Escalas de justicia - Nancy Fraser - E-Book

Escalas de justicia E-Book

Nancy Fraser

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Beschreibung

Hasta hace poco, las luchas por la justicia tenían lugar con el trasfondo de un marco que se daba por supuesto: el Estado territorialmente delimitado. Con esta imagen "westfaliana" del espacio político asumida por defecto, apenas se discutía sobre el alcance de la justicia. En la actualidad, activistas de los derechos humanos y feministas internacionales rechazan el punto de vista de que la justicia es sólo una relación doméstica entre ciudadanos de un mismo país. Oponiéndose a las injusticias que traspasan fronteras, hacen de la escala de la justicia una cuestión de lucha explícita. Nancy Fraser se pregunta: ¿cuál es el marco adecuado para teorizar sobre la justicia y cuál es la escala realmente justa? La autora revisa sus conocidas teorías de la redistribución y el reconocimiento, e introduce la "representación" como una tercera dimensión "política" de la justicia, elaborando un nuevo tipo reflexivo de teoría crítica que sitúa en primer plano la injusticia de una atribución de marco injusta. Dialogando y debatiendo con pensadores como Habermas, Rawls, Foucault o Arendt, contempla un espacio político poswestfaliano que abraza la solidaridad transnacional, una esfera pública transfronteriza, el establecimiento de marcos democráticos y proyectos emancipatorios transfronterizos. El resultado es una sólida reflexión sobre quién cuenta respecto a qué, en el terreno de la justicia, en un mundo en globalización.

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PENSAMIENTO HERDER

Dirigida por Manuel Cruz

Nancy Fraser

Escalas de justicia

Traducción de Antoni Martínez Riu

Herder

Título original: Scales of Justice

Traducción: Antoni Martínez Riu

Diseño de la cubierta: Claudio Bado

Fotografía de la portada: Procsilas (Creative Commons)

Maquetación electrónica:produccioneditorial.com

© 2008, Nancy Fraser

© 2008, Herder Editorial, S. L., Barcelona

© 2012, de la presente edición, Herder Editorial, S.L., Barcelona

ISBN: 978-84-254-3028-2

La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del Copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.

www.herdereditorial.com

Índice

Cubierta

Portada

Créditos

Dedicatoria

Agradecimientos

CAPÍTULO 1: Escalas de justicia: la balanza y el mapa.Una introducción

CAPÍTULO 2: Reenmarcar la justicia en un mundo en globalización

Para una teoría de la justicia tridimensional: sobre la especifi cidad de lo político

Dos niveles de injusticia política: de la representación fallida político-ordinaria al des-enmarque

Sobre la política del enmarque: ¿de la territorialidad estatal a la efectividad social?

Encuadre poswestfaliano

Justicia metapolítica

Teoría monológica y diálogo democrático

CAPÍTULO 3: Dos dogmas del igualitarismo

Del «qué» al «quién» y al «cómo»

Más allá del segundo dogma: del «cómo» en ciencia normal al «cómo» crítico-democrático

Para la democratización de los debates sobre el «quién»: cuestiones institucionales y conceptuales

CAPÍTULO 4: Justicia anormal

Focos de anormalidad en un mundo en globalización

Estrategias para teorizar sobre la justicia en tiempos anormales

El «qué» de la justicia: paridad participativa en tres dimensiones

El «quién» de la justicia: des-enmarque y sujeción

El «cómo» de la justicia: institucionalización de la metademocracia

¿Un nuevo concepto de «normal»? Sobre refl exividad, agonismo y hegemonía

CAPÍTULO 5: Transnacionalización de la esfera pública: sobre la legitimidad y la eficacia de la opinión pública en un mundo poswestfaliano

La teoría clásica de la esfera pública y su crítica radical: el tema del marco westfaliano

La constelación posnacional: cuestionamiento del marco westfaliano

Pensar de nuevo la esfera pública (una vez más)

CAPÍTULO 6: Mapa de la imaginación feminista: de la redistribución al reconocimiento a la representación

Historización del feminismo de la segunda ola

Género y socialdemocracia: una crítica del economicismo

De la redistribución al reconocimiento: el desdichado matrimonio entre culturalismo y neoliberalismo

Geografías del reconocimiento: poscomunismo, poscolonialismo y Tercera

La política de género en Estados Unidos después del 11-S

Evangelismo: una tecnología neoliberal del yo

Reenmarcando el feminismo: una política de representación transnacional

Post scríptum

CAPÍTULO 7: ¿De la disciplina a la fl exibilización? Releyendo a Foucault a la sombra de la globalización

Conceptualizaciones de la disciplina fordista

¿De la disciplina a la fl exibilización?

Gobernabilidad globalizada

CAPÍTULO 8: Amenazas a la humanidad en un mundo en globalización: refl exiones arendtianas sobre el siglo XXI

CAPÍTULO 9: La política del enmarque: una entrevista con Nancy Fraser. Kate Nash y Vikki Bell

Bibliografía

Notas

Información adicional

Para Jenny Mansbridge y María Pía Lara,

amigas queridas de la mente y el corazón

Agradecimientos

Este libro es fruto del trabajo, solitario o en colaboración, de unos cuantos años. Los capítulos 2 y 3 nacieron como «Spino za Lectures», pronunciadas en 2004 en la Universidad de Amsterdam, donde disfruté de una hospitalidad y un estímulo incomparables, y de una agradable atmósfera de estética urbanidad. El Wissenschaftskolleg zu Berlin (Instituto para Estudios Avanzados en Berlín) me proporcionó un ambiente tranquilo para la redacción de los capítulos 4 y 6, y para la revisión de otros, así como para el placer de disfrutar de nuevas amistades, una música cautivadora y animadas discusiones con diversos colegas, en especial con «the Globalization Girls». En la práctica, cada capítulo debe alguna inspiración a la mentalidad profundamente comprometida que tuve el privilegio de respirar día a día en la New School for Social Research, mi casa institucional durante los últimos 12 años y oasis del pensamiento crítico progresista en Estados Unidos. Por lo demás, cada capítulo se mejoró con las estimulantes discusiones manenidas tras las conferencias y los coloquios, y las atentas lecturas que hicieron colegas y amigos. Quiero dar las gracias en especial a Marek Hrubec y a los miembros de la vibrante red internacional de cultivadores de la teoría crítica, que cada mayo se reúnen en Praga; a David Held y a sus colegas de la London School of Economics; a Kate Nash, Vikki Bell y a los participantes en la conferencia Goldsmiths sobre «Escalas de justicia»; a Alessandro Ferrara y a sus colegas en Roma; a Setha Low, Neil Smith y a los participantes en la conferencia de la City University of New York sobre «Espacio público»; a Juliet Mitchell, Jude Browne, Andrea Maihofer y a los participantes en la conferencia en Cambridge sobre «Igualdad de género y cambio social», y en la de Basilea sobre «Género en movimiento»; a Axel Honneth, al Institut für Sozialforschung y a los participantes en Frankfurt en la conferencia sobre Foucault; a Alan Montefiore, Catherine Audard, el Forum for European Philosophy y a los participantes en Londres en la conferencia sobre Hannah Arendt; a Andy Blunden y Robert Goodin por una memorable estancia en Australia; a Tom Mitchell y al colectivo editorial de Critical Inquiry; a Patricia Morey y a sus colegas y estudiantes de la Universidad Nacional de Córdoba (Argentina), y a Richard J. Bernstein, Amy Allen, Rainer Forst, Nancy Naples, Bert van den Brink, Jane Mansbridge, David Peritz, María Pía Lara, Dmitri Nikulin, Seyla Benhabib, Manuel Cruz y Wendy Lochner. Por último, y sobre todo, doy las gracias a Eli Zaretsky, que leyó cada frase muchas veces con la adecuada mezcla de escepticismo crítico y estimulante entusiasmo.

Capítulo 1

Escalas de justicia: la balanza y el mapa.

Una introducción

El título original de este libro tiene un sentido doble, que forzosamente se pierde en la traducción española. La expresión inglesa «scales of justice» evoca dos imágenes. La primera de ellas, muy familiar, casi un cliché: la balanza, el equilibrio moral con que un juez imparcial sopesa los pros y los contras de las reivindicaciones en conflicto. Central durante mucho tiempo para comprender la justicia, esta imagen todavía inspira luchas en pro de la justicia social en nuestra era, a pesar del amplio escepticismo que atañe a la misma idea de un juez imparcial. La segunda imagen es menos familiar: el mapa, el recurso métrico que utiliza el geógrafo para representar relaciones espaciales. Relevante sólo recientemente para teorizar sobre la justicia, esta imagen informa ahora las luchas por la globalización, ya que los movimientos sociales transnacionales rechazan el marco nacional en el que se han situado históricamente los conflictos por la justicia e intentan redibujar los límites de la justicia a una escala más amplia.

Cada una de estas imágenes –la balanza y el mapa– concentra un puñado de cuestiones difíciles. La balanza representa la problemática de la imparcialidad: ¿qué puede garantizar una valoración ecuánime de las reivindicaciones en conflicto, si la hay? Esta cuestión, siempre espinosa, aflora en todo contexto en el que existe asimetría de poder, cuando la gente desfavorecida reclama justicia, como dirigiéndose a un juez imparcial, aun a sabiendas de que no existe ese juez y que las normas con las que se le juzgará se amontonan en contra suya. Pero, más allá del dilema general, la problemática de la imparcialidad se enfrenta a otro desafío más radical en la era presente. Debido a cambios que hacen época en la cultura política, los movimientos actuales por la justicia social carecen de una comprensión compartida de la sustancia de la justicia. A diferencia de sus predecesores del siglo XX, que militaban sobre todo en favor de la «redistribución», los reclamantes de hoy día formulan sus demandas en muy diversos idiomas, que se orientan a objetivos rivales. Hoy, por ejemplo, los llamamientos con acento de clase en favor de una redistribución económica se enfrentan sistemáticamente a demandas de grupos minoritarios en favor del «reconocimiento», mientras que las reivindicaciones feministas de justicia de género a menudo coliden con demandas en favor de formas supuestamente tradicionales de justicia religiosa o comunitaria. El resultado es una heterogeneidad radical en el discurso sobre justicia, que plantea un importante desafío a la idea de equilibrio moral: ¿en qué balanza de la justicia pueden sopesarse imparcialmente esas reivindicaciones tan heterogéneas?

La imagen del mapa, en cambio, representa la problemática del «enmarque» (framing): ¿qué es lo que, si lo hay, debe constituir los límites de la justicia? A diferencia de la problemática de la imparcialidad, por lo general protestada de una forma u otra, la problemática del mapa puede yacer dormida durante largas temporadas de la historia si se otorga carta de naturaleza a un marco hegemónico y se da por hecho. Y así sucedió probablemente en el apogeo de la socialdemocracia, cuando se daba por descontado que la unidad dentro de la cual se aplicaba la justicia era el Estado territorial moderno. En ese contexto, la mayoría de los antagonistas políticos compartían el supuesto tácito de que las obligaciones de justicia distributiva se aplicaban sólo entre conciudadanos. Hoy día, en cambio, está en discusión este enmarque «westfaliano» de la justicia. Al aflorar en la actualidad a la superficie como motivo de discusión, el marco ahora se rechaza en la medida en que los activistas de los derechos humanos y las feministas internacionales se unen a los críticos de la OMC poniendo de relieve injusticias que superan las fronteras. Hoy, en consecuencia, las reivindicaciones de justicia se plantean cada vez más a escalas geográficas que entran en competencia –como, por ejemplo, cuando las reivindicaciones que tienen en cuenta a la «población pobre del mundo» se enfrentan a las reivindicaciones de ciudadanos de sociedades políticas delimitadas. Este tipo de heterogeneidad da origen a un desafío radical de otra especie: dada la pluralidad de marcos rivales ante la tarea de organizar y resolver los conflictos de justicia, ¿cómo sabemos cuál es la escala de justicia realmente justa?

Para una y otra problemática, por tanto, la de la balanza y la del mapa, los desafíos que se les plantean en los tiempos que corren son verdaderamente radicales. En ambos casos, además, la forma plural, escalas de justicia, indica el alto grado de dificultad. En el caso de la balanza, la dificultad proviene de la pluralidad de idiomas en competencia por articular las reivindicaciones, que amenaza con dar al traste con la imagen convencional de imparcialidad. Si imaginamos un conflicto entre los pros y los contras, esa imagen representaría a la justicia imparcial como un sopesar mutuo, en un mismo aparato, de dos conjuntos de consideraciones, contrapuestas pero siempre conmensurables. Esta representación pudo parecer plausible en la era de la Guerra Fría, cuando era ampliamente compartida una manera determinada de entender la sustancia de la justicia. En ese periodo, las corrientes políticas más importantes convergían en una concepción distributiva, que equiparaba la justicia social con una asignación imparcial de los bienes divisibles, normalmente de naturaleza económica. Presupuesto compartido por la socialdemocracia del Primer Mundo, el comunismo del Segundo y el desarrollismo del Tercero, ese punto de vista aportó un cierto grado de conmensurabilidad a las demandas en conflicto. Al albergar encarnizadas discusiones sobre qué debía considerarse distribución justa, el imaginario distributivista hegemónico prestaba cierta credibilidad a la representación convencional de la balanza moral. Si todas las partes argumentaban en torno a lo mismo, quizá entonces fuera posible sopesar sus reclamaciones con la misma balanza.

Hoy, sin embargo, la imagen tradicional de la balanza está a punto de desaparecer. Los conflictos actuales sobrepasan su diseño de simple dualismo de alternativas conmensurables, ya que las reivindicaciones de justicia actuales de ordinario tropiezan con otras reivindicaciones opuestas, cuyos supuestos ontológicos subyacentes no se comparten. Por ejemplo, los movimientos que piden redistribución económica a menudo se enfrentan no sólo a los defensores del statu quo económico, sino también a los movimientos que buscan el reconocimiento de la especificidad del grupo, por una parte, y a los que buscan nuevos esquemas de representación política, por otra. En estos casos, la cuestión no es simplemente: redistribución, ¿a favor o en contra? Ni siquiera: redistribución, ¿cuánta o cuán poca? Cuando los reclamantes sostienen puntos de vista conflictivos respecto a la sustancia de la justicia, aparece otra cuestión: ¿redistribución o reconocimiento o representación? El resultado es que se levanta la sospecha de que el ideal convencional de imparcialidad puede ser incoherente, ya que lo que se discute en la actualidad no son simplemente reivindicaciones en conflicto, sino ontologías en conflicto, que suponen criterios conflictivos en la valoración de las reivindicaciones. Emerge, por tanto, no sólo la amenaza de la parcialidad, sino también el espectro de la inconmensurabilidad. ¿Es realmente posible sopesar con la misma balanza reivindicaciones sustantivamente heterogéneas? Y, si no es así, ¿qué queda del ideal de imparcialidad?

En esas condiciones, la problemática de la imparcialidad no puede pensarse a la manera usual. Más bien hay que radicalizar esta problemática, hasta el punto de enfrentarnos a la amenaza de la inconmensurabilidad y, si es posible, eliminarla. Renunciando a la interpretación convencional de la imagen de la balanza, quienes teorizan sobre la justicia en el momento actual deben preguntarse: dado ese choque entre concepciones rivales de la sustancia de la justicia, cada una de ellas equipada de manera efectiva con su propio conjunto de balanzas, ¿cómo debemos decidir qué tipo de balanza hay que usar en un determinado caso? ¿Cómo podemos reconstruir el ideal de imparcialidad para garantizar la valoración equitativa de esas reivindicaciones heterogéneas?

En el caso de la segunda imagen, la cartográfica, la forma plural escalas de justicia señala también la gravedad de las dificultades actuales. El problema surge de la pluralidad de enmarques conflictivos de los límites de la justicia, que ha desnaturalizado la cartografía westfaliana del espacio político. Hegemónico largo tiempo, este sistema concebía las comunidades políticas como unidades geográficamente delimitadas, demarcadas mediante límites claramente definidos y conjuntamente ordenadas. Al asociar cada una de esas comunidades así definidas con un Estado propio, el imaginario político westfaliano investía al Estado de una soberanía indivisa y exclusiva sobre su territorio, que impedía la «interferencia externa» en sus «asuntos internos» y descartaba toda remisión a cualquier poder superior, internacional. Además, este punto de vista instituía una neta división entre dos tipos cualitativamente diferentes de espacio político. Mientras que el espacio «interno» se concebía como el ámbito civil pacífico del contrato social, sometido a la ley y a las obligaciones de la justicia, el espacio «internacional» se contemplaba como un estado de naturaleza, un campo en discusión de regateo estratégico y de raison d’état, vacío de todo deber vinculante de justicia. En el imaginario westfaliano, por tanto, sólo podían ser sujetos de la justicia los conciudadanos miembros de una población territorializada. Por cierto, esta cartografía del espacio político no se realizó nunca del todo; el derecho internacional controlaba hasta cierto punto las relaciones entre Estados, a la vez que la hegemonía del Gran Poder y el imperialismo moderno desmentían la idea de un sistema internacional de Estados iguales soberanos. No obstante, este imaginario ejercía un poderoso influjo, conjugando los sueños de independencia de los pueblos colonizados, que en su mayoría anhelaban constituirse también ellos en Estados westfalianos.

Hoy, sin embargo, la cartografía westfaliana del espacio político ya no se sostiene. Ciertamente, su postulado de una soberanía estatal indivisa y exclusiva ya no resulta plausible, dado el régimen ramificado de derechos humanos, por una parte, y las redes cada vez más amplias de la gobernación global, por otra. Igualmente cuestionable es la noción de una neta división entre espacio doméstico e internacional, dadas las nuevas formas de política «interméstica», practicada por los nuevos agentes no estatales y transterritoriales, incluidos los movimientos sociales internacionales, las organizaciones intergubernamentales y las ong internacionales. Es también dudoso el punto de vista de la territorialidad como base única para asignar obligaciones de jus ticia, dado el manifiesto carácter transterritorial de los problemas, como el del calentamiento global o el de la agricultura genéticamente modificada, que da pie a muchos a pensar en términos de «comunidades de riesgo» funcionalmente definidas, que amplían los límites de la justicia para incluir en ellos a todos los que estén potencialmente afectados. No hay que extrañarse, pues, de que los activistas que combaten las desigualdades transnacionales rechacen el punto de vista según el cual la justicia sólo puede concebirse territorialmente, como una relación interna entre ciudadanos de un mismo país. Al postular puntos de vista poswestfalianos sobre «quién cuenta», someten a una explícita crítica el marco westfaliano.

El resultado final es que la problemática del enmarque, o del marco, ya no puede darse por supuesta sin más, ni en la teoría ni en la práctica. Ahora que el trazado del mapa del espacio político se ha convertido en objeto de confrontación, los interesados actualmente en la justicia no pueden dejar de preguntarse: dado el enfrentamiento entre puntos de vista rivales sobre los límites de la justicia, ¿cómo debemos decidir sobre quiénes son aquellos cuyos intereses deben ser tenidos en cuenta? Frente a enmarques contrapuestos de los conflictos sociales, ¿cómo debemos determinar cuál es la cartografía justa del espacio político?

En general, pues, ambas imágenes de las escalas de justicia encierran formidables desafíos a las formas habituales de pensar en el momento presente. Por lo que se refiere a la balanza, el desafío proviene de puntos de vista contrapuestos sobre el «qué» de la justicia: ¿redistribución, reconocimiento o representación? Por lo que toca al mapa, el problema surge de los enmarques conflictivos del «quién»: ¿ciudadanías territorializadas, humanidad global o comunidades de riesgo transnacionales? En la problemática de la balanza, por tanto, la cuestión central es qué hay que considerar como genuino asunto de justicia. En el del mapa, por el contrario, la cuestión es quién cuenta como auténtico sujeto de justicia.

Este libro quiere dar respuesta a ambos interrogantes. Cada uno de los capítulos, originariamente nacidos como ensayos o conferencias aisladas, aborda problemas actuales sobre el «quién» y el «qué». Leídos conjuntamente, proponen análisis específicos de estas cuestiones y respuestas particulares. Enfrentándome a la problemática de la balanza, propongo una interpretación tridimensional del «qué» de la justicia, que comprende redistribución, reconocimiento y representación. Refiriéndome a la problemática del mapa, propongo una teoría crítica del enmarque tendente a clarificar el «quién» de la justicia. La consecuencia es un conjunto de reflexiones continuas sobre quién debería contar con respecto a qué en un mundo poswestfaliano. Veamos la elaboración.

El capítulo 2, «Reenmarcar la justicia en un mundo en globalización», pretende clarificar las confrontaciones actuales sobre la globalización. Revisando mi anterior interpretación del «qué» de la justicia, introduzco una tercera dimensión, la política, junto con las dimensiones económica y cultural puestas anteriormente de relieve. Analíticamente distinta de la redistribución y del reconocimiento, la representación sirve en parte para explicar las «injusticias en el plano de la política ordinaria», que surgen internamente, dentro de sociedades políticas delimitadas, cuando reglas de decisión sesgadas privan de voz política a personas que ya cuentan como miembros, perjudicando su capacidad de participar como pares en la interacción social. Esta revisión enriquece nuestra comprensión del «qué» de la justicia, a la vez que remedia una laguna en mi teoría anterior, que no llegaba a apreciar la relativa autonomía de las desigualdades enraizadas en la constitución política de la sociedad, en cuanto distinta de la estructura económica o de la jerarquía de los estatus.

Pero eso no es todo. La adición de la tercera dimensión sirve también para explicar las «injusticias en el plano metapolítico», aquellas que surgen cuando la división del espacio político en sociedades políticas delimitadas provoca un enmarque injusto de las cuestiones de primer orden de distribución, reconocimiento y representación; por ejemplo, catalogando lo que son verdaderas injusticias transnacionales como asuntos meramente nacionales. En este caso, el «quién» de la justicia está en sí mismo definido injustamente, en la medida en que se excluye de toda consideración a afectados que no son ciudadanos. Esto es lo que ocurre cuando, por ejemplo, las reivindicaciones de la población pobre del mundo se relegan a ámbitos políticos internos de Estados débiles o fallidos y se le impide oponerse a las fuentes externas (offshore) de su desposeimiento. El resultado es un tipo especial y metapolítico de «representación fallida» (misrepresentation), que yo llamo «des-enmarque» (misframing). Des-enmarque, o injusta asignación de marco, es un concepto indispensable para la teoría crítica, porque nos permite preguntarnos por la configuración del mapa del espacio político desde el punto de vista de la justicia. Derivada de una idea ampliada del «qué», esta noción capacita para la crítica del «quién». Al referirse, pues, tanto a la balanza como al mapa, este capítulo reconstruye un vínculo conceptual entre estas dos imágenes de las escalas de justicia.

El capítulo 3 amplía ese vínculo y ahonda en su complejidad. Pero aquí el foco de la atención se desplaza de la realidad social a la filosofía política, por cuanto identifico «dos dogmas del igualitarismo» en la teorización reciente sobre la justicia. El primer dogma es la suposición admitida sin previo examen del «quién» westfaliano. Profundamente enraizada en el periodo anterior, incluso entre animados debates sobre el «qué», la presuposición de que el Estado territorial nacional es la única unidad dentro de la cual ha de aplicarse la justicia ha dejado de ser axiomática en la actualidad, ya que los filósofos discuten abiertamente sobre los límites de la justicia. Ahora, con intensos intercambios animados por El derecho de gentes de John Rawls, la cuestión de quién ha de considerarse sujeto de la justicia ocupa el lugar que se merece. No obstante, a mi entender, los parabienes al respecto son todavía prematuros. Al analizar estos debates, descubro un segundo dogma del igualitarismo, tercamente arraigado y que posiblemente se va afianzando cada vez más a pesar (o quizá a causa) del declive del primero.

El segundo dogma es una premisa metodológica tácita, que se refiere a cómo hay que determinar el «quién». Aunque los defensores del cosmopolitismo, los internacionalistas y los nacionalistas liberales están encarnizadamente en desacuerdo respecto a este último, concuerdan tácitamente en que las disputas sobre cómo enmarcar la justicia pueden y deben resolverse científicamente, utilizando métodos técnicos. Ese punto de vista se sigue del supuesto compartido entre ellos respecto a que lo que convierte a un colectivo de individuos en miembros sujetos de la justicia es su co-imbricación en una «estructura básica» común, que determina sus relativas oportunidades de vivir una vida buena. Aunque algunos identifican esa estructura con la constitución de una sociedad política delimitada y otros la equiparan más bien a los mecanismos de gobernación de la economía global, casi todos miran hacia la ciencia social para situar la cuestión, como si ella pudiera decirnos, como si se tratara de una cuestión fáctica, cuál es la estructura «básica». He aquí, pues, el segundo dogma del igualitarismo: el supuesto tácito y sin argumentar de que la ciencia social normal puede determinar el «quién» de la justicia. Este capítulo rechaza esta suposición. Con la pretensión de superar el segundo dogma, presento una alternativa «crítico-democrática», que trata las discusiones sobre el enmarque como asuntos políticos, que deben resolverse mediante el debate democrático y la adopción institucional de decisiones a escala transnacional. Mi argumentación, que es a la vez un alegato en favor de una «metademocracia» transnacional, sirve también para descubrir un tercer parámetro de la justicia, más allá del «qué» y del «quién». Si no hacemos un enfoque justificable del «cómo», concluyo, nunca podremos resolver satisfactoriamente los problemas que representan la balanza y el mapa.

El capítulo 4 sintetiza las anteriores consideraciones en una reflexión programática sobre «justicia anormal». Inspirándome en Richard Rorty, sugiero que la mayor parte de los teóricos han concebido tácitamente los conflictos en materia de justicia según el modelo del «discurso normal». Dando por supuesta la ausencia de desacuerdos profundos sobre lo que se exige para que una reclamación de justicia pueda considerarse bien formada, han intentado elaborar principios normativos que puedan resolver las disputas en contextos en los que la gramática de la justicia era relativamente estable. Cualesquiera fueran sus ventajas en otras épocas, este enfoque es manifiestamente inadecuado en la actualidad, cuando los conflictos de justicia asumen a menudo aspectos de «discurso anormal». En ausencia de una idea compartida sobre el «qué», el «quién» y el «cómo», no sólo las cuestiones de primer orden de la justicia normal, sino la misma gramática de la justicia están abiertas a ser discutidas. Lo que se requiere en la actualidad, por consiguiente, es un tipo distinto de teorización política, orientado a la clarificación de los problemas de «justicia anormal», en la que los conflictos de justicia de primer orden están entrelazados con metadesacuerdos. Este capítulo esboza esta teoría. No celebro la anormalidad ni me lanzo a instalar un «nuevo concepto de lo normal»; pretendo tener en cuenta tanto el lado positivo como el negativo de la justicia anormal, evaluando la discusión de los inconvenientes anteriormente preteridos, como son las desigualdades no distributivas y las injusticias transfronterizas, mientras esbozo también las pocas posibilidades de superar la injusticia mientras falte un marco estable en el que equitativamente puedan someterse a examen las reivindicaciones, y mientras no existan organismos capaces de resolverlas eficazmente.

El capítulo 5 evalúa la capacidad de la teoría de la esfera pública para proponer un proyecto de este tipo. Intento repensar la democracia para tiempos anormales y me pregunto: ¿puede el ideal de una comunicación política, inclusiva y sin restricciones, desempeñar todavía un papel crítico y emancipador en la era actual, en la que los públicos no coinciden ya con las ciudadanías territoriales, las economías ya no son nacionales y los Estados no poseen ya la capacidad necesaria y suficiente para resolver muchos problemas? Las dudas surgen porque la fuerza crítica de la teoría de la esfera pública ha dependido siempre de una doble suposición idealizada: la opinión pública debe ser normativamente legítima y políticamente eficaz. Aunque contrafácticas, probablemente ambas ideas eran suficientemente claras si se las contemplaba a través de la lente westfaliana: la legitimidad requería que los conciudadanos fueran capaces de participar como pares en la formación de la opinión pública dentro de su propia comunidad política, mientras que la eficacia requería que la opinión pública nacional fuera suficientemente fuerte como para someter el poder estatal al control ciudadano. Hoy día, sin embargo, estas cosas no están tan claras. ¿Qué significa hablar de legitimidad y eficacia de una opinión pública formada en esferas públicas transnacionales, que ni representan la comunicación que existe entre conciudadanos, ni disfrutan de estatus compartido de pares, ni la dirigen a Estados soberanos, capaces de implementar la voluntad de los interlocutores y de solucionar sus problemas? «Transnacionalización de la esfera pública» busca una respuesta que pueda rescatar el potencial crítico de este venerable concepto. Al exponer los supuestos implícitos westfalianos, no sólo en la teoría de Jürgen Habermas, sino también en mi anterior intento de «pensar la esfera pública», propongo reconstruir el ideal de «publicidad» legítima y eficaz de una manera adecuada a las condiciones actuales. Este capítulo, una crítica también de la democracia actualmente existente en la era neoliberal, busca re-imaginar el espacio político para un mundo poswestfaliano.

El capítulo 6 aplica los conceptos desarrollados hasta aquí a una reflexión sobre la trayectoria de los movimientos feministas. Destaco los cambios habidos a lo largo de varias décadas en la comprensión del «qué» de la justicia, sensibles al género, y trazo la historia en tres fases del feminismo de la segunda ola. En la primera, las feministas se unieron a otras fuerzas democratizadoras de la Nueva Izquierda para radicalizar un imaginario socialdemócrata, que durante mucho tiempo se había limitado a la redistribución de clases. En la segunda fase, con las energías utópicas en declive, las feministas gravitaron hacia un imaginario «postsocialista», que ponía de relieve las reivindicaciones en favor del reconocimiento de la diferencia. Actualmente, en una emergente tercera fase, las feministas, actuando en contextos internacionales, crean nuevas formas de representación política, con conciencia de género, que desbordan los límites territoriales. «Mapa de la imaginación feminista» reconstruye esta historia para revelar los contornos de un imaginario feminista «poswestfaliano», que integra redistribución y reconocimiento con representación.

Los dos capítulos siguientes constituyen una revisita a los pensadores más notables del siglo XX a la luz de los cambios en el espacio político analizados aquí. El capítulo 7 es una relectura de Michel Foucault «a la sombra de la globalización». Escrito con la ventaja que procura el poder mirar hacia atrás, «De la disciplina a la flexibilización» interpreta las grandes obras del periodo medio de Foucault, como Vigilar y castigar, al modo de justificaciones brillantes a la vez que parciales de la regulación social en la era del fordismo. Escritas en las décadas de 1960 y 1970, estas obras trazan el mapa de la lógica política de la sociedad disciplinaria, como la lechuza de Minerva, en el momento de su decadencia histórica, cuando la socialdemocracia keynesiana se disponía a poner rumbo hacia un nuevo régimen posfordista en el que la normalización enmarcada en la nación es suplantada por una «flexibilización» transnacionalmente enmarcada. Tras un esbozo del perfil de este nuevo régimen neoliberal, este capítulo pondera las posibilidades de desarrollar una interpretación cuasifoucaultiana de los modos de gobernabilidad posdisciplinaria, propios de la actualidad. Este esfuerzo, a mi entender, constituiría un adecuado tributo a uno de los más originales e importantes pensadores del pasado siglo.

Hannah Arendt pertenece también con pleno derecho a ese grupo de pensadores. El capítulo 8 es también una revisita a su modo peculiar de hacer teoría política con la pretensión de aplicarla a nuestros tiempos. Considerando a Arendt como una de las más importantes teóricas de la catástrofe de mediados del siglo XX, «Amenazas a la humanidad en un mundo en globalización » contempla hasta qué punto su enfoque puede iluminar las amenazas que se ciernen sobre el hombre en el siglo XXI. Por una parte, encuentro suficiente fuerza en los motivos arendtianos para esclarecer la enorme trascendencia del 11-S, que marca una época, y la calamitosa respuesta de Estados Unidos; por otra parte, critico los cuasiarentdianos aunque profundamente defectuosos esfuerzos hechos por Paul Berman, John Gray y Michael Hardt y Antonio Negri para teorizar sobre los peligros del presente. Procuro aprender de sus pasos en falso y concluyo esbozando otro modo de hacer nuestro el legado de Arendt, un modo que ponga en claro maneras de negar la humanidad que ella tal vez no pudo imaginar, pero a las que nosotros debemos enfrentarnos en los momentos actuales.

El capítulo 9 reemprende los temas centrales de este libro. En una entrevista originariamente publicada en Theory, Culture and Society (16 de marzo de 2006), mi encuentro con Kate Nash y Vikki Bell constituye un coloquio de amplio alcance sobre «la política del enmarque». Estimulada por sus reflexivas preguntas, relaciono mis ideas sobre la justicia con un diagnóstico de la coyuntura presente, por un lado, y con una visión de la función del teórico crítico, por otro. Situando mi giro hacia la representación en relación con los conflictos actuales por la globalización, sopeso las posibilidades de una solidaridad transnacional, la asignación democrática del marco y los proyectos emancipadores de transformación social. Esta entrevista, que tiene en cuenta tanto la imagen de la balanza como la del mapa, ofrece algunas reflexiones personales y conceptuales sobre las escalas de justicia.

Esta problemática impregna el conjunto del libro y también lo hace un estilo de teorización crítica forjado a través de encuentros con diversas tradiciones, que demasiado a menudo se han visto como antitéticas. Influida tanto por la filosofía política analítica como por la teoría crítica de raíz europea, aspiro a lo largo de la obra a relacionar la teorización normativa relativa al «debe» con la Zeitdiagnose que capta el «es». Comprometida también tanto con la crítica de las estructuras y las instituciones como con el giro lingüístico, pretendo vincular los elementos diversos del poder social a la gramática de la reclamación política. Inspirándome, por último, tanto en la teorización posestructuralista agonística como en la ética habermasiana del discurso, procuro a lo largo de la obra combinar el interés por momentos de apertura, cuando las ideas hegemónicas se rompen y las injusticias ocultas eclosionan, con el interés por momentos de cierre, cuando nuevas maneras de entender las cosas, fraguadas en la lucha y la discusión, galvanizan los esfuerzos públicos por remediar la injusticia. Con el convencimiento de que ninguno de estos enfoques por sí solo puede tratar de resolver adecuadamente las cuestiones que aquí se abordan, intento integrar los puntos fuertes de cada uno de ellos en el más amplio género de la teorización crítica.

Capítulo 2

Reenmarcar la justicia en un mundo en globalización

La globalización está cambiando nuestra manera de hablar de la justicia.1 No hace mucho, en el apogeo de la democracia social, las disputas sobre la justicia presuponían lo que llamaré un «marco westfaliano-keynesiano». Como las discusiones sobre la justicia solían ocurrir dentro de los Estados territoriales modernos, se daba por supuesto que trataban de las relaciones entre conciudadanos, estaban sujetas a debate dentro del ámbito público nacional y contemplaban una resolución procedente de los Estados nacionales. Esto era así para los dos grupos mayores de reivindicaciones referentes a la justicia: las reivindicaciones de redistribución socioeconómica y las reivindicaciones de reconocimiento legal o cultural. En una época en la que el sistema Bretton Woods de control del capital internacional facilitaba la orientación económica keynesiana en el plano nacional, las exigencias de redistribución se centraban por lo general en las desigualdades económicas en el interior de los Estados territoriales. Invocando a la opinión pública nacional para un reparto equitativo del pastel nacional, los reclamantes buscaban la intervención de los Estados nacionales en las economías nacionales. De igual manera, en una era sometida todavía a un imaginario político westfaliano, en el que se distinguía netamente entre espacio «nacional» y espacio «internacional», las reivindicaciones de reconocimiento concernían por lo general a jerarquías internas de estatus. Apelando a la conciencia nacional para dar fin a una falta de respeto nacionalmente institucionalizada, los que reivindicaban presionaban a los gobiernos de la nación para proscribir la discriminación y las diferencias arraigadas entre los ciudadanos. En ambos casos, el marco westfaliano-keynesiano era el supuesto asumido. Aunque el asunto se refiriera a la redistribución o al reconocimiento, a las diferencias de clase o a las jerarquías de estatus, se daba por descontado que la unidad sobre la que se aplicaba la justicia era siempre el Estado territorial moderno.2

Por cierto, siempre había excepciones. Ocasionalmente, hambrunas y genocidios galvanizaban a la opinión pública saltándose las fronteras. Y algunos cosmopolitas y anti-imperialistas pretendían difundir puntos de vista globalistas,3 pero eran excepciones que confirmaban la regla. Relegados esos puntos de vista a la esfera de «lo internacional», quedaban absorbidos por una problemática que primariamente se centraba en asuntos de seguridad y ayuda humanitaria, en cuanto opuestos a la justicia. El resultado no hacía sino reforzar, más que poner en cuestión, el marco westfaliano-keynesiano. Este enmarque de las discusiones en torno a la justicia prevaleció por lo general, por defecto, desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta los años setenta.

Aunque no se percibiera en aquella época, el marco westfaliano- keynesiano configuraba de un modo característico las discusiones sobre justicia social. Dando por sentado que la unidad apropiada era el Estado territorial moderno y que los sujetos pertinentes eran sus ciudadanos, estas discusiones giraban en torno a qué se debían exactamente esos ciudadanos unos a otros. A unos les bastaba que los ciudadanos fueran formalmente iguales ante la ley; a otros les parecía necesaria, además, la igualdad de oportunidades; para algunos otros la justicia exigía que todos los ciudadanos tuvieran acceso a los recursos y al respeto necesarios para poder participar al mismo nivel con los demás, como miembros de pleno derecho de la comunidad política. El debate se centraba, para decirlo de otra manera, en qué debía considerarse un ordenamiento justo de las relaciones sociales dentro de una sociedad. Absortos en discutir acerca del «qué» de la justicia, los contestatarios aparentemente no sentían necesidad alguna de discutir sobre el «quién». Con el marco westfalianokeynesiano firmemente instalado, se daba por supuesto que este «quién» era la ciudadanía nacional.

Hoy día, en cambio, el marco westfaliano-keynesiano está perdiendo su aura de obviedad. Gracias a una clara conciencia de la globalización y a las inestabilidades geopolíticas que siguieron a la Guerra Fría, muchos observan que los procesos sociales que habitualmente configuran sus vidas desbordan los Estados territoriales. Señalan, por ejemplo, que las decisiones tomadas en un Estado territorial a menudo afectan a la vida de quienes viven fuera de él, como sucede con las actuaciones de las corporaciones transnacionales, los especuladores de los mercados internacionales y las grandes instituciones inversoras. Muchos apuntan también la creciente relevancia de las organizaciones supranacionales e internacionales, gubernamentales o no, y de la opinión pública transnacional, que fluye con un desprecio absoluto de las fronteras a través de los medios de comunicación globalizados y la cibertecnología. El resultado es una nueva sensación de vulnerabilidad ante las fuerzas transnacionales. Enfrentados al calentamiento global, a la expansión del sida, al terrorismo internacional y al unilateralismo de la superpotencia, muchos creen que su oportunidad de vivir una vida buena depende tanto de los procesos que traspasan las fronteras de los Estados territoriales como de los que suceden en el interior de ellas.4

En estas condiciones, ya no se entiende el marco westfaliano- keynesiano. Para muchos, ya no resulta axiomático que el Estado territorial moderno sea la unidad apropiada para pensar las cuestiones relativas a la justicia ni que los ciudadanos de esos Estados sean los sujetos pertinentes. La consecuencia es una desestabilización de la estructura anterior en la que se generaban las reivindicaciones políticas y, por tanto, un cambio en la manera de discutir sobre justicia social.

Vale esto para las dos grandes familias de reivindicaciones de justicia. En el mundo actual, las reivindicaciones de redistribución rechazan cada vez más el supuesto de las economías nacionales. Enfrentados a una producción transnacional, a la externalización del empleo y a las presiones asociadas de la «carrera hacia mínimos» por parte de las empresas (race to the bottom), los sindicatos, antes centrados en lo nacional, buscan cada vez más aliados del exterior.5 Mientras, inspirándose en los zapatistas, campesinos empobrecidos y pueblos indígenas unen sus luchas contra las autoridades despóticas locales y nacionales con las críticas a la depredación ejercida por las corporaciones multinacionales y el neoliberalismo global.6 Por último, los que protestan contra la omc apuntan directamente a las nuevas estructuras de gobernación de la economía global, que han reforzado desmesuradamente la capacidad de las grandes corporaciones y de los grandes inversionistas para eludir la regulación y los sistemas fiscales de los Estados territoriales.7

De modo similar, los movimientos que luchan por el reconocimiento miran cada vez más por encima del Estado territorial. Al amparo del eslogan «los derechos de la mujer son derechos humanos», por ejemplo, feministas de todo el mundo juntan sus luchas contra las prácticas patriarcales locales a campañas para la reforma de las leyes internacionales.8 Mientras, minorías étnicas y religiosas, que se enfrentan a la discriminación en el interior de los Estados territoriales, están reconstruyéndose como diásporas y constituyen públicos transnacionales para movilizar desde ellos a la opinión internacional.9 Finalmente, las coaliciones transnacionales de activistas por los derechos humanos intentan constituir nuevas instituciones cosmopolitas, como el Tribunal Penal Internacional, que puedan castigar las violaciones de la dignidad humana perpetradas por los Estados.10

En estos casos, los debates sobre justicia están haciendo estallar el marco westfaliano-keynesiano. Al no dirigirse ya exclusivamente a los Estados nacionales o al no debatirse solamente en ámbitos públicos nacionales, los reclamantes no se centran ya únicamente en las relaciones entre ciudadanos. Por ello, la gramática de la discusión ha cambiado. Trátese de la distribución o del reconocimiento, las discusiones que solían centrarse exclusivamente en la cuestión de qué es debido como materia de justicia a los miembros de una comunidad giran ahora rápidamente hacia debates sobre quién debe contar como miembro y cuál es la comunidad pertinente. No sólo el «qué», sino también el «quién» es objeto ahora de libre discusión.

Hoy día, dicho con otras palabras, las polémicas sobre justicia asumen un doble aspecto. Por una parte, conciernen a cuestiones sustanciales de primer orden, lo mismo que antes: ¿cuánta desigualdad económica puede permitir la justicia, cuánta distribución se requiere y de acuerdo con qué principio de justicia distributiva? ¿En qué consiste la igualdad en el respeto, qué tipos de diferencias merecen reconocimiento público y por qué medios? Pero, más allá de estas cuestiones de primer orden, los debates sobre justicia en la actualidad conciernen también a cuestiones de segundo orden, de metanivel: ¿cuál es el marco adecuado dentro del cual han de tomarse en consideración los problemas de justicia de primer orden? ¿Quiénes son los sujetos apropiados con derecho a una justa distribución o al reconocimiento recíproco en un caso determinado? De este modo, lo que está en discusión no es sólo la sustancia de la justicia, sino también el marco.

La consecuencia es un desafío importante a nuestra manera de pensar la justicia social. Excesivamente centradas en cuestiones de primer orden sobre distribución y/o reconocimiento, estas teorías no han conseguido desarrollar los recursos conceptuales necesarios para reflexionar sobre las metacuestiones referentes al marco. En este estado de cosas, de ningún modo está claro, por tanto, que sean capaces de hacer frente al doble carácter del problema de la justicia en una época de globalización.11

En este capítulo, por consiguiente, propongo una estrategia para pensar sobre el problema del marco. Argumentaré, en primer lugar, que las teorías de la justicia deben convertirse en tridimensionales, incorporando la dimensión política de la representación junto a la dimensión económica de la distribución y la dimensión cultural del reconocimiento. Argumentaré también que la dimensión política de la representación debe entenderse en cuanto abarca tres niveles. Como efecto combinado de estos dos argumentos, se hará visible una tercera cuestión, más allá de las del «qué» y el «quién», que llamaré la cuestión del «cómo». Esta cuestión, a su vez, inaugura un cambio de paradigma: lo que el marco westfaliano-keynesiano proclama como la teoría de la justicia social debe ahora convertirse en una teoría de la justicia democrática poswestfaliana.

Para una teoría de la justicia tridimensional: sobre la especificidad de lo político

Comencemos explicando qué entiendo por justicia en general y por su dimensión política en particular. Desde mi punto de vista, el significado más general de justicia es la paridad de participación. De acuerdo con esta interpretación democrática radical del principio de igual valor moral, la justicia requiere acuerdos sociales que permitan a todos participar como pares en la vida social. Superar la injusticia significa desmantelar los obstáculos institucionalizados que impiden a algunos participar a la par con otros, como socios con pleno derecho en la interacción social. Antes he analizado dos tipos distintos de obstáculos a la paridad participativa, que corresponden a dos especies distintas de injusticia.12 Por un lado, las personas pueden verse impedidas de participar plenamente por las estructuras económicas que les niegan los recursos que necesitan para interaccionar con los demás como pares; en este caso, sufren una injusticia distributiva o una «mala distribución» (maldistribution). Por otro lado, las personas pueden verse también impedidas de interactuar en condiciones de paridad por jerarquías institucionalizadas del valor cultural que les niegan la posición adecuada; en este caso, sufren una desigualdad de estatus o un «reconocimiento fallido» (misrecognition).13 En el primer caso, el problema es la estructura de clases de la sociedad, que corresponde a la dimensión económica de la justicia. En el segundo caso, el problema es el orden de estatus, que corresponde a su dimensión cultural. En las sociedades capitalistas modernas, la estructura de clases y el orden de estatus no se reflejan recíprocamente con nitidez, aunque interactúan causalmente. Más bien cada una de estas situaciones posee cierta autonomía frente a la otra. En consecuencia, el reconocimiento fallido no puede reducirse a un efecto secundario de mala distribución, como parecen suponer algunas teorías economicistas de la justicia distributiva. Ni, a la inversa, la mala distribución puede reducirse a una expresión epifenoménica de un reconocimiento fallido, como algunas teorías culturalistas del reconocimiento tienden a asumir. Por ello, ni la teoría del reconocimiento ni la teoría de la distribución pueden por sí solas proporcionar una comprensión adecuada de la justicia en la sociedad capitalista. Sólo una teoría bidimensional, que abarque tanto la distribución como el reconocimiento, puede suministrar los niveles necesarios de complejidad teórico-social y visión filosófico-moral.14

Ésta es, por lo menos, la visión de la justicia que he defendido en el pasado. Y esta comprensión bidimensional de la justicia todavía me parece correcta hasta cierto punto. Pero ahora creo que ya no es suficiente. Podría decirse que la distribución y el reconocimiento constituían las únicas dimensiones de la justicia sólo mientras se daba por supuesto el marco westfalianokeynesiano. Una vez que la cuestión del marco se ha convertido en tema de impugnación, la consecuencia ha sido que ha hecho visible una tercera dimensión de la justicia, olvidada en mi obra anterior, igual que en la de muchos otros filósofos.15

La tercera dimensión de la justicia es lo político. Por supuesto, la distribución y el reconocimiento son también algo político en el sentido de que una y otra sufren el rechazo y el peso del poder; y normalmente se las ha contemplado como si requirieran el arbitraje del Estado. Pero yo entiendo lo político en un sentido más específico y constitutivo, que remite a la naturaleza de la jurisdicción del Estado y a las reglas de decisión con las que estructura la confrontación. Lo político, en este sentido, suministra el escenario en donde se desarrollan las luchas por la distribución y el reconocimiento. Al establecer los criterios de pertenencia social, y al determinar así quién cuenta como miembro, la dimensión política de la justicia especifica el alcance de las otras dos dimensiones: nos dice quién está incluido en y quién excluido del círculo de los que tienen derecho a una justa distribución y al reconocimiento mutuo. Al establecer las reglas de decisión, la dimensión política establece también los procedimientos para escenificar y resolver los conflictos en las otras dos dimensiones, la económica y la social: nos dice no sólo quién puede reivindicar redistribución y reconocimiento, sino también cómo han de plantearse y arbitrarse esas reivindicaciones.

Centrada en cuestiones de pertenencia y procedimiento, la dimensión política de la justicia se interesa sobre todo por la representación. En un primer nivel, el que atañe al aspecto de establecimiento de límites de lo político, la representación es asunto de pertenencia social. De lo que se discute aquí es de la inclusión en o de la exclusión de la comunidad de aquellos que tienen derecho a dirigirse mutuamente reivindicaciones de justicia. En otro nivel, el relativo al aspecto de las reglas de decisión, la representación se interesa por los procedimientos que estructuran los procesos públicos de confrontación. Aquí, lo que se cuestiona son las condiciones en las que los incluidos en la comunidad política airean sus reivindicaciones y arbitran sus disputas.16 En ambos niveles puede surgir la cuestión de si y hasta qué punto son justas las relaciones de representación. Podemos preguntarnos: ¿excluyen injustamente las fronteras de la comunidad política a alguien que en realidad tiene derecho a la representación? ¿Conceden las reglas de decisión de la comunidad igual participación a todos los miembros en las deliberaciones públicas y una representación equitativa en la adopción de decisiones públicas? Estas cuestiones de representación son específicamente políticas. Conceptualmente distintas de las cuestiones económicas y culturales, no pueden reducirse a ellas, aunque, como veremos, están inextricablemente entretejidas con ellas.

Decir que lo político es una dimensión de la justicia conceptualmente distinta, no reducible a lo económico o a lo cultural, es decir también que puede dar origen a una especie de injusticia conceptualmente distinta. Si entendemos la justicia como paridad participativa, admitiremos que puede haber obstáculos políticos específicos a la paridad, no reducibles a la mala distribución o al reconocimiento fallido, aunque (de nuevo) entretejidos con ambas situaciones. Estos obstáculos surgen de la constitución política de la sociedad, en cuanto distinta de la estructura de clases o del orden de estatus. Fundados en un modo de ordenación social específicamente político, sólo pueden ser comprendidos por una teoría que conceptualice la representación, junto con la distribución y el reconocimiento, como una de la tres dimensiones fundamentales de la justicia.

Dos niveles de injusticia política: de la representación fallida político-ordinaria al des-enmarque

Si la representación es la condición que define lo político, entonces la injusticia política característica es la «representación fallida» (misrepresentation). La representación fallida ocurre cuando los límites políticos y/o las reglas de decisión funcionan injustamente negando a determinadas personas la posibilidad de participar en paridad con otras en la interacción social –incluida la que se da en el terreno político, aunque no sólo en éste. Lejos de poder reducirse a la mala distribución o al reconocimiento fallido, la representación fallida puede producirse incluso en ausencia de esas últimas injusticias, aunque por lo general se entrelaza con ellas.

Por lo menos pueden distinguirse dos niveles distintos de representación fallida. En la medida en que las reglas de decisión política niegan injustamente a individuos que pertenecen a la comunidad la oportunidad de participar plenamente como pares, a esa injusticia la llamo yo «representación fallida político-ordinaria». Aquí, donde se trata de una representación en el interior del marco, entramos en el terreno familiar de los debates en ciencia política sobre las ventajas relativas de sistemas electorales alternativos. ¿Niegan injustamente los sistemas con distritos uninominales, los sistemas electorales en los que el ganador se queda con todos los escaños, o los de mayoría relativa o simplela paridad debida a las minorías numéricas? Y, si es así, ¿son la representación proporcional o el voto acumulativo el remedio adecuado?17 Igualmente, ¿niegan las reglas que no tienen en cuenta el género, en conjunción con la mala distribución y el reconocimiento fallido, la paridad en la participación política a la mujer?18 Y, si así es, ¿son las cuotas de género un remedio apropiado? Este tipo de cuestiones pertenece a la esfera de la justicia político-ordinaria, que es la que normalmente se ha desarrollado dentro del marco westfaliano-keynesiano.

Menos evidente es, quizá, un segundo nivel de representación fallida, que concierne al aspecto político de delimitación de fronteras. Aquí, la injusticia surge cuando las fronteras de la comunidad se trazan de manera que alguien queda injustamente excluido en absoluto de la posibilidad de participar en las confrontaciones sobre justicia que le competen. En estos casos, la representación fallida adopta una forma más profunda, que llamaré «des-enmarque» (misframing). Este carácter más profundo del des-enmarque, o injusta delimitación del marco, es función de la crucial importancia del enmarque para cada cuestión de justicia social. Lejos de tener una importancia marginal, la delimitación del marco es una de las decisiones políticas que tiene mayores consecuencias. Al instituir de un solo golpe a miembros y no miembros, esta decisión excluye efectivamente a estos últimos del universo de los que tienen derecho a ser tenidos en cuenta en el interior de la comunidad en asuntos de distribución, reconocimiento y representación político-ordinaria. El resultado puede constituir una grave injusticia. Cuando las cuestiones de justicia se enmarcan de tal manera que excluyen injustamente a algunos de ser tomados en consideración, la consecuencia es un tipo especial de metainjusticia, que niega a estos mismos la oportunidad de presionar con reivindicaciones de justicia de primer orden en una determinada comunidad política. Además, la injusticia persiste incluso cuando los que han sido excluidos de una comunidad política quedan incluidos como sujetos de la justicia en otra, mientras el resultado de la división política sea dejar fuera de su alcance determinados aspectos relevantes de la justicia. Y aún más grave es, por supuesto, el caso en el que a alguien se le excluye de la condición de miembro en toda comunidad política. Parecido a la pérdida de lo que Hannah Arendt llamó «el derecho a tener derechos», este tipo de desenmarque es una especie de «muerte política».19 Quienes la sufren se convierten posiblemente en objetos de caridad o de benevolencia. Pero, privados de la posibilidad de ser autores de reivindicaciones de primer orden, no son personas por lo que respecta a la justicia.

Ésta es la forma de des-enmarque propia de la representación fallida que la globalización ha comenzado recientemente a hacer visible. Antes, en el apogeo del Estado de bienestar de la posguerra, con el marco westfaliano-keynesiano firmemente establecido, la preocupación principal al reflexionar sobre la justicia era la distribución. Luego, con la aparición de los nuevos movimientos sociales y del multiculturalismo, el centro de gravedad se desplazó hacia el reconocimiento. En ambos casos, se asumía por defecto el Estado territorial moderno. Como consecuencia, la dimensión política de la justicia quedaba relegada al margen. Donde afloraba a la superficie, tomaba la forma político-ordinaria de disputas sobre las normas de decisión internas de la organización estatal, cuyas fronteras se aceptaban de antemano. De este modo, las reivindicaciones de cuotas de género y derechos multiculturales pretendían eliminar los obstáculos políticos a la paridad participativa para aquellos que ya estaban incluidos en principio en la comunidad política.20