Ética del profesorado - Francisco Esteban Bara - E-Book

Ética del profesorado E-Book

Francisco Esteban Bara

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Beschreibung

Necesitamos profesores que sepan explicar las cosas que conocen, que estén a la última en nuevas tecnologías y en novedosas estrategias didácticas y que, además, motiven a los alumnos y que se comporten de manera responsable, justa, respetuosa y empática. En definitiva, necesitamos expertos profesionales que cumplan con la deontología de la profesión docente. Y, sin embargo, ¿son solo así los profesores que necesitamos?, ¿es suficiente con disponer de conocimientos y técnica y con respetar ciertos principios éticos? Algo nos dice que no: también necesitamos que los profesores sepan enseñar más allá del plano académico, que hagan de la educación una maravillosa aventura humanizadora; un auténtico acontecimiento de transformación personal. La Ética del profesorado que aquí se presenta se centra en esta buena influencia educativa y personal que un profesor puede ejercer en los alumnos y que produce dignos y admirables resultados. Este libro no es un recetario: la ética no pretende dar soluciones sino promover una madurez argumentativa. Precisamente, eso es algo en lo que destacan los profesores que consideramos insustituibles, los que convierten la educación en una espectacular obra de arte.

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Francisco Esteban Bara

ÉTICA DELPROFESORADO

Herder

Diseño de la cubierta: Caroline Moore

Edición digital: José Toribio Barba

© 2018, Francisco Esteban Bara

© 2018, Herder Editorial, S.L., Barcelona

ISBN DIGITAL: 978-84-254-4167-7

1.ª edición digital, 2018

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com)

Herder

www.herdereditorial.com

ÍNDICE

A MODO DE INTRODUCCIÓN

EL PROFESOR INSUSTITUIBLE

Entrar sin querer y no querer salir

Conquistar mentes y corazones

EL PROFESOR Y SUS FORMAS DE ENAMORAR

El amor está en el aire

Un plan moral, ¿para quién?

¿De dónde bebe la identidad moral?

Enfocar la identidad moral, ¿pero hacia dónde?

El panorama tras el debate

OBSTÁCULOS PARA LA AVENTURA HUMANIZADORA

Verduras a elegir

Agrandar el protagonismo del alumno

Borrar los horizontes del mapa moral

Alabar el escepticismo

Reunión de obstáculos para la aventura humanizadora

POSIBLES TAREAS PARA ENAMORAR AL ALUMNO

Remar contra corriente, ¡como Louis Germain!

Acoger al alumno simplemente, vivir con él

Construir un petit paradis

Transmitir lo mejor de lo mejor

Recopilando tareas, a modo de resumen

INVITACIONES PARA LA FORMACIÓN DE PROFESORES

En busca del artesano

Ni uno para todos ni todos para uno, todos para la educación

De la estrecha senda al campo abierto

Dejar de ser perfectos desconocidos y conversar, conversar y conversar

Vivir algo quijotesco

«El principito se fue a ver nuevamente las rosas […]. Sin duda que un transeúnte común creerá que mi rosa se os parece. Pero ella sola es más importante que todas vosotras, puesto que es ella la rosa que he regado. Puesto que es ella la rosa que puse bajo un globo. Puesto que es ella la rosa que abrigué con el biombo. Puesto que es ella la rosa cuyas orugas maté (salvo dos o tres que se hicieron mariposas). Puesto que ella es la rosa a la que escuché quejarse, o alabarse, o aun, algunas veces, callarse. Porque ella es mi rosa».ANTOINE DE SAINT-EXUPÉRY, El Principito

Dedicado a Cristina, principita de nuestra rosa

A MODO DE INTRODUCCIÓN

Imaginemos que alguien se sitúa en una concurrida calle de alguna de nuestras ciudades y plantea a los viandantes la siguiente pregunta: ¿qué profesores quiere usted para sus hijos, nuestras escuelas, nuestra comunidad, para este mundo en el que vivimos? Podemos afirmar, y desearíamos no equivocarnos, que el cándido personaje recibiría una respuesta mayoritaria que se podría resumir en algo así como: «¡Qué quiere que le diga, quiero buenos profesores, los mejores posibles!». Y también podemos vaticinar con cierta seguridad que tras esa escueta y contundente contestación encontraríamos diversas interpretaciones. Una de ellas: habrá gente para la que los buenos profesores son aquellos que tienen muchos conocimientos, que saben explicar todo lo que saben, que están a la última en nuevas tecnologías y en novedosas corrientes pedagógicas, que motivan a su alumnado, que se entienden con las familias, que detectan y solucionan dificultades de aprendizaje, problemas de actitud y comportamiento, etc. En definitiva, auténticos profesionales, individuos cualificados y preparados para lidiar con cualquier circunstancia educativa que se les ponga por delante.

Otra interpretación posible y no menos importante que la anterior sería la que sigue: habrá gente que con eso de «excelentes profesores», los más sobresalientes que se puedan imaginar, se esté refiriendo a personas que encaran la tarea educativa con una mínima y consistente ética profesional. Cada vez más, y sin duda es bueno que así sea; se piensa que los buenos profesores son aquellos que cumplen con la deontología de la profesión docente, con el conjunto de compromisos y deberes que un profesor debe asumir, por ejemplo, en relación con sus alumnos, las familias de estos, los compañeros de trabajo, la propia profesión o la sociedad en su conjunto. En ese marco ético se reúnen cuestiones tan importantes y necesarias como son el ejercicio de la responsabilidad en todas las actuaciones que un profesor realiza día tras día, la defensa de la veracidad y la objetividad a la hora de explicar las cosas, mostrar respeto ante la diversidad cultural y social, el compromiso con su formación permanente, etc. La lista de compromisos y deberes éticos del profesor de hoy en día puede llega a ser, como es lógico pensar, considerable.

Las dos apreciaciones anteriores son claras y manifiestas. A nadie con un mínimo de sentido común se le ocurriría defender lo contrario. Además, parecen ser las dos caras de una misma moneda, pues se necesitan la una a la otra para poder hablar de esos buenos docentes que queremos y necesitamos. Un profesor entendido en sus tareas como el que más, pero sin ética profesional, es un peligro andante; y un profesor que cumple con la deontología profesional a rajatabla, pero que adolece de las competencias que se le presuponen a un experto en educación, suele caer en la imprudencia y la temeridad. Es más, deberíamos preguntarnos si tanto el uno como el otro, que cojean de alguno de los aspectos esenciales señalados, son realmente profesores por mucho que se los denomine así.

Ahora bien, ser competente en una determinada profesión y comportarse según marcan sus particulares compromisos y deberes éticos constituyen las características necesarias de cualquier buen profesional en el que podamos pensar. Eso incumbe al buen médico, arquitecto, abogado, lampista o comerciante. Pero aquí no estamos hablando de otros profesionales, sino de profesores, y cabe preguntarse: ¿eso es todo y paramos de contar?, ¿son solo así los buenos docentes que queremos?, ¿es suficiente con que dispongan de conocimientos, habilidad y técnica, con demostrar competencia para despejar la incógnita de cualquier problema educativo que se les plantee y respetar las reglas éticas de la profesión?

Algo nos dice que no, siendo ese algo la propia experiencia. Por nuestras vidas han pasado profesores que cumplían con lo que se viene comentando, personas altamente cualificadas y que seguían al pie de la letra la ética profesional. En algunos casos, quizá nos habría gustado, por ejemplo, que hubieran explicado mejor las lecciones; en otros, acaso hubiéramos preferido ver mayor determinación en el cumplimiento de algunos compromisos éticos. Todo es mejorable en esta vida, sí, pero a fin de cuentas cumplieron con su papel, hicieron de profesores. Y sin embargo, hemos tenido otros que no han pasado por nuestras vidas, sino que se han quedado en ellas, que habitan en ese lugar íntimo y personal en el que guardamos a nuestros buenos profesores. Allí están don Isidro, don Esteban, el profesor Tirso o la profesora Isabel; cada uno de nosotros tendrá su propia lista de nombres y apellidos, incluso de cariñosos motes y sobrenombres.

Ellos hicieron cosas imposibles de borrar de nuestras mentes o de suprimir de nuestras almas. Y bien sabemos que no estamos hablando de hechos mágicos o espectáculos sofisticados, sino de gestos típicamente humanos, sencillos y hermosos, tremendamente fructíferos e imposibles de olvidar. Los alumnos de Sócrates, por ejemplo, se sentirían conquistados por algo tan humano, espontáneo y fecundo como puede ser la pasión que un maestro pone en aprender sin buscar nada a cambio, sin esperar nada más que profundizar en el conocimiento de las cosas y disfrutar con ello. Se cuenta que mientras le preparaban el mejunje venenoso con el que habría de morir, estaba el filósofo griego ensayando con una flauta y cuando le preguntaron el porqué de tan extraño comportamiento, respondió que quería saber tocar esa melodía antes de morir.1 Hechos similares podrían encontrarse en las vidas y obras de otros grandes maestros de la humanidad, pero no hace falta fijarse solo en los miembros de ese selecto club, también podemos mirar dentro de nuestros centros educativos. Fulano recordará las conversaciones personales que mantuvo con don Isidro, y que tanto lo ayudaron a tomar sabias decisiones; mengano evocará la paciencia con la que don Esteban acogía sus travesuras y chiquilladas, y la finura con la que consiguió enderezar un comportamiento que no era nada saludable; zutano rememorará el sentido del humor con el que el profesor Tirso relativizaba problemas que a simple vista parecían infranqueables, y con el que aprendió que otro mundo era posible; perengano cree, gracias a la profesora Isabel, que opinar sin conocer es un deporte de riesgo, que hablar sin saber es ponerse en evidencia.

Estos profesores, que tanto recordamos y tanto bien nos hicieron, nos ayudan a vislumbrar la envergadura y trascendencia del quehacer educativo. Ellos nos señalan que un docente puede ser algo más que un profesional competente y un férreo defensor de la deontología, y que puede conseguir resultados que van más allá del aprendizaje del temario de turno y del establecimiento de un clima escolar mínimamente respetuoso y simpático. Estos profesores nos incitan a pensar que la educación, siguiendo al eminente filósofo alemán Max Scheler, es sinónimo de humanización.2 Nos sugieren que educar tiene que ver con mostrar un especial interés por el alumno, esto es, ayudarlo, guiarlo, acompañarlo o como se lo quiera llamar; nos señalan que estamos ante una maravillosa aventura humanizadora, un extraordinario proceso que nos hace hombres y mujeres, un auténtico acontecimiento ético plagado de gestos y palabras que facilitan la transformación de todos los que allí se reúnen y, por supuesto, también del profesor.

La ética del profesorado que aquí se presenta se centra en este asunto ahora señalado. El principal objetivo es hincarle el diente a esa influencia educativa y personal que un profesor puede causar en sus alumnos y que produce maravillosos y admirables resultados. Bien mirado, con algo así es con lo que sueñan la gran mayoría de estudiantes de nuestras Facultades de Educación y equivalentes cuando manifiestan que quieren cambiar vidas, ser alguien especial para sus futuros alumnos, mejorar el mundo o aspiraciones similares. También es algo parecido lo que tratan de conseguir a diario, con mucho esfuerzo y ante un buen número de obstáculos, no pocos de los profesores que ya ejercen como tales.

Vamos a detenernos en varios capítulos que nos pueden ayudar a reflexionar sobre el tema que tenemos entre manos. El primero de ellos muestra a ese profesor que está en disposición de convertir la educación en una experiencia vital, en un acto humanizador. No se trata de presentar su anatomía, su estructura y las relaciones que se dan entre las partes que lo conforman, ni tampoco su fisiología, las tareas y funciones que realiza. Esas aproximaciones, o similares, son intentonas que nos conducen a cometer errores de bulto, principalmente concluir de manera ingenua que el buen profesor es así o asá, que funciona de esta manera y no de aquella otra. Don Isidro, don Esteban, el profesor Tirso, la profesora Isabel y tantos otros que nos marcaron son, si se puede decir así, profesionales misteriosos, un enigma y hasta una incoherencia para el tiempo en el que vivimos, que quiere etiquetar, clasificar y comparar todo lo que se le pone por delante. Parece más provechoso indagar en qué mueve a esos profesores a querer incidir en las vidas de sus alumnos; en qué anida en ellos para querer elevar el acto educativo hasta su máxima expresión. Desde aquí quizá veamos que todos esos buenos profesores no son tan dispares como pensamos, que hay algo que los une.

En el segundo capítulo, y una vez hayamos identificado qué es lo que motiva a esos profesores que logran incidir en su alumnado, veremos las posibles direcciones que dicha incidencia puede tomar. Que haya profesores que influyan en sus alumnos no conduce a que todos lo hagan de una única manera ni, sobre todo, por motivos parecidos. Eso de querer enriquecer a otras personas y de colaborar en la construcción de un mundo mejor pasa, irremediablemente, por defender cuestiones relacionadas con qué es una persona y cuál es ese mundo deseable que está por edificar. Dicho de otra manera, cualquier profesor que influye en su alumnado tiene ideas acerca de esas cosas y, a fin de cuentas, uno acaba educando según le dictan sus teorías personales, acaba haciendo lo que sus maneras de entender las cosas le señalan. Además, no sería de recibo mantenerse neutral ante un asunto tan importante, si es que eso de ser neutral se puede dar en realidad. Nos posicionaremos del lado de una de esas determinadas formas de pensar: la que, a nuestro entender, es más completa y ecuánime, la que representa con mayor fidelidad el acontecer humano y educativo.

El tercer capítulo situará la manera de pensar elegida en nuestro día a día, en nuestras escuelas e institutos, en la educación actual. Ya advertimos que aquí se presentarán cursos de agua, y hasta torrentes, contra los que habrá que nadar a contracorriente. No sabemos si son buenos tiempos para la lírica; lo que parece claro es que no es esta la mejor época para el profesorado que quiere emprender la aventura humanizadora que habíamos comentado, por lo menos para aquellos que, de una manera o de otra, comulguen con nuestro modo de ver las cosas. El cuarto capítulo lo dedicaremos a presentar posibles tareas que pueden realizar esos profesores que sí desean nadar a contracorriente, que sienten que la educación es algo diferente a lo que hoy en día se suele defender y promulgar. Quizá no sean placenteras ni estén demasiado recompensadas, pero constituyen tareas que vale la pena acometer para no rebajar el completo sentido de la tarea educativa. En el quinto y último capítulo presentaremos algunas propuestas que, desde nuestro punto de vista, podrían ser de interés para nuestras Facultades de Educación o equivalentes y, por supuesto, también para cualquier profesor que ya no se halla en la universidad, sino al pie del cañón queriendo trastocar, en el mejor sentido de la palabra, las vidas de sus esudiantes.

Dicho esto, vale la pena hacer un par de indicaciones antes de que sea demasiado tarde. La primera: este libro ha sido escrito pensando en los profesores de Educación Primaria y Educación Secundaria. Eso puede ocasionar que haya ideas, ejemplos, reflexiones, etc., con los que no todo el mundo se vea representado de la misma manera, ambos niveles educativos tienen muchas cosas en común, pero también pueden ser vistos como mundos aparte. Confiamos en el buen criterio del lector para adaptar y contextualizar todo lo expuesto según convenga, y no solo en relación con el nivel educativo, sino también con las particularísimas realidades educativas de cada lugar y momento. La segunda indicación: este libro no es un recetario ni un conjunto de fórmulas matemáticas que aplicar urbi et orbi. En las presentes páginas no se va a decir qué hacer aquí y ahora con un alumno en concreto que tengo ante mí. Quizá se pueda conseguir otra aspiración más propia de la filosofía de la educación y del pensamiento pedagógico, que, en definitiva, es de lo que aquí se está hablando, a saber: poder argumentar de una manera razonada por qué uno actúa de una manera y no de otra. La ética no da soluciones sino madurez argumentativa, y eso es, por lo menos a nuestro entender, lo que en último término permite tomar buenas decisiones.

Puede que resulte costoso disponer de profesores que influyan en sus alumnos, en el sentido más positivo y profundo de la expresión, armar toda una compañía de esos buenos docentes que queremos y necesitamos y con los que cualquier viandante puede soñar. Quizá sí, pero ¿no es verdad que sale más caro tener otro tipo de profesores?, ¿qué precio se paga a lo largo de la vida por haber tenido profesores que no hicieron nada más que explicar y evaluar, por no hablar de profesores, si es que se los puede denominar así, que podrían haberse dedicado a otros menesteres diferentes al de educar? Y aparte de eso, ¿no resulta tremendamente contradictorio, por no decir grotesco, que haya alumnos que piensen que los momentos importantes y felices vividos en la escuela fueron aquellos en los que sus profesores desaparecían de su vista? A lo mejor deberíamos proponernos algo: que esto último se redujese a la categoría de anécdota.

1 N. Ordine, La utilidad de lo inútil. Manifiesto, Barcelona, Acantilado, 2013, pp. 75-76.

2 M. Scheler, Sociología del saber, Buenos Aires, Siglo Veinte, 1973.

EL PROFESOR INSUSTITUIBLE

Entrar sin querer y no querer salir

En el año 1995 se estrenó la película Mr. Holland’s Opus, que en castellano fue traducida como Profesor Holland. El filme se centra en treinta años de la vida de Glenn Holland: las tres décadas que trabaja como profesor de música del Instituto de Educación Secundaria John F. Kennedy. La magistral interpretación del personaje en cuestión corrió a cargo de Richard Dreyfuss, quien fuera nominado al Óscar y al Globo de Oro al mejor actor ese mismo año. El profesor Holland y el centro educativo mencionado son ficticios, pero la historia que se cuenta parece ser tan real como la vida misma.

El joven Glenn, un desconocido pianista y cantante, entra en el mundo de la educación sin querer. Su aspiración, como la de casi cualquier músico, era la de convertirse en un reconocido compositor, pero las cosas no siempre salen como uno quiere. Así, pasa unos años intentando hacer su propia música, sentado al piano de bares nocturnos y salones de fiesta. El éxito no acaba de aparecer y la situación comienza a ser penosa. El bueno de Glenn y su encantadora esposa no alcanzan a cubrir sus sencillos gastos, y lo que resulta aún más agobiante para él, no dispone del tiempo necesario para crear su música. Requiere algún tipo de remedio, y convertirse en profesor de un centro educativo parece ser el más adecuado. Unas cuantas clases a la semana permitirían a Glenn matar dos pájaros de un tiro: ahorrar algún dinero y, lo que sin duda él más desea, tener tiempo libre para componer su música y convertir en realidad su soñada vida.

Sin embargo, hay algo con lo que no cuenta el protagonista. Eso del tiempo libre no suele correlacionar con dedicarse al mundo de la educación, por lo menos no para las personas que, como Glenn, se toman lo que hacen con un mínimo de seriedad. Los primeros días en el instituto le sirven a Holland para alimentar la sospecha de que eso de ser profesor quizá consista en algo más que en preparar e impartir un puñado de clases, puede que también tenga que ver con formar parte de esa comisión, preparar aquel proyecto, atender a las familias, revisar el documento que algún colega deja encima de la mesa o cuestiones similares. Y lo más importante, presagia que los alumnos no se contentan con tener a un profesor que les explique la lección de turno y responda a sus posibles dudas en clase, intuye que todos y cada uno de ellos, usualmente de manera subrepticia e inintencionada, emiten un grito casi ensordecedor pidiendo ayuda.

Los presagios del profesor Holland se confirman en una maravillosa escena que se produce al principio de la película. Holland conversa de manera distendida con Helen Jacobs, a la sazón directora del instituto, y ese diálogo ayuda al cándido de Glenn a caer en la cuenta de dónde se ha metido en realidad. La directora Jacobs, que más tarde se convierte en su protectora y confidente, le manifiesta que ser profesor consiste en llenar las cabezas de conocimientos, sí, pero también significa actuar como una especie de brújula, como una persona que, por decirlo de alguna manera, señala algún norte, que determina alguna dirección para sus alumnos. Ello recuerda lo que dijo el magnífico retórico y estilista romano Marco Tulio Cicerón: «No basta con alcanzar la sabiduría, es necesario saber utilizarla», y lo que planteó John Ruskin, uno de los grandes representantes de la prosa inglesa, que tanto influyera en Mahatma Gandhi: «Educar a un niño no es hacerle aprender algo que no sabía, sino hacer de él alguien que no existía». Así, poco a poco, el profesor Holland, que no veía más que una parte de la tarea de educar, asume la completa realidad que le plantea su amiga Jacobs y se convierte en uno de los profesores de referencia del instituto, en uno de los más queridos y apreciados.

La película finaliza con una gran fiesta sorpresa que alumnos y exalumnos dedican al profesor Holland tras conocer que se jubila, aunque, todo sea dicho, no de manera voluntaria. Antes de esa fantástica celebración con la que podría soñar cualquier profesor, se escenifica una estupenda y breve charla entre el profesor Holland, o quizá entre Glenn, la persona que durante treinta años había sido profesor de música, y Bill, su querido compañero y profesor de gimnasia de aquel mismo instituto. Charlan como amigos, con el corazón, y lo hacen sentados en el taburete del piano del aula de música, de espaldas a ese instrumento que el profesor Holland había tocado tantas y tantas veces junto a sus alumnos.

Es gracioso —dice Glenn Holland en un momento dado de esa conversación—, me metí en esto casi a la fuerza y ahora es lo único que quiero hacer. Tu trabajo, toda tu vida. Trabajas durante treinta años porque crees que lo que haces es lo mejor, crees que interesa a la gente. Después te despiertas una mañana y descubres que no, que estabas en un error, que eres prescindible.

Se pueden sacar muchas lecciones de esta película, sobre todo si uno es profesor o está aprendiendo a serlo. Por ejemplo, se puede aprender, o confirmar, lo complejo que es el día a día en un centro educativo, la cantidad de teclas que hay que tocar para conseguir que las cosas suenen mínimamente bien. Se puede concluir que no es posible enseñar todo a todos de la misma manera, que la diversidad del alumnado es un aspecto esencial que un profesor debe tener en cuenta. También se puede comprobar lo fructífero y motivador que resulta enseñar partiendo de lo que ya saben los alumnos cuando lo que se pretende es que aprendan cosas nuevas. Sí, uno de los grandes descubrimientos del profesor Holland es que para apreciar la música de Beethoven o Mozart es oportuno comenzar por la de The Beatles o la de Billie Holiday. Asimismo se puede aprender que el miedo y el castigo no suelen funcionar tan bien como la alegría, la tranquilidad y la cordialidad. Parece que el profesor Holland hubiera hecho suyas aquellas palabras de Albert Einstein que decían: «Lo peor es educar por métodos basados en el temor, la fuerza, la autoridad, porque se destruye la sinceridad y la confianza, y solo se consigue una falsa sumisión».

Sin embargo, hay algo que en la película aparece magníficamente representado y que sobresale por encima de todo lo dicho hasta el momento. Nos referimos a las diferencias que puede haber entre el profesor que considera que la tarea de educar consiste en el cumplimento de un contrato laboral, y el que piensa que esta tiene que ver con entregarse a dicha labor. Curiosamente, en el profesor Holland se concentran ambos tipos de profesor, pues él mismo entra en el mundo de la educación para cumplir con un compromiso firmado y acaba comprometido de verdad con su tarea.

Esta última lección que nos enseña Glenn Holland también nos la muestra de alguna manera Mark Thackeray en Rebelión en las aulas, John Keating en El club de los poetas muertos, Georges López en Ser y tener o William Hundert en el El club del emperador, por nombrar algunas de esas maravillosas películas de profesores. Y ni tan siquiera hace falta ir al cine: podemos encontrar profesores de carne y hueso que se dedican a su tarea en cuerpo y alma, y eso nos sitúa ante un asunto ciertamente interesante: ¿a qué se debe que haya personas que se sientan atrapadas por la educación?, ¿qué es lo que tiene eso de ser profesor que puede conseguir que uno se maraville con lo que realiza hasta el punto de no desear hacer otra cosa? Desde luego, sería irrisorio pensar que se trata de una cuestión de fama o sueldo, y quien quiera ser profesor por alguno de esos dos motivos comete un error garrafal. Los profesores, por lo menos de momento, no suelen ser personas célebres ni forradas de dinero, y, todo sea dicho, quizá eso sea bueno.

Podría tener que ver con una suerte de anhelo personal y es lógico pensar de esa manera. Hay profesores que manifiestan haber escuchado la llamada de la educación en algún momento de sus vidas; unos empezaron a sentirla en su tierna infancia, cuando explicaban lecciones a sus muñecos, hermanos pequeños o compañeros de juego; otros se encandilaron de la educación más adelante y por multitud de motivos imaginables. Sin embargo, también es verdad que eso no sucede en todos los casos. El mismo Glenn Holland no es, en un principio, una persona inclinada hacia la tarea de educar, como tampoco lo son muchos de los estudiantes de Biología, Historia, Económicas, Derecho, Literatura y tantas otras carreras universitarias que, voilà, acaban trabajando en nuestras escuelas e institutos y llegan a ser magníficos profesores. Además, no hay que olvidar que un deseo puede evaporarse con rapidez, tan pronto como uno empieza a ponerlo por obra, cuando se cae en la cuenta de que entre tanta rosa también hay espinas. No nos engañemos: en el mundo de la educación, igual que en la vida misma, hay fracasos y reveses ante los que no es nada fácil mantener la vocación en pie y vigorosa.

Un profesor necesita anclarse a algo más que al hecho de que le guste estar con niños y jóvenes, al hecho de que le satisfaga explicar las cosas que sabe o al hecho de que lo agrade vivir en esas condiciones que se dan en el mundo educativo. Tales cosas u otras similares son condiciones de posibilidad, pero no todo lo necesario. Algo nos dice que cuando un profesor no quiere ser otra cosa que eso, cuando decide firmemente dedicarse a educar antes que a otras ocupaciones, es porque toma conciencia de haberse entregado a una causa noble, digna y buena, porque considera que está envuelto en una tarea que vale la pena realizar. Tanto es así que ese profesor no suele retirarse del camino si hay escollos que superar o apartar, y que difícilmente abandona si la situación no da fruto desde el comienzo. Como el Sísifo de Albert Camus, ese docente asume que la felicidad que produce educar a otras personas hay que buscarla, en demasiadas ocasiones, entre la frustración y la decepción.

Por supuesto, y no sin falta de razón, también se podrían dar argumentos parecidos con respecto a muchas otras profesiones, pero hay algo de verdad en que, quizá, tal y como anuncia George Steiner:

El deseo de conocimiento, el ansia de comprender, está grabada en los mejores hombres y mujeres. También lo está la vocación de enseñar. No hay oficio más privilegiado. Despertar en otros seres humanos poderes, sueños que están más allá de los nuestros; inducir en otros el amor por lo que nosotros amamos; hacer de nuestro presente interior el futuro de ellos: esta es una triple aventura que no se parece a ninguna otra.1

Esa aventura de la que habla el reconocido profesor francés, y que en la introducción hemos llamado humanizadora, no es cualquier cosa. Vale la pena detenerse en ella para vislumbrar su magnitud, para comprender cómo es que alguien que ni tan siquiera quería embarcarse en ella, acaba prendido y trastocado.

Conquistar mentes y corazones

Parece ser que hemos llegado al lugar desde el que podemos explicar por qué hay profesores que se sienten atrapados por la educación, esto es, empujados a involucrarse en las vidas de sus alumnos. Y no por cualquier motivo, sino para elevarlos y encaminarlos hacia una mayor plenitud o, si se prefiere, para ayudarlos a ser mejores de lo que son, en el sentido más amplio y profundo del término, y es que, ¡estaría bueno que un profesor quisiera hacer lo contrario! Uno de los grandes filósofos del diálogo, Martin Buber, describe con maravillosas palabras lo que puede sentir un profesor que encara dicha tarea cuando se sitúa delante de sus alumnos: «Estos chicos —no los he buscado; he sido colocado aquí y tengo que aceptarlos como son —pero no como son ahora en este momento, no, como ellos realmente