Escribiendo historias - Juan José Hoyos - E-Book

Escribiendo historias E-Book

Juan José Hoyos

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Beschreibung

El principal reto del periodismo escrito, hoy, en palabras de Juan José Hoyos, es "cómo contar la historia que los lectores han visto y oído decenas de veces ese mismo día en la televisión o en la radio. Cómo seducir, usando el lenguaje escrito, a personas que a través de otros medios han sentido con la vista y con el oído todas las complejidades de un hecho real". Escribiendo historias: El arte y el oficio de narrar en el periodismo muestra de qué manera enfrentar satisfactoriamente este reto. Para ello analiza en detalle las estrategias que el periodismo de estilo narrativo ha empleado, a partir de integrar a sus escritos elementos de la literatura, aun aquellos que pudieran parecer tan ajenos a la misión de informar, como la emoción, la opinión, la subjetividad, la visión del mundo. Esta obra no es un recetario, sino una muestra, pues aplica en su misma factura los recursos de expresión y la experiencia que el autor, uno de los más reconocidos periodistas investigativos y escritores de crónica en el país, ha sabido convertir en arte. De esta forma, el libro se constituye en guía, especialmente para los periodistas en formación, pero de igual manera para todo aquel que enfrente, por oficio o por vocación, la tarea de escribir, no con el mero fin de informar, lo cual requiere solo conocimiento, sino buscando "retratar con palabras la vida en toda su complejidad".

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Juan José Hoyos

Escribiendo historias

El arte y el oficio de narrar en el periodismo

Periodismo

Editorial Universidad de Antioquia

Colección Periodismo

© Juan José Hoyos

© Editorial Universidad de Antioquia

ISBN: 978-958-655-714-6

ISBNe: 978-958-501-190-8

Primera edición: septiembre del 2003

Primera reimpresión: junio del 2007

Segunda reimpresión: diciembre del 2023

Motivo de cubierta: facsímil de herbario antiguo, tomado de El lenguaje de los símbolos, David Fontana, Barcelona, 2003, p. 175.

Hecho en Colombia / Made in Colombia

Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio o con cualquier propósito, sin la autorización escrita de la Editorial Universidad de Antioquia

Editorial Universidad de Antioquia

(+57) 604 219 50 10

[email protected]

http://editorial.udea.edu.co

Apartado 1226. Medellín, Colombia

Imprenta Universidad de Antioquia

(+57) 604 219 53 30

[email protected]

Para Carlos Alberto Giraldo

Presentación

I

Conocimos el periodismo narrativo cuando un libro de formato pequeño y papel periódico llegó a nuestras manos con las historias de un país rural, cruel e insignificante para sus gobernantes; hombres que pasaban las tardes en los clubes bogotanos mientras los colonos morían de paludismo en los territorios vírgenes de los Llanos Orientales.1

Años después empezamos a buscar respuestas a las múltiples inquietudes que enredaron nuestras vidas al leer Colombia amarga. Juan José Hoyos Naranjo —periodista sin afán y maestro comprensivo— apareció para enseñarnos que si no encontrábamos nada más placentero que caminar por la ciudad en busca de un hecho interesante para luego escribirlo como historia, dejáramos reposar esas preguntas y simplemente saliéramos a gastar la suela de los zapatos como lo había hecho Gay Talese, y a flagelarnos con el mismo látigo que Dios le había dado a Truman Capote, a él y, según entendimos, a nosotros también.

Desde entonces, hace ya trece años, no hacemos otra cosa que mirar el mundo con los ojos bien abiertos, escuchar con detenimiento las nuevas modulaciones de la ciudad, exponer nuestras pieles a las sensaciones del cambio de siglo, escribir sobre aquello que encontramos dignificante para el hombre y buscar las respuestas que quedaron aplazadas hace una década en un salón de clases.

Estas páginas son el principio de un feliz reencuentro. El maestro ha traído sus respuestas en Escribiendo historias: el arte y el oficio de narrar en el periodismo; nosotros recibimos el libro con la levedad de quienes se sienten cariñosamente abrazados.

II

Escribiendo historias: el arte y el oficio de narrar en el periodismo es un título sencillo, en apariencia. Detrás de este anuncio, que puede presagiar la aparición de un compendio de buenas maneras para conseguir una crónica, se dibujan los hilos secretos de una trama creada día a día por cientos de periodistas que se baten contra las estructuras adoptadas, hace más de un siglo, como regla de oro en las salas de redacción.

Los combates por la narración en el periodismo se libran en la arena de lo subjetivo, y ello sugiere que los periodistas desean conquistar la ambigua franja donde se unen lo público, lo político, lo colectivo con lo privado, lo íntimo, lo individual. Esta tendencia, subversiva si se quiere, se ha extendido sobre campos antes exclusivos de literatos, antropólogos, historiadores y filósofos: el estilo, el trabajo de campo, la interpretación y la ética son ahora temas de reflexión para quienes se inscriben en lo que se ha llamado Nuevo Periodismo, Periodismo Literario, Literatura de hechos, Literatura de no ficción, Periodismo Personal, Paraperiodismo, y que Juan José Hoyos nombra de manera auténtica y escueta: el arte de narrar en el periodismo.

Durante décadas el lenguaje periodístico encontró sus formas de expresión en dos estilos con fuerte identidad. Los géneros de opinión permitieron el desfogue de intelectuales que le abrían paso a la consolidación de sistemas de gobierno y partidos políticos. La prensa colombiana del siglo XIX, por ejemplo, estuvo sostenida por largos escritos que atizaban los fuegos del debate político y de la batalla militar. Los géneros informativos se fortalecieron en contra de la tendencia argumentativa con textos directos y cortos que respondían a una sociedad agitada por el despertar del siglo XX, que acortó las distancias e implicó a todas las naciones en procesos culturales y políticos. Los cables enviados a mediados de siglo por corresponsales destacados en los frentes de guerra, son la muestra del apogeo de un estilo que pervive, con buena salud, en los grandes medios.

El estilo narrativo, asociado en los viejos manuales a folletín opapelucho banal, resultó ser la puerta de escape para los periodistas que se sentían incómodos vistiendo el corsé diseñado por la tradición de una prensa aliada al poder y al dinero. En América Latina y en Estados Unidos aparecieron los primeros brotes furiosos del nuevo estilo. Gabriel García Márquez, aquí, y Tom Wolfe, allá, fueron las firmas emblemáticas de un periodismo que se gestaba en las zonas clandestinas de las redacciones. Antes o después de ellos, muchos nombres se sumaron a un estilo que encantó a miles de lectores.

La novedad narrativa saltó a los periódicos con la promesa de ser como un cuento de la vida real; con el paso de los años, ha adquirido ciertos principios estilísticos identificados así por Juan José Hoyos: cada texto contará una historia; el tiempo no será un dato, será el hilo para tejer la historia; la tensión constituirá el secreto para lograr que el lector siga leyendo alentado por la pregunta ¿qué va a suceder?; la historia deberá llegar a uno o varios clímax para que la trama tire hacia adelante; los personajes no se asociarán sólo a un nombre, tendrán una identidad; el espacio será un ambiente completamente detallado que funcione como marco para los hechos; los sucesos no se enumerarán, acaecerán frente a los ojos del lector mediante la construcción de escenas y secuencias; el contexto permitirá comprender el hecho principal; el narrador hablará desde un punto de vista particular.

A este acercamiento con la literatura se debe la formulación del rasgo diferenciador entre ficción y narración periodística. Lo que algunos aprendices consideran limitación, es apreciado como sello de identidad por los más experimentados. En los relatos de ficción los acontecimientos se vuelven irreales y obedecen sólo a las leyes intrínsecas de construcción del relato; las narraciones periodísticas buscan que los acontecimientos narrados coincidan lo más exactamente posible con los de la realidad.

Narrar el hecho con la fuerza de la ficción y la exactitud del periodismo es la virtud de los periodistas escritores. Timothy Gordon Ash habla de las consecuencias estéticas de cruzar la fina línea que separa el periodismo de la literatura: “Los escritores cruzan la frontera casi siempre porque creen que eso mejorará su obra. Los reportajes o la historia se convertirán en literatura. Eso puede ser verdad si consideramos cada párrafo por separado. Pero en conjunto, la obra se ve disminuida”.2

El sello de calidad de una narración periodística está en la fidelidad a los hechos, y ella se demuestra en un relato capaz de transmitir una reconstrucción del suceso cercana a la verdad y afectada por cabos sueltos, historias sugeridas, asuntos inexplicables. La perfección en la narración periodística pasa por renunciar a una historia literariamente perfecta si durante la investigación no se encuentran las evidencias que conviertan las dudas en certezas; la perfección está en captar el sentido de los secretos, los silencios, las oscuridades que marcan las ondulaciones de la vida misma.

Los mejores antídotos contra la tentación de mejorar la narración periodística con ayuda de la ficción son la investigación profunda y el compromiso del ser completo del periodista. El primero se refiere a la metodología durante el trabajo de campo y el segundo a la vocación y a la ética.

Inmersión es el término escogido por Norman Sims3 para nombrar un trabajo de campo que se mueve en las aguas del periodismo y de la etnografía. A la inmersión se llega por un deseo incontenible de saber todo sobre un tema, y de ella se sale cuando las pistas llevan al periodista sobre fuentes ya conocidas o datos ya confirmados; cuando el reportero siente que debe romper el círculo vicioso al que ha llegado su trabajo y acepta que es hora de escribir.

Juan José Hoyos define la técnica de la recolección de información para lograr una narración periodística con una frase sentenciosa: la inmersión es el único camino para encontrar una historia. Ir al sitio de los hechos, conocer al detalle ese lugar —Germán Castro Cay­cedo recomienda contemplar por lo menos un anoche­cer y un amanecer en el escenario de la historia—, encontrar la historia que permitirá narrar la situación, acercarse afectuosamente a los personajes con la intención de preguntar y volver a preguntar cuando las dudas apa­rezcan, leer en los documentos evidencias de los antecedentes, construir el contexto interpretativo, exponerse en cuerpo y alma al acontecimiento con el fin de comprenderlo; en síntesis, en palabras de Juan José Ho­yos, el periodista debe “ir al mundo con el corazón abierto” para obtener el poder de narrar la vida en toda su complejidad.

Narrar en el periodismo es el arte de construir versiones de los sucesos del mundo exterior a partir de un juego de equilibrio entre la memoria y la voz de los testigos, los datos dormidos en los documentos, los signos alojados en los contextos, y la mirada contemplativa, creativa, reflexiva y comprometida del autor. Así, el perfil del periodista narrador se delinea en torno a su condición de autor, denominación que supone una nueva complejidad epistemológica para quien ha sido considerado el simple ejecutor del oficio de informar.

Las voces que se unen en la construcción de una teoría de la narración periodística se levantan con diferentes tonos. Tomás Eloy Martínez, periodista y escritor argentino, dice que

el periodismo encuentra su sistema actual de representación y la verdad de su lenguaje en el momento que se impone una nueva ética. Según esta ética, el periodista no es un agente pasivo que observa la realidad y la comunica […] es una voz a través de la cual se puede pensar la realidad, reconocer las emociones y las tensiones secretas de la realidad, entender el por qué y el para qué y el cómo de las cosas con el deslumbramiento de quien las está viendo por primera vez.4

La fuerza incontenible de la narración periodística, expresada con las palabras de Tomás Eloy Martínez, cobra vida en un texto suyo titulado con simpleza sorprendente. “Los sobrevivientes de la bomba atómica”5 es un reportaje revelador y conmovedor construido a partir de los relatos de quienes prefieren creer que un destello cegador destruyó a Hiroshima. El peso de los datos, la riqueza de fuentes, la simbología de los testimonios, la delicada presencia del autor, la denuncia sutil de la atrocidad, provocan tal conmoción que a todos los lectores les cambia la percepción de la historia.

Mark Kramer, periodista y escritor estadounidense, prefigura un papel de mediación para la narración periodística al decir que

si bien no es un antídoto contra la confusión, por lo menos sí une las experiencias cotidianas, incluyendo las emo­tivas, con la increíble plenitud de información que puede aplicarse a la experiencia. El periodismo literario aúna la frialdad de los hechos con sucesos personales, bajo la compañía humana del autor.6

Según las líneas de Kramer, las crónicas, los perfiles, las entrevistas, los reportajes son dispositivos intelectuales y estéticos contra la complejidad, la soledad y el olvido. En “Los muertos fuimos cinco”,7 Juan José Hoyos reconstruye el “asesinato y resurrección” de un campesino que se cree muerto después de que masacran a sus compañeros y a él le cortan la cabeza. La crónica, publicada en uno de los grandes diarios colombianos, se convirtió en la respuesta a qué significaba la violencia sobre el cuerpo y la mente de los colombianos; a cómo se ejercía una crueldad mostrada, hasta entonces, en cifras; a por qué ningún hecho abominable debe cubrirse con la indiferencia, perfecta antecesora de la impunidad.

La dimensión política de la narración periodística se descubre en los pliegues de un discurso que, lejos de las arengas y cerca de las metáforas, logra sacar a la luz una invencible polifonía. “Incluso diría —escribe Kramer— que hay un algo intrínsecamente político, y profundamente democrático, en el periodismo literario: un fondo pluralista, a favor del individuo, en contra de la hipocresía de las élites”.8

La fidelidad del periodista narrador con el lector implica responsabilidades éticas y estéticas que lo comprometen a plenitud. Tomás Eloy Martínez recuerda que

en cada una de sus crónicas, aun en aquellas que nacieron bajo el apremio de la hora de cierre, los maestros de la literatura Latinoamericana comprometieron el propio ser tan a fondo como en el más decisivo de sus libros. Sabían que si traicionaban a la palabra hasta en el más anónimo de los boletines de prensa, estaban traicionando lo mejor de sí mismos. Un hombre no puede dividirse entre el poeta que busca la expresión justa de nueve a doce de la noche y el gacetillero indolente que deja caer las palabras sobre las mesas de redacción como si fueran granos de maíz. El compromiso con la palabra es a tiempo completo, a vida completa.9

La ética del periodista narrador, según Juan José Hoyos, se sintetiza así: respeto a la intimidad, búsqueda de la verdad, identificación de los detalles, selección crítica y plural de las fuentes, comprensión de la historia, investigación, buena prosa, independencia, distancia y responsabilidad. Tomás Eloy Martínez sentencia: “El periodismo no es un circo para exhibirse, sino un instrumento para pensar, para crear, para ayudar al hombre en su eterno combate por una vida más digna y menos injusta”.10

III

La caricia del maestro ha llegado en forma de letras negras y redondas, como sabe él que nos gustan. Su voz nos trae las aventuras apasionantes del reportero que era cuando desafiaba ríos y selvas en busca de historias. Sus letras se entrelazan ahora para desentrañar las respuestas que hemos esperado durante años. La reflexión sobre lo vivido como periodista y escritor nos sorprende ahora, como nos asombraban los relatos en primera persona de sus correrías.

El reencuentro comenzará en las primeras páginas de este libro donde Juan José Hoyos se compromete con la distinción elemental entre periodismo informativo y periodismo narrativo, y marca los límites entre periodismo y literatura, como queriendo advertirnos de las implicaciones de cruzar una peligrosa línea fronteriza.

Las respuestas también toman el camino del trabajo de campo y allí aparece la hermandad ancestral entre periodismo y etnografía. Con la inmersión, Juan José Hoyos explora los problemas de la representación y del tiempo, de los órdenes de la memoria, de la cronología y de la exposición.

La preocupación por la narrativa periodística viene acompañada por Aristóteles y su Poética. Así el libro nos lleva por los senderos de la significación, la intensidad y la tensión; de los modos de narrar; del manejo de los tiempos del relato, y de la creación de simbolismos.

Antes de despedirse, Juan José Hoyos habla de la formación de los narradores, asunto al que ha dedicado la mitad de su vida, y hace el último llamado: el periodista escritor define su línea de comportamiento frente a los hechos, los personajes, la escritura misma y los lectores. En esa encrucijada, el periodista narrador se juega la vida minuto a minuto. Juan José Hoyos sabe que la técnica para caminar sobre la cuerda floja se aprende después de años de práctica; por eso hoy, como hace años, nos abraza, nos libera y nos manda a recorrer el mundo y el alfabeto con su libro bajo el brazo.

Patricia Nieto

1Germán Castro Caycedo, Colombia amarga, Carlos Valencia Editores, Bogotá, 1982.

2Timothy Gorton Ash, “La verdad es otro país”, El Malpensante, No. 43, Bogotá, diciembre de 2002, p. 68.

3Norman Sims, Los periodistas literarios o el arte del reportaje personal, Áncora, Bogotá, 1991.

4Tomás Eloy Martínez, “Defensa de la utopía”, discurso ofrecido en el Seminario Taller Situaciones de crisis en medios impresos, Bogotá, marzo de 1996, p. 2.

5Ibíd., “Los sobreviviente de la bomba atómica”, en: Lugar común la muerte, Planeta, Buenos Aires, 1998, p. 189.

6Mark Kramer, “Reglas quebrantables para los periodistas literarios”, El Malpensante, No. 32, Bogotá, agosto-septiembre de 2001, p. 85.

7Juan José Hoyos, Sentir que es un soplo la vida, Editorial Universidad de Antioquia, Medellín, 1994, p. 145.

8Mark Kramer, Op. cit., p. 85

9Tomás Eloy Martínez, “Defensa de la utopía”, Op. cit., p. 2.

10Ibíd., p. 6.

Primera parte. Periodismo y narración

1. Dos modos de contar: el estilo informativo y el estilo narrativo

El hecho principal es el mismo: la llegada del primer hombre a la Luna en la fecha ya lejana del 21 de julio de 1969. El lugar en que están situados los reporteros también es el mismo: el auditorio destinado a la prensa en el Centro Espacial de Houston, abarrotado de periodistas de todo el mundo. Los autores de los relatos son dos veteranos del oficio: el periodista estadounidense Al Rossiter Jr., de la agencia de noticias United Press International, y la periodista italiana Oriana Fallaci, enviada especial de la revista L’Europeo. Sin embargo, los materiales que ambos escribieron sobre este acontecimiento que sacudió al mundo difieren no sólo en la extensión y el estilo, sino en el orden del relato, los detalles, la profundidad, el tono y el punto de vista.

Cuando uno los lee más de treinta años después de haber sido publicados, tiene la tentación de pensar que los dos periodistas se hallaban en lugares distintos y tenían acceso a fuentes diferentes de información. Sin embargo, ambos se mantuvieron durante muchas horas pendientes de la gigantesca pantalla de televisión que retransmitía los episodios decisivos de la operación de alunizaje realizada por los astronautas de la NASA y tomando notas en sus libretas de apuntes. Los días de más intenso trabajo fueron el 20 y el 21 de julio, fechas críticas de la misión. Muy posiblemente también ambos periodistas escucharon los lamentos del redactor que iba y venía como un loco por la sala de prensa diciendo: “No sé escribir esto; no sé escribirlo. No es una historia de periodistas; haría falta un Homero”.

Pocas horas después de que el módulo lunar Águila descendiera sobre la Luna conducido por los astronautas Neil Armstrong y Edwin Aldrin, miles de periódicos de todo el mundo publicaron la noticia escrita por Rossiter y despachada a sus afiliados por la agencia United Press International desde Estados Unidos:

Centro Espacial de Houston, julio 21 (UPI). Los astronautas Neil Armstrong y Edwin Aldrin coronaron hoy lunes con rotundo éxito la más audaz empresa espacial jamás intentada por el hombre, permaneciendo dos horas y diez minutos en la superficie de la Luna en un “gigantesco salto” hacia la conquista del universo.

Armstrong, un ingeniero civil de 38 años, fue el primer hombre en posar sus pies en la faz del satélite natural de la tierra a las 9.56.20 (hora de Colombia), y regresó al interior de su módulo lunar a las 12.09.32 a.m., tras su portentosa hazaña.

Aldrin lo había precedido en la marcha ascendente por la escalera de aluminio hacia el módulo y tan pronto como el comandante de la expedición traspuso la escotilla, esta fue cerrada y comenzó a aumentarse la presión interna de la cabina para que los exploradores lunares pudieran quitarse los pesados uniformes espaciales que les habían permitido vivir en el hostil y prohibido ambiente del satélite durante aproximadamente 130 minutos.

Durante ese período, los dos hombres que se reclamaron representantes de toda la humanidad amante de la paz, caminaron y trabajaron casi sin interrupción, mientras millones de personas seguían sus movimientos, merced a una transmisión de televisión “en vivo”.

Ambos “saltaron como canguros” para demostrar las maravillas de que son capaces los músculos de los humanos en la superficie del satélite, cuya gravedad es apenas un sexto de la terrestre; realizaron experimentos científicos, recogieron muestras del terreno lunar e izaron una bandera de los Estados Unidos y hablaron por teléfono con el presidente de su país, Richard M. Nixon, quien los aplaudió por haber compartido con todos los pueblos de la tierra un “momento sin parangón”.

Armstrong y Aldrin llegaron a la superficie lunar a bordo del vehículo de alunizaje “Águila” a las 4.17.45 p.m. (20.17.45 GMT) del domingo, después de haber completado todas las maniobras de acceso a la meta con la misma perfección con que desarrollaron su impecable vuelo desde la tierra.1 

En términos parecidos y con relatos ordenados de un modo similar, otras agencias internacionales de noticias —como la Associated Press, la France Press y Reuter— registraron la llegada a la Luna de la primera nave espacial tripulada por seres humanos.

Fieles al estilo consagrado por las agencias a lo largo del siglo XX, en todos esos despachos había varias cosas en común. El acontecimiento principal estaba resumido en las primeras líneas. Los relatos empleaban un lenguaje preciso, estaban narrados en pocas palabras y tenían un estilo directo y un tono impersonal. Ninguno incluía material distinto a los detalles esenciales. Muy pocos agregaban elementos significativos de drama o suspenso, tal vez con la excepción de las palabras pronunciadas con voz temblorosa por el comandante de la operación, Neil Armstrong, cuando bajó del módulo y pisó la Luna.

Dos años después, Oriana Fallaci, quien ya se había hecho famosa por sus reportajes sobre Vietnam y por sus entrevistas con jefes de Estado y dirigentes políticos de todo el mundo, narró de este modo los mismos hechos en las páginas del semanario L’Europeo:

Había pasado aquella última noche durante la cual ni siquiera Armstrong, Aldrin y Collins pudieron dormir bien y se adormilaron poco más de unascuatro horas —según los datosproporcionados por los cerebros electrónicos que a bordo le relataban todo al centro de control—, la noche del sábado, 19 de julio, y domingo, 20 de julio. Los tres astronautas se habían despertado a las cinco de la mañana, hora de Houston, después de haber orbitado la otra cara de la Luna, e inmediatamente empezó el diálogo técnico, parámetros, trayectorias y constantes, conducido por el “Capsule Communicator”, que, por el momento, era el astronauta Ron Evans; y después de aquel diálogo siguió la lectura de las noticias terrestres, acogida con frialdad casi malhumorada. “Buzz, tu hijo Andy ha estado ayer en la NASA por la tarde, y su tío Bob le ha llevado también a visitar el laborato...”. “Gracias”, le interrumpió secamente Aldrin. Ninguna noticia parecía interesarle, divertirle, conmoverle; ni siquiera la noticia de que en todas las iglesias del mundo se rogaba por ellos y de que Nixon había ordenado una función especial en la Casa Blanca, o de que su equipo preferido de baseball, la National League, se disponía a jugar en Washington con la American League, o de que el título de Miss Universo había sido ganado por una filipina de dieciocho años, venciendo a Miss Finlandia y a Miss Australia. Se había descongelado un poco solamente cuando Ron Evans contó la leyenda de Ghan Go. “Atentos: la muchacha es china y se llama Ghan Go. Vive en la Luna desde hace cuatro mil años; robó a su marido la píldora de la inmortalidad. Es fácil encontrarla, porque está siempre con un gran conejo entre los brazos, a la sombra del árbol de la canela”. Con su voz de piedra, Aldrin había respondido: “Okey, Ron. Trataremos de encontrar a la chica del conejo”.2 

Desde el primer párrafo puede notarse un orden del relato muy distinto del primero: no hay ninguna mención del acontecimiento principal, el alunizaje. Oriana Fallaci empieza a contar la historia en un orden que podríamos llamar cronológico: los hechos que anteceden al descenso de los astronautas se narran primero. El narrador no presenta de una vez los datos esenciales. Interesan más detalles que parecen accesorios, como las dificultades de sueño de los astronautas, la hora en que fueron despertados, su estado de ánimo, el ambiente en el Centro Espacial de Houston. Luego podría decirse que desciende al terreno de las banalidades para hablar de un partido de baseball, el concurso de Miss Universo, un viejo cuento chino y la visita de algunos familiares de los astronautas al centro espacial.

El relato continúa ocupándose de detalles que podríamos llamar secundarios, como si estuviera eludiendo el hecho principal, y pasa a describir el ambiente que se vivía en el país ese día:

Había llegado el domingo, que no era un domingo como los demás, esto es, despreocupado, relajado, festivo. A las ocho, en lugar de los habituales programas de Quiz, la televisión había empezado servicios especiales que daban la imagen de nuestra galaxia, de la vía Láctea, de nuestro sistema solar, mientras que una voz leía el Génesis: “Y en el principio, Dios creó el Cielo y la Tierra. Y la Tierra estaba vacía y sin forma. Y las tinieblas estaban suspendidas sobre el Cielo y la Tierra...”.Por lo demás, muchos citaban aquella mañana el Génesis, sacerdotes católicos y sacerdotes presbiterianos, metodistas, episcopalianos. En Houston las iglesias estaban llenas; empleados de la NASA, científicos, astronautas. Hubo un instante en que la tecnología para infundir a los hombres confianza en sí mismos, y su sabiduría se deshacía en debilidad. Los veíais entrar y salir de las iglesias a aquellos hombres compungidos, tensos por la preocupación. La angustia se había agravado por un cielo lívido que presagiaba lluvia, y hacia el mediodía cayó un chaparrón rabioso de mal augurio. Nadie se sentía optimista, tranquilo. En el edificio en donde la NASA albergaba la sala de la prensa, los periodistas paseaban impacientes. Uno repetía: “No sé escribir esto; no sé escribirlo. No es una historia de periodistas; haría falta un Homero”.

El párrafo se convierte en una maniobra sutil del narrador para agregarle ecos religiosos y épicos a la misión de los astronautas, de la cual están pendientes millones de personas. También para hablar del tiempo y de pasada darle un marco al ambiente. Más adelante, el foco de la narración cambia para ocuparse de las esposas de los miembros de la tripulación del Apolo XI:

En la ciudad, las únicas personas que mostraban serenidad eran las mujeres de Armstrong, Aldrin y Collins. Adiestradas por sus maridos —la Luna es una conquista normal de la técnica—, llegaron a aquel día con la preocupación principal de aparecer graciosas en la televisión, y una de ellas, la mujer de Aldrin, hizo con tal propósito una cura de adelgazamiento. Gracias a esa cura pudo exhibirse en traje de baño en la orilla de su piscina, ofreciéndose a la multitud y a las máquinas tomavistas de la CBS, ante las cuales bromeó, sonrió y explicó que los tres hombres alunizarían y volverían. Cosa de la cual, ni siquiera Von Braun estaba seguro. En la última conferencia de prensa se le había escapado la frase: “Somos lo bastante maduros para soportar si la misión no llega a consumarse”.En la cafetería de la NASA, a donde había bajado para tomar un bocadillo, mezclado con la multitud, Von Braun había aparecido sombrío y se había negado a firmar una fotografía del Saturno.

En este punto, el relato de Oriana Fallaci da un nuevo giro, para ocuparse otra vez de los hechos principales: los astronautas y su actividad allá lejos, en el espacio, a miles de kilómetros de Houston. También, para juzgar su comportamiento y repasar algunos antecedentes políticos del proyecto:

Y así llegamos a la tarde fatal, a aquella en que dos hombres de nuestro planeta iban a intentar el desembarco en la Luna. Eran dos hombres a quienes nadie había elegido porque fueran mejores que los otros, y su único mérito consistía en ser buenos pilotos, pero no mejores que los otros. Humanamente no valían gran cosa. Faltos de fantasía y de humildad, antes de la partida se habían mostrado arrogantes y durante el vuelo no se habían hecho simpáticos. Nunca una frase dictada por el corazón, ni una palabra de broma, ni una observación genial. Habían visto la Tierra, que se alejaba a centenares de miles de kilómetros y ese privilegio se había convertido en una árida lección de Geografía: “Veo a la derecha la península del Yucatán, a la izquierda, Florida...”. Alguien los había definido como la unmanned crew, la tripulación sin hombre; unmanned es el términoque se usa para lasastronaves que no llevan personas a bordo. Amargada y desilusionada por su silencio, yoles perdonaba sólo sabiendo que tenían miedo; pero ni aun eso siquiera bastaba como para quererlos mientras la hora se acercaba. La hora era entre las tres y las tres y media. Aquellas dos máquinas extraordinarias llamadas LEM y Cápsula Apolo se habían separado ya. El Apolo orbitaba la Luna con Mike Collins;elLEM descendía al Mar de la Tranquilidad con Armstrong y Aldrin. Pero no se llamaban ya Apolo ni LEM. Al primero lo habían rebautizado con el nombre de Columbia, el nombre del cohete de Julio Verne; al segundo le llamaron Eagle, esto es, Águila; símbolo amado de los militares. En el distintivo que fue encargado por los tres se veía un águila que desciende con las alas desplegadas y las garras extendidas entre los cráteres de la Luna. Observándolo, algunos habían recordado que el empeño de desembarcar en la Luna dentro de la década del sesenta al setenta fue asumido por Kennedy después de la crisis de Cuba, esto es, después de la Bahía Cochinos, con propósitos rigurosamente políticos. Había necesidad de una gran empresa que devolviera el prestigio y el respeto a los Estados Unidos, y la Luna había parecido como la solución más fácil y clamorosa. El propio Johnson lo confirmó en una emisión televisada.

Una de las características más prominentes del relato de Oriana Fallaci tal vez sea su manejo del tiempo: con una lentitud pasmosa para un reportero de una agencia de noticias, ella cuenta minuto a minuto lo que sucede tanto en el espacio como en el auditorio de Houston. Cuando se aproxima la hora del alunizaje, el giro de su historia es casi dramático:

Luego, de golpe se hicieron las tres de la tarde. De golpe, como si para este viaje, que habíamos esperado durante años, no estuviéramos todavía preparados. ¿Saben ustedes?: era como cuando nace un niño y durante nueve meses se le ve crecer en el vientre: se sabe que tendrá que salir del vientre, pero llega el momento y te gana una especie de sorpresa, de pánico. Nace el niño y, apenas nacido, te das cuenta de que no estamos preparados para recibirlo. No sucedió nada extraordinario que nos pusiera en guardia. No sonó una campanilla, no graznó un micrófono para decirnos que eran las tres; quizá no miramos siquiera el reloj. Pero, de improviso, nos dimos cuenta de que la hora había llegado y todo cambió. No nos importó ya nada que la Luna representara un vulgar objetivo político. No nos importó ya que los dos hombres elegidos por casualidad fuesen antipáticos. La Luna se convirtió en algo religioso y los dos hombres se convirtieron en algo sagrado, símbolo de todos nosotros, vivos o muertos, buenos o malos, estúpidos o inteligentes, de todos nosotros que, peces, buscamos siempre otras playas sin saber por qué. Todo pasó como un estremecimiento, el mismo que en aquel instante sentía cualquiera que escuchase una radio del mundo o se sentara ante un aparato de televisión, o supiera lo que estaba sucediendo. Las máquinas tomavistas de la televisión estaban apuntadas sobre el centro de control en donde se dirigían las operaciones de vuelo. El centro de control enloqueció y al través de un cristal apareció Von Braun, con la cabeza inclinada y los brazos cruzados como si rezase. En las mesas, con los monitores y los cerebros electrónicos, los ingenieros, los astronautas y los técnicos se acomodaron mejor sus auriculares. Ron Evans se levantó y dejó el sitio a Charlie Duke. Junto a Charlie Duke sólo estaba Pete Conrad, el comandante del próximo viaje a la Luna en noviembre. Inmóviles los dos, tensos. En la sala de la prensa, en cambio, se redobló el escándalo, el movimiento de sillas, el sonido de los teléfonos, el latido de los teletipos, los gritos histéricos. Quién llamaba a Tokio, quién a Berlín, quién a Roma, quién a Praga, quién a Rio de Janeiro. ¡Press Emergency. Press Emergency Call! ¡Llamada de prensa de emergencia! O bien: “¡El cable, el cable!”. Otros se escaparon hacia el auditórium.

El lugar desde donde narra lo que están viendo sus ojos aterrados, que para el reportero de la UPI sólo sirvió como un simple dato para fechar su despacho, también ocupa la atención de Oriana Fallaci. Así describe ella el ambiente que la rodea:

Este auditórium es inmenso y en él hay una pantalla que es enorme, de 4 por 6. Se hizo la oscuridad, se encendió la pantalla, y no apareció nada para el que no estuviese enterado; pero apareció algo para el que lo estuviese: los números de la cuenta atrás. Las horas, los minutos, los segundos. Las horas eran ahora cero, los minutos y los segundos pasaban sin darte tiempo para leerlos. Manchas luminosas, temblorosas como nuestras manos y nuestras rodillas. Y el auditórium se quedó en silencio: luego, se oyó una voz que era la de Charlie Duke y otra voz que era la voz de Armstrong. Llegaba acompañada por silbidos, susurros a cuatrocientos mil kilómetros, allá en el cosmos; pero se le entendía todo lo que decía. Y aquel diálogo, ¡Dios mío!, aquel diálogo, nosotros, que lo oímos, nunca lo olvidaremos. Nos quedamos muy conmovidos después, viéndole salir del LEM y caminar sobre la Luna. Pero nunca como en aquellos diez minutos o diez segundos que precedieron al alunizaje. Si preguntas a quien estuvo: “¿Has llorado más en el momento en que Armstrong puso el pie en la Luna o en el momento en que el LEM se posó?” la respuesta es idéntica: “En el momento en que el LEM se posó”.Las tres y diecisiete minutos y cuarenta segundos del día 20 de julio de 1969, hora de Houston. ¿Queremos volver a escuchar los últimos catorce segundos antes de que aquel niño naciera?

Utilizando un procedimiento narrativo más propio de los relatos de ficción que de las noticias, Oriana Fa­llaci no duda un solo momento en registrar el diálogo completo entre los técnicos del centro espacial y los astronautas en el momento del descenso a la Luna, incluyendo detalles minuciosos como algunos datos técnicos de la operación, que aunque a primera vista no hacen falta, le agregan a la historia un alto grado de verosimilitud, ya que el lector siente que está presenciando en primera fila la maniobra de acercamiento a la Luna:

CHARLIE DUKE. Águila, aquí Houston. Todo dispuesto para el alunizaje. Cierro.

NEIL ARMSTRONG. Roger. Comprendido. Dispuesto para el alunizaje.

CH. D. Roger.

A. Alarma 12.12.01.

CH. D. 12,01.

A. Estamos dispuestos. ¿Estáis ahí dispuestos? 2.000 pies en la AGS. 47º.

CH. D. Roger. Comprendido.

A. 47º.

CH. D. Águila, sois perfectos. Estáis en el go. ¡Go!

A. 35... 750, descendemos ya a 23º; 700 pies 21 y más. 36º, 600 pies, ya a 19; 540 pies. Ya a 30º... y a 15; 400 pies, ya a 9... 8; adelante; 350, ya a 4; 330, ya a 3 y medio. La aguja está tensa en la velocidad horizontal... 300 pies, ya a 3 y medio... Abajo 1, al minuto. 1, 1 y medio abajo... Veo nuestra sombra ahí abajo... 50, ya a 2.2 y medio, 19, adelante. Altitud, velocidad 3 y medio, ya, 220 pies. 13, adelante... 11, adelante. Altitud, velocidad 3 y medio, ya, 220 pies. 13, adelante... 11, adelante... desciende muy bien, bien. 200 pies, 4 y medio y más. 5 y medio y más. 170. 6 y medio y más. 5 y medio y más. 9, adelante. 5 por ciento. Cantidad luz. 705 pies, todo va bien. Ya a mitad, 6...

CH. D. 60 segundos, Neil.

A. Luces encendidas. Abajo a 2. 2 y medio. Adelante Bien. 10 pies. Más bajo a 2 y medio... Estamos levantando polvo... 30 pies... 2 y medio,... Hay una sombra débil. 4 adelante... 4 adelante, estamos inclinándonos un poco a la derecha... 6 abajo.

CH. D. 30 segundos, Neil.

A. Adelante... Estamos inclinándonos a la derecha... Contacto luz. Okey. Cierro los motores. Cierro el control automático. Cierro el motor de descenso. Motores cerrados. Estamos en el 413.

CH. D. Te leemos, Neil.

A. Houston. Aquí Base de la Tranquilidad. El Águila ha alunizado.

CH. D. Roger. Te leemos desde Tierra, Tranquilidad. Hay un montón de tipos que se estaban poniendo morados. Pero respiramos de nuevo. Gracias infinitas.

Después de seguir paso a paso el alunizaje como si fuera una película, en el fragmento siguiente el foco de la narración vuelve a cambiar para descender otra vez al centro espacial, donde las maniobras de los astronautas son seguidas segundo a segundo por miles de técnicos, ingenieros y periodistas:

En el auditórium y también en el centro de control, las palabras de Charlie Duke no las oyó nadie. Porque, después del mensaje de Armstrong: “Aquí. Base de la Tranquilidad, el Águila ha alunizado”, se rompió y subió al cielo un aplauso que fue el aplauso más fragoroso y más largo que he oído nunca y, junto con el aplauso, un concierto de sollozos, gritos, exclamaciones en que el alivio se unía al júbilo, la alegría al estupor, el estupor al orgullo, y esto no sólo en el auditórium, sino en los corredores, en las cabinas de radio, en las salas de los teletipos, en los despachos, en el propio centro de control, en donde me dicen que Von Braun lloró como un niño. Y lloraba Wally Schirra y muchos de los astronautas y los directores de vuelo.3 

Luego de describir en forma minuciosa las expresiones de júbilo de los técnicos en el centro espacial, el relato regresa al espacio, donde los astronautas se preparan para salir del LEM y descender a la superficie de la Luna. Esta vez la maniobra también es descrita paso a paso. Y las voces de la tripulación y de los ingenieros de Houston que dan las instrucciones a los astronautas van y vienen por el espacio.

Hay varios focos sucesivos de tensión: primero, la descripción del paisaje arenoso que los astronautas ven desde el módulo de alunizaje; los colores y las formas de las cosas que observan a su alrededor; luego, la apertura del módulo; el descenso de Armstrong; sus primeras palabras; la primera caminata por la Luna; el descenso de Aldrin; sus diálogos con Armstrong hablando de la belleza que tiene el lugar; la izada de la bandera de Estados Unidos sobre la superficie lunar; la implantación de varios aparatos científicos; la recolección de muestras del suelo; el diálogo con el presidente Richard Nixon. Por momentos, el relato cambia de plano para ocuparse de la soledad del tercer astronauta, Mike Collins, quien permanece en la nave Apolo dando vueltas sucesivas alrededor de la Luna y esperando el regreso a bordo de sus dos compañeros. Cuando se adentra en la cara oculta del satélite, Collins pierde todo contacto no sólo con el Centro Espacial de Houston y el resto de la Tierra sino también con sus compañeros de misión. En uno de sus regresos dice que se siente “tan solo como Adán”.

La mayor parte del relato está construido en forma de escenas. La voz de Armstrong cuenta lo que sucede en la superficie de la Luna, la voz del ingeniero del centro espacial le recuerda en forma minuciosa las instrucciones, la voz de Collins desde la nave Apolo pregunta “qué sucede ahí abajo” mientras sigue dando vueltas...

Después del descenso y la caminata de Armstrong, los astronautas regresan al LEM cuando ya están a punto de agotarse sus reservas de oxígeno. El drama vuelve a ser intenso una vez llega la hora del despegue del módulo lunar. Como en la primera parte del relato, Oriana Fallaci acude de nuevo al método de alternar la narración y el diálogo:

Y la hora difícil, la hora más difícil, llegó. La hora en que dos toneladas y media de carburante comenzaron a arder en el motor de espera del LEM y lo impulsaron hacia lo alto a una velocidad de 6.068 pies segundo, hasta llevarlo a 60.000 pies de la superficie lunar, ponerlo en órbita y hacer que se enganchara con la astronave de Collins, iniciando el largo viaje de retorno a la Tierra. Ahora todos lo podían oír: los misterios habían acabado y las voces eran límpidas mientras los números de la cuenta atrás se veían veloces en el monitor.

RON EVANS. Tranquilidad, os faltan diez minutos y todo va bien. Podéis insertar el módulo automático.

BUZZ ALDRIN. Puedes dar marcha. Inserto módulo automático.

NEIL ARMSTRONG. Las dos baterías E D están en el “go”. Cierro.

RON EVANS. Neil, te leo en el U H F, y tienes aspecto de estar a gusto.

NEIL ARMSTRONG. Sí, señor, la cosa no podría ir mejor.

RON EVANS. Tranquilidad, aquí, Houston. Menos dos minutos, si todo va bien.

ALDRIN. Controlad la dirección deguía en el A G S. Cierro.

ARMSTRONG. Todas las señales de navegación están en el “go”. Cierro.

RON EVANS. Aquí, Houston. Tranquilidad, menos cincuenta segundos. Pronto para el encendido. Cierro.

ALDRIN. Adelante, ocho, siete, seis, cinco, cuatro. Motor de encen­dido conectado. Tres, dos, uno. Enciendo. Arriba. Ahí está nuestro cráter.

ARMSTRONG. Mil pies, dos mil. Dos mil doscientos. Tres mil. Lo hemos conseguido.

RON EVANS. Dios mío, te doy gracias. El mundo entero, muchachos, os estaba tirando para arriba. Dios mío, te doy gracias.

El relato concluye con este párrafo:

Más tarde, el médico de vuelo nos dijo que las pulsaciones de Aldrin eran un poco altas; pero las de Armstrong habían permanecido rigurosa­mente quietas en ochenta. Más tarde nos dijeron que Ron Evans estaba bañado en sudor y presa de un temblor convulso, y con él Pete Conrad, su tripulación, Von Braun y también Chris Craft, y muchos otros. Más tarde nos dijeron que es más peligroso despegar con un avión de línea de los aeropuertos de Roma o de Nueva York que con el LEM de la Luna; y a las cuatro y treinta y cinco de la tarde nos dijeron que ni siquiera el docking con el Apolo había presentado problemas. Estaban volviendo a casa. Y eso fue todo. Así, tan sencillo. ¿Será en adelante tan sencillo nuestro destino?

Si comparamos la noticia de la United Press con la historia de la llegada a la Luna contada por Oriana Fallaci, una de las diferencias que se pueden notar a primera vista está relacionada con el tiempo. En la noticia, el tiempo es un dato, nada más: una hora, una fecha: 20.17.45 GMT del 21 de julio. El tiempo transcurrido en la Luna es otro dato: ciento treinta minutos. En cambio en el reportaje de Oriana Fallaci el tiempo hace parte de la historia, del tejido narrativo. Es una especie de secuencia. Los planos van apareciendo ante nuestros ojos uno tras otro. Sentimos que el tiempo pasa. O que se detiene, en los momentos culminantes de la acción.

Esta es una de las diferencias principales entre el estilo informativo y el estilo narrativo. El discurso del primero destruye el orden cronológico. Lo invierte. Lo resume. Lo más importante va al comienzo, así haya ocurrido después. En este caso, el alunizaje constituye materia narrativa del primer párrafo. No hay antecedentes ni detalles del descenso. Además, el tiempo se convierte en simples números. No lo sentimos pasar. En el discurso de estilo narrativo, el orden cronológico se mantiene, y cuando algún relato secundario empieza a diluirlo, el narrador se detiene y lo reconstruye. Las escenas van sucediéndose una tras otra, como en una espiral, regidas por un reloj que siempre está ahí, a veces visible, a veces invisible.

Por este motivo, en el reportaje de Oriana Fallaci el lector sigue minuto a minuto la maniobra de descenso. El tiempo del relato, por una especie de misterio contenido en el trasfondo de la narración, parece coincidir con el tiempo de la realidad. Esto provoca una sensación profunda de verosimilitud.

Este manejo del tiempo, a su vez, crea en el discurso narrativo una tensión que no existe en el discurso informativo. Cuando se lee el reportaje de Oriana Fallaci, donde un hecho está narrado enseguida de otro, el lector siempre se pregunta: ¿qué va a suceder después? Y la pregunta produce una especie de suspensión de la atención que lleva al lector a seguir la narración detalle a detalle, incluso en pasajes donde la comprensión del texto se dificulta un poco por los datos técnicos que se incluyen. Esa suspensión de la atención está gobernada por la existencia de una trama: un ordenamiento de los hechos en el que estos van siendo entregados al lector en una forma dosificada, como pasa de un cono a otro el polvillo en un reloj de arena. Y en el ordenamiento se pueden hallar uno o varios clímax: momentos en los que la atención del lector se suspende.

Esta dosificación de la información, este ordenamiento de los hechos en forma creciente, estos clímax, muy rara vez aparecen en los textos informativos que, como la noticia de Al Rossiter, se escriben siguiendo casi siempre el esquema de la llamada “pirámide invertida” de estilo telegráfico: el hecho más importante va primero, los hechos secundarios van después. Un orden decreciente.

Pero los dos relatos difieren no sólo en el empleo del tiempo y en la tensión. También difieren en los detalles. En el despacho de la UPI casi todos desaparecen, con contadas excepciones: “Ambos ‘saltaron como canguros’ para demostrar las maravillas de que son capaces los músculos de los humanos en la superficie del satélite, cuya gravedad es apenas un sexto de la terrestre”. La precisión de las maniobras, descritas en forma minuciosa en el reportaje de Oriana Fallaci, se resume en el despacho noticioso con una fórmula general: “llegaron a la superficie lunar a bordo del vehículo de alunizaje ‘Águila’ [...] después de haber completado todas las maniobras de acceso a la meta con la misma perfección con que desarrollaron su impecable vuelo desde la Tierra”.

Una diferencia más: los protagonistas, que en el despacho noticioso simplemente son citados por sus nombres, en el reportaje de Oriana Fallaci se convierten en personajes de una historia en la que cada uno aparece con su propio talante: Armstrong, el comandante de la misión, es un piloto ambicioso, arrojado, frío, cuya voz, sin embargo, tiembla cuando va a poner el pie por primera vez sobre la Luna; Aldrin, su compañero, aparece como alguien con una voz de piedra que se limita a secundar a su jefe; Collins es un astronauta disciplinado que cumple las órdenes y sobrevuela el satélite mientras sus compañeros descienden sobre él: es uno de los pocos seres humanos que no pueden ver por la televisión todo aquello que está pasando allí y sin embargo dice: “No importa, no importa. Estoy igualmente contento”.

Al describir el carácter de cada uno, Oriana Fallaci emplea uno de los procedimientos narrativos más eficaces para fijar un personaje en la mente del lector sin tener que apelar a demasiadas palabras: el diálogo. Por eso, a través de los diálogos de los astronautas con el centro espacial y con sus propios compañeros, los lectores nos formamos una idea bastante precisa de la personalidad de cada uno de ellos. En el despacho de la UPI, en cambio, sólo se revela un dato personal de un tripulante: se nos dice que Armstrong es un ingeniero civil de treinta y ocho años. Nada más. De los otros dos pilotos apenas se mencionan sus nombres.

Otra diferencia entre los dos relatos tiene que ver con el tratamiento del espacio. En el despacho de la UPI son suprimidas por completo las descripciones del ambiente que se vivía en el Centro Espacial de Houston. El redactor de la noticia no recoge ni un grito de júbilo, ni una expresión de preocupación, entre los miles de personas que trabajan en tierra esa noche buscando el éxito de la misión. El paisaje lunar, por otra parte, apenas es presentado en forma breve como “el hostil y prohibido ambiente del satélite”. No hay ninguna otra alusión a rocas, cráteres, polvo, colores del paisaje que, en cambio, en el reportaje de Oriana Fallaci hacen parte de un largo diálogo en el que Armstrong describe a los ingenieros de Houston todo lo que ve a su alrededor cuando desciende a la superficie del satélite: “Es una superficie muy blanda y, sin embargo, acá y allá, usando del utensilio para recoger la muestra del suelo encuentro una superficie durísima. Parece un material idéntico al arenoso y, sin embargo, es muy cohesivo. Ahora puedo recoger también una piedra. Aquí tengo un par de piedras”.

La misma opacidad de la Luna observada desde la Tierra es descrita así por Oriana Fallaci: “En Houston no se veía la Luna aquella noche. Estaba cubierta de espesas nubes, nuevamente hinchadas de lluvia. Y en aquel cielo sin Luna, nuevamente hinchado con la lluvia, llegaron las ocho y media, que se hicieron pronto las nueve”.

Una diferencia más entre los dos relatos se da en el tratamiento de los diálogos. La noticia de Al Rossiter escrita para la UPI los suprime por completo en el despacho más importante, y sólo recoge como una cita, en un despacho posterior, las palabras de Armstrong: “Es un paso pequeño para el hombre y un salto gigantesco para la humanidad”. Oriana Fallaci, por el contrario, registra casi en su totalidad los diálogos de los astronautas con los ingenieros del Centro Espacial de Houston y los desarrollados entre ellos mismos. Con la materia de esos diálogos alimenta en buena parte su relato. De este modo logra no sólo dar al lector una impresión realista de lo que está sucediendo en la superficie de la Luna cuando Armstrong y Aldrin se pasean por ella, sino que lo convierte en un espectador privilegiado del acontecimiento, enterándolo minuto a minuto de cada palabra que entrecruzan. Así se narra, por ejemplo, la conversación que ambos sostienen cuando Armstrong guía a su compañero en el descenso de la nave a la superficie lunar. La voz de Aldrin dice:

—Okey, Neil, estoy en el primer escalón y puedo ver los platillos de las patas del LEM. Ahora estoy en el segundo escalón. Ahora en el tercero. Es muy sencillo descender.

ARMSTRONG. Sí, lo he encontrado muy cómodo, y también el caminar. También caminar es muy cómodo. Tienes que descender todavía tres pasos y luego el más grande.

ALDRIN. Okey... Dejo el pie donde está... Bajo el otro... Pongo la mano en un escalón. Ahora hago lo mismo con...

ARMSTRONG. Eso es... Bien. Baja... Baja un poco más el pie... Ya... Ya está... Ha sido un bonito salto, ¿eh? Casi tres pies.

Y Aldrin estaba en el suelo, lleno de exclamaciones gozosas.

—¡Hermoso, hermoso!

El diálogo está registrado en una forma tan realista y completa que él mismo sirve para contar la historia y para hacer avanzar los hechos en la narración.

Una nueva diferencia entre los dos relatos tiene que ver con los procedimientos narrativos, además del diálogo, empleados por los periodistas.

En la información de la UPI, como en casi todos los despachos noticiosos, se emplea únicamente el resumen. Varios párrafos de sumario enuncian los hechos principales: los dos astronautas concluyeron con éxito su maniobra de alunizar usando el LEM; ambos bajaron a la superficie de la Luna y permanecieron en ella por dos horas y diez minutos, tiempo durante el cual realizaron experimentos científicos, recogieron muestras del terreno, izaron la bandera de Estados Unidos y hablaron por teléfono con el presidente de su país; ambos regresaron al módulo lunar y cerraron la escotilla. Los lectores nos enteramos de todas esas acciones a través de la voz del narrador que resume los hechos.

El reportaje de Oriana Fallaci está narrado de un modo diferente. Desde el alunizaje hasta el despegue del módulo lunar, de regreso a la Tierra, cada hecho es mostrado en forma detallada al lector, como si estuviera sucediendo delante de sus ojos. Este procedimiento narrativo se conoce con el nombre de escenificación, o narración escena por escena: un método en el que el narrador parece desaparecer, para dejarnos enfrente de los hechos, como si estuviéramos presenciando una obra de teatro o viendo una película. Es, pues, un método narrativo de origen teatral.

Cuando hablan de estos dos procedimientos narrativos, los narratólogos explican que la narración escena por escena tiene el privilegio de contarnos las historias de un modo muy parecido al que los hombres usamos a diario para ver la realidad. La escena nos muestra esa realidad. El resumen, en cambio, es producto de una elaboración del narrador que nos habla, y que nos dice cosas de esa realidad.

En oposición al discurso narrativo de los reportajes, que en muchos de sus pasajes nos muestra la realidad escena por escena, el discurso informativo destruye las escenas, que son la forma natural en que percibimos la realidad, para resumir los hechos y solamente enunciarlos.

El empleo del punto de vista es otro de los procedimientos que diferencia el estilo informativo del estilo narrativo.

En el despacho de Al Rossiter, por ejemplo, hay un solo punto de vista: el del narrador objetivo, impersonal. Es el mismo punto de vista usado en casi todas las informaciones de las agencias internacionales de noticias. Este fue heredado del estilo telegráfico inventado por las primeras agencias de noticias en la década de 1850. En la base de aquel está la necesidad de producir un relato que pueda no sólo ser condensado al máximo sino ser publicado simultáneamente por periódicos de muy distintas tendencias políticas e ideológicas. Tal requerimiento impuso a los redactores de noticias la necesidad de adoptar en sus despachos noticiosos un punto de vista neutro, objetivo, y de emplear un tono frío e impersonal. El redactor se limitaba a relatar los hechos, filtrando sus emociones y absteniéndose por completo de emitir cualquier opinión. Y esto es lo que hace Rossiter: “Armstrong, un ingeniero civil de 38 años, fue el primer hombre en posar sus pies en la faz del satélite natural de la tierra a las 9.56.20”. Pocos adjetivos. Ninguna opinión. Sólo hechos, como aconsejan página tras página casi todos los manuales de estilo de los periódicos cuando están hablando de la redacción de noticias.

El reportaje de Oriana Fallaciconstituye, por el contrario, un relato en el que el punto de vista es el de un testigo que cuenta los acontecimientos en forma exaltada, con emoción:

En el curso de veinte minutos [Armstrong] había cobrado una confianza extraordinaria en sí mismo: se había habituado completamente a la Luna. Y nosotros con él. Ya no temblaba nadie. No había más temblores; no había más miedos. Al verle tan tranquilo olvidabas casi el espectáculo paradójico que tenía lugar allá arriba; te parecía que estabas en el cine, viendo un film de ciencia-ficción y poco a poco la película dejaba de impresionarte; te parecía normal, verosímil, obvia.

Por momentos, el narrador irrumpe en el relato para expresar sus propios sentimientos y opiniones, y los sen­timientos y las opiniones de los periodistas que están cubriendo el acontecimiento en el Centro Espacial de Houston:

Y alguien advirtió luego qué humillante es pensar que aquellos dos hombres escogidos para representar a todos los hombres fueron voluntarios en Corea, en donde habían arrojado quintales de bombas de napalm sobre aldeas indefensas. Alguien observó, finalmente, que en aquel momento, precisamente en aquel momento centenares de criaturas estaban muriendo en el Vietnam matadas por hombres que son muy valientes, muy inteligentes, muy valerosos, que saben ir al combate y a la Luna, desembarcar y caminar por ella y luego en la Tierra se matan como bestias. Sólo alguien, se entiende. En efecto, la mayoría de los norteamericanos sentados delante de la televisión apreciaron mucho la ocurrencia de Nixon y en el auditórium se pusieron en pie, aplaudiendo, con un aplauso más largo del que había estallado ocho horas antes, cuando el alunizaje.

Una última diferencia entre la información de la UPI y el reportaje de Oriana Fallaci tiene que ver con el contexto. En la primera, este es muy reducido, muy precario. Con excepción del dato sobre la edad y la profesión del astronauta Armstrong, no hay antecedentes de la vida de los protagonistas de la historia. Tampoco se hace mención alguna del lugar en el que el periodista obtiene los datos: el Centro Espacial de Houston. No se habla de la época, del proyecto de viaje a la Luna como un objetivo político trazado por el gobierno de Estados Unidos durante esa década, ni de la guerra de Vietnam. El contexto, en cambio, hace parte del relato de Oriana Fallaci de principio a fin: el lugar donde se obtienen las informaciones, el ambiente que rodea la operación, los protagonistas de esta con sus estados de ánimo y sus expresiones, las implicaciones políticas del proyecto y hasta el paisaje lunar. Todo expresado en un mismo espacio narrativo, como en un gran fresco construido a base de palabras.

Son, pues, muchas las diferencias que existen entre el estilo informativo empleado habitualmente en las noticias y el estilo narrativo usado en los reportajes, las crónicas, las entrevistas:

— El discurso noticioso destruye el orden cronológico, lo invierte. El discurso narrativo lo recompone, lo reconstruye, vuelve a crearlo.

— El discurso noticioso destruye la tensión y está diseñado para que el lector se entere de los hechos fundamentales en los primeros párrafos del relato. El discurso narrativo cuenta los hechos tal como sucedieron, uno tras otro, casi siempre en orden cronológico, dosificando la información, construyendo uno o varios clímax narrativos, creando tensión.

— El discurso informativo elimina los detalles que el periodista considera superfluos y se limita a narrar los hechos a grandes rasgos. El discurso narrativo acumula la mayor cantidad posible de detalles significativos y simbólicos, porque siempre los buenos narradores son conscientes de que, como lo dijo Stendhal, “en los detalles está la verdad”.

— En el discurso informativo no aparecen personajes, sino sólo nombres. El discurso periodístico narrativo, en cambio, a partir de los datos de la realidad crea caracteres, dibuja personajes. Esto lo hace mediante la acción narrativa misma, mostrando las formas de comportarse y de actuar o describiendo los rasgos físicos y espirituales de aquellos.

— En los textos de estilo informativo, el tiempo no es más que un dato, una hora, una fecha. En los textos de estilo narrativo, por el contrario, el tiempo es un elemento tan importante como los personajes o la trama. Siempre está presente, y no sólo como dato, sino como elemento constitutivo del relato, como soporte. Según lo expresa el novelista inglés Edward Morgan Forster en su libro Aspectos de la novela, en toda narración siempre existe un reloj.

— En el despacho noticioso el espacio es tratado mediante descripciones breves que a veces se reducen sólo a datos como la ciudad o las distancias de los sitios donde ocurren los hechos. Rara vez se menciona el ambiente, con excepción de algunas fórmulas generales semejantes a las empleadas por Al Rossiter para describir la Luna. En los reportajes, al igual que en los demás textos de estilo narrativo, el espacio es objeto de un especial cuidado y es descrito detalle por detalle. Lo mismo sucede con el ambiente. Ambos sirven de marco indispensable a la narración.

— En las noticias rara vez se registran los diálogos. El discurso noticioso los resume y los convierte en simples citas muchas veces abstraídas de su contexto. El discurso periodístico narrativo, en cambio, trata de captar los diálogos en su totalidad, para así mostrar a los personajes del modo más realista posible. A veces, esta preocupación lleva al narrador a registrar incluso expresiones exaltadas, repeticiones, vacilaciones, interjecciones: detalles sutiles que contribuyen a crear una imagen compleja del personaje.

— En los textos noticiosos casi siempre se suprimen las escenas. Estas son suplantadas por los resúmenes o sumarios, donde el propio narrador describe las acciones en forma breve y concisa. En los textos narrativos las escenas son indispensables para mostrar la acción, para que el lector viva los hechos como si fuera un testigo más de ellos. Por eso la escenificación es uno de los procedimientos narrativos más eficaces en los relatos de corte realista, como pretenden ser casi todos los reportajes, las crónicas, las entrevistas, los perfiles.

— En los escritos informativos el punto de vista es único, objetivo, impersonal. En ellos el empleo de la tercera persona es una práctica casi constante. En los textos periodísticos de estilo narrativo, por el contrario, la voz del narrador es producto de una exploración de las múltiples posibilidades de las personas gramaticales usadas en el relato, del grado de conocimiento de los hechos por parte de aquel, de su proximidad o su lejanía con esos hechos, de su simpatía o su odio hacia los personajes. En otras palabras, podría decirse que en los textos narrativos el narrador es el primer personaje que el autor debe crear.

— En los despachos noticiosos el contexto habitualmente se resume o se suprime. Rara vez se habla del pasado de los protagonistas, el cual se reduce, casi siempre, al lugar y a la fecha de nacimiento. En los textos narrativos, el contexto es un marco indispensable para situar la acción principal. Hay preocupación por el pasado, por los antecedentes. Hay preocupación por el ambiente, por la vida —en todas sus complejas manifestaciones— en que están sumergidos los personajes principales.

Una noticia y un texto periodístico de carácter narrativo, entonces, son dos escritos de estructuras y estilos no sólo distintos, sino a veces encontrados. Ambos responden al mismo objetivo fundamental del periodismo de contar lo que sucede, pero cada uno lo hace atendiendo a formas distintas de abordar la realidad y en un orden, en un estilo y de un modo narrativo diferentes.

Al Rossiter y Oriana Fallaci no pertenecen a especies distintas, pero después de ejercer la misma profesión, de hallarse en el mismo lugar, de enfrentarse a los mismos hechos y de tener acceso a las mismas fuentes de información, ambos escribieron textos cuya diferencia, vista hoy, después de veinte años de la Operación Apolo XI, es casi tan grande como la distancia que separa a la Tierra de la Luna.

1 El Espectador, Bogotá, 21 de julio de 1969, p. 1.

2 Oriana Fallaci, “La llegada del hombre a la Luna”, L’Europeo, 1971. Reproducido en: Reportaje con la historia, Planeta, Bogotá, 1988, pp. 313-343.

3 Ibíd., pp. 314-319.

2. Volver a narrar

Todas las mañanas, en incontables rincones del mundo, los editores de periódicos llegan a sus oficinas preguntándose cómo van a contar la historia que sus lectores han visto y oído decenas de veces ese mismo día en la televisión o en la radio. Cómo seducir, usando el lenguaje escrito, a personas que a través de otros medios han sentido con la vista y con el oído todas las complejidades de un hecho real. Y muchas veces no hallan una respuesta.

Hablando de los desafíos del periodismo para el siglo XXI, en una conferencia pronunciada ante la asamblea de la Sociedad Interamericana de Prensa, el escritor y periodista argentino Tomás Eloy Martínez