Fe para personas inquietas - Felicísimo Martínez Díez - E-Book

Fe para personas inquietas E-Book

Felicísimo Martínez Díez

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Beschreibung

Este libro desarrolla la cuestión de la fe cristiana con dos propósitos básicos: analizar los rasgos peculiares de la misma y situar el desafío de la fe en el contexto de la cultura moderna y posmoderna, una cultura cada vez más secular y al mismo tiempo más necesitada de sentido y de experiencias de trascendencia, cada vez más recelosa de las religiones y al mismo tiempo más necesitada de espiritualidad. El autor se pregunta qué puede aportar la fe cristiana a las personas que sienten esta inquietud, y da respuesta abordando las siguientes cuestiones: ¿De qué presupuestos debe partir una persona para situarse en los caminos de la fe? ¿Cuáles son los caminos hacia la fe cristiana? ¿Cuál es la estructura del acto de fe? ¿Qué significa, qué implica «creer cristianamente» hoy? ¿Qué relación hay entre el don de la fe cristiana y las obras, entre la gratuidad y el compromiso? ¿Cómo transmitir la fe a las «generaciones siguientes»?

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La alegría de darse a los demás

José Luis González-Balado

Introducción Viva en el recuerdo una larga década después de su muerte

5 de septiembre de 1997

Está quedando atrás, si es que no ha quedado ya, el décimo aniversario de la muerte de la Madre Teresa de Calcuta. No hace falta recordar, siendo olvidarlo imposible, que su deceso se produjo el 5 de septiembre de 1997. El mismo día y mes de 2007 en que se cumple, o ha cumplido, el décimo aniversario. Pero el nombre, recuerdo y obra de la Madre Teresa, ya oficialmente reconocida como beata y por muchos venerada en la intimidad de los corazones como santa, no han dejado de mantener vigente intensidad y presencia.

Una presencia ya ubicua, explicada en la ingenua pero auténtica sencillez de una de sus Hijas cuando afirmó, a las pocas semanas de la muerte de la Madre Fundadora, que, «cuando aún vivía, su presencia estaba ligada y reducida a visitas fugaces y a fugaces presencias a y en cada una de las muchas casas enseguida esparcidas por el mundo entero, urgida de continuo a viajar y a visitar a otras Hijas y casas. Tras su muerte, ya es fácil, y más que simple ilusión, imaginarla en permanente presencia en cada una de las más de quinientas casas de la Congregación y junto a cada una de las más de cinco mil Misioneras de la Caridad esparcidas por el mundo».

Emociones y anécdotas

Con los recuerdos en torno a la Madre Teresa que se han generado en esta década que arranca desde el 5 de septiembre de 1997, habría para llenar muchas páginas. Por supuesto, más que las disponibles en una simple introducción que desea ser ágil y de fácil lectura.

Quizá bastase con la simple condensación de emociones y anécdotas que se vivieron desde el atardecer de aquel viernes 5 de septiembre de 1997 en que se esparció por todo el mundo la noticia de su muerte ocurrida en la discreta austeridad de su celda monacal de enferma grave cuya vida se alimentaba por el oxígeno que un accidental corte de corriente interrumpió, y el sábado 13 del mismo mes y año en que sus restos mortales fueron objeto de unas honras fúnebres seguidas en directo, por televisión, por todo –o casi– el mundo.

Unas anécdotas y emociones que todos, entonces, compartimos y que todos, aún, seguimos recordando. Pero no dejaría de parecer interferencia indiscreta intentar una especie de crónica de lo que cada uno pudo asimilar y retiene en la fidelidad de unas impresiones captadas y conservadas en su propia intimidad.

Algo hermoso para Dios

Con el cariño y veneración a una Madre Teresa que uno tuvo el privilegio de conocer y tratar, y la osadía –más bien gracia– de escribir sobre ella libros de cuyo éxito más fue razón la excepcionalidad del Tema (¡con mayúscula, en este caso!) que la escasa brillantez de mi prosa, uno prefiere compartir, con quienes tengan la paciencia de leer, sus recuerdos personales, en gran parte de muy legítimo conocimiento público.

Mis primeros recuerdos directos, visuales y personales se remontan a una mañana, casi temprano, de finales de mayo de 1976. Me propongo detallar más adelante que ya había oído hablar con admiración de aquella Religiosa excepcional a personas que la conocían y que habían tenido ocasión de tratarla. Diré asimismo que ya había leído sobre ella reportajes vibrantes y convincentes. Y que había pasado por mis manos y bajo mis ojos el libro que la había dado a conocer a algunos sectores de medio mundo occidental cuando a la Madre Teresa sólo se la conocía en una India, entonces –ni que decir tiene– mucho más lejana y misteriosa que en estas primeras décadas del siglo XXI. Un libro, más vibrante reportaje que detallada biografía, escrito por el gran periodista británico Malcolm Muggeridge, titulado Something beautiful for God (Algo hermoso para Dios).

Algo hermoso para Dios, a través de su representación en los Pobres –la Madre Teresa escribía siempre Pobres con inicial mayúscula, igual que, antes que ella, lo había hecho otro gran apóstol de la caridad: san Vicente de Paúl–, era lo que la Religiosa india de origen albanés, de vocación y fama pronto universales, se había propuesto llevar a cabo. Y a fe que lo logró. Y que, sin atreverse a proponérselo, consiguió que hiciesen algo parecido, ¡y que lo sigan haciendo, en el mundo entero!, miles, acaso ya millones, de otras personas, estimuladas por su ejemplo.

Lo dice el refrán castellano: que si las palabras convencen, los ejemplos arrastran. Lo recordamos bien quienes tuvimos la suerte de conocerla: la Madre Teresa era más bien parca en palabras. Pero sus ejemplos resultaron –¡siguen resultando!– muy convincentes. ¡Y arrastran!

Mayo de 1976: primer encuentro personal (en el aeropuerto de Barajas)

Nunca olvidaré la mañana aquella de últimos de mayo de 1976 en que, a hora temprana, me encontré por primera vez con la Madre Teresa. Fue una primera vez que se repetiría en numerosas otras. La había ido a esperar, con dos o tres personas más. Ya explicaré razones y circunstancias.

Sucedió en el aeropuerto de Madrid. Era su primera visita a España, que se repetiría en varias ocasiones más, una vez que aquí fundó dos casas de su obra: una en Madrid (21 de junio de 1980) y otra en Sabadell (18 de junio de 1982). Y a las que siguieron otras dos: una en Barcelona y otra en Murcia.

Aquella mañana temprano llegaba de Estados Unidos, donde, al contrario que en España, era ya muy conocida. Allí había fundado ya varias casas, y su obra en beneficio de los Pobres –no sólo de Estados Unidos, sino del mundo entero– recibía ya, igual que de otros países –de Alemania, Inglaterra, Holanda, Italia, Suiza...– una ayuda muy generosa.

Como por dondequiera que la Madre Teresa pasaba, a España no había acudido a pedir, sino a dar. La había invitado, para que viese por sí misma la conveniencia de abrir una casa de la congregación por ella fundada, el cardenal arzobispo de Madrid, que era entonces Vicente Enrique y Tarancón.

Llegó, no sólo por la hora, sino porque casi nadie aquí aún la conocía, poco menos que de riguroso incógnito. Sólo la esperaban, a aquella hora, un eclesiástico enviado del cardenal arzobispo Tarancón, el jesuita padre García Escudero, el periodista Nacho Fernández, de la agencia Europa Press, y dos admiradores de su obra, uno de los cuales era quien aquí da cuenta del hecho y que ya se había estrenado como más voluntarioso que competente biógrafo suyo con un librito titulado Madre Teresa: Cristo en los arrabales. El otro simpatizante, auxiliar de vuelo de nuestra compañía de bandera, Juan Garcés Manzano, era experto en las gestiones que hay –o había, en aquellos años– que llevar a cabo en los aeropuertos. Por ejemplo, las relaciones con la policía de fronteras.

Por cierto que el buen auxiliar de vuelo resultó muy útil en aquella circunstancia. Para que la Madre Teresa pudiese saludar al enviado del cardenal arzobispo y responder a la curiosidad profesional del periodista Nacho Fernández, el buen steward se brindó a realizar las gestiones protocolarias de la recién llegada con la policía. Mal pensábamos, Juan Garcés y quien aquí da cuenta de ello, que iban a ser unas gestiones complicadas. Lo cual estuvo a punto –exagero conscientemente– de producirnos un infarto. Nos enteramos con sorpresa de que la extraña Pasajera –tal parecía, vistiendo un sari que nunca se había visto en Barajas–, con pasaporte indio y sin visado, no podía entrar en España.

Fue lo que nos dijeron, o le dijo el policía de turno a Juan Garcés Manzano, que hizo la gestión. Lo cual, aparte de producir un serio disgusto, nos predispuso a entablar una convencida, aunque correcta, discusión con el representante de la ley de fronteras.

Nos resistíamos a admitir que se impidiese la entrada en el país a una mujer del prestigio religioso y humano de la Madre Teresa, admirada en todas partes, aunque en España fuese desconocida. A fin de cuentas –insistimos–, la Religiosa no venía a hacer turismo ni para misión alguna sospechosa, sino para secundar la invitación de la máxima autoridad religioso-católica de España, el cardenal arzobispo Vicente Enrique y Tarancón, que otra cosa no deseaba sino que Madrid contase con una fundación de las Misioneras de la Caridad al servicio de los Pobres...

Eran razones que por nuestra parte considerábamos muy convincentes. Pero chocábamos con la norma que el policía de turno consideraba más convincente todavía. Nos razonó: «Todo lo que me digan de esa Monja, a la que por otra parte no tengo el gusto de conocer, me parece muy respetable. Pero la norma está clara: en su caso, puesto que viaja con pasaporte de la India, hubiera necesitado un visado, y en su pasaporte no hay constancia de que lo hubiera solicitado. Yo no estoy autorizado a dejarla pasar».

Mientras nosotros forcejeábamos dialécticamente con el representante de seguridad, la Madre Teresa estaba intercambiando unas palabras de saludo con el representante del arzobispado y con el periodista que había acudido al aeropuerto para entrevistarla. Sólo que, al parecer, la Madre Teresa también tuvo ocasión de dirigir una mirada hacia quienes la habíamos querido relevar de una práctica más o menos rutinaria como era la de presentar su pasaporte en la ventanilla de fronteras.

Hasta el propio policía se debió percatar de la buena fe de quienes hacíamos de intermediarios y de la más que probable inocuidad de la Monja. Más convencido por la bondad aparente de la Religiosa que por nuestros argumentos, nos dijo que consultaría el tema con sus jefes. Se ausentó un par de minutos, diciéndonos que iba a llamar por teléfono. Cuando volvió, nos dijo con cierta tranquilidad: «A pesar de que no tiene visado, les doy una buena noticia: de la Dirección General me han contestado que se autoriza a esa Monja a permanecer en España durante 72 horas».

Recuperada de tal suerte la tranquilidad, nos dirigimos hacia la Madre Teresa, que ya parecía haber terminado de hablar con el periodista y con el enviado del cardenal arzobispo. Y como con el rabillo del ojo nos había visto casi discutir con el policía, nos preguntó si había surgido algún problema grave. Nos resultó cómodo poderle decir que todo se había resuelto de manera feliz, a pesar de que, con su pasaporte indio, hubiera necesitado visado para entrar en España. Por lo visto, las autoridades habían sobreseído el requisito, incluso autorizándola para permanecer en Madrid tres días. Lo agradeció, pero dijo que tenía ya billete aéreo para proseguir al día siguiente para Roma.

El pasaporte diplomático de la Madre Teresa

La Madre Teresa sintió disgusto por haber sido ocasión de tal molestia para las autoridades y para nosotros. Nos dio las gracias y nos pidió que se las diésemos, y pidiésemos disculpas en su nombre y de su parte al policía que había desarrollado la gestión.

Acto seguido, con absoluta sencillez, sin el mínimo asomo de exhibicionismo, nos dio a entender la que hubiera sido una manera probable de evitar el incidente. De un modestísimo bolso de mano sacó otro pasaporte: el del Vaticano. Evidentemente, con él, en aquella España más clericalizada que la de estos tiempos, no sólo no le habrían puesto dificultades, sino que se le hubieran abierto muchas puertas.

Nos explicó la razón y origen de tal «pasaporte de repuesto». Se lo había proporcionado Pablo VI para facilitar sus misiones más imposibles en beneficio de los Pobres. La primera de ellas había sido abrirle las puertas, circunstancialmente cerradas, de Bangla Desh para su pasaporte de ciudadana de la India en la entonces aún reciente desmembración. Una comunidad de sus Hermanas había quedado de la otra parte, junto con una población humana totalmente desasistida. Gracias al pasaporte diplomático que, por deseo de Pablo VI, le facilitó la Secretaría de Estado del Vaticano, pudo acudir la Madre Teresa en favor de unos y de otras.

Expresamos nuestro agradecimiento al policía de fronteras por el permiso que había conseguido para la Madre Teresa de entrar en España e incluso, de haber sido necesario, de que pudiese detenerse tres días. Sin embargo, al saber de su pasaporte vaticano, tratamos de tranquilizarlo, revelándole el secreto que nosotros mismos acabábamos de conocer: que la Monja india tenía también, si hubiera hecho falta, un pasaporte diplomático del Vaticano.

Aunque no nos lo esperábamos, encontramos razonable el desahogo que se le escapó al funcionario: «¿Por qué no me lo dijeron antes? Me hubieran evitado tener que molestar por teléfono a mi jefe, que no pareció sentirse muy feliz, a pesar de que dio la correspondiente autorización».

¿Qué le íbamos a decir? Que nosotros mismos acabábamos de enterarnos. Que lo evidente era que sólo en circunstancias excepcionales la Madre Teresa recurría a tal pasaporte de reserva. Era lo que ella misma nos había revelado. Lo que sentimos fue que no pudiese hacer uso de la autorización de detenerse 72 horas en Madrid. Porque a la mañana siguiente salió ya para Roma, donde la esperaban otras urgencias.

Su primera Misa en Madrid

Ya se ha dicho: llegó a Madrid-Barajas una mañana temprano. Creo recordar que fue hacia las siete. Pero, entre unas cosas y otras, para cuando todo quedó felizmente resuelto, había transcurrido más de una hora.

El enviado del cardenal arzobispo dijo a la Madre Teresa que, por orden de su superior, estaban a su servicio él y un automóvil con chofer: «Madre, estamos a su completa disposición. Ordene lo que usted quiera», le dijo en nuestra presencia.

Sentimos curiosidad por saber lo que la Religiosa deseaba hacer como primera cosa en España. Quizá lo más normal, a aquella hora, hubiera sido pedir que la llevasen a desayunar a la cafetería del aeropuerto. Y, si no había podido dormir durante el vuelo de Nueva York a Madrid, poder descansar un par de horas. Pero pidió otra cosa que no he olvidado tres largas décadas más tarde. Le dijo al enviado del cardenal Tarancón: «Padre, si es posible quisiera poder oír Misa y hacer la sagrada comunión».

Aún sorprendidos, tuvimos la impresión de que iba a ser posible. Me enteré, al día siguiente, de que la habían llevado a un convento de Religiosas Benedictinas de la calle General Asensio Cabanillas, por la Ciudad Universitaria, donde habían previsto que se hospedase. Que la Madre Teresa asistió a la Santa Misa y que comulgó con ejemplar devoción. Luego desayunó con las Benedictinas, como si fuese una hermana más de la comunidad.

A continuación se dejó llevar, en el coche y por el representante del arzobispado, para lo que había venido. Recorrió las zonas más deprimidas del suburbio madrileño al que, llegado el momento, se dedicaría una comunidad de sus Hijas.

Ni en aquella primera visita ni en varias otras que aún realizaría en años sucesivos, cuando en España ya se habían establecido dos comunidades de las Misioneras de la Caridad, visitó la Madre Teresa museo ni monumento alguno de los que atraen a turistas de todas partes. Para ella, los Pobres eran Jesús. Y Jesús, para la Madre Teresa, tenía y tiene todas las preferencias sobre cualesquiera monumentos, paisajes u obras de arte.

«Tuve hambre y me disteis de comer...»

Aunque me hubiera gustado, no la pude acompañar durante el resto del día. Me contaron que, tras un recorrido atento por los arrabales humildes de la ciudad, saludando con gran cariño y respeto a los Pobres, le habían preparado un encuentro con una nutrida representación de Religiosas. Y que una de ellas, en nombre de las demás, le preguntó por el resultado de sus recorridos por los arrabales de la capital; que si había visto mucha pobreza.

La Madre Teresa contestó que sí, que había observado la existencia de zonas de pobreza parecidas a las de otras grandes urbes de Europa y de América. Sólo que, bajo algunos aspectos, se trataba de una pobreza peor llevada que la pobreza por escasez de cosas de los arrabales de Calcuta o de la India, donde la gente, sí, podía no tener nada, pero a la que se le notaba mayor resignación y paz.

Señaló que, en Calcuta, no se veían antenas de televisión en los techos de hojalata de algunas chabolas como las había visto en su recorrido por barrios madrileños como Vallecas –¡la deprimida Vallecas de entonces!–, como Pan Bendito, como el Pozo del Huevo, etc. Pero que en la India veía rostros más sonrientes, niños jugando, ancianos mejor atendidos por sus parientes que los que había encontrado en aquel primer recorrido suyo por las afueras de Madrid, que no dejaba de parecerse a otros recorridos hechos por los arrabales de Londres, de Roma o del Bronx neoyorquino.

En todo caso, se manifestó convencida de la urgencia de abrir un centro de asistencia de las Misioneras de la Caridad en España. A la misma Religiosa que, en nombre de las demás, le preguntó cuándo proyectaba abrir dicha comunidad, la Madre Teresa le contestó que tenía en espera una lista de setenta solicitudes de nuevas fundaciones. Y subrayó la respuesta con una amable sonrisa: «De todos modos, queridas Hermanas, no esperen a que vengamos nosotras para expresar su amor a los Pobres. Ustedes saben mejor que yo que Jesús considera hecho a Él lo que hacemos en favor de los necesitados. Lo expresó cuando dijo: “Tuve hambre y me disteis de comer. Tuve sed y me disteis de beber. Estaba desnudo y me vestisteis...”».

Cinco años de espera

Se nos hicieron largos los casi cinco años que la Madre Teresa tardó en volver a venir a España. No obstante, archiocupada como estaba –¡cuánto lo estuvo hasta el último instante de su vida!, ¡cuánto trabajó, sin un minuto de descanso, la bendita Madre Teresa!–, con mil urgencias que resolver cada día al servicio de los Pobres, en los cinco continentes, dio prueba fidedigna y muy concreta de que no se había olvidado de la fundación pendiente en uno de los barrios más pobres de Madrid. Al mismo tiempo, en otros rincones del universo, iba llevando a cabo, al ritmo aproximado de una veintena por año, las en torno a setenta fundaciones que tenía solicitadas y comprometidas con el Jesús para ella encarnado en los Pobres.

La noticia del Nobel de la Paz 1979

Durante la espera se produjo un hecho que, por si hubiera hecho falta, la dio a conocer a todo el mundo. A quienes ya habíamos tenido la suerte de encontrarnos con ella, más que simple sorpresa, nos produjo una mezcla de orgullo y de íntima alegría. Ocurrió cuando, en octubre de 1979, se difundió la noticia de que le había sido concedido el Premio Nobel de la Paz. No obstante, si alguien pensase que tal extraordinario reconocimiento y la consiguiente popularidad le produjese a la Madre Teresa el menor trastorno emocional, no dejaría de estar muy equivocado. La Madre Teresa aceptó el Premio con humilde agradecimiento, en nombre y representación de los Pobres. También –como es bien sabido– en beneficio de ellos: a los Pobres destinó hasta el último céntimo de lo que el Premio representaba desde el punto de vista económico. De hecho, y por suerte, representó más que en años anteriores, por una razón que no conviene olvidar. En varias ediciones de años anteriores, el Nobel de la Paz había recaído en políticos que, por la paz, habían hecho más de nombre que en realidad. La impresión era que el jurado más se había decidido a premiarlos como estímulo para que trabajasen en favor de la paz que por lo que hasta entonces habían hecho por ella. [No se dan nombres. Quien quiera tener confirmación, puede consultar las listas de algunos entre los premiados en años inmediatamente anteriores a 1979].

Como protesta contra asignaciones del Nobel de la Paz con las que no estaban de acuerdo, algunos grupos nórdicos, católicos, de otras confesiones y de ninguna –de Suecia y Noruega, sobre todo, que es donde tiene su sede la Fundación Alfred Nobel–, crearon un premio denominado «Nobel del Pueblo», con aportaciones voluntarias, a veces no menos consistentes, como resultado, que las del premio oficial, otorgando el premio y consiguiente asignación económica a algún personaje que consideraban más merecedor que el reconocido oficialmente. [Hubo varios premiados más con el «Nobel del Pueblo». Recuerdo uno entre los más destacados: el arzobispo brasileño de Recife, Dom Helder Câmara].

De manera excepcional, los organizadores del «Nobel del Pueblo» se mostrarontan de acuerdo con la asignación del Nobel de la Paz 1979 a la Madre Teresa de Calcuta que le dieron también el... contra-Nobel. De esta suerte, gracias a ella, los destinatarios del monto económico de uno y otro premio resultaron doblemente agraciados.

Para la Madre Teresa, el frigorífico era un lujo

Una prueba evidente de que la Madre Teresa no se había olvidado de los Pobres de Madrid fue que, desde Oslo, adonde había acudido para recoger el Nobel de la Paz el 8 de diciembre de 1979, nos mandó unas letras para anunciar que estaba a punto de llegar la hora para la fundación de la primera casa de las Misioneras de la Caridad en España.

Aquí, entre tanto, el pequeño grupo de voluntarios que nos habíamos propuesto preparar las cosas muy de acuerdo con el Arzobispado –sin mérito alguno: lo digo en primer lugar por mí mismo–, andábamos en busca de una casita que pudiese acoger a una mínima comunidad de Misioneras de la Caridad. Tanto, quienes conocían bien el espíritu de la Madre Teresa y de sus Hijas, nos habían encarecido crearles un ambiente sencillo y austero, que se nos pusieron las cosas paradójicamente difíciles. Sí, porque viviendas más o menos confortables y caras, en alquiler o para comprar, hubiéramos encontrado centenares. Pero en el arrabal pobre y chabolero no había nada disponible.

Sólo que Dios hace milagros. (¡Cuántos, más o menos visibles, se produjeron en el entorno inmediato y en la persona de la Madre Teresa!). Al fin surgió una casucha sencilla y humilde, para alquiler, en un entorno en el que, por desgracia que fue suerte, abundaban las familias necesitadas y sencillas. Se nos había advertido, no por la Madre Teresa directamente ni por sus Hermanas, sino por una persona muy próxima a una y a otras en el espíritu, que fuésemos también evangélicamente austeros en el mobiliario de la vivienda, si es que tal nombre merecía, salvo un cuidado algo mayor en la parte destinada a capilla.

Todo fue fruto de generosidad, que con gusto hubiera sido mayor por parte de quienes conocían el destino que se iba a dar a sus donativos. Sólo hubo algo un poco fuera de lo corriente: un frigorífico, obsequio de unos grandes almacenes que se deshicieron de él de buen grado porque se trataba de un modelo que se había quedado viejo y que ya habían sustituido por otros de más reciente fabricación y, por lo mismo, de más fácil comercialización.

Por cierto, cuando la Madre Teresa con cuatro Hermanas –todas jóvenes: dos de ellas indias, una latinoamericana y una inglesa– vinieron a fundar la casa pendiente desde hacía casi un lustro, hubo un detalle sobre el que, con suma delicadeza, la Madre Teresa se mostró en gentil desacuerdo: el frigorífico. No fue porque se tratase de un modelo casi en desuso, algo de lo que estoy archiconvencido de que no entendía mucho ni la preocupaba. Nos dijo –fui yo personalmente el destinatario de sus palabras muy amables– que el frigorífico era un lujo incompatible con la pobreza que profesan por voto las Misioneras de la Caridad. Por supuesto, nos lo agradeció y pidió que, en su nombre, lo agradeciésemos a quienes lo habían regalado. Y sugirió una solución que tenía cuenta de la bondad de los donantes: nos dijo que se pusiese en el comedor para Pobres que proyectaban montar las Hermanas una vez que hubiesen tomado tierra. [«Tomar tierra» no quería decir, como bien se echa de ver, que hubiesen llegado por avión. Llegaron de Roma, tras dos días de viaje en tren, cargadas con algunas cosas pesadas y corrientes que querían ofrecer a los Pobres de Madrid en nombre de los Pobres de Roma].

Amistad con la Reina Doña Sofía

Aquella segunda visita a España en junio de 1980, ya con las cuatro jóvenes para fundar, fue algo escasamente parecido a su primera visita de mayo de 1976. El eco aún reciente del Nobel de la Paz había conferido a la Madre Teresa una desbordante –para ella, nada cómoda– notoriedad, sin que en absoluto la hubiese cambiado. La sencillez de su primera visita era la misma, si no aún mayor, en la segunda. Lo que cambió fue el entusiasmo, revestido de veneración, por parte de la gente.

El entusiasmo, y también curiosidad, por parte de la gente alcanzaron tal punto de desbordamiento que, para moderarlo hasta límites de razonable inocuidad... física, un grupo de voluntarios tuvimos que acordonarnos para protegerla de tanto fervor, transformado en deseo de tocarla casi en demanda de milagroso contagio y hasta de besarla con devoción.

Las buenas gentes parecían querer dejarse contagiar por su bondad. La tocaban, la besaban, dando desahogo a una costumbre española, popular y espontánea, sobre todo por parte de las mujeres, de saludar con un beso en cada mejilla, como si se tratase de la Virgen del Pilar. O, puesto que estábamos en Madrid, de Nuestra Señora de la Almudena...

Cuando, después de tres días en los que trató de dejar bien afianzada la nueva fundación, tuvo que irse para cubrir otras urgencias –recuerdo que de Madrid iba a Skopje, vía Zurich, para fundar una casa en la ciudad donde ella misma había nacido el 26 de agosto de 1910–, le confió a una persona de su particular confianza (que no era otra sino mi esposa, Janet N. Playfoot), que no recordaba haber recibido nunca y en ninguna parte tantos besos como durante aquellos cuatro días en Madrid.

Me parece recordar que también la saludó con dos besos y con otros dos se despidió de ella Su Majestad la Reina de España, Doña Sofía. Fui circunstancial testigo del primer encuentro entre ambas, que fue el comienzo de una amistad cordial y duradera, entre la Reina de España y la Madre Teresa, de la que ninguna de las dos hizo nunca secreto. [¡Tampoco exhibición!].

Estaba la Fundadora de las Misioneras de la Caridad, el 24 de junio de 1980 –por cierto, fiesta onomástica del Rey Don Juan Carlos de Borbón–, ocupada en una especie de rueda de prensa con la que quiso satisfacer por igual, y en un acto único, a todos los periodistas y reporteros que habían solicitado poderla entrevistar en su calidad de más reciente galardonada con el Premio Nobel de la Paz. Hacia el final del acto común, llegó una llamada telefónica del Palacio Real, que una particular contingencia –fue deseo de quien entonces era la mano derecha del arzobispo Tarancón, el jesuita padre José Mª Martín Patino– determinó que la tuviese que atender quien escribe. Pedían a la Madre Teresa si podía demorarse una aproximada veintena de minutos, porque la Reina Doña Sofía deseaba saludarla.

Apenas se lo referí al oído, lo hizo posible el vicario general de Tarancón, que estaba moderando el encuentro de la Madre Teresa con los representantes de la prensa. El padre Martín Patino les dijo que ya se había agotado el tiempo a disposición. Y que, ¡muchas gracias!, también en nombre de la Madre Teresa, la cual tenía que atender a otros compromisos.

A los pocos minutos de marcharse los periodistas, llegó Su Majestad la Reina, si no recuerdo mal en compañía del Jefe de la Casa Real, general Sabino Fernández Campo. El encuentro de la Reina con la Madre Teresa fue respetuosamente efusivo. Enseguida celebraron una reunión a solas de más o menos media hora, que debía ser el tiempo de que disponía la Reina de España y al que se adaptó la Madre Teresa. Todo lo que se dijeron fue secreto entre dos personas muy respetuosas y discretas. Sólo hubo algo que la Madre Teresa se dejó escapar, cuando al final de la mañana la trasladábamos en un automóvil muy sencillo, de ésos que en castellano se llaman «utilitarios», un modesto Seat 600, a la recién estrenada residencia de las Misioneras de la Caridad en los arrabales de la capital. Nos habló de la sencillez que había admirado en Su Majestad la Reina Doña Sofía y de la confidencia que le había hecho de que, de no haber estado ocupado con la recepción oficial de su onomástica, también a Su Majestad el Rey le hubiera agradado mucho poderla saludar en persona. Que le había dado el encargo de hacerlo por él.

La Reina, presente en su funeral (no en la beatificación)

Si el primer encuentro entre Doña Sofía y la Madre Teresa fue cordial, la despedida entre ambas fue aún más respetuosamente efusiva. Pero hubo evidencias de que aquél fue sólo el comienzo de una estrecha amistad recíproca. Y el primero de numerosos encuentros personales y de contactos telefónicos, compatibles con el máximo respeto y aprecio por las misiones de cada una. También de compartición discreta y concreta, por parte de Su Majestad la Reina Doña Sofía, de la misión que desempeñó la Madre Teresa y que siguen desempeñando, con fidelidad y generosa entrega, sus Hijas, las Misioneras de la Caridad.

No pasa de ser una obviedad, aparentemente superflua, recordar que España es una Monarquía parlamentaria, de la que se aclara que «los Reyes reinan pero no gobiernan». Eso hizo que Doña Sofía pudiese asistir, como otras reinas y primeras damas (Fabiola, de Bélgica; Noor, de Jordania; Hillary Clinton, de Estados Unidos; Bernadette Chirac, de Francia...) al funeral de la Madre Teresa el 13 de septiembre de 1997. No pudo en cambio, por razón de «un viaje de Estado» en compañía de Su Majestad el Rey de España, estar presente en otra ocasión importante relacionada con la memoria de la Madre Teresa. Ocurrió cuando, el 19 de octubre de 2003, la Madre Fundadora de las Misioneras de la Caridad fue proclamada beata por el papa Juan Pablo II en un acto muy concurrido.

Nos pidió que «cuidásemos» de sus Hijas

Entre mil detalles que nos sorprendieron en la Madre Teresa hubo uno que nos llamó la atención y nos edificó de manera especial cuando, tras ser galardonada con el Nobel de la Paz, vino a establecer la primera fundación de Misioneras de la Caridad en España. Después de dos días y medio de convivencia con las cuatro Hermanas que puso al frente de la nueva fundación –lo dicho: una modestísima casita en alquiler–, las Hermanas y algunos colaboradores voluntarios acompañamos a la Madre Fundadora al aeropuerto de Barajas, donde tomaría un vuelo para dirigirse, vía Zurich, a la entonces capital de Yugoslavia, Zagreb, con la intención de fundar una casa, también la primera, en Skopje, donde ella había nacido. También esta fundación había sido precedida por una invitación del obispo diocesano. Tras hablar y despedirse con cariño materno de las cuatro Hermanas, a punto de despedirse también de nosotros, nos dijo, en tono de ruego confidencial, a dos colaboradores entre los entonces más próximos a la fundación recién inaugurada: «¡Por favor, les suplico de corazón que cuiden mucho a las Hermanas!». Convencidos de haberla interpretado correctamente, le contestamos: «No se preocupe, Madre. No les dejaremos faltar nada».

Nos habíamos equivocado, acaso por nuestra dificultad en captar los matices del inglés en que ella se expresaba. [Le oí a una joven novicia irlandesa, en Roma, que el inglés de la Madre Teresa no era precisamente el de Oxford. Claro que más elemental era el nuestro. La verdad es que, en lo esencial, se le entendía bien. De ello oí dar testimonio a personas que, sin que supieran inglés, tuvieron más de una conversación con la Madre Teresa. Una especie de pentecostal milagro de las lenguas].

Con voz amable, casi de súplica, sin que mínimamente sonara a reproche, la Madre Teresa nos lo hizo comprender. Nos dijo en tono muy convincente: «Ayuden a las Hermanas a observar la pobreza». Era casi lo contrario de lo que habíamos interpretado...

La Iglesia reconoció un milagro atribuido a la intercesión de la Madre Teresa de Calcuta

Los centenares de miles de personas que acompañaron de presencia el cadáver de la Madre Teresa en su funeral por las calles de Calcuta, y los millones que lo seguimos por televisión desde todo el mundo, éramos conscientes de rendir homenaje de veneración a una santa. Lo era incluso el inmenso porcentaje, posiblemente mayoritario, de los que no eran católicos ni acaso cristianos.

Los católicos acatamos, de mejor o peor gana, la disciplina de plazos por parte de la Iglesia. En realidad, no se nos hizo esperar mucho tiempo. De hecho, para declarar beata a la Madre Teresa se reconoció, hasta cierto punto, su excepcionalidad en materia de práctica heroica de las virtudes cristianas. Para los demás candidatos a la gloria de los altares los plazos son más largos. Para ella se aceptó uno inferior a los cinco años de rigor, que en muchos casos venía siendo cosa de décadas.

No obstante, si para los demás se exigen milagros como prueba, también se exigieron para la Madre Teresa. Los hubo. Por lo menos, uno muy evidente. En beneficio de una mujer humanamente desahuciada que ni siquiera había conocido a la Madre Teresa. Una mujer de religión animista, que no tiene mucho que ver, desde el punto de vista de la «exterioridad», con la religión católica profesada –¡con cuánta intensidad y convicción!– por la Madre Teresa de Calcuta.

La ortodoxia católica enseña que los milagros sólo los puede hacer Dios. Los santos, o candidatos a ser reconocidos como tales, intervienen si acaso como meros intercesores. Pues bien: Dios hizo el milagro de curar a Monika Besra, desahuciada por los profesionales de la medicina, por intercesión de la Madre Teresa, a la que Monika ni había conocido ni le había rezado.

Se la recomendaron, con sus oraciones y con la aplicación de una reliquia suya, dos Misioneras de la Caridad, hermanas Bartholomea y Ann Sevika, que desarrollaban su obra de caridad en un hogar para moribundos al que había ido a parar la pobre Monika Besra: una madre de familia con cinco hijos de cortas edades, con una serie de males para los que no se daba con remedio. Merece destacarse la coincidencia y fecha tanto de la invocación a la Madre Fundadora por sus hijas Bartholomea y Sevika como la aplicación al cuerpo desahuciado de la enferma de una reliquia de la Madre Teresa: ocurrió el 5 de septiembre de 1998, es decir, el día en que se cumplía el primer aniversario de su muerte.

Coherencia religiosa de la Madre Teresa

Con su intervención milagrosa en favor de la señora Besra, la Madre Teresa no se salió de su... coherencia. De la misma suerte que para ofrecer su ayuda a los Pobres, nunca en su vida les había exigido documentación previa de fe religiosa, de que fueran católicos como ella, ni siquiera de que practicasen religión alguna, viendo en todos los Pobres a Cristo, de cualquier religión que fuesen o de ninguna, tampoco dejó fuera de su intercesión a la animista tribal Monika Besra.

Más de una vez en su vida había confesado la Madre Teresa que, por mucho que le hubiera agradado que todos los seres humanos compartiesen la gracia de su fe, aceptaba que los planes de Dios fuesen otros. Aceptaba que en el mundo hubiese católicos, pero también que hubiese baptistas, y metodistas, y anglicanos, y budistas, y presbiterianos, y calvinistas, e islamistas, etc. Por eso, absteniéndose de cualquier proselitismo que no fuera, si acaso, el derivado, de manera implícita, de la fidelidad y alegría íntima de su testimonio, aseguraba rezar para que los cristianos fuesen mejores cristianos, y para que islamistas, y baptistas, y calvinistas, y presbiterianos, y budistas, y anglicanos, y metodistas, etc., fuesen mejores metodistas, y anglicanos, y budistas, y presbiterianos, y baptistas, etc.

Sin embargo, vale la pena subrayar que si hasta que se vio milagrosamente curada Monika Besra no había tenido noticia más o menos aproximada sobre quién había sido la Madre Teresa, a partir del milagro sí que la tuvo y tiene. De hecho, unos días después de haber sido objeto de tal milagrosa curación, confesó: «El milagro del que he sido beneficiaria el 5 de septiembre de 1998 no ha sido lo único. Me doy cuenta, día tras día, de que mi familia está bajo la protección de la Madre Teresa. Me veo rodeada de una gran alegría. Personalmente, siento un inmenso agrado en ayudar a los demás. Hay quienes me piden que rece por ellos, por la salud de algún pariente o amigo suyo, por la serenidad de familias que están atravesando momentos de crisis. Por mi parte los recomiendo a la Virgen y a la Madre Teresa. A menudo me comunican que sus dificultades llevan camino de resolverse».

Auténtica fama de santidad

Sirvió el milagro atribuido a la intercesión de la Madre Teresa para que Juan Pablo II, que la había conocido y estimado y tratado mucho, adoptase la determinación de declararla beata en un plazo que, desde hace siglos, constituyó un récord. Lo hizo a los siete años de su muerte, mientras para los demás se han venido esperando décadas. Tanto tiempo se espera a veces, que, para cuando el candidato obtiene el reconocimiento como beato –y aún más el siguiente y más importante como santo–, ya no quedan supervivientes que lo hubieran conocido personalmente.

Claro que hubo una razón de peso para que Juan Pablo II permitiese tal celeridad en el proceso de la Madre Teresa que, en realidad, aún pudo y estuvo a punto de ser mayor. Es que si –a saber por qué– parece darse una gran importancia probatoria de valor jurídico-canónico al milagro, hay otro argumento previo de mayor peso. Un argumento de mayor consideración, siquiera en sentido previo, que el milagro: la fama auténtica de santidad del candidato. Esa convicción, cuanto más generalizada y tranquila y no influenciada desde fuera mejor, de que tal persona –en nuestro caso, la conocida y universalmente admirada y querida en vida y después de muerta Madre Teresa de Calcuta– era de verdad una santa.

Si tuvieron la suerte de conocerla personalmente, o si, en el caso de que así no hubiera sido, han oído hablar de ella a personas que la hayan conocido y que se muestren serenas en sus juicios, los lectores de estas páginas compartirán sin dificultad la convicción de la tranquila fama de santidad de la Madre Teresa.

El buen sentido de la buena gente es tan creíble que hubo tiempos que duraron siglos –los primeros doce del cristianismo– en que fueron reconocidos como santos los considerados como tales por los testigos inmediatos y beneficiarios de sus ejemplares virtudes.

Merece tal aprecio el juicio unánime, genuino y sereno de las buenas gentes que se acuñó para él una definición axiomática que aún se conserva en la solemnidad de la lengua latina: Vox populi, vox Dei. La voz del pueblo (genuinamente cristiano, y recto y convencido) es voz de Dios.

El que era reconocido santo por la voz unánime y no influenciada del pueblo cristiano, se consideraba acreedor de culto de veneración. Ocurría en el ámbito reducido y cercano de una circunscripción más o menos correspondiente a lo que es, en la Iglesia actual, una diócesis. Si, pasado el tiempo, tal fama de santidad acreedora de veneración se mantenía firme y convencida, el santo o santa pasaba a ser considerado como tal por el resto de la Iglesia.

En la Iglesia actual, desde que –dicho sea con claridad: también para frenar algunos abusos que sobrevinieron– la beatificación y canonización pasó a ser derecho exclusivo de la jerarquía, se procede en dos etapas. La primera es la de la beatificación, que tiene un alcance local. Los beatos son reconocidos como tales y son objeto de veneración, primero con carácter local, o por parte de las instituciones religiosas de las que hubieran formado parte en vida. Por eso, la beata Teresa de Calcuta, de momento recibe culto público en las casas de la congregación por ella fundadas. Cuando sea proclamada santa, pasará a recibir culto por parte de la Iglesia universal.

Así lo exige la disciplina de la Iglesia católica. Y así, como buenos católicos, lo aceptamos disciplinadamente. Pero eso no nos impide, a todos los convencidos de su santidad, rendirle veneración íntima en nuestro foro interno.

Repítese una vez más: la fama de santidad de la Madre Teresa era grande ya en vida. Lo cual no es de extrañar. A beatos y santos, aunque se les reconozca canónicamente como tales sólo después de muertos, no ocurre sino porque, muy por lo general, ya han dado muestras de serlo mientras vivían. Era tal la evidencia de las virtudes de la Madre Teresa, su amor a Dios y a los hombres, empezando por los Pobres con los que se identificó Cristo, que un semanario entre los más importantes –Time–, que no es que se dedique expresamente a resaltar las virtudes de los humildes, cuando en Navidad de 1976 se ocupó de la Madre Teresa en un reportaje inolvidable, lo encabezó con un título tan acertado como insólito. La definió como Living Saint: una santa viviente.

En realidad, no fue la única publicación altamente difundida y prestigiosa que hizo algo parecido. Sí fue, entre las más importantes y ni siquiera expresamente religiosas, la primera en haberlo hecho. Por eso aún se lo recuerda aquí.

La Madre Teresa de Calcuta ya era reconocida como santa entonces, en que aún tenía 65 años de edad. Lo siguió siendo –en ello coincidimos cuantos la conocimos y tratamos de cerca– hasta el momento de su santa muerte, a los 87 años de edad. En la fecha de la que se está cumpliendo, si es que no se ha cumplido ya, una década: 5 de septiembre de 1997.

Beata. ¿Cuándo santa?

Reconocida como beata, se le tributa, de momento, un culto limitado. Uno ha venido siendo testigo presencial, desde la muerte de la Madre Teresa, de la Misa celebrada cada año en la fecha aniversaria en una determinada casa –y evidentemente, en todas las demás de la congregación– de las Misioneras de la Caridad: la de Madrid (Paseo de la Ermita del Santo, 46). A tenor de la liturgia, en los primeros años, fue una Misa de difuntos, intercediendo por su alma. Desde que se produjo la beatificación, la liturgia celebrativa ha cambiado, para invocar su intercesión. En alguna ocasión, el celebrante ha sido un obispo. En la mayoría de los casos, el capellán de las Hermanas. La asistencia ha sido siempre numerosa. Siempre compuesta sobre todo por colaboradores voluntarios de la obra de las Misioneras de la Caridad, así como vecinos de la zona, que suelen asistir a la Misa dominical en su capilla abierta al público. En la capilla hay algún cuadro o fotografía de la beata Teresa de Calcuta en actitud orante o con un niño abandonado en sus brazos.

Fuera de tal fecha, en la Misa de los domingos, tras algunas oraciones que ya se rezaban cuando vivía la Madre Teresa, porque ella misma las sugirió (una compuesta por el Cardenal John Henry Newman que empieza con las palabras «Oh Jesús, ayúdame a esparcir tu fragancia por dondequiera que vaya...», la de san Francisco de Asís –«Haz de mí, Señor, un instrumento de tu paz»–, la de san Ignacio de Loyola –«Alma de Cristo, santifícame, Cuerpo de Cristo, sálvame»–,una muy breve compuesta de Pablo VI –«Haznos dignos, Señor, de servir a nuestros hermanos que viven y mueren en hambre y pobreza. Dales hoy, por nuestras manos, el pan de cada día y, por nuestra caridad, la paz y la alegría»–,una invocación al Corazón Inmaculado de María por las Misioneras de la Caridad), se termina con una invocación muy sencilla: «Beata Teresa de Calcuta, intercede por nosotros».