En lo que preferiría no pensar - Jente Posthuma - E-Book

En lo que preferiría no pensar E-Book

Jente Posthuma

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Beschreibung

Si te esfuerzas y piensas «voy a recordar esto por el resto de mi vida», lo recordarás, pero no puedes retener a la gente del mismo modo. SINOPSIS Simplemente, pueden levantarse y salir de la imagen. La protagonista está convencida de que nunca estará sola, porque tiene un hermano gemelo, el único del que está segura que siempre estará ahí. Ella no quiere vivir por sí misma, el camino de la individuación la lleva siempre a encontrarse frente a su hermano. Pero el amor es asimétrico: siempre hay uno que quiere más al otro. Y su hermano necesita alejarse, necesita escapar y (al final) desaparecer. En esta a veces triste y siempre hermosa novela sobre el abandono, nuestra protagonista debe descubrir cómo continuar cuando te sientes tan insignificante que solo puedes existir a través de o tra persona, y esa persona ya no está.

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Seitenzahl: 207

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Jente Posthuma

EN LO QUE PREFERIRÍA NO PENSAR

Traducción de

Catalina Ginard Féron

El papel utilizado para la impresión de este libro ha sido

fabricado a partir de madera procedente de bosques y

plantaciones gestionadas con los más altos estándares ambientales,

garantizando una explotación de los recursos sostenible

con el medio ambiente y beneficiosa para las personas.

Este libro fue publicado con el apoyo de la Fundación Neerlandesa de las Letras.

Título original: Waar ik liever niet aan denk

© 2020 Jente Posthuma y Uitgeverij Pluim Published

en colaboración con Cossee Publishers

© De la edición en castellano: Bunker Books, 2023

© De la traducción: Catalina Ginard Féron, 2023

Ilustración de cubierta: © Rubén Jiménez Martín «El Rubencio»Diseño de cubierta: © Cristal Reza

Bunker Books S.L.

Cardenal Cisneros, 39, 2º - 15007 A Coruña

www.bunkerbooks.es

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos,

http://www.cedro.org) si necesita algún fragmento de esta obra.ISBN: 978-84-123558-5-7Depósito legal: CO 160-2023

Para Jampiejoris

Y supo que Roy lo había querido y que eso debería haberle bastado. Simplemente no había entendido nada a tiempo.

David Vann, Leyenda de un suicidio (2008)

Waterboarding, le dije a mi madre, es la tortura del submarino: alguien te cubre la cara con un trapo y después vierte agua por encima. Sientes como si te ahogaras. De hecho, te estás ahogando.

Así que eso es lo que vais a hacer, concluyó ella.

Sí.

Mi madre suspiró. Sin duda habrá sido idea de tu hermano.

Hace poco vimos una película sobre Guantánamo, expliqué. Y entonces me pidió que se lo hiciera. Quería saber lo que se sentía. Le contesté que solo lo haría si también me lo hacía a mí. Así fue.

¿Y qué tal?, preguntó mi madre.

¡Pero si todavía no lo hemos hecho!

Desde que había alcanzado la tercera edad, mi madre escuchaba cada vez peor.

Ah, vale, dijo. Ayer vi una serie de televisión y uno de los personajes que más me gustaban explotó. Por eso he dormido mal.

Pensamos que lo mejor sería estar cómodos, así que decidimos hacerlo echados en el sofá. Primero le tocó a mi hermano. Estaba tumbado boca arriba con un paño de cocina a cuadros rojos cubriéndole la cara. Yo esperaba de pie a su lado con una jarra de agua.

Allá voy, dije, y empecé a derramar agua sobre el trapo.

Al cabo de unos segundos, mi hermano lo apartó y se incorporó.

Tal vez deberíamos atarte.

Le sujeté las muñecas con una de mis medias y volvimos a empezar. Habíamos acordado que retiraría el paño al cabo de medio minuto. El temporizador de mi móvil cronometraba el tiempo. Mi hermano jadeaba e intentaba mover los brazos. Ahora se ahogará, pensé. El medio minuto tardó mucho en acabarse, le quité el trapo de la cara y cuando se le pasó el ataque de tos dijo: Ya basta.

Me negué a que me maniatara. Quería poder quitarme el paño cuando me conviniera.

Así no funciona, soltó mi hermano.

Sujetó mis muñecas con la media y tapó mi cara con el paño. Me entró agua por la nariz y no podía respirar. Intenté incorporarme y derribé algo a patadas. Cuando por fin conseguí sentarme, me sacudí el trapo de encima y retorcí las manos hasta soltarme.

Mi hermano me dio un pañuelo de papel para que me secara la cara, pero lo rechacé sacudiendo la cabeza; tomé aire y lo expulsé, una y otra vez. Se oyeron las campanas de la iglesia y sonó la alarma de mi móvil.

¿Por qué no me has ayudado?

Lo siento.

Pensé que iba a vomitar. Esperé agachada sobre el inodoro a que saliera algo, pero no devolví nada. Recordé aquella vez en que me llevé a un chico a casa y me puso las manos sobre las orejas y, mientras sujetaba mi cabeza, me obligaba a bajar cada vez más. Quizá creyera que eso me excitaba, puesto que cuando apoyé las manos en sus rodillas para poder liberarme, él me apretó con más fuerza y a partir de entonces solo pude oír el golpeteo de mi corazón. En aquel momento recordé la primera vez que oí a una persona decir que le temblaba el corazón. Era mi madre que le confesaba a alguien: Me tiembla el corazón cuando pienso en mi hija, porque no es lo que se dice una belleza. En cambio, no le preocupaba mi hermano, ni la manera en que se tiraba siempre del cabello hasta que le salió una calva. No recuerdo cuándo dejó de arrancarse mechones, pero al cabo de un tiempo aquello se acabó y le volvió a crecer el pelo.

Mi hijo puede conseguir lo que se proponga, solía decir mi madre. Hará algo extraordinario en el futuro.

Después de asistir a un taller vivencial en el que renació, mi hermano aseguraba que la vida no era una línea sino un círculo. Uno podía morir y volver a nacer.

Se trataba de un taller a cargo de algunos seguidores de Osho que, veinte años después de su muerte, seguían considerándolo un líder espiritual. Eso era lo que significaba su nombre.

Osho. Te acuerdas de él, ¿verdad? El hombre que antes se hacía llamar Bhagwan. Eso significa Dios.

Sí, me acordaba de él. Era el hombre que había nacido como Chandra Mohan, que es un nombre muy corriente en la India, y al que, de niño, sus abuelos pusieron el apodo de Rajneesh, que significa Rey de la Noche. Rajneesh iba a menudo al río que pasaba cerca de su pueblo, allí hundía a otros niños bajo el agua hasta que casi se ahogaban y después les preguntaba qué sentían. Cuando ya era Bhagwan afirmó: La esperanza es una droga. Solo aquellos que estén preparados para morir conocerán la vida de amor. Los que tengan miedo a morir nunca desentrañarán el misterio del amor. Bhagwan exigía que las personas que acudían a su ashram de Pune se entregaran por completo. Lo mejor que podéis hacer si os marcháis ahora es poner fin a vuestras vidas, les advertía. El impulso de suicidarse, según él, era una señal de verdadera inteligencia y sensibilidad, una necesidad de escapar de la angustia del ego. El suicidio —o la total entrega— eran la única alternativa que le quedaba al que comprendía que nada tiene sentido en esta vida. Ese era más o menos el mensaje que se podía leer en uno de los sitios web preferidos de mi hermano, en frases cortas, extrañamente interrumpidas y escritas una debajo de la otra como si se tratara de un mal poema.

No está claro cuál fue la causa del fallecimiento de Osho en 1990, pues, tras su muerte, tardaron apenas unas horas en incinerar su cuerpo. Poco antes de morir aseguró que en 1985 había sido envenenado en cárceles estadounidenses. También hay quien cree que estaba cansado de vivir y que por ello pidió a su médico personal que le administrara una inyección letal.

Por otra parte, tiempo después mi hermano dejó de creer que la vida era un círculo. Entonces afirmaba que nos encontrábamos al inicio de un episodio de condiciones climáticas extremas y que, de ahora en adelante, la cosa no haría más que empeorar.

En un estudio nacional sobre la felicidad, el pueblo donde nacimos se situaba justo por encima de la media. O justo por debajo, no lo recuerdo con exactitud. Sea como sea, guardo buenos recuerdos de nuestro pueblo. Mi hermano, no. Siguió enfadándose hasta el final cada vez que le hablaba de la fuente que había en la plaza y de los niños, los más pequeños desnudos y los mayores en bañador, yo luciendo el bikini rosa chillón que me había traído nuestra tía de Nueva York.

En 1990, el año en que mi hermano y yo cumplimos diez, el año de mi bikini rosa chillón, en Nueva York hubo 2.245 asesinatos. Y 596 suicidios. También fue el año en que, en la fuente, unos chicos adquirieron la costumbre de quitarle el bañador a mi hermano por lo que tenía que volver a casa en pelotas.

En Nueva York hay días sin suicidios. No son días festivos, ni se anuncian de antemano. El 12 de julio de 1993 fue un día sin suicidios en Nueva York, leímos mi hermano y yo al día siguiente en el teletexto. Acabábamos de volver del descampado que había detrás del supermercado, donde se levantaba una enorme grúa. Debe de tener por lo menos cincuenta metros de alto, estimó mi hermano. ¿Cómo será estar allá arriba, en lo alto?, pregunté. ¿Qué se verá desde allí? Una moto aceleró ruidosamente detrás de mí, me volví y vi a un dependiente de la carnicería alejarse a toda máquina. El ruido que meten esas motos no es necesario, decía a veces mi hermano, lo hacen solo para impresionar. Cuando volví a mirar al frente, se estaba subiendo a la grúa. Rápidamente bajé la vista, miré la hierba a mis pies y seguí mirando hasta que empezó a dolerme el cuello y mi hermano volvió a ponerse junto a mí de un saltito. Aseguró que se podía ver la ciudad y el río, y todas las curvas que traza alrededor de la ciudad.

¿Era bonito?, pregunté.

Sobre todo estaba lejos, contestó él.

Y aquella noche, antes de quedarnos dormidos, dijo: Hoy también ha sido un día sin suicidios.

Entre 2000 y 2015, el número de asesinatos en Nueva York descendió enormemente, pero aumentó la cifra de suicidios. Los métodos de suicidio más populares en Nueva York son el ahorcamiento, el estrangulamiento y la asfixia, o saltar desde una gran altura. Sin embargo, disminuye el número de personas que se precipitan al vacío. A pesar de ello, Nueva York sigue teniendo más saltadores que el resto de los Estados Unidos. Ocho veces más, para ser exactos.

Tal vez, Nueva York deba su elevada cifra de saltos suicidas a Wall Street donde, en tiempos de recesión, siempre hay algún que otro gestor de fondos de riesgo que se lanza por la ventana. Según los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades —la agencia de salud estadounidense—, una persona que trabaja en Wall Street tiene un cuarenta por ciento más de probabilidades de suicidarse que la media. Los ejecutivos de Wall Street son por naturaleza perfeccionistas muy competitivos que se identifican con su trabajo y se comparan continuamente con sus colegas.

Mi hermano se llamaba a sí mismo Uno y a mí Dos, porque nació tres cuartos de hora antes que yo un sofocante día de agosto. Me consideraba su hermana pequeña: al nacer era más grande y pesaba más que yo, y ocupaba casi todo el espacio en el vientre de mi madre. Cuenta la historia que yo estaba detrás de él, con la pierna izquierda doblada sobre el hombro derecho. Por eso tardé un rato en salir. En realidad, nos esperaban un mes más tarde, pero mi hermano salió y yo no podía quedarme atrás.

El hecho de que no fuésemos idénticos se me antojó durante mucho tiempo como un defecto, una consecuencia de nuestro nacimiento prematuro, y lo seguí pensando incluso cuando ya hacía mucho que comprendía la diferencia entre gemelos univitelinos y bivitelinos. Durante el noveno mes podríamos haber seguido desarrollándonos hasta parecernos más.

Mi hermano era más activo, hablaba más alto que yo y sus berrinches eran más intensos. Por ejemplo, lanzaba las cosas, cerraba las puertas de golpe o las abollaba a patadas. Después de esos arrebatos se encerraba en su cuarto y cuando volvía a salir hacía como si no hubiese sucedido nada. A mis padres les bastaba con esperar tranquilamente a que se le pasara y arreglar algo de vez en cuando. Sin embargo, a mí me tenían que prestar atención. Exigía que me consolaran cuando estaba triste y que no desviaran la vista hacia el periódico o el televisor. Eso era cuando todavía exteriorizaba mis sentimientos y aún no sabía que no debía hacerlo.

Me llamaban pesada. De mi hermano decían que era un listillo. Siempre lo sabía todo mejor que yo. Creo que nunca le oí decir ¿ah sí? cuando le contaba algo. O: vaya, no lo sabía. En cambio, solía decir lo sé y cuando no sabía algo, callaba.

Puesto que la torre norte se llamaba 1 wtc, la torre sur recibió el nombre de 2 wtc. La 1 wtc tenía 417 metros de altura y la 2 wtc era dos metros más baja. La 1 wtc tenía una antena en el tejado y su construcción se completó en 1972, un año antes que la 2 wtc, que no tenía ninguna antena. Por un tiempo, la 1 wtc fue el edificio más alto del mundo, hasta que en 1973 en Chicago se levantó la Sears Tower de 442 metros de altura. Fue un duro golpe para la 1 wtc. Sin embargo, ¿qué es peor? ¿Haber sido brevemente el edificio más alto del mundo o no haber sido nunca el edificio más alto del mundo porque la torre de al lado siempre fue un poco más alta?

De niña dormía con un póster de Continental Airlines colgado en la pared encima de la cama, una imagen de las Torres Gemelas sobre el fondo rosa de un cielo crepuscular. Comparada con las torres, la Estatua de la Libertad en primer plano tenía un formato en miniatura. Con su antorcha, la mujer parecía querer prender fuego a las torres. Compré el póster en el mercadillo al que acudía con mi padre todos los sábados. Esa foto no cuadra, me dijo mi hermano cuando llegué a casa con ella. En realidad, las torres no son igual de altas.

Yo soñaba con ver de cerca las Torres Gemelas. No necesitaba entrar y menos aún subir hasta la azotea, aunque estar debajo también entrañaba riesgos. Desde el día en que una estrella del pop saltó por la ventana de su hotel en la ciudad, a tan solo dieciséis kilómetros de nuestro pueblo, y nuestra madre nos explicó que el suicidio de un famoso va acompañado a menudo de una oleada de suicidios, nosotros adquirimos la costumbre de mirar hacia arriba siempre que pasábamos delante de un edificio alto para ver si alguien se disponía a saltar.

Nuestros padres eran geólogos y miraban mucho al suelo. Ambos trabajaban en el Instituto de Geología de la ciudad. Mi madre era experta en el ámbito de los terremotos y mi padre realizaba análisis microscópicos del suelo. Cuando se llevaban a cabo excavaciones en algún lugar, mi hermano y yo teníamos que enumerar los estratos que veíamos.

Nos pasábamos las vacaciones en Suecia cavando en busca de fósiles que tuvieran al menos trescientos cincuenta millones de años de antigüedad. Mis padres consideraban que todo lo que fuera más reciente que eso no valía la pena. Reuní una colección de minerales y fósiles, no porque me parecieran bonitos, sino porque mi madre también los coleccionaba. Exponía los ejemplares más interesantes en todos los rincones libres de la casa. Guardaba el resto en cajas debajo de su cama, donde fue a parar mi colección cuando me harté de ella.

Mi hermano coleccionaba cómics y mi padre cajas de galletas antiguas. Una de las paredes del cobertizo estaba formada por latas en las que guardaba sus clavos y tornillos. Ordenaba las latas no por el contenido sino por el color, igual que las capas de tierra del esquema geológico que colgaba de la pared de enfrente: cada capa con otro tono de tierra. Me encantaba ir al cobertizo y mirar los colores y la espalda de mi padre cuando abría una lata tras otra en busca del clavo adecuado. Él también disfrutaba yendo al cobertizo, seguramente por los colores, puesto que no era un manitas. Fingía serlo, del mismo modo que jugaba a ser un buen padre.

Descubrimos que nos gustaban los chicos cuando cumplimos ocho años y nos enamoramos de Hans. Tenía el cabello rubio oscuro con mechas y una cara perfecta. Me enamoré sobre todo de su pelo y de la manera en que le caía sobre los ojos verdes, y de su cálida voz. A mi hermano le gustaban sus ojos y sus dientes blancos. Hans era locutor, anunciaba programas de televisión. Lo veíamos todas las noches, después de cenar, porque entonces nos dejaban encender la tele. Cuando yo miraba a Hans, y él a mí, ya no me sentía una niña sino una mujer.

Hans no sale con mujeres, dijo mi hermano un día. Estábamos tumbados boca abajo sobre la alfombra mirándolo. Hans es gay, aseguró alzando demasiado la voz. Nuestra madre se lo había contado. La llamé pero no vino. Fui a la cocina, donde estaba fregando los platos, y le pregunté por Hans.

Es gay, confirmó. Y tiene novio.

Volví corriendo a la sala de estar.

Ya tiene a alguien, le dije a mi hermano con toda la indiferencia que fui capaz de reunir.

Pasaron otros ocho años antes de que mi hermano comunicara a nuestra madre que le gustaban los chicos, una información que para mí era tan evidente que su tono solemne me pareció absurdo. Mi hermano era la norma y yo su anomalía. Por eso no comprendí por qué mi madre reaccionó de forma tan extraña, como si le hubiesen arrebatado algo. No pasa nada, se limitó a decir. Eso fue todo. Igual que aquella vez cuando él rompió por accidente una valiosa hez fosilizada de la colección de mi madre y ella se pasó todo el fin de semana en su despacho inclinada sobre el escritorio intentando pegar los pedazos con una cola especial.

Tal vez fuera porque siempre se las daba de sabelotodo o porque no le prestaba la menor atención a la única niña de nuestra clase que ya tenía pecho, pero el caso es que en sexto de primaria, justo antes de las vacaciones de Navidad, todos los amigos de mi hermano se volvieron en su contra. Lo insultaban, sacaban cacas de perro congeladas de entre los matorrales y se las dejaban sobre su silla de clase. Cuando volvíamos a casa caminando, le daban patadas y le ponían la zancadilla. ¿Por qué no les devuelves la patada?, le preguntaba a menudo a mi hermano y él tan solo se encogía de hombros.

Casi un año más tarde, en diciembre, dejaron de acosarlo. No sabíamos por qué, ni siquiera mi hermano lo sabía. Mi madre nos dijo que debíamos considerarlo como un fenómeno de la naturaleza, como una tormenta que se desata y luego amaina. Eso ayuda a aceptarlo, así como los estragos que causa.

El día en que se hundieron las Torres Gemelas estaba viendo la reposición de un programa de entrevistas cuando de repente interrumpieron la emisión para dar la noticia. Un avión perforaba una torre y pensé en mi hermano, porque siempre pienso en mi hermano cada vez que sucede algo importante.

Cuando cumplimos dieciocho años nos mudamos juntos a la ciudad. Los dos alquilábamos un piso que daba al parque, mi hermano en el lado este y yo en el oeste, trescientos metros más allá, cerca de la entrada principal. Según él, todos los accesos al parque eran igual de importantes.

Por primera vez vivíamos solos. Eso sí, yo comía cinco veces por semana en su casa porque no me gustaba cocinar. Como contrapartida, él podía traerme su ropa sucia siempre que quisiera. Yo estudiaba Filología Inglesa y tenía un empleo en una tienda de ropa de segunda mano. Él también estudiaba Filología Inglesa y trabajaba en un bar gay. Le gustaba tanto que al cabo de unos meses dejó los estudios para trabajar a tiempo completo en el bar.

Cuando llamé para preguntarle si sabía lo de la torre, ya estaba al corriente.

Mientras hablábamos, un avión se hundió en la segunda torre. El resto de la tarde lo pasamos viendo la tele con el teléfono pegado a la oreja, zapeando de una cadena a otra.

Esto es horrible, no paraba de repetir mi hermano. Hay personas saltando por las ventanas. Están saltando.

Lo decía llorando y yo callaba asustada porque mi hermano no lloraba nunca.

El primer jersey que me compré con mi propio dinero era de lana islandesa y abrigaba mucho, pero no era tan suave como algunos de los que adquiriría más tarde cuando trabajaba en la tienda de segunda mano y una de las paredes de mi dormitorio fue desapareciendo detrás de una capa de lana. Coloqué estantes que iban del suelo al techo y los llené de pilas de jerséis clasificados por colores, tal como había hecho mi padre con sus latas de galletas. A los veintisiete años tenía ciento cuarenta y dos jerséis y era hora de que fuera a terapia. ¿De qué te sirve todo esto?, me preguntaban mis amigos. Es una colección, les contestaba. No tenía mascotas y en mis ratos muertos, acariciaba mis jerséis.

En la tienda, escogía también casi todas las prendas de mi hermano. Solo se compraba la ropa interior, los calcetines y las camisetas sin mangas. Cuando nos paseábamos juntos por las calles con nuestros jerséis, éramos estrellas de cine francesas. La gente se volvía para mirarnos. Eso era antes de que mi hermano echara tripa y le salieran bolsas bajo los ojos.

Después de ir a terapia durante algunos meses, se avecinaban las vacaciones de Navidad y me pregunté si debía hacerle un regalo de fin de año a Elza, mi terapeuta. En sentido estricto, ella trabajaba para mí pero yo no era su jefa. Decidí llevarle dos jerséis con motivos navideños idénticos para sus nietas, unas gemelas de ojos grandes y serios con las que a veces me cruzaba en el pasillo.

Cuando empecé a verla, Elza tenía sesenta y dos años y acababa de jubilarse pero aún ejercía como terapeuta en su casa. Me explicó que su trabajo no acababa nunca. Y después de nuestra primera entrevista afirmó: Puedo ayudarte a desarrollar una imagen más positiva de ti misma, pero te queda un largo camino por recorrer. Ahora, de todos sus pacientes solo quedamos tres. Nunca he llegado a ver a los otros dos. No sé si el camino que me queda por recorrer es más largo que el suyo.

Cuando le di los jerséis, nos encontrábamos en su despacho del piso de arriba, mientras las gemelas jugaban en la sala de estar de la planta baja vigiladas de cerca por su otra abuela. Elza y su mujer cuidaban de sus nietas durante el día hasta que tuvieran edad de ir a la escuela.

¡Qué bonitos!, exclamó Elza.

Para las niñas.

Dejó los jerséis en su regazo y acarició la lana con una mano. Durante nuestra conversación, su mano y los jerséis permanecieron allí.

En torno a mis trece años, medía un metro ochenta y tres y por consejo de mi madre y del internista tomaba hormonas para frenar mi crecimiento. Mi hermano no tenía que tomarlas. Aunque era más alto que yo, a él nunca le decían: ¡Qué alto eres! O: ¿Podemos preguntarte cuál es tu estatura?, es que hemos hecho una apuesta. Me esforzaba en todos los sentidos por encogerme. Amaba el deporte y tenía facilidad para aprender, pero en la escuela me aseguraba de no destacar en nada, pues de esa manera tenía más amigos. Si en un arranque de buen humor me convertía en el centro de atención, después me avergonzaba. Mi hermano recibía elogios si se daba importancia, sobre todo en clase de gimnasia, así que todas las mañanas se levantaba una hora antes para hacer abdominales y levantar pesas. Mientras yo me esmeraba por encoger, él se agrandaba cada vez más. En el último año de secundaria era tan ancho que nuestro tutor reconoció en él a un líder y le pidió que administrara los fondos para nuestra fiesta de graduación. Con el dinero que recaudó, mi hermano compró una enorme bola de discoteca y después quedó lo justo para diez bolsas gigantes de patatas fritas de marca blanca y cada uno de nosotros tuvo que comprarse su bebida. Nuestro tutor controlaba las bebidas que traían los alumnos y confiscaba enseguida el vodka; sin embargo, había metido mi botellita de vodka en un compartimiento secreto del bolso y conseguí beberlo sin ser vista. Mi hermano no tardó en ser pillado con su botella y se pasó el resto de la velada bailando como un loco bajo la bola de discoteca mientras que yo, escondida tras las gruesas cortinas del aula, me acabé el vodka y dejé que me metiera mano un chico que casualmente estaba allí.