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Juntos debían descubrir el secreto antes de que fuera demasiado tarde... Blair Colby acudió a la casa de campo de su difunta tía con la intención de pasar un nostálgico verano en La Ensenada del Diablo. Pero al llegar allí descubrió que la vivienda había sido saqueada. Blair no imaginaba el motivo, pero tenía intención de averiguarlo, así que requirió la ayuda de Courtney Brennan, la bella vecina que había cuidado de la casa desde la muerte de su tía. Después de un fracaso sentimental, Courtney había prometido no volver a enamorarse, pero Blair estaba dispuesto a lograr que reconsiderara su decisión. Fue entonces cuando asaltaron también el apartamento de Courtney, y Blair se dio cuenta de que debía protegerla mientras intentaban descubrir la razón de aquellos ataques...
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Seitenzahl: 203
Veröffentlichungsjahr: 2018
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2004 Ruth Ryan Langan
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Envueltos en misterio, n.º 216 - agosto 2018
Título original: Vendetta
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com
I.S.B.N.: 978-84-9188-889-5
Portadilla
Créditos
Índice
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
La Ensenada del Diablo, Michigan, 2003
El juez retirado Frank Brennan acababa de dar una vuelta alrededor de los jardines de su hermosa y antigua casa conocida como Los Sauces. Con un suspiro de satisfacción, se sentó en su sillón de piel favorito en su despacho. Su mujer, Bert, ya se había ido a acostar y había prometido subir a reunirse con ella en unos minutos.
Cuando sonó el teléfono, contestó distraído.
—Hola.
—¿Poppie?
Al oír la voz estrangulada de su nieta en el otro extremo de la línea, el anciano se irguió y agarró el auricular con las dos manos.
—¿Courtney?
—Oh, Poppie. Tenía que hablar contigo.
Por el tono trémulo de la voz de su nieta, Frank sabía que contenía las lágrimas. Ya costaba imaginar eso, pues siempre había visto a Courtney, la tercera de las hijas de su hijo Christopher, como la más fuerte de sus nietas. Courtney, quien mientras aún iba al instituto había decidido estudiar diseño de interiores y jamás se había desviado del curso establecido. La misma Courtney que se había graduado en la prestigiosa Escuela de Diseño de Nueva York antes de ir a París y luego a Roma, antes de establecerse en Milán, donde había abierto un estudio y una boutique preciosos con su socio, Pietro Amalfi.
—¿Qué sucede, cariño?
La oyó respirar hondo.
—Es Pietro. Él… —luchó por manifestar las palabras por encima de las lágrimas que habían vuelto a caer—. He averiguado que ha estado… robando. No se ha pagado ninguna factura. Y ahora el banco amenaza con quitarnos la tienda. Y eso no es todo. Se ha ido con… —calló antes de lograr decir— con una de las chicas que había contratado en la boutique.
Frank Brennan escuchó en silencio una historia antigua como el tiempo mismo, pero que nunca se hacía más fácil de oír, en especial cuando partía el corazón de alguien tan querido como esa joven hermosa, que por primera vez en su vida había estado muy enamorada.
Una vez pronunciadas todas las palabras y cuando los únicos sonidos que se oyeron fueron unos hipos esporádicos, el tono de Frank se suavizó.
—Me has preguntado qué pienso, y te lo diré. Pienso que necesitas venir a casa, querida. A estar con las personas que te quieren.
—Pero me siento tan tonta… Si ahora huyo a casa, pareceré una fracasada, Poppie.
—Cuando se trata de asuntos del corazón, Courtney, todos somos tontos. Pero ¿una fracasada? Nunca. Si te puede simplificar las cosas, puedo recomendarte un bufete de Milán que lleve este lamentable asunto. Una vez que hayan arrestado a Pietro, se le ordenará que devuelva todo o irá a la cárcel.
—No quiero enviarlo a la cárcel, Poppie. Sólo quiero que limpien mis deudas y la oportunidad de empezar de nuevo.
—Cada cosa a su momento, Courtney. Pietro puede que se haya aprovechado de tu corazón y de tu negocio, pero no se le puede permitir irse sin pagar un precio. Después de eso, podrás seguir adelante con tu vida.
Después de un silencio tenso, ella suspiró.
—Sé que tienes razón, Poppie. Gracias. Me pondré en contacto con el bufete. Quizá una vez que haya puesto en marcha las cosas, sea capaz de pensar con más claridad.
—Buena chica. Y cuando todo haya terminado, necesitas venir a casa. No se me ocurre nada mejor para tu corazón y tu alma que pasar un verano en Los Sauces mientras planificas tu futuro.
Cuando colgó, Frank alargó la mano hacia una foto enmarcada sacada hacía más de quince años. En ella, cuatro niñas posaban con un brazo sobre el hombro de la otra. Emily sostenía a uno de sus muchos animales abandonados o perdidos. Las rodillas de Hannah estaban manchadas de hierba de haber estado cavando en el jardín. Sidney tenía uno de sus dibujos, y la nariz y la mejilla se veían manchadas de pintura. Los pantalones y el polo de tenis de Courtney se veían tan impecables y blancos como cuando se los había puesto horas atrás. Su cabello de color caramelo, que le llegaba hasta la cintura, estaba arreglado en dos trenzas perfectas. La sonrisa con hoyuelos era angelical.
Pensó en el hombre insensible que acababa de romperle la confianza y el corazón. Conociendo a su dura y perfeccionista nieta, iba a levantar un escudo alrededor de ese corazón para impedir que se lo hirieran otra vez. Pasaría mucho tiempo hasta que volviera a confiar en otro hombre, si es que alguna vez lo hacía.
Musitó una plegaria pidiendo que en alguna parte de ese mundo no sólo hubiera uno merecedor de ese hermoso corazón, sino lo bastante inteligente como para atravesar las defensas que su nieta erigiría a su alrededor, tan fuertes y altas como una fortaleza.
La Ensenada del Diablo - Presente
Poppie? ¿Tienes un minuto?
Al oír la voz de Courtney, Frank Brennan alzó la vista de la revista que había estado leyendo y sonrió.
—Siempre tengo tiempo para una de mis nietas favoritas.
Como siempre aludía a sus cuatro nietas como sus favoritas, Courtney simplemente rió entre dientes.
Le indicó el sillón que había del otro lado de su escritorio. Aunque llevaba retirado del mundo de la ley una década, seguía llenando sus días, cuando no se dedicaba al jardín, a repasar los últimos casos legales en su estudio, en especial aquéllos que tenían lugar en su antiguo distrito.
—¿Qué sucede, cariño?
—He hablado con Bert sobre la cabaña Colby.
La simple mención de su esposa, Alberta, a quien todo el mundo llamaba Bert, le amplió la sonrisa.
—Bert conocía a Sarah Colby mejor que yo. Era una mujer reservada. Jamás se casó, y hasta donde yo sé, tenía poca familia.
—Pensaba, ahora que ha fallecido, que podría intentar comprar su propiedad.
Frank sintió que el corazón se le aceleraba un poco. Desde el regreso de Courtney a La Ensenada del Diablo hacía más de un año, había estado conteniendo el aliento, con la esperanza de que pudiera considerar la idea de quedarse, aunque tratando de resignarse a que podría echar de menos la vida exótica que había dejado atrás.
—Suena a compromiso.
Ella rió.
—Supongo que sí. Me encanta el apartamento que tengo encima de la tienda, pero si pudiera trasladarme a la cabaña Colby, dispondría del doble de espacio. Además, podría establecer un sendero de piedra entre las dos construcciones y sus jardines para exponer el arte de jardín que he estado acumulando.
Frank pudo ver que lo había pensado detenidamente.
—Desde un punto de vista empresarial, tiene sentido. Como las dos construcciones comparten un mismo sendero y la cabaña está detrás de la tienda, la mayoría de la gente dará por hecho que es una misma dirección y dueña.
Courtney asintió.
—Es lo mismo que pienso yo. Bert comentó que recordaba haber visto a un sobrino en el funeral, pero ha oído que aceptó un trabajo importante fuera del país. Llamé al ayuntamiento y me han dicho que un bufete de Boston se ocupa de la propiedad de Sarah. Me gustaría que me ayudaras a redactar un borrador para preguntarle al bufete si la cabaña está en venta, y si tomarían en consideración mi oferta de compra.
Frank abrió un cajón y extrajo un bloc de hojas.
—Escribe lo que acabas de decirme y yo le añadiré el lenguaje adecuado antes de que redactemos el documento para que lo firmes.
Courtney rodeó la mesa y le dio un beso en la mejilla.
—¿Qué haría sin ti, Poppie?
Él rió entre dientes.
—Esperemos que no tengas que averiguarlo en muchos años, cariño.
—Tiene que ser algo realmente único —Prentice Osborn dio otra vuelta por la tienda de regalos de Courtney Brennan, Tesoros—. Quiero dárselo a Carrie esta noche, cuando le pida… —calló de golpe al darse cuenta de lo que había estado a punto de revelar y miró rápidamente al único otro cliente que había en el local, Wade Bentley, el alcalde de La Ensenada del Diablo, que estaba siendo atendido por Kendra Crowley, la recién graduada que Courtney había contratado para que la ayudara en la tienda durante el verano. El alcalde parecía ocupado examinando unos bonitos artículos pintados a mano en el otro extremo del local—. Ni una palabra, Courtney.
—Mis labios están sellados —aunque no sonrió, el destello de humor en sus ojos la delató.
El romance entre Prentice, perteneciente a una de las familias más ricas de La Ensenada del Diablo, y Carrie Lester, que trabajaba en el Daisy Diner, era el secreto peor guardado de la ciudad. Resultaba imposible no notar la presencia de Prentice durante horas en la cafetería mientras Carrie realizaba su turno, sólo para poder acompañarla a casa a la salida.
Al principio, siempre que iban a cenar, habían llevado al hermano retrasado de él, Will, y a la hija de Carrie, Jenny. Pero últimamente se los había visto sin sus acompañantes en el Pier, uno de los mejores restaurantes de la ciudad.
—¿Qué te parece esto? —Courtney alzó una pequeña escultura con forma de gárgola pintada a mano.
—He dicho único, no feo.
—Creo que es preciosa. Conociendo a Carrie, ella coincidirá conmigo.
La analizó más detenidamente.
—¿De verdad crees que a Carrie le gustará algo así?
—Desde luego. Mira —la puso contra la ventana—. El artista le dio un toque mágico —la luz la atravesó, revelando un corazón diminuto que sólo se podía ver cuando se giraba de determinada manera.
—Vaya —se la quitó de la mano y la inspeccionó bien, observando cómo el corazón aparecía y desaparecía. El simple hecho de mirarla hizo que sonriera—. He de reconocer que es diferente. Lo que pasa que no estoy seguro de que sea algo lo bastante especial. ¿Cómo voy a saber que le gusta de verdad o que lo finge por mí.
Courtney le dedicó una sonrisa amable a su amigo de la infancia.
—Prentice, a Carrie le va a encantar cualquier cosa que le compres.
—¿Es tan obvio?.
Se ruborizó, rasgo que a Courtney le pareció tierno.
—Lo es —le palmeó el brazo—. Pero tu secreto está a salvo conmigo.
Prentice suspiró antes de devolverle la gárgola.
—De acuerdo. Envuélvela. Voy a dársela esta noche, después de cenar. Justo antes de hacerle la gran pregunta.
Courtney protegió la escultura antes de introducirla en una de las cajas doradas y plateadas que exhibían el nombre de Tesoros en la tapa. Luego la guardó en una bolsa con el mismo diseño. Las bolsas se habían convertido en una manifestación tan importante de elegancia, que eran los artículos favoritos de muchos de los turistas y residentes de la ciudad.
Le entregó la tarjeta de crédito y el recibo junto con la bolsa.
—Buena suerte, Prentice.
—Gracias —hizo una pausa—. Tienes una tienda magnífica, Courtney. Sé que no soy el único de la ciudad que se alegra de que hayas regresado a casa. Le has añadido mucha clase a La Ensenada del Diablo.
—Gracias, Prentice. Buenas noches —lo observó salir y se volvió hacia el sitio donde el alcalde aún observaba la vajilla.
—¿Has visto algo que te guste, Wade? —miró el reloj, ansiosa por cerrar. Llevaba en la tienda desde la primera entrega a las nueve de la mañana, y ya era bien pasada la hora de la cena.
El alcalde se encogió de hombros y se dirigió hacia el mostrador con un par de candelabros pintados a mano.
—Estoy pensando en comprar esto. Tu joven ayudante me dice que están muy de moda.
—Son preciosos. Creo que nunca antes te había visto en Tesoros, Wade.
Él sonrió, mostrando unos dientes blancos y parejos en una cara bronceada. Con cuarenta y pocos años, aún corría la maratón anual y la acababa mucho antes que corredores más jóvenes.
La familia Bentley llevaba en la política desde los tiempos en que el padre de Wade, Dade Bentley, había sido gobernador. El nombre bastaba para garantizar reconocimiento allí a donde iba. Cuando Wade había tomado la decisión de ocupar la alcaldía de La Ensenada del Diablo, había encontrado poca competencia. Se hablaba de que para el año siguiente estaba pensando en presentarse al senado. Con el historial de su familia, su buen aspecto y su facilidad para cautivar a la gente, no resultaba descabellado considerarlo un trampolín para Washington.
Courtney comenzó a envolver los candelabros antes de guardarlos en una bolsa.
Él le entregó su tarjeta de crédito.
—Un funcionario me ha comentado que estás interesada en comprar la cabaña de Colby.
Courtney sonrió.
—Así es. Supongo que hay poco que suceda en la ciudad de lo que tú no estés enterado, Wade.
Él le devolvió la sonrisa antes de firmar el resguardo.
—Poco. ¿Qué planeas hacer con la propiedad? Espero que no quieras derribarla.
—Viviría allí y agrandaría la tienda, quizá convertiría la zona de arriba donde vivo ahora en una galería de arte.
Él miró alrededor.
—Una buena idea, Courtney. Aquí tienes un tienda muy bonita. Supongo que la cabaña de Colby sería una buena incorporación a tus propiedades —se dio la vuelta—. Buenas noches.
—Buenas noches, Wade.
En cuanto se marchó, Kendra fue detrás del mostrador a recoger su bolso de lona de un armario cerrado. Su cabello, unas lanzas pelirrojas, enmarcaba un rostro con forma de corazón con unos ojos pintados de oscuro y una boca perfilada con un tono púrpura intenso. Compraba toda su ropa en una tienda cercana de segunda mano, cuanto más llamativa, mejor. Ese día lucía un vestido sin forma que podría haber sido popular en los setenta, con un chaleco vaquero ceñido pintado con antiguos símbolos de la paz. Le había confiado a Courtney que pensaba ir a la universidad en el otoño sólo para complacer a su padre. Que su verdadero objetivo era tener su propia tienda de ropa.
—Cielos —bufó al pasarse el bolso al hombro—. Pensé que no se iría nunca.
—Eh, una venta es una venta. Además, no nos hace daño que el alcalde compre aquí. Aparte de que se llevó unos candelabros caros.
—Sí. No me quejo. Pero se tomó su tiempo —fue hacia la puerta, donde su novio, que también lucía el pelo de punta y llevaba una camiseta teñida en círculos, la esperaba—. Hasta mañana.
—Gracias, Kendra. Y gracias por guiar al alcalde hacia la cristalería.
—De nada.
Siguió a la joven hasta la puerta para cerrarla detrás de ella y darle la vuelta al cartel, anunciando la hora en que la tienda abriría al día siguiente. Recogió el correo y fue hacia la parte de atrás para subir las escaleras que conducían hasta el apartamento que tenía encima del local.
Una vez allí, se quitó los zapatos y se sirvió un té helado antes de repasar el correo. Salvo por las facturas habituales, la carta que había estado esperando brillaba por su ausencia.
Desde que había regresado, había convertido la pequeña tienda en el tema principal de conversación de la ciudad. Aunque en un principio había tenido la intención de quedarse el tiempo suficiente para recuperar su corazón roto, había descubierto algo sobre su ciudad. Había tanto encanto en La Ensenada del Diablo como en Milán o París. Y el número de artistas y artesanos locales no dejaba de sorprenderla. La calidad de las obras que realizaban estaba a la par o superaba la de los equivalentes europeos.
Jamás había lamentado volver a casa. Aunque en una ocasión lo había considerado un reconocimiento de derrota, en ese momento comprendía que esa ciudad y los habitantes que la ocupaban siempre habían tenido un lugar especial en su corazón. El vínculo que tenía con su familia era más fuerte que nunca.
Y la idea de estar cerca de sus abuelos en sus años crepusculares le proporcionaba un gran placer. No es que Bert y Poppie fueran viejos. Al menos a los ojos de Courtney. A pesar de su edad, eran las personas con el espíritu más joven que conocía.
Salió a la terraza y contempló la cabaña que se alzaba detrás de su propiedad. Desde la muerte de Sarah Colby, no había perdido de vista la cabaña vacía. La entristecía ver que no había nada plantado en el jardín. Ninguna enredadera colgando de las macetas de las ventanas que con tanto cariño Sarah había pintado y plantado cada año.
Al parecer, el lugar era objeto de cierto interés. Varias veces había visto haces de luz proyectarse hacia la estructura en sombras. Temiendo que pudiera tratarse de vandalismo, le había pedido al sheriff Boyd Thompson que enviara un coche patrulla al lugar. En ese momento, la policía pasaba de forma automática por allí varias veces a la semana.
Se preguntó cuánto tiempo haría falta para tener noticias del bufete de abogados de Boston. A pesar de que sabía que esas cosas se movían con lentitud por los juzgados, no podía contener los sueños que había empezado a entrelazar. Si se trasladara a la cabaña, podría duplicar el espacio de la tienda. Y como la propiedad que había detrás de la cabaña bajaba directamente hasta el agua, podría mantener allí su embarcación. Ya se imaginaba el pequeño patio adoquinado que planeaba construir entre la tienda y la cabaña, rodeado de jardines, que sería la vitrina idónea para las esculturas de jardín que había comenzado a acumular de varios artistas locales.
Iba a darse la vuelta cuando vio una figura en sombras atravesar el patio. Mientras observaba, la figura se detuvo ante la puerta de la cabaña y comenzó a girar el pomo.
Cruzó la habitación en segundos y descalza bajó las escaleras y atravesó el patio mientras marcaba el número de urgencias en su móvil.
—Usted —luchó por recuperar el aliento—. Deténgase ahí mismo.
La figura, a medio camino del umbral, se paralizó y luego se volvió. A primera vista, Courtney contuvo el aliento. El hombre que la miraba era tan alto que tuvo que alzar la cara para verle los ojos. A la luz de la luna, parecían tan fríos como las aguas del lago Michigan en invierno, y la observaban entrecerrados con expresión de desafío.
—¿Hay algún problema? —la voz hacía juego con los ojos. Fría. Con un deje de arrogancia.
—Lo habrá si intenta entrar ahí.
Eso hizo que tuviera toda su atención.
—¿Y puedo saber por qué le importa a usted adónde vaya?
—He estado vigilando esta propiedad desde la muerte de su dueña.
—Comprendo. ¿Y usted es…?
—Courtney Brennan.
—¿Brennan? —la miró con un interés nuevo—. Yo me llamo Blair Colby. Y soy el sobrino de Sarah —recogió un petate que había a sus pies—. En Hibner & Sloan me informaron de que se puso en contacto con ellos para manifestarles el deseo de comprar la propiedad.
—Oh —el alivio que la embargó fue evidente en su sonrisa—. Ha venido a hablar de las condiciones. ¿Querría ir a mi casa para que podamos charlar? Ésa es mi tienda, y yo vivo arriba.
Él apenas la miró.
—Lamento haberla confundido. No he venido a vender. Me quedaré aquí, al menos durante el verano.
—Comprendo —el alma se le cayó a los pies—. Entonces, lamento haberlo molestado.
—No ha sido nada.
Ambos alzaron la vista cuando un coche patrulla frenó con un chirriar de ruedas y una figura fornida y de uniforme se dirigió hacia ellos.
—¿Algún problema, Courtney?
—Lo siento, Boyd. Me precipité. Éste es el sobrino de Sarah, Blair Colby —se dirigió al joven de nuevo—. Y éste es nuestro sheriff, Boyd Thompson.
—Sheriff —Blair le ofreció la mano—. Es agradable ver que todo el mundo cuida la propiedad de mi tía.
Boyd apoyó las manos en las caderas.
—¿Tiene alguna identificación?
Un destello de irritación pasó por la cara de Blair al dejar caer otra vez el petate antes de llevarse la mano al bolsillo de atrás para sacar la cartera. La abrió y la alzó mientras el agente de la ley la estudiaba con la linterna encendida.
—Muy bien —Boyd asintió—. No se puede ser demasiado cuidadoso. Courtney ya ha espantado a intrusos en un par de ocasiones desde la muerte de su tía.
—¿Intrusos? —Blair se volvió hacia ella sorprendido.
El sheriff respondió por ella.
—Probablemente, sólo fueran unos adolescentes. Pero aquí todo el mundo cuida de todo el mundo —apagó la linterna y la enganchó en el cinturón antes de alargar la mano—. Bienvenido a La Ensenada del Diablo, señor Colby.
—Gracias —Blair le devolvió el apretón.
—¿Planea quedarse o sólo ha venido para ordenar las cosas de su tía?
—Me quedaré, al menos durante el verano.
—Comprendo —en ese momento sonó la radio del coche patrulla—. Será mejor que responda.
Al alejarse, Blair se dirigió a Courtney.
—¿Alguna pregunta más?
—Lo siento. Pensé que era mejor dejarse llevar por la cautela.
—Tiene razón, desde luego. Gracias por vigilar la propiedad de mi tía. Pero ahora, si me disculpa, ha sido un día largo —le dio la espalda, recogió el petate y entró, cerrando la puerta en la cara de ella.
Sintiéndose más que un poco tonta, Courtney regresó por el jardín y subió las escaleras a su apartamento. Desde la terraza, pudo ver las luces en las ventanas de la cabaña Colby. Parecía extraño pensar en que allí hubiera alguien. Extraño y triste.
Había sido una tonta por dejarse llevar y considerarla suya. Al parecer, una vez más todos sus elaborados planes se veían frustrados por un hombre. Y por lo poco que había visto de él, también arrogante.
«No pasa nada», se dijo. «Es la historia de mi vida».
Blair entró en la diminuta cocina de la cabaña y encendió la luz, satisfecho de descubrir que había electricidad. Una llamada de teléfono antes de salir de Boston había hecho que restauraran el agua y la corriente, y por eso estaba agradecido. La diminuta nevera en la cocina antigua zumbaba.
Parecía raro ver abiertas todas las puertas de los armarios, con paquetes y latas vertidos sobre la encimera. Como si alguien los hubiera estado desordenando. Las cortinas estaban bien cerradas, dando la impresión de que se quería que aislaran la luz. También el suelo se encontraba lleno de latas y cajas.
Cerró los ojos y pudo oír la voz de su tía leyéndole en voz alta sus amados libros. Cada pared de la pequeña cabaña se hallaba cubierta con una biblioteca atestada de libros. Ella le había leído desde los clásicos hasta los cuentos de hadas, que parecían cautivarla más a ella que a él. Y, desde luego, sus predilectos libros de misterio. Que ambos habían apreciado.
Salió de la diminuta cocina al salón y se detuvo en seco. Todas las bibliotecas habían sido vaciadas de los libros que contenían. En ese momento se veían desordenados en el suelo.
Alarmado, se dirigió al dormitorio y encontró el suelo igual de atestado de libros y adornos de su tía. Permaneció en el centro de la habitación. Con la mente desconcertada, se preguntó por qué alguien querría hacer algo así.
El sheriff había informado de que unos vándalos ya habían intentado irrumpir en la casa. ¿Era eso todo?