Espera, ponte así - Andreu Martín - E-Book

Espera, ponte así E-Book

Andreu Martín

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  • Herausgeber: SAGA Egmont
  • Kategorie: Erotik
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2021
Beschreibung

Un libro inolvidable cuya alta temperatura erótica y sensual le valió el Premio Sonrisa Vertical en 2001. Asistimos a la historia de un director de teatro que vive una tórrida aventura sexual de una noche con una de las actrices de su compañía. Poco a poco se irá obsesionando con su breve encuentro, hasta el punto de que toda su vida se verá sacudida, tanto en el ámbito matrimonial como en el personal y el profesional. Una afilada reflexión que nos lleva a preguntarnos quiénes somos en realidad a través de nuestras filias.-

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Seitenzahl: 141

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Andreu Martín

Espera, ponte así

 

Saga

Espera, ponte así

 

Copyright © 2001, 2021 Andreu Martín and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726961966

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

1

Estoy sumergido en la bañera.

Hundido.

Acaba de suceder algo muy importante en mi vida.

Pero no sé qué es.

Estoy sumergido en la bañera, pensando en Laura y los niños, recreando algún recuerdo apacible de juegos y rutina conyugal, la paz del hogar, las risas infantiles, y entonces entra ella, desnuda y perversa, y se arrodilla junto a mí, y mete las manos en el agua jabonosa para jugar con esa porción de mi persona que hace unos instantes le ha procurado un viaje de ida y vuelta al Paraíso. No disimula su fascinación por el placer sexual, el regocijo que le causa provocar y notar su resurrección. Me acaricia con las yemas de los dedos, como comprobando si está dormido, calibrando su consistencia, fingiendo que no tiene ningún interés en despabilarlo. Pero también lo acaricia, y más intensamente, con su mirada impúdica, y con sus intenciones, que se pueden adivinar solamente viendo cómo frunce los labios.

Me fastidia, me fastidia muchísimo. La he dejado rendida sobre el lecho de los revolcones, los gritos y el forcejeo, la he dejado exhausta en el campo de batalla, lasa, aparentemente dormida, muerta, olvidada, y me irrita sobremanera que se haya despertado, y que venga a interrumpir mis reflexiones acerca de la fidelidad y la infidelidad pasajeras. Me estaba limpiando el cuerpo y el alma de culpabilidades, liberado de toda lujuria, y no es el momento adecuado para mezclar sentimientos.

Mi cuerpo, sin embargo, a pesar de mi rabia, o precisamente a causa de ella, está reaccionando. Lentamente. Ella contempla el fenómeno con curiosidad y ternura, con brillo triunfal en sus pupilas, como si intuyera mi rechazo y se supiera la más fuerte de los dos, como el encantador que consigue despertar a la peligrosa cobra y obligarla a bailar frente a los turistas fascinados. Contempla la emersión de mi virilidad como se mira un artefacto cuyo funcionamiento no conocemos bien pero que, por alguna razón oculta, responde correctamente a nuestras manipulaciones. Me domina. Se ha apoderado del extremo más frágil y desprevenido de mi personalidad y tira de él, y arrastra una larga ristra de sensaciones y sentimientos, encabezada por los más ignotos y que termina en aquellos sobre los que yo siempre había creído tener mayor control. Me enfurece que mi cuerpo vibre contra mi voluntad, que la boca se me llene de saliva densa y dulce, que la respiración se me altere. La recuerdo hace un rato, en la cama, a horcajadas sobre mí, abriéndose la vulva con los dedos después de un par de infructuosas embestidas, la recuerdo haciendo una o admirativa con los labios, ojialegre, dando a entender que el asta que debía empalarla era excesivamente grande, y que le hacía ilusión verse ensartada por ella. Revivo sus (nuestros) estremecimientos iniciales, la húmeda languidez que nos invadía, la tensión de nuestros cuerpos. La veo vencida y encabritada, de espaldas a mí, echando la cabeza atrás, arqueando atrás el cuerpo, poniendo al alcance de mis manos sus pechos llenos y enhiestos. Ella y yo camino del orgasmo. El galope, la impaciencia, la inconsciencia, la descarga simultánea. Recuerdo su grito.

Y mi excitación, respuesta a sus manipulaciones, ya es más que manifiesta. Levanta ella la vista, buscándome los ojos. Para pedirme permiso, quizás, o para ver qué efecto me hace el dominio que ejerce sobre mí. Son de color de miel los suyos, y hablan un idioma que sólo puede comprender alguna parte muy irracional y remota de mí. Tengo la sensación de que me hablan de mi futuro desgraciado. La bruja. La brujita. La puta.

¿Por qué esta sensación de fracaso si todo ha ido tan bien? Ha gritado, se ha estremecido, se ha dejado caer sobré las sábanas, exhausta.

¿Qué me ha dicho que me ha afectado tanto?

La agarro por los cabellos de la nuca, por sorpresa, y le doy un firme tirón. Cabrillean sus pupilas, se entreabren sus labios gruesos y prominentes. Su mano se ciñe con fuerza a la empuñadura y la empuñadura se endurece más todavía.

–No te enamores de mí –le ordeno–. Ni se te ocurra. Tengo esposa. Y dos hijos. Tengo la vida montada, y bien montada, y no tengo ganas de que una putilla como tú me la estropee. ¿Entendido?

Asiente. Entrecierra los ojos y la boca. Y asiente. Entendido.

–Pues ahora, chupa.

2

Da dos pasos, torpes e inseguros, como si temiera que el suelo pudiera hundirse bajo sus pies y, sin mirar a Krogstad a la cara, declama sin convicción:

–Es indispensable que hable con usted.

Mientras Krogstad le da la réplica, pienso que es una muchacha vulgar, insignificante. Su rostro y su piel son toscos, las cejas demasiado espesas, los labios demasiado gruesos, descaradamente sensuales. A pesar de que pertenece a una familia adinerada, viste igual que el día anterior, con torpeza de obrera cualificada en día de playa o de hippy con un concepto equivocado de la provocación. Camiseta sin mangas, rosa, mal lavada y desteñida, que no hace justicia a sus pechos respondones; falda larga, sujeta con elástico a su cintura breve, que se ajusta a sus caderas, a su vientre plano y a sus nalgas respingonas, y se abre a continuación y cae hasta sus pies, disimulando la perfección de sus piernas, insinuando apenas la curva de los muslos, sólo de vez en cuando, en algún brusco vaivén o cuando se sienta y une las manos, fuertemente, contra su regazo. Aspecto y maneras de lumpen rebelde, sin sujetador, deshilachadas las bragas en los bordes, adornado el fondo con una miaja de mancha tan imperceptible como inevitable. Me la imagino descalza aunque llevaba alpargatas de lona y esparto. Me la imagino desnuda y depravada.

–Donde yo vivo es imposible –está diciendo, como un autómata–. Mi habitación no tiene entrada particular.

–Vamos a un hotel –me dijo en el pub, separando apenas su boca de la mía, acariciándome con su aliento hipnótico, y era la primera orden que me daba–. Aquí al lado hay uno. Vamos.

Insolente y lenguaraz, impermeable a toda réplica.

Me pregunto qué pudo seducirme de ella. Por qué la elegí para hacer el papel de señora Linde. No da el tipo de ninguna manera. Por qué la invitaría ayer a tomar unas copas, por qué me dejé conducir al hotel. No obtengo respuesta inmediata y eso me enfurece de nuevo, como su irrupción desnuda en el cuarto de baño en el preciso instante en que yo pensaba en fidelidades e infidelidades. ¿Por qué me lié con ella?

–¿Y por qué no? –está diciendo ella, la señora Linde, en el escenario, con cascabeleo impropio.

Quiero encontrar la respuesta en sus ojos, de mirada color de miel, de transparencia embriagadora, pero los recuerdo cercanos y estólidos, inexpresivos al principio, ensimismados cuando abordamos el ritual del sexo. Tal vez fue eso lo que me empujó hacia ella, lo que llevó mi mano derecha a su nuca, en el pub, y mi mano izquierda a su rodilla. Tal vez fue la intuición de que era un animal cargado de energía sexual. Una de esas personas que, aun de lejos, adivinas que harían cualquier cosa con tal de experimentar un orgasmo satisfactorio. Una de esas mujeres que lo primero que le miran a un hombre es la bragueta, que gustan de especular sobre el tamaño de sus atributos, sobre la cantidad de veces que serían capaces de encaramarlas al éxtasis, sobre la perversión predilecta del interlocutor. Mujeres que se retuercen como serpientes y dan corcovos exagerados, en pleno arrebato, que se entregan a ciegas para hurtarse después a conciencia.

–Es que usted jamás me ha comprendido biendice, en escena, ante un Krogstad intranquilo y fastidiado.

Sonrió al notar mi mano sobre su rodilla, y se le iluminaron los ojos con centelleo salvaje justo antes de aceptar mi beso, de corresponder a él con su lengua. Y no era la primera vez que yo veía aquella sonrisa y aquel centelleo. Pensé en aquel momento, en el pub, y pienso ahora, en la platea del teatro, mientras asisto a su monótono diálogo con Krogstad, que no era la primera vez que me dedicaba un rictus y una mirada como aquéllos, y tal vez con eso quiero justificar mi infidelidad para con Laura. Quiero decirme que ella me provocó, me está incitando desde el primer día, desde la primera entrevista que tuvimos para ver si le daba el papel de señora Linde. La sonrisa, la mirada penetrante, la forma de acariciarse distraídamente el escote, «qué calor», la manera de hundir las manos entre los muslos, prietas contra el pubis.

–¿Cree usted que no tengo corazón? ¿Cree usted que rompí nuestras relaciones sin pesar? –dice la actriz sin ganas, dice el personaje como quien está de palique, dice el fantoche, el títere.

Una sonrisa y una mirada que nada tienen de generoso, que nada ofrecen. Una sonrisa y una mirada, por el contrario, exigentes, equivalentes a un dame, a un qué me darás, a un qué puedes ofrecerme. Un desafío. Sonrisa y mirada dirigidas a sí misma, a bromas íntimas y burlonas de muchacha malvada que se pregunta qué cantidad y calidad de placer podrá obtener del hombre que se dirige a ella.

–No, espera, ponte así ‒me dijo ayer, ya sobre la cama, ya desnudos, tomando la iniciativa, dirigiendo mis movimientos como sobre el escenario dirijo yo los suyos–: No, ponte así –ofreciéndome las nalgas aunque no para la sodomía–. Y mira el espejo –me ordenaba, me manipulaba. Y, más tarde–: No te corras, no te corras. –Y, al final–: Derrámate en mi boca.

Descarada, desnuda, pierniabierta, penetrada en la imagen del espejo que me había hecho descolgar y colocar contra la pared, frente a la cama.

Yo estaba echado con los pies en dirección al espejo. Ella, de espaldas a mí, concentrada en su propio reflejo, a horcajadas sobre mi sexo, que la empalaba. Mis piernas, peludas y feas, anónimas e inoportunas, surgían entre las suyas y su cuerpo ocultaba el mío en el azogue, como símbolo de autosuficiencia. Su mirada no era maravillada y halagadora, como la que me había brindado un momento antes, al ver mi erección, sino mirada introspectiva, cerrada y exclusiva. Insultante. Estaba sola, galopaba sola, con un príapo prestado en su interior, sola ante el espejo, cuerpo radiante, complacencia extremada y exquisita de sí misma ante sí misma, qué abiertas las piernas, qué erectos los pezones, qué gran placer en sus pupilas radiantes color de miel. Y yo eclipsado a su espalda, mero instrumento.

–No, no, espera. Ahora, ponte así.

Complaciente, eso sí, su expresión de asombro al empalarse en el ariete ansioso. La o de su boca para recompensar mi fiebre de lascivia y la ridícula pérdida de control.

–No, no te corras aún. No te corras aún. Derrámate en mi boca. ‒Me vacié, me vació por completo, me exprimió, me ordeñó hasta la última gota-. Oh, bueno, no importa.

Acariciándose los pechos, pellizcándose los pezones, sacudida por el vaivén de mis embestidas. Mirada cruel, intransigente, exigente. Dientes apretados de fiera, el labio inferior caído, desdeñoso, «vamos, vamos, a ver dónde está el macho ahora, a ver dónde está el director de escena». Me enfureció, me provocó deseos de terminar antes de tiempo y escatimarle el orgasmo.

Me enfureció luego, en el cuarto de baño, cuando violó mi intimidad imponiéndome su desnudez.

Me enfurece hoy, desde el escenario, con su sonsonete indiferente y aburrido. Ya no estoy viendo una bueña comedia interpretada por una mala actriz. Ya no estoy viendo una buena comedia. Me pregunto por qué elegí a una morena agitanada para interpretar a la nórdica señora Linde. No es posible que empezara a seducirme desde nuestra primera entrevista. Su tono de voz y su desidia están poniendo en cuestión toda la puesta en escena, me hacen dudar de mi acierto al haber elegido aquella obra inmortal para inaugurar la temporada de otoño.

De pronto, vivida a través de ella, la trama me parece un galimatías insulso, la traducción un cúmulo de solecismos, la reacción final de Nora una pataleta estúpida que invalida toda la tesis.

No puedo soportarlo más.

Me pongo en pie y, aunque no sé siquiera en qué momento de la obra estamos, grito:

–¡Estás utilizando la técnica del magnetofón! ¡Del loro estúpido que no sabe lo que dice!-¿Dónde te has dejado el alma, guapa?

Me mira con indiferencia. Casi diría que con desprecio. Tal vez lo que más me enfurezca sea la conciencia de que no me mira así debido a nuestra aventura. Ese vacío en sus ojos, esa ausencia de emociones son anteriores a los besos y al revolcón, son una negación de besos y revolcones e intimidad, son una ofensiva, irritante, declaración de «aquí no ha pasado nada», y el aquí incluye por igual el escenario y la cama, el antes y todos los después que yo pueda imaginar. Esa evidencia aumenta mi indignación y el volumen y el tono de mis gritos de protesta.

–¡Si te aburres, lárgate! ¿Me oyes? ¡Si te aburrimos, no tienes por qué soportarnos!

Subo al escenario insultándola frontalmente, con la vaga sensación de estar metiéndome en una aventura excesiva para mí, de estar enfrentándome a un peligro invencible, al monstruo que ha de devorarme, «a mí no me miras así, ¿eh, descarada?», deseando abofetearla delante de todo el mundo.

Y, mientras arremeto contra ella, la recuerdo días atrás coqueteando con el mulato que lleva el vestuario, un tipo con un pendiente, casi pelado al rape, siempre luciendo musculatura de maricón. Los recuerdo forcejeando y riendo. Como si él quisiera agredirla y ella le contuviera, con fuerza titánica, sujetándole las muñecas. Recuerdo aquel forcejeo y me parece el colmo de la intimidad y de la compenetración. Deduzco que se fue conmigo sólo para despertar los celos del mulato, que se acostó eonmigo mientras pensaba en el mulato, ella sola ante el espejo, sola con su imaginación, y yo detrás, oculto, yo o el mulato, daba lo mismo.

Yo la agarraba de los cabellos y tiraba con fuerza de su cabeza hacia atrás, apartándola de la erección emergente.

–No te enamores de mí –le había dicho, quería repetirle–. No te enamores de mí, puta. No te enamores de mí, guarra.

Es inútil. Inútiles los gritos, que se me vuelven melifluos e inofensivos, inútiles los gestos de exasperación que delatan blandura, y las inconsistentes amenazas de buscarme otra señora Linde. Tiene la delicadeza de no reír con la boca, aunque lo hace, sarcástica, con sus pupilas, pero todo el mundo puede darse cuenta de que es la vencedora de este asalto.

3

Recuerdo que se le marcaba la línea de las bragas bajo el vestido ajustado. Recuerdo la mínima señal de sus pezones en la camiseta. Recuerdo la firme curva que subraya sus posaderas, sobresaliendo bajo los pantaloncitos cortos, cuando los lleva. Asienten sus pechos cuando corre.

Pregunto por ella y me dice Krogstad, el actor sarasa, que no ha llegado todavía.

–La espero en su camerino –digo.

Me asomo al camerino. Prendo la luz. El espejo, el vestido de la señora Linde, azul y blanco, a medio hacer.

Me había asomado al camerino, días atrás, con el mismo saborcillo erótico lubricándome el paladar, con esa semierección, gravidez deliciosa en la bragueta. Ella estaba buscando no sé qué en su bolso enorme y policromo, descubrió mi contemplación y la calibró con parpadeo de hastío. ¿O fue una invitación, un «entre, entre» que significaba todos los «entreentres» del mundo?

Sobre el respaldo de una silla, unas bragas.

Blancas, con listas azules, muy gastadas, muy lavadas.

La recuerdo quitándose las bragas. Primero una pierna, luego la otra. Inclinada hacia el suelo, los pechos desnudos pendulaban. Mis manos querían ir a por ellos. Fueron a por ellos.