argumento moral convincente desde el punto de vista del judaísmo en favor de la adopción de una dieta vegetariana».55 El erudito Samuel H. Dresner, autor de un famoso libro entre la comunidad judía estadounidense, titulado Jewish Dietary Laws [Leyes dietéticas judías], reconocía: «El permiso para comer carne se comprende como un compromiso… Lo ideal sería que el ser humano no hubiera de consumir carne, pues para comer carne hay que arrebatar una vida, hay que matar a un animal».56 Es imposible no compartir este punto de vista cuando uno se hace consciente de que la matanza kosher es extremadamente cruel para los animales, como puede observarse en las imágenes del documental Terriens [Earthlings es el título original en inglés (Terrícolas)]. 57

El islam

En el mundo musulmán, el vegetarianismo es casi una excepción, aunque algunos adeptos estiman que es, a fin de cuentas, la mejor manera de observar los preceptos del islam, pues no es halal criar a un animal como si fuese una máquina y porque los animales –también ellos criaturas de Dios– merecen nuestra compasión. En Les animaux en Islam, Al-Hafiz Basheer Ahmad Masri pone de relieve las enseñanzas del islam que incitan a la compasión hacia los animales.58 El gran muftí de Marsella, Soheib Bencheikh, considera que el sacrificio de un cordero con ocasión del Id-el-Kebir «no es ni un pilar del islam, ni una obligación importante en comparación con la oración o el ayuno del Ramadán». Y además precisa que el derecho musulmán permite sustituir este sacrificio por «un don realizado en un país en que los habitantes no tengan suficiente para comer, lo cual está más de acuerdo con el espíritu de reparto que comporta esta práctica».

Por otra parte, entre algunos sufíes existe una tradición vegetariana. Los sufíes preconizaron el vegetarianismo, sobre todo en período de retiro, como purificación del cuerpo y el alma y como medio para dominar el «yo interior» (nafs). No obstante, parece que el ejemplo de vegetarianismo más completo nos llega de la mano de una mujer, Rabia al Adawiyya, nacida en 717 en Basra, una gran mística sufí que pasó la mayor parte de su vida en contemplación en los desiertos iraquíes. Sus biógrafos relatan que vivía rodeada de gacelas y antílopes que se le acercaban sin ningún temor. Una anécdota muy famosa cuenta que un día, un gran maestro sufí, Hasán al-Basri fue a verla a su ermita. Apenas se acercó, todos los animales salieron corriendo. Sorprendido, Hasán le preguntó la razón. «¿Qué has comido este mediodía?», le preguntó ella. «Cebolla frita con manteca», reconoció él. «¡Entonces has comido de su carne! ¿Y te sorprende que se alejen de ti?».

El propio Akbar, el gran emperador musulmán de la India mogola, quedó tan impresionado por el jainismo y la doctrina de la no-violencia que publicó numerosas órdenes imperiales prohibiendo el sacrificio de animales y la pesca, y animó a sus súbditos a no comer carne al menos durantes seis meses al año.

Un hecho poco conocido de la historia del islam: en el siglo X, un grupo de filósofos musulmanes, voluntariamente anónimos, adoptaron el sencillo nombre de «Hermanos Puros») (Ikhwan al-Safa) y compusieron un relato titulado «El caso de los animales contra el hombre ante el rey de los jins». Este tratado pone en escena a representantes de los animales quejándose de la penosa suerte que el ser humano les ha reservado tras su creación. En una emocionante requisitoria contra su maltrato y sacrificio, los animales se dirigen así a los hombres:

Cada uno se ocupaba de sus asuntos, en el lugar que mejor se adecuaba a sus necesidades […]. Mucho después Dios creó a Adán, el antepasado de la humanidad, y lo convirtió en su virrey en la tierra. Su descendencia se reprodujo y su semilla se multiplicó […]. Capturaron ovejas, vacas, caballos, mulas y burros de entre nosotros y los esclavizaron, sometiéndolos a los agotadores trabajos de acarrear, arar, extraer agua, girar molinos y ser montados. […] Todo aquel que caía en sus manos era uncido, enronzado, azotado, enjaulado y encadenado. Le asesinaban y le abrían en canal, cortaban sus miembros y rompían sus huesos, arrancaban los tendones, y las plumas, o bien le cortaban el pelo y le metían en el fuego para que se cocinase o lo asaban en un asador, o lo sometían a torturas incluso más crueles, tormentos más allá de cualquier descripción. […] Los hijos de Adán afirman que es su derecho inalienable, que son nuestros amos y nosotros sus esclavos […]. Todo ello sin ninguna prueba ni razón más allá de la fuerza bruta.59

Es pues más que hora de que las autoridades religiosas musulmanas y judías reformen los sistemas de sacrificio halal y kosher que provocan los peores sufrimientos. Aunque solo fuera por la razón económica de que es menos caro contar con una única cadena de sacrificio en lugar de dos, siendo una la normal (si es que lo que tiene lugar en los mataderos puede considerarse «normal») y otra para el halal. A propósito de un informe al respecto entregado en 2011 al ministro de Agricultura de la época, «mientras que la demanda de carne halal o kosher debería corresponder a alrededor del 10% de los sacrificios totales, se calcula que el volumen de sacrificios rituales alcanza el 40% de los sacrificios totales de bovinos y casi del 60% de los ovinos. Lo que no era más que una derogación se ha generalizado».60

EL PUNTO DE VISTA DE LAS TRADICIONES ORIENTALES

El hinduismo

La India es, en la actualidad, el país del mundo donde más se observa el vegetarianismo. Señalemos que el vegetarianismo indio excluye el consumo de huevos, pero permite el de lácteos. Se calcula que los vegetarianos representan el 35% de la población, es decir 450 millones de personas. Recientemente, la India ha creado un sistema de etiquetado visible en los productos fabricados con ingredientes estrictamente vegetarianos.

El hinduismo incluye una multiplicidad de movimientos religiosos que mantienen puntos de vista diferentes acerca del vegetarianismo. El amanecer de la civilización índica, el período védico (h. 2500-1500 a.C.), no fue vegetariano. Los cultos védicos exigían sangrientos sacrificios de animales. Parece que la noción de ahimsa (inofensividad, no-violencia), con su corolario, el vegetarianismo, apareció en los siglos VII-VI a.C. bajo el impulso conjunto del budismo, el jainismo y las Upanishads hinduistas. Estas cuestionaron sobre todo la noción del sacrificio animal, entonces en vigor. En numerosos textos hinduistas de esa época pueden hallarse los siguientes versículos:

La sangre de los animales que has matadoforma un charco a tus pies.Si de este modo se alcanzan los destinos superiores,¿qué es pues lo que conduce a los infiernos?

También la epopeya del Mahâbhârata, compuesta entre 300 a.C. y 300 d.C., proclama:

La carne de animales es como la de un hijo […] ¿Es necesario decir que estas criaturas inocentes y con buena salud han sido creadas por el amor de la Vida? Pero resulta que se las busca para ser matadas a manos de los miserables pecadores que viven en las carnicerías. Por esta razón, oh, monarca, oh, Yudhishthira, has de saber que el rechazo de la carne es el mayor refugio de la religión del cielo y de la felicidad. ¿Cómo puede practicar verdadera compasión quien consume la carne de un animal para engordar su propia carne? […] Ahimsa [no-violencia] es el amigo más elevado. Ahimsa es la suprema enseñanza. También la mayor de las penitencias. E igualmente la más grande de las verdades entre todas las pruebas de benevolencia.61

Hacia el siglo I de nuestra era, el célebre códice de las Leyes de Manu (Manu-dharma-shastra) adoptó una actitud ambivalente y compleja respecto al consumo de carne. Las reglas que decretó este legislador parecen oscilar constantemente entre el permiso para consumir carne y el vegetarianismo incondicional. La carne, incluida la de vaca, podría consumirse por las dos castas superiores puras si era sacrificada ritualmente a una divinidad. Fuera del sacrificio, el consumo de carne se rechaza en base a la retribución de sufrimiento en la siguiente vida, idéntica a la infligida al animal en la presente: «Aquel cuya carne consumo en este mundo, comerá la mía en el otro».62 Pero, por otra parte, condena la alimentación a base de carne en términos que apelan a la compasión frente a los sufrimientos que soporta el animal: «Nunca puedes obtener carne sin violentar a criaturas dotadas del hálito de vida; matar a esas criaturas dotadas con el hálito de vida os conducirá a los infiernos; absteneros pues de comer carne. Quien observe atentamente la procedencia de la carne, la manera en que se ata y mata a criaturas encarnadas, debe abstenerse de comer carne».63 A lo largo de los siglos, esas leyes crearon escuela sobre todo en las castas altas: en la actualidad, los brahmanes, y sobre todo los que ofician en los templos, observan un escrupuloso vegetarianismo.

Alrededor del siglo II, los Yogashastras, conjunto de reglas espirituales y morales, reforzaron la noción de respeto a toda forma de vida erigiendo el vegetarianismo como norma de base, sobre todo entre las castas puras. Por otra parte, Thiruvalluvar, un sabio filósofo y tejedor que vivió en el siglo I-II d.C., perteneciente a la gran corriente shivaíta del sur de la India, escribió en el Tirukkural: «¿Cómo puede practicar auténtica compasión quien consume la carne de un animal para cebar la suya propia?».64

Los cultos vishnuítas y, en particular, la corriente devocional bháktica centrada en la personalidad de Krishna, insisten, a su vez, en el vegetarianismo estricto. Las múltiples sectas shivaítas mantienen, por su parte, puntos de vista divergentes acerca del vegetarianismo y definen los límites de sus propias reglas alimentarias, que incluyen carne o no.