Envuelta en sonidos - Sara Marianovich - E-Book

Envuelta en sonidos E-Book

Sara Marianovich

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Beschreibung

Desde que estaba en el vientre materno, estuve envuelta en los sonidos de los vinilos y, posteriormente, del piano que tanto me cautivó. El sonido del alma, aquella voz interior, marcaba el rumbo de mi vida indicándome sutilmente cuál era mi camino. 
Creo que pocos músicos han tenido que lidiar con tantos problemas de distinta índole, muy duros e imprevisibles, como los que me han acontecido… Sorpresas realmente maravillosas e inimaginables surgen, a modo de recompensa, si somos capaces de aguantar el dolor, tener paciencia y no perder la fe en que llegarán las soluciones, incluso sin poner nada más de nuestra parte.  
Sufrí una gran injusticia que me obligó a dejar España, causándome un indescriptible dolor emocional. Me adentré en la naturaleza refugiándome en un maravilloso entorno en mi país de origen, donde curé mis heridas. Tumbada en la pradera, disfrutaba contemplando a los buitres leonados, unas sublimes aves a las que los humanos ¡injustamente! tienen tanto desprecio y prejuicios. Mientras miraba al cielo, me sentí libre y con ganas de volver a volar alto. 

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Sara Marianovich

 

 

 

Envuelta en sonidos

 

 

 

 

 

© 2023 Europa Ediciones | Madrid

www.grupoeditorialeuropa.es

 

Editora: Begoña Martínez Moreno

 

ISBN 979-12-201-4171-0

I edición: Julio de 2023

Depósito legal: M-23179-2023

Distribuidor para las librerías: CAL Málaga S.L.

 

Impreso para Italia por Rotomail Italia S.p.A. - Vignate (MI)

Stampato in Italia presso Rotomail Italia S.p.A. - Vignate (MI)

 

 

 

 

 

 

 

Envuelta en sonidos

 

 

 

 

Es bien conocido que el ambiente en el que uno crece condiciona su desarrollo, influye en formar sus gustos y determina sus valores.

Por lo tanto, no puedo estar más agradecida a mis padres, Milo y Liliana, así como a mi mami Gladys que me acogió en España, por todo lo que me han enseñado, por el tiempo que me han dedicado y por lo feliz que fui a su lado.

 

 

 

«Para mí, tocar el piano es como rezar por las mañanas».

Joaquín Rodrigo

(22 de noviembre de 1901 – 6 de julio de 1999)

 

«El único símbolo de superioridad que conozco es la bondad».

Ludwig van Beethoven

(16 de diciembre de 1770 – 26 de marzo de 1827)

 

Nota sobre la autora

Sara Marianovich nació en el seno de una familia de científicos. A los ocho años, comenzó a estudiar piano y, a los quince, ingresó en la Facultad de Arte Musical de la Universidad de Belgrado, convirtiéndose en la estudiante más joven de todos los tiempos. Obtuvo el Premio de la Universidad de Las Artes a la mejor estudiante licenciada y el Premio de la Fundación Emil Hajek a la pianista joven con mayores perspectivas. Con tan solo veintiún años obtuvo también el título Magíster en el área de piano en la misma facultad. En el Real Conservatorio Superior de Música de Madrid terminó con la mejor nota los estudios de postgrado en el Curso de Perfeccionamiento en Interpretación de Música Española. Sus profesores de piano han sido Miroslava Lili Petrovic, Arbo Valdma, Victor Merzhanov, Dmitri Bashkirov, Joaquín Soriano y Manuel Carra.

A los doce años actuó por primera vez como solista acompañada por orquesta y, a los trece, ofreció su primer solo recital. Ha actuado como solista, a dúo y acompañada por orquestas, realizando también diversas grabaciones para las emisoras de radio y televisión. Participó en numerosos conciertos benéficos: cabe destacar la gala concierto Music for Peace at UNESCO (París, 1999) que se retransmitió por televisión en todo el mundo, donde actuó junto a prestigiosos artistas como el maestro Zubin Mehta, Barbara Hendricks, Grace Bumbry, Montserrat Caballé, Gil Shaham, Lionel Richie o célebres actores que ejercieron de maestros de ceremonia como Gregory Peck, Peter Ustinov, Marisa

Berenson, Sidney Poitier, etc. Ese mismo año actuó en la gala concierto Millennium Staff Day en la sede de las Naciones Unidasen Nueva York.

Ofrece regularmente clases magistrales de piano y un curso de formación artística Preparación Psicofísica para Actuaciones en Público y Superación de la Ansiedad Escénica, así como Cursos Internacionales de Interpretación de Música Española.

Con la intención de despertar el interés por la música clásica y formar nuevos aficionados en la más temprana edad, ha creado un novedoso programa educativo: Tras la huella de los sonidos, que consta de libro-disco (actualmente existe una edición en castellano, y otra en serbio que lleva por título Tragovima zvuka), videoclips artísticos, conciertos multimedia para niños, y una serie de televisión de doce episodios.

Hasta la fecha ha realizado más de mil conciertos multimedia para el público infantil en varios países europeos. También creó e impulsó la organización del Concurso Internacional Joaquín Rodrigo, ocupando el cargo de directora artística, cuya primera edición se celebró en Madrid, entre los actos del centenario del nacimiento del compositor. Un concurso que, por su originalidad, calidad y nivel artístico, entró a formar parte de la prestigiosa organización World Federation of International Music Competitions.

En el año 2001, realizó para SONY Classical, en un doble CD, la primera grabación mundial de la obra integral para piano deJoaquín Rodrigo, disco que obtuvo excelentes críticas internacionales; se hizo una edición especial de este CD para Caja Madrid y su fundación y fue regalo de Navidad para sus empleados y clientes distinguidos. En 2008 la casa discográfica Sony BMG, en colaboración con TVE, editó un CD y DVD con la obra para violín y piano de Pablo Sarasate, con motivo del centenario de su muerte, que Sara grabó junto al violinista Ilija Marinkovich, laureado en el Concurso Internacional Pablo Sarasate y Embajador de la UNESCO como Artista por la Paz. El Hotel Ritz de Madrid realizó una edición especial de este CD como regalo para sus clientes vip. Asimismo, las interpretaciones de Sara figuran en numerosos discos editados por varios sellos discográficos, junto a las de otros artistas de prestigio internacional.

Sara también une la música con la moda, tanto en sus conciertos, como en otros proyectos artísticos que realiza, colaborando con renombrados diseñadores y marcas.

Para más información, pueden consultar su página web:

https://www.saramarianovich.com       

Fotografía tomada el 12 de abril de 1983 en mi primer concierto ante un gran público en el Auditorio de la Filarmónica de Belgrado, interpretando el Concierto para

piano y orquesta de J. Haydn.       

I Infancia y primeros pasos en la música

Nací en 1971 en Belgrado, la capital de la actual República de Serbia, cuando aún era la República Federal Socialista de Yugoslavia, gobernada por el mariscal Tito. A veces, los valores que nos inculcan nuestros progenitores no coinciden con los de la sociedad en la que nos ha tocado nacer y vivir. En este sentido, mis padres siempre se mantuvieron al margen del partido comunista; no les interesaba nada la política ni eran ateos. Centraron todo su esfuerzo en educar a sus dos hijos, se preocuparon de que mi hermano Ivan y yo fuéramos disciplinados, trabajadores, honestos y solidarios; además, nos transmitieron su gran amor por la naturaleza. Al pertenecer ambos al ámbito de la educación como docentes, en nuestro hogar se respiraba cultura y teníamos a nuestra disposición muchos libros de distintos géneros y una colección de discos de música clásica.

Vivir en un país comunista significaba tener ciertas limitaciones en cuanto a la posesión de bienes, sobre todo, en lo referente a la vivienda. Por ese motivo, el piso en el que vivíamos (y no solo nosotros, sino la mayoría de los ciudadanos de la antigua Yugoslavia) era propiedad del Estado y este lo cedía para su uso como si fuera un alquiler. Al mismo tiempo, decidía qué tamaño de vivienda correspondía a cada caso, según el número de miembros de los que se componía la familia. Nosotros éramos cuatro, y el cálculo resultaba en unos cincuenta y cuatro metros cuadrados en total. Sí, es cierto que, desde la perspectiva actual, puede parecer increíble y nada digno haber tenido que vivir en esas condiciones tan modestas. No obstante, no recuerdo esa época de mi vida como incómoda porque cada uno teníamos nuestro pequeño espacio y sentíamos la belleza de un hogar en el que reinaban el amor, la armonía, el respeto, la comprensión, el apoyo y la tolerancia.

Aunque no podría calificar a mi familia como acomodada, comparándolo con lo que eso significa en un país capitalista, tampoco era humilde, ya que vivíamos por encima de la media. Cuando yo nací, mi padre ya era doctor en Ciencias, catedrático de Matemáticas en la Universidad de Belgrado, autor de numerosos libros de texto y publicaciones científicas y, al poco tiempo, también le nombraron académico, por lo que con sus ingresos podíamos permitirnos que solo él trabajara. Mi madre, quince años más joven que él, se graduó en Física y Química, pero juntos decidieron que se dedicaría plenamente a la familia. Nada más casarse, y antes de que naciéramos mi hermano y yo, se trasladaron a Estados Unidos durante un año, puesto que mi padre recibió una invitación para realizar los estudios posdoctorales e impartir clases en la Universidad de Florida. Este trabajo les permitió regresar a Yugoslavia con algún dinero ahorrado e invertirlo, años más tarde, en la compra de un terreno en una preciosa montaña al sur de Serbia, cerca de la frontera con Montenegro, en el que construyeron una casa. En aquel lugar pasé los mejores momentos de mi infancia, disfruté de la naturaleza y de la gran pasión de mi padre: la botánica. En nuestra parcela, de unos tres mil doscientos metros cuadrados, teníamos más de ochenta especies de árboles, arbustos y flores que mi padre traía de distintos viveros y él mismo plantaba y cuidaba con mucho cariño. Podaba algunos árboles pequeños simulando champiñones y su arte al modelarlos a mi hermano y a mí nos cautivaba; nos parecía estar en un bosque encantado y dejábamos volar nuestra imaginación y creatividad mientras jugábamos en aquel jardín.

No muy lejos de casa, había una granja con distintos animales domésticos, por lo que ya de niña tuve el privilegio de obtener algunos conocimientos y vivir unas experiencias impensables para quienes residían en grandes ciudades. Adoraba ver pastar a los caballos, incluso me atreví montarlos; también pude observar cómo ordeñaban a las vacas y de qué forma preparaban los quesos. Y tuve la fortuna de presenciar el nacimiento de un cordero y, al verlo tan sucio, quise lavarlo con detergente para pura lana. También me reía a carcajadas viendo cómo correteaban los cachorros y gatitos, haciendo alguna que otra travesura. En el gallinero, solía ayudar a recoger huevos y no me importaba regresar a mi casa impregnada de los fuertes olores del establo. Sentía muchísima empatía con los animales y disfrutaba cuidando de ellos.

Ya de muy pequeña, no me gustaba nada el sabor de la carne; prefería consumir ensaladas, vegetales y zumos naturales de frutas. Debido a mis visitas a esta granja, en esa tierna infancia, descubrí una dura verdad: la carne que se compraba en el supermercado no era otra cosa que ese inocente animal que corría alegremente por la granja sin saber cuál era su destino final… Este descubrimiento fue determinante para que me convirtiera en vegetariana de por vida…

Este lugar al sur de Serbia, en el que mis padres pusieron tanto amor y pasión en cuidar de las plantas, se convirtió en mi mejor refugio, mi fuente de inspiración y donde conseguía recargar las pilas y encontrar paz interior siempre que lo necesitaba. Se sentía una energía especial, casi mágica, y una tranquilidad nada común, ya que la casa estaba en pleno bosque, sin otras edificaciones cerca. Sentada en aquel jardín, mi mirada se perdía en los interminables montes que lo rodeaban; la sensación era como si me encontrara en otro planeta o en un pequeño paraíso, lejos de cualquier civilización…

***

No puedo recordar cuándo se produjo mi primer contacto con la música. Quizás porque este ocurrió ya en el vientre materno. Aunque mis padres profesionalmente no tenían ninguna relación con el mundo de las artes, nuestro hogar siempre se llenaba de sonidos de los grandes compositores de música clásica. Las obras de Mozart y Chopin sonaban con suavidad y con su música mi hermano y yo nos dormíamos plácidamente, lo que permitía a mi madre dedicar ese tiempo a otras tareas de la casa y a preparar sus exámenes ya que, al mudarse a Estados Unidos, tuvo que interrumpir temporalmente sus estudios universitarios.

Tampoco recuerdo cuándo pronuncié mi primera palabra, pero sí quedó constancia de mi primer silbido. Mi madre sigue contando con una mezcla de asombro y orgullo que, a los nueve meses, sorprendí a mis cuidadoras del jardín de infancia silbando una melodía mientras los demás bebés dormían en sus cunas. En un primer momento se asustaron al oír aquellos silbidos, pues pensaron que alguien había entrado sin autorización en aquel dormitorio, por lo que no dudaron en coger escobas para defenderse del intruso. Al abrir la puerta, se encontraron con ese tierno escenario que nadie podía imaginar. Fue la primera señal de que mi manera preferida de expresarme sería a través de la música y no con palabras.

Las muestras de mi amor por este arte eran numerosas

a mi más temprana edad, y hasta manifestaba una obsesión, concretamente, por el piano. Pero mis padres no prestaron mucha atención a ello y pensaron que era típico de los niños fijarse en algo y entusiasmarse sobremanera con ello. Además, les parecía extraño que me interesara tan en serio por la música; entre nuestros familiares no había nadie que se dedicara profesionalmente a ella ni por los que pudiera sentirme, de alguna manera, influenciada.

Con apenas dos años, estando con mi madre en el centro de salud donde ella recibía sus sesiones de fisioterapia, vi cómo escayolaban el brazo a un hombre en la consulta de al lado. Cuando terminaron de ponerle el yeso, lo miré y pregunté con preocupación:

—¿Y cómo hará ahora para tocar el piano?

Aquella curiosidad infantil provocó las carcajadas de la enfermera y del hombre porque, probablemente, ese señor trabajaría en la construcción o similares y no tendría mucha afición por la música clásica, y menos por tocar el piano.

Tengo que reconocer que, ya de niña, era muy decidida y tenaz: si quería hacer algo, no había manera de hacerme cambiar de idea ni me dejaba desanimar. Cuando mi hermano cumplió cuatro años, mis padres decidieron inscribirle en un colegio preescolar inglés para que fuera aprendiendo el idioma, ya que mi padre suponía que, nuevamente, podrían invitarle a dar clases en Estados Unidos, por lo que todos tendríamos que mudarnos ahí. Para mí, mi hermano era un ídolo, lo adoraba y quería hacer todo lo que hacía él. Hasta hacía de portero para que él tuviera con quién jugar al fútbol… Mi etapa escolar aún no había comenzado; yo apenas tenía dos años, pero quería ir con él a aquel colegio inglés. Así que a mis padres no les quedó más remedio que matricularme a mí también.

El primer año solo nos enseñaban a cantar en inglés, cosa que a mí me encantaba al estar relacionado con la música. Al finalizar el primer curso, participé en un evento de clausura cantando una canción en inglés. Me sentí muy a gusto actuando delante de aquel público compuesto por otros alumnos del colegio y sus padres; sin embargo, fruto de mi timidez, al recibir el aplauso sin saber qué significaba aquel gesto, no se me ocurrió mejor idea que coger el bajo de mi falda y taparme la cabeza con ella. Una vez más, provoqué las carcajadas de los presentes y no volví a hacerlo en mis siguientes actuaciones.

En aquel colegio también nos enseñaron a escribir, por lo que, con tres años, yo ya conocía todas las letras del alfabeto, y con cuatro, también las letras cirílicas propias del serbio.

***

Recuerdo que, en los primeros años de mi infancia, mi padre estuvo plenamente volcado en su profesión. Cuando estaba en casa, raras veces salía de su habitación y, por las noches, se acostaba muy tarde. Se concentraba tanto en lo que escribía que no prestaba atención a nada más. Mi hermano y yo nos percatamos de ello y nos hacía gracia entrar en su cuarto para preguntarle cualquier cosa. Por ejemplo: si el día estaba soleado, le preguntábamos: «Papá, ¿verdad que está lloviendo mucho?», y él, sin dejar que nuestra pregunta lo distrajera, seguía escribiendo y nos contestaba con un simple «Ajá», que era una forma de responder que sí. Mi hermano y yo, como niños traviesos que éramos, nos reíamos a carcajadas, puesto que su confirmación no se correspondía con la realidad.

Además de dar clases en la universidad y participar en las actividades de la Academia de Ciencias y Artes, mi padre escribía libros de matemáticas para casi todos los niveles de estudios. No obstante, y pese a estar tan ocupado, encontraba tiempo para jugar con nosotros. Pero no eran los juegos convencionales que los padres hacen con sus hijos. Eran unos juegos de matemáticas que él inventó para nosotros y que, más adelante, llegó a publicar en un libro para niños titulado Los juegos de equivalencias. Con estos ejercicios, o como él los llamaba «juegos», teníamos que comparar y agrupar objetos por sus formas, color o según su posición en un dibujo, y también percatarnos de simetrías y cosas similares. Para ser sincera, no eran nada fáciles para niños de nuestra edad, pero a nosotros se nos daban muy bien y nos divertíamos mucho acertando las respuestas correctas.

Muchos años después comprendí que precisamente estos juegos de matemáticas fueron los que cimentaron mi educación musical ya que, en las asignaturas de solfeo, armonía o contrapunto sacaba parecidos comparando algunas estructuras y reglas. Por eso, en La Teoría de la Música me resultaba todo tan familiar y fácil de comprender. No son pocos los que aseguran que las matemáticas y la música tienen mucho en común. Así que, sin ser músico, mi padre también influyó en mi buena formación musical incluso antes de iniciar con mis estudios de música. Los libros de texto de matemáticas en el colegio de educación primaria, de los que yo aprendí esta asignatura unos años más tarde, también los había escrito él con otros dos autores. En alguna ocasión hasta volvía a casa con una tarea de parte de mi tutora para que mi padre nos ayudara a resolver determinado ejercicio del libro.

 

II El inicio de mi formación musical y el primer

concierto ante un gran público

La construcción de la casa en el campo iba avanzando y en una de las estancias había un termo acumulador eléctrico de forma rectangular. Yo seguía sintiendo una necesidad inexplicable de expresarme a través de la música y, como en nuestra casa no había piano, cogí una sillita y la puse delante de aquel aparato. Me senté y comencé a tocar sobre su superficie como si fuera el teclado de un piano. Mi madre, sorprendida con mi comportamiento, me preguntó:

—Pero ¿qué estás haciendo?

Y yo, muy segura de mí misma, contesté:

—Déjame, ¿no ves que estoy tocando el piano?

Por aquel entonces, tenía unos cinco años y todavía faltaban unos meses para que empezara la educación primaria…

Al empezar dicha etapa escolar, entre las asignaturas del segundo curso tenía también el idioma ruso. La profesora tuvo la capacidad de notar mi talento musical, ya que su hijo tocaba el violín. Les dijo a mis padres que mi musicalidad destacaba y los animó para que me inscribieran en una escuela de música. Por las mismas fechas coincidió que un colega de mi padre, cuya hija llevaba ya unos años estudiando piano, nos invitó a un pequeño concierto que esta ofrecía en su escuela junto a otros alumnos. Al término, me preguntaron qué me había parecido su actuación al piano y, en lugar de decir que me había gustado, con mucha autoconfianza de algún modo inexplicable porque nunca tuve contacto con ese instrumento, contesté:

—Yo también puedo hacer eso.

Aquel aplomo en mis palabras no era arrogancia, sino una sincera manifestación de mi pasión por el piano y un deseo irrefrenable por tener la oportunidad de expresar mis sentimientos a través de la música. Tenía muy claro que quería que el piano fuera mi voz y así poder transmitir a los demás mi amor por la música.

Esa respuesta fue la señal definitiva de que yo iba en serio con mi deseo de estudiar música, así que mis padres concertaron una cita con la profesora de piano de aquella niña.

Miroslava Lili Petrovic era muy conocida por su capacidad de descubrir talentos musicales. Había dedicado toda su vida a la enseñanza, tenía mucho renombre y sus alumnos siempre destacaban. Se quedó impresionada con mi oído, voz y memoria musical y, dirigiéndose a mi madre, quien me llevó a hacer esa prueba, con una voz que casi denotaba su enfado declaró: —¡¿Cómo no se han dado cuenta antes?!

Resulta que, por aquel entonces, yo ya tenía ocho años y en mi país lo habitual era comenzar con la formación musical a los seis. Los hijos de los músicos, incluso, comenzaban antes con sus primeras clases, por lo que me llevaban mucha ventaja, pero eso no me desanimó en absoluto. Yo estaba muy feliz porque, por fin, me habían dado la oportunidad de estudiar música, así que, durante el primer año de mi formación musical, terminé los dos primeros cursos del grado elemental, sacando las mejores notas. De este modo pude recortar un poco esa ventaja frente a otros alumnos, pero ese no era el principal objetivo; se me daban tan bien el solfeo (al tener oído absoluto) y el piano (por adorar ese instrumento) que aprendía todo muy deprisa y sin mucho esfuerzo, por lo que ese rápido avance estaba bien justificado.

Al iniciar mis estudios musicales, surgió el primer gran obstáculo: como no procedía de una familia de músicos, en mi casa no había piano y necesitábamos comprar uno para que pudiera ensayar. Mis padres habían invertido todos sus ahorros en la casa de campo, y aquel gasto, además de imprevisto, superaba sus posibilidades económicas. Fuimos a unos grandes almacenes donde, entre otros, vendían pianos verticales (también conocidos como pianos de pared) y quedó claro que su precio era inalcanzable. El comerciante, movido por la compasión que le produjo verme tan ilusionada con el piano y, a su vez, desesperada por no poder conseguir mi propio instrumento, consultó con el encargado y decidieron hacer una excepción con nuestro caso. Se podía pagar a plazos, pero solo en el departamento de los grandes electrodomésticos y, para que mis padres pudieran acogerse a aquella oferta, fraccionaron el pago de mi piano en varias mensualidades, poniendo en el concepto que habíamos comprado una lavadora, una nevera, una cocina y un horno, de manera que el importe de aquella compra cuadrara con el precio del piano. Qué alegría se siente al encontrarse con gente buena dispuesta a ofrecerte su ayuda solo por verte feliz. Y tener por fin un piano en mi casa me hacía realmente feliz.

***

Los primeros años de mi formación musical no fueron fáciles. Tenía que compaginar las clases de piano y solfeo con las del colegio de educación obligatoria. Tuve la gran suerte de que mi madre podía llevarme en coche a la escuela de música, ya que esta no estaba muy cerca del piso donde vivíamos. Por incompatibilidad de horarios, en el cuarto curso de educación obligatoria tuve que cambiarme de colegio. Fue una decisión difícil porque estaba a gusto con mis compañeros de clase y con la profesora de ruso, con cuyo hijo coincidía en la escuela de música. No obstante, en el nuevo colegio me encontré en la clase con una niña, Milena, con la que, unos años antes, había coincidido en el colegio preescolar inglés. Esta circunstancia facilitó mi adaptación a este nuevo entorno escolar, pero además me produjo una gran alegría ya que perdimos contacto tras finalizar el colegio inglés y realmente éramos muy buenas amigas. Hoy día conservamos nuestra amistad pese a los varios miles de kilómetros que nos separan, ya que ella, al finalizar sus estudios de medicina, se mudó a Estados Unidos donde trabaja como médico en los hospitales más importantes del país.

Continuaba avanzando bien con mi formación musical y mis padres estaban contentos al verme tan feliz haciendo música, a pesar de que, al no tener conocimientos musicales ni contactos en este gremio, sentían que no podían ayudarme en nada. No obstante, de algún modo esta circunstancia fue favorable para mí, puesto que no intervenían de ninguna manera en mi desarrollo musical, tal y como ocurría con otros niños cuyos padres sí eran músicos. Algunos compañeros me confesaban lo mal que se sentían cuando sus padres les controlaban constantemente y observaban cuánto y cómo ensayaban, expresando su disgusto si percibían que no avanzaban lo suficientemente bien. Algunos padres, incluso, proyectaban en sus hijos sus propias frustraciones, esperando que estos alcanzaran un nivel y éxito que ellos no habían conseguido durante su formación. Yo no sentía ese tipo de presión ni las pretensiones desmesuradas de mis padres; simplemente, ellos me dejaban disfrutar haciendo lo que más me gustaba. De este modo, nunca sentí la necesidad de compararme ni con mis padres ni con nadie.

A los doce años, tras apenas cuatro estudiando piano, tuve la gran oportunidad de presentarme ante un público fuera del círculo de la escuela, concretamente en el Auditorio de la Filarmónica de Belgrado. Era mi primera actuación como solista acompañada por la orquesta, lo que no dejaba lugar a equivocarse y retroceder para corregir cualquier eventual error, como solían hacer los alumnos a esa edad. La responsabilidad que sentía era enorme. Debo reconocer que nunca sentí miedo escénico, siempre tocaba el piano con mucha seguridad y ganas de actuar en público. Sí que sentía nervios antes de empezar el concierto, pero todo desaparecía una vez me sentaba al piano. Desde ese momento, en mi cabeza no existía nada más que la música que iba a interpretar. La mayoría de los alumnos tenía ganas de terminar cuanto antes su actuación por lo mal que lo pasaban ante el público; yo sentía justo lo contrario: deseaba empezar cuanto antes el concierto y me sentía muy feliz y a gusto durante mi actuación. Incluso, muchas veces oía decir a otros alumnos, después de las audiciones que teníamos en la escuela de música, que les salía mejor en su casa, y a mí me pasaba lo opuesto: con la emoción de tocar ante el público, todo me salía mejor que cuando tocaba sola en casa.

Unas semanas más tarde, volví a tener otra importante actuación, esta vez con la Orquesta Sinfónica de Radio Televisión. Se trataba de un programa cultural que se retransmitía en directo desde el estudio de la televisión estatal de Yugoslavia. Además del público presente en el estudio, había que sumarle que, esta vez, tocaba ante una audiencia de varios millones de personas que seguían el programa por la televisión. Aquello era un riesgo mayor, porque no debemos olvidar que yo era una niña de doce años y existía el peligro de que me quedara en blanco con los nervios o me distrajera con el constante movimiento de las cámaras de televisión que enfocaban mis manos desde distintos ángulos. Fueron sorprendentes la seriedad y la serenidad con las que afronté el reto, como si fuera un músico profesional con muchos años de experiencia en los escenarios. Y lo cierto era que esta fue mi primera aparición en televisión, y encima en un programa que se emitía en directo. Juraría que en aquella ocasión mi profesora de piano y mi madre estuvieron más nerviosas que yo. Todo salió perfecto; sin embargo, al finalizar mi actuación, volví a demostrar mi timidez al recibir los aplausos del público presente y de los músicos de la propia orquesta. Di brevemente la mano al director de orquesta, como manda el protocolo en este tipo de actuaciones, y salí corriendo para esconderme detrás de las cámaras, donde me esperaba mi madre.

Esta actuación quedó inmortalizada en una cinta VHS que era el medio técnico más avanzado por aquel entonces, y se puede ver en mi canal de YouTube. Una grabación histórica no exenta de defectos técnicos, debido a la antigüedad de la cinta en el momento de subir dicho vídeo a esta plataforma de internet.

Hubo una anécdota ligada a este programa cultural y que merece ser contada en esta ocasión, ya que refleja muy bien la mentalidad de los músicos profesionales. El realizador, a pesar de no ser músico, estaba muy familiarizado con el mundo de la música clásica por relacionarse con los artistas que participaban en su programa. En aquella ocasión en el programa participó también un niño prodigio, Stefan Milenkovich, de tan solo seis años, interpretando como solista un Concierto para dos violines y orquesta. El segundo violinista solista no era otro que su padre que, además, era su profesor por aquel entonces. Estaba claro que el niño inició sus clases de violín a muy corta edad, como era habitual en las familias de los músicos. Pero lo que me impactó fue la broma que le gastó el profesor de violín al realizador del programa: resulta que este se había estrenado como padre apenas unas semanas antes, y pidiendo consejo a este profesor sobre el mejor momento para iniciar la formación musical de su hijo, el otro le respondió:

—Deja pasar un año para que el niño tenga una infancia feliz y, a partir de entonces, pon el violín en sus manos y establece horarios diarios de práctica y clases.

Obviamente, lo decía de broma, pero en el caso de su propio hijo no creo que haya sido muy lejos de la verdad. Es cierto que los niños que quieran tocar el violín lo tienen más fácil para iniciarlo a una edad más temprana, dado que pueden empezar tocando un instrumento minúsculo, que llaman un cuarto de violín, y según vayan creciendo sus manitas, también van cambiando el tamaño del instrumento, pasando al medio, tres cuartos y, finalmente, al instrumento de tamaño real. Con el piano no pasa lo mismo, me refiero al tamaño del teclado, porque las teclas tienen dimensiones estándar independientemente del tamaño del propio instrumento. Por lo tanto, si un niño inicia demasiado pronto su formación musical decantándose por el piano, es posible que el avance se quede ralentizado en el punto cuando las obras que quiera tocar lleven algunos acordes que superen el intervalo de una quinta o incluyan octavas, ya que sus manitas todavía no son lo suficientemente grandes para alcanzarlos. Es cierto que se pueden hacer algunos arreglos, como tocar ese acorde arpegiado y tonos sueltos de la octava en lugar de a la vez, pero estas soluciones no siempre quedan bien desde el punto de vista musical. Y eso influye en que el niño se desanime al darse cuenta de que estas obras son muy difíciles, que superan sus posibilidades técnicas.

***

A los trece años, concretamente el 18 de junio del 1984, ofrecí también mi primer solo recital de piano y, por aquel entonces, ya hablaba tres idiomas con bastante fluidez. Desde mis primeros años de educación obligatoria, además del inglés (idioma extranjero principal en todos los colegios de la antigua Yugoslavia), tuve que escoger un segundo idioma entre alemán, francés y ruso. El serbio era mi lengua materna, el inglés empecé a estudiarlo en aquel colegio preescolar, así que decidí escoger ruso porque me gustaba mucho. Además, el hecho de saber un idioma importante que se hablara en el este y otro en el oeste podría facilitarme mucho las cosas de cara a todos los viajes que haría por el mundo. Con el tiempo, también lo vi útil por si decidiera continuar mi formación musical en Moscú. La llamada escuela rusa era la más apreciada a nivel mundial y ha formado a grandes intérpretes, tanto pianistas como violinistas o chelistas.

Mientras yo iba avanzando con mi formación musical, mi padre, por su parte, participaba con frecuencia en varios congresos y simposios de matemáticos en distintos lugares del mundo. De uno de ellos, que tuvo lugar en Moscú, regresó con un disco que le había regalado un colega suyo. Este matemático ruso, al saber que mi padre tenía una hija que tocaba el piano, tuvo el detalle de enviarme un disco de aquellos que se escuchaban en tocadiscos. Además, en la carátula del vinilo, me escribió una dedicatoria que rezaba: «A Sara, con el deseo de grandes éxitos en la música», y lo escribió en ruso, sabiendo también que estaba aprendiendo su idioma. En aquel disco estaba grabado el Concierto n.º 1 de Tchaikovsky, interpretado por un excelente pianista ruso, Emil Guilels, acompañado por la Orquesta Filarmónica de Nueva York, dirigida por un director indio cuyo nombre me resultaba insólito y nunca había oído con anterioridad, pero tanto él como el pianista ruso, a quien ya conocía, eran muy apreciados y famosos a nivel mundial. Con mucha curiosidad e impaciencia por escuchar aquella grabación, puse de inmediato el vinilo en mi tocadiscos y, nada más oír los primeros tonos de la orquesta, sentí como si por mi cuerpo pasara alto voltaje. Pude notar que se me pusieron los pelos de punta. De algún modo muy intuitivo supe que el responsable de esa interpretación tan cargada de emoción y energía era aquel exótico hombre de ojos oscuros y mirada penetrante y, sin quitar la vista de la foto de la portada del disco, me pregunté: «Pero ¿quién es este artista?». Por aquel entonces, desconocía que este director de orquesta estaba muy ligado a Serbia, entre otros motivos, porque su primera oportunidad para dirigir a una orquesta sinfónica profesional, concretamente a la Filarmónica de Belgrado, la tuvo precisamente en mi ciudad natal, muchos años antes de que yo naciera. Lo que me imaginaba menos aún era que algún día tendría la oportunidad de compartir escenario con él, en un concierto muy especial y memorable, repleto de unas increíbles coincidencias e inusuales circunstancias…

III Primeros años de adolescencia y una sonada rivalidad

Mis actuaciones en público fueron cada vez más frecuentes y algunas requerían desplazamientos a distintas regiones de la antigua Yugoslavia. Inevitablemente, empecé a faltar a las clases del colegio de educación obligatoria. Procuraba no quedarme atrás con el temario de las asignaturas, por lo que las estudiaba sola en los escasos momentos libres que tenía durante aquellos viajes. Los profesores no parecían tener mucha comprensión por mis breves pero frecuentes ausencias y me ponían evaluaciones nada más incorporarme al colegio. Si no podía llegar a leerme los contenidos de todas las clases perdidas, no dudaban en ponerme enseguida la nota más baja. Yo era una alumna excelente y se me daban bien todas las asignaturas. No obstante, con esta forma de examinarme, sin dejarme tiempo para recuperar lo que me había perdido, me resultaba imposible poder sacar buena nota final, ya que todas sumaban y los suspensos me bajaban la nota media. Por estos motivos, en el séptimo curso decidí regresar a mi primer colegio.

Ahí encontré a mis antiguos compañeros de clase bastante cambiados, y no solo físicamente. Se percibía que se aislaban en grupos según sus aficiones y gustos, como suele ser el caso a esta edad, y luego no se relacionaban ni simpatizaban entre sí. Veía que la gente de mi edad empezaba a tener incluso los primeros amores adolescentes, y yo sentía dificultades para desenvolverme en aquel ambiente. Para mi edad, yo era muy madura intelectualmente, al igual que responsable, pero no me había desarrollado emocionalmente en el sentido de que no me relacionaba con chicos y, además, seguía siendo muy tímida.

Compaginar ambas escuelas suponía tener que renunciar a algo, y mi elección estaba clara. En esta etapa adolescente dejé de lado mi vida social, sin sentir lástima por ello, ya que la música me aportaba grandes satisfacciones. Algunos compañeros de clase igual lo percibían como una falta de interés por estrechar amistad con ellos, pero simplemente era mi necesidad de enfocarme plenamente en mis estudios de música, además de no disponer de tiempo libre para otras cosas.

Para poder seguir afianzando mi carrera, tenía que presentarme a concursos de piano cada vez más importantes. No me encontraba muy a gusto compitiendo, ya que en el fondo de mi ser sentía que eso no iba acorde con la finalidad de la música. Nuestra misión como músicos es compartir con nuestro público, es decir, transmitirles nuestros sentimientos y no competir entre nosotros los artistas. Tampoco creo que la práctica de presentarse a concursos sea la mejor forma de motivar a los niños para que estudien música: además de generar un ambiente insano lleno de envidias y susceptibilidades, también les crea una ansiedad perjudicial para su desarrollo y progreso, poniendo en peligro su amor por la música.

Reconozco que estuve de algún modo protegida por mi madre de aquellas comparaciones y los conflictos que se generaban en los concursos de música, y no solo entre los niños participantes. Ella me acompañó siempre y fue el mejor escudo que pude tener; se encargó de ocultarme los comentarios malintencionados que trataban de menospreciar mis capacidades musicales, basándolos en mis orígenes por no pertenecer a una familia influyente de artistas. Nunca permitió que aquellas palabras llegaran a mis oídos ni que supiera la realidad que me rodeaba. Me conocía muy bien y sabía que, por mi extrema sensibilidad, aquellas palabras podrían herirme e incluso hacer que me planteara dejar el mundo de la música al encontrarlo tan cruel e injusto. Ella sabía cómo seguir motivándome y los buenos resultados no tardaron en llegar.

Con el tiempo incluso supe que tuvo que frenar en más de una ocasión a mi profesora de piano que se veía superada por los nervios y no podía ocultar sus propias inseguridades y ansiedad antes del primer concurso al que me presenté. Mi madre no quería permitir que lo proyectara en mí y que eso me afectara, por lo que recurría a unas pequeñas mentiras para así transmitirme la plena satisfacción de mi profesora y su confianza en mis capacidades, lo que resultó en que tocara con gran seguridad y serenidad en el concurso y ganara el primer premio.

De igual modo, tampoco permitió que supiera de las palabras de la madre de una compañera de clase que no dudó en afirmar que su hija y yo nunca podríamos tocar juntas.

—¡De su terrible machaquissimo no se podría escuchar el excepcional pianissimo de mi hija! —decía esta.

La expresión que ella utilizó para referirse a mi modo de tocar piano, obviamente, no existía en el vocabulario musical, pero es fácil de comprender que se trataba de una descripción en términos peyorativos; mientras que pianissimo sí existe, y se refiere al modo de tocar con suavidad y sutileza. Es que, al sentir tanta pasión por la música y, en especial, por los compositores de la época del romanticismo, donde podría dar rienda suelta a mi temperamento interpretando las obras de Schumann o Liszt, yo tocaba con mucha fuerza; sinceramente, no tanto física sino emocional. Cosa que le molestaba a la madre de aquella niña, ya que su hija se inclinaba más hacia un repertorio limitado a las obras de Mozart o Scarlatti, de escasa virtuosidad y poca expresión emocional. Aquella madre, incluso, presumía de que a su hija le gustaba tocar a Mozart puesto que este compositor era un niño prodigio, como si con ello diera por hecho que su hija también lo era.