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Kimberly Raye Madeline Hale había vuelto a su pequeña ciudad de Texas. Doce años atrás, había sido una chica muy estudiosa y se había enamorado de Austin Jericho, el chico malo de la ciudad. Ahora tenía intención de utilizar un afrodisíaco que ella misma había creado para conseguir llevar a Austin al lugar que le correspondía… su cama. Austin siempre había deseado a Maddie, pero hacía ya años que había llegado a la conclusión de que era demasiado buena para él. Sin embargo, de pronto se habían cambiado los papeles; la dulce niña buena se había convertido en una mujer explosiva, mientras que él había sentado la cabeza… Sin duda la solución estaba en el sexo.
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Seitenzahl: 231
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
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Planta 18
28036 Madrid
www.harpercollins.es
© 2007 Kimberly Raye
© 2025 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Aromas de pasión, Elit nº 447 - febrero 2025
Título original: The Sex Solution
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situacionesson producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788410745834
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Si te ha gustado este libro…
Todo en él prometía ser tórrido, apasionado y alucinantemente erótico.
Tenía un aspecto extremadamente duro y viril con la camisa de algodón blanco con las palabras Cowboy Up estampadas en el pecho. El sudor empapaba la tela, haciéndola casi transparente. Un vello oscuro y rizado cubría su pecho. La tela de algodón se pegaba a los hombros y a los bíceps. El tejido de los vaqueros desgastados se ahuecaba a la altura de los genitales y moldeaba unas caderas estrechas y unas piernas musculosas.
Y se movía de una manera…
Tenía el aspecto de un hombre fuerte, seguro y decidido mientras alargaba la mano hacia el saco de pienso que tenía delante. Sus músculos se flexionaron y se estiraron cuando lo levantó para cargárselo al hombro.
Definitivamente, alucinante. Un hombre tan fuerte y atlético como Austin Jericho no podría ser nunca un amante perezoso. Acariciaría a una mujer hasta hacerle gritar de placer.
Y no era que Madeline Regina Hale lo supiera por propia experiencia. Sólo podía deducirlo de sus sueños más íntimos y atrevidos.
Continuó mirándolo a través del escaparate de la tienda e intentó calmar el repentino latir de su corazón. Incluso después de doce años, Austin continuaba siendo el hombre más atractivo de Cadillac, Texas.
Aquel pensamiento llegó acompañado de una oleada de nostalgia. De repente, todos aquellos años y su carrera como investigadora para una de las más importantes empresas de cosméticos de los Estados Unidos perdieron todo su valor.
Madeline volvía a tener diecisiete años otra vez. Volvía a ser una joven torpe e ingenua enamorada de un adolescente con las botas cubiertas de polvo y una cazadora de cuero negro.
Madeline siempre había reaccionado físicamente a la presencia de Austin.
Él, por su parte, jamás había reaccionado a la suya.
Y tampoco podía culparlo. Doce años atrás, Madeline pasaba completamente desapercibida. Sólo era una adolescente regordeta y con gafas del club de química, el único club académico de un instituto que vivía y respiraba para su equipo de fútbol y el campeonato del estado. Madeline nunca participaba en las fiestas en las que se celebraba la victoria del equipo. Pasaba las noches de los sábados en la panadería de su padre, preparando los dulces que venderían durante la mañana del domingo, y había sido elegida como la alumna más estudiosa del instituto durante cuatro años seguidos.
Austin, por otra parte, era entonces un adolescente atractivo, fuerte y rebelde. El mayor de los hermanos Jericho, un trío de rompecorazones que parecía haber inventado la palabra «escándalo». Un chico malo, siempre vestido de negro e incapaz de seguir las normas. Lo habían elegido como el alumno que más probabilidades tenía de pasar algún tiempo en una prisión de máxima seguridad.
Un adolescente peligroso, eso era Austin entonces.
Por su actitud, por sus palabras. Por el efecto que tenía en el sexo opuesto.
Sin embargo, sólo un selecto grupo de mujeres había tenido la suerte de disfrutar de su compañía. La mayoría de ellas rubias y guapas de senos grandes y egos todavía mayores. Y todas tan salvajes como el propio Austin.
De pelo castaño y rellenita por culpa de las noches que pasaba en la panadería y con una existencia completamente rutinaria, Madeline no tenía manera de competir con ellas. De modo que se había conformado con desearlo desde lejos.
Como en ese momento.
En cuanto pensó en ello, se tensó. Porque, aunque continuaba mirándolo y deseándolo a una considerable distancia, las cosas habían cambiado.
Ella había cambiado.
Los reflejos rubios, una dieta estricta, una tabla de ejercicios, algunas lecciones de maquillaje y las suscripciones a Cosmopolitan y a Vogue eran los responsables de ese cambio. Pero, sobre todo, había cambiado por dentro. Ya no se quedaba a esperar a que la vida le diera lo que tenía que ofrecerle. Iba detrás de lo que quería y cuando quería. No se conformaba con sueños. Convertía sus sueños en realidad y vivía para las emociones.
Su teléfono móvil eligió aquel momento para sonar, desviando su atención de la imagen de Austin.
—¿Pero chica, dónde estás? —le preguntó Janice al instante.
Janice era la ex vicepresidenta del Club de Química y la dama de honor de la boda de Cheryl Louise Martin, motivo por el que Madeline se había tomado unos días libres en V.A.M.P. Cosmetics para regresar a su pueblo.
Cheryl Louise, dos años menor que Maddie, había sido miembro de honor del Club de Química gracias a su hermana mayor, Sharon, que había dejado su impronta en aquel grupo de estudio. Sus padres estaban siempre ocupados trabajando en el restaurante familiar, así que Sharon solía hacerse cargo de su hermana. Como todas las miembros del club eran íntimas amigas, además de compañeras de estudios, todas ellas cuidaban a Cheryl, y Madeline de forma particular. Sharon y ella habían sido amigas desde el jardín de infancia.
Habían sido…
La asaltó una imagen. La imagen de una oscura noche, una curva mortal, un árbol monstruoso y…
Madeline bloqueó su mente ante los recuerdos, como hacía siempre. La muerte de Sharon pertenecía al pasado y regodearse en lo que entonces había ocurrido no iba a devolverle a su amiga.
Además, Madeline no quería que las lágrimas arruinaran aquella feliz ocasión. Quería que la hermana pequeña de Sharon disfrutara de una gran despedida de soltera, que era, precisamente, lo que el Club de Química quería organizarle.
—¿Hola? —insistió Janice con impaciencia—. Madeline, se supone que deberías estar aquí hace diez minutos para traer las serpentinas para la fiesta.
—Estoy en la tienda de los Skeeter comprando todo lo que me dijiste ayer por la noche.
Desvió de nuevo la mirada hacia la ventana, a tiempo de ver a Austin cargando el último saco de pienso y sacudiéndose los guantes en el pantalón. Cómo había conseguido enfundarse unos pantalones tan estrechos era todo un misterio.
—¿… las pilas para la cámara de Sarah? —las últimas palabras de Janice consiguieron hacerse oír por encima de los latidos de su corazón.
Madeline tomó aire y fijó la mirada en su cesta.
—Sí, ya las tengo.
—¿Y los carretes?
—También.
Tenía que controlarse. Ya no tenía diecisiete años y Jericho no lo era todo en absoluto. Sólo era un hombre. Un hombre de carne y hueso. Aunque de piel bronceada y pronunciados músculos.
Aquella idea le hizo revivir una de sus fantasías eróticas favoritas: Austin se agarraba el dobladillo de la camiseta y comenzaba a subírsela mostrando su abdomen musculoso y su pecho hasta que terminaba sacándosela por la cabeza. A continuación, se desabrochaba el botón de los vaqueros. Se bajaba la bragueta y…
Madeline desvió rápidamente el curso de sus pensamientos antes de que giraran hacia el terreno de su escasa vida sexual.
Porque ése era precisamente el problema.
Durante los seis meses anteriores, había estado tan concentrada en desarrollar una nueva loción corporal que había dejado su vida de lado. No había salido una sola noche de sábado desde que había comenzado aquel proyecto.
—¿Estás ahí, Madeline? —preguntó enfadada Janice—. ¿Qué te pasa?
—Estoy cansada, eso es todo.
—Ya tendrás tiempo de descansar a partir de mañana.
Dos semanas para descansar, exactamente. Madeline había renunciado a la compra de una máquina para hacer pan como regalo de boda y, a cambio, había prometido cuidarle a Cheryl la casa mientras ella pasaba la luna de miel en las Bahamas. Madeline habría comprado el aparato, pero se había conmovido al oír a la joven preocupada porque no sabía quién iba a hacerse cargo de sus plantas y de su perra.
Además, cuando trabajaba en un proyecto, prefería la soledad. De aquella manera, todo el mundo estaría a kilómetros de distancia y podría concentrarse.
Y no era que no le gustara la gran ciudad, su ruido y su caos. Y el tráfico. Y la niebla, y los interminables kilómetros de asfalto. Adoraba todo aquello. De hecho, ésa era la razón por la que había dejado Cadillac.
O, por lo menos, eso era lo que se había dicho a sí misma durante los últimos doce años. Tan a menudo, de hecho, que había empezado a creérselo.
—No te olvides de los globos. Porque tienen globos, ¿verdad? Porque ya me he acostumbrado a ver globos por todas partes. Cadillac debería aprender algunas cosas de Houston.
—Hay personas a las que les gusta hacer las cosas a un ritmo más tranquilo —repuso Madeline.
—Y también hay personas a las que les gusta ponerse pendientes en cualquier parte del cuerpo, pero eso no quiere decir que sea sano. Madeline, por favor, dime que hay globos.
—Estoy a punto de averiguarlo —Madeline avanzó por uno de los pasillos, ignorando una gran cantidad de galletas en favor de un enorme paquete de Oreos, que siempre habían sido una fuente de inspiración.
—Muy bien, acabo de encontrar una mina de globos —le decía a Janice segundos después.
—¿Y gorros? ¿También tienen gorros?
—Es una despedida de soltera, no un cumpleaños.
—Los gorros son muy divertidos. Quiero que en la fiesta todo el mundo esté de buen humor. Quiero que esta noche sea especial.
—Estaremos juntas por primera vez desde hace doce años. Será especial.
—El problema es que Cheryl Louise piensa traer a su caniche, Tilly. ¿Te acuerdas? Esa perrita que soltaba un gas cada vez que movía la cola.
—Intentaremos que todo funcione perfectamente. Intenta concentrarte en lo positivo.
Madeline había aprendido aquella importante lección cuando había dejado Cadillac para irse a la gran ciudad.
—Tienes razón. Aunque traiga a Tilly, por lo menos va a dejar a Twinkles en casa —Janice suspiró—. ¡Oh, Dios mío! ¡Los cacahuetes! No puedes olvidarte de los cacahuetes. Cheryl adora los cacahuetes y quiero que esta noche tenga todos sus cacahuetes favoritos.
—Ya los he comprado —y ya estaba bien de conversación, por el momento—. Nos vemos dentro de un rato.
Acababa de apagar el teléfono cuando volvió a sonar.
—Y un rotulador negro para tela —añadió Janice—. ¿Tendrán rotuladores?
—En Skeeter's tienen de todo.
Aquélla era la típica tienda de pueblo en la que podía encontrarse de todo, desde productos de ferretería hasta dulces y maquillaje.
—Bueno, ahora date prisa. Sarah acaba de traer la salsa de queso.
—Sí, señora —guardó el teléfono en el bolso.
Unos minutos después, se dirigía al mostrador, situado en la parte de atrás de la tienda, donde una mujer de pelo cano acababa de dejar una caja enorme al lado de la caja registradora.
—¿Maddie Hale? —Camille Skeeter se ajustó las gafas para verla mejor—. Dios mío, ¿eres tú?
—Sí, soy yo, Madeline Hale —había dejado el nombre de Maddie abandonado junto a su antigua imagen.
La mujer sonrió mientras abría la caja y sacaba la pistola con las pegatinas de los precios.
—Dios mío, da gusto mirarte. Me gustaría que Ben te hubiera visto, pero ahora mismo está haciendo la entrega de los nuevos columpios. Es el alcalde de Cadillac—le explicó Camille.
—Sí, ya me he enterado. Felicidades. Entonces, ¿ahora lleva la tienda usted sola?
—Claro que sí —Camille se secó el sudor de la frente—. Pero una mujer sólo puede hacer determinadas cosas, y siempre tengo al lado a mi hombre. Y bueno…, ¿cómo están tus padres? No hemos tenido muchas noticias suyas desde que se fueron al sur. ¿Cómo les va en Port Aransas? —le preguntó mientras comenzaba a registrar en la caja los productos que Madeline había comprado.
—Al principio estaban un poco aburridos, pero ya han conseguido instalarse en una agradable rutina. Mi padre se pasa el día pescando y haciendo todo lo que puede para alejarse de cualquier cosa que huela remotamente a dulce. Y mi madre ha abierto una tienda de artesanía.
—Parece que se están divirtiendo.
—Por fin.
La madre de Madeline había pasado veinte años trabajando como profesora de ciencias naturales del instituto y su padre era un adicto al trabajo que veía pasar la vida desde el mostrador de su panadería.
Hasta el año anterior.
A su madre le habían diagnosticado entonces una enfermedad crónica del corazón que les había ayudado a darse cuenta de lo que la propia Madeline había aprendido el fatídico día que había perdido a Sharon: la vida era demasiado corta para desperdiciarla. De modo que habían vendido la casa y la panadería y se habían ido a vivir a la costa de Texas.
—Mi madre se dedica a hacer collares de caracolas y mi padre a pescar —y Madeline tenía un joyero lleno y un congelador saturado de pescado para demostrarlo.
—Tiene que ser muy divertido. Ben y yo necesitamos más diversión en nuestras vidas, pero su horario es muy absorbente y yo paso prácticamente las veinticuatro horas del día en la tienda —suspiró y sonrió—. ¿Y qué me dices de ti, cariño? Me han comentado que trabajas en una de esas lujosas compañías de cosméticos de Dallas.
—En V.A.M.P. Cosmetics —Madeline rebuscó en el bolso—. Tome, aquí tiene unas muestras de un lápiz de labios con sabor a fresa.
Camille se pintó los labios.
—Pero si sabe buenísimo. Caramba. Seguro que a Ben le encantará. Odia la marca que llevo ahora. Dice que sabe a cera.
Objetivo cumplido. V.A.M.P. Cosmetics había pasado de ser un pequeño negocio a una importante industria centrándose en la naturaleza sensual de sus productos. Tenían lociones que provocaban un cosquilleo en la piel. Máscaras de ojos que convertían en tupidas y sexys hasta las pestañas menos voluminosas. Baños de gel suaves como una caricia y barras de labios de diversos sabores. «Seduce a tus sentidos», ése era el lema de V.A.M.P.
—¿Entonces es verdad que haces tú estas cosas? —preguntó Camille mientras comenzaba a guardar en una bolsa todas las compras de Madeline.
—Claro que sí.
—Es increíble.
—Supongo que sí —sobre todo, teniendo en cuenta que lo único que hacía Madeline cuando estaba en el pueblo era preparar dulces en la cocina de la panadería de su padre.
—¿Y qué estás inventando ahora? ¿Un nuevo lápiz de labios?
—En realidad, mi último proyecto está relacionado con los cuidados de la piel. Todavía no tengo muchos detalles, pero en cuanto haya hecho algo, le traeré algunas muestras.
—¿De verdad? ¡Oh, me encantaría! —Camille se metió el diminuto lápiz de labios en el bolsillo de la bata y tosió—. Perdón, cariño —buscó un vaso de agua detrás del mostrador. Después de beber un trago, se aclaró la garganta y sonrió—. ¿Qué más puedo hacer por ti?
Madeline miró tras ella hacia el expositor de preservativos y señaló una caja.
—Deme una de ésas.
—Una chica buena e inteligente —Camille le guiñó el ojo y le tendió una caja.
—Estamos preparando la decoración para la fiesta de despedida de soltera de Cheryl. Si aparezco sin los preservativos, Janice me matará. Es un poco obsesiva.
Después de pagar las compras, Madeline tomó la bolsa y comenzó a dirigirse hacia la puerta. Pero no había dado dos pasos cuando volvió a sonar el teléfono. Se cambió el bolso de mano y rebuscó en su interior hasta encontrar el teléfono.
—Preservativos —dijo Janice en el momento en el que Madeline pretendía saludarla.
—Ya los tengo —Madeline dobló una esquina—. ¿Y te importaría dejar de preocuparte? ¡Ay!
Contuvo la respiración al chocar contra una masa sólida y caliente. El corazón se le detuvo. El teléfono cayó al suelo. Y el bolso terminó en el mismo lugar con un sonido sordo. La bolsa le siguió y todos los productos terminaron desparramados por el suelo.
—Lo siento —comenzó a decir—, no te había…
«Visto», le impidió decir el nudo que tenía en la garganta. Alzó la cabeza y se descubrió frente al pecho del hombre más atractivo de Cadillac.
Los ojos de Austin Jericho eran más azules de lo que Maddie recordaba. Más profundos. Más inquietantes.
—Me ha parecido reconocerte —su voz, tan profunda y ronca, se deslizó como una caricia en los oídos de Madeline, erizándole el vello de la nuca.
La joven centró la atención en su boca.
Austin siempre había tenido unos labios magníficos. El labio inferior, ligeramente más lleno. Eran labios sensuales. Labios hechos para ser besados, o al menos eso era lo que Madeline pensaba cada vez que le veía sentarse a la mesa que estaba frente a la suya y abrir el libro para la clase de álgebra.
—¿Me has reconocido?
Por supuesto, gracias a la bibliotecaria del instituto, Marshalyn Simmons, que había reclutado a Madeline como tutora de Austin, habían pasado juntos la mayor parte de las tardes del último año del instituto, pero, si no hubiera sido por eso, Austin no habría ni reparado en su existencia.
Excepto en una ocasión.
Madeline estaba de pie entre las sombras del estadio un viernes por la noche, cuando los Cadillac Coyotes habían dado una buena paliza a los Hondo Hogs. Aquél había sido el primer y último partido de fútbol al que Madeline había asistido.
Había renunciado a su jornada habitual en la panadería para poder ver a Austin en un espacio diferente al de la biblioteca. Por supuesto, no había sido una cita ni nada parecido. Sólo era un encuentro sobre el que ella había concebido grandes planes.
Madeline todavía podía oler la fragancia de las palomitas de maíz, oír el rumor de la multitud y sentir el aire salvaje que emanaba del cuerpo del chico que avanzaba hacia ella. Austin la había mirado a los ojos y ella le había mirado a los suyos. Y, durante unos preciosos segundos, se había producido entre ellos una química explosiva.
Pero no había tardado en llegar el momento de la verdad y Madeline había terminado comprendiendo una de las más importantes lecciones de su vida: las chicas gorditas como ella nunca acababan con chicos como Austin.
Afortunadamente, había dejado de ser la antigua Maddie. Se había convertido en Madeline Hale; una mujer sofisticada. Una mujer de mundo. Una mujer perversa.
Aunque estando Austin tan cerca le resultaba difícil recordarlo.
—Cuando te he visto por el escaparate me he dicho a mí mismo, «vaya, pero si esa chica parece Maddie Hale» —la señaló con un gesto—, y fíjate, aquí estás.
—¿Me has visto por el escaparate? —le parecía increíble—. Así que me has visto —repitió.
—Estás magnífica.
—¿Que estoy magnífica? —sacudió la cabeza. ¡Tenía que poner en funcionamiento todas las alertas!—. Eh, bueno, sí, supongo que estoy bastante mejor. Tú también. Eh, tú también estás muy bien, quiero decir.
—Lo que estoy es empapado. Hace tanto calor que se podría freír un huevo en el asfalto —bajó la mirada hacia su camiseta empapada en sudor—. Pero gracias de todas formas.
—Incluso sudoroso y cubierto de polvo estás magnífico —se apresuró a decir—.Vaya, yo diría que así estás especialmente atractivo.
Austin volvió a sonreír.
—Creo que me gustaría tomar algún refresco. Digamos… —la miró como si acabara de ocurrírsele algo—, sí, podríamos ir a tomar un batido, si es que no estás ocupada.
—¿Quieres ir a tomar un refresco? ¿Conmigo? Eh, bueno, por supuesto que quieres. Y sí, me gustan los batidos. Bueno, me gustaban. Porque ahora sólo tomo refrescos sin azúcar.
Austin la miró estupefacto.
—¿Refrescos sin azúcar? ¿Estás bien? ¿No te has dado un golpe en la cabeza ni nada parecido?
—Yo… —qué bien olía aquel hombre. Y cómo le gustaba mirarle.
Madeline se descubrió a sí misma deseando haberse puesto los pantalones negros. Los pantalones negros le hacían más delgada.
—No, estoy perfectamente.
Claro que sí, se dijo, y no necesitaba ningún pantalón negro para demostrarlo. Ella ya no estaba gorda. Era una mujer voluptuosa. Y estaba orgullosa de cada uno de sus centímetros.
—Estoy bien, de verdad.
—Ésa es una buena noticia.
Afortunadamente, en aquel momento Austin dejó de prestarle atención y miró a su alrededor. Madeline volvió de nuevo a la realidad y siguió el curso de su mirada, hasta aterrizar en el contenido de su bolsa.
—Eso es lo que he conseguido por ir con tantas prisas.
Se arrodilló, agradeciendo poder olvidarse de Austin y se concentró en recoger sus cosas.
—Ya no hacen bolsas como las de… —sus palabras se desvanecieron cuando se fijó en la punta de sus botas.
Unas botas magníficas. Totalmente asexuales. Que no tendrían por qué inspirar ningún pensamiento lascivo. A no ser, por supuesto, que evocaran una imagen de Austin, fuerte y potente, y llevando únicamente encima aquellas botas que…
Sus pezones se irguieron. Le temblaron los muslos. Y sintió una cálida humedad entre las piernas.
Tomó aire y alargó una mano hacia la lata de cacahuetes y otra hacia las pilas.
—Buena elección.
—Gracias, puedes recargarlas si quieres…
Pero enmudeció al darse cuenta de que Austin no se refería a las pilas, sino a la caja de preservativos que acababa de levantar del suelo.
—No son… —empezó a decir Madeline avergonzada.
Pero sus miradas se cruzaron entonces.
Deseo. El fogonazo que iluminó los ojos de Austin, era inconfundible. Y, durante unos instantes, Madeline volvió a ser la adolescente de diecisiete años que miraba a su compañero de clase por encima del libro de álgebra, deseándolo y deseando que él la deseara.
Pero aquello no era un sueño. Y Austin la estaba mirando como si le gustara.
—¿Siempre compras cajas tan grandes?
—No son… —comenzó a decir antes de que el sentido común le hiciera morderse la lengua—. Cuanto más grande, mejor.
—Y yo que pensaba que lo del tamaño no era muy importante para las mujeres.
—Las pequeñas están bien, pero las grandes son más económicas. Se disfruta más por el mismo precio. Especialmente con esta marca. Te dan tres gratis.
—Yo siempre he comprado los rojos, pero a lo mejor debería probar éstos.
—Son mucho mejores —como si lo supiera—. Y están… —miró hacia la caja—, lubricados.
Él asintió.
—La lubricación siempre es buena.
—Y tienen espermicida. Por cierto, eso que estabas diciendo de ir a tomar…
—En realidad tengo que irme —la interrumpió como si acabara de recordar algo muy importante. Le metió los preservativos en la bolsa y echó a andar.
Madeline se incorporó después de recoger los últimos productos. ¿Le habría oído bien?
—¿Y el refresco de cola?
—No me gusta, me deja mal sabor de boca.
—Puedes tomarte un batido y yo me tomaré una cola.
—Me encantaría, cariño, pero me está esperando un caballo enfermo —se sacó una receta del bolsillo—. El veterinario me ha dicho que necesita uno de los linimentos de Ben —le tendió su bolso—. Toma. Me alegro de volver a verte, Maddie.
—Madeline, ya nadie me llama Maddie.
—Madeline… —repitió Austin con el ceño fruncido, como si también su nombre le dejara un mal sabor de boca—. Cuídate.
Y, sin más, se dirigió hacia el mostrador, dejándola estupefacta ¡Austin se había fijado en ella! Pero después… ¡Riinnng!
Sus pensamientos se disiparon ante el estridente sonido del móvil. Madeline desvió la atención de la deliciosa espalda de Austin y buscó en el bolso.
—Ahora mismo estoy saliendo —le dijo a una frenética Janice cuando por fin consiguió contestar.
Agarró la bolsa y salió hacia el turismo negro que la esperaba en la acera. El teléfono volvió a sonar cuando estaba sentada tras el volante.
—Necesitamos hielo —le advirtió Janice.
—Hielo —dijo Madeline, y cortó la llamada.
Estuvo a punto de apagar el teléfono, pero, aunque estaba irritada, no era una irresponsable y sabía que Duane, su ayudante de laboratorio, podría necesitarla.
Sintió una oleada de ansiedad al pensar en aquel joven. Puso el motor en marcha, conectó el aire acondicionado y marcó inmediatamente su número.
Duane era un inconformista, fresco, creativo y poco amante de seguir las normas. Por eso era tan brillante. No tenía miedo de probar cosas nuevas, de correr riesgos. Desgraciadamente, su audacia se traducía a veces en imprudencia.
Madeline intentó sofocar sus nervios. No era la primera vez que se marchaba y cada vez que había vuelto, había encontrado el laboratorio en su lugar. Por supuesto, su mesa estaba ligeramente quemada porque Duane había ignorado la norma de no llevar comida al laboratorio y se había comido un perrito caliente con chile mientras mezclaba los ingredientes para un exfoliante. Desgraciadamente, el chile contenía unas especias que, en contacto con algunos ingredientes del ácido, habían demostrado arder.
—¿Estás bien? —preguntó cuando Duane contestó el teléfono al décimo timbrazo.
—Hoy ni siquiera he comido chile. Pero podría apetecerme una buena taza de café. Y un sándwich de mantequilla de cacahuete.
—Cómetelos en la habitación de descanso.
—¿No lo hago siempre?
—Pues la verdad es que…
—He superado esa etapa —contestó él rápidamente—. Soy un hombre nuevo. Supongo que es la consecuencia de haber tenido que vivir sin cejas durante seis meses.
Madeline estuvo a punto de discutírselo, sobre todo porque había encontrado una taza de café debajo de su mesa. Pero Duane era la clase de persona que tenía que aprender por sí misma.
—¿Has terminado las pruebas para la loción?
—Hoy he terminado la número cinco. Está lista para salir.
—Tenemos que hacer la sexta prueba antes de tomar una decisión.
—He obtenido el mismo resultado las cinco veces. No va a salir nada distinto, confía en mí.
—¿Te he dicho ya que he encontrado una tienda de tatuajes en la que te pueden tatuar unas cejas permanentes? Doscientos pinchazos y ya no tendrás que volver a preocuparte.
—Muy bien, muy bien. Haré otra prueba. ¿Y tú? ¿Ya has decidido qué fragancia va a tener esta loción? Podríamos elegir algo especial. Café, o mantequilla de cacahuete.
—Queremos recordar a las mujeres su sensualidad, no lo que han comido.
—Eh, a todo el mundo le gusta oler una buena taza de café.
—Termina las pruebas y mete los datos en el ordenador. Yo los revisaré más adelante.
—¿Y para cuándo será el cambio?
—Estoy trabajando en ello.
—Eso espero. Me está entrando claustrofobia en este laboratorio tan pequeño. Necesito espacio. Tener mi propia mesa, mi propia cafetera.
—¿Te he oído sorber?
—Ha sido mi estómago. Toda esta conversación me está dando hambre. Y sed.
—Espérate hasta el almuerzo.
—¿No lo hago siempre?
Madeline apagó el teléfono, lo guardó en el bolso y alzó la mirada justo a tiempo de ver a Austin Jericho saliendo de la tienda. Austin cruzó la calle con determinación y se montó en su camioneta.
Madeline todavía no se lo podía creer. Austin se había fijado en ella. La había reconocido. Y se había sentido atraído hacia ella.