Europa y sus raíces cristianas - José Orlandis Rovira  - E-Book

Europa y sus raíces cristianas E-Book

José Orlandis Rovira

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Beschreibung

José Orlandis, en respuesta al llamamiento del papa Juan Pablo II en Compostela en 1982, estudió en profundidad el papel jugado por el Cristianismo en la configuración social, cultural y política del Viejo Continente. Fruto de esa dedicación fue su libro La conversión de Europa al Cristianismo. Ante la polémica suscitada por el proyecto de Constitución europea, ese texto cobra actualidad e interés; por ello aparece esta nueva edición revisada y con renovado título. Así, el lector interesado puede disponer de la información histórica suficiente para formarse su propio juicio sobre esta cuestión.

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Veröffentlichungsjahr: 2004

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EUROPA Y SUS RAÍCES CRISTIANAS

© José Orlandis, 2004

© Ediciones RIALP, S.A., 2004

Alcalá, 290 - 28027 MADRID (España)

www.rialp.com

[email protected]

Cubierta: Escenas de las Vidas de los Emperadores: Coronación de Carlomagno (detalle), Bibliotheque de lÁrsenal. París.

© Foto Scala

ISBN eBook: 978-84-321-3754-9

ePub: Digitt.es

Todos los derechos reservados.

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor.

PRESENTACIÓN

Constituye un hecho sorprendente la polémica suscitada, a la hora de elaborar un proyecto de Constitución europea, en torno a la cuestión de si en esa «Carta Magna» habría de hacerse o no referencia a las raíces cristianas de Europa. La extrañeza procede del empeño en silenciar algo históricamente tan obvio que sólo un deliberado prejuicio ideológico puede empeñarse en discutir o silenciar.

¡Las raíces cristianas de Europa! Hace más de veinte años, el 9 de noviembre de 1982, cuando su primera visita a España, el papa Juan Pablo II, en el escenario incomparable de Compostela, lanzó al mundo un llamamiento impresionante. Desde aquel lugar santo a donde los europeos de todas las naciones habían peregrinado desde hace más de mil años, las palabras del Pontífice resonaron con especial solemnidad: «Yo, sucesor de Pedro en la Sede de Roma, una Sede que Cristo quiso colocar en Europa y que ama por su esfuerzo en la difusión del Cristianismo en todo el mundo. Yo, Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia universal, desde Santiago te lanzo, vieja Europa, un grito lleno de amor: “¡Vuelve a encontrarte, sé tú misma, descubre tus orígenes, aviva tus raíces...!”».

Las palabras del Papa impresionaron vivamente y yo mismo hice el propósito de estudiar con particular atención la génesis de la Europa cristiana o, si se prefiere, la contribución del Cristianismo a la formación de Europa. Una aportación que fue como la argamasa que le dio coherencia y el espíritu que animó su personalidad. Porque esa realidad viva que llamamos «Europa» es el fruto de un dilatado proceso a lo largo del cual una multitud de pueblos de diversas etnias y procedencias abrazaron la Fe de Cristo, y al hacerse cristianos se hicieron también europeos.

Europa nació sobre las ruinas de las provincias del Imperio Romano emplazadas a lo largo de la ribera septentrional del Mediterráneo, desde el mar Negro hasta las Columnas de Hércules y el Finisterre galaico o bretón. Durante siglos, el Mediterráneo había constituido el corazón del mundo antiguo. El Mar no separaba sino que acercaba y unía las tierras ribereñas del norte y del sur, del este y del oeste, y tan romanos se sentían Cicerón y Séneca como Tertuliano y Agustín; tan romanas eran Cartago o Hipona como Nápoles o Milán. El Cristianismo se difundió durante los tres primeros siglos de nuestra Era entre las poblaciones, en su mayor parte de cultura greco-latina, asentadas a orillas del Mare Nostrum. Pero, desde comienzos del siglo V, las invasiones germánicas aportaron un nuevo elemento étnico, el germánico, unas gentes que, tras su conversión al Cristianismo, convivieron con los descendientes de las antiguas poblaciones indígenas o provinciales romanas y contribuyeron todas a la formación de la primera Europa. Luego, los misioneros cristianos —occidentales y bizantinos— traspasaron el limes —las antiguas fronteras exteriores del Imperio— y llevaron la Fe e infundieron la naciente personalidad europea a otros pueblos, germanos y celtas, más remotos y menos civilizados. Eslavos y magiares contribuyeron también a la formación de la Europa cristiana, una epopeya multisecular rematada, por fin, con la conversión de Escandinavia y de los pueblos de los Países bálticos.

Así Europa nació cristiana; ¿hubiera podido no serlo? Tal vez sí, en el caso de que la expansión del Islam que, como una gran marea sumergió las tierras cristianas del Asia Menor y del norte de África a lo largo del siglo VIII, hubiera luego dominado el Continente europeo. Esta posibilidad se dio y fue superada en el primer tercio del siglo VIII. ¿Qué hubiera ocurrido si en los años 717 ó 718 los ejércitos del Califato Omeya se hubieran apoderado de Constantinopla, la capital del Imperio cristiano oriental, en vez de ser rechazados victoriosamente por el emperador León el Isáurico? ¿Cuál hubiera sido la suerte del Continente si, en 732, los Árabes, procedentes de España, hubieran vencido en Poitiers a Carlos Martel —como vencieron a don Rodrigo en Guadalete— y se hubiesen apoderado del Reino franco? Pero tanto en Oriente como en Occidente, los cristianos, bizantinos o francos, rechazaron al Islam y salvaron a Europa. Y no se olvide que el término «europeenses» aparece por vez primera en una Crónica mozárabe de mediados del siglo VIII para designar a los soldados cristianos de Carlos Martel que combatieron en la batalla de Poitiers y detuvieron el avance islámico hacia el corazón del Continente.

De este modo, Europa, nacida cristiana, continuó siéndolo por mucho tiempo. Y un signo claramente cristiano tuvieron los grandes intentos de unificación europea producidos a lo largo de los siglos. El Imperio de Carlomagno tuvo un indudable sentido cristiano y europeo. Un poeta irlandés contemporáneo, Cathulfo, llama a Carlos «cabeza del reino de Europa», mientras que un poema, datado en el año 799 y atribuido al francés Angilberto, acumula sobre Carlos los epítetos triunfales: «cabecera del mundo y cumbre de Europa», «faro venerable de Europa, rey padre de Europa».

Un evidente componente cristiano tuvo el Imperio romano-germánico, alemán y latino, expresión política de la Etnarquía medieval, que sucedió al Carolingio. Y fue eximio defensor de la unidad religiosa europea Carlos de Gante: Carlos I de España y V de Alemania que, con toda justicia, ha merecido ser llamado Carlos de Europa. La unidad cristiana, norte de su política y de su propia existencia, constituyó el tema de un célebre soneto de su contemporáneo Hernando de Acuña, al que pertenecen los siguientes versos:

«Ya se acerca, señor, o ya es llegada

la edad gloriosa en que promete el cielo

una grey y un pastor solo en el suelo,

por suerte a vuestros tiempos reservada.

Ya tan alto principio, en tal jornada,

os muestra el fin de nuestro santo celo

y anuncia al mundo, para más consuelo,

un Monarca, un Imperio y una Espada».

Cristianos —y por tanto europeos— fueron los pueblos de las veinticinco naciones que esperan ahora constituir la gran Europa unida del siglo XXI. Negar una referencia a las raíces cristianas de esa Europa en el texto de la nueva Constitución sería por tanto un acto caprichoso, totalmente apartado de la razón y de la verdad histórica.

I

LA ÉPOCA ROMANA-CRISTIANA

1. Prolegómenos

La tierra que fue patria natal del Cristianismo puede ser definida sin exageraciones como una encrucijada de continentes, de pueblos y de culturas. Judea y Galilea, la Palestina que constituyó el escenario de la existencia histórica de Jesucristo, era, geográficamente, Asia, que en el cercano Oriente llega a asomarse a las aguas del mar Mediterráneo. Pero se trata de un Asia tan próxima a África que la huida de la Sagrada Familia ante la persecución de Herodes llevó a los padres de Jesús niño a buscar refugio en otro Continente, en las tierras vecinas del Egipto africano (Mt II, 13-15). Y todas estas regiones formaban a la vez parte del Imperio romano, cuya capital, la «Urbe» por antonomasia, se hallaba emplazada en el centro de la Península itálica, en territorio que sería Europa desde que se abrió camino la idea de un Continente europeo. Esa pluralidad de tierras, que formarían parte luego de Asia, África y Europa, se integraban entonces en un mismo Orbe romano y obedecían a la suprema autoridad del emperador César Augusto (Lc II, 1).

La primera expansión cristiana tuvo como escenario las tierras productoras de trigo, vino y aceite que forman la cuenca del Mediterráneo. En época romana, el Mare Nostrum no constituía una barrera de separación entre las regiones costeras; lejos de eso, como se ha dicho, contribuía a aproximarlas y a facilitar su mejor conocimiento y comunicación. Por el Mediterráneo navegaban de continuo flotas comerciales llevando sus mercancías a los grandes puertos ribereños, principales emporios de la actividad económica. La idea de que el Mediterráneo servía más para unir que para separar tuvo su reflejo gráfico en el propio mapa de la administración civil bajoimperial. Así lo acredita el hecho de que la delimitación de las mayores circunscripciones territoriales del Imperio romano del siglo IV —las «prefecturas del Pretorio»— se trazara siguiendo básicamente la línea de los meridianos, no la de los paralelos. Por eso, la prefectura de las Galias, cuya capital era Tréveris, a orillas del Mosela, comprendía desde la Britania insular hasta la Mauritania Tingitana, en la costa sur del estrecho de Gibraltar. El prefecto de Italia, por su parte, instalado en su residencia de Milán, extendía su autoridad desde las llanuras «centroeuropeas» de la cuenca del Danubio hasta las provincias del África latina, que hoy forman parte de Libia, Túnez y Argelia; unas provincias situadas al mediodía de un Mediterráneo, que no constituía frontera ni aun siquiera en el interior del propio Imperio romano.

A la vista de lo que acaba de exponerse, resulta lícito afirmar que la cristianización del Continente europeo se inició antes incluso del nacimiento de Europa. Efectivamente, una extensa franja de territorios al norte del Mediterráneo, que han de considerarse inequívocamente europeos y que se prolongaban desde el mar Negro hasta el océano Atlántico, habían sido penetrados por el Evangelio, mientras formaban todavía parte del Imperio pagano o cristiano. Europa –volvamos a decirlo– surgió como consecuencia de las invasiones barbáricas, sobre las ruinas del Imperio occidental. El relativo fracaso —o el insuficiente éxito— del intento restaurador de la unidad romana, llevado a cabo en el siglo VI por el emperador Justiniano, contribuyó a consolidar la realidad europea, diferenciada claramente del Oriente bizantino. El proceso histórico de la configuración de Europa experimentó un avance decisivo en los siglos vii y viii con la presencia en el escenario histórico de un nuevo y sorprendente factor: el Islam. La expansión islámica quebró irremediablemente la unidad del mundo mediterráneo. El mar Latino dejó de ser lazo de unión para los pueblos ribereños y se convirtió en foso abierto entre dos espacios distintos y enfrentados. Las tierras musulmanas de la orilla sur se diferenciaron de las cristianas del norte: aquéllas fueron África, éstas Europa. Este esquema geopolítico, tan simple, sigue siendo hoy todavía válido, al cabo de trece siglos.

Las invasiones barbáricas y la caída del Imperio de Occidente supusieron también un cambio muy considerable en la que cabría denominar «estructura demográfica» de la sociedad cristiana. Las poblaciones de cultura greco-latina, que habitaban en las provincias «europeas» del mundo romano, estuvieron entre las primeras que se abrieron al Evangelio. En el siglo V, las invasiones pusieron en contacto con la Iglesia a los pueblos inmigrantes, que se asentaron junto a las poblaciones indígenas, en tierras de las antiguas provincias romanas. Otros pueblos de diversas etnias —germanos, eslavos, magiares, escandinavos— contribuyeron en los siglos sucesivos a la configuración de Europa, y su conquista espiritual constituiría durante más de medio milenio el objetivo permanente de las misiones cristianas, a lo largo y ancho del Viejo Continente. Esta evangelización de la Europa nacida tras la desaparición del Imperio occidental se rea­lizó en parte sobre sus antiguos dominios, y en parte mayor aún sobre territorios que nunca fueron romanos, donde bullía un enjambre de tribus y pueblos todavía paganos. La conversión al Cristianismo de la joven Europa fue una inmensa epopeya cuyos avatares quedarán recogidos, al menos a grandes rasgos, en las páginas de este libro.

2. Del Imperio pagano al Imperio romano cristiano

El siglo IV presenció la más prodigiosa transformación que cabía imaginar en los destinos religiosos del Imperio de Roma. Abrióse el siglo en vísperas de la mayor de las persecuciones que sufrió el Cristianismo por parte del Imperio pagano, y antes de que terminase la centuria la Fe católica había sido proclamada única religión de un Imperio romano renovado y cristiano. Recordemos a grandes rasgos los principales acontecimientos que condujeron la marcha de la historia por tan sorprendentes derroteros. Los nombres de dos emperadores pueden simbolizar los comienzos y la coronación de este proceso: Galerio y Teodosio.

Cayo Galerio, designado «césar» del «augusto» Diocleciano —esto es, «viceemperador» y futuro sucesor, según el esquema «tetrárquico» del Bajo Imperio—, parece haber sido el máximo responsable de la última y más cruenta persecución contra los cristianos (304-305). Mas, por una de esas paradojas que a veces se dan en la historia, al «augusto» Galerio le tocó en suerte ser el primer soberano que otorgase un reconocimiento legal al Cristianismo, dentro del marco del Derecho Público romano.

La Iglesia había gozado durante los tres primeros siglos de largos períodos de paz, y hubo incluso emperadores que simpatizaron en cierta medida con el Cristianismo. Pero nunca dejó éste de constituir una «superstición ilícita» y la «espada de Damocles» de las leyes religiosas romanas pendía continuamente sobre la Iglesia y sus miembros. El «edicto» dado por Galerio en vísperas de su muerte, que otorgaba un estatuto de «tolerancia» a los cristianos, fue así el primer reconocimiento y la primera garantía que obtuvieron por parte del ordenamiento jurídico romano. El «edicto» está fechado en Nicomedia el 30 de abril de 311. El emperador evocaba los esfuerzos que había realizado para conseguir el retorno de los cristianos a la religión romana de sus mayores y admitía no haber conseguido nada en su intento. Convencido por la fuerza de los hechos, Galerio se resignaba por fin a conceder a los cristianos un status de tolerancia que les permitiera existir legalmente y reunirse para sus celebraciones religiosas. «Existan de nuevo los cristianos —decía el “edicto”— y tengan sus asambleas, con tal de que no hagan nada contra el orden constituido.» Y Galerio terminaba con una petición que representa el reconocimiento paladino del fracaso de una política: en pago a tal benignidad, los cristianos habrían de rogar a su Dios por la salud del emperador y de la respublica romana.

Galerio murió al cabo de una semana y, dos años más tarde, el célebre «edicto de Milán» recogió las nuevas directrices de política religiosa acordadas en aquella ciudad, a comienzos de 313, por los emperadores Constantino y Licinio. El «edicto de Milán» —que conocemos a través del ejemplar transmitido con fecha 13 de junio por el emperador Liciano al gobernador de Bitinia— pone de manifiesto el notable avance logrado por el Cristianismo en tan breve espacio de tiempo: un avance que dejaba atrás el estatuto legal de tolerancia para implantar un marco jurídico de plena y abierta libertad religiosa.

«Concedemos a los cristianos y a todos los demás —declaraban los emperadores— la libertad de profesar la religión que cada uno prefiera.» Mas, aunque el edicto establecía con carácter general el principio de libertad religiosa, salta a la vista que la atención de los legisladores estaba puesta sobre todo en los cristianos. Los emperadores proclamaban que les habían concedido «libre y absoluta» facultad de practicar su religión, y el gobernador destinatario del ejemplar del edicto había de considerar abrogadas todas las medidas restrictivas de la actividad de los cristianos que pudieran hallarse contenidas en normas e instrucciones de cualquier suerte, dadas en el pasado. El «edicto de Milán» disponía igualmente la restauración del patrimonio eclesiástico y ordenaba la inmediata y gratuita restitución a la Iglesia, no sólo de los lugares de culto, sino también de toda suerte de bienes de su propiedad que le hubieran sido anteriormente confiscados.

La libertad religiosa establecida por el edicto de Milán fue decantándose de modo progresivo en favor del Cristianismo. El «Código Teodosiano», promulgado en 438 por Teodosio II, permite apreciar a través de la legislación imperial el avance cristiano durante el siglo IV. Este avance no se interrumpió en el período siguiente al concilio I de Nicea (325), pues los emperadores de la familia constantiniana, pese a sus simpatías filo-arrianas, no fueron por eso menos hostiles al paganismo, con la única excepción de Juliano el Apóstata (360-363).

Constantino trató de impulsar la moralización de la sociedad mediante restricciones al divorcio o la prohibición de luchas de gladiadores y otros espectáculos cruentos, a la vez que promovía el respeto al domingo, día en que los jueces no podrían conocer cuestiones litigiosas, aunque sí sería lícito manumitir esclavos. La atribución de una amplia jurisdicción a los obispos en materia civil, la exención de cargas fiscales a los clérigos y la instauración de la manumisión de siervos «en la Iglesia» son otras tantas muestras de una política legislativa que privilegiaba a los católicos, con expresa exclusión de herejes o cismáticos. Constancio, por su parte, con el fin de reforzar la autonomía de la sociedad eclesiástica, reservó los juicios contra obispos a tribunales compuestos por sus colegas en dignidad eclesiástica.

Así fue configurándose el nuevo marco jurídico, inspirado en buena medida por la doctrina evangélica y que se conoce con el nombre de «Derecho romano cristiano». Antes de que finalizara el siglo IV, ese ordenamiento legal dio el paso decisivo que permite hablar ya sin ninguna reserva de «Imperio cristiano». Tal fue el alcance del edicto Cunctos populos, promulgado en Tesalónica por el emperador Teodosio, el 27 de febrero del año 380. El edicto del hispano Teodosio significaba la implantación del Cristianismo católico como única y exclusiva religión del Imperio. «Mandamos —decía el edicto— que todos los pueblos sujetos a nuestra autoridad observen la religión que el apóstol Pedro anunció a los romanos, la religión profesada por el pontífice Dámaso y el obispo Pedro de Alejandría.» La «infamia» legal recaería sobre los secuaces de herejías y otros errores. Nuevas leyes fueron promulgadas en años sucesivos contra el culto gentil público y también privado. En 399, Arcadio y Honorio —los hijos de Teodosio—, al tiempo que reiteraban las amenazas contra quienes ofrecieran sacrificios idolátricos, prohibieron la destrucción de los templos paganos, que habrían de ser destinados a otros fines.

3. La cristianización de la población romana

Los casi cien años que transcurrieron entre el Edicto de Milán y la llegada de los bárbaros a la parte occidental del Imperio no sólo fueron testigos de la transformación de las leyes en un sentido cada vez más favorable al Cristianismo. También las poblaciones de las provincias romanas enclavadas al norte del Mediterráneo y destinadas a formar parte de la futura Europa fueron progresivamente cristianizadas y se incorporaron a la Iglesia. La conversión generalizada al Cristianismo de la población de cultura greco-latina constituyó el gran hecho religioso de este período histórico.

Sería aventurado pretender dar cifras, ni aun siquiera aproximadas, sobre el número de cristianos existentes en el Imperio a principios del siglo IV, cuando Constantino concedió la libertad a la Iglesia. Algunos cálculos según los cuales los cristianos podían representar entonces la décima parte de la población romana son hipótesis no inverosímiles, pero que no se apoyan en ningún fundamento seguro. En cualquier caso, es lícito afirmar que a lo largo de esa centuria se produjo una auténtica «explosión demográfica cristiana», que determinó un cambio de época en la historia del Cristianismo: llegó a su fin el período de la antigua «Iglesia de comunidades» y su lugar lo ocupó una nueva «Iglesia de muchedumbres»: la Iglesia que configuró una «Sociedad cristiana», que estaba destinada a perdurar en Europa durante mucho más de un milenio.

Efectivamente, en los tres primeros siglos, la Iglesia estuvo constituida por comunidades de fieles que representaban una porción muy minoritaria en el conjunto de la población. Pero, si se examina la composición de esas comunidades, puede advertirse que las integraban hombres y mujeres de un nivel sensiblemente elevado, tanto en lo religioso como en lo humano: personas selectas, capaces de adherirse a la fe cristiana, asumiendo los riesgos que ello comportaba, cuando el Cristianismo no estaba reconocido por la ley y la sola profesión del nomen christianum constituía un delito susceptible de acarrear la persecución y la muerte. La incorporación a la Iglesia fue de ordinario, entonces, el resultado de una decisión personal —la conversión cristiana—, según recuerda la célebre sentencia de Tertuliano: fiunt, non nascuntur christiani: «los cristianos no nacen, se hacen»; el catecumenado —un tiempo de preparación para el bautismo— era el trámite necesario que precedía a la plena y definitiva integración.

La libertad y luego el favor imperial al Cristianismo abrieron las puertas de la Iglesia a las muchedumbres de los hombres corrientes. En el siglo IV, la afluencia de neófitos hizo que el catecumenado registrase entonces su máximo grado de implantación. Los baptisterios, cuyo arquetipo más insigne puede considerarse el existente todavía junto a la basílica romana de Letrán, eran especialmente adecuados para el bautismo de adultos; los bautismos —como es sabido— se administraban solemnemente en las grandes fiestas litúrgicas de Pascua de Resurrección y Pentecostés. Pero la gestación de la sociedad cristiana trajo consigo novedades de considerable entidad, en lo tocante, entre otras cosas, a la incorporación a la Iglesia.

Tras el citado período de intensa difusión del catecumenado, que corresponde a los tiempos de la irrupción multitudinaria de nuevos fieles, la Iglesia del mundo greco-latino experimentó un sensible «rejuvenecimiento». Los «infantes» abundaban ahora en la iglesia, porque cada vez nacían más hijos de padres cristianos, y esos niños, desde la edad más tierna, eran también cristianos como sus padres. La conversión de la sociedad condujo a que se replanteara desde la propia base el proceso de iniciación cristiana. Así, tras su edad de oro, el catecumenado prácticamente desapareció, al generalizarse el bautismo de niños. Este mismo hecho acabó también con las solemnes ceremonias bautismales en las mayores fiestas litúrgicas, que tenían como escenario los célebres baptisterios paleocristianos. Los niños nacían todos los días del año y por eso los bautismos habían de administrarse ahora sin interrupción; y el modesto recinto de la iglesia con pila bautismal —origen de las futuras parroquias— fue desde ahora el marco de la recepción en la Iglesia de la mayoría de los nuevos fieles, hechos cristianos en los albores de su vida.

Unas consideraciones, todavía, sobre algún rasgo más especialmente significativo en el proceso de transformación de la sociedad cristiana. Ciertas antiguas tradiciones disciplinares, como la participación directa de toda la comunidad —«clero y pueblo»— en las elecciones episcopales, dejaron de ser viables cuando el número de cristianos se multiplicó hasta llegar a representar la casi totalidad de la población. Oligarquías de clérigos y laicos socialmente relevantes asumieron entonces lo que había sido antes función de todos los miembros de la iglesia particular. La recepción en la Iglesia a lo largo de los siglos iv y v de la mayor parte de la población de las provincias «europeas» del Imperio romano produjo también, lógicamente, un descenso del nivel medio religioso y espiritual de los fieles, en relación con el que habían tenido los cristianos de los tres primeros siglos. A partir de entonces puede hablarse de una «religión popular» —según la expresión hoy en uso— que no carecía de riqueza espiritual, pero en la que se daban impurezas y supersticiones, que la paciente acción de los misioneros trató sin descanso de combatir. El largo proceso evangelizador de las poblaciones de reciente conversión volvió a darse en los siglos barbáricos, cuando se produjo la experiencia de integración masiva de nuevos pueblos en el seno de la Iglesia. Más adelante habrá ocasión de volver sobre este fenómeno con la atención y rigor que se merece.

4. Geografía eclesiástica en el siglo IV

El escritor cristiano Arnobio se refería, a comienzos del si­glo iv, a los innumeri christiani —los innumerables cristianos— que vivían por entonces en Hispania y las Galias. Es indudable, pese a tales expresiones, que los cristianos —tal como se ha dicho— constituían entonces solamente una pequeña minoría en el conjunto de la población romano-provincial. Pero se trataba —como advirtió un gran historiador eclesiástico, E. Griffe— de una minoría organizada, bien arraigada en muchas ciudades y con pujante dinamismo apostólico, aunque los medios y las poblaciones rurales escapasen aún, casi del todo, a su influencia.

El examen de las escasas noticias llegadas hasta nosotros es sin embargo suficiente para extraer algunas conclusiones de evidente interés sobre la situación real del Cristianismo en el siglo IV. La primera podría ser que, al menos en ciertas regiones, la Iglesia había alcanzado, dentro de la época del Imperio pagano, un grado de desarrollo muy considerable. Otra conclusión sería que, tras la libertad constantiniana, la progresión del Cristianismo logró avances muy notables en las provincias euro-occidentales del Imperio romano.

En pleno Imperio pagano —hacia la mitad del siglo III— la ciudad de Roma contaba con una veintena de «títulos», o iglesias cristianas. Cien años más tarde —y tras cuarenta de libertad religiosa— el número de iglesias se había duplicado y entre las nuevas figuraban las más insignes basílicas cristianas, que han sobrevivido hasta hoy: las cuatro constantinianas, de Letrán, S. Pedro, S. Pablo y la Santa Cruz; las de los Santos Apóstoles y Santa María «in Trastevere», constituidas en tiempo del papa Julio I (337-352); y Santa María la Mayor —la basílica liberiana— erigida bajo el pontificado de Liberio (352-366). En Milán —la gran ciudad que tanta importancia política y religiosa alcanzó en el siglo VI—, la basílica Nova tenía cinco naves y sus dimensiones eran amplísimas: 80 x 47 metros. San Ambrosio construyó a finales de siglo, a extramuros de la urbe, la basílica Ambrosiana, de tres naves, también muy amplia, aunque menor que la Nova. Italia alcanzó dentro del siglo IV una cifra elevada de obispos: treinta en el norte de la Península y unos cincuenta más entre el centro, el sur y las islas adyacentes.

La Península Ibérica cuenta con un documento de excepcional valor para tener una imagen fehaciente de la situación del Cristianismo a principios del siglo IV: las actas del concilio de Iliberis o Elvira. El concilio de Elvira tuvo lugar, según las opiniones más autorizadas, en torno al año 306, es decir, durante el período transcurrido entre el final de la última persecución contra los cristianos —la gran persecución de Diocleciano— y la concesión de un estatuto legal —primero de tolerancia y después de libertad religiosa— a la Iglesia. Las actas del sínodo iliberitano constituyen una valiosa base para rehacer la geografía eclesiástica hispana al final del Imperio pagano.

Acudieron a Elvira los representantes de 37 iglesias locales; 19 de ellos eran obispos y 18 presbíteros. Firmaron también las actas otros 6 presbíteros que habían asistido al concilio acompañando a sus respectivos obispos. De las 37 iglesias representadas en Elvira, 23 pertenecían a la provincia de la Bética, 8 a la Cartaginense, 3 a la Lusitania, 2 a la Tarraconense y 1 a Gallaecia. La distribución geográfica de las comunidades confirma la impresión de que la Bética fue, en conjunto, la región más romanizada, y por ende más cristianizada, de la España romana. Conviene sin embargo advertir que las actas de Elvira no tienen por qué reflejar con exactitud la geografía eclesiástica de su tiempo. No debe perderse de vista la localización de Iliberis en la actual Granada, en la región sudoriental de la Península. Es evidente que resultaba más fácil que acudieran al sínodo los representantes de las comunidades cercanas a la Bética o incluso a la Cartaginense, que los de las iglesias de Gallaecia que, para llegar a Elvira, necesitaban cruzar la Península; y es probable que esa dificultad influyera sensiblemente en la ausencia en el concilio de representantes de iglesias hispánicas lejanas.

Las Galias contaban con 34 ó 36 obispados hacia los años 313-314. La mayor densidad episcopal se daba en las regiones del sudeste, próximas a la costa mediterránea, que fueron la principal vía de penetración del Cristianismo. Dieciséis obispos galo-romanos asistieron en 314 al concilio de Arlés, junto a otros itálicos, hispanos, bretones y africanos, hasta un total de 44. Treinta y cuatro obispos de las Galias se adhirieron en 346 a la carta encíclica promulgada por el concilio de Sárdica. El número de diócesis de la Galia se duplicó a lo largo del siglo IV, y a finales de la centuria el territorio se dividía en 17 provincias eclesiásticas. Los tres obispos bretones presentes en el concilio de Arlés —los de Londres, York y Lincoln— acreditan la existencia por aquellos años de una estructura eclesiástica en la Britannia Maior. En la Germania romana, una línea de obispados se escalonaban en el siglo IV a lo largo del Rhin: Basilea, Estrasburgo, Spira, Worms, Maguncia, Colonia. Tréveris, residencia del prefecto del Pretorio de las Galias, era también sede episcopal, y de la penetración del Cristianismo entre su población dan fe las más de 400 inscripciones cristianas del siglo IV que se conservan.

Las provincias romanas del centro y el oriente del Continente europeo aparecían igualmente penetradas por el Cristianismo, a comienzos del siglo IV. La Península helénica contaba con comunidades —Atenas, Corinto, Tesalónica— cuyos orígenes se remontaban a tiempos apostólicos. La penetración cristiana en los Balcanes había alcanzado y rebasado el Danubio y se extendía en dirección oeste remontando su curso, que constituía en largos trechos el limes, la frontera septentrional del Imperio. Las legiones romanas fueron el principal vehículo del avance del Cristianismo en las Panonias y en otras provincias vecinas, avance ya iniciado tal vez en el siglo II. Los numerosos mártires de la persecución de Diocleciano dan testimonio de la presencia cristiana en la región. Centros notables de vida eclesiástica fueron, en el siglo IV, Sárdica, Sirmium y, más al sur, Aquileia. Muchos fueron también los mártires ilíricos en tiempo de Diocleciano; la costa dálmata del Adriático era la porción más cristianizada de la antigua Iliria. Aquí, a mediados del siglo III, san Venancio, obispo de la ciudad marítima de Salona (Spalato), había sufrido martirio en la persecución de Valeriano (257). Las tierras romanas del Continente europeo, desde las orillas del mar Negro hasta las del Atlántico, en el Finisterre español, constituían así a comienzos del siglo IV un ancho espacio geográfico donde, en mayor o menor medida, se había hecho presente el Cristianismo. Se hallaban, pues, puestas las bases para la gran expansión de la Iglesia que se produjo a lo largo del siglo.

5. La aristocracia romano-cristiana

Las actas del concilio de Elvira permiten reconstruir la «sociología» de las comunidades cristianas en unas ciudades romanas de provincia, a comienzos del siglo IV. Los cánones revelan que el Cristianismo, aunque todavía minoritario, había penetrado ya en todos los estratos de la sociedad; ésa es la razón por la cual las comunidades se hallaban integradas por personas de muy diversa clase, desde siervos y libertos hasta individuos de elevada condición, dentro del marco de la sociedad provincial. Había en las comunidades matronas, señoras con siervos,  magistrados municipales y hasta flamines, antiguos sacerdotes del culto imperial. Estos últimos, como es obvio, habían abandonado su cargo y lo mismo tuvieron que hacer al convertirse los actores teatrales y auriga del circo, que se integraron en las iglesias hispánicas, dado que estos oficios se consideraban impropios de un cristiano. El pluralismo social era, pues, el rasgo dominante de las cristiandades españolas representadas en Elvira. Un pluralismo semejante se daba ya en el siglo II en las iglesias de Vienne y Lyon, cuando sobrevino la persecución del año 177; junto a esclavos, figuraban en ellas nobles matronas y ricos ciudadanos romanos.

El Cristianismo había contado desde antiguo con adeptos, no sólo entre las aristocracias y burguesías provinciales, sino también en las familias de la nobleza romana de rango senatorial y consular. Pero fue en el siglo IV cuando la cristianización de las clases superiores de la sociedad constituyó un fenómeno de extraordinaria significación. Un hispano, Aurelio Prudencio, se refería de modo expreso a esta recepción del Cristianismo por la aristocracia. «Son innumerables —escribía— las familias de la nobleza que se han adherido al signo de Cristo y se han liberado del tremendo abismo del culto abominable de los ídolos.»

En la propia tierra hispánica de Prudencio, era cristiano en el siglo IV el poderoso clan familiar del emperador Teodosio, originario de la alta meseta peninsular, y personajes de tan elevado rango en la vida pública imperial como Materno Cinegio, que fue prefecto del Pretorio de Oriente. Otro grupo de cristianos insignes provenía de la Tarraconense oriental, y entre ellos estaban el futuro obispo de Barcelona, Paciano, su hijo Dexter, el poeta Juvenco y el ya mencionado Aurelio Prudencio. En las Galias, la cristianización de su aristocracia senatorial —que jugaría un destacado papel en la historia occidental del siglo V— parece total a finales del siglo IV. Sidonio Apolinar —el magnate, obispo y poeta que floreció bajo los reyes visigodos de Tolosa—, afirmaba que fue en tiempo de su abuelo cuando su familia abrazó el Cristianismo.

A mediados del siglo IV se dio ya el caso de nacer cristianos vástagos de nobles familias destinados a alcanzar celebridad en la posterior vida de la Iglesia. Meropio Poncio Paulino —el futuro san Paulino de Nola— nació en Burdeos hacia el año 353, hijo de padres cristianos; y cristiana era también, cuando nació, la familia de san Ambrosio de Milán, cuyo padre ocupaba en Tréveris el altísimo cargo de prefecto del Pretorio de las Galias. La conversión al Cristianismo de familias de alto nivel social ha quedado incluso registrada por los hallazgos arqueológicos. La erección de un lugar de culto cristiano en un dominio señorial —como es el caso de la basílica construida en La Cocosa, una gran villa romana sita en la actual provincia de Badajoz— constituye una clara señal de la conversión de los propietarios. La aparición de determinados signos o símbolos religiosos como ornamento en mosaicos y sarcófagos es igualmente indicio seguro de cristianización.

La conversión de la aristocracia del siglo IV fue punto de arranque de un vibrante impulso de fervor espiritual, abierto a las más exigentes demandas de la perfección cristiana. No fueron escasas las personas de elevada condición que, lejos de conformarse con guardar los preceptos de la fe y la moral, abrazaron con genuino «entusiasmo» religioso las generosas renuncias del seguimiento de Cristo. Se dio con reiteración el caso de esposos cristianos que, de común acuerdo, abrazaron la vida ascética. Así, el noble aquitano Paulino, que había sido gobernador de la provincia de Campania, y su mujer, la española Therasia, tomaron esa resolución tras la muerte de su único hijo, cuyo cuerpo enterraron en Complutum, junto a las tumbas de los santos mártires Justo y Pastor. Paulino, ordenado presbítero a petición popular en Barcelona, se estableció en la ciudad italiana de Nola, de la que llegó a ser obispo, y de donde ha tomado el nombre: san Paulino de Nola. Otro ilustre compatriota de Paulino, Próspero de Aquitania, adoptó la misma determinación a la edad de 25 años y se conserva un poema lírico dirigido a su esposa, exhortándole a consagrar, como él mismo hacía, la vida a Dios. En Roma, otro noble matrimonio que abrazó igualmente la vida ascética fue el formado por Piniano y Melania, cuya morada era el palacio familiar de los Valerii, en el monte Celio. Poseedores de una de las mayores fortunas del Imperio, los esposos distribuyeron sus bienes entre los pobres y los damnificados por las invasiones barbáricas de comienzos del siglo V; y tras abandonar Italia se establecieron en Palestina, para vivir plenamente el ideal evangélico.