Un motivo para vivir - Ruth Langan - E-Book

Un motivo para vivir E-Book

Ruth Langan

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Beschreibung

¿Podría proteger a la mujer que se había apoderado de su corazón? El periodista Adam Morgan había estado en los lugares más peligrosos del mundo. Finalmente, después de haber estado en el sitio equivocado en el momento equivocado, había acudido a La Ensenada del Diablo para curar las heridas de su cuerpo y de su mente. En las aguas del lago Michigan encontró la tranquilidad que tanto necesitaba... Y en los brazos de la pelirroja Sidney Brennan encontró una razón para sonreír, para reír y para amar. Pero no podía dejar que la pasión de la bella artista lo distrajera de los peligros que lo acechaban...

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Seitenzahl: 212

Veröffentlichungsjahr: 2018

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2004 Ruth Ryan Langan

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un motivo para vivir, n.º 218 - agosto 2018

Título original: Retribution

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

I.S.B.N.: 978-84-9188-890-1

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

La Toscana - 1998

Sidney Brennan trabajaba rápidamente para capturar los últimos rayos de sol que se desvanecían y extendían sobre el paisaje pálido. La distante villa, con sus paredes de escayola y techo de tejas, estaba enmarcada con esas largas hileras de viñedos que allí crecían con tanta profusión. Mezcló las pinturas en la paleta hasta conseguir la tonalidad perfecta.

Al final abandonó la paleta y se tomó un momento para evaluar su trabajo. Aunque había captado la naturaleza del lugar en el que se alojaba, los cuadros no la conmovían. De hecho, la dejaban vacía.

Como su vida. Como su corazón. Como su futuro.

Lo mejor que se podía decir del cuadro es que era simplemente aceptable. No había pasión. Fuego. Cualquiera que lo contemplara reconocería ese lugar. Pero ¿experimentaría el deseo ardiente de vivir en él?

Ella sintió otro deseo. Se llevó una mano al estómago y comprendió que había olvidado comer. Otra vez. Recogió el lienzo y las pinturas, el caballete y el taburete, cargó con ellos y los guardó justo al otro lado de la puerta de la villa antes de dirigirse a la cocina en busca de comida. Media hora más tarde, estaba sentada en la pequeña terraza, comiendo queso y pan, acompañados de vino, mientras veía cómo el sol se ponía sobre las gloriosas colinas bañadas en tonalidades púrpura.

Esa hermosa villa de la Toscana tenía que haber sido su refugio mientras su corazón sanaba y ella se sumergía en la gran pasión de su vida. Había viajado a ese lugar siguiendo un sueño. A cambio, se había convertido en su prisión. El aislamiento con el que siempre había disfrutado en ese momento estaba lleno con de soledad absoluta. La acosaban los recuerdos. Recuerdos que habían empezado a afectar su trabajo. No podía negar que las obras que realizaba eran, en el mejor de los casos, mediocres.

Mientras bebía el vino, cerró los ojos a la belleza que la rodeaba y rememoró el mes anterior a graduarse en el instituto.

Unos globos plateados flotaban encima de la cama de hospital, anclados a un cubo de hielo pintado con una cara feliz. En el hielo se enfriaban champán y copas largas. El prometido, demasiado débil para ponerse de pie, estaba rodeado de almohadas. Llevaba puesta la chaqueta de un esmoquin por encima de la bata de hospital, con un capullo blanco de rosa sujeto a su solapa. Junto a la cama se hallaban sus padres, que intercambiaban miradas ansiosas y preocupadas.

Toda la familia Brennan se encontraba presente. El juez Frank Brennan, quien ejecutaría la ceremonia, estaba de pie junto a su esposa Alberta, a quien todos llamaban Bert. Su nuera, Charlotte, de sobrenombre Charley, se encontraba con sus nietas e hijas, Emily, Hannah y Courtney, vestidas con unos trajes de un rosa pálido que hacían que parecieran reinas del baile de fin de curso del instituto.

Por el intercomunicador sonó la marcha nupcial, y los pacientes y las familias se asomaron a las puertas de las habitaciones para ver cómo la joven prometida avanzaba lentamente por el pasillo del brazo de su padre, el doctor Christopher Brennan. A medida que se acercaban a la cama del novio, los que se hallaban en la planta de cardiología y que no tenían problemas para moverse los seguían, hasta que la habitación y el pasillo quedaron a rebosar de espectadores curiosos.

La novia se acomodó en el borde de la cama, al lado de su futuro marido, y le entregó el ramo a su hermana, Emily. Cuando la música finalizó, la joven pareja juntó las manos.

El juez carraspeó.

—Queridos presentes —se tragó el nudo que amenazaba su voz y se obligó a continuar con tono fuerte y claro—. Nos hemos reunido para celebrar una de las ocasiones más jubilosas. La unión de este hombre y esta mujer en santo matrimonio —cerró el libro y miró alrededor—. Sidney y Curt han escrito su propia ceremonia y sólo piden que compartamos este momento y les ofrezcamos nuestra bendición.

Con un gesto de la cabeza dio pie a la joven pareja, que se miraba con expresiones equiparables de amor y maravilla.

Primero habló el novio, con voz vacilante, deteniéndose a menudo para respirar hondo. A su lado, un aparato emitía beeps a juego con los latidos de su errático corazón.

—Sidney, la primera vez que te vi, con ese cabello rojo flotando al viento y esos ojos tan verdes como tréboles, tomé la determinación de llegar a conocerte. Pensé que no tendría ni una posibilidad, ya que eras la estudiante más popular del campus. Pero después de un encuentro, supe que anhelaba algo más que amistad. Percibí que estabas destinada a ser mi esposa.

Sidney sonrió.

—Eso puedo superarlo. Yo me enamoré de ti antes incluso de verte. Recuerdo contemplar una escultura de bronce de tres crías de pato. Uno acababa de caer por un brocal y los otros dos daban la impresión de que iban a seguirlo pronto. Quedé tan encantada con el trabajo, que permanecí contemplándolo una hora o más, maravillándome del hecho de que casi podía sentir sus plumas suaves y oír sus pequeños graznidos de angustia. Y una semana más tarde conocí al artista y supe que había conocido a mi espíritu afín.

El novio se llevó la mano de ella a los labios.

—No es así precisamente como yo había planeado nuestra boda. Y desde luego, no lo que había esperado para nuestro futuro. Pero doy las gracias por el tiempo que hemos tenido —cerró los ojos, como si incluso ese pequeño esfuerzo le costara mucho—. Le has dado sentido a mi vida, Sidney. Conocerte, amarte y saber que tú me amabas es suficiente para una vida entera.

Le soltó las manos y la suya cayó sin fuerza a un lado. Sidney se inclinó para darle un beso fugaz en los labios y sintió la falta de reacción. Al mismo tiempo, un aparato junto a la cama comenzó a emitir un beep continuo. A oídos de Sidney, fue el sonido más frío que jamás había oído.

El doctor Christopher Brennan se acercó a la cama y apoyó una mano en el pecho de su paciente. Al alzar la vista, se encontró con los ojos de su esposa.

Ella rodeó los hombros de su hija y la abrazó mientras Christopher movía la cabeza.

—Lo siento. Pensamos que podría haber tiempo suficiente. Pero es… demasiado tarde.

La madre de Curt lloraba mientras su padre permanecía al lado de ella, con aspecto perdido e impotente.

Una enfermera comenzó a llevarse a los demás fuera de la habitación.

Antes de que la familia pudiera salir, Sidney agarró el brazo de su abuelo.

—Espera, Poppie. Di las palabras. Necesito… necesito oír las palabras que nos habrían convertido en marido y mujer.

El anciano enarcó una ceja y miró a su esposa. Al ver el leve gesto de asentimiento, él carraspeó. Olvidado quedaba el libro que llevaba en la mano. En ese momento, simplemente improvisaría, y esperó que pudiera encontrar algo que decir que pudiera mitigar el dolor del momento para todos ellos, en especial para su dulce y querida nieta, quien siempre había parecido más delicada, más frágil que el resto de las hermanas.

—Todos hemos sido testigos de cómo os habéis jurado amor el uno al otro. Poco importa que no tuvierais la oportunidad de quedar unidos como marido y mujer, sino que vuestras intenciones fueran sinceras. No importa que un corazón se detuviera, pues el otro es fuerte por los dos. Y por eso declaro, por el poder que se me ha otorgado, que el juramento realizado este día será recordado por todos los aquí presentes, al igual que quedará registrado, estoy seguro, en el corazón de ambos para toda la eternidad.

Sidney abrió los ojos. El paisaje de la Toscana en ese momento se hallaba sumido en sombras. El aire había refrescado, obligándola a pasarse un chal por los hombros.

Había ido allí porque ése había sido el sueño de Curt. Era de lo único de lo que había hablado. De la graduación de ella, de su matrimonio y del año que pasarían en ese lugar exuberante y hermoso, viviendo en una villa antigua que pertenecía a un amigo de la familia, mientras estudiaban el máster.

Poppie solía decir que los planes eran lo que hacían las personas mientras la vida real se manifestaba a su alrededor.

Y entonces lo comprendió. No podía continuar viviendo el sueño de Curt. Debía vivir el suyo. En el mundo real.

Necesitaba regresar a casa, con su familia. De vuelta a La Ensenada del Diablo. A pintar las cosas que siempre le habían encantado. La naturaleza. La fauna silvestre. En especial las aves acuáticas. ¿Acaso no había sido eso lo que primero la había atraído de Curt?

Por primera vez en un año, sintió que la esperanza renacía. De vida. Curt estaba muerto y el dolor de esa pérdida jamás la abandonaría. Pero el sueño continuaba. Sólo que en ese momento tenía que ser su propio sueño. Su propia elección. Su propio futuro.

Debía encararlos sola.

Capítulo 1

La Ensenada del Diablo - Presente

Lo sé, Picasso. Siempre tienes prisa —Sidney miró al chucho flaco de pelo gris y duro que hacía que pareciera un cruce entre un estropajo de acero y un cepillo de metal. El invierno pasado lo había encontrado asustado en el bosque y quedó encantada cuando su anuncio en el diario local no dio resultado de encontrar alguien que lo reclamara como propio, pues la verdad era que ese perrito desastrado le había robado el corazón—. ¿Por qué no puedes estar sereno, como Toulouse?

El objeto de su alabanza, un gato atigrado de color negro y blanco que había aparecido meses atrás y se había establecido en su casa, estaba ocupado trazando ochos entre las patas del perro. Era extraño que esos animales tan distintos hubieran formado un vínculo instantáneo. Como si cada uno reconociera en el otro a un espíritu afín. Los perdidos y solitarios, buscando el amor y el calor del hogar, a alguien que cuidara de sus necesidades.

Pero mientras los cuidaba, Sidney también comprendía que ellos llenaban una necesidad en ella. Quizá fueran dos animales, pero eran alguien con quien hablar en el silencio del día. Cuerpos cálidos en la oscuridad de la noche. Compañeros a los que podía confiar sus secretos más íntimos, sin temor a que alguna vez se los revelaran a otros. La compañía que le daban mitigaba la soledad forzada que se había convertido en una parte necesaria de su vida.

—De acuerdo. Ya sé que es hora de irse —con un suspiro, vació el resto de la taza de café y la dejó en el lavavajillas antes de recoger el caballete y el lienzo, el estuche de madera que contenía sus pinturas y pinceles y un pequeño taburete plegable. Todo eso lo colocó en una vieja carretilla de madera.

En cuanto abrió, el perro y el gato se lanzaron a la carrera, listos para otro día de aventura.

Riendo, Sidney cerró la puerta de la pequeña cabaña que ya había empezado a considerar su hogar.

Al regresar a La Ensenada del Diablo había vivido en Los Sauces, la hermosa mansión frente al lago Michigan que pertenecía a su familia desde hacía más de cincuenta años. Ahí era donde vivían sus abuelos y donde su madre había pasado la noche de bodas con su padre. Era allí donde habían criado a sus cuatro hijas y donde cada una de las hermanas de Sidney había vivido hasta encontrar un hogar propio.

Durante los primeros meses, había agradecido los tiernos cuidados que le había ofrecido su familia. Los paseos serenos por la playa con Bert. Las charlas largas a última hora de la noche en el despacho de Poppie. Y las palabras de Trudy, el ama de llaves de toda la vida: «Hay que atiborrarte de comida para poner algo de peso en esos huesos».

Pero al poco tiempo, Sidney había reconocido las expresiones preocupadas, las miradas curiosas que se intercambiaban los miembros de su familia.

El constante revolotear de todos alrededor de ella había empezado a hacer que se sintiera impotente y algo más que un poco agobiada. A pesar del hecho de que aún sufría y de que se sentía un poco confusa acerca de cómo continuar con su vida, reconocía que sería demasiado fácil depender de su familia para obtener la fuerza que necesitaba hallar en sí misma.

—Todavía no, querida —le había dicho con gentileza Bert cuando Sidney mencionó por primera vez la idea de buscar un lugar para ella—. Es demasiado pronto. Tus emociones siguen demasiado a flor de piel. Deja que te mimemos un poco más.

—Además —había intervenido Poppie con un poco más de vehemencia—, ¿quién va a quedarse hasta tarde conmigo para discutir sobre los últimos casos de asesinato?

—Si te vas —dijo Trudy con esa voz enronquecida por años de fumar—, tu abuelo se verá obligado a comerse él solo una tanda entera de galletitas de chocolate. Y entonces su colesterol subirá, y también su tensión sanguínea y quién sabe qué más.

Sidney se había mostrado pertinaz.

—No permitiré que me chantajeéis ni que me hagáis sentir culpable por mi marcha. Ya es hora.

En cuanto comenzó a buscar en serio un lugar propio, su madre, Charley, agente inmobiliario, había descubierto esa pequeña cabaña en el bosque. En cuanto Sidney puso un pie dentro, había sabido que tenía que ser suya.

Le encantaba todo de su casa. El modo en que se alzaba entre pinos grandes. El modo en que las aguas del lago Michigan brillaban a un simple tiro de piedra. La sensación acogedora de los troncos de roble que formaban sus paredes y las vigas altas que enmarcaban las claraboyas y que permitían que la luz entrara incluso en los días nublados. Aunque era pequeña, con un único dormitorio, un salón grande y una cocina, para ella resultaba más que suficiente. Había convertido el espacio diáfano de la segunda planta en su estudio, donde podía perderse en su trabajo siempre que el clima no le permitía pintar en el exterior. A pesar del inestable clima de Michigan y de las tormentas a menudo turbulentas, prefería pintar al aire libre, junto a la orilla del agua, antes que hacerlo de memoria.

Con el perro y el gato olisqueando cien aromas en el bosque, empujó la carretilla cargada por el sendero hasta que emergió a la luz brillante junto al borde del agua. Era uno de sus lugares favoritos. Apenas tardó unos minutos en preparar su equipo. Luego, después de estudiar a una familia de patos chapoteando cerca de la costa, junto a un bote de madera que llevaba años allí hundido a medias, tomó el pincel y comenzó a darle vida sobre el lienzo.

Adam Morgan se sentó en la cama, listo para salir disparado, cuando despertó por completo y comprendió que había estado en manos de la misma pesadilla de siempre. Se pasó una mano por la cara y tardó un momento en ordenar los pensamientos. Los médicos le habían advertido que esos sueños aterradores formaban parte del proceso de curación. Aunque las heridas de su cuerpo eran visibles y, por ende, más fáciles de curar, las de la mente no eran menos serias. Había demasiadas cosas sobre el incidente que aún estaban perdidas para su memoria consciente. Pero estaban ahí, encerradas en su mente, y cuando se relajaba durante el sueño, emergían a la superficie, burlándose de él con fragmentos del terror que había experimentado. Aún había tanto del accidente que no era capaz de recordar. Pero los médicos le habían asegurado que con el tiempo recordaría todo.

Salió de la cama y avanzó despacio por la habitación. Llenó un vaso con agua, se tragó dos pastillas y se apoyó en el lavabo del cuarto de baño, a la espera de que pasara el mareo. Se vio en el espejo e hizo una mueca. Tenía los ojos inyectados en sangre. Las mejillas y el mentón oscurecidos por una barba de varios días. Haría falta demasiada energía para afeitarse. Además, ¿por qué molestarse? ¿Quién iba a verlo allí, en medio de ninguna parte?

Los médicos habían hecho todo lo que habían podido. Pero al final le habían comentado que lo que más necesitaba era tiempo. Frunció más el ceño. Tiempo. Eso ya le sobraba. No podía volver al trabajo hasta que atraparan y encerraran al loco que le seguía el rastro. En dos ocasiones había logrado eludirlo, y en ambas el hombre había demostrado ser igual de experto en escapar de las autoridades, a pesar de los esfuerzos llevados a cabo para atraparlo.

Había sido Phil Larken, su jefe y presidente de WNN, World News Network, quien había organizado que empleara ese faro como un retiro particular. Aunque la ciudad próxima de La Ensenada del Diablo era pequeña, había una clínica médica moderna y un excelente fisioterapeuta. Como Adam no podía volver al trabajo hasta que los médicos le dieran el alta, y como éstos no pensaban hacerlo hasta que hubiera completado al menos seis meses de terapia para el hombro que había resultado destrozado en la explosión, ese lugar le brindaba el refugio perfecto hasta que pudiera recuperar su vida.

Llevaba trabajando sin parar desde la universidad. No recordaba la última vez que había tenido un día libre. Como reportero gráfico de World News Network, había cubierto cada sitio problemático del mundo. Asia, África, Europa, Oriente Medio. Resultaba irónico que hubiera sufrido sus heridas en Estados Unidos, en Nueva York, justo en el exterior del edificio de las Naciones Unidas.

En ese momento experimentaba la impresión de haber quedado atrapado en una distorsión temporal. Miró alrededor como si aún dudara de hallarse allí. La última vez que había estado en La Ensenada del Diablo había sido a los doce años en un viaje de pesca con su tío. Le había echado un vistazo al faro que se erguía en una tira de tierra que penetraba en el lago Michigan y se había quedado prendado. Esa espiral alta que permitía ver kilómetros de aguas oscuras era con su faro la única advertencia para el capitán y la tripulación de los barcos que surcaban las peligrosas aguas someras que acechaban debajo de las olas.

Y en ese momento era su hogar. Al menos hasta curarse. Y todo porque en un momento de depresión le había confiado a Phil que si tenía que estar seis meses sin hacer nada, sin duda se volvería loco. Cuando Phil le preguntó si existía algún sitio donde sería capaz de resistir el aburrimiento, le había hablado de su fascinación infantil por el faro. Lo siguiente que supo fue que Phil había empleado la considerable influencia que tenía para que se cumpliera el deseo. La sociedad histórica lo había invitado a vivir en el faro fuera de temporada a cambio de que fotografiara los diversos cambios de las estaciones para el almanaque que editaba. Un trabajo sencillo. Un estilo de vida sencillo.

Y como todo se había arreglado con rapidez y con absoluta discreción, las autoridades esperaban que en esa ocasión el acosador quedara desconcertado. Adam no creía que la situación hubiera acabado ni que se encontrara a salvo. Sólo creería eso cuando el asesino que había activado la bomba del coche que había matado al embajador y a su ayudante estuviera entre rejas, y no antes.

Moviéndose con pesadez, subió la docena de peldaños que daban a la torre. Aunque los barcos que cruzaban los Grandes Lagos hacía tiempo que habían recurrido a los equipos de navegación de última generación, y el faro ya no era necesario para la seguridad de las embarcaciones, la luz controlada por ordenador aún se encendía cada día a la puesta del sol y permanecía hasta la mañana. Había algo tranquilizador en ello. Hacía que resultara posible creer que, en un mundo enloquecido, algunas cosas nunca cambiaban.

Al llegar a lo alto, contempló las aguas serenas. Un transbordador que subía lentamente por el río dejaba una estela de humo a su paso. En la distancia, había un barco con bandera extranjera. Entre las olas danzaban varios veleros que retaban sin temor las aguas heladas y los vientos caprichosos.

Se dirigió hacia el telescopio que había colocado allí para poder vigilar su entorno. Observó a través de la lente, pensando que no podía haber un lugar más hermoso en el mundo que Michigan en otoño. En especial a la orilla del lago Michigan. Sin embargo, se conocía lo bastante bien como para saber que hasta el paraíso le parecería una prisión si se extendiera interminablemente. Estaba decidido a largarse de allí en cuanto se acabaran los proyectados seis meses de terapia. Movió la cabeza, tratando de recordar la última vez que había pasado seis meses en un mismo lugar.

A medida que caía el crepúsculo, decidió empuñar una cámara para sacar algunas fotos del bosque cercano a la puesta de sol. Al menos eso lo ayudaría a distraer la mente del dolor y del aburrimiento.

Sidney alternaba su atención entre las travesuras de la familia de patos y el lienzo para capturar con perfección la línea, la forma y la simetría de cada uno de sus modelos.

Aunque el temprano sol de la tarde le había hecho descartar la cazadora de pana y subirse las mangas, en ese momento tembló bajo las crecientes sombras mientras se afanaba en plasmar la escena completa antes de que la familia de patos decidiera migrar hacia climas más cálidos.

Picasso estaba a sus pies, jadeando de correr en el bosque, con el pelo lleno de ramitas y hojas secas que requeriría casi toda la noche quitarle. A Toulouse no se lo veía por ninguna parte, pero eso no la preocupaba. Aunque estuviera todo el día fuera, persiguiendo a los ratones de campo, ese gato era lo suficientemente inteligente para aparecer ante la puerta de la cabaña a la hora de la cena. Jamás se perdía una o la posibilidad de acurrucarse ante la chimenea.

Añadió un poco de pintura a la paleta, la mezcló y se inclinó sobre la obra.

Picasso alzó las orejas. Se puso de pie y emitió un gruñido bajo de advertencia.

Sorprendida, Sidney se giró a tiempo de ver que una sombra emergía del bosque. Al separarse del resto de sombras, se dio cuenta de que era un hombre. Al principio, a juzgar por la barba de varios días y por el atuendo aún más desaliñado, pensó que podía tratarse de un cazador, hasta que comprendió que no portaba un rifle, sino una cámara. Del cuello le colgaba una segunda cámara.

Se detuvo, permitiendo que el perro se acercara para familiarizarse con su olor.

—Lo siento. No quería sobresaltarte.

Tenía una voz profunda y habló con brusquedad, como si lamentara la necesidad de hacerlo.

Sidney dejó el pincel y se limpió las manos con un trapo antes de ponerse de pie.

—No vemos a demasiada gente por aquí.

—No esperaba encontrarme con nadie —miró alrededor—. No veo un coche o un bote. ¿Cómo has llegado hasta aquí?

—Vivo ahí —señaló la espesura que había detrás de él.

—¿En el bosque? —la miró sorprendido—. Se me informó de que era terreno federal protegido.

—Lo es. O al menos en su casi totalidad. Mi propiedad fue adquirida antes de que el gobierno comprara la tierra circundante. Ha pertenecido a la misma familia desde comienzos de siglo, de modo que permaneció como propiedad privada. Cuando salió al mercado, me gustó la idea de que jamás tendría vecinos —sintió que él la estudiaba con demasiada intensidad. Cuando el silencio incómodo se alargó entre ellos, trató de sonreír—. ¿Y tú? No creo haberte visto antes por La Ensenada del Diablo.

Él no le devolvió la sonrisa.

—Acabo de trasladarme —vio cómo el perro se situaba de forma protectora al lado de la joven—. Me alojo en el faro.

—¿De verdad? —Sidney se volvió para estudiar la torre que se podía ver por encima de las copas de los árboles—. ¿Cómo lo conseguiste? Creía que había sido declarado edificio histórico, prohibido al público.

—Supongo que por suerte. La sociedad histórica me pidió que sacara fotografías de la zona para su almanaque. A cambio, me puedo alojar allí hasta la primavera.

—Entonces, ¿eres fotógrafo profesional?

—Sí —miró el lienzo—. Y por el aspecto que tiene eso, supongo que me encuentro en compañía de una artista profesional.

Aunque él no había mostrado interés en presentarse, Sidney le ofreció la mano.

—Me llamo Sidney Brennan.

Él pareció hacer una leve pausa antes de decir con tono hosco:

—Creo que he visto algo de tu obra. ¿Faunasilvestre? —ella asintió—. Adam Morgan.

Tenía un apretón fuerte, firme, y sus ojos permanecieron en los de ella hasta que Sidney retiró la mano y señaló el perro que tenía a los pies.