Eneros - Silvia Vera - E-Book

Eneros E-Book

Silvia Vera

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Beschreibung

En este relato, la autora explica, al comienzo, las razones psicológicas que descubrió en el 2023 que la llevaron a demorar 22 años para culminar este libro. La motivaba para escribir su convencimiento de dejar a sus hijos y sus nietos la mayor cantidad de datos de sus antepasados con el propósito de consolidar sus identidades. Descubrió que la lentitud para escribir fue causada por el miedo aprendido y no superado. Eneros narra la historia de amor con su esposo, intercalando en la cronología del relato situaciones de felicidad y otras de los años de la Triple A y la pérdida de la democracia, que fueron dolorosos y peligrosos, caracterizados por la persecución, la desaparición y la muerte de personas.

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Producción editorial: Tinta Libre Ediciones

Córdoba, Argentina

Coordinación editorial: Gastón Barrionuevo

Diseño de tapa: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Diseño de interior: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Vera, Silvia Rosa

Eneros / Silvia Rosa Vera. - 1a ed. - Córdoba : Tinta Libre, 2024.

142 p. ; 21 x 15 cm.

ISBN 978-987-824-856-1

1. Relatos Personales. 2. Autobiografías. 3. Reflexiones. I. Título.

CDD 808.883

Prohibida su reproducción, almacenamiento, y distribución por cualquier medio,total o parcial sin el permiso previo y por escrito de los autores y/o editor.

Está también totalmente prohibido su tratamiento informático y distribución por internet o por cualquier otra red.

La recopilación de fotografías y los contenidos son de absoluta responsabilidadde/l los autor/es. La Editorial no se responsabiliza por la información de este libro.

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

Impreso en Argentina - Printed in Argentina

Tinta Libre no se responsabiliza por la corrección textual de la obra ni por los errores ortotipográficos y gramaticales que pudieran leerse. El presente libro se publica fiel al manuscrito original entregado por el autor, bajo su pedido explícito de respetar la obra textualmente como fue escrita. El autor se responsabiliza por la corrección del texto de manera independiente y ajena a la editorial.

© 2024. Vera, Silvia Rosa

© 2024. Tinta Libre Ediciones

Dedico este libro a mis hijos:

Marcos, Mayra, Marlene, Sabrina.

A mis nietos: Santiago, Paula, Tadeo, Simón, Ignacio, Vicente y los que vendrán Dios mediante.

Deseo contribuir con el afianzamiento de la identidad de cada uno de ellos a partir del conocimiento de la historia familiar.

Prólogo

Dice mamá que cuando uno comienza a escribir se alivia. Que pareciera que escribir es terapéutico y sanador. Sin duda así es. Al escribir expresamos lo que vivimos y lo que somos. El acto de poner en palabras es el puntapié para hacer consciente lo inconsciente, para narrar lo obvio y decir lo indecible. Escribir sana, indefectiblemente.

A veces, leer también sana. Porque en las palabras de otro clarifico mi sentir y me reconstruyo con palabras nuevas.

En “Eneros” mamá no escribe solo la historia de amor con papá. Cuenta tramos de la historia de su propia vida, mirada desde el tamiz que da el tiempo y desde la madurez de una persona mayor que, de cualquier modo, evoca sus recuerdos con nostalgia.

En todos los otros textos que escribió se reflejan su gran capacidad de observación. En este libro en particular, se evidencia que escribe desde sus intereses y gustos personales. Sorprende leer la descripción exhaustiva que hace de la ropa que tal o cual persona lucía en determinada ocasión. Siendo ella hija de una madre instruida, inteligente, llena de dones que, hasta dominaba la costura y la calidad de los géneros, es de suponer que le permiten entramar esas descripciones en la historia. Relata con meticulosidad las construcciones, sus estilos, los parques y las flores. Se detiene también en “chismes históricos” de “gente importante” y su vínculo con la familia.

Cuando habla de los seres queridos mamá escribe desde sus mejores recuerdos. Quizá por eso delinea a quienes va nombrando por sus virtudes. Debo decir que, a los que conocí en persona y por las historias que me contaron de los que no llegué a conocer, todos fueron excelentes personas. Con sus dolores a cuestas y con sus características de personalidad no siempre tan agraciadas.

De todas maneras, como buena escorpiana, en su escritura aparecen referencias al dolor, la muerte, los accidentes, y las terapias intensivas. En coherencia con su profesión de psicóloga sabe que atravesar el dolor es un trampolín hacia una nueva versión de uno mismo.

La historia de amor de mis padres estuvo atravesada desde un principio por la fe cristiana y la política. Fue una historia que comienza dentro de un contexto histórico único en Argentina. Ellos fueron jóvenes comprometidos con sus ideas democráticas y sus ideales de igualdad en tiempos en los que hubiera sido más fácil no serlo.

Agradezco ser parte de esta historia.

Mayra Bonadero

Introducción

El andar por la vida tiene siempre momentos de intensa felicidad si tomamos consciencia de ellos. También lleva implícito otros complicados, silenciosos, solitarios, tristes. Existen por otra parte privilegios inesperados que asombran. Y ese andar continúa sin cesar.

Como a cualquiera que capta su necesidad de escribir, recién cuando comienza a hacerlo se alivia. Pero solo hasta un punto, porque los tirones interiores no son constantemente alicientes.

Escribir acerca de estos hechos ciertos podría significar pasar del placer sin censura, lleno de amor, de alegría, de sinceridad, al pesar doloroso que punza hasta ahora. Por eso la resistencia para sentarse en la computadora causó demoras o lentificó la tarea. Las ideas abarrotaban mi mente y sentía el latir fuerte del corazón.

Esta historia real se enreda con tantas otras. ¿Cómo encontrar un eje? ¿Cuál es el eje? Estoy dentro de “ese común” de las vivencias de quienes desean escribir.

¿La cronología podría brindar ese eje? No sería cierto asegurarlo. Empero, es una manera de poner orden a tanta confusión. Lo que puedo captar claramente es esa necesidad de poner en un escrito las ideas. Como que fuese terapéutico. Sanador. Otros escritores también lo afirman.

Me preguntaba si sería posible, aunque sea de a trocitos, escribir los acontecimientos y recuerdos acumulados correspondientes a casi toda una vida. No es fácil hacer una lectura profunda de la vida. Hacer actual el llanto o momentos felices es ardua tarea. A pesar de ello, la necesidad de escribir estaba ahí como la posibilidad de contar algo que, cara a cara, no puede lograrse. Nadie está dispuesto a escuchar largo tiempo. Escribir es como una de las maneras de ayudarse a sí mismo suavizando gradualmente el sentir que no puede expresarse con claridad. Y menos como un topetazo. O que no se comparte para no hacer sufrir a otros. En este caso primordialmente a mis hijos. Y con amistades era como ir regulando en pequeñas porciones los recuerdos y los sentimientos. Como dosificando los comentarios para que, si el otro deseaba y lograba poner su escucha, tuviera un lapso de tiempo para digerir y comprender sin juzgar.

Cuando venía a mi mente algo penoso y angustiante me apartaba del escrito por un tiempo, a veces meses, y hasta un año completo y más. Culpaba de ese distanciamiento al mismo hecho de escribir porque me producía tristeza. Como sostener un pensamiento concreto e infantil para justificar la demora del no hacer. No me daba cuenta que habían otras razones.

Mis tareas en la Universidad también se convirtieron en obstáculo. Restaban el tiempo para pensar, evocar, sentir y encontrar las palabras representativas de los significados.

Al mismo tiempo escribía y publicaba otros libros. Como resistiéndome a éste, pero siempre recordando que estaba pendiente.

Ahora mis hijos esperan este escrito con paciencia y se han convertido en los principales acicates.

Después de ir tan lento en este escrito, me incitaron y dieron ánimo las palabras de Gabriel García Márquez “Narrar es el estado humano que más se parece a la levitación”. Entonces, ¡a levitar se dijo! A pesar de todo.

Pero ocurrió que una vez que consideré terminado este libro, se lo envié a Mayra, una de mis hijas, por ser excelente lectora y escritora, con el propósito que subsanara lo que podría estar confundiendo en mis recuerdos y para que redactara el prólogo. Así obró. Pero me hizo un reclamo por teléfono que me tuvo dos días sin dormir. Noté en mi cuerpo extrema tensión que no podía controlar. Me dijo que no había mencionado en el escrito algunas de las vivencias que habíamos tenido con su padre en la época de la triple AAA, Alianza Anticomunista Argentina, luego durante el proceso militar y que, superficialmente, habíamos comentado a nuestros hijos.

Recordé que diez años atrás, estando reunida con Cristina Bajo en su casa, un periodista trajo a colación estos temas y yo intervine con un par de frases que no recuerdo. Inmediatamente se dirigió a mi desafiante diciendo que, si yo estaba en el mundo de los escritores, debería escribir lo que viví en aquellos tiempos de horror porque ellos, según él, periodistas jóvenes, escribían “boludeces” sobre situaciones que les contaban.

Esa superposición en mi mente, el de la solicitud de mi hija y la de este periodista, me obligó a recordar lo que, inconscientemente, debo haber evitado durante muchísimos años.

Naturalmente, sin proponérmelo, reflexionaba sin parar. Pasé dos noches sin dormir y sin poder tomar una decisión porque mi intención solo era dejarle a mis descendientes una especie de árbol genealógico redactado. Finalmente comencé a releer lo escrito y luego fui intercalando, de a poco, las situaciones terribles vividas y recordadas. Esto ocasionó más demora y en dos o tres semanas, mientras escribía incorporando lo recordado, comenzó a caerse mi cabello, de tal manera que tuve que recurrir a la ayuda de medicamentos para frenar la caída. Traer aquí y ahora aquellos miedos afectó mi cuerpo a causa de la extrema tensión que me producían los recuerdos como si estuviera en aquélla época de persecución ideológica.

Eneros

CAPÍTULO I

Juego riesgoso

Era una soleada tarde de otoño de un fin de semana. Es fácil imaginar la invasión del dorado de las hojas tanto en los árboles como en el suelo del extenso parque de una casa incrustada en la soledad de las sierras de Córdoba. Allí estábamos toda la familia. Mis cuatro hijos y nosotros dos. Las características predominantes de Jorge Eduardo, mi esposo, eran la alegría y la predisposición natural a ser aventurero. Y las ponía en práctica en cada situación factible para estimular a nuestros hijos emocionándolos. Cuando prestaba atención a lo que hacía, mis suspiros se debían a la preocupación acerca de que alguno de sus arriesgados juegos, ideados en ese momento, les produjera algún daño. Eran una suerte de travesuras que los chicos disfrutaban. Él no sentía ningún temor. Por el contrario, le daban gran satisfacción.

En ese entonces teníamos caballos y los montaba de un solo salto sin emplear los estribos y cabalgaba sin riendas. Hasta bailaba arriba de estos animales al compás de músicas preferidas por mis hijos. La yegua tuvo un potrillo y cuando creció lo entregó un tiempo para ser domado. Lo montó para comprobar si estaba listo para que los niños no corrieran ningún peligro. Al verlo cabalgar durante esa prueba, recuerdo que mientras se alejaba, yo temblaba. Temía que su extrema seguridad concluyera en una caída.

Esa tarde inventó un juego. ¡Qué juego! Llevaba tomadas de mis manos a mis dos hijas menores para acceder a la piscina. Debíamos caminar por el parque de la casa y ascender por una escalinata de césped hasta un nivel superior a unos cincuenta metros de la casa. Mientras subíamos una víbora, muy cerca nuestro, se desplazaba rápidamente con la cabeza erguida. No recuerdo haber gritado, sin embargo, Jorge Eduardo llegó a los pocos segundos mientras yo arrastraba a mis hijitas alejándome. Él había escuchado el grito que nunca pude recordar que emití. Se internó entre las plantas persiguiéndola y desapareció. Sentía los fuertes latidos del corazón. Otras veces lo había visto conectarse con estos animales como si fueran sus caballos. En la playa del río de Yacanto, un verano, había dejado mi toalla sobre la arena en plena siesta. Luego de una corta caminata me agaché y tomé de una punta la toalla. Una víbora yacía enrollada sobre ésta. El animal salió despavorido, no sé si asustado por el tirón que le di a la toalla o por el grito que sí recuerdo haber emitido. Deslizándose por la arena rápidamente se metió al agua. Jorge Eduardo estaba muy cerca y vio la escena. Sin perder de vista al animal entró al río que, en ese lugar, serpenteaba haciendo una curva muy cerrada. Y comenzó a perseguir la víbora que se esforzaba por salir del agua intentando ascender por las paredes de lajas y piedras que encajonaban esa parte del río. A grandes voces le pedía que regresara. Pero él siguió nadando hasta que desapareció en la curva. Un matrimonio de franceses se compadeció de mi situación y trataba de tranquilizarme. La espera fue larguísima y la inquietud no me permitía ni sentarme. Mi mirada estaba fija en la curva del rio. El tiempo pasaba muy lentamente. Hasta que escuché su voz grave que no provenía del agua sino de la parte superior de la montaña. Traía a la víbora colgada en un palo como un trofeo, pero muerta. ¡Gran alivio!

Y en esta oportunidad en el parque de la casa y que, si bien no recuerdo haber gritado pero que seguramente lo hice como para que él apareciera en segundos, yo evocaba aquella situación de Yacanto. Mas esta vez regresó con la víbora ¡viva! Ajustaba la cabeza entre dos dedos de la mano derecha que la obligaban a permanecer colgada.

Mis hijos miraban azorados. Y comenzó a diseñar otro juego. Mientras continuaba manteniendo la cabeza de la víbora presionada entre sus dedos, nos pidió una botella de vidrio que acostó sobre el césped e introdujo la víbora y una hormiga. Invitó a mis hijos a apostar, con mayor o menor cantidad de piedras minúsculas, cuál de los dos animales saldría primero. Yo tomaba distancia, por temor, sin saber en qué colaborar. Como resultado del experimento, la hormiga salió primero y ganaron dos de los niños. Yo perdí.

CAPÍTULO II

Nuestros padres

Los padres de Jorge Eduardo: Pichona y Antonio

María Angélica Alberdi —Pichona— quien sería mi suegra en el futuro, fue hija de un acaudalado comerciante de un pueblo llamado Correa. Vivió su niñez en la casa esquina de su padre, la más importante del pueblo y la que provocaba miradas porque tenía en su torre el reloj del pueblo. No había escuelas por lo que una maestra les enseñaba, a ella y sus hermanas, en un sector que nombraron “la escuelita” dentro de la gran casa. Muy añeja y deteriorada, se conserva aún. Luego debían rendir los exámenes trasladándose a la ciudad de Rosario para pasar al grado siguiente. Para cursar los estudios secundarios vivió en Rosario y ya casada y esperando su cuarto hijo, Jorge Eduardo, egresó de la Universidad Nacional de Córdoba con el promedio más alto como profesora de francés. Jorge Eduardo, a causa del apellido Alberdi, de manera simpática comentaba que era descendiente de Alberdi, quien como abogado desde el exilio en Chile escribió Las Bases que luego sirvieron para nuestra Constitución de 1853. Dos de sus hermanos tenían dudas acerca de esa rama ascendente. No podían asegurarlo por no tener pruebas fehacientes en el árbol genealógico.

A Antonio Bonadero, papá de Jorge Eduardo, lo vi por primera vez en una celebración de cumpleaños, un medio día, sentado en un cómodo sillón de jardín en el patio de su casa, elegantísimo con una robe de chambre corta color bordó. Estaba recién jubilado como camarista de la justicia cordobesa. Muy caballero y gentil, pero de mirada triste. Nacido en Villa María había realizado sus estudios primarios en el Colegio Francés de Córdoba, luego en el Colegio Monserrat y egresó de la Universidad Nacional como abogado.

Pichona y Antonio se conocieron en el club social de Río Ceballos en una fiesta a la que se debía concurrir con traje largo. Su luna de miel fue atravesar el Atlántico en barco para recorrer las principales ciudades de Europa. Todo facilitado por el perfecto francés de quien en el futuro sería mi suegra.

Mis padres: Luis y Manira

Mi padre Luisito, nacido en Cachi, provincia de Salta que en el mapa rodea a la de Jujuy. Y tanto la rodea que, para trasladarse a algunos puntos de su provincia, los “salteños” necesariamente tienen que entrar y cruzar por territorio “jujeño”. Hijo de Rosa Alvarado y de Adolfo Vera. Ambos fueron docentes.

Lo que es parte de la historia familiar es que mi abuelo pudo cursar los estudios para graduarse como maestro. Podría decirse que gozaba de mayor jerarquía porque tenía el título que lo acreditaba. En un museo de Salta consta que el presidente de la Nación, Julio Roca que estuvo en Salta a fines de 1890, les entregó personalmente el título a los dos primeros egresados. Uno de ellos era mi abuelo paterno. Se casó y enviudó de una mujer adinerada. Un tiempo después de recibir la herencia, se casó con quien sería mi abuela. Bellísima mujer delgada, cabello largo y rubio y de ojos verdes. Cuando en los veranos íbamos a Cachi, teniendo yo 7 años y más, yo me quedaba fascinada mirándola cepillarse el cabello frente al espejo. Quizá eso influyó para que siempre mantuviera mi cabello largo.

Ella era descendiente directa del General Rudecindo Alvarado quien cruzó los Andes con San Martín en 1817 y que ya había participado anteriormente en la Batalla de Tucumán y otras ascendiendo por sus méritos. También se embarcó hacia Perú con el General San Martín que, cuando decidió retirarse regresando a Argentina, lo dejó al mando del ejército con el título de Gran Mariscal del Perú.

A mis abuelos el dinero les permitía tener no sólo confort para la época, sino cierto lujo por el tipo de vajilla que usaban diariamente, muebles y cuadros que habían sido traídos del Potosí a lomo de mula, o que habían entrado por puertos de Chile o del propio Buenos Aires.

El reconocimiento de salteños por mi abuela Rosa, como excelente docente y directora de una escuela primaria, provocó que se le adjudicara su nombre a una escuela de la provincia de Salta. “Rosa Alvarado de Vera”.