Estudios de derecho probatorio - Luis Felipe Vivares Porras - E-Book

Estudios de derecho probatorio E-Book

Luis Felipe Vivares Porras

0,0

Beschreibung

El libro compila diversos estudios relativos al problema de la prueba en el proceso jurisdiccional colombiano. Es, en efecto, un problema, pues pese a que detrás de este trabajo hay centenares de tratados y teorías generales -vestigios dejados por esa empresa colectiva llamada derecho procesal- la actividad probatoria, cual tarea epistémica que es, sigue enfrentándose al rotundo misterio de la verdad y a las dificultades que entraña el conocimiento de la realidad. Los autores de este libro no hemos pretendido dar ningún tipo de solución a semejante problemática: solamente nos hemos esforzado por analizar aspectos concretos de la prueba, desde distintos puntos de vista y diferentes ideologías que, querámoslo o no, atraviesan nuestras formas de pensar. Se encontrarán trabajos propios de la teoría general de la prueba y escritos que reflexionan sobre situaciones concretas de la práctica forense, tanto en lo civil como en lo penal. Vistos en conjunto, estos estudios reflejan la necesidad de sus autores de comprender, aunque sea un tanto más, el fenómeno de la prueba, así como la noble intención de transmitir a sus estudiantes los conocimientos que han alcanzado al respecto. Es, en definitiva, un libro de estudiosos de la prueba jurídica para sus estudiantes de Derecho.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 674

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



345.06

V855

Vivares Porras, Luis Felipe, compilador

Estudios de derecho probatorio /Luis Felipe Vivares Porras, compilador. Medellín : UPB, 2020.

382 páginas, 17x24 cm. (Colección de Investigaciones en Derecho, 19)

ISBN: 978-958-764-850-8 / 978-958-764-851-5 (versión digital)

1. Derecho probatorio – Colombia -- 2. Pruebas (Derecho) –

3. Evidencia (Derecho) – I. Título (Serie)

CO-MdUPB / spa / rda

SCDD 21 / Cutter-Sanborn

© Hernán Vélez Vélez

© Enán Arrieta-Burgos

© Andrés Felipe Duque Pedroza

© Yeison Manco López

© Carlos Andrés Guzmán Díaz

© Miguel Díez Rugeles

© Luis Bernardo Ruiz Jaramillo

© María Alejandra Echavarría-Arcila

© Federico Londoño Mesa

© Carlos Alberto Mojica Araque

© Luis Felipe Vivares Porras

© Editorial Universidad Pontificia Bolivariana

Vigilada Mineducación

Estudios de derecho probatorio

ISBN: 978-958-764-850-8

ISBN: 978-958-764-851-5 (versión digital)

Primera edición, 2020

Escuela de Derecho y Ciencias Políticas

Grupo de Investigaciones en Sistema y Control Penal (GISCOPE) Proyecto: La sociedad punitiva. Etapa III. Radicado: 553C-02/20-82

Gran Canciller UPB y Arzobispo de Medellín: Mons. Ricardo Tobón Restrepo

Rector General: Pbro. Julio Jairo Ceballos Sepúlveda

Vicerrector Académico: Álvaro Gómez Fernández

Decano Escuela de Derecho y Ciencias Políticas: Jorge Octavio Ramírez Ramírez

Editor: Juan Carlos Rodas Montoya

Coordinación de Producción: Ana Milena Gómez Correa

Diagramación: Geovany Snehider Serna Velásquez

Corrección de Estilo: Fernando Aquiles Arango

Foto portada: Freepik

Dirección Editorial:

Editorial Universidad Pontificia Bolivariana, 2020

Correo electrónico: [email protected]

www.upb.edu.co

Telefax: (57)(4) 354 4565

A.A. 56006 - Medellín - Colombia

Radicado: 1952-20-02-20

Prohibida la reproducción total o parcial, en cualquier medio o para cualquier propósito, sin la autorización escrita de la Editorial Universidad Pontificia Bolivariana.

Diseño epub:

Hipertexto – Netizen Digital Solutions

Tabla de contenido

Presentación

Las palabras y las pruebas. Consideraciones sobre algunas ambigüedades, vaguedades y contradicciones del lenguaje probatorio

Luis Felipe Vivares Porras y Hernán Vélez-Vélez

Principios del derecho probatorio: una mirada transversal al proceso penal y al proceso civil en Colombia

Miguel Díez Rugeles, Enán Arrieta-Burgos y Andrés Felipe Duque Pedroza

El conocimiento cierto en las tradiciones cristiana y estoica: estudio filosófico y jurídico

Yeison Manco López

La valoración de la prueba: entre anacronismos y malentendidos.

Luis Felipe Vivares Porras

La argumentación de los hechos en el derecho

Enán Arrieta-Burgos y Hernán Vélez-Vélez

Reglas de exclusión en materia penal y civil

Carlos Andrés Guzmán Díaz

El régimen probatorio previsto en la Ley 906 de 2004. Generalidades y perspectivas

Miguel Díez Rugeles y Andrés Felipe Duque Pedroza

La flexibilización probatoria en el Código General del Proceso

Luis Bernardo Ruiz Jaramillo

Probar para infringir: la prueba de las infracciones a los derechos de autor

María Alejandra Echavarría-Arcila

Cuerpo humano como fuente de evidencia probatoria: apuntes desde la norma constitucional y su interpretación por parte de la Corte Constitucional colombiana

Federico Londoño Mesa y Carlos Alberto Mojica Araque

El proceso penal como proceso de jurisdicción voluntaria. Análisis de una desoída propuesta teórica de cara al derecho positivo colombiano.

Luis Felipe Vivares Porras, Andrés Felipe Duque Pedroza y Miguel Díez Rugeles

Notas al pie

Presentación

El presente libro se ocupa, desde las distintas perspectivas, inclinaciones y motivaciones de sus autores, de la teoría general de la prueba y de los regímenes probatorios en materia civil y penal. Está conformado por distintos estudios que, pese a sus diferencias, pretenden entablar diálogos retroalimentadores entre sí, con miras a gestar en sus lectores, sendos ejercicios hermenéuticos de los que salgan nuevos puntos de vista y mejores soluciones para las dificultades actuales de la práctica forense.

Este es un libro dirigido a los estudiantes. Sin embargo, no creemos que estudiante sea aquel individuo que se ha inscrito en un curso y, pese a la brevedad de su existencia, permite que la misma se le vaya agotando con la misma rapidez con la que se consume un cerillo, viendo pasar sus días sobre la incomodidad de un pupitre y llenando su impróvida cabeza de información que habrá de olvidar. Ese individuo no es un estudiante: es, a lo sumo, una persona confundida que aún no se ha hecho cargo de su vida. Estudiante es quien, acosado por una real y sentida necesidad −por una necesidad «práctica»− se ve obligado a pensar y, para hacerlo, busca elementos de juicio en aulas de clase, en libros impresos, en fuentes virtuales, etcétera. Este libro, en definitiva, quiere servir de herramienta a todo aquel que, como un genuino estudiante, decide reflexionar sobre el complejo fenómeno de las pruebas judiciales.

Es un libro que busca informar al lector, pero también estimular en él una actitud crítica. Serán expuestas algunas instituciones y problemáticas actuales del derecho probatorio, pero desde la altura del pensamiento crítico y la tradición ilustrada, pues lo que se busca es enseñar lo que quizá ha de ser cambiado, revelar lo que tal vez esté urgido de actualización. No se extrañe entonces el lector si en lugar de encontrar un armónico catálogo de conceptos, halle una gran cantidad de problemas que tienen que solucionarse de inmediato.

Por último, es un libro dedicado a la memoria del profesor bolivariano Carlos Jaramillo Restrepo. De él aprendimos que la abogacía, más que un oficio, es una vocación y que los discursos teóricos, desentendidos de la vida real, son palabras al viento.

Las palabras y las pruebas.

Consideraciones sobre algunas ambigüedades, vaguedades y contradicciones del lenguaje probatorio1

Luis Felipe Vivares Porras2

Hernán Vélez Vélez3

1. Introducción

Paradójica es la condición del lenguaje jurídico. Por un lado, es un lenguaje técnico, con palabras con significados exactos, unívocos, muchas veces insólitos para los legos. La sinonimia es reemplazada por la rigidez semántica, la eufonía se sacrifica en favor de la fácil y segura comprensión, excluyéndose figuras tan habituales en la acción comunicativa como la metáfora, la analogía y la elipsis y, por el contrario, favoreciéndose la invención de neologismos y la limitación arbitraria de los significados naturales de las expresiones. Las malinterpretaciones resultan sumamente graves para el Derecho, razón por la cual las fuentes normativas suelen servirse de un léxico limitado pero rigoroso, escaso pero útil, quizá feo (lo que es cuestión de gustos) pero cómodo y funcional para sus usuarios.

Pero, por otro lado, es un lenguaje dirigido a las masas, a las personas comunes y corrientes. No es un lenguaje exclusivo de una élite o dirigido exclusivamente a una casta que resalte del conglomerado social. Si bien, en situaciones excepcionales, las normas jurídicas tienen como destinatarios sujetos especiales, cualificados por alguna condición o posición, la regla generalísima es que las palabras de la ley son pronunciadas para ser escuchadas y acatadas por todo el mundo. La simplicidad del lenguaje jurídico es condición sine qua non de su eficacia, pues resulta muy difícil, si no imposible, obedecer directivas incomprensibles.

Refiriéndose a esta peculiaridad del lenguaje del Derecho, decía Hegel:

La clase de los juristas, que tiene el conocimiento particular de las leyes, suele considerarlo como su monopolio e impedir que se entrometa quien no es del oficio. Así los físicos también tomaron a mal la doctrina de los colores de Goethe porque no pertenecía al oficio y además era poeta. Pero así como nadie necesita ser zapatero para saber que los zapatos le andan bien, tampoco necesita pertenecer al oficio para tener conocimiento sobre objetos que son de interés general. El derecho concierne a la libertad, lo más digno y sagrado en el hombre, y lo debe conocer en la medida en que es para él obligatorio. (1975, p. 254).

Según se deduce de estas palabras, Hegel no ve con buenos ojos la inclinación de los juristas hacia la especialización de su vocabulario. Si el Derecho es, en esencia, la disciplina de la libertad, que es la nota distintiva de lo humano y, por lo mismo, lo más inmediato para el hombre, carece entonces de sentido expresarse en términos recargados de tecnicismos, inteligibles sólo para una orden de ilustrados jurisconsultos. Lo que incumbe a todos, desde el científico hasta al zapatero, debe expresarse en la lengua de todos, la común, la sanchopancesca.

No son equivocadas las palabras del filósofo germano. Pero tampoco son del todo exactas. Habría que recordándole que el Derecho no sólo se ocupa de la libertad, sino también −y muy especialmente− del poder, de esa humana inclinación hacia la dominación de la otredad. Este poder, que tiende a desbordarse, que siempre quiere poder más, es limitado y, en todo caso, legitimado a través de las formas jurídicas. El lenguaje corriente, que suele ser conducente para el normal desenvolvimiento de las conversaciones cotidianas, sufre de unos vicios que resultan particularmente problemáticos para ese vínculo de control que ha de existir entre el Derecho y el poder.

Las imprecisiones, anfibologías, discordancias y descontextualizaciones son tan sólo algunas de las muchas situaciones embarazosas que se presentan durante la actividad comunicativa. Las conversaciones de las personas son casi siempre elípticas y sus objetos, en muchas ocasiones, no hace falta explicitarlos porque están implícitos. El riesgo de la incomprensión es palmario. Para evitar los malentendidos y contrarrestar la insuficiencia o el exceso de las palabras, las conversaciones suelen estar acompañadas de una serie de técnicas que difícilmente pueden utilizarse en el lenguaje escrito4, pero nacen espontáneamente cuando se habla: gestos, muecas, onomatopeyas, acentos, movilidad corporal, etcétera5. El Derecho, sin embargo, se comunica principalmente por la vía de los escritos. Los mensajes legislativos se encuentran contenidos en documentos que han de ser leídos, no escuchados ni, mucho menos, vistos. Esta obviedad nos enfrenta a un problema no siempre apreciado: el éxito de la acción comunicativa en el Derecho radica, en gran medida, en la precisión de las palabras utilizadas. De allí la necesidad de tecnificar en lenguaje de la ley, de especializarlo, reduciendo al máximo su expresividad, evitando así desbordes interpretativos.

En este texto se abordará tal paradoja, pero circunscribiéndose al lenguaje probatorio, concretamente al usado por el legislador colombiano y algunos de los operadores de la normativa respectiva. Se escogerán algunas expresiones que resultan polisemánticas, dudosas y/o contradictorias y se procurará proponer una hermenéutica que permita la comprensión de la ley de acuerdo con la principialística sobre el cual se eleva el edificio procesal-probatorio nacional. Se trata, en suma, de formular interpretaciones (y tal vez, también, reinterpretaciones) a palabras usadas en el seno de la actividad probatoria que, como todas las palabras, quieren transmitir con eficacia los mensajes que contienen, pero que dicho propósito se trunca total o parcialmente, dadas las limitaciones del lenguaje común o el exceso de tecnicismos en el vocabulario oficial.

Inicialmente será estudiada la palabra estelar del derecho probatorio −prueba− señalando su marcada ambivalencia. Posteriormente, se tratará el objeto de la prueba, precisando qué debe ser probado, pasando a distinguir y discutir las condiciones que para la admisibilidad y valoración de las pruebas suele imponer el legislador, finalizando con un análisis del problemático concepto de la finalidad de las actuaciones probatorias de los sujetos del proceso. Al seguir este derrotero, el lector podrá hacerse a una idea justa de las enmarañadas relaciones que se presentan entre las palabras y las pruebas y del ineludible deber que recae sobre los intérpretes del Derecho: aclarar los conceptos para facilitar su uso en la práctica forense.

2. La polisemia de la prueba

«Prueba», palabra que designa el nombre de la disciplina jurídica que incumbe en este escrito, goza de una profunda polisemia que, de pasar inadvertida, puede causar molestos malentendidos. Si se observa con cuidado el lenguaje de los juristas (esto es: el utilizado por el legislador y los jueces, el manejado por los abogados en la práctica forense, el escogido por los teóricos y profesores de derecho) se advertirá que esta palabra es utilizada, por lo menos, en tres sentidos diferentes. Distinguirlos no es solamente un deber teórico: desde un punto de vista normativo, debe advertirse que el legislador procesal, sin hacer explícita la respectiva diferenciación, establece normas diferentes para cada uno de estos distintos sentidos de la expresión. Dado que una sola palabra remite a objetos distintos, el Derecho regula, como cabría esperar, cada uno de ellos de manera heterogénea.

En primer lugar, «prueba» se usa como sinónimo de conocimiento efectivo de la realidad. Es en este sentido que suele escucharse la expresión «ha quedado probado que x» o «el juez ha dado por probado el hecho x». En los sistemas jurídicos anglosajones suele reservarse la expresión proof para aludir a este primer sentido de la palabra prueba. En los ordenamientos hispanoparlantes no se utiliza ninguna palabra especial, pero verificar es un buen sinónimo para entender la prueba en este sentido, siendo la verificación el resultado efectivo de una operación dirigida al descubrimiento de la verdad.

Esta última afirmación es, por decir lo menos, discutible. Desde ámbitos ideológicos en los que se rechaza la posibilidad de un conocimiento verdadero dentro del proceso jurisdiccional, la prueba, en este primer sentido, se desliga totalmente del concepto de verdad. Pero si esto ocurre habría que concluir que en el Derecho, a diferencia de todas las demás disciplinas en las que probar se entiende como conocer, estar al tanto, enterarse, verificar (como ocurre en actividades epistémicas como la investigación histórica o policiaca); la expresión cobra un significado novedoso, privativo y, sobre todo, legal. En efecto: un ordenamiento jurídico sostenido en una ideología negacionista de la verdad, tiene que fabricar, usualmente por medio de la ley, el significado de la expresión probar referida a la actividad realizada por el juez y que, corrientemente, se le asimila al conocimiento de los hechos. Pero de ser este el caso, sería mucho más práctico inventarse una nueva palabra. Con todo, se retomará la discusión sobre el problema de la verdad, algunas líneas más debajo de este texto.

En segundo lugar, la «prueba» es entendida como el material con el que se efectúa la operación cognoscitiva antedicha. Es el dato, la información, la noticia, el elemento de juicio del cual se extrae una conclusión sobre la realidad. En el Common Law se utiliza la expresión evidence para referirse a este segundo significado de la palabra «prueba»; y si bien evidencia es el equivalente castizo de dicha expresión, la misma se utiliza generalmente, en el contexto de los sistemas jurídicos hispanohablantes, como un equivalente de conocimiento efectivo o verificación; es decir: como sinónimo de «prueba» en el primer significado mencionado.

Adviértase que las categorías juridicoprobatorias de pertinencia y utilidad, determinantes en las etapas de admisión y valoración de las pruebas, se refieren a esta segunda asepción de la «prueba», pues son, en síntesis, atributos predicables o no de la información que a título de «prueba» llega al proceso. Asimismo, la valoración de las pruebas, actividad de la que depende, en gran parte, la legitimidad jurídica y política de las sentencias jurisdiccionales, sólo se comprende si se le analiza desde este segundo significado, pues lo que es objeto de valoración es, precisamente, el conjunto de elementos de juicio arrojados al proceso por los medios probatorios, tercer significado de la «prueba» a resaltar en este escrito.

Pero quizá lo más importante en este punto sea subrayar que la clásica distinción entre pruebas directas e indirectas, se comprende plenamente cuando se advierte que la misma supone una diferenciación entre elementos de juicio a valorar por el juez. Antes de ocuparnos de esta clasificación, es prudente reflexionar sobre el concepto de representación, pues toda fuente de prueba es, en esencia, un hecho representativo de otro hecho. Cuando el testigo, por ejemplo, relata al juez que vio como el acusado asesinó a la víctima, no hace otra cosa que representar, traer al presente ante los ojos del juez, abstrayendo del tiempo, el hecho del homicidio. Carnelutti, al respecto, dice que la representación es un “sucedáneo de la percepción; sirve para despertar, mediante un equivalente sensible, la idea que vendría primariamente determinada por la percepción de un hecho” (2000, pág. 102).

Estas reflexiones permiten colegir que si el hecho representado por la fuente de prueba es el mismo hecho a probar, previamente definido al trazarse el objeto de la prueba, esta es una fuente directa o, como es costumbre decir, es una prueba directa. Así, si el hecho a probar consiste en el atropellamiento con vehículo de una persona, la fuente de prueba será directa si el medio probatorio -un testigo puede ser- describe al juez ese mismo hecho, esto es: el atropellamiento.

Nótese como, en virtud de esta cualidad representativa de la fuente de prueba, el juez puede proyectar en su intelecto el hecho a probar como si hubiese estado allí, en el lugar y en el momento en los que el hecho acontecía. Esto requiere, sin duda, una gran capacidad imaginativa por parte del juez, pues debe ser capaz de transportarse, a través de su propia imaginación, hacia los acontecimientos que la fuente probatoria describe. Pero también exige que la fuente sea lo suficientemente clara y prolija, para estimular en el juez esa potencia imaginativa. Ambos requisitos son imprescindibles.

Puede suceder, por otro lado, que el hecho representado por la fuente de prueba sea uno distinto al hecho a probar, pero que sirve, a su vez, para la inferencia de este último. En este caso la fuente es indirecta. Por ejemplo: el testigo manifiesta que encontró el cadáver de una persona con un cuchillo en su vientre, así como el técnico criminalista manifiesta haber hallado las huellas digitales en este cuchillo de una persona conocida. Ninguno de estos hechos representa un homicidio, pero de los mismos es posible inferir la ocurrencia de tal homicidio, así como la identidad de su autor.

En este caso, las potencias imaginativas del juez son menos necesarias que sus aptitudes lógicas. El juez, más que proyectarse en su intelecto la información que le suministra la fuente de prueba, transportándose al hecho representado, debe derivar de las fuentes indirectas la efectiva ocurrencia del acontecimiento que ha de verificar, lo que supone, de su parte, una notable labor constructiva. El juez debe construir en su intelecto, a partir de los elementos suministrados por las pruebas indirectas, el hecho a probar.

Prueba indirecta es otra forma de llamar al indicio, que a diferencia de la terminología usada por el Código General del Proceso colombiano, no es un medio de prueba, es una fuente probatoria, es un dato o elemento a juzgar con miras a arribar a un determinado conocimiento sobre la realidad. Resulta grato notar que al fijar correctamente el significado de las palabras, figuras jurídicas que podrían parecer exóticas o complejas, se muestran en su auténtica simplicidad.

En tercer lugar, «prueba» se refiere también al medio, al vehículo de transmisión de la información a partir de la cual se conoce la realidad. Quizá sea este un caso de metonimia, designándose el continente por su contenido, como cuando se habla de la prueba de testigos o las pruebas documentales, aludiéndose a las personas o cosas que transmiten la información o «prueba» en el segundo significado identificado, gracias a la cual se verifica un acontecimiento de la realidad. Simplificando el fenómeno, puede decirse que un medio probatorio es un ser humano o una cosa, de allí la habitual clasificación entre pruebas personales y pruebas reales o documentales (toda vez que los documentos, según como son regulados6 por el derecho positivo colombiano, son cosas contentivas de información). Su relación con los elementos de juicio mencionados previamente es la existente en el binomio continente – contenido, empero, son unas las normas relativas al contenido y otras al continente. La conducencia, por ejemplo, categoría jurídica que usualmente es mencionada junto con la pertinencia y la utilidad, se refiere al medio probatorio y no, de manera directa, a la información contenida en él.

Resumiendo lo dicho hasta ahora, los tres significados de la «prueba» resaltados en este texto son los siguientes:

• Prueba como conocimiento verdadero de la realidad o, simplemente, acto de verificación.

• Prueba como elemento de juicio o, simplemente, fuente de prueba.

• Prueba como vehículo de transmisión de información o, simplemente, medio probatorio.

Nótese que cada uno de estos significados alude implícitamente distintos sujetos procesales. La prueba como verificación se entiende cabalmente desde la figura del juez, mientras que las fuentes de prueba y los medios probatorios cobran pleno sentido si se les analiza desde las partes. Afirmar que el juez prueba tiene pleno sentido si se advierte que probar en relación con el juez significa verificar las afirmaciones de las partes, decidir sobre la verdad de las hipótesis que cada una de ellas ofrece al proceso.

Por supuesto que la anterior no es más que una alternativa interpretativa, entre muchas otras posibles. Carnelutti, por ejemplo, sostiene lo siguiente:

De la estructura del proceso probatorio examinada hasta aquí resultan tres órdenes de elementos diversos: un hecho a probar (objeto de la prueba); una actividad del juez (percepción, deducción: medio de prueba) y un hecho (o una serie de hechos) exterior (hecho que sirve para la deducción: fuente de prueba). Entendida la prueba como comprobación de la verdad del hecho o como fijación formal del mismo, es el resultado del empleo del medio o medios indicados sobre el objeto (percepción del hecho a probar) o sobre la fuente de ella (percepción del hecho diverso al hecho a probar y deducción de este del hecho a probar); la actividad del juez y los hechos que sirven para la deducción se encuentran, por tanto, respecto de la prueba, en una verdadera relación instrumental. Por desgracia, esta distinción tan neta suele indicarse en el lenguaje jurídico con un mismo vocablo: prueba, tanto el resultado como cada uno de los medios del proceso probatorio. (2000, pág. 67)

Distingue Carnelutti en este texto tres sentidos distintos en los que se usa la expresión prueba. Indudablemente, tanto las expresiones usadas como los significados atribuidas a estas por el autor son susceptibles de crítica; pero, aun así, ha sido proyectada la dificultad capital que acompaña todo examen del concepto prueba: su polisemia.

Otro ejemplo se encuentra en la obra de JerzyWróblewski:

El término “prueba” es polisémico en la lengua del derecho y, en consecuencia, a veces en la lengua de la dogmática jurídica. Las significaciones más importantes son las siguientes: (Dellepiane, 2003)

Prueba 1 como razonamiento en el que el demostrandum está justificado por un conjunto de expresiones lingüísticas (las “pruebas 2”) de las que se deduce por medio de una serie finita de operaciones.

Prueba 2 como expresión lingüística (proposición o valoración) que constituye la base de la “prueba 1”.

Prueba 3 como actividad de una persona que formula la “prueba 2”.

Prueba 4 como el objeto que sirve de fundamento de la “prueba 2”. (2003, pág. 233)

Al respecto, vale la pena destacar la capacidad analítica del autor, que lo ha llevado a distinguir cuatro significaciones distintas de la palabra prueba, confirmándose −no obstante las críticas que sobre tal distinción sea posible realizar− que la definición de la prueba es necesariamente compleja, exigiendo la consideración de realidades distintas (aunque en muchos casos relacionadas).

Más clara, en opinión de quien escribe, es la manera como el profesor argentino Antonio Dellepiane exponía la condición multívoca de la prueba:

La primera dificultad con que se tropieza al abordar el estudio de la prueba judicial, nace de la diversidad de acepciones del vocablo prueba en el derecho procesal. Úsasele, desde luego, en el sentido de medio de prueba, o sea para designar los distintos elementos de juicio, producidos por las partes o recogidos por el juez, a fin de establecer la existencia de ciertos hechos en el proceso (prueba de testigos, prueba indiciaria). En segundo lugar, entiéndese por prueba la acción de probar, de hacer la prueba, como cuando se dice que el actor incumbe la prueba de los hechos por él afirmados: actor probatactionem; con lo cual se preceptúa que es él quien debe suministrar los elementos de juicio o producir los medios indispensables para determinar la exactitud de los hechos que alega como base de su acción, sin cuya demostración perderá su pleito. Por último, con la voz prueba se designa también el fenómeno sicológico, el estado del espíritu producido en el juez por los elementos de juicio antes aludidos, o sea la convicción, la certeza acerca de la existencia de ciertos hechos sobre los cuales ha de recaer su pronunciamiento. En este sentido se dirá que hay prueba o que no la hay. Con lo último se entiende significar no que no existan en el expediente elementos de juicio acumulados (medios de prueba, primera acepción), ni tampoco que no se los haya rendido por los litigantes (segunda acepción), sino que dichos elementos son insuficientes para determinar la convicción, o, lo que es igual, que no existe en el magistrado el estado de conciencia llamado certeza, en razón de haber sido insuficientes, para provocar dicho estado de espíritu, los elementos de juicio que se reunieron. (2003, págs. 7 - 8)

Las transcripciones antecedentes se han plasmado con dos objetivos distintos. El primero, demostrar la premisa inicial: el vocablo prueba es usado de manera ambigua en el contexto del derecho procesal. El segundo, exponer la falta de consenso que existe en la teoría procesal en relación con los significados de las pruebas. Cada autor, tomando como punto de referencia el ordenamiento jurídico en el que se asienta o, por el contrario, pretermitiendo cualquier referencia al mismo y, en su defecto, considerando criterios distintos (derecho comparado, derecho histórico, teoría del conocimiento, etcétera), propone su propia analítica de la prueba.

No obstante esta falta de consenso (o mejor: gracias a ella), la existencia de diversas propuestas teóricas por poner sobre relieve la polisemia de la prueba, permite al operador jurídico, al práctico, servirse de diversas perspectivas conceptuales con miras a comprender mejor el fenómeno probatorio y, en útimas, colaborar con el correcto ejercicio del Derecho.

La triple distinción propuesta en este trabajo, servirá de eje interpretativo de las problemáticas hermenéuticas que se expondrán en adelante. Muchas de ellas se disuelven al proyectarse sobre las mismas la distinción en mención; otras se hacen visibles cuando antes parecían insospechables. Con todo, lo más importante es notar cómo una simple distinción, identificando con rigor los distintos escenarios jurídicos en los que aparece la «prueba», comienza a delinear un horizonte comprensivo mucho más favorable de la normativa probatoria. Resulta, después de todo, que las palabras usadas por el legislador son las correctas, siempre y cuando se interpreten bien.

3. Objeto de la prueba

¿Qué se prueba en un proceso? ¿Qué es lo que tiene que ser verificado por el juez, sirviéndose de los elementos de juicio que las partes, por conducto de los medios probatorios, le aportan? La respuesta tradicional es el título que inaugura este apartado. El objeto de la prueba es lo que tiene que quedar probado en el proceso. Pero es una expresión que, para comprenderse correctamente, debe ser bruñida hasta que en ella brille su preciso significado.

El proceso jurisdiccional propio de los ordenamientos jurídicos contemporáneos, en especial los pertenecientes a familias jurídicas de la misma raigambre que la colombiana, goza de una estructura bastante definida: las partes del proceso coparticipan dentro del mismo con un tercero imparcial, el juez. Un proceso se caracteriza porque el juez, encargado de ejercer la potestad jurisdiccional con miras a componer un litigio, trabaja para tal efecto con las partes procesales, que son las mismas partes del litigio o que, en su defecto, actúan en representación de ellas. El juez, por sí mismo, no puede ejercer su función: requiere de la ayuda de las partes, pues estas no sólo le comunican las condiciones del litigio que las enfrenta, sino que también le aportan herramientas (fuentes de prueba, razones jurídicas) necesarias para la composición del mismo.

Esta es, según Carnelutti, la esencia de la potestad jurisdiccional. Las partes concurren junto con el juez a la composición del litigio. Estado y ciudadanos trabajando mano a mano. Dice el procesalista:

Como ya he intentado explicar, el carácter específico de la función o fuente judicial consiste en que si bien la orden es pronunciada por un tercero (juez), no la dicta éste más que en cuanto las partes se lo piden proponiéndole sus razones. Por eso la jurisdicción toma la forma de un proceso, que se desarrolla a través de la triple fase de la demanda, la instrucción y la sentencia. (Teoría General del Derecho, 2006, pág. 95)

En consecuencia, la realidad que el juez ha de conocer, el conjunto de hechos que habrá de verificar, le llega como información dada por las partes. Son las partes las que comunican al juez los acontecimientos que este habrá de calificar de ciertos o falsos. Porque, en definitiva, en eso consiste la actividad probatoria desplegada por el juez: en decidir qué es cierto y qué es falso en relación con la información que las partes le llevan al proceso. El jurista, al hablar del objeto de la prueba, se refiere precisamente a la porción de la realidad que el juez habrá de conocer para efectos de tomar una decisión. Porción que, como se dijo, llega al conocimiento del juez por medio de lo que las partes del proceso le dicen, le aseveran.

De todos los actos realizables por las partes en un proceso, son las aseveraciones −y solamente ellas− las que incumben para efectos de identificar el objeto de la prueba. Aseveración es una afirmación a título de verdad o, lo que es lo mismo, una afirmación que en sí misma contiende la garantía de su veracidad. Quien asevera lo hace asegurando un hecho como cierto, independientemente de si en realidad es cierto o falso. Precisamente es el juez quien debe decidir sobre la veracidad o falsedad de este aserto; las partes lo dan por cierto y así lo expresan. Al aseverar, las partes narran al juez los hechos del litigio que las enfrenta y que habrá de ser objeto de juzgamiento por este último. Cuentan ellas con distintas oportunidades para la formulación de sus aseveraciones, siendo la demanda y la contestación las más comunes. Incluso puede afirmarse que la demanda y la contestación contienen las historias, las narraciones, las hipótesis de las partes sobre los hechos del litigio. Sólo que, al tratarse de aseveraciones, las hipótesis no se presentan como tal, como hipótesis o suposiciones, sino como categóricas y fidedignas descripciones de la realidad.

El objeto de la prueba está conformado por las aseveraciones de las partes. Ellas afirman la ocurrencia de unos hechos que las han llevado al litigio en el que se encuentran, debiendo el juez determinar cuáles aseveraciones se compadecen efectivamente con la realidad y cuáles, por el contrario, se apartan de ella.

Es posible que el legislador se limite a fijar como objeto de prueba las aseveraciones de las partes, en las condiciones recién expuestas. Es posible, pero no es común: normalmente (y la historia de nuestro derecho probatorio es muestra de ello) el legislador cincela aún más el objeto de la prueba, exigiendo que de él hagan parte solamente las aseveraciones inadmitidas entre las partes y, a contrario sensu, que no sean objeto de actividad probatoria las aseveraciones admitidas. Si una parte asevera la ocurrencia de un hecho y la otra lo admite (sea porque, a su vez, afirma el mismo hecho o, lo que es más común, manifiesta que lo considera cierto), la aseveración inicial no hace parte del objeto de la prueba, pues el juez no ha de verificar lo que no es objeto de discusión entre las partes.

En efecto: existen ordenamientos jurídicos en los que de manera expresa, el legislador ordena al juez a tener por ciertos los hechos admitidos por las partes. En este caso, las aseveraciones admitidas no hacen parte del objeto de la prueba, porque por mandato legislativo la aseveración habrá de tenerse por cierta para efectos de la formulación de la sentencia. Así, por ejemplo, Carnelutti, al comentar el Código Procesal italiano de 1865, expresa lo siguiente:

En cuanto a la posición de la situación de hecho, el juez, en lugar de tener que ajustarse estrictamente a la realidad, ha de acomodarse a las afirmaciones de las partes (…) de un lado, porque no puede poner una situación de hecho que no haya sido afirmada por una (cuando menos) de las partes y, de otro, porque no puede dejar de poner (omitir) una situación de hecho que haya sido afirmada por todas las partes. La afirmación unilateral (discorde) de un hecho es condición necesaria para su posición en la sentencia; la afirmación bilateral (concorde) es a tal fin condición suficiente. Los hechos no afirmados no pueden ser puestos; los hechos afirmados concordemente tienen que ser puestos. (Carnelutti F., 2000, pág. 7)

Empero, hay ordenamientos, como sucede actualmente en el colombiano, que no disponen de manera expresa nada al respecto. Es así como, en principio, habría qure concluir que todas las aseveraciones de las partes, admitidas, inadmitidas e incluso controvertidas, tendrían que ser objeto de verificación por parte del juez. Pero la verdad es que los jueces suelen dar por probados los hechos aseverados y admitidos, por considerar que los mismos no hacen parte del litigio que enfrenta a las partes. Evidentemente esta práctica supone un riesgo, pues las partes perfectamente podrían ponerse de acuerdo sobre la existencia o inexistencia de hechos, buscando ingerir indebidamente en el sentido de la decisión jurisdiccional que se busca dentro del proceso (las partes, en otras palabras, podrían engañar al juez). Pero este es un riesgo tolerable y evitable con otras herramientas jurídicas, pues resulta sumamente ventajoso en términos de economía procesal, evitar que el juez tenga que verificar aquello sobre lo cual las partes no discuten.

Ahora bien, ¿cómo se admiten o inadmiten las aseveraciones? Adviértase que en virtud del principio procesal del contradictorio (también llamado principio de bilateralidad de la audiencia e identificado con la expresión latina altera audita pars), las afirmaciones que realiza una parte son puestas a disposición de la contraparte, para que esta se pronuncie al respecto. De las afirmaciones posibles de las partes, las aseveraciones son manifestadas en oportunidades definidas previamente por la ley, siendo, como ya hemos dicho, la demanda y la respectiva contestación las oportunidades más comunes principales. Pues bien: una parte admite una aseveración si, frente a una afirmación de su contraparte, responde que esta es cierta; inadmite, por el contrario, dicha aseveración, si replica afirmando que el hecho no es cierto o que no le consta su existencia. Guardar silencio sería otra alternativa para dar por inadmitida una aseveración, pues callar no significa, propiamente, admitir el hecho. Sin embargo, en este punto debemos atenernos a lo que al respecto establezca cada ordenamiento jurídico. Disposiciones contenidas en el Código General del Proceso7 y el Código Procesal del Trabajo y la Seguridad Social8, llevan a concluir que el silencio es tratado como una forma de admisión de las aseveraciones.

Según la normativa probatoria civil colombiana, existen, además, ciertas aseveraciones que, aún inadmitidas y controvertidas por las mismas partes, no hacen parte del objeto de prueba, sea porque los hechos aseverados ya son de conocimiento judicial o, por el contrario, porque la verificación de los mismos es imposible. En este caso, podemos hablar de exclusiones o exenciones probatorias: hechos aseverados que no son verificados por el juez dentro del proceso, pese a la discusión que sobre los mismos surja entre las partes.

En primer lugar, contémplese el fenómeno de aseveraciones relativas a hechos notorios. Un hecho notorio es un hecho de público y generalizado conocimiento, un acontecimiento común para todo el mundo que, por lo mismo, ya es conocido por el juez. Este, en este sentido, no tiene que verificar un hecho que conoce de antemano y que también es conocido por las partes del proceso.

Adviértase, con todo, que la notoriedad es un atributo de un hecho sobre el cual alguien debe decidir. En otras palabras: alguien debe establecer si un hecho es o no es notorio. Ese “alguien” es, en lo que respecta al proceso jurisdiccional, el juez. Es él quien decide sobre la notoriedad de los hechos aseverados por las partes y, en definitiva, de él depende si la aseveración respectiva será o no parte del objeto de la prueba. La valoración como notorio que de un hecho cualquiera hace el juez pasa por un ejercicio argumentativo susceptible de controles, tanto por las partes del proceso, como por otras autoridades judiciales. Esto quiere decir que al considerar un hecho como notorio, un juez debe estar dispuesto a defender esta opinión ante las partes y, lo que es más importante, ante instancias de control competentes para modificar total o parcialmente el sentido de sus decisiones.

Téngase en cuenta, finalmente, que no existe ningún impedimento para que alguna de las partes procesales afirme un hecho contrario al hecho notorio y que este se integre al objeto de prueba. En este caso, la notoriedad del hecho sería objeto de discusión dentro del proceso, lo que supondría para las partes la carga de aportar fuentes de prueba, ora dirigidas a demostrar la notoriedad del hecho, ora para demostrar el carácter no notorio del mismo.

En segundo lugar, excluidas del objeto de prueba se encuentran las aseveraciones relativas a un hecho presumido. A veces el legislador establece que de comprobarse la ocurrencia de un acontecimiento, deberá darse por verificada la ocurrencia de un hecho distinto. Así, por ejemplo, si se verifica que la madre de un recién nacido se encontraba en unión matrimonial con un hombre al momento del nacimiento, queda probado que este último es su padre. En primer lugar, tenemos un hecho conocido o hecho probado; en segundo lugar, un hecho presunto.

En tercer lugar, las aseveraciones indefinidas se encuentran también excluidas del objeto de prueba, pero en este caso la exclusión se debe a la imposibilidad en la que está el juez de verificar dichas aseveraciones. Una aseveración es indefinida cuando alude a un hecho no determinable por circunstancias de tiempo, modo y/o lugar. Un hecho indefinido es tal porque no pueden predicarse sus circunstancias, sus condiciones de ocurrencia. Nótese que todo acontecimiento se presenta siempre en un tiempo y lugar determinados, bajo modos y formas específicas. Probar un hecho, verificar su existencia, conlleva conocer con exactitud el tiempo, el lugar y el modo bajo los cuales el hecho aconteció.

Por ejemplo: si el demandante afirma “ser un excelente padre”, esta aseveración no puede ser objeto de comprobación, porque “la excelencia paternal”, en sí misma considerada, no es un hecho; es, a lo sumo, el juicio de valor que podría predicarse sobre unos hechos determinados. Esto no quiere decir que ser un “excelente padre” o un “buen hombre de negocios” -otro ejemplo de un aseveración indefinida- sean problemáticas ajenas a las propias de los procesos; dependiendo de las características y peculiaridades del litigio que sea objeto de composición procesal, puede ser necesario que una persona sea calificada de buen padre o buen negociante, pero esto supone para las partes procesales la carga de formular aseveraciones definidas cuya verificación sea posible, de manera que luego de la actividad probatoria desarrollada por el juez, este pueda concluir que, en efecto, una persona es un excelente padre o un negociante ejemplar.

Al considerarse las aseveraciones indefinidas, suele prestarse particular atención en las aseveraciones negativas o, simplemente, negaciones. Estas, al igual que las aseveraciones positivas, sólo pueden probarse si aluden a acontecimientos circunscritos temporal, espacial y modalmente. No es verdad, por consiguiente, que las negaciones no se prueben o que las mismas sean objeto de una prueba “diabólica”: si las mismas se encuentran definidas, si es posible identificar las circunstancias en las que no se presentó un hecho, su prueba es posible.

La verificación de una aseveración negativa se logra con la verificación de la coartada, que puede definirse como el hecho cuya ocurrencia imposibilita la ocurrencia del hecho negado. En otros términos: la coartada es el hecho contrario al hecho aseverado como inexistente. Al respecto, considero valiosas las siguientes palabras del profesor Michelle Taruffo:

Sobre la prueba negativa (o contraria) hay que observar que tiene una autonomía funcional propia y encuentra su espacio siempre que se trata de demostrar que un hecho no se ha producido. De este modo, la prueba negativa se caracteriza por su finalidad (la demostración de la aserción que niega un hecho) (…) Esto sucede cuando la demostración negativa de un hecho se produce mediante la demostración (positiva) de un hecho incompatible con aquel. Es el problema de la prueba de la coartada, mediante la que se puede probar que no se ha estado en un determinado lugar en cierto momento demostrando (por ejemplo mediante testigos) que en ese mismo momento se estaba en otro lugar. (2005, págs. 459 - 460)

Pero volvamos al problema de las aseveraciones indefinidas. De lo dicho hasta el momento podría concluirse que, tanto frente aseveraciones positivas como negativas, las partes tienen una verdadera carga de definición, pues, si quieren encontrarse en condiciones favorables para un fallo a su favor, deben emitir sólo aseveraciones susceptibles de prueba, que son las definidas. Sin embargo, en algunas ocasiones, en virtud de la institución de la carga de la prueba, una de las partes del proceso puede aseverar indefinidamente, pues sabe de antemano que es su contraparte la que tiene la carga de aportar fuentes de prueba al proceso, so pena de obtener un fallo desfavorable.

Finalmente, para cerrar este apartado destinado a delimitar los alcances del objeto de la prueba, cabe hablar de la llamada prueba de las normas jurídicas.

El juez es juez, suele decirse, porque conoce el derecho: iura novit curia. Es una afirmación razonable: los jueces son los funcionarios estatales encargados de juzgar a los demás de acuerdo con el derecho objetivo. La posibilidad excepcional que tienen los jueces de proferir fallos en equidad o de conformidad con reglas técnicas distintas a derecho, confirman la regla general, según la cual los jueces adoptan sus decisiones con base en las normas constitutivas de un ordenamiento jurídico.

Nótese, sin embargo, que frente la composición procesal de un litigio, el juez no se encuentra sujeto a las afirmaciones que las partes realicen sobre las normas jurídicas aplicables. Si bien el juez requiere de las partes para conocer la verdad en relación con los hechos de la litis que las enfrenta, no depende de ellas para la escogencia de las normas idóneas para la composición de la misma. Al respecto, harto claras son las palabras de Carnelutti:

En cuanto a la posición de la norma jurídica, el juez ha de atenerse estrictamente a la realidad (del orden jurídico): no puede poner una norma que no exista, aunque la afirmen las partes, ni puede omitir una norma que exista, aunque ellas la callen. Así, pues, este aspecto de su actividad se reduce a un problema de conocimiento del orden jurídico y a su solución se encaminan múltiples providencias, que se extienden desde la comprobación (examen) de la adecuada cultura jurídica del magistrado, hasta el suministro de los medios materiales que le permitan conservar o acrecer la cultura misma. (La prueba civil, 2000, pág. 5)

Sin embargo, la complejísima configuración de los ordenamientos jurídicos actuales dificulta −y, sin duda, imposibilita de cuando en vez− que los jueces conozcan todas las normas jurídicas aplicables para la composición de un litigio. De allí que algunos de estos ordenamientos, el colombiano entre ellos, dispensen a los funcionarios judiciales del conocimiento de ciertas normas jurídicas, pero, simultáneamente, establecen los mecanismos para corregir esta deficiencia epistémica en el curso de un proceso específico. En nuestro caso, las normas de derecho local, el derecho consuetudinario y el derecho extranjero son manifestaciones normativas que un juez no tiene que conocer previamente para ejercer su labor.

La ley suele hablar de “prueba de las normas jurídicas”, pero en realidad estamos frente a un fenómeno muy diferente. En relación con los hechos del litigo, el juez ha de conocer la realidad, pero para ello depende de las aseveraciones que las partes le hagan al respecto y, principalmente, de los elementos de juicio que a título de fuentes de prueba las mismas partes le presenten. El juez conoce la realidad por conducto de las partes y sólo por conducto de ellas. Pero tratándose de las normas jurídicas, el problema es diferente: el juez debe fallar de acuerdo con la realidad del orden jurídico, independientemente de lo que las partes prueben o dejen de probar sobre este particular. Que los jueces no deban estar al tanto de ciertas normas, quiere decir, solamente, que su falta de uso en una decisión es disculpada, no que se encuentren determinados por las actividades de las partes al respecto.

4. «Condiciones» de la prueba

La codificación procesal colombiana condiciona la recolección, la práctica y la valoración de las pruebas, al exigir de ellas cuatro cualidades: pertinencia, licitud, utilidad y conducencia. Procuremos precisar estos conceptos, identificando el significado de la «prueba» al cual se refieren.

El proceso jurisdiccional −sin importar su especialidad− cuenta con un momento específico en el que el juez debe establecer el objeto de la prueba. Fijación del litigio o expresiones análogas son usadas por el legislador para denominar esta oportunidad que, en el proceso civil colombiano, aparece en la audiencia inicial. Durante este primer encuentro, los sujetos procesales han de realizar distintos actos, siendo uno de ellos la definición de los hechos a probar, esto es: la identificación de las aseveraciones que han de ser verificadas por el juez y, por lo mismo, soportadas por las fuentes de prueba que alleguen al proceso las partes.

Es este un momento significativo del proceso, pues de él dependerá gran parte de las actuaciones subsiguientes de todos los sujetos procesales. Al fijar el objeto del litigio, el juez delimita los extremos del debate a realizarse, condicionando el sentido de las razones que las partes habrán de presentar y, principalmente, delimitando el contenido del material probatorio que ha de ingresar al proceso. Esta relación de dependencia, de subordinación entre las fuentes de prueba que son presentadas al juez para su valoración y las aseveraciones constitutivas del objeto de la prueba, es lo que suele llamarse pertinencia o relevancia de la prueba.

La pertinencia es la primera condición que ha de repararse en la prueba. Sólo las pruebas pertinentes son admisibles en el proceso. Pero evítense confusiones: pertinencia y admisibilidad no sólo son condiciones jurídicas diferentes, sino que también se refieren a fenómenos probatorios diferentes. Mientras la admisibilidad atañe al uso legítimo de los medios de prueba, la pertinencia es una propiedad predicable de las fuentes de prueba. Es una distinción importante, porque la misma refleja una cualidad básica del ordenamiento probatorio: los medios de prueba son calificables en términos de licitud/ilicitud (es decir: de admisibilidad/inadmisibilidad) pero las fuentes lo son bajo parámetros de pertinencia/impertinencia, no siendo intercambiables estos criterios de calificación: es posible decidir si determinado medio de prueba es lícito o no, es posible definir si una fuente de prueba es o no es irrelevante, mas no es posible valorar como lícita/ilícita una fuente o de relevante/irrelevante un medio de prueba.

¿Qué sentido tendría afirmar que un medio de prueba cualquiera, dígase un documento, con independencia de su contenido (de las fuentes de prueba contenidas en él), es irrelevante? ¿Cómo, sin tener en cuenta los elementos de juicio concretos emitidos por un perito, podría tildarse de pertinente un dictamen pericial? ¿Tiene sentido afirmar que un particular conocimiento que tiene un testigo y comparte con el juez es ilícito? ¿Es lícita o ilícita la información per se? Sólo cuando los criterios de calificación apuntan de manera correcta a sus reales destinatarios, cobran sentido: ¿es posible tildar de ilícita la aportación de un documento? Sí: en los casos en los que se ha recaudado contraviniendo el orden jurídico o en los que se ha verificado una falsedad material; ¿puede calificarse de irrelevante un testigo? Sí, cuando lo que se tiene en cuenta no es la persona del testigo o el acto mismo de rendir testimonio, sino el producto de dicho acto, que no es nada distinto a la información suministrada por el testigo.

Considérese, por otro lado, que un medio de prueba admisible puede comunicar una o varias fuentes de prueba, cada una de ellas susceptible de ser calificada de relevante o irrelevante, así como puede suceder, en los más desafortunados de los casos, que el medio de prueba no provea ningún elemento de juicio (ejemplo: el testigo manifiesta puras suposiciones suyas en relación con los hechos en litigio). Asimismo, puede suceder que un medio de prueba se estime como inadmisible y, a pesar de ello, contener una o varias fuentes de prueba totalmente relevantes.

Es posible, por otra parte, que el legislador limite el uso de pruebas lícitas en relación con determinadas fuentes de prueba. Esto es: puede darse el supuesto que el legislador, por diversas razones, determine que ciertas fuentes de prueba sólo podrán ser comunicadas mediante ciertos medios de prueba o que, también, una fuente de prueba no pueda ser comunicada por un medio de prueba. Así surge la idea de conducencia de la prueba, es decir, la idoneidad de un medio de prueba concreto para transmitir una fuente de prueba específica. En línea de principio, puede afirmarse que en Colombia existe una regla general de conducencia, en virtud de la cual por regla general todo medio de prueba es idóneo para transmitir toda fuente de prueba. Esta regla estaría afincada en una idea varias veces repetida: para probar la verdad de una aseveración, lo ideal es que se permita el uso de cualquier recurso probatorio. Pero, como toda regla general, la que se viene comentando tiene sus excepciones. Por ejemplo, el Decreto 1260 de 1970, por el cual se expidió en Colombia el Estatuto del Registro Civil, establece en su Título X, entre el artículo 101 y 109 del decreto en mención, el régimen probatorio del estado civil de las personas. En uno de sus artículos dice lo siguiente:

Artículo 105. Los hechos y actos relacionados con el estado civil de las personas, ocurridos con posterioridad a la vigencia de la Ley 92 de 1938, se probarán con copia de la correspondiente partida o folio, o con certificados expedidos con base en los mismos.

En caso de pérdida o destrucción de ellos, los hechos, y actos se probarán con las actas o los folios reconstruidos o con el folio resultante de la nueva inscripción, conforme a lo dispuesto en el artículo 100.

Como se observa, no basta aportar medios de prueba lícitamente obtenidos que transmitan fuentes pertinentes. Es necesario poner a disposición del juez la prueba conducente, que en el caso ejemplificado no es otro que la copia de la partida, folio o certificados del registro civil9.

Finalmente, existe un concepto altamente problemático usado para indicar una propiedad específica de las pruebas. Se habla de la utilidad de la prueba; concepto que indica la necesidad que tiene el proceso de usar sólo las pruebas que le presten un verdadero proceso y librarse de las que resulten verdaderamente superfluas. En este sentido se pronuncia Jairo Parra Quijano:

Los autores modernos de derecho probatorio resaltan el móvil que debe estimular la actividad probatoria, que no es otro que el de llevar probanzas que presten algún servicio al proceso para la convicción del juez: de tal manera, que si una prueba que se pretende aducir no tiene este propósito, debe ser rechazada de plano por aquel (PARRA QUIJANO, Jairo. Manual de Derecho Probatorio. Obra citada, p. 156.)

Teniendo claros estos conceptos, puede pasarse a analizar el artículo 168 del Código General del Proceso, que dice lo siguiente:

RECHAZO DE PLANO. El juez rechazará, mediante providencia motivada, las pruebas ilícitas, las notoriamente impertinentes, las inconducentes y las manifiestamente superfluas o inútiles.

La poquedad de las palabras de esta disposición podría sugerir, falazmente, la simplicidad interpretativa de esta disposición. Nada más lejos de la realidad. El primer problema se presenta en relación con la oportunidad de rechazo. La interpretación más habitual en la práctica forense es que el juez, al momento de decidir sobre la admisibilidad de un medio de prueba al proceso, debe pronunciarse igualmente sobre la necesidad de su rechazo. Pero si es así, se tiene que el juez debe decidir sobre las condiciones de licitud, pertinencia, conducencia y utilidad de las pruebas antes de su diligenciamiento en el proceso, esto es: antes de conocer, efectivamente, la información suministrada por tales medios de prueba.

Quizá las condiciones de licitud y conducencia, propias de los medios de prueba, sean susceptibles de verificación en una etapa procesal en la que aún no se ha desplegado el material probatorio traído por estos. La admisibilidad y la conducencia son condiciones estrictamente legales y, por lo mismo, es posible definir la legalidad o conducencia de un medio de prueba independiente de su contenido, a partir de la identificación y correcta interpretación de las disposiciones legales que regulan el medio de prueba en concreto. Pero esta es una posibilidad contingente, que puede presentarse tanto como no presentarse. Tal vez se haya aportado a un proceso un documento contentivo de una información privilegiada y secreta, pero sólo podrá excluirse cuando el juez, valorando la información del documento, advierte su naturaleza privilegiada y secreta. Quizá alguna parte pretenda probar la propiedad sobre un bien inmueble con el testimonio de un tercero, yendo en contravía de la norma que regula la conducencia exclusiva de un documento en particular para tal efecto; pero el juez sólo podrá advertir la inconducencia del testigo al escucharlo, al valorar su testimonio. Salvo que las partes anticipen con rigor y detalle el objetivo probatorio perseguido con los medios de prueba que aporta o solicita practicar, es improbable que el juez se encuentre en capacidad de decidir sobre la admisión o rechazo de un medio de prueba antes de conocer y valorar la información comunicada por este.

Mucho más difícil es la decisión sobre la relevancia de las pruebas. El juez debe rechazar un medio de prueba si su contenido es irrelevante respecto del objeto de prueba. Pero nótese que este es un deber que exige mucho del juez, aún cuando el artículo sea tan lacónico al respecto. Se ha consagrado una regla de exclusión que más o menos dice lo siguiente: aquel medio de prueba que a juicio del juez contenga fuentes de prueba irrelevantes deberá ser rechazado por este. Pero resulta que la efectiva relevancia o irrelevancia de una fuente de prueba sólo es determinable una vez se ha surtido la etapa valorativa de la prueba, etapa que, en relación con el contexto en el que se inserta la disposición en comento −etapa de recolección de pruebas− es aún lejana. ¿Cómo puede entonces el juez decidir si rechaza una prueba por irrelevante en el momento en que apenas se están recolectando los recursos probatorios?

Debe el juez, al respecto, proveer un juicio hipotético acerca del resultado final de la valoración probatoria, por medio del cual conjeture si la prueba en cuestión tendrá a futuro incidencia en la verificación del thema probandum del proceso. Para tal efecto resulta imprescindible, una vez más, que la parte que arrima la prueba al proceso (sea ofreciendo pruebas que haya preconstituido por fuera del proceso o solicitando la constitución de una prueba dentro del proceso) haga explícito el objetivo perseguido con dicha prueba, o lo que es lo mismo: indique exactamente qué pretende probar con la prueba allegada, en forma similar a lo que ocurre en las preliminary hearings del sistema angloamericano, en el que se discute, entre otras cosas, la relevancia de una prueba. A este respecto muestra sus falencias el Código General del Proceso: no existe una disposición que, de manera general, imponga a las partes el deber de hacer explícitos los hechos que pretenden probar con las pruebas cuya admisión solicitan al juez. Claro que hay excepciones: el artículo 212, relativo a la declaración de terceros (testimonio), tiene una exigencia en este sentido, así como el artículo 237 relativo a la inspección judicial. Pero no pasan de ser excepciones, de las cuales no es posible deducir un principio general.

Problema análogo se presente en relación con la inutilidad o superfluidad de la prueba. Se exige al juez que rechace las pruebas superfluas, esto es: las fuentes de prueba que resulten innecesarias para la verificación de los hechos. ¿Pero cómo saber que una prueba es innecesaria cuando apenas se están recolectando, no valorando sus méritos? Otra vez, se le exige al juez especular sobre el real valor de una fuente de prueba para definir su efectiva necesidad. Para que dicho juicio sea correcto, se requiere que la parte haya hecho explícitas sus intenciones con dicha prueba, lo que no siempre se presenta toda vez que, como ya se indicó, no existe un mandato legal que de manera general imponga tal deber.

Todo lo dicho en relación con la irrelevancia e inutilidad de la prueba como elementos condicionantes del deber judicial de rechazar la asunción de un medio de prueba específico, se condensa en la siguiente cuestión: ¿qué hacer cuando el juez no tiene los elementos suficientes para decidir en la etapa de recolección de materiales probatorios si una determinada prueba es irrelevante y/o inútil? ¿Qué hacer en caso de duda sobre la relevancia y/o utilidad de una prueba? Una alternativa es sostener con Thayer (2005, pág. 429) que la duda ha de resolverse negativamente, rechazando el medio de prueba, pues de lo contrario, se corre el peligro de que sobreabunden pruebas que, a la postre, resulten irrelevantes, haciendo más trabajosa la actividad valorativa de la prueba y poniendo en peligro la efectiva verificación de los hechos aseverados por las partes. La otra opción es admitir todas las pruebas frente a las cuales se dude de su relevancia y/o utilidad, posponiendo hasta el momento de la valoración probatoria la decisión a este respecto.

5. Los objetivos de la actividad probatoria

El fin de la prueba es la rúbrica de uno de los capítulos más tradicionales de la Teoría General de la Prueba. Identificar la finalidad que persiguen los actores de la prueba dentro del proceso, que en últimas es la que justifica toda actuación probatoria dentro de este, es, sin duda, un problema capital para el pensamiento jurídico. Pero como suele ocurrir con los problemas fundamentales del Derecho, el desacuerdo teórico es la regla general. Existen diversas posturas al respecto, muchas de ellas excluyentes entre sí. Hay, por poner un ejemplo, quienes consideran que los objetivos probatorios dependen de la finalidad institucional que se le asigne al proceso (Taruffo, 2005, pág. 37 y ss) e, incluso, quienes sostienen que el modelo de Estado, determinante para la configuración de las formas jurídicas, define el fin que orienta toda praxis probática (Damaska, 1986).

Pero si se analizan tales posturas, se notará que, muchas veces, aluden a objetos diferentes. No siempre se piensa en el mismo significado de la palabra «prueba» cuando se especula sobre el fin de esta institución. Habría que hablar, en realidad, de los fines de las pruebas. A sujetos procesales distintos, actos diferentes y, por consiguiente, finalidades disímiles. La actividad probatoria desplegada por las partes no persigue, con toda razón, los mismos objetivos que guían las actuaciones probatorias de los jueces. Son sujetos ubicados en posiciones jurídicas heterogéneas, impulsados unos por el afán de conseguir el reconocimiento y la protección institucional de unos intereses concretos, otros por la necesidad de cumplir deberes impuestos por el orden normativo.

La prueba entendida como un acto judicial de obtención de conocimiento, de aprehensión de la realidad, no puede tener otro fin que el conocimiento efectivo de esta. La búsqueda y alcance de la verdad, de un veraz conocimiento sobre los acontecimientos que rodearon el litigio presentado por las partes, es lo único que justifica toda actuación probatoria que se le asigne a juez y, en general, a cualquier tercero imparcial encargado de resolver una controversia, previo conocimiento de unos hechos; pues, de no ser así, carecerían por completo de sentido las dinámicas procesales contemporáneas, esto es: no se entendería por qué los procesos, sin importar el tipo de especialidad, están estructurados en la forma como lo están.

En efecto: todo proceso jurisdiccional cuenta con etapas en la que las partes le narran al juez los hechos del litigio y, otras, en las que se procura que el juez conozca efectivamente estos hechos. Además, las reglas que disciplinan la motivación judicial suelen establecer, en relación con la sentencia principalmente, el deber de manifestar qué quedó probado, conocido, verificado. Quizá si no se establecieran fases procesales dirigidas, casi exclusivamente, a que el juez se entere de unos acontecimientos, podría especularse que la finalidad de la actividad judicial probatoria difiere de la búsqueda de la verdad; pero tal y como están las cosas, tal y como se encuentran reguladas las actuaciones del poder jurisdiccional, no cabe duda que al juez se le exige alcanzar un conocimiento cierto, veraz, inequívoco de la realidad.

Podría objetarse afirmando que, en efecto, los legisladores suelen fijar la verdad como fin de la prueba −en sentido judicial− pero que no deberían hacerlo. Este argumento de lege ferenda, válido como cualquier otro de este tipo, supondría no sólo sugerir una finalidad de la prueba distinta al conocimiento de la realidad, sino también promover cambios funcionales y estructurales del proceso. Habría, en definitiva, que inventarse un tipo inaudito de proceso, con etapas radicalmente opuestas a las que se conciben en la actualidad, disponiéndose sus elementos en forma tal que la finalidad propuesta pudiere alcanzarse. Pero limitarse a afirmar que la verdad es una ilusión, que es inalcanzable por la vía procesal, que es una finalidad propia del Totalitarismo, sin proponer nuevas alternativas procesales, es un ejercicio pueril y desgastante, propia de juristas de tablero que entre sus últimas prioridades se encuentra impactar la práctica forense.