Novelas ejemplares (selección) - Miguel de Cervantes - E-Book

Novelas ejemplares (selección) E-Book

Miguel de Cervantes

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Beschreibung

Cervantes tomo la palabra "novela" del italiano, pero se le considera el inventor del género. Para acercarse a su obra y empezar a familiarizarse con el genial escritor estas novelas ejemplares son un buen comienzo. "Rinconete y Cortadillo", "La española inglesa", "El licenciado vidriera" y "El celoso extremeño" son los cuatro títulos que forman esta selección. (Edición de Lourdes Yagüe Olmos).

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Seitenzahl: 474

Veröffentlichungsjahr: 2018

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Índice

Introducción

Época

La economía

La sociedad española en la época de Cervantes

Vida de Cervantes

La obra de Cervantes

Estilo

Criterio de esta edición

Bibliografía

Novelas ejemplares

Prólogo al lector

Novela de Rinconete y Cortadillo

Novela de la española inglesa

Novela del licenciado Vidriera

Novela del celoso extremeño

Análisis de la obra

Los preliminares

Rinconete y Cortadillo

La española inglesa

El licenciado Vidriera

El celoso extremeño

Actividades

Prólogo

Rinconete y Cortadillo

La española inglesa

El licenciado Vidriera

El celoso extremeño

Créditos

INTRODUCCIÓN

ÉPOCA

La vida de Miguel de Cervantes transcurrió entre los últimos años del emperador Carlos V, el reinado de Felipe II y parte del reinado de Felipe III.

Carlos V heredó un gran imperio cuyo mantenimiento supuso un gran coste económico, de energías y de personas y dio a su hijo Felipe una estricta educación dirigida a asumir responsabilidades y el trono. En 1543, lo casó con su prima María Manuela de Portugal, con la cual tuvo a don Carlos, que costó la vida de su madre. Después lo reclamó en los Países Bajos para que tomara contacto con sus súbditos. Felipe pasó por Italia y Alemania para reunirse con él en Bruselas, pero solo vieron en el príncipe a un extranjero.

Antes de abdicar, el emperador cedió a su hermana María la regencia de los Países Bajos y a su hermano Fernando el Sacro Imperio Germánico. Queriendo facilitar el gobierno de Flandes a su heredero, negoció el matrimonio de este con su tía segunda María Tudor, reina de Inglaterra. La boda se celebró en 1554. Felipe, a quien su padre convirtió en rey de Nápoles y duque de Milán para la ocasión, se sacrificó por cuestión de estado. La alianza con Inglaterra aportaba a España un puerto para combatir a los franceses y el paso del canal de la Mancha, necesario para la ruta comercial hacia los Países Bajos; y María la necesitaba para que Inglaterra volviera a la religión católica y para que su heredero impidiese gobernar a su hermanastra Isabel I. A los protestantes no les satisfizo esta unión y atacaron duramente a Felipe.

El 25 de octubre de 1555, desvanecidos sus sueños imperiales, Carlos V cedió la soberanía de los Países Bajos a Felipe y el 16 de enero de 1556 los demás dominios españoles para retirarse a Yuste, donde murió en 1558. Tres meses después falleció María Tudor sin hijos, sucediéndola Isabel I.

Las relaciones con Francia

Francisco I mantuvo constantes enfrentamientos con Carlos V. Su sucesor, Enrique II, aliado con Mauricio de Sajonia, continuó la lucha, lo derrotó e hizo firmar la tregua de Vaucelles. Después se alió con Pablo IV, enemigo acérrimo de los Habsburgo, para conquistar Milán y Nápoles. Desde Flandes, Felipe decretó una suspensión de pagos para disponer de dinero, y enviando al duque de Alba a impedir la toma de Nápoles, lo derrotó en la batalla de San Quintín. La paz de Cateau-Cambrésis cerró el conflicto, sellándose con el compromiso matrimonial de Felipe II con Isabel de Valois, hija de Enrique II.

Tras el breve reinado de Francisco II, casado con María Estuardo, esta retornó a Escocia, y Catalina de Médicis asumió la regencia francesa hasta la mayoría de edad de Carlos IX. Los enfrentamientos entre católicos y protestantes (hugonotes) desembocaron en las guerras de religión, sin que la regente ni sus hijos Carlos IX y Enrique III de Francia pudieran sofocarlos. Uno de los episodios más sangrientos de estas guerras fue la matanza de San Bartolomé, en la que fueron asesinados miles de hugonotes.

Felipe II, ya en España desde septiembre de 1559, apoyó a los católicos franceses por convicción, por la ayuda que los protestantes prestaban a los rebeldes de las Provincias Unidas y por el temor de que la herejía traspasara los Pirineos. Al morir sin descendencia Enrique III, la sucesión recaía en el hugonote Enrique de Navarra, al que la Santa Liga, el papa y Felipe II rechazaron por ser protestante. Enrique pretendió tomar París por la fuerza, lo que impidió el rey español al mandar las tropas de Alejandro Farnesio. El Austria ambicionaba el trono francés para su hija Isabel Clara Eugenia, pero todos consideraron desmedida su pretensión. La «conversión» de Enrique de Navarra —futuro Enrique IV— frustró sus expectativas, y como revancha, el francés, con la ayuda inglesa y holandesa, atacó al imperio español en varios frentes. El papa y el archiduque Alberto mediaron para conseguir el Tratado de Vervins con el que Felipe lo reconoció como rey y se puso fin a las guerras de religión.

Felipe III siguió apoyando a los enemigos de Enrique IV hasta su asesinato. Dado que este no había tenido hijos con Margarita de Valois, subió al trono Luis XIII, nacido de su segundo matrimonio con María de Médici, quien ejerció como regente hasta su mayoría de edad y quien, tras sellar la paz con Felipe III, acordó el enlace de Isabel de Borbón con el futuro Felipe IV y el del futuro rey francés Luis XIII con Ana de Habsburgo.

La lucha contra el Islam

Carlos V y Solimán el Magnífico se disputaron el poder en el Mediterráneo. A ambos les interesaba Italia y el dominio de los estrechos entre Sicilia y la costa africana, al primero para salvaguardar sus territorios italianos y al otro por el lucrativo comercio que se desarrollaba en él.

Carlos V, a quien habían denominado Carolus africanus por recuperar Túnez y La Goleta y liberar a miles de cautivos, planeó la toma de Argel y de Constantinopla. Quedó en un proyecto. Los turcos, en cambio, conquistaron valiosos enclaves.

Desde 1560, los corsarios berberiscos con bases en Argel, Trípoli, Tetuán o Larache atacaban a los barcos y hacían razias en las islas y litorales hispanos, traficando con lo obtenido y los cautivos, a los que vendían como esclavos o por los que conseguían grandes sumas de dinero —más aún si eran de alto linaje— para lograr el rescate. Cuando Solimán intentó apoderarse de Malta —sede de la Orden Hospitalaria de San Juan, más conocida como la Orden de Malta—, su Maestre y don García de Toledo, virrey de Nápoles que acudió en su ayuda, lo evitaron, pero su sucesor, Selim II, y sus aliados norteafricanos continuaron la cruzada contra Occidente.

En 1570, los turcos tomaron Chipre. Pío V presionó a Felipe II para crear la Santa Liga junto con Venecia y el papado, que se firmó por tres años, al mando de don Juan de Austria. Este se dirigió a Mesina para unirse a las flotas veneciana y papal, y el 7 de octubre de 1571 los ejércitos se enfrentaron en el golfo de Lepanto a los musulmanes. Tras un duro combate, en el que participó Miguel de Cervantes, la muerte de Alí Bajá dio la victoria a la Santa Liga. El triunfo desató la euforia cristiana al demostrarse la vulnerabilidad turca. El papa quiso continuar la cruzada, pero los intereses españoles y venecianos no coincidían. Venecia firmó la paz con Selim II y la Santa Liga finalizó. El éxito de la batalla fue sobredimensionado. Chipre siguió en poder de los turcos y estos repusieron su flota en solo dos años. Los españoles conquistaron Túnez, que se perdió dos años después.

Murad III, heredero de Selim II, con ayuda argelina tomó Fez. El rey Sebastián de Portugal quiso rescatarla pero murió en Alcazarquivir.

Las guerras de España en Flandes y el conflicto bélico con Persia del Imperio otomano hicieron que el Mediterráneo perdiera interés para ambos. El monarca español y el sultán llegaron a acuerdos que fueron ampliándose sucesivamente. Pero los piratas berberiscos siguieron capturando barcos.

La lucha en los Países Bajos

Los Países Bajos estaban formados por diecisiete provincias independientes, a las cuales Carlos V pretendió unificar. Felipe II residió allí con su padre de 1548 hasta 1551 y asumió su soberanía en 1555. A su regreso a España dejó como gobernadora a su hermana Margarita de Parma, ayudada por el futuro cardenal Granvela. La lucha contra los protestantes, el repudio a la Inquisición y a la reforma eclesiástica emanada del Concilio de Trento, la resistencia a aumentar los impuestos, la defensa de sus privilegios y el rechazo a un rey «extranjero», al que consideraron represor e intolerante, propiciaron una rebelión que desembocó en la guerra de los Ochenta Años.

Granvela cayó en desgracia y el calvinismo se radicalizó a pesar de los esfuerzos por mantener la paz de la gobernadora y del Compromiso de Breda. Los protestantes asaltaron iglesias, quemaron imágenes y ocuparon Ámsterdam y Amberes. Felipe II quiso viajar a Flandes para apaciguar los ánimos, pero decidió que le precediera el duque de Alba para conseguir la pacificación.

Fernando Álvarez de Toledo reunió a los tercios en Génova y tomando el «camino español» llegó a Flandes. Este movimiento de tropas atemorizó a Francia e Inglaterra. Al sentirse desautorizada Margarita de Parma y abandonar los Países Bajos, la llegada de este se tomó como una invasión, más cuando creó el Tribunal de los Tumultos que castigó con extrema dureza a los sublevados. El duque venció a los insurrectos y esperó la llegada de Felipe II para que, con clemencia, restableciera la concordia. Pero las muertes del príncipe don Carlos y de Isabel de Valois sin un heredero varón, los acontecimientos en el Mediterráneo y la sublevación de las Alpujarras deprimieron al monarca, que se recluyó en El Escorial. Por cuestión de estado, decidió contraer matrimonio con su sobrina Ana de Austria.

El duque de Alba, obligado a gobernar y sin recursos para mantener su ejército, impuso la impopular alcabala y no pudo impedir que los «mendigos del mar» —los rebeldes de Zelanda, Holanda y Frisia— se convirtieran en piratas con el apoyo de Isabel I y los hugonotes franceses e interrumpiesen el comercio marítimo español en el canal de la Mancha. El duque venció a los rebeldes al sur, pero en el norte su hijo saqueó varias poblaciones insurrectas y asedió Haarlem. Estos hechos y la animadversión de Antonio Pérez le hicieron perder la confianza real en 1572.

Sustituyó Luis Requesens y Zúñiga al duque de Alba con cierta fortuna pero, cuando en 1575 la monarquía quebró, los soldados saquearon Amberes, lo que exacerbó aún más los ánimos. Felipe II envió a don Juan de Austria, quien aspiraba a casarse con María Estuardo y reinar en Inglaterra. Mostrándose conciliador, firmó el Edicto Perpetuo y prometió retirar las tropas. Quiso hacerlo por mar, pero Holanda y Zelanda lo impidieron y tuvo que desplazarlas hacia Italia. En junio de 1577, envió a Madrid a su secretario Escobedo para, a través de Antonio Pérez, contar al rey sus planes de invasión de Inglaterra. Su intento de pacificación fracasó y don Juan hubo de recuperar los tercios de Milán. Falto de recursos, su situación se hizo insostenible al ser invadido Flandes por ejércitos de Francia e Inglaterra. El asesinato de Escobedo aumentó su frustración. Abandonado y enfermo de tifus, falleció el 1 de octubre de 1578 proponiendo como su sucesor a Alejandro Farnesio, duque de Parma.

El nieto de Carlos V tomó Namur y el levantamiento se extendió por todos los Países Bajos. Varias provincias calvinistas del norte firmaron la Unión de Utrech, y las católicas del sur, la Unión de Arras. El duque de Parma recuperó la mayor parte de los Países Bajos, e Inglaterra y Francia los socorrieron. Al año siguiente del asesinato de Guillermo de Orange, Farnesio ocupó Amberes.

Felipe II contó con su sobrino para invadir Inglaterra con la Armada Invencible, pero la derrota minó su prestigio. Al pretender el trono Enrique IV, Alejandro Farnesio fue enviado a Francia para ayudar a los católicos. Allí fue herido; moriría en Flandes en diciembre de 1592.

Felipe II cedió como dote los Países Bajos y el ducado de Borgoña a su hija Isabel Clara Eugenia, a la que casó con el archiduque Alberto de Austria, con la condición de que, si no tenían descendencia, retornaran a la Corona. El rey mantuvo allí un ejército que aunque estaba al mando del archiduque los oficiales eran nombrados por el español.

Durante el reinado de Felipe III, Mauricio de Nassau derrotó al archiduque Alberto en varias batallas, como la de las Dunas, hasta que tomó el mando de sus tropas Ambrosio Spínola, el cual venció en Ostende. El gran coste de las guerras forzó al archiduque a hacer un armisticio que, respaldado por Felipe III, dio origen a la Tregua de los Doce Años. En 1621, al morir Alberto de Austria y no haberle sobrevivido sus hijos, estos territorios volvieron al imperio español, aunque Isabel Clara Eugenia los gobernase hasta su muerte.

La anexión de Portugal

Muerto el rey Sebastián de Portugal —hijo del infante Juan de Portugal y la princesa Juana, hermana de Felipe II, en Alcazarquivir en 1578—, le sucedió en el trono Enrique I de Portugal como regente. Aspiraron a él, el prior de Crato, nieto de Manuel I, y Felipe II, hijo de Isabel de Portugal. Al autoproclamarse el primero rey, con la ayuda del pueblo llano, franceses e ingleses, el monarca español, apoyado por las clases altas, hizo valer sus derechos. Envió al duque de Alba hacia Lisboa, mientras la flota del marqués de Santa Cruz permanecía en la desembocadura del Tajo. Felipe II, tras vencerlo en la batalla de Alcántara, fue proclamado rey de Portugal (1581). Se unificó así la Península y aumentó el poderío del imperio español notablemente con el territorio y las colonias portuguesas. Pero las dificultades para defender las costas, la ruta española hacia América y la ruta portuguesa hacia Oriente también lo hicieron. El monarca residió allí de 1581 a 1583, dejando como condestable y virrey de Portugal a don Fernando Álvarez de Toledo.

Las relaciones con Inglaterra

El matrimonio de Felipe II con María Tudor (1554) lo hizo impopular en Inglaterra. La muerte sin descendencia de esta satisfizo a Enrique II, pues frustraba los planes de los Habsburgo; a Pablo IV, enemigo declarado de estos; y a Isabel I, que restableció el protestantismo en Inglaterra y rechazó el ofrecimiento de Felipe II de casarse con ella.

Para cerrar el conflicto entre los tres, Francia, Inglaterra y España firmaron la paz de Cateau-Cambrésis (1559). Felipe II casó con Isabel de Valois y evitó enfrentamientos con Isabel I, pues rivalizaba con María Estuardo en los posibles derechos al trono de Francia e Inglaterra. Pero Isabel I intentó en todo momento socavar el poderío de Felipe II. A partir de 1567 protegió la piratería y el bloqueo del canal de la Mancha, en beneficio propio y en ayuda de los rebeldes holandeses.

Los protestantes rechazaban el monopolio colonial español que les impedía participar en las riquezas de las Indias de forma pacífica, por lo que decidieron negociar directamente con las colonias. Las epidemias habían diezmado la población indígena, así que John Hawkins hizo una primera expedición con esclavos negros al Caribe. Su éxito animó a la reina a participar en futuras incursiones. Las de Francis Drake y John Oxenham, aunque costaron la vida al segundo, resultaron tan lucrativas que la reina nombró caballero al primero.

Desde 1570, los corsarios volvieron a navegar por el Mediterráneo. Inglaterra estableció relaciones comerciales con Turquía y Marruecos y, a través de la Compañía de Levante, propuso al sultán turco que atacase a España por el Mediterráneo mientras ella lo hacía por el Atlántico. Murad III no secundó su propuesta. Inglaterra y Francia apoyaron también al prior de Crato en las Azores contra Felipe II en la lucha por Portugal.

En 1585, Isabel I mandó al conde de Leicester a auxiliar a los holandeses y Drake saqueó las costas gallegas y ocupó Santo Domingo. Felipe II incautó sus barcos; formó una flota para proteger las costas y perseguir a los piratas y comenzó a proyectar la Armada Invencible con el marqués de Santa Cruz y Alejandro Farnesio. Precisaba muchos barcos de los que no disponía y construirlos o reunirlos llevaba tiempo. La ejecución de María Estuardo aceleró el proyecto. Alertada Isabel I, envió a finales de abril de 1587 a Drake a atacar Cádiz y destruir los astilleros, la flota de Nueva España y sus cargamentos.

Felipe II sustituyó al enfermo marqués de Santa Cruz en los preparativos de la Armada por el duque de Medina Sidonia. La flota española era numerosa pero muy heterogénea, mientras que la inglesa estaba adaptada a las aguas en las que habían de combatir y reforzada con artillería de mayor alcance. En mayo de 1588, la Armada salió desde Lisboa. Los vientos, la falta de coordinación entre Medina Sidonia y Alejandro Farnesio y el bloqueo de los holandeses a las tropas del duque de Parma hicieron que fracasara la empresa. La derrota conmocionó a todos al pensar que Dios había abandonado a su pueblo, mas Felipe II la sobrellevó con dignidad. Dos tercios de las naves habían podido ser salvadas y el Austria logró reponer las cuantiosas pérdidas con una gran rapidez, pues necesitaba las remesas de metales preciosos de América. Sustituyó los convoyes armados regulares por escuadras de zabras y creó fortificaciones, tropas regulares y una armada para el Caribe.

En 1589, los ingleses intentaron atacar Lisboa y en 1596, Howard y el conde de Essex ocuparon Cádiz durante dieciséis días, destruyeron la flota de la Nueva España y saquearon las costas. Felipe II envió una nueva armada contra Inglaterra en 1597 que, como la anterior, fracasó por las tempestades.

Tras la muerte de Felipe II en 1598, Felipe III envió, sin éxito, una expedición a Irlanda en 1601 en ayuda de los católicos. Al fallecer Isabel I en 1603, la diplomacia y la amistad que unía al embajador español con el rey Jacobo I consiguieron la firma del Tratado de Londres (1604) y el fin a las hostilidades entre ambos países.

La Inquisición

La lucha contra los protestantes caracterizó el reinado de los Austrias. La creencia de que Dios los había elegido para defender el catolicismo marcó muchas de sus actuaciones. Las doctrinas del concilio de Trento calaron hondo en la Península y la Inquisición veló celosamente por la ortodoxia de las ideas. El monarca prohibió el estudio en universidades extranjeras y vetó a los profesores foráneos. Igualmente fueron perseguidos los libros sospechosos de herejía. Valdés creó un Catalogus librorum qui prohibentur en 1559 en el que se incluyeron hasta obras del beato Juan de Ávila, San Francisco de Borja o fray Luis de Granada. Muchos fueron los intelectuales perseguidos por el tribunal inquisitorial que sufrieron prisión o hubieron de exiliarse, entre ellos, el más señalado fue el arzobispo de Toledo y primado de las Españas Bartolomé Carranza. Acusado de herejía, su largo proceso generó un serio conflicto entre la corona española y el papado al no permitir el monarca que su causa pasara a Roma y el papado acusara al Austria de retenerlo para poder apoderarse de los beneficios de la sede toledana. En 1573, el nuevo inquisidor general, el cardenal Quiroga, moderó la persecución inquisitorial, absolvió a fray Luis de León y protegió a profesores universitarios en un intento de defender la ciencia española, a la que se había anulado después de Trento.

El príncipe Carlos

El príncipe Carlos nació en 1545 del matrimonio de Felipe II con María de Portugal. De salud enfermiza, fue educado en Alcalá de Henares junto a don Juan de Austria pero, tras tenerle que realizar una trepanación, su padre llegó a dudar de su capacidad mental y aptitud para el gobierno. Al ser informado el monarca de que urdía una conspiración contra él para dirigir los Países Bajos, decidió encerrarlo en sus aposentos donde murió en 1568. Esta muerte potenció la leyenda negra de Felipe II entre los protestantes.

Antonio Pérez

Antonio Pérez fue secretario personal de Felipe II. Su ambición y amistad con la princesa de Éboli le condujeron a traficar con secretos de Estado. Envenenó la relación entre Felipe II y don Juan de Austria, haciéndole creer que le era desleal. Cuando este envió a la corte a Juan Escobedo, viendo al descubierto sus intrigas, convenció al monarca de la conveniencia de su muerte por ser el inductor de la actuación de su hermanastro. Tras intentar envenenarlo sin éxito, mandó asesinarlo. La familia de Escobedo pidió justicia al rey, quien, al descubrir la falsedad y traición de Antonio Pérez, decidió arrestarlo. En 1590 escapó de prisión y se acogió a los fueros de Aragón. Felipe II, desconfiando de que la justicia se lo entregara, decidió acusarlo ante el Tribunal de la Inquisición, hecho que produjo un levantamiento popular. El monarca logró aplastar la rebelión pero Antonio Pérez huyó de España y recibió el apoyo de Enrique de Navarra y de Isabel I, a quienes facilitó información secreta que utilizaron en contra del imperio español y sirvió a Inglaterra en su ataque a Cádiz de 1596.

La rebelión de las Alpujarras

En España, la Inquisición había sido relativamente tolerante con los moriscos, pero comenzó a perseguirlos de forma sistemática a partir de 1560. Un edicto real les obligó a aprender castellano y a abandonar sus apellidos, vestimenta y costumbres, lo que provocó malestar y la rebelión de las Alpujarras (1568). Los granadinos pidieron ayuda a los moriscos españoles, del norte de África y de Constantinopla. El rey mandó reprimirla a los marqueses de Mondéjar y de los Vélez, que no lo lograron. Temiendo que la sublevación se generalizara en la Península y obtuvieran la ayuda turca, el monarca recurrió a don Juan de Austria, quien en 1570 la sofocó. Como represalia, miles de moriscos granadinos, encadenados, fueron dispersados por todo el territorio español, ocupando su lugar colonos gallegos, asturianos y leoneses, y sus tierras fueron confiscadas. El problema de los moriscos peninsulares finalizó con los decretos de su expulsión de Felipe III de 1609 a 1614.

LA ECONOMÍA

En España había tres grandes centros económicos en la época de Cervantes:

El de Castilla del norte, cuyo comercio estaba orientado hacia Flandes, desde Bilbao, Laredo y Santander, a través del Cantábrico y del canal de la Mancha. Estaba centrado fundamentalmente en la lana merina, el hierro de Vizcaya, sal, aceite, vino, fruta y azafrán, y productos de lujo como cuero repujado, seda, cochinilla y hojas toledanas, importándose productos textiles, metalúrgicos, armas, mercurio y cereales. Fue decayendo por las dificultades para navegar con seguridad a través del canal.

El de Andalucía, centrado fundamentalmente en Sevilla y Cádiz (desde 1580), que centralizaba el monopolio comercial con las Indias desde la creación de la Casa de Contratación, sin cuya autorización no se podía viajar al Nuevo Mundo ni comercializar los productos procedentes de este si no se habían registrado antes los cargamentos en Sevilla. Fue el más floreciente, pues se basaba en los metales preciosos, perlas, tintes, azúcar… A su vez, los españoles exportaban armas, caballos, vestidos, paños, vino, aceite, libros, especias, etc., que demandaban los colonizadores. Con la anexión de Portugal, a las ciudades anteriores se unió Lisboa, con los productos procedentes de Oriente.

El de la corona de Aragón dirigido al Mediterráneo (Sicilia, Nápoles, Milán, Génova, Venecia), que comercializaba con cereales y productos de Oriente, principalmente las especias.

Pero la prosperidad no llegó a los españoles. Los monarcas debieron pagar grandes intereses a los banqueros para financiar las campañas bélicas y lo hicieron hipotecando los metales preciosos que traían las flotas de América, con el arriendo de la explotación de las minas a cambio de unos beneficios, con la concesión de privilegios o con la venta de títulos nobiliarios. La monarquía quebró en varias ocasiones. Muchos comerciantes extranjeros, para burlar la prohibición de negociar con las Indias, fijaron su residencia en Sevilla, y adelantando las mercancías para enviar a América, las cobraban al regreso de la flota, por lo cual los beneficios no quedaban en España. En la última década del siglo XVI, América dejó de demandar los productos españoles mas no los extranjeros, con lo que el equilibrio comercial anterior se rompió. El poco espíritu mercantil de los españoles, que siempre relacionaron el comercio con los judíos, facilitó la decadencia.

La agricultura y la ganadería seguían en manos de la nobleza y de la Iglesia que no siempre las explotaban convenientemente. Aunque en la época de Felipe II se proyectó hacer navegable el Tajo para facilitar el comercio interior, la falta de dinero y la oposición de los propietarios de las tierras lo impidieron. Los impuestos, las sequías, las malas cosechas redujeron a la miseria a muchos españoles, que emigraron hacia el sur en busca del Potosí sevillano o a la Corte. Los campos castellanos se fueron despoblando, la carencia de mano de obra aumentó los salarios y la inflación se dejó sentir el toda la península.

LA SOCIEDAD ESPAÑOLA EN LA ÉPOCA DE CERVANTES

Durante la época de Carlos V y Felipe II, la nobleza a la sombra del monarca había adquirido o aumentado su poder. Los nobles formaban el Consejo de Estado y el de la Guerra, copaban los altos cargos de representación (embajador o virrey) o los mandos militares de tierra y mar. La formaban caballeros, diestros en las armas y en las letras, cargados de ideales políticos y religiosos, que ponían su vida al servicio de Dios y del rey, ejerciendo a veces como mecenas. Sus miembros se casaban entre sí, previo consentimiento real, para aumentar sus influencias y poder. En ocasiones con sus rentas personales, barcos o soldados financiaron las empresas reales, respondieron generosamente al «donativo» que, en 1590, les pidió el rey y lo sirvieron lealmente dónde, cómo, cuándo y cuánto tiempo este precisó. La nobleza de tipo medio ocupó cargos menos relevantes y muchos hidalgos empobrecidos pasaron a América en busca de mejor fortuna o engrosaron la lista de pretendientes en busca de empleo.

Conforme fue pasando el siglo y la decadencia española fue más acusada, los títulos nobiliarios se empezaron a otorgar por dinero o intereses políticos, por lo que los ideales caballerescos se fueron perdiendo y la nobleza se fue aburguesando, prefiriendo la vida de lujo y ostentación a la más nómada al servicio del rey y del Imperio, lo que fue más acusado en los reinados sucesivos.

La alta jerarquía eclesiástica salió, en su mayoría, de los segundones de la nobleza que aspiraban a cargos relevantes para extender la religión católica pero también para ejercer el poder y acceder a sus cuantiosas rentas. Muchos eclesiásticos españoles tuvieron un gran protagonismo en el Concilio de Trento, en las relaciones entre la monarquía y el papado, en la Inquisición. Otros, con gran espíritu aventurero, se embarcaron hacia remotas tierras (América, África, Tierra Santa o Japón) dispuestos a ofrendar su vida para convertir a infieles o se entregaron a la causa de reconducir a los protestantes a la fe católica, sufriendo, como consecuencia de su actividad, martirio. En los reinados de Felipe II y Felipe III, el fervor religioso de la Contrarreforma favoreció la construcción de iglesias y conventos, el deseo de llevar una vida austera y de oración (ascéticos y místicos) y de fortalecer la fe de los cautivos (los frailes trinitarios y mercedarios) en tierras musulmanas, socorriéndolos y favoreciendo su rescate. Pero también la Iglesia fue el refugio de quienes buscaron en ella la forma de sobrevivir aun sin vocación. Hubo eclesiásticos que vivieron en concubinato, se hicieron prestamistas y gustaron más de las pendencias, las tabernas y los juegos que de su labor pastoral.

En las grandes ciudades se desarrolló una burguesía urbana que a causa de los impuestos, la falta de mano de obra, los elevados sueldos y las dificultades en las rutas comerciales fue languideciendo lentamente hasta casi desaparecer por completo en el siglo XVII. Con los Austrias tomaron auge los letrados, provenientes de la nobleza y de la burguesía urbana enriquecida y, en menor medida, de extracción más humilde que a través de los estudios universitarios aspiraba a formar parte de la aristocracia. Banqueros, asentistas y actividades artesanales giraban en torno a la nobleza y el clero.

El campesinado en general tuvo una próspera etapa cuando los colonos establecidos en América añoraban los productos españoles y los demandaban. Pero a partir de 1575, las pestes y las malas cosechas se sucedieron, lo que unido a la cada vez mayor presión de los impuestos y al autoabastecimiento agrícola de los españoles de América convirtió a los pequeños agricultores en pobres vergonzantes. Obligados a abandonar sus tierras, emigraron a la ciudad o al Nuevo Mundo en busca de mayor fortuna.

La vida soldadesca ofrecía una oportunidad a aquellos que viéndose abocados a la miseria querían probar fortuna con las armas. No era una vida fácil, aunque daba la posibilidad de conseguir ascensos y conocer nuevas tierras. Los soldados españoles fueron famosos por su fidelidad y arrojo. Pero la paga se les adeudaba en muchas ocasiones y tras quedar inservibles para la guerra, acababan su vida convertidos en pretendientes, mendigos o rufianes.

En las Alpujarras, Levante y Cataluña fue común la existencia de bandoleros que en ocasiones fueron protegidos por nobles descontentos y el pueblo, al considerarlos víctimas de la injusticia. Mas su actividad fue degenerando y cuando unieron al robo la tortura y el asesinato, perdieron el apoyo popular y la justicia intentó terminar con ellos.

Mendicidad, picaresca y prostitución se generalizaron en las grandes ciudades en torno al Azoguejo de Segovia, el Zocodover de Toledo, el Patio de los Naranjos de Sevilla, la Puerta del Sol en Madrid… Famosa fue la mancebía valenciana, de la que han quedado numerosos testimonios. Su actividad marginal era tolerada por la justicia como un mal menor.

El esclavismo, frecuente en Europa, también se ejerció en España, especialmente en Andalucía y Levante. Los esclavos procedían de Lepanto, la guerra de Granada o de la piratería; al incorporarse Portugal a la corona española, se sumó el esclavismo negro. Aunque algunos esclavos gozaban de libertad y podían comprar su libertad, su actividad se circunscribía a la esfera doméstica, a la artesanal o al trabajo en el campo.

Por último, aunque hubo galeotes voluntarios que cobraban por ejercer esta actividad, lo frecuente era que los remeros fueran cautivos o condenados a galeras por la justicia. Su vida era muy dura al estar amarrados con cadenas, ser frecuentemente azotados y estar abocados a una muerte segura si la galera se hundía.

VIDA DE CERVANTES

Miguel de Cervantes Saavedra nació en Alcalá de Henares, donde fue bautizado el 9 de octubre de 1547 en la iglesia de Santa María la Mayor. Se desconoce la fecha exacta de su nacimiento, aunque sería cercana a la del bautizo y próxima al 29 de septiembre, festividad de San Miguel. Fue el cuarto hijo de los siete del matrimonio de Rodrigo Cervantes y Leonor de Cortinas. Su padre, sordo de nacimiento, fue un modesto cirujano —equivalente al practicante actual—, lo que motivó que la familia, o quizás solo el padre, cambiara de residencia frecuentemente. En Valladolid, donde ejerció su profesión, terminó en prisión acosado por las deudas y hubo de trasladarse a Córdoba, donde el abuelo de Cervantes le proporcionó un empleo. Allí, según algunos, Miguel pudo estudiar en la escuela de Alonso de Vieras y con los jesuitas, aunque otros creen que Leonor y sus hijos permanecieron en Alcalá. Tras la muerte de los abuelos paternos, don Rodrigo se dirigió a Cabra y después a Sevilla.

En 1566, la familia se instaló en Madrid y el escritor fue discípulo del humanista López de Hoyos en el Estudio de la Villa durante cuatro meses, quien lo elogia e incluye unos poemas suyos (un soneto, una elegía y algunas redondillas) en Exequias a la muerte de la reina Isabel de Valois.

Desconocemos el motivo que llevó a Cervantes a viajar a Italia con veintidós años. Se ha especulado que fuera por huir de la justicia, pues se conserva una orden de prisión contra un tal «Miguel de Zerbantes» que por haberse batido en duelo y haber malherido a un maestro de obras llamado Antonio de Sigura, fue declarado en rebeldía y condenado a diez años de destierro y a la amputación de la mano derecha. Pero quizás el motivo de su viaje fuera su afán de aventura y el deseo de conocer su belleza y cultura. Tras demostrar su hidalguía, entró como camarero del futuro cardenal Giulio Acquaviva, un hombre culto que le brindó la ocasión de conocer Milán, Bolonia, Florencia, Palermo, Venecia, Ferrara, Nápoles, Roma… Tanta fascinación sintió por Italia, que aprendió su idioma para poder leer la literatura renacentista.

Su inclinación por la vida militar o quizá la necesidad de medrar le llevaron a dedicarse a las armas en 1570. Alistado en la compañía del capitán Diego de Urbina, del tercio de Miguel Montcada, en Nápoles y Mesina se reencontró con viejos amigos aficionados a las letras: Juan Rufo, Pedro Laínez, Cristóbal de Virués, Andrés Rey de Artieda, y, según algunos, se enamoró de Silena, con la que pudo tener un hijo pero del que no se conserva ningún dato, si es que existió.

Cuando los turcos tomaron Chipre y se creó la Santa Liga, su compañía, dirigida por don Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz, embarcó en Nápoles para, junto a las de Juan Andrea Doria, dirigirse a Mesina. Allí se unieron a las escuadras aliadas bajo el mando de don Juan de Austria, por quien Cervantes sintió gran admiración. A bordo de la galera Marquesa, enfermo de malaria, con vómitos y fiebre; a pesar de que sus jefes le aconsejaron que permaneciera bajo cubierta, Miguel de Cervantes prefirió pelear heroicamente «por su Dios y por su rey» en la famosa batalla de Lepanto, donde fue herido por tres arcabuzazos, dos en el pecho y otro en la mano izquierda.

Después de una larga convalecencia en Mesina, curadas sus heridas pero perdida la movilidad de su mano izquierda, se incorporó a la compañía de Manuel Ponce de León del tercio de Lope de Figueroa. Al servicio de don Juan de Austria, intervino en campañas militares (en Corfú, Navarino y La Goleta) antes de regresar a Palermo, junto a su hermano Rodrigo. Los desplazamientos de las tropas le hicieron recorrer Sicilia, Cerdeña y Nápoles, admirar sus bellezas y conocer sus costumbres.

Para mitigar los problemas económicos de su familia, Miguel y Rodrigo decidieron volver a España en la galera Sol el 20 de septiembre de 1575. Seis días después, en el trayecto hacia Barcelona, una gran tempestad dispersó los barcos de la flota, separando la embarcación en la que viajan de las demás, lo que aprovecharon tres naves argelinas de piratas, al mando de Arnaute Mamí, para abordarla. Al acudir las otras galeras en su auxilio, los argelinos huyeron, llevándose prisioneros a sus ocupantes. Dio comienzo así el cautiverio de ambos en Argel, una próspera y populosa ciudad que vivía del comercio de los saqueos. Allí Miguel pasó a pertenecer a Dalí Mamí quien, al comprobar que llevaba cartas de recomendación de don Juan de Austria y del duque de Sessa dirigidas al rey Felipe II —para ser nombrado capitán o conseguir algún cargo burocrático— lo tomó por un ilustre personaje y cifró en cinco mil escudos su libertad.

La vida en Argel era muy dura para los cautivos. Pero Miguel, excepto con el primer amo, que lo mantuvo con cadenas, o tras sus intentos de fuga, tuvo libertad de movimiento, quizás por el rescate que esperaban conseguir por él o por no poder realizar trabajos forzados. Incluso pudo ayudar económicamente a otros cautivos y mantener relaciones fluidas con comerciantes y otros nobles privados, como él, de libertad. Hay quien especula con su supuesta colaboración como espía o maquinador de algún complot para que los cristianos conquistaran Argel. Quedan aún muchas incógnitas de su cautiverio.

Su primer intento de fuga fracasó por la traición del guía que debía conducirlos a Orán, que los abandonó a su suerte. Al ser liberado tiempo después uno de sus acompañantes, su familia conoció su situación y luchó con coraje por rescatar a sus hijos pero resultaba imposible conseguir el dinero que pedían por ambos. Sabemos que, como ayuda para su liberación, obtuvo del monarca licencia para la exportación de mercancías a Argel, que vendieron sus posesiones y pidieron préstamos hasta reunir una cantidad importante, que entregaron a los hermanos trinitarios para negociar su libertad. Solo pudieron rescatar a Rodrigo por trescientos ducados. Miguel, resignado a su suerte, dio a su hermano una epístola en verso para que se la entregara al rey Felipe II su secretario, Mateo Vázquez, en la cual animaba al monarca a emular a Carlos V en Túnez. No obtuvo respuesta. Con la epístola iba un nuevo plan de fuga. Rodrigo debía contratar un barco que, acercándose a la costa, permitiera la huida a varios cautivos. El plan fracasó al ser la nave descubierta. El grupo pudo ocultarse un tiempo en una cueva cavada en un huerto hasta que fue denunciado por un renegado melillense, «el Dorador». Conducidos ante el nuevo bajá, un traidor veneciano célebre por su crueldad, Cervantes se declaró como único responsable de la fuga para salvar la vida de los demás. Hassán Bajá mandó ahorcar al jardinero que les había socorrido pero perdonó la vida a Miguel, aunque lo mandó conducir al baño o prisión cargado de cadenas, donde permaneció cinco meses recluido.

Sin desanimarse, el novelista intentó una tercera huida en 1578 enviando una carta al gobernador de Orán, a través de un moro amigo, para que lo liberase junto a otros caballeros. La misiva fue interceptada, el moro empalado y Miguel condenado a recibir dos mil palos, de los que también se libró inexplicablemente.

En su cuarto empeño por lograr la libertad, llegó a un acuerdo con un comerciante valenciano afincado en Argel, Onofre Exarque, quien aportó el dinero para comprar un navío con el que intentó la evasión junto a otros nobles cautivos. Tampoco tuvo suerte, lo delató un ex fraile dominico, Juan Blanco de Paz. Miguel consiguió huir, aunque negoció su entrega. Fue conducido a los baños otros cinco meses sin perder la vida.

En 1579, Hassán fue destituido de su cargo y lo compró a Dalí Mamí por quinientos ducados con la intención de llevárselo a Constantinopla. ¿Admiraba su talento, valentía y determinación o tuvo otras razones, como algunos maliciosamente insinuaron? Nunca lo sabremos. Lo cierto es que su familia, con mucho sacrificio, había podido entregar de nuevo a los trinitarios (fray Juan Gil y fray Antón de la Bella) trescientos ducados, que unido a lo que aportaron algunos comerciantes residentes en Argel y los propios religiosos, lograron convencer a su nuevo amo y comprar su libertad. Antes de regresar a España, a finales de octubre de 1580, Cervantes hubo de defenderse de las acusaciones e insidias de Blanco de Paz, buscando testigos que diesen fe de su cristianismo y buenas costumbres durante su cautiverio. Al llegar a Valencia, participó en las procesiones de acción de gracias por la liberación de los cautivos y permaneció allí algunos meses.

El cautiverio marcó al escritor. Con él se esfumaron sus ideales juveniles, aunque conservó su admiración por los grandes capitanes, el orgullo y el heroísmo. A su regreso a un Madrid burocratizado y a una política real inexplicablemente «prudente» para él, acostumbrado a la acción, que ignoraba a quienes habían expuesto su vida por el Imperio y sus valores, comenzará una etapa de decepción y desengaño. Convertido en un pretendientemás en busca de empleo, sin valedores —don Juan de Austria y el duque de Sessa habían fallecido— tuvo que hacer frente a la ruina económica familiar causada por los rescates.

En mayo de 1581 viajó a Portugal, donde se encontraba Felipe II, en busca de trabajo; solo logró una breve misión política en Orán. Al año siguiente solicitó un puesto en las Indias, que le fue denegado. Angustiado por su situación, decidió escribir una novela pastoril y algunas obras de teatro que le aportaron escaso rendimiento económico.

En 1584, de sus amores con Ana Franca (o Villafranca) de Rojas, una mujer casada, nació una hija llamada Isabel. Hay quien afirma que esta era hija de su hermana Magdalena, a la cual Miguel hizo pasar por suya para preservar su honor. Lo cierto es que Cervantes, que fue llamado a Esquivias por Juana Gaitán, la viuda de su amigo Pedro Laínez, para que revisase la obra de este (el Cancionero), que quería publicar, conoció allí a Catalina de Palacios Salazar, una hidalga campesina de 19 años, con la que, atraído por su dote, contrajo matrimonio unos meses después, el 12 de diciembre de 1584.

En marzo de 1585 publicó La Galatea —había vendido sus derechos al librero Blas de Robles—y el 13 junio falleció su padre, don Rodrigo. Hastiado de su vida en Esquivias, en 1587 se convirtió en comisario de las galeras reales, trabajo ingrato aunque no mal retribuido consistente en confiscar cereales y aceite para abastecer a la Armada Invencible. Dejando a su mujer, se instaló en Sevilla y recorrió las provincias andaluzas (Sevilla, Córdoba, Jaén y Granada), viéndose envuelto en procesos que le llevaron a la cárcel por malversación de fondos y excomulgado tres veces por expropiar trigo al Cabildo de Sevilla.

Sin apenas tiempo para escribir, compuso algunos poemas circunstanciales. En mayo de 1590 volvió a solicitar un puesto en las Indias, recibiendo como respuesta: «Busque por acá en qué se le haga merced». Probó otra vez suerte en el teatro sin fortuna. A las penurias económicas y sinsabores de su trabajo, se unieron las desgracias familiares. En julio de 1593 murió su madre, Leonor de Cortinas, y poco tiempo después Ana Franca. En 1594 perdió su trabajo y hubo de retornar a Madrid para aceptar, poco después, el empleo de recaudador de impuestos, que le acarrearía otros tantos sinsabores y la prisión en Sevilla, acusado de fraude. Allí se gestarían las primeras páginas del Quijote y de allí sacaría temas para las Novelas ejemplares. Ganó en 1595 un certamen poético en Zaragoza con motivo de las fiestas de San Jacinto y escribió sonetos y poemas dedicados a amigos, abandonando Sevilla por la peste.

En 1603, «las Cervantas» (sus hermanas Andrea y Magdalena, su sobrina Constanza y su hija Isabel) se trasladaron a Valladolid, donde Felipe III había instalado la corte, siguiendo a ciertas familias nobles para las que cosían. Allí se les unieron Cervantes y Catalina de Salazar. Volvió a refugiarse en la literatura y retomó la redacción de las Novelas ejemplares.

En Valladolid recibió la aprobación la primera parte del Quijote, y Robles, su editor, la mandó a la imprenta de Juan de la Cuesta. A principios de 1605 vio la luz y su éxito fue tan apabullante que rápidamente se hicieron varias ediciones y traducciones. El nombre de Cervantes se hizo célebre incluso fuera de España. Pero su vida se complicó de nuevo con la muerte de Gaspar de Ezpeleta, un caballero de la Orden de Santiago que apareció acuchillado delante de la puerta de su casa. La mala reputación de su familia y la suya propia —algunos lo acusaban de alcahuete y jugador empedernido— hicieron sospechar su participación en ella, por lo que fueron detenidos y encarcelados, hasta demostrarse su inocencia.

Meses después de volver la corte a Madrid, regresó también Cervantes a la villa e inició una etapa creativa, al amparo del éxito del Quijote. Cambió en varias ocasiones de residencia, se relacionó con otros escritores; acudió a academias literarias (la Academia Imitativa, la Mantuana o la Salvaje)…

No cesaron los disgustos familiares. Su hija Isabel casó con Diego San del Águila y mantuvo relaciones con el secretario del duque de Saboya, Juan de Urbina, un hombre ya maduro y mucho mayor que ella, del que tuvo una hija. Después de fallecer su marido, volvió a casarse de nuevo, en un matrimonio amañado por el propio Cervantes y su amante para evitar el escándalo. Tras el fallecimiento de su nieta, la relación entre Isabel y la familia quedó muy deteriorada.

Fuera por los muchos desengaños, la edad u otras razones, la familia de Cervantes vivió a finales de la primera década del siglo XVII una etapa de fervor religioso: Magdalena profesó en la Orden Tercera de San Francisco, Cervantes se hizo hermano de la Hermandad de Esclavos del Santísimo Sacramento y Catalina y Andrea siguieron a Magdalena. Muchos años antes, Luisa había entrado en el convento de la Concepción de las Carmelitas Reformadas de Alcalá.

Cervantes, en los últimos años de su vida, logró el mecenazgo del duque de Béjar, del conde de Lemos y de los cardenales arzobispos de Sevilla (Fernando Niño de Guevara) y de Toledo (Bernardo de Sandoval y Rojas). Pasó una larga temporada en Esquivias con su mujer, tras fracasar en su intento de regresar a Italia en 1610 acompañando al conde de Lemos. Dio forma definitiva a las Novelas ejemplares, que publicó en 1613 y un año después sacó su Viaje del Parnaso. Intentó escribir de nuevo teatro, pero no encontró quien le estrenara las obras, por lo que decidió darlas a la imprenta en 1615 con el nombre de Ocho comedias y ocho entremeses. La aparición de un Segundo tomo de el ingenioso hidalgo don Quixote de la Mancha, publicado en Tarragona en 1614 por Alonso Fernández de Avellaneda, supuso para él un duro golpe a su orgullo, que decidió contrarrestar escribiendo una segunda parte. La publicó en 1615. Un año después, al caer enfermo de hidropesía, se trasladó a Esquivias mas, al no encontrar mejoría su salud, regresó a Madrid.

Tras la muerte de sus hermanas (Andrea en 1609 y Magdalena en 1611) y de su nieta (1612), vivió con su esposa y su sobrina Constanza, escribiendo Los trabajos dePersiles y Sigismunda, que dedicó al duque de Lemos, en el cual, consciente ya de su próxima muerte, se despedía de sus amigos. La obra fue publicada póstuma. Aún tenía proyectos literarios —la segunda parte de La Galatea, El famoso Bernardo, Las semanas del jardín y El engaño a los ojos— que ya no verían la luz. Murió el 22 de abril de 1616. Al día siguiente le dieron sepultura, con el sayal franciscano, en una fosa común del convento madrileño de las Trinitarias Descalzas, donde, diez años más tarde, sería enterrada también su esposa Catalina de Salazar.

Formación de Cervantes

No se tiene constancia de que Cervantes acudiera a la universidad, pero sí sabemos que, a lo largo de su vida, tuvo relación con destacados autores a los que le unieron la amistad y el ejercicio de las armas, y que frecuentó las academias literarias. Y es indiscutible que en su viaje a Italia conoció de primera mano y absorbió la cultura renacentista y, a través de ella, a autores clásicos y coetáneos como Platón, Aristóteles, Horacio, Ariosto, Sannázaro, León Hebreo… y, en España, la literatura anterior y la de su tiempo.

LA OBRA DE CERVANTES

Poesía

Cervantes ansió toda su vida ser un gran poeta, pero sus contemporáneos no valoraron su talento lírico y Lope de Vega lo atacó despiadadamente. No obstante, su poesía no desmerece a la de otros autores del Siglo de Oro. Escribió bastantes composiciones (romances, sonetos, tercetos, décimas, redondillas, canciones) tanto de carácter culto como tradicional, algunas de las cuales se difundieron de forma manuscrita, en cancioneros de la época o en libros de amigos, y otras se han perdido. Sus romances, junto con los del Fénix (Lope de Vega) y Góngora, abrieron el camino al Romancero nuevo.

Entre los poemas sueltos destacan la epístola a Mateo Vázquez, los sonetos sobre la Armada Invencible, los poemas satíricos a la llegada del duque de Medina Sidonia a Cádiz o al túmulo que se hizo en Sevilla a la muerte de Felipe II, el poema dedicado a los éxtasis de Teresa de Jesús, la elegía al cardenal don Diego de Espinosa, etc.

Incluyó sonetos, canciones, romances o décimas en algunas de sus novelas como La Galatea, el Quijote, en ciertas Novelas ejemplares o el Persiles y en obras de teatro.

En El viaje del Parnaso (1614), un extenso poema alegórico escrito en terceros encadenados, tomó como referente el Viaggio di Parnaso (1582) de Cesare Caporali di Perugia, a quien conoció en Roma cuando estuvo con el cardenal Acquaviva. El autor, tras reclutar a los poetas más destacados de la época, emprende un supuesto viaje por el Mediterráneo para combatir a los poetastros que quieren adueñarse del monte Parnaso. Después de salir victoriosos de la batalla, son recibidos por Apolo. El libro interesa fundamentalmente porque el autor muestra la opinión que le merecían sus contemporáneos y porque en él se juzga a sí mismo como poeta. Así, con fingida humildad, reconoce sus limitaciones («Yo que siempre trabajo y me desvelo / por parecer que tengo de poeta / la gracia que no quiso darme el cielo…»), pero Mercurio ensalza su valía personal e ingenio y lo invita a entrar en su galera.

Novela

Miguel de Cervantes fue un gran conocedor de todos los géneros narrativos, que leyó y analizó con avidez durante años hasta asimilarlos e intentar su renovación.

La Galatea (1585) fue su primera novela. Se publicó en Alcalá de Henares, dividida en seis libros, siguiendo la estela italiana de la novela pastoril de L’Arcadia (1504), de Jacopo Sannazaro, traducida al castellano en 1543, que continuaron en España Jorge de Montemayor (Siete libros de Diana, 1558), Gaspar Gil Polo (Los cinco libros de la Diana enamorada, 1564), Lope de Vega (La Arcadia, 1598) y Luis Gálvez de Montalvo (El pastor de Fílida, 1582). Junto a estas, las Églogas, de Garcilaso de la Vega —la obra llevaba el subtítulo de égloga y la sitúa en las orillas del Tajo—, con cierta impronta de fray Luis de León, Fernando de Herrera, León Hebreo y de sus amigos Laynez y Figueroa. En ella recrea los amores de los pastores Elicio y Erastro, por Galatea, una joven y bellísima pastora a quien su padre, Aurelio, quiere casar con el segundo. Cervantes entrelaza hábilmente esta trama con otras breves historias secundarias en las que abundan los amores, ausencias, celos, confusiones, etc., para reflejar la psicología del sentimiento amoroso en sus diversos matices. También intercala varias composiciones poéticas, la más extensa es el Canto de Calíope, ciento once octavas reales en las que Cervantes enjuicia a los poetas de su tiempo. Aunque no tuvo gran repercusión, y el alcalaíno reconocía sus defectos, como expone el cura en el Quijote («tiene algo de buena invención, propone algo y no concluye nada»), el novelista siempre expresó su deseo e intención de continuarla. No llegó a hacerlo.

El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (1605-1615) es una obra de madurez, en la cual aúna sus amplios conocimientos literarios con sus experiencias vitales. La publicó veinte años después de La Galatea. Acudió para ello al editor y librero Francisco de Robles y al impresor Juan de la Cuesta. Por un comentario de Lope de Vega, se especula con que pudiera ser conocida en ciertos círculos literarios antes de su publicación, mas no se puede confirmar. Cervantes se fija ahora en la novela de caballerías, género iniciado a finales del siglo XV y muy difundido en el XVI con las continuaciones de Amadís de Gaula (de Garci Ordóñez de Montalvo, Páez de Rivera, Juan Díaz, Feliciano de Silva o Pedro de Luján); los Palmerines (Palmerín de la Oliva,Primaleón y Palmerín de Inglaterra) y otras como Don Florindo, Don Cirolingio de Tracia o Don Belianís de Grecia, sin olvidar Tirante el Blanco, del valenciano Joanot Martorel. El escritor pretendía hacer una parodia de estas novelas, al considerarlas inmorales, disparatadas y nocivas, además de mal escritas. La idea del hidalgo manchego enloquecido por su lectura pudo tomarla de la lectura de un anónimo Entremés de los romances o de la existencia de ciertos individuos a los que su lectura había enajenado.

Aunque la mayor parte de la historia es caballeresca, aparecen en ella elementos de la novela pastoril (Marcela y Grisóstomo, Las bodas de Camacho), sentimental (en los episodios de Cardenio, Luscinda y Dorotea), de cautivos (en la historia de El capitán cautivo), de corte italianizante al estilo de Boccaccio (en El curioso impertinente) o picaresca (en el episodio de Ginesillo de Pasamonte). Y como era frecuente en la época, inserta poesía en algunos capítulos.

La primera parte, que consta de cincuenta y dos capítulos, la publicó en 1605, dedicada al duque de Béjar; la segunda parte, de cincuenta y cuatro, la sacó diez años después con el título Segunda parte del ingenioso caballero don Quijote de la Mancha, dedicada al conde de Lemos. La escribió en poco tiempo, al haberse publicado en Tarragona en 1614 otra segunda parte apócrifa, firmada por Alonso Fernández de Avellaneda, natural de Tordesillas, y querer Miguel de Cervantes desenmascararlo. En ella, fundiendo ficción y realidad, el novelista tomó en cuenta algunas de las críticas realizadas a la primera parte, redujo el número de relatos ajenos a la historia principal y dio más importancia a la psicología y al diálogo entre los personajes.

La estructura de ambas partes es similar. En la primera, don Quijote realiza dos salidas: una solo (capítulos II-V) por las tierras de la Mancha, y otra en compañía de Sancho Panza (capítulos VII-LII), por tierras manchegas hasta llegar a Sierra Morena; en la segunda parte se produce solo una salida (capítulos VII-LXXIV) y sus andanzas se desarrollan en La Mancha, en tierras de Aragón y en Cataluña.

A cada salida le anteceden capítulos preparatorios: en la primera ocasión, se presenta a Alonso Quijano y su afición por los libros de caballería, causa de su trastorno mental, que le han inducido a tomar la decisión de convertirse en un caballero andante. Tomando el nombre de don Quijote de la Mancha, decide salir en busca de aventuras, para honrar a su patria y a su dama, Aldonza Lorenzo, una moza labradora de quien anduvo enamorado y a la que llama Dulcinea del Toboso. En el capítulo VI, previo a la segunda salida, se produce la quema de los libros de la biblioteca del hidalgo por el cura y el barbero, alentada por la sobrina y el ama de este, en la confianza de que así cesará su locura. Pero don Quijote, que recuerda las palabras del ventero, busca como escudero a un rudo labrador, Sancho Panza, y se dispone a retomar sus andanzas. Ya en la segunda parte, precediendo a la salida, Cervantes dedica los seis primeros capítulos a la visita que el cura y el barbero hacen al hidalgo para interesarse por su salud, seguida de la de Sancho Panza, quien introduce al bachiller Sansón Carrasco. Se entabla una conversación en la que se da cuenta de la acogida que ha tenido la primera parte del Quijote entre el público y otros temas literarios, fundiendo así realidad y ficción. En la charla que mantienen Sancho y su mujer en el capítulo V se observa el influjo que don Quijote ejerce sobre el aldeano en su forma de pensar y expresarse. Y en el capítulo VI, Alonso Quijano diserta sobre el linaje de las personas.

Entre las aventuras recogidas en las tres salidas, destacan: en la primera, la de la venta que don Quijote transforma en su mente en castillo, donde es armado caballero; la defensa del muchacho Andrés o la aventura con los mercaderes toledanos, de la que saldrá malparado. En la segunda salida: la de los molinos de viento, el encuentro con los yangüeses, la del yelmo de Mambrino, la de los galeotes, la de los cueros de vino… entre las que se entremezclan, hábilmente dosificadas, las historias de Marcela y Grisóstomo; la historia de Dorotea, don Fernando y Luscinda; la lectura de la Novela del curioso impertinente; la historia de Zoraida y el cautivo. En la salida de la segunda parte del Quijote, asistimos a una serie de encuentros con «Dulcinea y sus doncellas encantadas», la carreta de la muerte, el caballero del Bosque o de los Espejos, el del Verde Gabán; a las bodas de Camacho, al descenso a la cueva de Montesinos, al reencuentro con Ginés de Pasamonte; a la llegada al palacio de los duques aragoneses que desean burlarse de los protagonistas, a la aventura de Clavileño, al gobierno de Sancho Panza en su ansiada ínsula… Camino de Zaragoza, como se había anunciado en la primera parte, al descubrir la existencia del Quijote de Avellaneda, cambian el rumbo a Barcelona, donde se encontrarán con el caballero de la Blanca Luna (Sansón Carrasco), que vence a don Quijote.

Tras las aventuras de las tres salidas, se produce su retorno a casa malherido y humillado para curar sus heridas y enfermedad. En la primera, después de haber sido apaleado cruelmente por un mozo de mulas de unos mercaderes toledanos, es recogido por un labrador, vecino suyo, y llevado totalmente magullado a su casa sobre su jumento. En la segunda, el cura y el barbero consiguen librar al caballero de la triste figura de los cuadrilleros que traían orden de prisión para él por haber dado libertad a los galeotes y, con la ayuda de don Fernando, Dorotea y los de la venta logran atarlo de pies y manos para conducirlo «encantado», enjaulado y tendido sobre un montón de heno, en un carro de bueyes a su hogar. Pero, si en el primer retorno, su vecino había entrado en el pueblo después de haber anochecido para ocultar su desgracia a los lugareños, ahora el regreso será en la mitad del día y en un domingo, quedando todos maravillados del suceso. En la tercera salida será Sansón Carrasco, convertido en el Caballero de la Blanca Luna, el artífice de su regreso tras vencerlo en combate y forzarlo a regresar a su pueblo donde, con los cuidados de su sobrina y ama, recobrará la cordura, abominará de las novelas de caballería y morirá cristianamente.

Es posible que en la mente del autor, el Quijote, inicialmente, fuera una novela corta al estilo de las Novelas ejemplares que acabaría en el primer regreso a casa. Pero Cervantes percibió las posibilidades que podría tener el relato poniendo un interlocutor a don Quijote, Sancho, convirtiéndolos en la cara y la cruz de una misma moneda al contraponerse y complementarse, humanizando a ambos y haciéndolos deambular por parte del territorio hispano para encontrarse con otros diversos y peculiares personajes, e influirse el uno al otro en su dilatada convivencia. A ello se uniría el acierto del juego de narradores y de perspectivas que introduce el alcalaíno al fingir que, para contar la historia del hidalgo manchego, extrae datos de los archivos de la Mancha, que amplía con la Historia de don Quijote de la Mancha escrita por Cide Hamete Berengeli, historiador arábigo, tras ser traducida al castellano por un morisco y la complementa, en la segunda parte, con unos pergaminos encontrados en los cimientos de una ermita, escritos en letra gótica. Este recurso permite al autor distanciarse de la obra, comentar ciertos hechos y enjuiciar otros irónicamente. La introducción de distintos narradores, a los que se suman los de las historias «vividas» o leídas —contadas en primera o tercera persona— que se entrelazan con la central, multiplica la perspectiva narrativa al unirla a la de los otros personajes, que muestran sus puntos de vista en los diálogos.

El Quijote sorprendió con sus protagonistas. Don Quijote es un loco-cuerdo capaz de realizar las mayores insensateces y, en paralelo, encarnar el más puro y desinteresado idealismo, sin que adversidades, fracasos, incomodidades y desengaños lo dobleguen. Es capaz de reflexionar como el más sensato de los mortales en sus lúcidos momentos y admirar a todos con sus reflexiones o ideas sobre el amor, el honor, la fidelidad, la libertad, la justicia, el ejercicio de las armas y las letras —discurso sobre la Edad de Oro, o sobre las Armas y las Letras, o los consejos dados a Sancho Panza cuando lo convierten en gobernador de la ínsula…— y ser un personaje grotesco en algunos momentos, patético en otros; digno de admiración por su lucha contra corriente y merecedor de conmiseración en otras tantas. Sancho Panza es un labriego simple, zafio, materialista y socarrón, que se deja guiar por su instinto y por el sentido común; con una filosofía pragmática de la vida, sacada de los refranes y de su propia experiencia, pero que, al contacto con el hidalgo, se va transformando, cargándose de ideales, adquiriendo sensatez, quijotizándose hasta tal punto que evoluciona incluso en su forma de expresión. En contraste, su amo, por arte del desengaño, va haciéndose más realista y su ánimo va decreciendo progresivamente en la segunda parte, hasta caer en la melancolía al privársele del ejercicio de la caballería andante y dejarse morir, lo que intenta evitar su escudero. Don Quijote, ya cuerdo, agradecerá la fidelidad de su acompañante.

Cervantes supo reflejar en su novela toda una época, la del Barroco español, con sus virtudes, anhelos, esperanzas y miserias. Por sus páginas pasean todo tipo de personajes: nobles y plebeyos, clérigos y seglares, ricos y desheredados, bondadosos y malvados, que producen en el lector la sensación de «vida» por su psicología y evolución.

Cervantes no se quedó en la simple parodia, sino que dotó a su libro de una gran transcendencia. Don Quijote y Sancho Panza se convirtieron en prototipos universales. Coincidimos con Abellán en que don Quijote no es un pobre loco, sino un defensor del honor, de la fe, del orden y de la moral, y Sancho Panza no es solo el personaje jocoso y plebeyo, sino la encarnación del realismo español: «El Quijote