Entremeses - Miguel de Cervantes - E-Book

Entremeses E-Book

Miguel de Cervantes

0,0

Beschreibung

Los entremeses son el hermano pequeño del teatro de Cervantes, con los que logra brillar más que en sus comedias y tragedias. En los ocho entremeses despliega Cervantes un amplio abanico de ideas, recursos y temas. Un libro con el que el autor del "Quijote" pretende dar un golpe en la mesa dramática del Siglo de Oro.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 366

Veröffentlichungsjahr: 2020

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Miguel de Cervantes

Entremeses

Edición de Adrián J. Sáez

 

Índice

INTRODUCCIÓN

La mitad de un libro

Ocho eran ocho

Un mundo en miniatura

La larga vida del teatro breve (nota de urgencia)

ESTA EDICIÓN

BIBLIOGRAFÍA

ENTREMESES

Entremés del Juez de los divorcios

Entremés del Rufián viudo llamado Trampagos

Entremés de La elección de los alcaldes de Daganzo

Entremés de La guarda cuidadosa

Entremés del Vizcaíno fingido

Entremés del Retablo de las maravillas

Entremés de La cueva de Salamanca

Entremés del Viejo celoso

APARATO TEXTUAL

AGRADECIMIENTOS

CRÉDITOS

Introducción

Para el capitano Daniele Crivellari,gemello diverso, mi hermano italiano.

La fe en el disparate. La amistad que no muere.

(Luis Alberto de Cuenca, «La película», La caja de plata, 1985).

 

LA MITAD DE UN LIBRO

Ni Cervantes era un doctor Jeckyll y Mr. Hyde avant la lettre ni tenía un gemelo bobo que se dedicaba como podía al teatro, casi como un pecadillo venal: por mucho que pueda sorprender la genialidad del Quijote y las Novelas ejemplares frente a la dramaturgia cervantina en su lucha con —más que contra— el modelo de la Comedia nueva, en verdad se trata de otro teatro, de otra fórmula teatral1. Por eso, el careo directo y con el colmillo torcido no tiene mucho sentido, y, en compensación, conviene contemplarlo en su lugar2.

No todo por «ser de Cervantes» es mejor. Es más, con el drama cervantino parece tratarse de un querer y no poder con «cierta grandeza trágica» (Pedraza Jiménez, 2006, 179-180), pero tampoco hay que pasarse: quedarse en comparaciones injustas y odiosas con Lope y compañía, tratar de comprender el contraste con el genio novelesco no puede dar mucho más que comentarios tan estériles como maliciosos (acciones estáticas, estructura imperfecta, unidad defectuosa, e così via). Y menos con los entremeses, porque de las comedias y tragedias a los entremeses hay una serie de diferencias capitales, si bien en el principio van de la mano.

Como las buenas historias, todo comienza con un flechazo, pues Cervantes era un enamorado del teatro desde siempre. Las declaraciones de su afición se encuentran un poco por todas partes y solo pueden paragonarse con el amor por la poesía que proclama a los cuatro vientos. De hecho, cuando don Quijote dice que «desde mochacho fui aficionado a la carátula, y en mi mocedad se me iban los ojos tras la farándula» (II, 11) es el propio Cervantes quien se asoma, pero hay más, mucho más, entre guiños, opiniones y pasajes dramáticos3: amén de una galería de lances de sabor entremesil (ver más adelante), episodios como la Carreta de las Cortes de la Muerte (Quijote, II, 11) y el retablo de maese Pedro (II, 25-27) dibujan ciertos aspectos de la dramaturgia contemporánea, hay discusiones sobre ideas teatrales por aquí y por allá (Quijote, I, 47-48; II, 12), se aplauden las «lamentables tragedias» y las «comedias alegres y artificiosas» (II, 16) como uno de los pocos productos vendibles, Pancracio de Roncesvalles se presenta en la «Adjunta» como un poeta dedicado especialmente al estilo «cómico» (Viaje del Parnaso, 397) y Cervantes moriría con las botas puestas, porque en el Persiles también hay su poco —o su mucho— de teatro. De hecho, es una pasión que dura toda la vida, porque a la afición de juventud del primer teatro clásico español presidido por Lope de Rueda (de «muchacho», dice en el prefacio al teatro, 8) se añade el descubrimiento de la commedia dell’arte durante su estancia italiana como soldado, sigue en contacto con el teatro durante el cautiverio (según deja ver en Los baños de Argel) y, ya a su regreso, prueba suerte en el mundillo teatral por dos veces; y ni siquiera con su abandono, confesado con tanto dolor como osadía, acabará la cosa: ahí están todos los pasajes dramáticos de las novelas.

La comparación con la poesía no es baladí, porque en ambos casos dedicación y pasión no fueron de la mano con el éxito, y dejaron una espina clavada en el corazón de Cervantes, que, eso sí, trataría de sacarse de al menos dos formas: si el regreso al circuito teatral no le fue bien, se defiende en varias figuraciones autoriales y en su apuesta dramática pública. La autopresentación de Cervantes comprende tanto comentarios sueltos espigados aquí y allá (el diálogo entre la Comedia y la Curiosidad en El rufián dichoso, y la discusión entre el cura y el canónigo de Toledo en el Quijote, I, 47-48) como declaraciones a cara descubierta, encabezadas por una tirada en primera persona en el Viaje del Parnaso (IV, vv. 13-68), que permite al poeta defender con orgullo su producción (novelesca, poética y teatral), así como exhibir —todo lo en silueta que se quiera— sus ideas literarias4.

En este salto al ruedo con nombre y apellidos, en medio de una guerra entre poetas con mucho de prise de position en el campo literario del momento (Ruiz Pérez, 2006, 2011 y 2018), hay lugar para el teatro. Así, dice con el vigor del yo:

Soy por quien La confusa, nada fea,

pareció en los teatros admirable,

si esto a su fama es justo se le crea.

Yo, con estilo en parte razonable,

he compuesto comedias que en su tiempo

tuvieron de lo grave y de lo afable.

(IV, vv. 16-21)

También entra en la cuenta la defensa de la invención y una referencia directa a un entremés (La guarda cuidadosa) de tema fregonil, junto a otras dos calas parejas (la novela La ilustre fregona y la comedia La entretenida):

Yo soy aquel que en la invención excede

a muchos; y al que falta en esta parte,

es fuerza que su fama falta quede.

[...]

Yo, en pensamientos castos y sotiles,

dispuestos en sonetos de a docena,

he honrado tres sujetos fregoniles.

(IV, 28-30 y 49-51)

E incluso el famoso e irónico terceto viene a cuento: «Yo, que siempre trabajo y me desvelo / por parecer que tengo de poeta / la gracia que no quiso darme el cielo» (I, vv. 25-27).

Ahora bien, de la misma manera que el Viaje del Parnaso es un golpe sobre la mesa en materia poética, donde Cervantes se luce como poeta y hasta establece un canon de buenos y malos, también se preocupa por presentarse en público y de una vez por todas como dramaturgo. Y lo hace con las Ocho comedias y ocho entremeses nuevos nunca representados (Madrid, Viuda de Alonso Martín, 1615), que dejan en nada todos los guiños previos y se publican casi a la par del segundo Quijote, en una muestra de la importancia del envite que se redondea con toda la fuerza del título: textos tan nuevos como nunca representados. Y, por si alguno no se había enterado, lo repite en la «Dedicatoria al conde de Lemos»: «si alguna cosa llevan razonable [estas comedias y entremeses], es que no van manoseados ni han salido al teatro», con una irónica puyita de regalo a «los farsantes, que, de puro discretos, no se ocupan sino en obras grandes y de graves autores, puesto que tal vez se engañan» (15).

La sorpresa debió de ser mayúscula, porque la afirmación daba un giro total a la dinámica al uso, con las habituales proclamaciones publicitarias de las comedias, que se presentaban famosas y presumían de haber pasado por los repertorios («Representose...») de los autores de comedias Fulano y Mengano. Se trata, pues, de un libro polémico de cabo a rabo, crítico y rebelde por dentro y por fuera, aunque ciertamente no se pueda decir que fuera una novedad absoluta: el mercado de los libros de teatro para la lectura se estaba desarrollando más y más, y el empuje de la fama sonriente por el éxito del Quijote hacía las veces de paraguas de los buenos.

Pero la provocación era clara en esta puesta de largo y se remacha en el «Prólogo al lector», que ofrece una minihistoria del teatro español y una presentación del curriculum teatral cervantino, que permite conocer algunas de sus ideas dramáticas, y todo ello marcado por el interés en primera persona. Con el marco de una ficticia «conversación de amigos, donde se trató de comedias y de las cosas a ellas concernientes» (9), que tan buenos réditos había dado ya en el primer Quijote, Cervantes se lanza a presentar su visión del teatro. Y lo hace con orgullo, como se apresura a avisar un par de veces cuando pide perdón por salir «algún tanto de mi acostumbrada modestia» y «de los límites de mi llaneza» (9 y 11). Para ello, se aprovecha de la perspectiva del tiempo, ya que es «el más viejo» de la reunión y la «edad madura» (9-10) le permite conocer de primera mano la materia, esto es, la evolución y el perfeccionamiento de la comedia, que tiene lugar en una cadena con tres eslabones: el paladín Lope de Rueda, a quien admira a rabiar, Pedro Navarro, un oscuro personaje del que poco se sabe, y el propio Cervantes. Nada dice de Lope de Vega, padre de la Comedia nueva y rey de los escenarios coetáneos, al que solo dedica un comentario irónico («entró luego el monstruo de naturaleza, el gran Lope de Vega, y alzose con la monarquía cómica», 12), para condenarlo al silencio después de los rifirrafes pasados5: ya se dice que «el mejor desprecio, es no hacer aprecio». Es cierto que al poco redondea su canon con un puñado de nombres más (fray Alonso Remón, Miguel Sánchez, Mira de Amescua, Guillén de Castro, Gaspar Aguilar, Vélez de Guevara, Antonio de Galarza y Gaspar de Águila), pero el escenario es todo suyo.

Como quien no quiere la cosa, se presenta de inicio como un poeta de éxito que ha logrado llevar sus comedias a las tablas, reivindica la paternidad de dos importantes cambios en la fórmula dramática (la reducción a tres jornadas, y la representación de «las imaginaciones y los pensamientos escondidos del alma» mediante el uso de «figuras morales», 11-12) y establece dos etapas en su dedicación al teatro: los triunfos iniciales (que se pueden situar en 1582-1586/1587) y el desengaño posterior (1592-1615), con un período de transición marcada por el abandono de la escritura («Tuve otras cosas en qué ocuparme, dejé la pluma y las comedias», 12) y la búsqueda del pan de cada día en otros menesteres6. A nada que se mire, se ve que hay mucho de autobombo y de ironía de la fina, pues ponerse como un primer espada del desarrollo dramático y dar a entender que la revolución lopesca tiene lugar poco menos que porque él se retira a otros asuntos es mucho decir.

En este contexto, solo resta por explicar el sentido del volumen, de un libro de teatro para la lectura, que Cervantes presenta como un remedio frente a un panorama dramático que estaba puesto patas arriba. Las dieciséis comedias y entremeses proceden de su tentativa de regreso y el salto al libro apenas se presenta como una carambola:

volví a componer algunas comedias, pero no hallé pájaros en los nidos de antaño; quiero decir que no hallé autor que me las pidiese, puesto que sabían que las tenía; y, así, las arrinconé en un cofre y las consagré y condené al perpetuo silencio. En esta sazón me dijo un librero que él me las comprara, si un autor de título no le hubiera dicho que de mi prosa se podía esperar mucho, pero que, del verso, nada (13-14).

Pese a la mala fama, según parece, la propuesta del librero (Juan de Villarroel, que también se ocuparía del Persiles) es firme y Cervantes se preocupa por echar un vistazo a sus textos, seguramente en un guiño a la importancia que concedía a la reescritura, sea como «escritor de baúl» (Márquez Villanueva, 1995, 186-187): que componía a salto de mata cuando buenamente podía, o como signo de búsqueda de la perfección7:

Torné a pasar los ojos por mis comedias y por algunos entremeses míos que con ellas estaban arrinconados, y vi no ser tan malas ni tan malos que no mereciesen salir de las tinieblas del ingenio de aquel autor a la luz de otros autores menos escrupulosos y más entendidos. Aburrime y vendíselas al tal librero, que las ha puesto en la estampa como aquí te las ofrece. Él me las pagó razonablemente; yo cogí mi dinero con suavidad, sin tener cuenta con dimes ni diretes de recitantes (14).

Conciencia de la valía personal («vi no ser tan malas ni tan malos»), un punto de tristeza («Aburrime») y desapego frente al mercado y la profesionalización («sin tener cuenta...»), que va de perlas con la concepción de la literatura del prólogo a las Novelas ejemplares: «mi ingenio las engendró, y las parió mi pluma y van creciendo en los brazos de la estampa» (19) (Ruiz Pérez, 2006, 22-24).

Poco antes, en la «Adjunta al Parnaso» había dicho que pensaba dar «a la estampa» sus comedias y entremeses «para que se vea de espacio lo que pasa apriesa y se disimula, o no se entiende, cuando las representan. Y las comedias tienen sus sazones y tiempos, como los cantares» (400). Pero no era su momento.

El teatro cervantino es una nueva «mesa de trucos» a juego con las Novelas ejemplares, que despliega todo un abanico de ideas y motivos, recursos y temas. De buenas a primeras, quizá se podría definir como una propuesta a contracorriente, no tanto experimental por lo que tiene de visionario heterodoxo —como tantas veces se quiere decir—, sino con otras coordenadas, porque Cervantes gusta y practica un teatro que mira hacia atrás y posee modelos precedentes, que parece vivir en el recuerdo de una juventud mejor y —como siempre— un poco idealizada (y lo mismo vale para la poesía, más rinascimentale que otra cosa).

Ya lo dice en el rico prólogo, que vale como una exposición tanto de sus gustos como de su teoría dramática a partir de sus recuerdos de niñez y mocedad, a modo de retrato en negativo:

todos los aparatos de un autor de comedias se encerraban en un costal, y se cifraban en cuatro pellicos blancos guarnecidos de guadamecí dorado, y en cuatro barbas y cabelleras y cuatro cayados, poco más o menos. Las comedias eran unos coloquios, como églogas, entre dos o tres pastores y alguna pastora; aderezábanlas y dilatábanlas con dos o tres entremeses, ya de negra, ya de rufián, ya de bobo y ya de vizcaíno. [...] No había en aquel tiempo tramoyas ni desafíos de moros y cristianos, a pie ni a caballo; no había figura que saliese o pareciese salir del centro de la tierra por lo hueco del teatro, al cual componían cuatro bancos en cuadro y cuatro o seis tablas encima, con que se levantaba del suelo cuatro palmos; ni menos bajaban del cielo nubes con ángeles o con almas. El adorno del teatro era una manta vieja, tirada con dos cordeles de una parte a otra, que hacía lo que llaman vestuario, detrás de la cual estaban los músicos, cantando sin guitarra algún romance antiguo (10-11).

Dejando aparte los comentarios de historiografía dramática —que he podado un tanto— y otras ironías sobre las revoluciones in process, en este repaso melancólico brilla la defensa de la sencillez y la importancia concedida al texto frente al fuerte desarrollo de los accesorios escenográficos propiciados por la llegada de ingenios italianos, entre otros detalles. Y en el centro se sitúa el entremés, por lo que se puede decir que Cervantes entiende el entremés, no como comedia antigua (Wardropper, 1978), sino como el representante emblemático de su idea dramática, una suerte de «arte clásico de hacer teatro» (mejor que «arte viejo», como dice Johnson, 1981).

En plata: «el teatro cervantino es hijo del siglo XVI, con todo lo que ello significa, pues nace de una concepción dramática propia de ese siglo y desbancada en el siguiente» (García Aguilar, Gómez Canseco y Sáez, 2016, 9). Es como si Cervantes se moviera con el pie cambiado, porque —de cierto modo— sigue el ritmo de otra música, fuera de repertorio y alejada de las novedades. Y ya se sabe: los tiempos cambian que es una barbaridad, adaptarse o morir, etc.

Todo lo dicho vale tanto para las comedias y tragedias como para los entremeses; o casi, porque todo lo que tiene de exageración la declaración cervantina sobre su papel en el desarrollo del teatro en general se puede dar por válido con los entremeses, un género ya crecidito que Cervantes reinventa a su manera. Es más: con la honrosa excepción de La Numancia, el desdén y el silencio han sido la nota dominante de los textos mayores, mientras que los entremeses han tenido buena fortuna (de crítica, recepción y reescrituras), dándose la paradoja de que el hermano pequeño del teatro cervantino sea el mejor representante del ingenio dramático de Cervantes. O lo que es lo mismo: únicamente los ocho textitos entremesiles que se editan en esta ocasión son parte del canon dramático del Siglo de Oro. Hay que decirlo alto y claro, pues son ocho entremeses como ocho soles: El juez de los divorcios, El rufián viudo, La elección de los alcaldes de Daganzo, La guarda cuidadosa, El vizcaíno fingido, El retablo de las maravillas, La cueva de Salamanca y El viejo celoso. Y eso que constituyen solo la mitad del libro, porque sencillamente son la segunda parte de la entrega (al lado de El gallardo español, La Casa de los Celos, Los baños de Argel, El rufián dichoso, La gran sultana, El laberinto de amor, La entretenida y Pedro de Urdemalas) y constituyen algo menos de la producción dramática total, con un saldo de ocho minitextos frente a once comedias completadas con tres manuscritos (La Numancia, El trato de Argel y La conquista de Jerusalén por Godofre de Bullón)8.

Si la salida pública con la escolta de otras tantas comedias parece restarles autonomía y hasta valor, se verá que los entremeses tienen un lugar propio: es otro mundo, que engarza a las mil maravillas dentro del libro con La entretenida y especialmente con Pedro de Urdemalas, dos comedias cómicas por los cuatro costados que dejan la puerta abierta para la fiesta entremesil.

OCHO ERAN OCHO

Cervantes salta a la palestra pública con ocho comedias y ocho entremeses, aunque para hacer bien las cuentas habría que decir toda la verdad: es un seis más dos, porque primero había seis de cada y posteriormente se redondea la entrega con una ración algo mayor. Lo relata —personaje mediante— en la «Adjunta al Parnaso», cuando responde a una pregunta de Pancracio de Roncesvalles sobre si tiene alguna comedia lista en el momento, diciendo: «Seis tengo, con otros seis entremeses» (399), que decide imprimir para la lectura, en una suerte de recepción calmada («para que se vea de espacio lo que pasa apriesa y se disimula, o no se entiende, cuando las representan», 400).

Del Viaje del Parnaso a las Ocho comedias y ocho entremeses hay apenas un suspiro, y se mete de por medio el apresurado proceso para sacar el segundo Quijote tras el atentado del falso Avellaneda, lo que quiere decir que las dos comedias y los dos entremeses añadidos a la docena inicialmente iniciados tuvieron que escribirse a uña de caballo. Básicamente hay dos opciones: la composición desde cero o la revisión de borradores o textos previos de esas «veinte comedias o treinta» representadas sin «ofrenda de pepinos ni de otra cosa arrojadiza» («Prólogo al lector», 12).

En el caso de las comedias se da por bueno que algunas son resultado de un proceso de reescritura, de acuerdo con una práctica común cuando se daba el salto de la escena a la imprenta9: El bosque amoroso puede ser la base de La Casa de los Celos, La gran turquesca parece dar pie a La gran sultana y se da una transformación radical de El trato de Argel a Los baños de Argel, a la vez que El laberinto de amor quizá esté inspirada en La confusa de la que tanto presume Cervantes, sin que se haya conservado rastro alguno10. O sea, que la etiqueta de nunca representadas es una verdad a medias si se entiende en todo el sentido de la expresión (porque en otro estado habían subido a escena) y totalmente auténtica si se tienen en cuenta los muchos cambios entre las versiones. En cambio, nada similar se dice sobre los entremeses, de modo y manera que seguramente los dos añadidos sean textos frescos y nuevos.

Más todavía, porque todos los entremeses se tienen por composiciones tardías, sobre los que nada dice hasta su regreso a las tablas, por lo que se establece un grupo algo más tempranero y otro más tardío, posiblemente de escritura mas apresurada11: los seis primeros en prosa (El juez de los divorcios, La guarda cuidadosa, El vizcaíno fingido, El retablo de las maravillas, La cueva de Salamanca y El viejo celoso) se pueden situar en 1609-1614, con la ayuda de unas pocas referencias internas (la aparición de Escarramán en El rufián viudo, un documento firmado por el sacristán Pasillas en La guarda cuidadosa y los comentarios de actualidad de El vizcaíno fingido), mientras que la pareja de entremeses en verso se suelen tener por textos posteriores a 1614 (Asensio, 1965, 98-99; Baras Escolá, 2012, 170-172), salgan de la nada o sean bocetos remozados para un libro que, según todo parece indicar, fue planificado deprisa y corriendo a la vez que el segundo Quijote (ver infra los comentarios textuales)12.

Sea como fuere, la publicación de ocho comedias en compañía de ocho entremeses plantea dos cuestiones del mayor interés: el número y la equiparación entre los dos géneros. La razón de la elección de ocho textos de cada ha dado lugar a muchas cábalas, empezando porque quizá fuera una pura casualidad (acaso por falta de más comedias recientes a la mano, como apunta Presotto, 2016, 196), aunque parece más bien que se trata de un proyecto cuidado de conformación de un legado artístico, por lo que la decisión sobre el número de textos y de las comedias en cuestión debe de ser una clave bien meditada y significativa.

Si no es a la buena de Dios, tienen que darse razones para una sinrazón aparente y al menos puede haber tres13: la defensa de una idea de teatro más cercana al entremés que a otra cosa, la reivindicación de su genio entremesil y un golpe a la dinámica imperante en el mercado editorial. Cierto es que Cervantes apenas dedica un par de comentarios a los entremeses en el prologuillo a las Ocho comedias y ocho entremeses, cuando recuerda que las comedias se aderezaban y dilataban «con dos o tres entremeses, ya de negra, ya de rufián, ya de bobo y ya de vizcaíno» (10) y en la despedida advierte que «el lenguaje de los entremeses es proprio de las figuras que en ellos se introducen» (14), en referencia al decoro, al estilo llano y a la prosa14. Sin embargo, la primacía absoluta de Lope de Rueda en el canon dramático cervantino es toda una declaración de intenciones que establece una filiación directa, marca la importancia del género para Cervantes y favorece la combinación y equiparación numérica entre comedias y entremeses15. Y, si eran «bienes mostrencos» (Asensio, 1986 [1970], 8) que nadie tenía en mucho, Cervantes los difunde en igualdad de condiciones con la comedia y con nombre y apellidos. Así, la ecuación es sencilla: ante la escritura de un teatro nuevo por clásico (o viejo), que sorprende en medio de la revolución dramática del momento, es de lo más normal que también la propuesta editorial se desmarque de las tendencias imperantes.

En este sentido, Cervantes contaba con algunos modelos editoriales que imitar o esquivar: 1) Las cuatro comedias y dos coloquios pastoriles (Valencia, Joan Mey, 1567) de Lope de Rueda a cura de Joan Timoneda, 2) los libros de teatro, con la variante puramente entremesil, 3) algo de Lope de Vega, con sus más y sus menos habituales, y 4) un ejemplo clásico, que siempre viene bien tener en mente.

Lope de Rueda era para Cervantes poco menos que un santo y puede que tomara la idea de juntar comedias y entremeses de su libro (con cuatro comedias, dos coloquios y una lista de catorce pasos desgajables), pero ya se sabe que el discípulo tiene que tratar de superar al maestro y acaso intentara hacerlo ampliando el número de unos y otros textos de una forma más equilibrada16.

Es claro que el diseño editorial de las Ocho comedias y ocho entremeses va al rebufo de las partes de comedias, que sacaban partido de las posibilidades de la imprenta para la difusión del teatro y alimentaban el gusto del público en tandas de doce comedias, que cobraban una segunda vida en la lectura tras la escena (o una primera, en el caso cervantino). En este marco mayor, poco a poco se configura la modalidad de los libros de entremeses, que da carta de naturaleza a unas piezas que normalmente solo se recogían en las primeras partes como elementos del espectáculo (con loas y entremeses) y explotan por un tiempo a partir de 1640 con el espaldarazo de la Jocoseria (Madrid, Francisco García Arroyo, 1645) de Quiñones de Benavente (Gómez Sánchez-Ferrer, 2014), con lo que Cervantes con su proyecto editorial sería un adelantado: no un pionero absoluto porque ya se conocían entregas con algún que otro entremés en medio de las comedias, pero sí el primero en sacar tantos textitos y en una sección propia al final, que se puede tener como un signo de autonomía y valor.

También puede que se trate de un nuevo lanzazo contra tres proyectos de Lope: las SeiscomediasdeLope de Vega (Lisboa, Pedro Craesbeck, 1603), aunque sea una tanda bastarda; dos entregas lopescas con unos pocos entremeses insertos (Comedias famosas, Valencia, Gaspar Leget, 1605, con cinco falsos; y la Tercera, Barcelona, Sebastián de Cormellas, 1612, con tres)17; y el anuncio editorial de El peregrino en su patria (Sevilla, Clemente Hidalgo, 1604) de la intención de publicar «ocho comedias» correspondientes a ocho noches «en otra parte, por no hacer aquí mayor volumen» (V, 648, más otras dos que se anuncian poco después), y que podría ser solo una bravuconada contra el espurio volumen portugués o un proyecto doble de dar a luz un volumen de ocho comedias selectas y una continuación de la novela peregrina con otras dos piezas, según propone con tino Fernández Rodríguez (2019)18. De ser así, las Ocho comedias y ocho entremeses de Cervantes podrían ser un intento de ganar por la mano a Lope tanto en su estreno en la imprenta por falso que fuera como de los entremeses que saca, o —quizá menos— la realización de la idea peregrina.

Por último, quizá Cervantes conociera la antología Auctores octo morales (Lyon, Jean du Pré, 1485, con muchas reediciones), que agrupaba ocho joyas latinas (los Dísticos de Catón, el Faceti Libellus, el Libellus o Ecloga de Teodulo, De comptentu mundi, los Floreti dogmata, el Thobiae gesta de Vendôme, el Doctrinale de Alain de Lille y Esopo) en un «toilette humanista» (Furno, 2014) que hacía las veces de compendio de comentario (cum glosa, se añade muchas veces) de enseñanzas moralesy tiene la ventaja del número. Puede que se juntaran varias de estas razones y que hubiera un poco de todo: necesidad (materiales a mano), desafío (a Lope y la dinámica del campo literario) y una pátina de prestigio clásico. En cualquier caso, también puede que las cosas sean más sencillas y ocho sea solamente el justo medio entre las primeras tentativas editoriales y la gran parte adocenada, y, en todo caso, el diseño de las Ocho comedias y ocho entremeses queda como un experimento algo desubicado: una golondrina que no hace verano.

Pero basta de matemáticas, pues otro asunto que sale al paso es el orden y concierto, la posible estructura de los entremeses en el libro. Acaso se deba a «motivos intrínsecos o biográficos» difíciles de apurar o sea «un camino de perfección desde el aprendizaje a la maestría» (Asensio, 1973, 175), pero no hay acuerdo general y, sin embargo, una posible cadena secreta de los entremeses interesa tanto como la poética de las partes de comedias (D’Artois y Fernández Mosquera, 2010). Se pueden proponer distintas clasificaciones según los elementos que se tengan en cuenta: con el tema como bandera, se distinguen cuatro entremeses de amor a grandes rasgos (El juez de los divorcios, El rufián viudo, La cueva de Salamanca y El viejo celoso) y otros cuatro de sociedad (La elección de los alcaldes de Daganzo, La guarda cuidadosa, El vizcaíno fingido y El retablo de las maravillas), en una disposición especular por la que la pasión rodea a las variaciones sobre el engaño (Balbín Lucas, 1948); a su vez, la clave de la organización dramática marca una triple diferencia entre 1) entremeses de acción (El vizcaíno fingido, La cueva de Salamanca y El viejo celoso) en los que los hechos se suceden velozmente y rematan en un final explosivo, 2) los entremeses de acción y ambiente (El rufián viudo, La guarda cuidadosa y El retablo de las maravillas) combinan los retratos estáticos con una tenue trama y, 3) finalmente, los entremeses de revista de personajes (El juez de los divorcios y La elección de los alcaldes de Daganzo) se limitan a la presentación de figuras y sus reacciones frente a una suerte de tribunal (Casalduero, 1974 [1966], 23; Asensio, 1986 [1970], 18)19. Sobre estas y otras cuestiones se dirá algo más un poco después.

No acaba aquí la cosa: la afición cervantina al entremés hace que se encuentren otros lances entremesiles en novelas y comedias, al tiempo que su maestría ha favorecido una buena ración de atribuciones. Del mismo modo que el entremés cervantino está fecundado por la novela (Asensio, 1965, 98-110; Reed, 1993), Rico (2017, 40) recuerda bien que «en los entremeses está todo Cervantes» y «Cervantes rebosa de entremeses».

Así, hay una serie de «entremeses empotrados» —en feliz expresión de Fernández Mosquera (2013)—, que serían una suerte de episodios de comicidad entremesil con una apariencia de autonomía estructural, primos hermanos de las «novelas sueltas» y «pegadizas» criticadas en el segundo Quijote (II, 3 y 44) y comienzan en las Novelas ejemplares con La gitanilla y siguen con las rufianadas de Rinconete y Cortadillo (que tal vez primero fuera un entremés con todas las de la ley, según Ynduráin, 1966), para explotar en el Quijote y el Persiles20: en el primero, hay sketches de garrotazo y tentetieso como la pelea nocturna entre un arriero y don Quijote por los favores de Maritornes en la venta (I, 16), el duelo a porrazo limpio de Sancho con el barbero por el baciyelmo (I, 44-45), la pendencia del caballero con el cabrero (I, 52), etc., mientras que en el segundo se suelen bautizar de minientremeses las bodas rústicas de los hijos de los alcaldes Tozuelo y Cobeño y el lance de la amante endemoniada (III, 8 y 20-21). Más cerca, en las comedias se halla todo un desfile de interludios que valen como entremeses: hay dos escenas que declaran su dimensión metateatral (el coloquio o comedia cautiva de Los baños de Argel, vv. 2161-2210; y el entremés representado en La entretenida, vv. 2235-2442), a los que se alían la primera jornada ajacarada de El rufián dichoso (vv. 1-1208), la entrada inaugural de La gran sultana (vv. 421-533), ciertas escenas de El laberinto de amor y parte de —por no decir todo— Pedro de Urdemalas, que parece una comedia entremesil (Sáez, 2016b)21.

Mucho se podría decir sobre las atribuciones, ya que, junto con la poesía (con unos cuarenta candidatos), el teatro y especialmente los entremeses es el ámbito en el que Cervantes consta más veces como posible padre de hijos dudosos, en una compensación a posteriori de sus aspiraciones como poeta y dramaturgo22. Por de pronto, es una prueba de peso del genio entremesil cervantino a juego con la recepción (ver infra). En concreto, hay una decena de textitos sospechosos de tener «cervantinismo»: por orden alfabético, están La cárcel de Sevilla, Doña Justina y Calahorra, Durandarte y Belerma, Ginetilla, ladrón, Los habladores, El hospital de los podridos, Melisendra (o El rescate de Melisendra), Los mirones, el Entremés de los refranes y el Entremés de los romances23.

La búsqueda de razones a favor o en contra se ha disparado (Pérez Lasheras, 1988; Inamoto, 1990; Azcune, 2000; Eisenberg y Stagg, 2002; Stagg, 2002; Ruiz Urbón, 2010; Muñoz, 2011; Rodríguez López-Vázquez, 2011a, 2011b, 65-71, 2013, 2016 y en prensa; Blasco, 2013; Arellano-Torres, 2018) en un revival del interés por las atribuciones, que siempre tienen tras la oreja el comentario cervantino acerca de las obras «que andan por ahí descarriadas y quizá sin el nombre de su dueño» (Novelas ejemplares, prólogo, 16-17). No es lugar para entrar en un debate que precisa de espacio, finura y sentido común para discutir todos los pros y contras, de modo que baste con exponer unos pocos apuntes sueltos, porque hay razones para los dos lados. En el juego de los parecidos estilísticos, intertextuales, léxicos, métricos, temáticos y demás, parecen tener el «ADN Cervantes» solo dos: Los habladores por la estructura de desfile de figuras y la sátira de vicios, acaso como último entremés cervantino (Rodríguez López-Vázquez, 2011b, 71), y el Entremés de los romances, que representa las aventuras de Bartolo, un loco que ha perdido la cabeza por tanto romance, y su escudero Bandurrio, como un par todavía más cómico del inicio del Quijote, que se dice pudo ser primeramente una novelita (con la primera salida, I, 1-8) luego desarrollada en toda su potencia (Baras Escolá, 1993; Rey Hazas, 2006). El resto quizá sean bastardos de otros padres (La cárcel de Sevilla lleva a Cristobal de Chaves) y es materia que queda por ver, pero «el fetichismo cervantino» (Asensio, 1986 [1970]) tiene un factor positivo: reconocer que Cervantes sabía lo que se hacía con el entremés.

UN MUNDO EN MINIATURA

«Invenciones noveles / o admiran o hacen reír», dice un alcalde en Pedro de Urdemalas (vv. 1309-1310) y Cervantes parece querer lograr las dos cosas con su ración de entremeses, cuando decide meterle mano a un género ya bien crecidito24. Hay que confesar desde el inicio que la apuesta era buena en esta serie de «juguetes de un cuarto de hora», en bella definición de Asensio (1986 [1970], 41).

Para empezar, en los entremeses cervantinos hay de todo, como en botica: folclore tan viejo como Maricastaña, ecos clásicos de lo más estupendo, homenajes y recuerdos de Lope de Rueda y la Commedia dell’arte, unas gotas del lejano oriente, huellas de libros muy variopintos, novelle para todos los gustos, guiños a eventos de la más rabiosa actualidad, preocupaciones casi obsesivas, reescrituras de pasajes propios y hasta ingredientes de la Comedia nueva, porque Cervantes aprovecha todo para la composición de estos ocho textitos. Tanto, que los entremeses son una fiesta de la intertextualidad y se han señalado mil y una fuentes y relaciones de todo pelaje25.

La cosa va, sin embargo, por grados: pese a sus relaciones con Castillejo (Farsa de la Costanza) y otros malcasados cómicos de teatro (Roxana, 2013; López Martínez, 2015), El juez de los divorcios no parece casarse con nadie y, así, el libro se abre significativamente con un gesto de originalidad que introduce el tribunal satírico, y El vizcaíno fingido tiene mucho de cotidiana realidad; en cambio, los otros seis son un verdadero cocktail de materiales. Pueden tener más sabor de tradición o toques de literatura: en su aparente sencillez, El rufián viudo es un entremés polifónico que revisita de modo apicarado y paródico ciertos esquemas de la tragedia clásica (el metro solemne, la fórmula del planctus, la retórica elegíaca), un racimo de Romances de germanía (Barcelona, Sebastián de Cormellas, 1609) curados por Juan de Hidalgo y sobre todo la poesía de Garcilaso (Canavaggio, 1992; Zimic, 1992, 309-324; Tobar Quintanar, 2017b) y el Escarramán de Quevedo («Carta de Escarramán a la Méndez» y «Respuesta de la Méndez a Escarramán») (Pérez Cuenca, 2006); a su vez, La elección de los alcaldes de Daganzo recuerda —de cerca o de lejos— una discusión jerárquica entre la villa de Daganzo y el conde de Coruña según se apunta en la Política para corregidores y señores de vasallos (Madrid, Luis Sánchez, 1597) de Castillo de Bovadilla (Salomon, 1965, 114-120; Pérez Priego, 1982 y 2006; Buezo, 2002a) en alianza con un poema de Pedro Padilla (el «Romance de la elección del alcalde de Bamba») y la mitificación de las comedias villanescas frente a las alcaldadas ridículas; con La guarda cuidadosa se actualiza el debate del clérigo y el caballero con algún dardo más contra Lope y lo hace en un ambiente cotidiano, como una «maravillosa resurrección de un cuarto de hora de vida de España vista por el lado empequeñecedor del anteojo» (Márquez Villanueva, 1965, 152)26; tanto o más libresco es El vizcaíno fingido, que es una nueva cala cervantina en materia picaresca (Núñez Rivera, 2014) aderezada con noticias cotidianas; El retablo de las maravillas es una revisión de motivos tradicionales (el embuste del llovista y el engaño del vestido ficticio, luego popularizado gracias a Andersen) (Lerner, 1971; Chevalier, 1976) que critica algunos vicios y dispara una fuerte andanada contra el teatro coetáneo; La cueva de Salamanca es una summa de motivos folclóricos (infidelidad al marido, estudiante tracista, burlador burlado, etc.) y novelescos (Fichter, 1960; Pedrosa, 2005, 130-131; Hernández Esteban, 2009), que se beneficia del aire de magia cifrado en el título y poco más (Buezo, 1994a; Manzari, 1998; Marcos, 2004); y, por fin, El viejo celoso es casi una novella entremesada que arranca de Bandello («Nuovo modo di castigar la moglie, ritrovato da un gentiluomo veneziano», Novelle, I, 35) (Zimic, 1992, 389-399) y Timoneda (El Patrañuelo, X) para darle una nueva vuelta al tema del viejo y la niña, con una trampa tapicera de raíces orientales (Canonica, 2014). Y más elementos por todas partes, porque realmente son pequeños laberintos interminables.

Ahora, detrás de Cervantes siempre está Cervantes y la reescritura está a la orden del día en los entremeses. Argumentos, figuras, lances y temas se repiten en textos y géneros varios: las escenas rurales de El juez de los divorcios y —si cabe con más fuerza— de La elección de los alcaldes de Daganzo se relacionan directamente con el gobierno de Sancho en la ínsula Barataria (Quijote, II, 40-53) y el inicio de Pedro de Urdemalas (Rodilla León, 2007; Sáez, 2016b); el mundo del hampa de Rinconete y Cortadillo reaparece en El rufián viudo (y la primera jornada de El rufián dichoso, por supuesto) en comandita con la prostitución, que Cervantes había tocado del Quijote al Persiles (Joly, 1980; Hsu, 2002, 207-233; Martín, 2009; Sáez, 2018a, 54-55); el soldado desharrapado de La guarda cuidadosa, su compañero pobre y poeta de El juez de los divorcios y el furrier de El retablo de las maravillas constituyen la cara más ridícula de las variaciones cervantinas sobre la milicia (la «Historia del capitán cautivo» del Quijote, I, 39-41, un poco de El licenciado Vidriera, el alférez Campuzano de El casamiento engañoso, las aventuras de El gallardo español y otras comedias y tragedias); el barbero de La cueva de Salamanca es el primo risible de un personaje del Quijote; el matrimonio fallido del soldado y doña Guiomar en El juez de los divorcios es una versión amable de El casamiento engañoso y el esquema añejo del burlador burlado tiene otra vida en El vizcaíno fingido; los problemas matrimoniales otras veces tratados de veras (de La Galatea al Persiles) se retuercen en burlas (El juez de los divorcios, El rufián viudo, La guarda cuidadosa, La cueva de Salamanca y El viejo celoso); hay cuatro modulaciones de la figura de Cristina (La guarda cuidadosa, El vizcaíno fingido, La cueva de Salamanca y El viejo celoso) (Huerta Calvo, 2008; Canonica, 2010, 232-237)27, etc.

En una buena muestra del taller de Cervantes, la dinámica crece exponencialmente en la conversión de la novela El celoso extremeño en El viejo celoso, que en verdad es una reescritura al cuadrado, porque —para rizar el rizo— el relato tiene una primera versión (en el manuscrito Porras) y hasta triple, porque todo parte —según ya se ha dicho— de una novella italiana: entre otras cosas, las sombras trágicas de la novelita se cambian a una presentación más estilizada que explota las potencialidades cómicas del conflicto (Canavaggio, 2005; Sáez, en prensa)28. Este gusto por la auto-reescritura revela algunas de las preocupaciones mayores de Cervantes y refleja su visión abierta y ambigua frente a los problemas de la realidad, que encuentran soluciones variopintas según los textos y los tiempos.

Como las novelas y las comedias, los entremeses despliegan una amplia baraja de asuntos y temas que se contemplan con la máscara de Demócrito en el rostro o —si se prefiere— con la sonrisa torcida. De entre toda la gama posible, brillan el amor, la honra y la burla.

Más en detalle, se presentan tres modulaciones amorosas: los cuatro malentendidos matrimoniales que buscan remedio en El juez de los divorcios, el debate de La guarda cuidadosa que acaba en promesa de casamiento, y la infidelidad de la esposa, interrumpida —aunque con todos los visos de ser moneda corriente— en La cueva de Salamanca y los cuernos en El viejo celoso, consumados fuera de escena y con la intercesión de una alcahueta. Añádase a ello la parodia amorosa que representa la elección de prostitutas de El rufián viudo y que también asoma con el adulterio del platero en El vizcaíno fingido y sus amigas cortesanas. Una carta clave de Cervantes es el sexo, que está muy presente —o muy ausente— para bien (con jolgorios adúlteros compensatorios) o para mal (ancianos maridos impotentes, soldados desganados), pero siempre con una visión propia: «no en su escalón rudimentario sino complicado en problemas sociales, remontándose desde oscuro instinto a raíz y crisis de la familia» (Asensio, 1973, 196), que en cierto sentido se distancia del carnaval entremesil habitual (ver Madroñal, 1999). Únicamente se salvan de los problemas del corazón La elección de los alcaldes de Daganzo y —con las sospechas de la bastardía en el aire— El retablo de las maravillas.

Muy unida al amor —o más bien al sexo, según los casos— está siempre la honra: desde luego, constituye un vicio tanto para los candidatos al gobierno que presumen de ser cristianos viejos desde el origen del mundo (La elección de los alcaldes de Daganzo) como para los aldeanos que caen en la trampa de la ficción y pierden el norte por la «negra honrilla» (218) en El retablo de las maravillas, pero igualmente se tiene muy en cuenta en el retrato de una serie de personajes muy pagados de sí mismos, como el soldado que no hace nada de nada y doña Guiomar, que no puede venderse porque es «mujer de bien» (El juez de los divorcios, 107), el ridículo combatiente de La guarda cuidadosa y la cómica preocupación por la honra de la criada Cristinica, que es real en doña Lorenza pero se derrumba velozmente. Mucho dicen en pocas palabras:

DOÑA LORENZA.

¿Y la honra, sobrina?

CRISTINA.

¿Y el holgarnos, tía?

DOÑA LORENZA.

¿Y si se sabe?

CRISTINA.

¿Y si no se sabe?

(249)

La burla es central en cuatro textos: en El vizcaíno fingido se orquesta un engaño a una mujer de vida alegre que merece una lección por razones poco claras, mientras que en El retablo de las maravillas, La cueva de Salamanca y El viejo celoso se pretende fustigar credulidades y vicios como la hipocresía, las ínfulas nobiliarias y los celos29. En general, la poética cervantina de la burla se define por tres rasgos: primero, una arquitectura común, conformada por etapas más o menos calcadas (preparativos, burla y desenlace); segundo, la sobresaliente dimensión metadramática, por la que se traza una representación dentro de la representación para engañar a los personajes (el disfraz del vizcaíno borracho para las cortesanas sevillanas, el retablo invisible y maravilloso para encandilar a los campesinos, los conjuros simulados del estudiante para atontar al bobo Pancracio y la venta simulada del guadamecí al viejo celoso junto a las ambiguas palabras de Lorenza «por dentro» y que descubren burlescamente la naturaleza del engaño); y, tercero, la ligereza de la burla, porque Cervantes prefiere las burlas amables y evita las bromas pesadas30. Bien a las claras lo dice antes de nada en El vizcaíno fingido («no ha de pasar de los tejados arriba; quiero decir, que ni ha de ser con ofensa de Dios ni con daño de la burlada, que no son burlas las que redundan en desprecio ajeno», 182), pero es que Pedro de Urdemalas en verdad se tendría que rebautizar como Urdebuenas y la industria de Basilio recibe la aprobación de todos, pues «no se pueden ni deben llamar engaños [...] los que ponen la mira en virtuosos fines» (Quijote, II, 22).

Pero los engaños se diseminan aquí y allá entre los ocho entremeses: maridos y mujeres se duelen de las mentiras mutuas en El juez de los divorcios, ya sea la diferencia de edad entre el vejete y Mariana, la exageración de estatuto profesional del cirujano o la promesa de matrimonio bajo los efectos del alcohol del ganapán; las prostitutas de El rufián viudo esconden sus defectos; el alarde de capacidades de los posibles alcaldes de Daganzo parece una burla contra los electores; en La guarda cuidadosa el soldado hincha sus méritos como buen miles gloriosus pese a que la criada prefiere claramente al sacristán; El vizcaíno fingido es un engaño continuado en torno a la estafa de la cadena a las dos cortesanas con alguna licencia (no se precisa bien qué pasa con las cadenas o la cadena) (Recoules, 1976a), la infidelidad del platero, el disfraz de vizcaíno y hasta la compra de la justicia; con el retablo de las maravillas se tima a todo un pueblo con un juego de birlibirloque similar a la traza del burlón y nigromántico «estudiante salamanqueso», y la alianza de tres mujeres hace posible que Lorenza ponga los cuernos al viejo y celoso Cañizares.

Al lado de este autoengaño que acaba por cegar a los personajes en muchos de los casos, la burla adopta dos estrategias fundamentales: el engaño a los ojos y el engaño con la verdad, el primero de los cuales es, por cierto, el supuesto título anunciado por Cervantes en el cierre del prefacio a su teatro. Los dos mecanismos se activan a la vez en El viejo celoso,