Escritores en terapia - Gabriela Saidón - E-Book

Escritores en terapia E-Book

Gabriela Saidon

0,0

Beschreibung

Esta obra se gestó en el taller literario, «Terapia de Escritores», que dicta en el Rojas (UBA) la escritora Gabriela Saidon. Son 13 escritores que aportan sus sentimientos, deseos, y sobre todo coraje, para emprender la aventura de editar un libro.   "Este libro sale de ahí, de esa cantera. Trabajamos con consignas, y al mismo tiempo con libertad creadora. Se trató de soltar, de dejar salir lo que hay adentro. Este libro es también resultado de esa idea que se volvió práctica: publicar es soltar el texto. O los textos: aquí van a encontrar diversidad de relatos cortos (sobre la brevedad trabajamos denodadamente en los talleres), la mayoría en prosa, algunos en verso. Y una noticia breve de cada participante: lo que cada cual quiso contar de sí. Los títulos también son obra de les autores, en un trabajo coordinado de edición."   "El grupo es 'desparejo', y uso esa palabra con toda intención: está constituido por personas diferentes, de edades y generaciones distintas, de lugares diversos, profesiones e intereses incluso contrapuestos. Y es eso, precisamente, lo que enriquece el trabajo. Hay quienes llegaron a los talleres con experiencias de escritura previas (incluso con algún libro publicado) y quienes empezaban a experimentar con la creatividad. Quienes ya tenían una biblioteca de ficción importante y quienes no. Nos unió el deseo de la escritura y la pulsión y la necesidad de contar historias, más o menos íntimas, más o menos autobiográficas. Ecléctico sería, tal vez, el adjetivo exacto" (frases de Gabriela Saidón).

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 166

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Escritores en terapia

PRÓLOGOGabriela Saidon

Adriana E. Vignolo Alejandro Moguilner Andrea Fruttero Ernesto Szeftel Fabián Llanos Hugo D. Goldin Julieta Penedo Luis A. Pezzi Mariano Sperat Marysol Lowy Mercedes Spinetta Miriam Cáglayan Montserrat Madrazo

Saidon, Gabriela

Escritores en terapia / Gabriela Saidón ; Alejandro Tarruella. - 1ª ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Muiños de Vento, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-631-90266-3-4

1. Literatura. I. Tarruella, Alejandro. II. Título.

CDD A860

Diseño de cubierta: Tamara Herraiz para Muiños de Vento Editorial

© 2023, Muiños de Vento Editorial

Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723 Esta edición digital fue realizada por Muiños de Vento Editorial en el mes de octubre de 2023.

ISBN 978-631-90266-3-4

IG @muinosdevento

Conversión a formato digital: Numerikes

Índice

CubiertaPortadaCréditosPrólogo por Gabriela SaidonAdriana E. VignoloHistoria en tres DCapítulo 1: Percy. Promesa cumplidaCapítulo 2: Lorenzo. La vueltaCapítulo 3: Marisa. Fin de dueloAlejandro MoguilnerN95TorbellinoAndrea Fruttero1. progenitor2. stricto sensu3. entre el gas y el veneno4. los odios de Marucha (o memoria involuntaria)5. primo amore6. renglones torcidos7. la vida bipolar de EnoraErnesto SzeftelInsomnioLa noche parecía eternaDolor imborrableMalos entendidosLa partidaFabián LlanosEl perfume de tu pielHimno en otoñoPerceptiblesTe ves a vosCarta a CambáAtrevidosFórmula mágicaSobre el finalMadrugadas entonadasSalto de feNadie sabe todos sabenHugo D. GoldinMinuto 119AbismoMusas de otoño y hormigas culonasJulieta PenedoYoVosEllaEllasNosotrasUstedesLuis A. PezziEn el EspacioLa culpable de mis males¿Qué hago yo acá?Amigos de veranoMariano SperatMaldita la emoción que se regalaAcabar entendiendoSobre los puentesDesde el interior de las manchasEl que no tieneNueva sonrisaMarysol LowyEl plan de fugaEl examen de álgebraEl duelo y la burocraciaCriterios de selecciónEl reencuentroMercedes SpinettaLa calle TomkinsonOtoñoExtraño encuentroPartidaMiriam CáglayanEl demonio en la menteErotismo otoñalPasión semanalMontserrat MadrazoRefugioEl umbralEl perpetradorSobre este libro

Prólogo

Gabriela Saidon

Este libro surgió de una serie de talleres que dicté en El Rojas (UBA), un espacio que nos albergó en pandemia y que siguió en modalidad virtual, lo que permitió que el heterogéneo grupo que se conformó en 2020 siguiera tejiendo lazos.

Vivimos en distintos puntos del país, viajamos y volvemos, y en cada reinicio de clases nos reencontramos. Los grupos suelen ser bastante grandes y cambian las personas, pero hay un núcleo muy fuerte en el que las afinidades y el vínculo afectivo se fortalecen cada vez más.

El primer taller fue ABC de la escritura creativa y su “hija”, Terapia de escritura, nació de ese huevo, cuando vimos que estaban dadas las condiciones para ir un poco más profundamente con los textos y las historias que cada cual traía a los encuentros. Historias muy íntimas, recuerdos felices y dolorosos se convertían en material literario, como arcilla moldeada con cuidado y con amor. Fue notable cómo cada cual, delante de personas hasta entonces desconocidas, pudo abrirse y mostrar sus costados claros y oscuros.

Este libro sale de ahí, de esa cantera. Trabajamos con consignas, y al mismo tiempo con libertad creadora. Se trató de soltar, de dejar salir lo que hay adentro. Este libro es también resultado de esa idea que se volvió práctica: publicar es soltar el texto. O los textos: aquí van a encontrar diversidad de relatos cortos (sobre la brevedad trabajamos denodadamente en los talleres), la mayoría en prosa, algunos en verso. Y una noticia breve de cada participante: lo que cada cual quiso contar de sí. Los títulos también son obra de les autores, en un trabajo coordinado de edición.

El grupo es “desparejo”, y uso esa palabra con toda intención: está constituido por personas diferentes, de edades y generaciones distintas, de lugares diversos, profesiones e intereses incluso contrapuestos. Y es eso, precisamente, lo que enriquece el trabajo. Hay quienes llegaron a los talleres con experiencias de escritura previas (incluso con algún libro publicado) y quienes empezaban a experimentar con la creatividad. Quienes ya tenían una biblioteca de ficción importante y quienes no. Nos unió el deseo de la escritura y la pulsión y la necesidad de contar historias, más o menos íntimas, más o menos autobiográficas. Ecléctico sería, tal vez, el adjetivo exacto.

No voy a contar las tramas que eligieron los trece autores y autoras para definir los textos que se incluyen en este volumen. Será tarea lectora descubrir esos mundos tan particulares, tan originales, tan propios. Pero sí quiero nombrarles de a uno, tratar de definir lo que cada cual aportó y sigue aportando al grupo, y al libro. Y los nombro con el mismo criterio utilizado para armar Escritores en terapia: por orden alfabético de nombre, no de apellido, un gesto de justicia poética, por ejemplo, para la primera de esta lista, Adriana Vignolo (siempre la última en la escuela por esa v corta que no eligió), artista plástica, que aportó humor y fantasía y nos mostró paso a paso cómo desplegaba sus alas desde un comienzo, para generar textos que pueden ser mirados con un prisma de distintos colores, voces, animales; Alejandro Moguilner, el médico del grupo, con ese enorme deseo de aprender y esa humildad en la escucha, gran lector y con una profunda intuición lingüística; Andrea Fruttero, siempre generosa, grandísima lectora y escritora con experiencia en la palabra dicha, quien nos ofrendó sus abismos y nos sostuvo los pies para que pudiéramos asomarnos a esos precipicios que la habitan y que la escritura ayuda a curar; Ernesto Szeftel, que llegó hablando del dolor de su viudez, se entusiasmó con la técnica del haiku y alimentó su escritura con los aportes de compañeras y compañeros, con la cabeza y los oídos siempre abiertos; Fabián Llanos, que siempre aportó una voz diferente, poética, entre campera y sensitiva, una voz tan argentina; Hugo Goldin, con su humor a prueba de todo, su rebeldía cariñosa y un gran sentido del uso de las palabras y de la creación de tramas con lo más cotidiano, además de sus aportes como psicólogo social a esta pequeña empresa de terapia escritural.

Julieta Penedo nos abrió una ventana luminosa a su historia familiar, tan entrelazada con la historia argentina; Luis Pezzi, con sus cuestionamientos a lo dado, las miradas críticas hacia la religión con la religión y sus búsquedas, en el cielo y en la tierra, de relatos que anidan en los recovecos de su memoria; Mariano Sperat, que en su infancia es posible que haya caído en una marmita de poesía y tal vez no lo recuerde, y en eso radica su virtud (como Obélix, el personaje de la historieta Astérix que adquiere fuerza para siempre por haber caído en una marmita de poción mágica); Marysol Lowy, fina observadora de conductas, dueña de un humor fuera de caja y crítica social aguda, y una gran aprendiza de maga con las palabras; Mercedes Spinetta, de apellido ilustre (¡sí, es la prima de Luis Alberto!), con tantas historias para contar y tanto ingenio para hacerlo, tan visual en sus imágenes y profunda en los vínculos que narra; Miriam Cáglayan, con su culto a un erotismo directo a la yugular, sin vueltas, intenso y profundo. Por último, Montserrat Madrazo, para quien la escritura es también un laboratorio de imágenes, de ideas, de sensaciones, de experimentación. Que eso, y no otra cosa, es la literatura.

Me siento muy orgullosa de haber podido, de algún modo, maternar este proyecto colectivo que surgió de esos lazos, pero también de la idea acertada de que un libro es un trabajo en equipo. Feliz y agradecida de que me hayan convocado para editarles. De que hayan confiado en mí para la tarea, y de que sigan insistiendo en esta increíble aventura del conocimiento que es escribir.

Adriana E. Vignolo

Artista plástica, docente, emprendedora y escritora argentina. Actualmente en pareja; madre de dos hijos. Nació en Cosquín, Córdoba, el 31 de enero de 1972. En 1995 egresó como Maestra en Artes Plásticas en la Escuela Provincial de Bellas Artes Emilio Caraffa de la ciudad de Cosquín. En 1998 viajó a Buenos Aires, donde actualmente reside. Trabajó como colorista en dos de las tres últimas películas animadas realizadas por la productora García Ferré. Como docente de arte, da clases en diversos talleres. Se acercó a la escritura en plena pandemia como un juego; juego que se convirtió rápidamente en una necesidad terapéutica estimulada y enriquecida por maestras como Gabriela Saidon y Alicia Beatriz Manzano.

Historia en tres D

Capítulo 1: Percy

Promesa cumplida

No espero que nadie crea lo que voy a contar, pero estoy tranquilo. Es algo que me ocurrió a mí. Me corrijo: nos ocurrió, a mí, a Lorenzo y a Marisa. Me llamo Percy. Soy gato.

Lorenzo sabía que iba a partir y me pidió un favor. Lo recuerdo. Su voz resuena en mí cada vez que me siento a mirar por la ventana. Nuestra ventana.

Está saliendo el sol. Me estiro, bostezo. Tomo fuerzas. ¡A cumplir se ha dicho!, me aliento. Marisa, la hija más chica de Lorenzo, intenta abrir los ojos, pero hay demasiada luz. El resto de la familia duerme profundamente. La mujer parece el único ser vivo molesto por la claridad y mi maullido. Sé que suena un tanto dramático, tengo que apurarla. Se hace tarde. Marisa se levanta mareada. Baja las escaleras a tientas esperando averiguar qué me pasa. Me adelanto y la espero haciéndome el distraído. Ronroneo refregándome sobre la mesa del comedor cuando la veo trastabillar justo en el último escalón y caer pesadamente frente a mí. Me asomo curioso, casi colgado del borde mismo del tablón. La miro, me mira. Creo que está enojada. Por las dudas, me agazapo.

Desparramada como trapo viejo, Marisa se queja, no de sus huesos maltrechos, más bien parece sorprenderse de que las paredes, el piso, todo lo que toca esté caliente. Presto atención, pero no siento lo mismo, al contrario, tengo frío. Sin embargo, la veo sufrir al respirar, como si el aire la estuviese quemando viva. Me da pena. La ayudaría a levantarse, pero tengo que limpiar mi pelaje.

Ella, por su parte, medio retorcida, logra incorporarse y abrir la puerta; yo salgo de la casa. Marisa intenta agarrarme y no lo consigue. Su lentitud se ve acrecentada por los dolores que trajo consigo el golpe. Con amplia ventaja, aprovecho la situación y me alejo. Marisa busca seguirme, se desplaza unos cuantos metros antes de poder visualizar mejor el entorno. Su cara se transforma.

No supe cómo decirle lo del portal. En realidad, me olvidé. Para el caso, es lo mismo. ¡Ay!, me pica. Me distraigo; vuelvo.

¡Perdón!, grito con un maullido entrecortado por la culpa y esta picazón molesta.

Sumida en un duelo que lleva meses, no dudo que piense estar delirando con su propio infierno, pero en realidad es solo otro lugar, otro plano donde no hay casas, ni calles; ni hay más seres vivos que ella, yo y… ¿Tendré pulgas?

El horizonte se esfumó. La mujer sigue paralizada, asustada. Si la naturaleza le hubiese dado una cola como la mía la tendría entre ese par de extremidades largas y debiluchas. Para peor, no puede verme, sus pupilas siguen demasiado dilatadas. Mi pelaje tampoco le sirve de ayuda al camuflarme con el dorado claro de la arena que cubre la enorme extensión. Marisa está cada vez más tensa. Se retuerce, se aplasta contra el suelo. No, no son pulgas. No pueden ser pulgas, pienso y comienzo a rascar mi costado derecho.

…La otra sigue, escupe arena, grita, llora. Yo la miro fijamente. No entiendo a estos humanos. ¿Por qué tienen la costumbre de complicarlo todo? No sé. Ignoro su histérica conducta e insisto para que me siga. Parece que no puede. Me alejo sin dejar de observarla. En eso, una mano gigante despeina mi pelaje. No hace falta que voltee, es Lorenzo. Un tanto bruto, el hombre.

¡Te extrañé, gato tonto! No esperaba menos de vos. Gracias por traer a mi hija. Te debo una, me dice. ¡Más de una, viejo!, maúllo fuerte y claro como para que me escuche. Lorenzo me sonríe burlón. Nunca, ni una vez en mis nueve vidas, pude hacerlo enojar. Hoy, justo hoy, no sería la excepción.

El hombre me hace un guiño, esta vez sí acaricia mi cabeza y se aleja. Va directo hacia Marisa que acaba de descubrirlo. La escena es conmovedora. Lorenzo se acerca a su hija, la levanta, la consuela, la abraza fuerte.

Los miro con atención por un buen rato. Lloraría pero no, soy gato y los gatos no lloramos hasta que las tripas suenan. Tengo hambre.

¡TENGO HAMBRE!, grito. ¡Vamos que el portal se cierra!, advierto entrando en crisis. ¡TENGO HAMBRE, TENGO HAMBRE!, repito insistente.

Me dan mucha ansiedad las despedidas, por eso estoy tan gordo. Sí, sí, es por eso. Estoy convencido.

Otra vez en casa, Marisa, prepara mi tan merecida ración de comida. Supongo que recuerda algo de lo sucedido porque no para de hablarme de Lorenzo con notoria alegría. Su duelo terminó. Eso es seguro. Así que me tiro de cabeza al tazón con la placentera sensación de saber la misión cumplida. Y me como todo. Bueno, casi todo, hasta que la mirada de Marisa se vuelve a clavar en mí y me interrumpe. ¿Qué hice ahora?, pienso poniendo mi mejor cara de inocente.

Capítulo 2: Lorenzo

La vuelta

Madonna vergine. Otra vez tengo ganas de mear. Próstata de mierda. Manoteo de la mesita de luz los anteojos y me los pongo. Viejo, ciego y meón, rezongo por lo bajo. Me agacho tanteando el piso. La prótesis de la cadera cruje, las rodillas no se doblan. ¡Ah, que feo que es amontonar años, la puta que lo parió! Me falta el aire ¿A dónde está la pantufla?, ¿a dónde está mi pantufla? ¡Percy, gato tonto! No llego, no llego. Me meo. Maldigo. Maldigo en piamontés, en furlan, en cordobés. Mi pantu.

¡Acá está! ¡Gracias Dios mío, gracias!, agradezco echando una mirada rápida al techo y salgo arrastrando el paso. Me agarro de las paredes para doblar sin derrapar y embocarle al baño.

¿Llegué? Sí, sí, llegué. ¡Bien por mí! Respiro por fin aliviado. ¡Ya pasó!

Percy está parado frente a la puerta que da a la calle. Sentado como un suricato en guardia. Alerta, concentrado. Yo estoy sordo pero logro percibir un sonido, como si estuviese recitando un mantra o algo parecido. Me quedo quieto. Lo espío. No tengo apuro. Ahora sí que no tengo apuro, porque hasta hace un rato…

La puerta se abre y un resplandor potente, dorado, muy caliente entra y consume en segundos toda la oscuridad nocturna que había en el comedor. Con una mano protejo mis ojos de la brillante luz pudiendo ver al gato caminar hacia ella. Con la otra, agarro mi bastón, que, por casualidad, siempre está cerca de mí. Ahora que lo pienso: ¿tendrá vida propia este palo? Me pregunto y me pierdo por unos segundos.

¡Me acordé! En esto estaba. La luz, el gato. Salgo de la casa siguiéndolos a ambos. Debo haber hecho ruido porque, ni bien paso el umbral, Percy me da la bienvenida. Estoy; estamos los dos, solos, en un paraíso calmo, de arenas que parecen oro finamente molido, con un reflejo como el sol en pleno atardecer, destellando por todos lados. Sin horizontes.

¿Esto es lo que pienso qué es?, le pregunto titubeando sin esperar respuesta. Pero me sorprende con un sí que retumba adentro de mi cabeza.

De vuelta en casa. Cada vez duermo más. ¿No es cierto, gato?, le digo susurrando metido casi, adentro de su oreja. Pero solo obtengo de Percy una mirada cómplice como respuesta. Antes lo molestaba y peleábamos un rato; últimamente me cuida demasiado. Aburrido, muy aburrido. Hago como que ignoro este detalle y le advierto: En cualquier momento va a abrir la puerta Marisa pretendiendo que nos levantemos. Vos hacete el dormido. Sé que te cuesta mucho, me burlo.

La verdad es que yo tampoco tengo ganas de moverme. Estoy cansado, muy cansado. La batería no se estaría recargando.

Y lo de hace un rato fue demasiado intenso. Si este gato me hubiese avisado llevaba otro bastón. No tiene piedad de mí ni de los noventa y cinco años que cargo sobre mi espalda. Ya va a llegar a viejo él también. Pienso sabiendo, ahora sí, que escucha mis pensamientos. Esas son cosas que uno va aprendiendo a los golpes, ¿no es cierto? Esto de andar por ahí hablándoles a los gatos, por ejemplo. Suspiro y río solo. Si me viera la madre de Marisa, me metería en el loquero sin pensarlo dos veces. Se me escapa una carcajada al imaginarlo. Pobre mujer, lo que tuvo que aguantar. Lloro de la risa.

Mientras yo divago, Percy va de acá para allá limpiando toda la pieza. No hay que dejar rastros, eso está bien claro. No sé cómo lo hace. La arena, que casi nos tapa por completo, va desapareciendo a su paso. Siempre sospeché, al verlo comer, que tenía una aspiradora sin fin en vez de estómago. Lo estoy confirmando. Ahora, es el gato que se ríe mientras saco mis propias conclusiones.

Tenemos que tener más cuidado la próxima vez que abramos el portal, digo con cierta preocupación. Que yo abra el portal, me corrige Percy, imponiendo autoridad.

Exploto en una carcajada. Lo único que falta, que hasta el gato me rete. Pero no me importa nada, estoy extrañamente feliz. Hasta parece linda la muerte, le comento a Percy que menea la cabeza.

Ya es casi mediodía, y si, Marisa abre la puerta, la ventana; no abre un agujero en la pared porque no quiere aunque podría. Y revoluciona todo al grito de: ¡Pá, Percy. Vamos dormilones. Arriba, arriba. ¡A mover esas cachas! En mi cara, inmediatamente, se me dibuja una sonrisa. Tiene a quien salir, pobre hija mía.

Mmm… Pobre hija mía. Caigo de golpe en la cruel realidad. No hago más que darle trabajo.

Vuelvo a sentirme cansado, muy cansado, más que hace un rato. Prefiero, por esta vez, no levantarme y me recuesto de lado sobre la almohada que está apretada contra el respaldo de la cama. Lo último que veo, antes de cerrar los ojos, es la cara de mi querido gato y la silueta de Marisa, mi amada Marisa, que se van disipando.

¿Amanece? Abro los ojos con la fuerte sensación de haber dormido por mucho tiempo y con la certeza de tener algo pendiente. Por eso, acá estoy, solo, esperando. En el mismo lugar calmo, dorado, en donde me trajo Percy. No hay huellas a mi alrededor. Cualquiera diría que no me he movido por años.

¡Ahí están! Percy tironeando y Marisa resistiendo. No cambian más ninguno de los dos, pienso y río, más ahora que estando vivo.

Capítulo 3: Marisa

Fin del duelo

Todos duermen menos yo. Las pastillas que tomo para vencer este insomnio no hacen ni hicieron jamás el efecto deseado. No sé para qué insisto. La cabeza que no para y el pecho, que duele cada vez más, son parte de mi tortura diaria. A lo que se le suma su ausencia… Cómo lo extraño. ¡Papá, como te extraño!, pienso mirando las sombras que se proyectan en el techo.