Fantasías ardientes - Kimberly Raye - E-Book
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Fantasías ardientes E-Book

Kimberly Raye

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Beschreibung

Sarah Buchanan no podía evitar recordar los momentos de pasión que había compartido junto a Houston Jericho. Su primera experiencia había sido ver Fantasías ardientes, una película porno que después se habían apresurado a imitar en privado. Pero Houston no había tardado en marcharse de la ciudad y Sarah había abandonado aquella vida tan salvaje. Aunque lo cierto era que siempre había lamentado no terminar lo que había empezado con él... Habían pasado doce años y Houston acababa de reaparecer en la vida de Sarah. Él seguía siendo tan desinhibido como antes y parecía empeñado en volver a sacar el lado salvaje de ella.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Kimberly Groff

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Fantasías ardientes, n.º 260 - diciembre 2018

Título original: The Fantasy Factor

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-218-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

1

 

 

 

 

 

 

 

Necesitaba con desesperación un orgasmo realmente bueno.

Ésa era la única causa por la que Sarah Buchanan no dejaba de mirar furtivamente al vaquero atractivo y sexy como el pecado que había ante la barra del bar más famoso de Cadillac. De lo contrario, se habría reservado la mirada y habría mantenido la atención fija en las cinco mujeres sentadas a la mesa con ella.

Sonrió y bebió un trago del refresco bajo en calorías que había pedido. El líquido fresco bajó por su garganta, pero no hizo nada por mitigar el martilleo de su corazón o el anhelo en la boca del estómago. Volvió a mirar de reojo en busca del vaquero. Allí.

Alzó la vista y se empapó visualmente de él, desde el sombrero de paja sobre el pelo rubio y corto, pasando por la camisa vaquera que perfilaba sus hombros anchos y poderosos, la gran hebilla de rodeo que centelleaba en su cintura estrecha, los pantalones ceñidos que le sujetaban la entrepierna y modelaban los muslos poderosos, hasta la punta de las botas viejas.

Houston Jericho era un tipo macizo que prácticamente garantizaba un orgasmo de primera, con gritos incluidos.

Lo sabía de buena fuente porque los había experimentado, no una, sino tres veces. Tres veces encendidas, salvajes y perversas.

Desde luego, hacía mucho de eso, y desde entonces había cambiado encendidas, salvajes y perversas por tibias, serenas y aburridas. Había abandonado sus tendencias de chica mala, junto con la ropa sexy, para modificar por completo su imagen.

Sin embargo, Houston se veía tan encendido, salvaje y perverso como siempre, con los labios sensuales esbozando una sonrisa, la postura relajada y condenadamente sexy.

Tenía la clara impresión de que incluso había mejorado con la edad.

—Te toca a ti.

La voz femenina atrajo su atención y se obligó a mirar a la rubia que tenía sentada enfrente. Janice Alcott era una ejecutiva del petróleo en Houston y en una ocasión había sido vicepresidenta de las Chem Gems, el único club académico del instituto de Cadillac, donde el fútbol y la actividad de animadora eran lo mejor visto, mientras que todo lo demás, en particular algo que involucrara un libro de texto, se miraba con desdén.

—Parece que Maddie —señaló a la rubia sentada junto a ella, que había cambiado su otrora imagen desaliñada y comportamiento tímido por una nueva figura esbelta y un ceñido top de piel— no va a poder descubrirla. Eso significa que sólo te hacen falta cinco puntos para ganarle.

Iban por la última ronda de ¿Quién es la chica más mala? El juego sexy que había sido el centro de la despedida de soltera de Cheryl Louise, la más joven de las Chem Gems, quien se iba a casar al día siguiente.

Cheryl había entrado a formar parte del club por su hermana mayor, Sharon, que había sido la chica más inteligente del instituto y fundadora del grupo. También había sido una de las mejores amigas de Sarah.

Hasta que había empotrado el coche contra un poste de teléfono unos días antes de la graduación. Maddie había ido en el asiento del acompañante y sólo había recibido unos arañazos, y todo por el volante. Había tenido suerte.

Tanta como ella misma, que sin duda se habría estampado contra el asiento delantero con Sharon cuando cedió el salpicadero… si su abuela no la hubiera vuelto a castigar, sentenciándola a pasar el fin de semana en su habitación.

«Niña, ¿por qué no puedes parecerte más a tu madre? Ella siempre fue una joven dulce. Siempre pensaba en los demás, sacaba sobresalientes y me hacía sentir orgullosa. Siempre usaba la cabeza».

Porque Lorraine Foster Buchanan no sólo había sido la chica más inteligente de su clase, sino que también había sido perfecta. Siempre había dicho lo apropiado, vestido de forma apropiada y se había casado con el hombre apropiado, para tomar las decisiones más apropiadas…

A diferencia de la única hija que había tenido, que jamás había sabido estar a la altura. Al menos a los ojos de Guillermina Foster, por lo que hacía mucho que había dejado de intentarlo. De hecho, había ido en la dirección opuesta, decidida a diferenciarse de su madre. A ser independiente y no una sustituta de la hija que había perdido su abuela.

En vez de ser dulce y buena, había sido atrevida, había sido una rebelde con botas vaqueras rojas a la que le había encantado sacudir las cosas y espantar a los rectos ciudadanos de su pequeña ciudad. Había sido la primera en desnudarse para bucear en el río de Cadillac, la primera en salir del coche para llenar de papel higiénico la casa del capitán del equipo de fútbol la noche antes de que regresara a casa, la primera en pedirle a un chico que la acompañara a un baile del instituto y la primera en hacerle una proposición a Houston Jericho, el chico malo residente de la ciudad y el más guapo que hubiera pisado alguna vez los pasillos del Instituto de Cadillac.

Por suerte una camarera le cortó su línea de visión.

Estaba allí con sus amigas, por sus amigas. Era la primera vez en doce años que se reunían todas. Y posiblemente sería la última, ya que llevaban vidas separadas, dos de ellas muy lejos de Cadillac. No debería perder el tiempo mirando a hombres.

Se dio una sacudida mental y se obligó a concentrarse otra vez en el juego.

Alargó la mano, recogió la tarjeta superior y la leyó en voz alta:

 

A una chica mala de verdad le encanta dar el primer paso, ya sea un beso, una caricia o una simple invitación.

Demuestra que lo eres, busca a un hombre descarado e invítalo a bailar.

 

—Eso no es justo —se quejó Maddie—. Yo tenía que bailar con alguien y besarlo. Ella sólo tiene que bailar.

—Pero con un hombre descarado —señaló Brenda—, lo que significa que tendrá más en la mente que bailar, si de verdad es descarado. Por no mencionar que en este momento está sonando una canción lenta.

—Sigue sin ser nada complicado —continuó Maddie—. Es demasiado fácil.

Quizá para cualquiera de las otras cinco mujeres que había a la mesa. Pero para Sarah, antigua chica mala que se afanaba en ser buena, bailar significaba acercarse, y bailar un tema lento significaba acercarse aún más, y eso representaba problemas.

Ese pensamiento hizo que los pezones le hormiguearan y la frustración la llevó a cerrar la mano.

No cabía duda de que necesitaba a un hombre descarado. Pero una cosa era necesitar y otra muy distinta tener. Necesitaba muchas cosas. Un nuevo corte de pelo. Unos pantalones muy cortos y una blusa tenue que la mantuvieran fresca mientras trabajaba en el vivero familiar, que había pasado a dirigir cuando su abuela lo dejó unos años atrás.

Pero no buscaba ninguna de esas cosas, porque había convertido en costumbre desviarse de cualquier cosa que fuera M-A-L-A, desde la comida basura, pasando por la ropa muy reveladora, hasta llegar a los hombres. La vida era lo bastante corta por sí sola como para tentar al destino viviendo peligrosamente.

Se había dado cuenta de su mortalidad y decidido jugar de forma segura. Al menos eso era lo que quería que pensara todo el mundo, en particular la abuela Willie. Estaba en deuda con ella por haberle salvado la vida aquella noche, de modo que seguía un estricto régimen de comidas, dormía bien, se ponía ropa elegante y conservadora y se apartaba de los hombres descarados e inmorales.

Hombres que le desbocaban el corazón, le aflojaban las piernas y le humedecían las braguitas.

Hombres como Houston Jericho.

Volvió a mirarlo y sintió que se le cerraban los pulmones. Todavía era tan atractivo como lo recordaba. Más, porque su aura salvaje y despreocupada en ese momento contenía un aire de madurez que indicaba con claridad que sabía qué hacer, cuándo y exactamente cómo.

—Cincuenta puntos —dijo Brenda Chance—. Sí sacas esta prueba, recibirás cincuenta puntos. Más que suficiente para ponerte por delante y hacerte ganar el juego.

Brenda era una romántica perdida. Se había casado con su novio del instituto, Cal, a quien le había dado un par de hijos.

—Yo digo que debería elegir otra tarjeta —indicó Maddie—. Bailar no significa nada para Sarah. Para mí necesita algo más comprometido. Algo que haga honor a la chica más mala que jamás haya enseñado los pechos a un autobús lleno de jugadores de fútbol del equipo rival después de un partido.

Janice sonrió.

—Eso sí que fue divertido.

—Fue clásico —corroboró con otra sonrisa Cheryl Louise.

Sarah frunció el ceño.

—Fue estúpido. Hacía cuatro bajo cero. Estuve a punto de congelarme —y así habría sido de no haber estado riendo con tantas ganas como para sentir calor.

Casi tanto como sentía en ese instante.

Bebió un trago del refresco y se obligó a respirar con pausa. Todo radicaba en el control. Algo que había logrado perfeccionar gracias a doce años de abstención.

—Estoy de acuerdo con Maddie —dijo Janice—. Sarah necesita algo más provocativo. Ya es una chica mala, de modo que eso le proporciona ventaja sobre Maddie.

—Tonterías —le respondió Brenda—. Es evidente que Maddie y tú lleváis fuera mucho tiempo. Sarah es la presidenta de actividades de la cámara de comercio local. Pasa los fines de semana patrocinando ventas benéficas. Yo diría que ahora es tan mala como la abuela del reverendo Standley.

—¿Sigue viva?

—Apenas. Tiene noventa y siete años y dedica las veinticuatro horas de los siete días de la semana a ver La rueda de la fortuna y a leer el Reader’s Digest.

—Suena absolutamente aburrido —comentó Janice.

—Ésa es Sarah —explicó Brenda.

—El aburrimiento está bien —dijo ésta—. Demasiado estímulo conduce al estrés y a los ataques de corazón.

Janice movió la cabeza.

—¿Qué fue de la antigua Sarah, ésa a la que conocíamos, adorábamos y envidiábamos?

Pero todas sabían lo que había pasado. La noche anterior a graduarse en el instituto, habían perdido a una de sus mejores y más queridas amigas, lo que había cambiado sus vidas para siempre.

Maddie, que había estado decidida a seguir los pasos de su padre en la pastelería de la ciudad, se había marchado para asistir a la universidad en Dallas, terminando como ejecutiva en una empresa de cosméticos.

Janice había cambiado una carrera en la universidad local para estudiar en una de las universidades importantes del país y desarrollar su talento en una empresa petrolera.

Eileen había abandonado la idea de ir a la universidad para ser esposa, madre y presidenta de la asociación local de padres. Asimismo, Brenda había olvidado por completo la universidad para casarse con el novio del instituto y tener el primero de cinco hijos, todos los cuales, en el mejor de los casos, eran temibles… al menos para Sarah, quien había crecido como hija única con su abuela y en una casa llena de plantas.

Cheryl Louise se había quedado en el instituto. Había trabajado por las tardes en el local de artículos variados de la ciudad mientras fantaseaba con el Príncipe Azul que aparecería para sacarla de esa existencia monótona.

Y había aparecido en la forma de Jack Beckham propietario de la única empresa de limpieza de suelos de la ciudad, quien había estado puliendo el suelo de un local la primera vez que vio a Cheryl Louise. Le había sonreído y ella le había devuelto la sonrisa y en ese momento, varios años más tarde, estaban a punto de decir «sí, quiero».

¿Y ella?

Había cambiado sus sueños de gran ciudad, la posibilidad de estudiar arquitectura en la Universidad de Texas y la única oportunidad de largarse de su asfixiante ciudad natal para quedarse, estudiar en la universidad local, ocuparse del negocio de la familia y desempeñar su papel de nieta dedicada.

—La tarjeta ponía «descarado», así que ni se te pase por la cabeza Marty —Janice señaló al hombre sentado en el extremo más alejado de la barra. Tenía una lata de refresco en una mano y un puñado de cacahuetes en la otra.

En ese momento echó la cabeza para atrás y lanzó un cacahuete al aire, atrapándolo con la boca.

—Está bien coordinado —señaló Sarah.

—Eso no representa nada descarado.

Lo que significaba que tenía que bailar con Houston Jericho si quería evitar ir a recoger al día siguiente al odioso tío Spur de Cheryl.

Sólo un simple baile. Un inocente «tú te quedas en tu lado de la invisible línea mientras yo me quedo en la mía» del movimiento de los cuerpos.

Nada de besarlo, atacarlo o suplicarle que la tomara allí mismo para saciar su abandonada libido.

Sin importar lo atractivo que fuera.

 

 

Tenía demasiado calor.

Houston se abrió el botón superior de la camisa y bebió otro trago de cerveza. Ninguna de las dos cosas hizo mucho para mitigarle el calor que lo quemaba por dentro. Un calor que tenía poco que ver con la atmósfera abarrotada del lugar frecuentado y todo con el hecho de que ella estaba allí.

Todavía no podía creerlo. En los últimos años, había vuelto a casa un par de veces, pero jamás se había encontrado con ella. El entorno que frecuentaban era muy distinto ya. Así como en el pasado ambos habían buscado la diversión rápida y desbocada, desde entonces Sarah Buchanan había cambiado. Pasaba los sábados por la noche hibernando en casa mientras él quemaba las pistas de baile, cuando no montaba un toro de quinientos kilos en el circuito profesional de rodeo.

Al menos eso era lo que había oído decir sobre ella.

Todavía seguía sin poder creerlo.

Miró hacia la mesa llena de caras familiares. Sus amigas intelectuales presumidas, o así habían sido en el instituto. La edad y el éxito las habían convertido en un grupo bastante atractivo.

Por ese entonces, Sarah había encajado con ellas cuando se trataba de cerebro. En cuanto al cuerpo… Había sido material de chica del mes, con una cara hermosa, pelo largo, pechos exuberantes, un trasero redondo y suave y piernas largas.

A pesar de lo que se decía en la ciudad, no creía que hubiera cambiado mucho. Todavía tenía un cuerpo despampanante, aunque daba la impresión de que quisiera ocultarlo. Llevaba una blusa blanca de mangas largas con diminutos botones de perlas, en vez de una camiseta o un jersey. Pantalones en vez de unos vaqueros ceñidos. Zapatos conservadores en vez de aquellas botas vaqueras rojas que tan bien había lucido.

Pero seguía siendo tan tórrida como siempre.

Y ya no estaba allí.

Parpadeó y observó las cuatro caras familiares. Cuatro, no cinco. Habría jurado que unos segundos antes la había visto.

Aunque quizá sólo fuera su fantasía. Una de las tantas que lo habían acosado en los últimos años. Sarah, desnuda y hermosa, en la ducha. Sarah, desnuda y hermosa, en unos aseos públicos. Sarah, desnuda y hermosa, en un cine a oscuras. Sarah, desnuda y hermosa y montándolo, en un ascensor en marcha.

Aún recordaba la fiesta después de un partido. Sarah también había estado presente, inmersa en una sesión de tanteo con algún idiota de primer año de universidad que había estado yendo demasiado deprisa.

Los había encontrado en uno de los dormitorios de atrás cuando buscaba el cuarto de baño. Aún no habían llegado a la segunda base, pero el tipo se preparaba con presteza para la tercera a pesar de la oposición de Sarah. Todavía podía recordar el miedo en sus ojos y el alivio cuando lo vio de pie en el umbral. Le quitó al tipo de encima y luego le ofreció la cazadora para que se cubriera la blusa desgarrada.

Ella lo había tomado de la mano y, juntos, se habían escabullido por la puerta de atrás para ir hacia el Corvette de él. Sarah no había querido ir a casa por temor a encontrarse con su abuela mientras aún estaba tan agitada, ni tampoco había querido regresar a la fiesta para encontrarse con sus amigas. Había tenido miedo de que el imbécil se fuera de la lengua y le estropeara su imagen de chica mala. Por eso habían terminado junto al río, con una botella de vino casero de fresa, una coctelera y refresco de limón. Habían mezclado el vino y el refresco, se habían sentado en la capó del coche y charlado durante toda la noche hasta que salió el sol.

Entonces ella le había confesado la verdad. A pesar de la imagen dispuesta que proyectaba en lo referente al sexo, sólo había tenido dos encuentros sexuales, y ninguno había sido tan maravilloso como había esperado, porque ambos habían sido con dos imbéciles como el que había tenido que sufrir en la fiesta.

Quería un sexo estupendo. Salvaje. Apasionado. Del material que estaban hechas las fantasías.

Quería a Houston.

Incluso entonces, había tenido fama de ser sobresaliente en ese campo, y por ello Sarah le había pedido que le diera cuerpo a su conocimiento sexual.

Había quedado un poco conmocionado por la petición, y muy excitado, porque, como cualquier otro chico del instituto, se había imaginado con ella. Dándole placer. Haciéndola sentirse tan bien para impulsarla a gritar su nombre y a deshacerse en sus brazos.

La había besado en ese momento y habían empezado aquella misma noche.

Había esperado que fuera bueno. El sexo siempre era bueno. Pero con Sarah había sido fenomenal. Era tan desinhibida cuando se trataba de su cuerpo, tan articulada cuando se trataba de sus sentimientos, que la combinación lo había excitado de un modo extraordinario. Cada vez que la había tocado, besado, penetrado, había visto el placer en sus ojos y en su cara, y lo había oído en sus gritos frenéticos.

A diferencia de lo que le había sucedido con casi todas las chicas, más interesadas en tenerlo como novio que como amante, ella no había querido ningún compromiso. No le había preocupado decir lo correcto o mantener un aire de conveniencia. Se había mostrado directa, libre y muy, muy indecorosa.

Y Houston había disfrutado cada segundo.

Pero entonces Sharon había muerto, Sarah se había retraído y él había hecho lo que había planeado hacer desde que era capaz de recordar… se había largado de su ciudad pequeña y de su lamentable padre para labrarse fama como uno de los mejores montadores de toros de todo el circuito profesional de rodeo.

Houston era el hermano medio de los hermanos Jericho. Austin era el mayor y Dallas el menor. Todos habían sido tan malos como largo un día de verano. Habían sido los rebeldes de la ciudad, herencia de su pendenciero padre y de su indómita madre, quien había muerto meses después de dar a luz a Dallas. Siendo diabética, el parto había representado demasiado para ella. Las complicaciones llevaron a fallos renales y había tenido que luchar por su vida con una máquina de diálisis, pero eso no había bastado para salvarla. Al fallecer, su padre se había escondido en la bebida y los tres niños habían tenido que arreglárselas solos.

Todos habían crecido para ser independientes, sin la ayuda de nadie salvo la de ellos mismos para superar el pasado y alzarse por encima de las expectativas que sobre ellos había proyectado la ciudad. Dallas había levantado una próspera empresa constructora. Austin era un ranchero con el máximo crecimiento del condado. Y Houston estaba a punto de batir el récord nacional de monta de toros de diez campeonatos consecutivos.

Había trabajado duramente para alcanzar eso. Casi todos esos años los había pasado en la carretera, centrado en la siguiente competición. Siempre centrado.

Excepto por la noche, cuando el agotamiento de los músculos no bastaba para sumirlo en un sueño merecido. En esos momentos cerraba los ojos y a veces, a menudo, imaginaba a Sarah.

Tres veces habían hecho el amor… siguiendo los siete capítulos del vídeo de una guía sexual que había circulado por el instituto, Fantasías ardientes: los siete lugares más sexys donde hacerlo. Uno en la ribera del río de Cadillac, para practicar el sexo en la naturaleza; luego un acto ardoroso en el asiento de atrás del Impala de la abuela, que había satisfecho el número dos, sexo en un coche; y después se habían encendido en la habitación barata pero limpia del Hotel Heaven, justo a las afueras de la frontera del condado… y todo había acabado cuando murió un de las mejores amigas de Sarah.

Entonces Sarah había cambiado y él se había marchado, y jamás habían podido llegar a completar los siete capítulos, que incluían sexo en la ducha, en un cine lleno, en unos aseos públicos o en un ascensor.

No, nunca habían podido finalizarlos, pero a menudo había fantaseado con hacerlo.

—¿Te apetecería un baile?

La voz atrajo su atención y se volvió para ver a la provocativa rubia que había a su derecha y que lo había estado mirando toda la noche. Pero en cuanto Sarah entró en el local, la rubia había perdido todo su atractivo.

—Quizá luego. Creo que necesito otra cerveza.

Lo miró con ojos centelleantes y se marchó mientras él se acercaba a la barra y le hacía una seña al camarero.

Un minuto más tarde, deslizaba unos dólares por la barra y se llevaba una jarra helada a los labios. El líquido bajó por su garganta y le provocó un alivio fresco. Después de ver cómo su padre había ido directo a la muerte en brazos de la bebida, cuando bebía, si es que lo hacía, jamás pasaba del límite de tres cervezas.

Pero esa noche era una ocasión especial. Había vuelto a Cadillac porque uno de sus viejos amigos iba a casarse al día siguiente. Sólo estaría unos días, y luego se marcharía a practicar para el campeonato profesional de rodeo que se celebraría en tres semanas. Sin embargo, antes de eso, iba a asistir a la fiesta de despedida que se iba a celebrar en el ayuntamiento en honor de la señorita Marshalyn Simmons, la mujer más testaruda que había conocido jamás. Se trasladaba a Florida a vivir con su hermana. Se había cansado del clima caluroso y pegajoso, de vivir sola. Se había cansado, punto. Se hacía mayor, y los inconvenientes y la responsabilidad de cuidar de un terreno de trescientos acres y de una granja ya resultaban excesivos para ella.

Quería tranquilidad mental, por lo que se había dirigido a Houston y a su hermano Austin, los dos hermanos Jericho que aún seguían solteros, para plantearles una oferta que no podían rechazar.

Dallas, el menor, ya había encontrado al amor de su vida y pasado por la vicaría. Y sólo faltaban unos pocos meses para que fuera padre. La señorita Marshalyn no estaba preocupada por Dallas, ya que como regalo por la llegada del bebé le había obsequiado cien acres de tierra.

Eran Houston y Austin quienes más lo preocupaban. Quería que abandonaran su estilo de vida de chicos malos y sentaran la cabeza. A cambio, les prometía cien acres de tierra a cada uno. Pero únicamente si en su fiesta de despedida lograban convencerla de que realmente habían cambiado.

Houston miró hacia la puerta de salida, por donde unos minutos antes había desaparecido su hermano Austin después de haber bailado con Maddie Hale, la tímida y desaliñada líder de las Chem Gems, que se había convertido en un auténtico bombón. Demasiado para el gusto de la señorita Marshalyn. Ésta quería que los dos eligieran una de las chicas bonitas, sosegadas, íntegras y conservadoras que abundaban en la ciudad.

Maddie ya no entraba en esa categoría y no le extrañaba que Austin, que estaba decidido a satisfacer a la señorita Marshalyn, se hubiera largado antes de que las cosas llegaran a encenderse de verdad.

Él, por otro lado, no tenía intención de aceptar la oferta. No era de los que sentaban la cabeza. Se había afanado con todas sus fuerzas para largarse de Cadillac. Y desde luego no pensaba regresar en ese momento. No para quedarse. Jamás.

Y así había tratado de decírselo a la señorita Marshalyn. Lo había intentado, pero lo había cortado con esa actitud que daba a entender que ella lo conocía mejor. Y por eso no había podido aclarar la situación sobre la tierra y el hecho de que se marchaba.

Lo haría, desde luego. Pero no veía la necesidad de desilusionarla en ese instante. Disponía de dos semanas. Suficiente para comunicárselo poco a poco antes de que se marchara a la final de Las Vegas, donde debía competir por su décimo campeonato consecutivo.

Un récord que lo situaría con los mejores jinetes de todos los tiempos.

Respiró hondo y sintió un dolor en la parte inferior izquierda de la caja torácica. En esa ocasión no se había roto ningún hueso, pero había estado cerca, de no haber rodado a tiempo.

A tiempo, pero tarde de todos modos. Empezaba a volverse más lento cada vez que daba con su cuerpo en tierra. Nadie más lo notaba, pero él sí. Sentía el cansancio que le invadía los huesos y eso lo molestaba.

Los campeones no eran lentos. Eso significaba perder, y había estado ganando demasiado tiempo como para parar en ese momento. Peor aún, le gustaba ganar. Le encantaba. Vivía para ello.

Sólo deseaba que no le doliera tanto.

—Odio molestarte —dijo una voz suave y dulce detrás de él—. Pero ¿te importaría bailar conmigo?