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Curiosa colección de relatos breves que colindan con el microrrelato y que se basan en hechos históricos curiosos. A partir de ciertas curiosidades históricas, los autores Enrique Gracia Trinidad y Soledad Serrano Fabre nos traen una caterva de narraciones que abordan la mitología, la narración bíblica, las leyendas populares y la realidad histórica. Un juguete literario que propone fantasías que pudieron ser y que, quizá, fueron.
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Seitenzahl: 227
Veröffentlichungsjahr: 2023
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SOLEDAD SERRANO FABRE ENRIQUE GRACIA TRINIDAD
RELATOS HISTÓRICOS Y LEGENDARIOS
Saga
Encrucijadas
Copyright ©2021, 2023 Enrique Gracia Trinidad and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728392454
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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www.sagaegmont.com
Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.
Caín, como todos saben, era el hijo mayor de Adán y Eva. Aparece en el capítulo cuatro del Génesis. Es sobradamente conocida la mala relación con su hermano Abel al que terminó matando por envidia con una quijada de asno. Llama la atención el que al poco de empezar, la Biblia ya plantee un asesinato a cuenta de la preferencia divina por la ofrenda de animales en vez de el de vegetales, idea propia de un pueblo de pastores nómadas. Se convirtió en legendaria su condición de errante por el mundo desde aquel primer asesinato bíblico.
Cuando volví a la cueva mi madre estaba inquieta. Miraba hacia la llanura con los ojos extrañamente fijos.
—Abel se está retrasando, nunca llega tan tarde ¿Has visto a tu hermano?
—¿Por qué me lo preguntas? ¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano? Estará con las ovejas, o mirando al cielo, como siempre.
Tal vez fui demasiado brusco. Ella levantó la mirada sorprendida por el tono.
—No me gusta que hables con ese desprecio de tu hermano. Si tu padre te oyera...
—Él, él, siempre él, ¿Cómo crees que me siento cuando percibo que tú y mi padre sólo tenéis ojos para Abel? ¿Si fuese Abel el que hubiese llegado primero le habrías preguntado por mí?
Ni me contestó, su mirada volvió a clavarse en el horizonte.
Cuanto yo iba a decirle se murió en mi garganta. Era inútil permanecer en la cueva, no podría soportar el duelo cuando la ausencia de mi hermano fuera evidente. La dejé allí, con aquellos ojos llenos de tormenta. Comencé a caminar sabiendo que jamás la vería de nuevo. Ni siquiera volví el rostro.
Hacía calor, mi boca estaba seca y agrietada. En las manos aún conservaba restos de sangre que mi madre no había advertido —¿o tal vez sí?—, el polvo no lograba ocultar aquellas manchas. Me lavé insistentemente en un arroyo pero tampoco desaparecieron del todo. Las aguas devolvieron mi imagen, en la frente se marcaba una sombra profunda que nunca antes había advertido. La marca de Caín. Me sentía un proscrito; huir era la única alternativa.
—Hacia el este —me dije— , hacia el este...
No me he detenido desde entonces. Ciudades, hombres, guerras... Todo el dolor detrás, toda la desesperanza a mi paso. La muerte me está negada.
Hice casas, herramientas, armas, las hicieron mis hijos y los hijos de mis hijos, pero todo lo fui dejando a mis espaldas. El suelo que abrió su boca para recibir la sangre de mi hermano no me dio nunca su fruto ni me permitió reposo. Vagabundo, errante y extranjero, mi culpa es demasiado grande para soportarla.
El este del Edén nunca tuvo final para mí.
En Génesis, 3:23 puede encontrarse lo que sabemos de este personaje. Ejerció —¿o ejerce?— una profesión con mucho futuro porque el Paraíso Terrenal sigue ignoto. Aunque las armas, ahora, podemos suponer que sean otras.
Está allí, con la espada de fuego apagada por falta de uso. A su espalda una puerta llena de herrumbre cruje de vez en cuando levemente empujada por el viento. Y es que, desde hace mucho tiempo, sólo el viento entra y sale a su antojo.
Lo que fuera espacio de regocijo, patria del hombre y lugar de las palabras ahora está abandonado, cubierto de rastrojos y en el más terrible de los silencios. Ni siquiera él se atreve a alzar su voz, sería terrible escuchar cómo sólo el eco puede responder a sus preguntas.
De vez en cuando gira la cabeza, se asoma por encima del tapial y contempla absorto la reseca arboleda, sobre todo aquellos dos, en otro tiempo magníficos ejemplares, y que desde hace mucho no tienen frutos ni sombra para nadie.
La vida estuvo allí, pero ya no, ahora está lejos. Él sólo puede presentir el bullicio de las gentes en las plazas, el ir y venir de las mujeres a los pozos de agua; sus risas, sus canciones; el griterío de los niños persiguiéndose. Tan lejos.
También es capaz de escuchar la sangre derramada que clama desde la tierra aunque ese clamor esté más allá de las últimas montañas. Aquí ni siquiera el dolor puede acercarse, ni la muerte. Él sólo está allí para guardar la nada, la patria del olvido, el silencio de Dios, el amargo recuerdo de aquella historia que pudo escribirse de otra manera.
Recoloca junto a la entrada una piedra que ha colocado mil veces, mientras piensa en la eternidad que aún le espera guardando un paraíso que ya no pertenece a nadie.
Hay personajes que no se nombran en la Biblia, pero que bien pudieron existir. Este es uno de ellos. Convendría repasar el Libro de Job en el Antiguo Testamento, dentro de los libros sapienciales. Cuenta la historia de una apuesta incomprensible entre Dios y Satán, con daños colaterales muy cuestionables que incluyen la muerte de la familia y que difícilmente puede compensarse con una familia nueva. Se considera que fue escrito hacia el 500 a.C. y tiene antecedentes en un texto sumerio hacia 1.700 a.C. y en otro de la tercera dinastía de Ur, hacia el 2.000 a.C.
He regresado a mi tierra después de un largo viaje que ha durado años. Cuando llegué a mi hogar nadie salió a recibirme, cuando llamé al portón, el rostro que entreví en el dintel no me era conocido.
—¿Quién eres extranjero y qué deseas?
La pregunta me dejó mudo un instante porque aquella era la casa de mi padre y ella una desconocida.
—Esta es la casa de mi padre, Job, y yo soy su hijo. Hace ya mucho que emprendí un viaje y he vuelto. Estoy muy cansado. ¿Quién eres tú?
La puerta se abrió. Los ojos de aquella mujer se llenaron de lágrimas y me miró como quien contempla una aparición...
—Pasa sin temor, hijo de Job, ésta sigue siendo tu casa y yo tu servidora. Perdona que no supiera reconocerte.
—¿Y mi madre? ¿Dónde están mi madre y mis hermanos?
Su silencio me llenó el corazón con un temor hasta entonces desconocido.
—Pasa, no es conveniente que escuches lo que tengo que decirte estando fuera de tu casa.
Me introdujo al interior, todo estaba cambiado, las estancias eran las mismas pero ninguno de los objetos que en ellas se encontraban me era familiar. Varios niños pequeños fueron a colgarse de las faldas de la que parecía ser su madre. Me senté y ella trajo un cuenco para lavar mis pies cansados y llenos del polvo del camino. Su voz era cálida y dulce; con suavidad fue narrando uno a uno los acontecimientos que se produjeron en el transcurso de mi larga ausencia. Las lágrimas corrían silenciosas por sus mejillas y yo sentí que el nudo que apretaba mi garganta se deshacía en sollozos. Después de largo rato pregunté
—¿Y mi padre?
—Tuvo que ir con el ganado, pronto volverá.
Uno de los chiquillos se había acercado a mí y me observaba con curiosidad. Miré a la mujer a través de la tristeza infinita que se había apoderado de mi corazón.
—¿Es hijo tuyo?
—Es mi hijo y tu hermano.
Me levanté despacio y acaricié la cabeza rizada de aquel pequeño. Busqué en sus ojos el rastro de mis hermanos muertos y no lo hallé. Ella me miró sin saber qué hacer.
—Me voy, no le digas que he vuelto.
—¿Por qué no te quedas, este es tu hogar? Tu padre sabrá que por lo menos tú estás vivo.
—Si mi padre sabe que sigo con vida no podrá evitar recordar a los que no están. Nada hay aquí que yo pueda seguir llamando mío. Déjame partir y guarda silencio sobre mi vuelta.
Salí al exterior. La luz cegadora del mediodía me hizo daño. Yahvé se olvidó de mi existencia y la vida que me había sido respetada era, en ese instante, un insoportable dolor. Emprendí el camino de vuelta, las felices noticias que traía para mi padre carecían ya de importancia.
Un hombre ante la extrañeza de sí mismo. Como curiosidad, se advierte que en los Evangelios el narrador siempre habla en tiempo pasado mientras Jesús lo hace en presente salvo cuando se convierte en narrador como en el caso de las parábolas.
¿Quién pone estas palabras en mi boca? Apenas me da tiempo a pensarlas y ya brotan incontenibles, exactas. Toda esta gente que me sigue y escucha está asombrada, pero su asombro sería mayor si supieran que a mí me ocurre lo mismo, que no sé muy bien por qué hago lo que hago, cómo digo lo que digo. Acudo a los sitios como impulsado por un resorte.
Como aquel día en Sicar, ella estaba allí al lado del pozo. Le dije dame de beber y ella se me quedó mirando con asombro. ¿Cómo tú siendo judío me pides de beber a mí que soy samaritana?
Entonces me puse a hablarle del agua viva porque yo sabía que todos los que bebían de aquel pozo volverían a tener sed y sin embargo yo poseía una que la apagaba para siempre. ¿De qué agua estaba yo hablando? ¿Qué pensamientos cruzaron por mi cabeza?
Ella me suplicó unas gotas de aquella agua diferente. Supe de pronto que había amado mucho, más allá de lo que las leyes permiten, pero no me importó. Sólo pareció importarle a los que me vieron hablar con ella.
Y aquel otro día en que sentí hambre y vi la higuera sin frutos. ¿De dónde salió aquella ira que me hizo maldecirla contra toda lógica, porque no era tiempo de higos? ¿por qué en ese momento? ¿Qué me hizo pensar que la voluntad sola podía doblegar la naturaleza hasta ese extremo?
Alguien o algo me está llamando hacia un destino que no puedo imaginar.
Ahora ya están ahí, esperando que les hable. Son una multitud. ¿Por qué me siguen?
Las palabras empiezan a llegar a mi boca y sé que serán bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos será el reino... Y lo digo.
La historia aparece en Génesis 37 y ss. A veces, los hermanos pequeños molestan bastante a los mayores. Pero también pueden dar sorpresas al final, cuando crecen.
Qué suerte tuve cuando mis hermanos oyeron el sonido de la caravana que marchaba hacia Egipto y decidieron venderme en lugar de abandonarme en aquel pozo. De haber permanecido allí mucho tiempo, seguramente hubiera muerto.
La verdad es que me odiaban. Nunca fui un dechado de virtudes, es cierto que había ido con el cuento de alguna de sus faltas a mi padre que confiaba en mí plenamente, y luego observaba con placer cómo les reprendía. También es verdad que en mis sueños —debo reconocer que soy un soñador— siempre aparecían ellos como mis servidores, bien fuera convertidos en gavillas de trigo o en estrellas. Aquello me hacía sentir superior, lo que les enfurecía sobremanera.
Aquella tarde mi padre me había enviado a vigilarlos... Los vi de lejos, mirándome y no sospeché. Cuando llegué ya no tuve tiempo de escapar, me dejaron medio desnudo y me arrojaron al dichoso pozo. A punto estuve de romperme una pierna. Aterrado, oí a mi hermano Rubén discutir con los otros para que no me mataran. Al final me vendieron a aquellos viajeros de Egipto y lo que parecía que iba a ser para mí el comienzo de una vida desgraciada fue el inicio de mi fortuna.
Mis sueños fueron útiles, incluso me hice famoso por ellos, tanto que el propio faraón recurrió a mis habilidades. Y tuve suerte, interpreté los sueños de aquel rey de Egipto, bastante simple y confiado, con tanto acierto que terminó por encargarme la gestión de una provincia. Y como el destino es caprichoso, quiso Yahvé, del que ya casi me había olvidado, que mis hermanos acudieran necesitando grano para su supervivencia. Allí, delante de mis ojos los tenía a todos asustados, con la frente inclinada hasta el suelo como en mis sueños, sin reconocerme. Las ropas y los afeites de Egipto hacen maravillas con un antiguo muchacho pobre.
Había momentos en los que no podía contener las lágrimas. Tenía un hermano pequeño hijo de mi misma madre al que no conocía. Debía hacerles pagar sus errores y, de algún modo, lograr que mi padre viniese a Egipto.
Se lo hice pasar mal, siempre fui especialista en tretas; todo aquello de hacerles ir y venir con el trigo y el dinero, la copa... Comenzaron a hablarme de mi padre, estaba viejo y enfermo, pero vivo. Me hablaron de aquel hermano que había muerto que era la alegría del anciano... Los vi culpables, aterrados ante el recuerdo de su delito y fue suficiente para mí. Benjamín me miraba sin comprender, el llanto ahogó mi garganta. No pude seguir fingiendo y fui hacia ellos para abrazarlos. Me di a conocer.
Mis hermanos trajeron a mi padre a Gosén y al amparo del faraón vivimos años felices.
De pronto, sentí algo húmedo y áspero en mi mejilla. Abrí los ojos y me encontré con Siro lamiéndome el rostro. Era el perro que me ayudaba con las ovejas de mi padre.
—¡Qué sueño tan estúpido! En él aparecían once hermanos, un país extranjero a mis pies, muchos años de penuria y otros de felicidad. Me vi a mí mismo vestido como un príncipe cuando sólo soy el único hijo con que Yahvé ha bendecido a mis padres.
La luz de la tarde se hizo fuego en las tierras de Canaán y José, ayudado por Siro, empezó a recoger su rebaño.
José, esposo de María, es el gran desconocido del Nuevo Testamento. Casi todo cuanto se dice de él es una suposición. Más allá del ángel que se le aparece, el nacimiento de “su hijo” y la huída a Egipto, nada se sabe del resto de su vida y su destino.
Tengo que hablar esta noche con María; este hijo nuestro me preocupa, algo le pasa, ya no es aquel muchacho que disfrutaba en el taller, que reía con sus hermanos por cualquier broma, que cantaba mientras el cepillo recorría la madera. Lo noto distante, ausente, cuando pretendo hablarle de los encargos que tenemos me mira fijo, pero no sé si me escucha, parece como si sus ojos me atravesaran buscando otros rostros que no son el mío.
Le gustaba el olor penetrante de la brea, pasaba horas tallando pequeñas figuras que luego me mostraba con orgullo, esperando mi aprobación. Hay veces que le oigo murmurar cosas que no entiendo, y voy y le pregunto, pero nunca responde, se le quedan las palabras dentro y, si a veces lo hace, lo que dice resulta extraño, como de otro lenguaje, conozco las palabras pero no soy capaz de entender el significado exacto.
Disfrutaba hablando con todo el mundo, se entretenía en la fuente cuando iba con el cántaro grande. A veces, incluso tardaba más de lo necesario y yo le reprendía; pero él comenzaba a sonreír y su sonrisa... aquella sonrisa desbarataba mi mal humor. Ya no sonríe tanto y si lo hace se le quedan tan tristes los ojos. Al principio pensé que era por alguna joven, pero no, todas los intentos de casarlo han sido inútiles. No es que se niegue pero siempre pospone la decisión, hay tiempo, dice, aún soy joven y tengo tanto que hacer. Y yo sigo sin saber a qué se refiere con eso de que tiene tanto que hacer. Si lo importante es formar un hogar y trabajar y tener hijos como lo hice yo.
María no me ayuda en esto, ella siempre encuentra la forma de justificar todo lo que él hace. Parecen compartir algún mágico secreto que no alcanzo a comprender bien. Como aquel día que se fue a la sinagoga por su cuenta, a charlar con los rabinos. Menuda preocupación, creímos que se había perdido. Cuando lo encontramos estaba allí diciendo que se tenía que ocupar de las cosas de su padre....
—¿Cómo de las cosas de tu padre? —le dije—.Tu padre soy yo y me debes obediencia, no sabes el disgusto que le has dado a tu madre.
Tal vez me estoy haciendo viejo, pero precisamente por eso, porque me estoy haciendo viejo, necesito saber qué va a ser del taller, de los encargos, del futuro con sus hermanos. Él es el más inteligente, de eso no cabe duda, me hubiera gustado poder ir delegando las tareas que a mi edad pesan tanto sobre los hombros. Pero está tan lejano, deja las herramientas y se va, vuelve al cabo de horas y no dice dónde ha ido.
Tengo que hablar con María, de esta noche no pasa.
No fue el primer traidor, pero es el más conocido. Sin él no parece que hubiera podido cumplirse el destino de Jesús de Nazaret. ¿Era un predestinado? No deja de ser paradógico.
Lo tengo claro, absolutamente claro. Lo que voy a hacer es lo correcto. Este hombre es un traidor. No se puede ir por ahí diciendo lo que dice y dejando a tanta gente en la estacada... Porque muchos creímos en él; esta tierra lleva mucho tiempo buscando un líder y él hubiera podido serlo porque tiene algo en la mirada, tiene algo; y sus palabras arden en los oídos, resuenan dentro como un látigo. No hay más que recordar aquel día en el monte, si hubiese querido, se habría alzado a su alrededor un auténtico ejército contra el invasor. Pero no, se pone a hablar de los débiles, de un reino que nadie sabe dónde está, y de los pacíficos, sobre todo de los pacíficos ¡con lo exaltados que estaban los ánimos!
Está lleno de buenas palabras, no digo que no, pero necesitamos otro tipo de hombre: un libertador, palabras ya las dijeron los profetas y no arreglaron nunca nada.
Y, sin embargo... tiene algo en el gesto. Recuerdo el día en que aquel centurión se acercó a él para pedirle que curase a su siervo. ¡Un romano! Que sí, que Roma nos había construido una sinagoga. Pero un enemigo es un enemigo y aquel hombre lo era. ¡Y además para un siervo! Como si no hubiese suficientes de los nuestros que atender.
Si, lo tengo claro... pero hay algo en su voz... Cuando se dirige a los niños, a los viejos, a nosotros mismos que somos ya hombres curtidos, no sé... hay algo.
A pesar de todo ello, tengo que hacerlo. No es por el dinero, ya ves, sólo son treinta monedas, un símbolo más que nada. Es por el bien de nuestra tierra, por todos los que amamos la libertad. Nuestras esperanzas están en juego. Y sin embargo tiene algo que...
Hay historias bíblicas que no aparecen en la Biblia sino en otros escritos de la tradición judía. Como es sabido, Dios y el Diablo tuvieron sus problemas y los hombres siempre estuvieron en medio.
Hay veces que nos vemos, nuestras miradas se cruzan un instante entre el humo y los gritos de alguna masacre; percibo su rostro a través de la bruma, noto su respiración fatigada que parece moverse entre los árboles calcinados. Su dolor antiguo me alcanza y me persigue. Ambos sabemos que nuestro destino es ése. No hay escapatoria. Juntos contemplamos el horror sin poder mover un músculo para cambiar nada, para intentar parar, de cualquier forma, toda la amargura que va dejando en cada pisada ese ser que se empeñó en crear.
El sexto día, al contemplar lo que Él creía la dulzura infinita de aquella tarde perfecta, un sentimiento nunca antes conocido inundó sus párpados, y de un golpe, y sin remedio, supo lo que era la soledad. Una idea se fue abriendo paso en su corazón. De nada sirvió que hablásemos, que tratásemos de explicarle que aquello no funcionaría, que la nueva creación que preparaba no era más que una enfermedad contagiosa y terrible y que llevaría el dolor y el caos por donde quiera que se expandiese.
Envió a varios ángeles a buscar la tierra más pura y perfecta de todos los lugares del mundo. Aquel ser llamado hombre que estaba dispuesto a crear debería desplazarse sobre la tierra y esta debería reconocerlo, amarlo, saber que, en cierto modo, era hijo suyo.
Sus manos se impregnaron de aquella arcilla. Lo llamó Adán que significa tierra, para que nunca olvidara cuál había sido su origen, pero hay quien dice que su nombre proviene del color rojo, que en la lengua hebrea se dice “adom”.
Crear se había convertido en una pasión tan intensa como la vida. Nada ni nadie tuvo la fuerza o el poder de ser escuchado.
—De ellos espero tanto —decía.
No fue orgullo, no fue envidia por tener que compartir su amor, no. Lo entendió mal, el suave roce de su paso nos bastaba. La geografía exacta de su mundo recién estrenado nos llenaba de hermosura. El sonido leve de su sombra era suficiente para iluminar cualquier principio de cualquier mañana. Su sonrisa era el agua del mundo. No supo o no pudo entenderlo.
Levanté mi mano y el desenlace es de todos conocido.
Él confiaba en las criaturas que había creado, les grabó en la frente la palabra Emeth que significa verdad. Cuando se vio obligado a expulsarlos borró la primera letra: la E, el alef. En la frente de Adán todos pudimos leer lo que quedó escrito: la palabra Meth que significa muerte.
Desde entonces lo veo y me ve a todas horas, nuestras miradas se cruzan. Ambos sabemos del dolor del otro, de la angustia del otro y de la mutua imposibilidad de consolarnos.
La historia de Noé (Génesis, 6:8) es, como todo lo del Diluvio Universal, una leyenda de origen sumerio, donde el protagonista se llama Utnapistin. Hay otros diluvios en distintas culturas.
Con el hacha en la mano y los ojos perdidos baja por las escaleras de la última bodega. Su mujer y sus hijos le siguen a corta distancia rogándole que se detenga.
—Dejadme, no sabéis lo profundo que es el silencio de Dios. Llevo cuarenta días sin escuchar su voz. Le llamo y no me responde, le suplico y no se apiada. Sólo la lluvia, esta maldita lluvia que lo anega todo, que resuena en el tejado del arca como si fueran martillazos. Todo el día la oigo, toda la noche, no puedo más. Es como si tanta agua hubiese ahogado a Dios, como si fuera a terminar por ahogarnos a todos.
—Espera, no seas loco, padre. Dios fue bueno con nosotros, nos eligió, te enseñó a construir este barco, esperó a que todo estuviese a punto ¿por qué iba a olvidarnos ahora?
—Calla, nada sabes de él, yo sí, yo he oído su voz de trueno en la llanura, su voz que no admite dilación, ni duda. Le oí decir: “Voy a exterminar de la tierra al hombre que he creado”.
—Pero ¿por qué se tomaría la molestia de salvarnos a nosotros para matarnos después?
—Es imprevisible. Crea el mundo y luego no le gusta. Y entonces, a tirarlo, a empezar de nuevo, como una diversión, como los niños que se aburren del juguete y lo abandonan. Su condición es el olvido, porque para él somos poco más que un instante.
Todos lo miran pero nadie se atreve a impedirle el paso. Noé se detiene en la parte más profunda de la inmensa barcaza.
—Dejadme, voy a acabar con este sueño absurdo, con esta pesadilla.
Alza el hacha y se dispone a descargarla sobre el fondo de la nave. Sem se arroja a sus pies interponiéndose entre el hacha y la madera.
—Padre, espera, la paloma volverá ¿por qué lo dudas? Tal vez no ha vuelto porque encontró tierra firme y se entretuvo.
—¡Aparta!
—Mátame si así lo quieres, padre, desahoga tu furia conmigo y da a los demás unos días para la esperanza.
—¿Qué esperanza? Estamos solos, sin tierra que sembrar, sin frutos que recoger. Los animales ya no aguantan más, morirán en estas bodegas, sin luz, sin agua, ¡con tanta agua! Nosotros también moriremos más tarde o más temprano, no lo dudes, sólo lo estamos aplazando. Y aunque no muriésemos, yo ya casi lo estoy. El silencio de Dios me está matando.
—Cuando salgamos, cultivaremos la tierra, padre, haremos un mundo mejor, haremos que Dios sonría, padre ¿te imaginas la sonrisa de Dios? Llenará el cielo. Nos hará olvidar estas noches de agua y abandono.
Pero Noé está ciego, está sordo, no quiere escuchar más que su propia desesperación. A un lado, su esposa solloza en los brazos de su nuera. El hacha vuelve a brillar en la penumbra, Sem oculta su rostro y, de pronto, se oye la voz de Cam, el segundo de los hijos, que entra gritando.
—La paloma, padre, la paloma ha vuelto, trae un ramo de olivo en el pico.
Lo poco que se nombra de los Magos de Oriente aparece en Mateo 2:1. El resto es todo tradición posterior. No se menciona cuántos eran ni sus nombres. En el Siglo VI, en un friso de la basílica de San Apolinar Nuovo, en Rávena, aparecen tres vestidos como persas, con gorro frigio. Los tres son blancos y por encima se ven los nombres actuales. Una leyenda posterior dice que fueron nombrados obispos y martirizados. La catedral de Colonia guarda un relicario gótico con supuestas reliquias de los tres personajes.
Todas las noches de luna clara solíamos mirar juntos las estrellas. La noche en que vimos cruzar el cielo aquel resplandor único, supimos que el destino del mundo estaba escrito en su rastro. Nos pusimos en marcha para seguirla ¡Cómo no hacerlo! Quien ha visto la luz ya no soporta la oscuridad. Parecía esperarnos. Cada noche, fiel a la cita, contemplábamos su largo vestido de sueños como una invitación. Los cuatro preparamos el equipaje necesario, añadimos presentes, quizá la luz nos llevase a través de esos países extraños donde desconocen la seda, donde el aroma inigualable del azafrán les resulta tan extraño como apetecible. Aprenderíamos tanto siguiéndola. Una impaciencia juvenil nos invadió, nos mirábamos con alegría nueva, recién estrenada, sorprendidos y nerviosos.
Emprendimos el camino, siempre detrás de aquel resplandor. Atrás fueron quedando desiertos, ríos, valles, templos y ciudades.