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Hacía ya más de diez años que Jason Cooper se había marchado de Devil's Cove, Michigan, y ahora aquel muchacho problemático se había convertido en un novelista de éxito. Lo que no esperaba a su regreso era encender la llama de su primer amor... o que acabaría poniendo en peligro a aquella mujer... Emily Brennan no podía hacer nada contra el deseo que sentía por Jason. Entonces empezaron a acosarla y resultó que el misterioso acosador se parecía mucho al criminal protagonista de la última novela de Jason. ¿Sería una coincidencia?
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Seitenzahl: 218
Veröffentlichungsjahr: 2018
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2004 Ruth Ryan Langan
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Enfrentados al amor, n.º 119 - septiembre 2018
Título original: Cover-Up
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com
I.S.B.N.: 978-84-9188-897-0
Portadilla
Créditos
Índice
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
La Ensenada del Diablo, Michigan, 1981
El chico se adentró a ciegas por el bosque, ajeno a las zarzas que desgarraban su camiseta ensangrentada y sus vaqueros rotos. Apenas notaba que llovía y que el moho del bosque succionaba la suela de sus zapatillas, frenándole el avance. Estaba desesperado por llegar a su lugar secreto. Un día, mientras huía de la furia ebria de su padre, lo había descubierto por accidente. Una cueva diminuta, formada entre dos rocas gigantes. Apenas lo bastante grande para que un niño se escondiera a lamerse las heridas, a salvo de un mundo de violencia.
En la joven vida de Jason Cooper había imperado mucha violencia. Siempre que el padre se emborrachaba, llegaba a casa con ansias de pelea. En el pasado, había descargado su temperamento violento en su esposa tímida y asustada.
Pero últimamente, Jason, de ocho años, había decidido convertirse en el adalid de su madre. Y por ello, su padre satisfacía el instinto violento que lo dominaba golpeándolo a él hasta que se cansaba y perdía el conocimiento en el suelo.
Jason respiraba entrecortadamente al llegar a su santuario y caer de rodillas.
Al darse cuenta de que no se hallaba solo, alzó con celeridad la cabeza.
—¿Quién eres?
La chica se encontraba en cuclillas en el rincón más apartado de la cueva. Los shorts blancos y la camiseta deportiva estaban llenos de barro. Notó que tenía las rodillas ensangrentadas. En sus brazos había un cachorro dormido.
—Emily. Emily Brennan. ¿Cómo te llamas tú?
—Jason Cooper —la miró furioso, molesto por su intrusión. Después de todo, ése era su lugar. No le gustaba compartirlo—. ¿Eres turista?
La pequeña ciudad de La Ensenada del Diablo se llenaba de ellos durante el verano. Visitantes que atestaban las playas bonitas a lo largo del lago Michigan, que comían en los restaurantes elegantes y compraban en las caras tiendas de souvenirs. Llenaban las carreteras y los bolsillos de los comerciantes locales. «Y», pensó con amargura, «le compran whisky a mi padre».
Ella movió la cabeza, haciendo oscilar una coleta del color de la miel.
—Vivo en la ciudad.
—¿Te has perdido, entonces?
De nuevo negó con la cabeza.
—Sólo quería protegerme de la lluvia.
—¿Qué haces aquí en el bosque?
—Trataba de atrapar a Buster —miró con expresión de adoración el cachorro que sostenía en las manos—. El señor Mulvahill dijo que era el más débil de la camada y que lo iba a ahogar. Pero Buster escapó antes de que nadie pudiera agarrarlo. Así que vine detrás de él.
—Eso ha sido una estupidez. ¿Por qué no dejaste que escapara?
—Porque los perros no pueden sobrevivir en el bosque.
—Tampoco a ser ahogados. Si lo llevas de vuelta, lo ahogarán.
Ella tembló y sujetó con más fuerza la pequeña bola de piel.
—Me lo llevaré a casa en cuanto pare de llover. Mi familia dejará que me lo quede.
—¿Apuestas algo? A los padres no les gustan los perros abandonados. Lo más probable es que se lo devuelvan a los Mulvahill.
—No, no lo harán —movió la cabeza con vigor—. No cuando les cuente lo que planea hacer el señor Mulvahill. Ya me han dejado quedarme con dos gatos y un conejo. No le dirán que no a un cachorrito.
En ese momento el animal de color caramelo despertó, bostezó y luego le lamió la cara. Con una sonrisa, ella le acarició la cabeza, y luego miró al muchacho.
—¿Quieres acariciarlo?
Él se acercó y posó una mano sobre la peluda suavidad. Y sintió que parte de su ira se esfumaba.
—Es feo.
—No, no lo es. Sólo está sucio. Lo lavaré y quedará estupendo. Ya lo verás —pasados unos minutos, se llevó la mano a un bolsillo de los pantalones cortos y abrió un paquete de galletitas de queso—. ¿Quieres?
Tomó un par y los dos se pusieron a masticar en silencio satisfecho.
Emily miró la sangre que le manchaba la camisa.
—Estás empapado. Y te has cortado.
—No importa —de cerca, descubrió que sus ojos eran grandes y de color miel, confiados. Como los del cachorro—. ¿Qué te ha pasado en las rodillas?
Ella bajó la vista y se encogió de hombros.
—Tropecé con un tronco.
—¿Tus padres no se enfadarán por haberte ensuciado?
—Mmmm —volvió a mover la cabeza, haciendo que la coleta del pelo oscilara—. Poppie siempre dice que cuando vuelvo a casa parece que he luchado con un oso.
—¿Quién es Poppie?
—Mi abuelo. Pero Bert dice que con quienquiera que me pelee, siempre saldré victoriosa.
—¿Quién es Bert?
—Mi abuela.
—¿Llamas Bert a tu abuela?
—Todo el mundo lo hace. Vivimos con mis abuelos.
—¿Por qué?
Se encogió de hombros.
—No lo sé. Siempre lo hemos hecho —le ofreció más galletitas, y cuando él las rechazó, depositó tres en su mano antes de llevarse las últimas tres a la boca.
Quizá fue su sentido de la justicia. O tal vez, simplemente, la calma con la que lo aceptaba. Sea cual fuere la causa, Jason sintió que en su compañía comenzaba a disiparse más ira.
—Nos hemos mudado aquí hace un mes.
—Me alegro —ella le dedicó una sonrisa que competía con la misma luz del sol—. Podemos ser amigos —antes de que él pudiera responder, miró hacia la entrada de la cueva—. Ha parado de llover —se puso de pie—. Será mejor que lleve a Buster a casa. ¿Quieres venir?
Tuvo en la punta de la lengua la negativa. Pero se dio cuenta de que aún no quería quedarse solo. Era raro, ya que siempre había preferido su propia compañía a la de otros.
—Claro. ¿Está muy lejos?
—No —abrió el camino y mantuvo al cachorro pegado al pecho mientras cruzaba el bosque.
Al llegar al linde del pueblo. Jason esperó que Emily lo condujera hacia las cabañas reconvertidas y los campamentos para caravanas que moteaban la zona trabajadora de la ciudad. Pero giró en dirección a las mansiones que se alineaban a lo largo de la orilla del río.
Subió por la entrada de vehículos de una amplia casa blanca con un letrero que ponía Los Sauces.
Jason se frenó.
—¿Vives aquí?
Ella asintió.
—Vamos.
Aunque dudaba de que fuera bienvenido, no pudo resistir la tentación de ver cómo vivían esas personas.
—Hola, Em. ¿Qué tienes ahí? —una diablilla pelirroja alzó la vista de una mesa de patio de superficie de cristal donde dibujaba.
—Un cachorro. Éste es Jason. Ésta es mi hermana, Sidney.
—Hola, Jason —sonrió la diablilla y volvió a centrar su atención en las acuarelas.
—Sidney —aún la miraba y a punto estuvo de tropezar con otra duendecilla que cargaba con una manguera y cuyos bucles dorados colgaban húmedos sobre sus ojos.
—¡Apártate! —gritó—. Poppie necesita mi ayuda en el jardín.
Mientras pasaba corriendo delante de ellos, Emily dijo:
—Hannah, saluda a Jason.
—Hola —alzó un puño regordete antes de desaparecer alrededor de la esquina de la casa.
—¿Tienes más hermanas?
—Sólo Courtney. Lo más probable es que se encuentre junto a la orilla del agua. También están mi mamá y mi papá, y Bert y Poppie.
Él sintió un nudo en el estómago al pensar en tantas personas. Pero, para su sorpresa, fue aceptado sin ninguna vacilación al entrar. Después de que le presentara rápidamente a su abuela y al ama de llaves, los mandaron a buscar una caja y una manta para el cachorro.
Minutos más tarde, mientras elegían un lugar acogedor en la cocina para Buster, la abuela de Emily le pidió al ama de llaves, Trudy, que les preparara una limonada.
Después de beberse dos vasos altos, Bert señaló el cuarto de la colada.
—Es hora de que los dos os quitéis el barro que lleváis encima.
Permaneció mirando mientras se limpiaban, y luego les pasó unas esponjosas toallas amarillas. Al ver la sangre en la camisa de Jason, la anciana alargó una mano.
—Dame eso y le diré a Trudy que la lave antes de que te vayas a casa.
Él sacudió la cabeza con energía.
—No hace falta. Mi mamá se encargará.
—Puede que necesites un poco de desinfectante. Es mucha sangre.
—Me caí de la bicicleta —la mentira surgió con facilidad.
—Más razón para echarle un vistazo al corte.
Antes de que pudiera discutir, el ama de llaves apareció a su lado y le quitó la camisa.
—Santo cielo…
Era demasiado joven para conocer las cicatrices que le cruzaban la espalda. Pero fue consciente del silencio súbito y alzó la cabeza a tiempo de ver la mirada que Trudy intercambiaba con la abuela de Emily antes de aplicarle ungüento con delicadeza.
Bert insistió en darle de comer. Un sándwich de ensalada de huevo. Un vaso frío de leche. Un plátano. Y cuando se iba, le pidió al ama de llaves que le entregara un puñado de galletitas de chocolate para el regreso a casa.
Para un niño de ocho años que jamás había conocido la ternura, ese día había sido como un bálsamo. Uno que jamás olvidaría. Y aunque quedó fascinado por la amabilidad de la anciana en la maravillosa mansión blanca, fue la nieta, con las rodillas ensangrentadas, la sonrisa de un ángel y el cariño hacia los animales perdidos quien capturó por completo su corazón.
La niebla cubrió toda la playa, obligando a los barcos atrapados en ella a emplear los sónares para esquivar las rocas traicioneras. Esa mezcla mortífera de rocas y niebla había sido el motivo por el que los marineros del siglo XVII le habían dado a la zona el nombre de La Ensenada del Diablo. Los esqueletos de los naufragios que yacían en el lecho del lago eran un recordatorio de tiempos más letales y se habían convertido en un refugio para los buceadores que buscaban tesoros.
La ciudad había visto su cuota de piratas, mendigos, playboys y charlatanes. Y aunque en ese momento La Ensenada del Diablo era una próspera ciudad turística, con mansiones restauradas y tiendas y restaurantes elegantes, aún mantenía un aura de misterio e intriga.
A medida que la luz de la mañana evaporaba los últimos vestigios de niebla, la ciudad pareció cobrar vida, lista para otro día de sorpresas para aquéllos que la llamaban hogar.
Al llegar a la cima de la colina, Jason Cooper desvió el coche de alquiler de la carretera y apagó el motor antes de bajar del vehículo. Desde allí, resultaban visibles las casas, las calles y los parques de La Ensenada del Diablo. El instituto, con los nuevos campos de fútbol y pista de atletismo. La iglesia metodista en la esquina de Park y Main exhibía el mismo aspecto imponente de siempre. En el centro de la ciudad se alzaba el monumento a los marineros perdidos en los Grandes Lagos. La hierba estaba perfectamente cortada y decorada con banderas americanas y flores rojas, blancas y azules.
Inhaló las fragancias familiares del agua, la tierra y el bosque y se dio cuenta de que el corazón le palpitaba con fuerza. El hogar. Que, sin embargo, no lo era. Durante más de diez años no lo había sido. El tiempo que había vivido allí sólo había pensado en largarse. No importaba adónde, siempre y cuando se alejara todo lo posible. No obstante, ahí estaba, de vuelta al lugar donde todo había empezado.
Aunque gran parte se veía igual, era evidente que desde su marcha se había producido un desarrollo tremendo en la zona. En la distancia, podía oírse el zumbido constante de la maquinaria de construcción, y pudo ver que gran parte del bosque prístino había sido transformado en caminos que conducían a las urbanizaciones.
A menudo se había preguntado cuánto tardaría la gente en descubrir la belleza de esa zona del norte de Michigan. El atractivo de los lagos cristalinos y de los bosques de pino hacía que la tierra fuera demasiado valiosa para mantenerse eternamente como tierra de cultivo.
Subió otra vez al coche y puso rumbo a la ciudad. Adelante vio Harbor House. Mientras subía por el sendero para vehículos y esperaba que alguien se ocupara de sus maletas, se pertrechó contra la oleada de sentimientos que estuvo a punto de abrumarlo.
Se recordó que se encontraba allí porque así lo había elegido. Si al día siguiente cambiaba de parecer y decidía largarse, nadie podría detenerlo.
Después de dejarle las llaves al aparcacoches, entró en el hotel y se registró. Sin molestarse en deshacer las maletas, se dirigió al comedor. Lo que necesitaba era una buena comida y café caliente. Luego dedicaría el tiempo libre a ver la ciudad.
—Vaya, vaya —Hannah Brennan, con vaqueros y camiseta viejos, alzó la vista de la ensalada que aliñaba para sonreírle a su hermana—. Veo que siempre consigues deshacerte de tus pacientes a la hora de la comida, doctora. ¿Los dejas en la sala de espera?
—Eso es demasiado fácil. Los drogo y los dejo encerrados en la consulta. Nunca me echarán de menos —sacó un trozo de tomate del cuenco y se lo llevó a la boca—. Por la condición en que se encuentran tus vaqueros, veo que has vuelto a dedicarte a cavar en la tierra, hermanita.
—Estoy terminando los lechos florales del doctor Applegate. Tienes suerte de que me haya lavado las uñas antes de preparar la ensalada.
—Cómo agradezco esos pequeños favores.
—No es nada. Sé lo fanáticos que podéis ser los médicos con eso de las manos limpias.
Emily hizo una pausa momentánea para estudiar el caos controlado del patio. Su abuelo farfullando mientras se debatía con un salmón de treinta centímetros que estaba a punto de asar. Su abuela preparando las sombrillas del patio. Su madre repartiendo tareas como un general, mientras sus hermanas ayudaban. Y a la altura de los pies, una gran colección de mascotas, de los tiempos de su infancia en que sentía pasión por los animales abandonados y perdidos. Un viejo gato atigrado al que le faltaba una oreja y dormitaba en un charco de luz. Un perro sin raza definida, de color marrón y patas grandes, al que había rescatado de un cubo de basura durante su período de interna en el Hospital Universitario. Un par de conejos blancos que habían aparecido en el porche de los Brennan unas semanas después de Pascua, sin duda dejados por unos padres que habían realizado una compra precipitada y sabían qué corazones generosos estarían dispuestos a darles refugio.
Era una escena que había estado disfrutando desde pequeña. La familia Brennan llevaba tres generaciones en esa casa grande. Su hogar, Los Sauces, formaba parte de una maravillosa serie de mansiones de fin de siglo que alineaba la costa del lago Michigan.
Sus abuelos habían comprado la casa hacía más de cincuenta años y se habían sumergido en la vida de la comunidad. Su abuelo, Frank Brennan, era un juez retirado y un hacendado, aunque sus jardines en ese momento contenían flores en vez de verduras. Dedicaba cada momento libre a trabajar en sus inventos, aunque nadie recordaba uno que tuviera un objetivo específico, aparte de divertirlos.
Su esposa, Alberta, una maestra de lengua a quien la familia llamaba afectuosamente Bert, había sido una presencia fija en el instituto local durante cuatro décadas. Su anuncio de que se jubilaba había conmocionado tanto a la comunidad como a su familia.
Bert era un mar de serenidad en esa tormentosa y volátil familia de personas emprendedoras. La observó con cariño. Si el mundo llegara a su fin, su abuela encontraría algo tranquilizador que decir al respecto.
Cuando su hijo Christopher había regresado de hacer las prácticas médicas como interno en Chicago en compañía de su esposa Charlotte, a la que todo el mundo que la conocía llamaba Charley, se había añadido un ala a Los Sauces para los recién casados. Chris y la hermosa Charley no habían tardado en verse absorbidos por la casa y la comunidad. Chris se estableció como médico del pueblo y construyó una clínica en la parte de atrás de la casa. Charley crió a las cuatro hijas al tiempo que establecía una empresa inmobiliaria, que en ese momento se ocupaba de la venta habitual de las mansiones millonarias que se estaban construyendo en las pocas parcelas que había en primera línea frente al río.
—Me alegro de que pudieras escapar para almorzar con nosotros, Em —Charley envolvía verduras en papel de plata, cerrando los bordes para mantener la humedad antes de colocarlas sobre la parrilla.
—No me lo habría perdido, y menos hoy —cruzó el patio enladrillado, amueblado con una mezcla de piezas contemporáneas de hierro forjado y antigüedades de mimbre que su hermana Courtney había comprado para los abuelos en el último viaje a Europa.
Courtney tenía una tienda de regalos en la ciudad y vivía en el diminuto apartamento que había encima. Su impecable gusto se reflejaba en las macetas con geranios y hiedras que ofrecían islotes resplandecientes de color en el jardín que descendía hasta el borde del agua.
Sonrió al ver a su hermana Sidney acomodando unas rosas de color pálido en un jarrón. Para una artista como Sid, el color, la simetría y la belleza de una presentación eran tan esenciales como la comida que iban a ingerir. De hecho, no la sorprendería descubrir que su hermana olvidara comer durante días. ¿De qué otra manera podía explicarse esa figura diminuta?
—Hace un día estupendo, ¿verdad? —Bert continuó poniendo la mesa con servilletas coloridas y bonitos platos de cristal.
Con un súbito aguijonazo de dolor, Emily pensó que lo único que faltaba para completar ese cuadro acogedor era su padre.
Al marcharse de La Ensenada del Diablo para estudiar medicina, él se había mostrado muy orgulloso de que una de sus hijas siguiera sus pasos. A Emily jamás se le había ocurrido pensar que no lo tendría durante años para recibir sus sabios consejos.
Emily había pensado que sus días en la casa de sus abuelos, igual que los de sus tres hermanas, consistirían principalmente en visitas esporádicas. Sin embargo, cumplía una promesa hecha a su padre en el lecho de muerte de que continuaría con la consulta médica hasta que pudieran encontrar un sustituto, viviendo en el hogar de la infancia.
No había sido fácil abandonar la independencia que tanto le había costado ganar. No obstante, su familia parecía entenderlo, y se esforzaba en brindarle el espacio que necesitaba para adaptarse.
Su abuelo alzó la vista de la parrilla.
—Emily, no nos vendrían nada mal esas finas manos de cirujana para cortar el salmón en filetes.
Emily se unió a la risa provocada por el comentario.
—Siempre supe que mi preparación médica sería útil para algo, Poppie —el apodo de la infancia salió con naturalidad de sus labios.
—Ésa es mi chica —le dio un beso en la mejilla cuando ella recogió el cuchillo para cortar con precisión el pescado.
Distribuyó los filetes sobre la parrilla.
—Trudy —gritó; se volvió y descubrió que el ama de llaves se hallaba justo detrás de él—. ¿Por qué siempre te acercas de esa manera furtiva?
—No es verdad.
Trudy Carpenter era tan ancha como alta, con manos grandes y competentes y una voz, después de una vida de fumar tres cajetillas al día, como una bisagra oxidada. Tenía el rostro profundamente arrugado y el pelo del color y la textura de las bolas de algodón.
—Me has sorprendido —manifestó con tono acusador.
—Lo cual es bastante fácil, ya que usted jamás mira antes de gritar —bufó la mujer mayor y extendió una bandeja con vasos—. Juez, la señorita Bert dice que tiene que beber un vaso de agua antes de comer.
—Que se la beba Bert —recogió una copa con su whisky favorito y le guiñó un ojo a su nieta antes de llevársela a los labios.
—No sé por qué siempre intentas oponerte —Emily le dio un golpecito con el codo. Era una discusión que esas personas mayores mantenían de toda la vida. Y parecían disfrutar con ella—. Sabes que tendrás que beberte el agua más tarde.
—Más tarde es mejor que ahora —sonrió—. Más tarde tendré comida en el estómago.
Oyéndolo, Hannah rió.
—Más te vale no tener que darle jamás una medicina a Poppie, Em. Si crees que es quisquilloso con el agua, ya verás cuando intentes que se trague algo desagradable.
Emily sonrió.
—Me cercioraré de que sepa a cerezas, como los jarabes que les damos a los niños.
—Eso funcionará —dijo Bert desde el otro extremo del patio—, ya que en el fondo no es más que un niño grande.
—Y a ti te gusto de esa manera, Bert —le lanzó un beso antes de volverse hacia el salmón.
Cuando el pescado estuvo listo, lo trasladó a una bandeja y la familia se distribuyó alrededor de la mesa de cristal. Frank Brennan se sentó en su silla favorita de mimbre, exhibiendo la expresión satisfecha que siempre mostraba cuando estaba rodeado de sus mujeres. El atractivo rostro irlandés exhibía profundas arrugas risueñas. La tupida cabellera blanca resaltaba su tez rubicunda, acentuada por el sol del verano.
Su esposa estaba sentada en el otro extremo de la mesa, Charley a un lado, entre Hannah y Courtney, mientras Emily y Sidney ocupaban los asientos que había frente a ellas.
Emily le pasó una cesta de bollos a su abuela.
—Sigo sin poder creerme que tu fiesta de jubilación sea esta semana. ¿Estás preparada para tu gran noche?
—Probablemente, más que tú. Tengo entendido que el comité de homenaje te ha estado fastidiando toda la mañana con llamadas.
Emily suspiró.
—Ahora sé por qué me pidieron que fuera presidenta de este homenaje. Cada vez que necesitan hacer algo, llaman a la presidenta y me lo sueltan en el regazo.
—Eso es porque llevas escrita la palabra «tonta» en la frente.
Emily se unió a la carcajada a su costa y aceptó una pieza de salmón; luego extendió la bandeja para que su abuela eligiera una para ella.
—No tenía ni idea de lo que aceptaba.
—Acabará pronto y podrás regresar a tu vida normal —Frank probó el pescado. Satisfecho con sus esfuerzos, se concentró en la comida.
—Tengo noticias —Charley hizo una pausa para mirar a su familia—. ¿Sabéis del contratista que compró esa última parcela de la propiedad frente al lago de Prentice Osborn?
Los demás asintieron.
—Los rumores eran ciertos. El ayuntamiento aprobó su plan de construir casas y bloques de apartamentos alrededor de una pista de golf, club náutico, restaurantes y tiendas —guardó silencio un momento antes de musitar—: Mi agencia lo representará.
—Oh, mamá —Hannah le dio un beso fuerte antes de que Courtney la imitara en la otra mejilla.
Sidney y Emily se pusieron de pie y rodearon la mesa para hacer lo mismo.
—Christopher estaría tan orgulloso de ti, Charley —Frank alzó la copa en saludo y los demás lo imitaron.
Charley observó a sus hijas.
—De hecho, este proyecto ha sido una bendición para todas las Brennan. El diseñador de interiores del arquitecto ya le ha dado a Courtney una lista de algunas de las cosas que va a querer para los modelos. Y cuando vio algunos de los trabajos de Sidney, decidió encargarle que pintara el mural que ocupará las paredes del vestíbulo. Se comenta que también le pedirá que haga el techo del comedor.
Ante esa noticia, Sidney se iluminó.
—Mamá, ¿estás segura?
Charley le sonrió a la dulce pelirroja que siempre había sido la artista de la familia. Desde que dos años atrás perdiera a su prometido por una enfermedad, se había vuelto más introvertida y solitaria. Aunque la familia estaba preocupada, sabían que tenía que superar el dolor a su propio tiempo.
—Estoy segura. Y también que lo que pintes será el centro de las conversaciones de la ciudad —bebió limonada antes de añadir—: Y para coronar todo eso, Hannah ha recibido el contrato para encargarse de los jardines.
El abuelo enarcó una ceja al mirar a su nieta.
—Eso debería cubrir la hipoteca de tu invernadero durante uno o dos años.
Todos sonrieron. Hannah se había endeudado para financiar invernaderos nuevos para su negocio de viveros y paisajismo.
Se pasó los dedos por el pelo rubio y corto.
—Es un sueño de trabajo. Cuando mamá me lo contó, al principio no lo creí. Pero ahora que he podido echarle un vistazo a los planos, me doy cuenta de que voy a tener que doblar o triplicar a mi equipo para sacarlo adelante. No es que me queje. Cuando acabe con este contrato, no habrá nadie en La Ensenada del Diablo que no haya oído hablar de mi negocio.
Su abuelo la miró con afecto.
—Siempre supe que tu gusto por la jardinería iba a dar sus frutos algún día. Lo has heredado de mí.
—Hablando de herencias… —Emily se llevó el último bocado de salmón a la boca antes de apartarse de la mesa—. He de regresar a la clínica. Esta tarde quiero salir temprano para ir a inspeccionar la decoración del comité para el cóctel de esta noche —se detuvo junto a su abuela para darle un beso en la mejilla antes de rodear la mesa y hacer lo mismo con su madre—. Estoy muy orgullosa de ti, mamá.
—Gracias, cariño.
—Pero creo que vas a estar terriblemente ocupada a partir de ahora.
—No me importa. Estoy impaciente por empezar —Charlotte apoyó una mano en el brazo de su hija—. Todos te veremos en la fiesta esta noche.