Fatal Tango - Wolfram Fleischhauer - E-Book

Fatal Tango E-Book

Wolfram Fleischhauer

0,0
5,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Al principio, Giulietta, bailarina clásica en el opera de Berlín, sólo quiere acercarse a una nueva música, experimentar cómo el ritmo del tango moverá su cuerpo de bailarina de ballet. Pero entonces conoce a Damián, el bailarín argentino. Su energía y poder expresivo la cautivan desde el momento en que lo ve bailar. Se embarcan en una tórrida historia de amor y viven una apasionante simbiosis entre su pasión por la danza y su pasión por el otro. Pero de repente, surge un lado oscuro en la personalidad de Damián. Sabotea su propia actuación con extrañas e improvisadas coreografías, comete un crimen espantoso y huye de Berlín. Buscando una explicación, Giulietta lo persigue hasta Buenos Aires. Errando por el hermético universo del tango argentino descubrirá - a través del emblemático lenguaje de baile de su desaparecido amante - el terrible misterio del pasado de Damián y la aterradora verdad que lo conecta con el suyo. Una apasionada historia de amor, entre Berlín y Buenos Aires, entre tango y ballet, con elementos de un thriller político basado en hechos reales. " ... para los aficionados del Tango que teje una intrigante narrativa y una historia de amor con información fascinante sobre el trasfondo del Tango“ "Absolutamente brillante. Una historia intrigante muy bien escrita“ "Una apasionante fusión entre danza, amor y historia"

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
MOBI

Seitenzahl: 639

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Wolfram Fleischhauer

FATAL TANGO

Novela

 

Traducción de Carlos Fortea

How can we know the dancerfrom the dance?

 

William Butler Yeats

Among Schoolchildren

Prólogo

Era evidente que el funcionario no aceptaba aquella versión de los acontecimientos.

Naturalmente, aquel hombre estaba adiestrado para desconfiar. Se había dado cuenta desde el principio. El funcionario no le creía. Markus Battin se había exprimido el cerebro preguntándose qué iba a contarle. Le había costado trabajo inventar una historia convincente. Se mentía mejor cuando se conocía la verdad. ¡La verdad! Una grieta finísima en el edificio de su vida. Se había pasado días contemplando esa grieta, tratando de convencerse de que no existía. Soy víctima de un loco, se decía una y otra vez. De un redomado mixtificador.

Miró el montón de hojas que tenía delante de sí, en la mesa, el acta mecanografiada de su declaración. ¿Por qué estaban tomándole declaración? Al fin y al cabo él era la víctima. Aquella “conversación informativa” había durado dos horas. Había sido un interrogatorio en toda regla. Y ahora tenía que volver a leer aquella copia entera, rubricar cada página, revivir toda la historia solo para que ellos pudieran cerrar sus expedientes.

—Naturalmente, no puedo obligarle a leer lo que va a firmar —le había dicho el funcionario—. Pero, si este asunto tiene alguna continuidad, podría ser que este acta fuera empleada como medio de prueba. Si hay algo que está mal reproducido, podría usted tener problemas. No le llevará mucho.

¿Continuidad? ¿Qué clase de continuidad?

Aquel loco había dejado el país. Aquello no tenía continuidad más que para su hija. A Battin se le contraía el estómago al pensar en Giulietta. ¿Cómo había podido aquel tipo hacerle eso? Naturalmente, la policía también había estado muy interesada en interrogar a Giulietta. Para ahorrárselo, él había terminado por aceptar aquella investigación. Giulietta no estaba en condiciones de prestar declaración. Se encontraba en estado de shock. Eso era lo que más reprochaba a aquel demente. Lo que le había hecho a Giulietta. No hacía más que volverlo todo aún más incomprensible.

Ese Damián Alsina había querido a su hija. Habían estado juntos exactamente dos meses, pero el cambio en Giulietta era imposible de ignorar. No, no él... ella le había querido a él. Los reveses de aquel verano habían sido un duro golpe para ella. Ese había sido quizá su único defecto. No se las arreglaba bien con los fracasos. Ya le ocurría en la escuela de ballet. La eterna crítica, los gritos, las persistentes dudas acerca de sí misma, que los profesores señalaban con una precisión casi sádica. “Solo se grita a los buenos”, le había dicho él una y otra vez. “Mientras quieran acabar contigo, es que creen en ti”. Ella nunca lo había entendido. O quizá sí lo había entendido. En cualquier caso, no tenía reflejos defensivos contra todas esas maldades. Se lo tomaba todo demasiado a pecho. Había estado seriamente preocupado por ella. Por fin, había logrado, sin duda sin sueldo y como alumna en prácticas, ingresar en una de las mejores instituciones del país, la Ópera de Berlín. Pero aquel cambio en ella había empezado más tarde, en algún momento de septiembre u octubre. De pronto había cambiado, se pasaba los fines de semana fuera y ya no iba a Zehlendorf a verlos. Por excepción, esta vez había sido su mujer la que primero se había enterado de qué clase de luz había aparecido de repente en las tinieblas de abatimiento de su hija.

—Ha encontrado su príncipe encantado —le había dicho Anita lapidariamente.

—No sé nada de eso —había respondido él—. Tiene que ser un auténtico mago, si la ha curado de un día para otro.

—Las chicas de diecinueve años no necesitan magos —había respondido Anita—, les basta y les sobra con un hombre encantador.

—¿Un hombre?

—Bueno, un hombrecito. Tiene veintitrés años.

—¿Es que ya le conoces?

—¿Yo? No. ¿Cómo se te ocurre?

—Está claro que sabes cosas de él.

—Cuando ella te mira lo sabes todo. Solo le he preguntado cuántos años tiene.

Él se había sentido al mismo tiempo alegre e inquieto. Por fin estaba mejor. Eso era bueno. Pero ¿un hombre? ¿Por qué no se había dado cuenta? El trabajo. Había trabajado demasiado. El nuevo plan de turnos. El nuevo plan de seguridad, debido al traslado del Gobierno. Durante tres semanas había tenido más trabajo que de costumbre, y ella se le había escurrido entre los dedos. Él mismo se sobresaltó ante la formulación. No, había superado al fin la decepción de aquel verano y se había enamorado. Y no le había contado nada porque él casi nunca estaba en casa, sus caminos apenas se cruzaban. Le costó trabajo digerir la noticia.

Pero ¿qué relación tenía todo aquello con el montón de papeles que tenía delante? Rubricó deprisa las cuatro primeras páginas. Luego volvió a la primera página y repasó los datos personales. Markus Battin, nacido el 12 de febrero de 1947 en Rostock. Seguían las distintas etapas de su vida en la RDA hasta el traslado a Berlín Oeste en el año 1976. Felizmente, el funcionario había tocado apenas ese tema. Solo le faltaba tener que hablar de la sombría etapa de la RDA. Al parecer su cambio de nombre no constaba en actas. En cualquier caso el policía no le había preguntado por eso, y él no había visto la razón para mencionarlo. Markus Loess había muerto en el invierno de 1975, a la edad de veintinueve años. Ahora se llamaba Markus Battin. Y estaba bien así.

Pasó la hoja y empezó a leer el pasaje en el que había descrito los hechos.

PREGUNTA: Así que la tarde del 23 de noviembre de 1999 recibió usted una llamada telefónica del señor Alsina.

RESPUESTA: Sí.

P.: ¿Recuerda la hora exacta?

R.: Fue entre las cinco y las seis de la tarde. Quizá las cinco y media.

P.: ¿Cuál fue el contenido de la conversación?

R.: Damián... quiero decir, el señor Alsina, llamaba desde el estudio de mi hija. Me pidió que pasara por allí, porque quería enseñarme una cosa.

P.: ¿Por qué le llamó él y no su hija?

R.: Eso fue lo que yo le pregunté. Dijo que aún no había llegado. Que tenía que ser una sorpresa.

P.: ¿Le había llamado antes el señor Alsina?

R.: No.

P.: Entonces, ¿come es que tenía su número de teléfono?

R.: Creo que sabía para qué empresa trabajo. El número de la centralita está en la guía. Además, tenía el teléfono móvil de Giulietta, y mi número está en la memoria.

P.: ¿Por qué tenía el teléfono de su hija?

R.: No lo sé. Probablemente lo cogió sin más, Giulietta se lo había olvidado en su casa.

P.: ¿Olvidado?

La gente olvida cosas. Su hija se había olvidado el teléfono en casa. Un proceso sencillo. ¿O lo había dejado a propósito, para que no pudieran localizarla? Pero eso era irrelevante para la policía.

R.: Sí. Cuando salió para Braunschweig.

P.: ¿Cuándo fue eso?

R.: Ese mismo día. Martes por la mañana.

P.: ¿Y cuándo habló con ella por última vez?

R.: El lunes. El martes intenté localizarla dos veces, pero su teléfono estaba apagado.

P.: ¿Así que el señor Alsina sabía que Giulietta no estaba en la ciudad, y no volvería hasta la tarde siguiente?

R.: Sí.

P.: ¿Qué estaba haciendo en Braunschweig?

R.: Ayudaba a una amiga en una mudanza. No estaba sola. Iba con unas amigas.

P.: Y el señor Alsina aprovechó la ausencia de su hija para reunirse con usted.

R.: Sí. Eso parece.

P.: ¿Cuántas veces se habían visto ustedes antes?

En ese punto, él había dudado, pero luego había optado por decir la verdad. Hasta hacía una semana, nunca en su vida había visto a aquel hombre. Se trataba de un hecho irrebatible. Tenía que haberle confundido con alguien. Eso resulta convencente a cualquier persona. Desde la caída del Muro, en Berlín ocurrían las cosas más extrañas. Él mismo habría podido mencionar a mucha gente con la que aún tenía una cuenta pendiente. Recordaba muy bien algunas caras del Estado de Obreros y Campesinos. Una confusión pues. Por eso su respuesta fue correcta.

R.: Una.

P.: ¿Cuándo y dónde?

R.: En nuestra casa.

P.: ¿Le había invitado usted?

R.: Sí. Hacía ya bastante tiempo que Giulietta le conocía, y teníamos curiosidad.

P.: ¿Así que fue una cena familiar?

R.: Puede decirse así.

P.: ¿Cuál fue su primera impresión del señor Alsina?

¿Debía ser sincero? Desde el principio, no le había gustado. No porque fuera extranjero. Un suabo le habría disgustado igual. Estaba celoso de todos los hombres que iban detrás de su hija. Lo sabía. No podía hacer nada para evitarlo. Giulietta lo era todo para él. Pero se controlaba. Mientras aquellos tipos no la apartaran de su carrera. Ese Damián tenía algo en los ojos que no le gustaba, no le gustaba nada. Pero había logrado reconstruir la maltratada seguridad en sí misma de Giulietta. No se podía evitar el hecho de que un bailarín de tango cualquiera hubiera conseguido esa obra de arte. Partía de la base de que aquello sería pasajero. Conocía a su hija. Tenía una voluntad indomable. El baile clásico era su vida. No iba a dejar colgados de un día para otro diez años de aprendizaje del ballet, a jugarse su carrera por un amorío o a dedicarse a una insignificante pareja de baile. Todo aquello tan solo era una etapa, y ese Damián no era más que una breve etapa dentro de la etapa, una muleta, una parada para tomar aliento. Aquel argentino tenía algo de taimado. A Anita le parecía encantador. Pero el conocimiento del ser humano de Anita no estaba especialmente bien desarrollado. Él se había dado cuenta enseguida de que algo olía mal en Damián. De lo contrario, no estaría en aquel triste despacho para explicar por qué al parecer aquel buitre traicionero no estaba del todo bien de la cabeza.

R.: Imprecisa. Parecía tímido, de algún modo inseguro. Pero sin duda se debía a que no nos conocía, y se esforzaba por causar buena impresión.

Aquello sonaba hueco, le pareció con toda la razón. Pero así figuraba. Tacharlo habría resultado extraño. Al fin y al cabo, no le estaban pidiendo un estudio de carácter. Rubricó la página y la pasó.

P.: ¿Por qué deduce eso?

R.: ¿Tiene hijos?

P.: No. ¿Por qué?

R.: Eso se ve enseguida en los jóvenes. Estaba nervioso. Se mostraba amabilísimo con mi mujer y un tanto reservado conmigo. Típico de los hombres jóvenes que van a conocer a los padres de su novia. Cualquier padre puede confirmárselo.

Hacer contrapreguntas. Descubrir la ignorancia. La mejor manera de apartarse del tema.

P.: ¿Y la cena transcurrió de manera totalmente normal?

R.: Sí. Bueno, el señor Alsina se fue muy pronto, porque tenía que acudir a un ensayo.

P.: A un ensayo. ¿Tan tarde?

R.: No era tarde cuando se fue. Quizá las nueve y media. El teatro en el que tuvo lugar la representación, dos días después, estaba ocupado hasta las veintidós horas por otra actividad. Por eso los ensayos tenían que celebrarse por la mañana y a última hora.

P.: ¿Y su hija se quedó en casa con ustedes?

R.: Sí. Todavía pasamos un rato juntos. Pero luego ella fue a recogerlo al ensayo y se quedó en la ciudad.

P.: O sea que esa cena tuvo lugar el miércoles por la noche, más exactamente el 17 de noviembre. La obra se representó el viernes, sábado y domingo. El martes siguiente su hija fue a Braunschweig, y esa misma noche recibió usted aquella llamada del señor Alsina.

R.: Sí.

P.: ¿No fue a ver la obra?

R.: No.

P.: ¿Y su esposa?

R.: Tampoco. ¿Por qué? ¿Tiene alguna importancia?

P.: No, no necesariamente. Usted ya ha dicho que no volvió a ver al señor Alsina hasta ese martes. Vayamos pues al día de los hechos. ¿Usted no sabía que su hija se había ido a Braunschweig?

R.: No.

P.: Y el señor Alsina sabía que usted no lo sabía.

R.: Eso supongo.

P.: ¿Tiene una explicación de por qué Giulietta fue a Braunschweig sin su conocimiento?

R.: Mi hija es una adulta. Al menos así es como la tratamos.

P.: ¿Lo sabía su mujer? Lo del viaje a Braunschweig, quiero decir.

R.: No. ¿Por qué lo pregunta?

P.: Bueno, me pongo en el lugar del señor Alsina. Les ha tendido una trampa. Solo pudo hacerlo porque partía de la base de que ni usted ni su mujer sabían que Giulietta no estaba en Berlín. Pero, ¿por qué iba Giulietta a ocultarles ese viaje a Braunschweig?

Al llegar a ese punto, había entendido adónde quería ir a parar el funcionario. Giulietta había viajado en secreto a Braunschweig. Damián lo sabía. ¿Y por qué había viajado en secreto? Porque no siempre era sincera con sus padres. ¿Por qué no siempre era sincera? Lo había visto escrito literalmente en la frente del funcionario.

R.: Quizá porque no quería inquietarnos.

P.: ¿Inquietarles? Su hija tiene diecinueve años, casi veinte. ¿Qué tiene de especial ir de Berlín a Braunschweig?

R.: Usted sabe que los últimos meses no habían sido del todo fáciles para ella. Quizá mi esposa y yo habíamos exagerado un poco nuestra preocupación, y se sentía agobiada. Los jóvenes reaccionan a menudo así. Uno quiere ayudarlos, y ellos lo sienten como una injerencia en sus asuntos y hacen de cualquier tontería un secreto.

P.: Señor Battin, ¿qué relación tiene con su hija?

R.: ¿En qué sentido?

P.: Bueno, cuando un joven atrae a una emboscada al padre de su novia, al que ha visto una sola vez en su vida, se plantean algunas preguntas. Posiblemente el señor Alsina esté loco...

R.: ... si me lo pregunta, esa es exactamente mi opinión...

P.: ... ¿o quizá ha visto en usted a un competidor, porque mantiene una relación muy íntima con su hija? No quiero apremiarle con esto, pero el señor Alsina debe de haber tenido algún motivo. ¿Puede ser que haya imaginado que entre usted y su hija existe algo que podía poner en peligro su relación con Giulietta? ¿Estaba quizá celoso de usted? Naturalmente, no tiene por qué contestar. En última instancia, estamos investigando sobre la misteriosa conducta del señor Alsina, no a usted.

R.: No, no, sé a lo que se refiere. Por favor. Mi hija es una chica extraordinariamente atractiva, una hermosa mujer, hay que decirlo. Mi hija tiene una relación muy estrecha conmigo. Si lo que quiere saber es si andamos desnudos por nuestra casa...

P.: No quería decir eso...

R.: En cualquier caso, hasta ahora ningún novio que mi hija haya traído a casa me ha acechado después a escondidas.

P.: Solo estoy pensando en voz alta, señor Battin. Si atribuyo algo a alguien no es a usted, sino al señor Alsina. ¿Quizá se deba a que el señor Alsina es argentino? Un malentendido cultural.

R.: Todo es posible. No sé nada acerca de Argentina.

Repasó varias veces el fragmento. ¿Había revelado algo? ¿Revelado? No había nada que ocultar, al menos no a ese nivel del “interrogatorio”, como lo llamaban aquí. No, había respondido bien. El funcionario había cambiado de tema. Que creyeran lo que quisieran. Volvió a rubricar y siguió leyendo.

P.: Volvamos a ese martes por la tarde. Antes dijo que el señor Alsina le había pedido que fuera a su estudio porque Giulietta y él querían enseñarle algo.

R.: Sí.

P.: ¿No le pareció extraño? Quiero decir, en realidad es su hija la que tendría que haberle llamado, ¿no?

R.: Sí, claro. Desde luego que me pareció extraño. Apenas le conocía. Enseguida intenté hablar con Giulietta, pero su teléfono estaba apagado.

P.: ¿Y eso no le hizo desconfiar?

R.: Desconfiar no. Me inquietó un poco, quizá.

P.: ¿Así que no lo consideró normal?

R.: No.

P.: ¿Hablaron de lo que supuestamente Giulietta quería enseñarle?

R.: No, no fue necesario. Yo sabía en qué estaba trabajando con él. Durante la cena, había dicho incluso que me gustaría ver alguna vez el solo.

P.: ¿Qué es eso del solo?

R.: ¿Entiende usted un poco de ballet?

P.: No, no mucho. Lo siento.

R.: Mi hija tiene un contrato de suplente en la Staatsoper, pero también trabaja en otros sitios. En la ópera, durante la próxima temporada, se va a representar un ballet en forma de tango. En la escuela de baile no practican este género, y Giulietta se sentía insegura. Ha crecido con Tchaikovsky y Adolphe Adam. Al parecer, el tango vuelve a estar de moda, y de alguna manera ella entró en contacto con gente de ese ambiente aquí en Berlín. Así conoció a ese bailarín. El señor Alsina le dio unos cuántos consejos para entender mejor esa música, y yo sentía curiosidad por saber en qué había terminado aquello.

P.: Vamos a reconstruir la tarde de aquel martes. Después de salir del trabajo, usted va al 31 de la Gsovskystrasse, aparca el coche y se dirige cruzando el patio a la parte trasera del edificio. ¿Hubo algo que le llamara la atención cuando cruzó el patio?

R.: No.

P.: ¿Estaba usted familiarizado con aquel lugar?

R.: Sí, compré el estudio hace un año.

P.: ¿Su hija practica allí?

R.: No. Diría que vive allí.

P.: Pero está empadronada en Zehlendorf.

R.: Durante los últimos dos cursos, estaba tan tensa que quisimos ahorrarle el desplazamiento desde Zehlendorf a Prenzlauer Berg. Ella quería a toda costa un local como ese, y la oferta era buena. Naturalmente se podía entrenar en él, incluso hay una barra y un espejo, pero los bailarines de ballet no pueden trabajar solos. Si nadie les corrige, puede resultar nocivo. Pero siempre se pueden hacer extensiones y estiramientos. En cualquier caso, ella no quería una vivienda normal, sino un estudio como ese. Entretanto, se ha convertido en una especie de vivienda.

P.: Entonces, ¿desde cuándo vive de forma permanente en el estudio?

R.: Yo no he dicho que viva de forma permanente allí.

P.: Señor Battin, no lo pregunto por el cambio de domicilio, puede usted olvidarse de eso. Aquí de lo único que se trata es del asunto Alsina.

R.: Desde el principio de su contrato con la Staatsoper, es decir, desde mediados de agosto, apenas va a Zehlendorf. Sin duda a eso lo llaman cortar el cordón umbilical.

P.: ¿Su hija estudió aquí, en Berlín?

R.: Sí, en la escuela estatal de ballet.

P.: Así que usted sube en ascensor a la quinta planta y entra en el estudio. El señor Alsina le saluda. Se quita usted el abrigo y pregunta por Giulietta.

R.: Sí. Así fue.

P.: ¿Qué sucedió entonces?

R.: Estaba al lado del perchero, iba a darme la vuelta, cuando de pronto un saco cayó sobre mí. En ese mismo instante me dió una patada en las corvas y caí de rodillas. Cuando me recobré del primer sobresalto quise pedir ayuda, pero él me tapó la boca. Recibí un puñetazo en el estómago. Me derrumbé, doblado sobre mí mismo, y él aprovechó para terminar de atarme. Luego me quitó el saco, me liberó la cabeza y me puso un esparadrapo en la boca. Luego me vendó los ojos y me llevó a rastras al estudio, me tiró en una silla y me ató con fuerza. Al final me quitó la venda, pero reforzó la mordaza.

P.: Y durante todo ese tiempo no dijo una palabra. ¿No le insultó, no le reprochó nada? ¿Lo maldijo? ¿Le ofendió?

R.: No dijo nada. No, ni una palabra.

P.: Durante todo el tiempo en que estuvo usted atado a la silla, ¿no le dirigió la palabra ni una sola vez?

R.: No. Ni una sola vez.

P.: El incidente tuvo lugar el martes hacia las diecinueve horas. El señor Alsina salió de Berlín el miércoles, en el avión de las diez, con dirección a Frankfurt, desde donde tomó al atardecer el vuelo de conexión a Buenos Aires. Abandonó el estudio en algún momento de la noche del martes al miércoles. Eso significa que abandonó el estudio, estuvo fuera unas horas, regresó y luego se fue definitivamente. ¿Es correcto?

R.: Sí. Yo no tenía ninguna posibilidad de medir con precisión el tiempo, pero a grandes rasgos es cierto. Después de atraparme y atarme, ni él mismo parecía saber qué hacer. Estuvo dando vueltas a mi alrededor, pero no hacía nada. Yo tenía miedo, y me sentí aliviado cuando al fin se fue. Tuvo que haber sido alrededor de las veintidós horas, porque oí el reloj de una torre.

P.: ¿Y durante todo ese tiempo no dijo una sola palabra?

R.: No.

Releyó varias veces el fragmento y recordó aquellos instantes interminables, los extraviados movimientos de aquel demente, la forma de caminar por la estancia delante de él, a lo largo del frontal de ventanas, cómo se detenía, lo miraba con aquella mirada de loco. Las palabras del argentino seguían resonando en él. Pero se guardaría mucho de contarlo. ¡Qué locura!

R.: Yo no podía hablar por la mordaza. No le oí una sola palabra. No dijo nada, absolutamente nada.

P.: ¿No hubo ninguna otra forma de comunicación entre ustedes? ¿Gestos, miradas; algo que pueda darnos un indicio de los motivos del señor Alsina?

R.: Mi lenguaje gestual estaba limitado, como se puede usted imaginar.

P.: Sobre las diecinueve horas lo retuvo a usted. Ha dicho que abandonó el estudio en torno a las veintidós horas, para volver después. Eso son tres horas. Quiero decir, que pasó tres horas con usted en el estudio. Tuvo que estar haciendo algo.

R.: Fumaba cigarrillos.

P.: ¿Caminaba? ¿Le miraba? ¿Usted podía ver lo que hacía?

R.: No. No podía verle. Sentía que estaba allí. Además, a veces oía sus pasos cuando se movía. Pero no pasó por delante de mí ni una sola vez.

P.: ¿Cómo era la iluminación?

R.: Apagó las luces del techo. Hasta donde pude distinguir, la única luz que estaba encendida era la lamparita de noche junto al sofá cama.

P.: ¿No hizo usted ningún intento para liberarse?

R.: Durante la primera hora, no me moví. No sé si puede usted imaginar qué se siente cuando una persona furiosa lo somete y amarra sin motivo. No soy una persona temerosa, pero automáticamente uno piensa en lo peor.

P.: Se equivoca. Me lo imagino muy bien.

R.: Al cabo de un rato, realmente no sé cuánto, empezaron a dolerme las articulaciones, y traté de cambiar de postura. Hice ruido al deslizarse la cinta adhesiva. Alsina no reaccionó.

P.: ¿Estuvieron tres horas juntos en aquella estancia sin decir una palabra?

R.: Sí. Yo no podía hablar. Y él no dijo nada.

P.: ¿Y luego, simplemente, se fue?

R.: Sí. Por eso creo que tiene un grave trastorno mental. No soy psicólogo, pero ¿cómo explicar esto si no? Cuando desapareció, al principio respiré aliviado, pero no durante mucho tiempo. Mi situación no había cambiado, y él podía volver en cualquier momento, con un bidón de gasolina o con un hacha... Sé que ahora esto suena demente y exagerado, pero son los pensamientos que a uno se le pasan por la cabeza en una situación así.

R.: No, señor Battin, no suena demente en absoluto. Por eso estamos tan interesados en saber todos los detalles, y no entendemos por qué no quiere usted presentar una denuncia. Es posible que el señor Alsina esté realmente enfermo, peligrosamente enfermo, y sin una denuncia nosotros no podemos hacer nada.

P.: Tampoco podrían hacer nada con una denuncia.

R.: Eso ya lo hemos discutido antes. ¿Mantiene su negativa a presentar denuncia contra el señor Alsina?

P.: Sí. No puedo hacerle eso a mi hija.

R.: Bien. El resto de las manifestaciones al respecto son irrelevantes para el acta.

Hubo una pausa de cinco minutos. El interrogatorio se reanuda a las 16:43.

P.: Volvamos a la noche que pasó usted atado a una silla. ¿Dice que el señor Alsina regresó después?

R.: Sí, es correcto.

P.: ¿Sabe más o menos qué hora era?

R.: No.

P.: ¿El reloj de la torre ya no sonaba?

R.: En algún momento di una cabezada, y desperté sobresaltado cuando él abrió la puerta. Se me acercó, pero no se ocupó de mí. Reunió algunos objetos. Luego todo quedó a oscuras, y él desapareció.

P.: ¿Así que antes la luz estaba encendida?

R.: Sí. La lámpara que había junto al sofá se quedó encendida la primera vez que se fue.

P.: La verdad es que todo es bastante extraño.

R.: Ya lo creo.

P.: ¿Su hija le encontró el miércoles por la noche?

R.: Sí.

P.: El miércoles por la mañana su mujer presentó una denuncia por desaparición. ¿A esa hora su hija aún no sabía que había desaparecido?

R.: No. Estaba en Braunschweig, ayudando a su amiga en la mudanza. No llevaba el teléfono encima. Mi mujer no sabía dónde encontrar a Giulietta. Como no volví a casa en toda la noche, mi mujer se asustó y llamó a la policía; su reacción me parece comprensible. Llevamos veintiún años casados, uno sabe cuando algo no está bien. Nunca hubiera dejado pasar una noche entera sin saber dónde estaba.

P.: Lógico. ¿A su esposa no se le ocurrió buscarle en el estudio de Giulietta?

R.: Probablemente no. Quizá en algún momento lo pensó, pero yo no le había contado a mi mujer que había quedado con Damián y mi hija en el estudio. Fué una cita imprevista. Tampoco localizaba a Giulietta. Por eso mi mujer estaba doblemente inquieta y alarmó a la policía.

P.: ¿Así que Giulietta lo encontró por casualidad, cuando regresó a su estudio?

R.: Sí.

P.: ¿No sabía nada de la denuncia por desaparición, ni de la preocupación de su madre?

R.: En efecto. Venía directamente de Braunschweig, y sin duda esperaba encontrar en su estudio a Damián.

P.: ¿Tenía una llave del domicilio de su hija?

R.: Está claro que sí.

P.: Al verlo en el estudio tuvo que darse un buen susto.

R.: Usted lo ha dicho.

P.: ¿Recuerda qué hizo ella cuando le descubrió?

R.: Me quitó la cinta adhesiva de la boca y preguntó qué había ocurrido.

P.: ¿Y usted se lo dijo?

R.: Le pedí que me quitara el resto de la cinta adhesiva y llamara enseguida a Anita..., quiero decir, a mi mujer, para que supiera dónde estaba.

P.: ¿Y lo hizo?

R.: Sí. Puede usted imaginar que todo fue un poco confuso. Tendría que haber llamado yo mismo para tranquilizar a mi mujer, y no se habría producido esta intervención, un tanto exagerada, de la policía. No quiero criticar a nadie, ustedes solo cumplían con su deber, pero le dieron a todo esto un dramatismo desproporcionado.

P.: Teníamos una denuncia por desaparición, y luego una sospecha de secuestro. No es ninguna pequeñez, ¿sabe?

R.: Conozco la jerga del oficio, yo mismo tengo que ver con él. En todo caso, fue exagerado. Al fin y al cabo, no había ocurrido nada. El mayor daño lo ha sufrido mi hija, y la policía no es del todo inocente en eso. Es lo único que quiero decir al respecto. Una denuncia no nos aporta nada. No haría más que empeorar el estado emocional de mi hija. Está completamente confundida. Por eso no quiere hablar con ustedes. Habría deseado un poco más de sensibilidad.

P.: Hay una carta de despedida dirigida a su hija, ¿verdad?

R.: Sí.

P.: ¿La ha leído usted?

R.: No, aún no.

P.: ¿Cómo llegó esa carta a manos de su hija?

R.: Estaba en el buzón.

P.: ¿En qué buzón?

R.: En el del estudio de Giulietta.

P.: ¿Conoce el contenido?

R.: No. Supe que había una carta cuando regresé del hospital.

P.: ¿Sabe más o menos lo que ponía en ella?

R.: No. Mi hija reaccionó de manera muy emocional a todo el asunto, y no he podido hablar con tranquilidad con ella. Estoy seguro de que me enseñará la carta en los próximos días y, si usted quiere, entonces podré comunicarle su contenido, suponiendo que ella esté de acuerdo. Si me pregunta mi opinión, no es más que una oscura carta de despedida.

P.: ¿Está seguro de que la carta no contiene ninguna explicación de este incidente? ¿Algún motivo?

R.: Sí. Si así fuera, Giulietta me lo habría dicho.

P.: Señor Battin. Si su hija no hubiera ido a su estudio aquella noche, habría pasado una noche más en aquella silla, ¿no?

R.: Sí. No podía moverme.

P.: Y, si hubiera ido al tercer o cuarto día, probablemente usted hubiera muerto de sed. ¿Es correcto?

R.: En el peor de los casos, sí. Aunque eso es muy improbable.

P.: El señor Alsina no tomó ningún tipo de medidas para evitar de algún modo el riesgo mortal en el que le ponía. Ni le dejó suficiente margen de actuación para poder asegurar su supervivencia básica ni informó a sus allegados. Nada parecido. Una desdichada concatenación de azares, y usted hubiera perecido miserablemente en el estudio de su hija, ¿no? Esta pregunta es muy importante. Así que le ruego que piense bien la respuesta.

R.: Asumió la posibilidad de que me podía ocurrir algo. Ni dejó una tijera a mi alcance ni informó a Giulietta o a mi mujer. No, simplemente tuvo suerte; o, mejor dicho, la tuve yo.

P.: El señor Alsina y su hija mantenían una relación amorosa, ¿verdad?

R.: Sí, se puede llamar así.

P.: ¿Sabe más o menos desde cuándo?

R.: Se conocieron en septiembre.

P.: ¿Sabe exactamente cuándo?

R.: No.

P.: ¿Conoce las circunstancias exactas de ese encuentro?

R.: Como ya he dicho, Giulietta estaba preparándose para todo tipo de citas para ensayar. Estaba bastante baja de ánimo porque era una de las pocas de su clase que aún no había conseguido un empleo fijo. Tan solo esa plaza de suplente en la Staatsoper. Así al menos podía entrenarse y tenía la oportunidad de hacer sustituciones si alguien de un cuerpo de baile caía enfermo. Tenía dudas terribles acerca de sí misma. Le resultaba difícil aceptar que había realizado numerosas pruebas y verse en el ejercicio de barra ya excluida. Nada le salía bien. Cuando consiguió aquel puesto de suplente en la Staatsoper, se sintió un poco mejor, y tenía la intención de intentarlo en primavera en la Deutsche Oper, porque lo previsible era que en la Staatsoper no iba a quedar ningún puesto libre en un tiempo razonable. Entonces descubrió aquel ballet-tango en el programa de la Deutsche Oper. La música está completamente fuera de repertorio. Quiso familiarizarse un poco con la música de tango y preguntó en Berlín. Así fue a dar con el señor Alsina. No sé nada más concreto.

P.: ¿Así que hacía más o menos dos meses que se conocían?

R.: Sí.

P.: No tiene que responder a esta pregunta, pero aún así se la voy a hacer: ¿Su hija estaba enamorada?

¿Enamorada? Habría que inventar una palabra nueva para describir su estado. Después de la conversación con Anita, había aprovechado todas las oportunidades para hablar con Giulietta. Y entonces lo había visto. Su hija siempre había sido para él la criatura más hermosa que había podido imaginar. Pero, cuando la vio aquella tarde, su belleza le había resultado deslumbrante. Sin embargo, también la sintió distante, aunque no sabía de dónde provenía aquella impresión.

—¿Qué tal el trabajo, papá? —preguntó mientras mordía una manzana.

—Bien, mi pequeña —respondió.

—No me gusta que me llames así. Por favor, deja de llamarme así, ¿vale?

—Es pura costumbre, perdona. ¿Te va bien?

—Hum. ¿Puedo coger el vídeo del sótano?

—Claro. ¿Qué tal el tango? ¿Algún progreso con la pieza?

No quería preguntar con más precisión. Su reacción le demostró que había hecho bien.

Ella volvió a morder la manzana y sonrió un instante.

—Hum. Va saliendo. Aria vino ayer. Va a mudarse a Braunschweig. ¿Qué opinas?

Aria le era completamente indiferente.

—Hay que intentarlo todo. ¿Quieres que te traiga el vídeo?

Ella negó con la cabeza.

—Gracias. Ya lo he hablado con mamá. Quiere que mañana salga de compras con ella, así que va a pasarse de todos modos. Vas a ir muy bien acompañado a la recepción de los Hollrich.

Una típica conversación de cocina, en la puerta, ella saliendo, él entrando. En ese momento, hacía tres semanas que había conocido a aquel tipo.

R.: No puedo responder a esa pregunta. Lo diré de esta manera: durante un tiempo, el señor Alsina tuvo una influencia sorprendentemente fuerte sobre mi hija. Como sé que mi hija tiene una voluntad propia muy marcada y una personalidad sólida, tiene que haber sentido algo similar al enamoramiento. Pero fue pasajero.

R.: ¿Ah, sí? ¿Qué le hace pensar eso?

P.: Ha dicho usted antes que no sabe mucho de ballet. Y probablemente tampoco de bailarinas.

R.: En efecto. Pero siempre estoy dispuesto a aprender.

P.: Si alguien quiere convertirse en bailarina de ballet, y con eso me refiero a hacer una carrera en esa especialidad, no solo no hará determinadas cosas, sino que hará exclusivamente una: ballet. Hay muy poco más en el mundo, y en la fase en la que actualmente se encuentra mi hija no hay nada más. Nadie lo sabe mejor que ella. No es tema de discusión. Por eso no sobrevaloré la amistad con el señor Alsina. Una relación pasajera, nada más.

P.: ¿Una relación pasajera? ¿También su hija lo ve así?

R.: Llámelo como quiera. Nunca me lo he tomado muy en serio...

P.: ... y por eso invitó a cenar al señor Alsina.

R.: Eso fue idea de mi mujer.

P.: El señor Alsina llevaba ya diez semanas en Alemania. Dos semanas después su visado expiraba, y habría tenido que regresar a Argentina. Su vuelo de vuelta estaba reservado inicialmente para el 26 de noviembre. ¿No estaba triste su hija? Al fin y al cabo, había pasado casi dos meses con él, ¿no? El señor Alsina le había ayudado, como usted mismo ha dicho, a salir de una crisis, y los dos se habían acercado mucho. Vivía con ella, por así decirlo. Y usted dice que todo aquello solo era una relación pasajera. ¿Por qué entonces esa invitación a comer? ¿Quizá a su hija le daba igual que el señor Alsina volviera a Buenos Aires? ¿O él quería quedarse un poco más? ¿Tenía quizá la intención de irse con él?

Estaba claro que aquel hombre había perdido el juicio. Giulietta marcharse a Buenos Aires, a remolque de un bailarín de tango. ¡Inimaginable!

R.: No tengo ni idea de qué planes tenía. ¿Adónde quiere ir a parar?

P.: Señor Battin, estoy buscando un móvil. Mire, no soy más que un simple policía, y tengo que hacerme una idea de este incidente. Usted dijo antes que probablemente el señor Alsina estaba loco. Es posible. Pero ni siquiera los locos actúan sin un motivo, aunque sea imaginario. En el peor de los casos, el motivo es espontáneo, existe solo en la cabeza del autor del hecho, coincide directamente, por así decirlo, con la acción, y desaparece enseguida con ella. Es el comportamiento típico de las personas que calificamos de locas. Pero el señor Alsina no actuó de manera espontánea. Es evidente que su secuestro había sido cuidadosamente planeado.

R.: ¿Ah, sí?

P.: Sin duda. El día siguiente a la cena en su casa, el señor Alsina reservó un vuelo a Buenos Aires, para el miércoles siguiente, 24 de noviembre. Cuando su hija se fue a Braunschweig el 23 de noviembre, es decir, aquel martes por la mañana, hacía ya casi una semana que el señor Alsina sabía que a su regreso, la noche siguiente, él ya estaría volando de vuelta a casa. Pero su hija no sabía nada de eso, ¿no? No tenía ni idea de los planes del señor Alsina.

R.: No, no la tenía. Lo que no hace más que demostrar lo trastornado que está ese hombre.

P.: La cena en su casa fue el miércoles 17 de noviembre. Usted ha dicho que acto seguido el señor Alsina se marchó a unos ensayos que duraron hasta entrada la noche. Al día siguiente hubo más ensayos. Sin duda no sé mucho de bailarines y representaciones, pero imagino que esos ensayos un día antes del estreno tienen que ser intensos. Aun así, esa tarde el señor Alsina cruza media ciudad para ir a una agencia de viajes de Charlottenburg y hace esa reserva. ¿Por qué no lo hace por teléfono? Habla muy bien alemán.

R.: ¿Cómo voy a saberlo?

P.: Yo se lo digo. Porque tenía que pagar una tasa. ¿Y por qué tenía que pagar una tasa? Porque el plazo para cambiar la fecha de la reserva era extremadamente corto, solo dos días. Lo previsto era que regresara el viernes 26 de noviembre. ¿Por qué de pronto tenía que volver a toda costa dos días antes? Y fíjese, ahora la cosa se pone interesante: ¿qué más se imagina usted que hemos averiguado del señor Alsina en la agencia de viajes?

Era asombroso. Aunque no había puesto ninguna denuncia, había sido investigado minuciosamente. Estaban muy bien informados acerca de los últimos días y horas de Damián Alsina en Berlín. ¿Lo habrían investigado igual de a fondo a él?

R.: Le escucho.

P.: El 15 de noviembre, el señor Alsina había intentado retrasar su regreso unas semanas. La empleada incluso se acordaba de él, porque había hecho todo lo posible por ajustar el plazo del visado a un regreso más tardío. Pero no fue posible, porque desde mediados de noviembre los vuelos a Buenos Aires escasean. Como he dicho, el lunes 15 él quería prolongar su estancia durante varias semanas, y el jueves 18 de noviembre, es decir, el día de aquella cena, de pronto hacía todo lo posible por reducirla dos días, e incluso pagaba una suma elevada por un cambio a business, porque de lo contrario no podía conseguir billete. Si suponemos que el señor Alsina conocía los planes de su hija de viajar a Braunschweig —y estoy bastante seguro de que los conocía—, la urgencia de ese cambio se vuelve sospechosa. Era el momento ideal para atraerlo a usted a una emboscada. Si pudiera hablar con su hija, le preguntaría si le había mencionado a Damián que iba a colaborar en aquella mudanza a Braunschweig sin el conocimiento de usted. Porque una bailarina de ballet debe hacer cualquier cosa menos cargar con cajas.

R.: Tengo que decir que tiene usted una viva imaginación...

P.: Forma parte de mi oficio. La tarde del martes era el único momento que podía atraerlo a usted a esa trampa. Naturalmente, eso sigue sin darnos respuesta al por qué. Pero el cómo se ha vuelto mucho más claro. Por alguna razón, el jueves 18 de noviembre el señor Alsina decidió atraer al padre de su novia a una emboscada, atarlo a una silla, no hablar una sola palabra con él, dejarlo solo, desvalido y en potencial peligro de muerte, y desaparecer sin una explicación. El 17 de noviembre, un día antes, el señor Alsina había visto al padre de su novia por primera vez en su vida. Comprenderá que este enigma me dé qué hacer.

R.: Comprendo todo, incluso el hecho de que con esto hemos vuelto al punto de partida de nuestra conversación. Solo hay dos explicaciones racionales.

P.: ¿Que son?

R.: O el señor Alsina está loco, o me ha confundido con alguien.

P.: ¿Lo ve también así su hija?

R.: Mi hija está bajo un fuerte choque emocional. No creo que pueda pensar con claridad.

P.: ¿Sabe algo acerca del incidente producido durante la representación del domingo?

Realmente lo sabían todo.

R.: Nada preciso. Hasta donde he oído, en la última parte de la representación, el señor Alsina se desvió del programa y echó a perder el final.

P.: ¿No le parece peculiar?

R.: Si quiere que se lo diga con exactitud, hay bastante poco que no me parezca peculiar en este Damián Alsina.

P.: ¿Ha hablado con su hija de la representación? ¿Tenía ella alguna explicación de la forma en que él cambió el programa por propia iniciativa?

R.: No.

P.: Otro indicio de que quizá el señor Alsina no es del todo normal.

R.: Es posible.

P.: Después de su intervención, abandonó el teatro de forma apresurada. Al parecer, antes hubo una viva disputa. ¿Sabe usted algo de eso?

R.: No volví a ver a Giulietta hasta que, el miércoles por la tarde, vino a su estudio y me encontró allí; hace dos días. Está claro que usted está mejor informado que yo sobre lo que ocurrió antes. Pero, sinceramente, no veo qué conexión puede haber con esto. Al parecer, había notables tensiones entre el señor Alsina y sus colegas de baile. Pero es imposible que eso tenga que ver conmigo. Ha debido confundirme con alguien. No hay otra explicación.

P.: Muy bien, supongamos eso. ¿Cree que se dio cuenta de ese error antes de abandonar el país?

R.: Es posible. Pero, ¿qué cambia eso?

P.: Intento seguir una concatenación lógica. El señor Alsina no solo le afectaba a usted con su acción, sino ante todo a su hija. ¿Guardaba algún rencor hacia ella? ¿Tenían dificultades? ¿Hay quizá otra posibilidad? ¿No irá toda esta historia en primer término no de usted, sino de su hija?

R.: ¿O de mi esposa? ¿O del cartero? Estoy empezando a cansarme de esta conversación. Habla como si mi hija o yo fuéramos responsables de toda esta locura.

P.: No. Lo siento, no quería decir eso.

R.: No tengo nada más que decir.

Fin de la conversación: 16:49.

El acta de la declaración fue presentada al interrogado

para que la revisara, y

rubricada por este en todas las páginas.

Hecho en Berlín, el 26 de noviembre de 1999.

Fdo.:

Al final había perdido un poco el control.

¿Adónde había querido ir a parar ese hombre? Battin se había sentido arrinconado por sus preguntas. El funcionario perseguía un objetivo determinado, quería sonsacarle algo. Pero, ¿qué?

¿Cómo sabía el policía algo de las singulares circunstancias de la última representación, el domingo por la noche? ¿De la disputa de Giulietta con Damián? Este vivía en una especie de guerra permanente con todo el grupo de baile. Al parecer, en las compañías de tango pasa algo parecido a las de ballet, y ese Damián era una especie de divo, un sabihondo precoz que no dejaba pasar ninguna ocasión de exhibir su superioridad. En la última parte del espectáculo, el domingo por la tarde, se había producido un incidente que había dejado estupefacta a Giulietta. Sin previo aviso, Damián se había apartado del programa y había dejado en ridículo a toda la compañía. Pero Battin no sabía nada más preciso. Solo que había habido una discusión, una discusión fuerte, tanto entre los bailarines como entre Damián y Giulietta, que al parecer se había puesto de parte de los otros.

Firmó con energía y tiró con estrépito el bolígrafo encima de la mesa. A su lado, un termo emitía un sonido gorgoteante. Battin apretó irritado la tapa del termo y dejó escapar el aire. Luego se levantó, empujó con las corvas la incómoda silla de oficina y se estiró. Vaya una oficina miserable, pensó, antes de dar los pocos pasos hacia la puerta que daba a la estancia anexa. Su mirada resbaló sobre las paredes pintadas de verde, las repugnantes plantas de plástico puestas en macetas azul pálido en la ventana, los pósters con pedagogía policial en las paredes, que sin duda allí desplegaban un efecto tremendo. El crimen no compensa. Drogas no, gracias. ¿Quieres ser policía?

Para él, el asunto estaba liquidado. Ahora, ante todo, tenía que preocuparse de Giulietta. ¡Giulietta! Eso era lo más importante ahora. Su carrera. Aquel asunto había terminado, pronto también ella lo vería así.

Sacó el Volvo del garaje subterráneo del banco, junto al Zoo, y se sumó al tráfico. Luego sacó el móvil y marcó el número de Giulietta, pero le respondió el contestador. En cambio, Anita había intentado hablar con él. Pulsó la tecla de rellamada.

—¿Markus?

—Sí, estoy de camino.

—Llevo sentada aquí veinte minutos. ¿Por qué no estabas en tu despacho?

—Estaba con la policía. Llegaré dentro de cinco minutos. ¿Sabes dónde se ha metido Giulietta?

—¿Dónde va a estar? En la Ópera.

—Pero son las cinco y media, hace mucho que ha terminado, y tiene apagado el teléfono.

—Seguramente querrá que la dejen en paz. Te espero. Hasta luego.

Necesitó casi veinte minutos para llegar a la clínica Steglitz a través del tráfico del día festivo. Pero, cuando iba a entrar, Anita casi saltó delante del capó. Frenó en seco.

—Por poco —dijo ella, dándole un beso en la mejilla—. ¿Qué quería la policía?

—Explicaciones.

Le hizo un breve resumen de la conversación. Anita ignoró su pregunta de cómo le había ido el día, y dijo:

—Estás muy pálido, Markus. Giulietta me ha prometido pasarse esta tarde. No puedo creer que no tenga ninguna explicación para la conducta de ese hombre. Quiero decir que ha estado con él dos meses. Pero hasta entonces hablemos de otra cosa, ¿vale?

Miró concentrado a través del parabrisas empapado de lluvia. El tráfico no se aclaró hasta Mexikoplatz. Cuando, pocos minutos después, oyeron crujir bajo los neumáticos la grava de la entrada de su casa, estaba ya oscuro como boca de lobo. El Golf de Anita estaba a la entrada. Pero en la casa no había luz.

—¿No dijiste que te había pedido el coche? —preguntó él mientras bajaban.

—Sí. Me dejó esta mañana delante de la clínica. Probablemente esté arriba. Mira lo que tengo. Pechuga de pato. —Levantó una bolsa de la compra—. Y Chardonnay del 97.

Él le sonrió, fue hacia ella, la abrazó y le dio un beso.

—Quizá ese loco quería quitarme de la circulación por tener dos mujeres tan espléndidas a mi lado. Sencillamente no podía soportarlo.

—Seguro. Ahora, haz el favor de abrir.

Entraron al salón y encendieron la luz. Anita fue la primera en verlo, y frunció el ceño en una muda pregunta. Battin siguió la dirección de su mirada y contempló perplejo el archivador abierto en el sofá, junto a la chimenea. Fue hacia él, lo agarró, volvió a tirarlo y gritó:

—¿Giulietta?

Anita dejó la bolsa de la compra en la mesa y tomó a su vez el archivador. Solo en ese momento él se dio cuenta de lo que estaba sucediendo. En tres saltos estuvo en la escalera que llevaba a la planta superior. Corrió al primer piso y se precipitó al cuarto de Giulietta. Ella solo lo utilizaba como trastero, como almacén de cosas que ya no necesitaba, pero de las que no quería desprenderse. En unos segundos había visto todo lo que tenía que ver. Sobre la cama deshecha yacía una guía telefónica abierta: embajadas y consulados. Su maleta amarilla había desaparecido del armario. Markus maldijo en voz baja, se giró y bajó corriendo la escalera. Anita estaba junto a la mesa del salón, y hojeaba despacio el archivador marrón, que contenía todos los documentos de la familia: certificados de nacimiento, diplomas y, sobre todo, los pasaportes. Faltaba el de Giulietta.

Battin se dejó caer en el sofá y ocultó la cabeza entre las manos.

Anita hizo unos cuántos movimientos desorientados.

—¿Markus?

Él no respondió.

—Markus. ¿Qué está pasando aquí?

Él levantó la vista y la miró. Tenía la sensación de que le iba a estallar la cabeza. Anita no estaba mirando el clasificador, sino una nota que sostenía como un insecto muerto entre los dedos.

—Hay que avisar a la policía —dijo él en voz baja—. Tienen que detenerla.

Anita le miró fijamente.

¿Qué había pasado con su rostro? Estaba blanco como la pared. Se levantó y fue hacia ella, pero ella se apartó de él.

—Markus, dime la verdad —dijo con calma.

—Anita...

—¿Qué le has hecho?

—¿Os habéis vuelto todos locos? —preguntó él perplejo.

Ya no aguantó más. Cogió a Anita por los hombros, pero ella lo apartó.

—No me toques —siseó.

—Anita, por Dios...

—¿Qué ha sucedido entre vosotros? —preguntó, amenazadora.

Él retrocedió unos pasos.

—¿De qué estás hablando? —profirió furioso.

Tuvo miedo. Pánico. Su familia se había vuelto loca.

—De esto —dijo ella, le miró con hostilidad y tiró la nota encima de la mesa, delante de él.

—¡Léela! Y luego dime la verdad.

Él levantó la nota y leyó.

No, aquello no se había acabado. Las palabras temblaban ante sus ojos como un enjambre de avispas asustadas:

 

Giulietta,he cometido un terrible error.Pregunta a tu padre.Él lo sabe todo. Perdóname y olvídame.Para siempre.

Damián

1ª parteESCUALO

Igual que cuando se cava se encuentra agua,así el ser humano encuentra por doquier lo incomprensible,ora antes, ora después.

 

Georg Christoph Lichtenberg

1

Giulietta intentaba no temblar.

Miraba nerviosa a su alrededor y examinaba a escondidas los rostros de los otros pasajeros de la Terminal B del aeropuerto de Zürich. Tenía el estómago como si hubiera bebido ácido. El corazón le latía con fuerza y, si no hubiera sabido con precisión que ayer a mediodía, en Berlín, había subido al avión de tránsito completamente sana, al menos en apariencia, habría pensado que tenía fiebre.

Le gruñía el estómago. Quería alimento, pero ella sabía que no iba a poder retenerlo. Era su estómago de bailarina. Había estudiado ballet durante diez años. Conocía su cuerpo y todos los dolores de los que era capaz. Lo que no conocía era su capacidad de concentrarse tanto en un solo dolor. Habían pasado setenta y dos horas desde que su vida había chocado contra aquella pared invisible, y seguía sufriendo náuseas, ardor de estómago y escalofríos. Sobre todo cuando pensaba en un nombre: Damián.

Pero también la larga espera la había debilitado. Ayer por la tarde había llegado allí con la esperanza de conseguir asiento esa misma noche, en la lista de espera. Le habían asegurado que, si no lo lograba el viernes, con total garantía lo lograría el sábado. Había gastado sus últimas reservas de dinero en metálico en una noche de insomnio en el hotel del aeropuerto. Le quedaban unos cuántos francos suizos y una tarjeta de crédito que no le pertenecía. Pero daba igual. Tenía plaza en el vuelo del sábado a Buenos Aires. Eso era lo único importante.

Se levantó, fue al bar y pidió una botella de agua sin gas. El camarero la miró con interés. Al parecer, no tenía tan mal aspecto como ella sentía. No respondió a su mirada, no miraba a nadie a la cara. Estaba acostumbrada a que los hombres se quedaran mirándola, ya no le importaba. Pero tenía miedo de ser reconocida. Lo que, por supuesto, era una tontería. ¿Quién iba a conocerla allí? Y aun así. Estaba huyendo, aunque no sabía muy bien de qué.

Regresó a su asiento, miró la pantalla para tener a la vista la señal de embarcar, se llevó la botella a los labios y bebió un poco. Pensar en las doce horas de vuelo que tenía por delante la llenaba de inquietud, pero su mayor miedo era que su padre apareciera allí. Por supuesto, era completamente improbable. No, era imposible. Él no podía saber qué aeropuerto de Europa había elegido para tomar un vuelo de conexión a Buenos Aires. Podía estar en cualquier parte, en Londres, Madrid o Amsterdam. Él no podía salir de Berlín. Era el año del cambio de sede de la capital. Llevaba meses trabajando entre doce y catorce horas diarias para terminar el plan de seguridad. Ahora no podía fallar. No era posible. Al menos no enseguida.

¿Se podía saber quién tomaba un avión, cuándo y dónde? Seguro que la policía sí podía. Pero para eso había que declararla en busca y captura. Y sin duda la policía solo podía hacer eso si ella hubiera infringido alguna ley. Pero ella no había infringido ninguna. Era una persona adulta de diecinueve años. Nadie tenía derecho a hacer que la policía la buscara. Ni siquiera sus padres. ¿O sí?

Miraba nerviosa a todo el que llevaba algo que recordase a un uniforme. Pero nadie la molestó. La gente a su alrededor se ocupaba de sus propios asuntos, hojeaba aburrida los periódicos o mataba el tiempo comprando en las tiendas libres de impuestos. Aquí y allá, un hombre de negocios tecleaba en su portátil o jugueteaba con su teléfono móvil. Giulietta cerró los ojos y respiró lenta y profundamente. El agua le estaba sentando bien. Encontraría un poco de paz en cuanto estuviera dentro de ese avión. Cada kilómetro que la acercase a Damián la tranquilizaría más. Solo había ese objetivo. Lo encontraría, y todo se aclararía. Era impensable que no hubiera ninguna explicación para su conducta. Y, con independencia de cualquier explicación, estaba su amor, que era superior a todo.

Una pareja entrada en años estaba conversando en español. Giulietta no entendía el idioma, pero ya solo el tono, la melodía, le abría las vísceras como un rompehielos. Sobre todo la voz de la mujer la golpeaba con dureza y perfidia. Hablaba exactamente igual que Nieves, la pareja de baile de Damián. En medio de la confusión de los últimos días que habían seguido a la representación, Giulietta no había vuelto a pensar en ella. Nieves. Nieve. Qué nombre tan hermoso para la mujer odiada. ¿Seguiría en Berlín? ¿Había tal vez una relación entre eso y lo demás? ¿Estaba ella detrás de aquel enigma?

Cuarenta minutos para el embarque. Mañana a las 11, hora local, aterrizaría en Buenos Aires. No tenía una idea concreta de dónde estaba ni cómo era el país que iba a pisar. Pero eso le resultaba indiferente. También habría volado a Tokio, o a Dakar. Damián estaba en Buenos Aires. Todo lo demás carecía de importancia.

Iría del aeropuerto a la ciudad y pediría al taxista que la dejara en el centro, en el bar de tangos más próximo. Allí, preguntaría a todos los clientes que aparecieran dónde podía encontrar a Damián. Era uno de los bailarines más conocidos de la ciudad. Era una estrella. Con toda seguridad, alguien sabría decirle dónde vivía. En el ballet las cosas eran así. Todo el mundo se conocía. El ballet era un mundo pequeño. El tango no iba a ser distinto.

Luego iría a su calle, a su casa, subiría las escaleras hasta su puerta, llamaría, y él abriría. Quizá no abriría. Quizá no estuviera. ¿Quién sabe? Posiblemente tendría una cita o un ensayo en alguna parte. Entonces, ella esperaría delante de la puerta, o arriba, en la escalera. Se sentaría y no se movería, prestando atención a todos los sonidos que le llegaran desde la escalera. Se habría puesto el perfume favorito de él, y el aroma la precedería e iría en su busca. Antes de verla, él ya sabría que había venido, que le esperaba, que había viajado alrededor de medio mundo para que él la tomara en sus brazos, daba igual lo que hubiera sucedido en Berlín, porque lo que había ocurrido antes era tan importante, tan único, tan inaudito, que aquel extraño incidente no podía tener verdadera influencia sobre ello.

Le acudieron las lágrimas a los ojos, y ocultó el rostro entre las manos. Ahora no podía pensar cómo sería volver a verle. Doce horas de vuelo. Luego, posiblemente un día entero hasta que lo encontrase. ¿Y si no lo encontraba? Había volado a Buenos Aires. La policía lo había comprobado. Pero ¿se habría quedado allí? Había llegado anteayer, el jueves por la mañana. Ella no llegaría hasta el domingo. Tres días después. No, seguro que aún estaba en la ciudad. Tenía que estar en la ciudad. ¿Adónde iba a ir? Giulietta sabía que había docenas de posibilidades. Pero, pasara lo que pasara, se quedaría hasta que ella le hubiera encontrado.

Se levantó y fue al cuarto de baño. Apenas se miró la cara cuando estuvo delante del espejo, tan solo se lavó varias veces con agua fría, y dejó simplemente escurrir las gotas. Al menos, así no se veía que seguía llorando. Después de unos minutos el ataque pasó de repente: se sonó la nariz, se secó el rostro, todavía esforzándose por mirarse lo menos posible. Porque todo lo que veía le hacía daño. Porque él había hecho una declaración de amor para cada parte de su rostro. Sus párpados inferiores le habían fascinado por su horizontalidad. Era muy infrecuente, había dicho.

Hasta su propio rostro le recordaba solo a él.

Se echó el bolso de viaje al hombro y dio una vuelta por la sala de embarque. Por la cabeza se le pasaban imágenes de los dos últimos días. La conversación con la señora Ballestieri, la directora del ballet de la Staatsoper, el jueves por la tarde, después de los ensayos. Su gélida mirada cuando Giulietta le había presentado su petición. ¿Una contratada en prácticas pidiendo un permiso? ¿Después de tan poco tiempo en la compañía? ¿Precisamente ahora, en mitad de la temporada? ¿Dónde se había visto una cosa así? Podía renunciar. Había muchas bailarinas que soñaban con un puesto como el suyo. Al principio Giulietta había mentido un poco, había balbuceado algo acerca de una lesión, pero la mujer se había dado cuenta enseguida de que su historia no encajaba. Entonces le había contado la verdad. ¿La verdad? Giulietta no sabía qué había ocurrido en realidad entre Damián y su padre. ¿Y cómo iba a explicarle a esa mujer lo que había pasado? Lo intentó, de manera fragmentaria. La mujer le escuchó e hizo unas cuántas preguntas aclaratorias que Giulietta no supo responder. Intentó explicarle que lo que le movía a dejarlo todo no era una historia de amor fallida, sino que tenía la sensación de que todos sus sentidos la habían engañado. Su mundo había perdido por completo el equilibrio. Tenía que recuperar la confianza en sus sentidos. O el mundo se había vuelto loco, o lo había hecho ella.

La señora Ballestieri había rechazado severamente su proposición. Una compañía de ballet no era algo que se pudiera abandonar tan fácilmente. Un Corps de Ballet. Lo que estaba a punto de hacer podía arruinar su carrera antes siquiera de haberla empezado. Si se corría la voz, nadie volvería a contratarla nunca. Aquí la vida privada no solo era de segundo, sino de tercer orden. No podía tolerarlo. No iba a hacerle ningún favor haciéndolo. A lo máximo que podía llegar era a despedirla por motivos internos. Aún estaba en período de prueba. Esas cosas ocurrían, y no la dejaba al descubierto. El puesto se cubriría inmediatamente. No podía hacer más.

Giulietta la había mirado con expresión sombría. Aquello era el fin. Había hecho todo lo que estaba a su alcance por lograr aquel puesto. Era el primer paso, el más importante, en el camino para hacer realidad su sueño de ser miembro de una compañía prestigiosa. Esa idea, la más remota esperanza de ello, la había mantenido con vida durante todos aquellos años de formación y la había ayudado a soportarlo todo: los dolores, la crítica incesante, los pies ensangrentados, las uñas astilladas y, no era lo menos importante, la eterna lucha con su madre, las discusiones recurrentes acerca del sentido o el sinsentido de una formación así. Y entonces el sueño se había hecho parcialmente realidad: había conseguido el contrato de suplencia en la Staatsoper. ¿Cómo podía ahora poner en juego con tanta ligereza esa oportunidad única?

El precio de la decisión de ir en pos de Damián era mayor que todo lo que había podido imaginar. Pero no tenía elección. Como en trance, se había limitado a asentir y había dado las gracias por su comprensión a la directora. Luego había intentado levantarse y salir de la habitación, pero un breve mareo la había retenido en el asiento. La directora le había indicado que permaneciera sentada y le había traído un vaso de agua. Giulietta bebió, y la señora Ballestieri se reclinó en su asiento y la observó en silencio. Sus últimas palabras todavía sonaban en su cerebro:

—Giulietta, lleva usted algo en el alma que todavía no se nota en su baile. Es una lástima, pero vendrá, y daría lo que fuera por estar presente. Esto que voy a decirle ahora debe quedar entre nosotras. Tiene que prometérmelo. Le doy una semana. Si está usted de vuelta el siete de diciembre para el entrenamiento matinal, olvidaré el asunto. De lo contrario, no quiero volver a verla por aquí jamás.