La gracia - Felicísimo Martínez Díez - E-Book

La gracia E-Book

Felicísimo Martínez Díez

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Beschreibung

La predicación eclesial ha omitido con demasiada frecuencia el maravilloso anuncio de La gracia. Y ha puesto más énfasis en el deber y la obligación que tiene la persona de luchar para merecer el don de la salvación. Esto ha dado lugar entre los fieles a un predominio de la moral sobre la mística, del deber sobre la gratuidad, de la militancia sobre el gozo de los dones. El autor nos recuerda con estas páginas que la madurez de la vida cristiana consiste precisamente en armonizar oportunamente el don y la responsabilidad, La gracia y el compromiso, la obra de Dios y la humilde y responsable labor del ser humano. Porque La gracia –nos dice– es esa relación de amor y benevolencia con la que Dios gratuitamente se dirige al ser humano. Abrirse a La gracia, pues, significa abrirse a la acción de Dios, poner en práctica una renuncia a la autonomía y la autosuficiencia que es totalmente contraria a la naturaleza humana. Por eso solo el Espíritu puede realizar en nosotros el anonadamiento, la humildad radical que nos permite adentrarnos en la experiencia de la gratuidad.

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Introducción

Liberadores y carismáticos, carismáticos y liberadores. Estos dos términos probablemente marquen los dos extremos de la vivencia cristiana. Los carismáticos dan prioridad a la gracia, a la experiencia de gratuidad. Es para ellos el corazón de la experiencia cristiana. Los liberadores dan prioridad al compromiso liberador. Lo consideran la auténtica verificación de la vida cristiana. Ni aquellos niegan la importancia de la liberación, ni estos niegan la importancia de la gracia. Pero ciertamente son dos orientaciones notablemente distintas de la vida cristiana.

La confrontación entre ambas orientaciones de la vida cristiana ha tenido lugar desde los orígenes cristianos. Basta con recordar las posturas de Pablo y de Santiago. En el fondo el gran desafío de la vida cristiana consiste en armonizar la gracia y la libertad, la gratuidad y el compromiso, el don gratuito y la responsabilidad histórica. La confrontación entre la gratuidad y el compromiso cobró especial intensidad en la Iglesia a partir del Concilio Vaticano II.

La confrontación se hizo presente en la teología y en la moral. Varios movimientos teológicos posconciliares apostaron por el compromiso liberador. La teología de las realidades terrenas, las teologías políticas y las teologías de la liberación urgieron a amplios sectores de cristianos a comprometerse con la liberación en nombre de la fe cristiana. Por su parte, algunos grupos de cristianos colocaron en el centro de la vida cristiana la acción del Espíritu Santo, la acción de la gracia, la experiencia de absoluta gratuidad. Unos teólogos se empeñaban en colocar el compromiso como medida de la vida evangélica. Otros consideraban que solo la gratuidad o la gracia es la clave de bóveda de la auténtica vida cristiana.

La confrontación no fue menor en el ámbito de la liturgia y de la espiritualidad. En las décadas posconciliares era grande y muy visible la diferencia entre las celebraciones de las comunidades eclesiales de base y las asambleas de la renovación carismática. En las celebraciones de las comunidades de base se celebraba sobre todo la militancia, la vida ordinaria con todos sus dramas, sus luchas, sus éxitos y sus fracasos. A veces aparecían los sentimientos de indignación ante la injusticia y ante los numerosos atentados contra la dignidad y la justicia. Evocaban con frecuencia a Jesús como el Siervo de Yahvé. En las asambleas carismáticas resaltaba sobre todo la acción de gracias y la alabanza. Eran celebraciones festivas en las que se proclamaba con toda la fuerza: Jesús es el Señor. Aquellas pretendían llevar a la celebración todas las luchas destinadas a conseguir un mundo más justo y más humano. Estas pretendían celebrar la obra que Dios gratuitamente realiza en las personas y en la sociedad por obra y gracia del Espíritu Santo.

Liberadores y carismáticos, carismáticos y liberadores están en lo cierto, pero quizá solo parcialmente. Para dar con la clave de la vida cristiana no es buen camino confrontar u oponer el compromiso y la gracia, la acción del Espíritu Santo y el ejercicio responsable de la libertad humana. La madurez de la vida cristiana consiste precisamente en armonizar oportunamente el don y la responsabilidad, la gracia y el compromiso, la obra de Dios y la humilde y responsable labor del ser humano.

He vivido varios años en comunidad con un hermano absolutamente convencido e identificado con la renovación carismática. La incorporación a las comunidades de la renovación carismática supuso para él una auténtica conversión, un vuelco total en su vida espiritual. Así lo reconoce agradecido. El paso del tiempo no ha mermado su entusiasmo. Más bien, lo ha intensificado. Ha vivido intensamente durante décadas su compromiso total con la renovación carismática. Afirma con plena seguridad que la renovación carismática le ha confirmado en su vocación dominicana y presbiteral. Él ha procurado poner fundamentos teológicos a la espiritualidad de la renovación. Se ha convertido en un líder destacado del movimiento.

Agradezco muchas de sus reflexiones y sus testimonios sobre la gratuidad, sobre la acción del Espíritu Santo, sobre la centralidad de la gracia en la vida cristiana. Agradezco, sobre todo, sus testimonios de vida: su vivencia convencida de la gratuidad, su celo en la predicación, su confianza absoluta en la obra gratuita del Espíritu en su vida y en su ministerio como predicador. Transmite con pasión la teología de la gracia. Promueve con fervor una espiritualidad de la gratuidad. Confía al Espíritu el don o la responsabilidad de inspirar sus palabras y decisiones y de animar sus acciones. Evoca, remueve y activa rasgos de la espiritualidad cristiana olvidados o adormecidos en muchos sectores de la Iglesia y de la vida religiosa. Este ha sido un aporte muy importante de la renovación carismática a la Iglesia universal. Por eso, cuando el papa Francisco hace cualquier referencia positiva y laudatoria a la gratuidad, el hermano en cuestión se entusiasma y se ve confirmado en lo que él ha predicado desde que se incorporó a la comunidad carismática de Maranatha, una de las más clásicas y significativas de la renovación carismática en Madrid.

Desde su experiencia de la gratuidad reparte a diestra y siniestra juicios calificando de pelagiana o semipelagiana a cualquier persona que humildemente procura esforzarse por colaborar con el Espíritu Santo para una vida un poco más evangélica. Tiene a flor de labios el calificativo de «pelagiano» o «semipelagiano». Aplica estos calificativos –que en lenguaje eclesial suenan a herejía– a cualquier persona que disienta de su teología de la gratuidad, o que sencillamente tenga una versión de la gratuidad ligeramente distinta de la suya. Estoy seguro de que si algún día llega a leer estas meditaciones sobre la gracia las calificará de pelagianas o semipelagianas. Me he preguntado varias veces cómo se sentiría él si se viera calificado de luterano o jansenista.

Más de una vez le he escuchado calificar de pelagianos o semipelagianos a todos los miembros de la Orden dominicana que se han esforzado y siguen esforzándose por cumplir fielmente con las observancias regulares, a cualquier dominico que pone empeño en ser virtuoso y eliminar el pecado de su vida, a cualquier religioso que se esfuerza por mantenerse fiel a los votos y a la profesión... Las palabras «esfuerzo» y «empeño» le rechinan, pues las considera una negación de la gratuidad. No es que el hermano carismático sea un defensor irresponsable de la vida disoluta de cristianos y religiosos. Procura expresarse respetuosamente sobre la vida de estas personas. Pero sí es cierto que arroja fuertes sospechas sobre el más mínimo esfuerzo por conseguir la virtud, por erradicar el vicio, por mantenerse fieles a las promesas bautismales o a la profesión religiosa. Porque su experiencia de la gratuidad le aconseja encomendar todo a la gracia, a la acción del Espíritu.

Cualquier esfuerzo para conseguir el don de la fidelidad y la gracia de la perseverancia lo considera de inmediato como un atentado contra la gracia. Para él todo esfuerzo ascético y moral es sospechoso de traición a la gracia, de ignorar y bloquear la acción del Espíritu... Solo lo acepta cuando es vivido en la clave del don, no en términos de virtud. El término «virtud» le rechina casi tanto como los términos «esfuerzo», «empeño», «compromiso». El nivel de la virtud coloca al creyente fuera de la genuina experiencia cristiana, fuera de la experiencia de gratuidad. Pone en cuestión la salvación gratuita recibida en Cristo Jesús. Todo ejercicio ascético, todo gesto de renuncia, todo esfuerzo para practicar la pobreza evangélica o la castidad profesada, todo intento de cumplir fielmente con las observancias regulares en las comunidades clásicas tiene para él un cierto tufo a pelagianismo... ¿No habrá aquí una versión teológica demasiado parcial y radical de la gratuidad? ¿No caben todos estos ejercicios del cristiano en la clave del don? ¿Solo los que han recibido el bautismo en el Espíritu se mueven en la clave del don?

Que yo sepa, nadie le calificó de luterano, jansenista o quietista, porque la mayor parte de las personas y de los dominicos son personas de espíritu amplio, abiertas a la pluralidad, capaces de aceptar y convivir en la diferencia o con los diferentes, respetuosas con las distintas maneras de concebir la vida cristiana e incluso con las distintas maneras de interpretar la gratuidad. La mayor parte de los cristianos y de los religiosos no llevan a esos extremos la tensión y el conflicto entre la gracia y la libertad humana. Más bien buscan humilde y responsablemente la vía de la armonización. Prefieren aceptar con humildad ese enorme misterio que significa la conjunción de gracia divina y libertad humana, ese admirable misterio que consiste en que el Dios omnipotente y la débil creatura trabajen juntos para llevar esta creación a la perfección, para conseguir siempre un mundo mejor y más humano. «Y están de cuerpo entero los dos así creando, los dos así velando por las cosas». Estas actitudes tan respetuosas con las diferencias son propias de personas que no van por la vida repartiendo calificativos heréticos o descalificaciones de los demás. A nivel humano el respeto es ya un buen ejercicio de gratuidad. Y quizá sea también una forma inicial de ejercitarse en la verdadera gratuidad cristiana.

Como se puede advertir ya, el problema de fondo en todos estos juicios, prejuicios y contra-juicios es el problema de la gracia y los méritos, el problema de la fe y las obras, el problema de la armonía entre el don gratuito y la libertad humana, el problema de la armonización entre la gratuidad y la responsabilidad. Es el problema de fondo de la vida cristiana.

También he vivido algunos años en comunidad con un joven de talante muy distinto. No pertenece a la renovación carismática; se identifica más con los grupos restauracionistas que abundan hoy en la Iglesia. Comparte con algunos sectores de la juventud cierta tendencia reformadora y restauradora, bastante ajena a la teología y espiritualidad de la liberación. Siente nostalgia de la espiritualidad y, sobre todo, de la disciplina que prevaleció en la Iglesia antes del Concilio Vaticano II. Abunda hoy en ciertos sectores del clero joven esta tendencia. Se opone radicalmente a cualquier innovación, a cualquier cambio que no consista en recuperar antiguos elementos de la tradición doctrinal, litúrgica y disciplinar de la Iglesia. Estos grupos sospechan de todos los movimientos liberadores y menosprecian cualquier intento de encarnar la vida cristiana en estructuras y mediaciones seculares. Lo consideran una traición al Evangelio.

Este joven sabía de mi estancia en América Latina durante varios años. Efectivamente, yo viví en Iberoamérica durante las décadas en las que la teología, la pastoral y la espiritualidad de la liberación estuvieron en pleno auge. Lógicamente este joven suponía que yo era afecto a la Teología de la liberación y que había sido influenciado por este movimiento teológico, pastoral y espiritual. Por eso constantemente me preguntaba: «¿Eres tú de la Teología de la liberación?». El tono de la pregunta siempre iba acompañado de una cierta sospecha e incluso de un cierto tono de denuncia. Nunca contestaré a esta pregunta de forma tajante y simplista, sin hacer algunas aclaraciones. Agradezco, en todo caso, la pregunta de aquel joven que siempre tenía algo de interpelación. La agradezco porque todas las interpelaciones nos hacen algún bien.

Ciertamente, viví y trabajé pastoralmente en América Latina en las décadas de 1970 y 1980, en los años de mayor pujanza de la teología y la pastoral de la liberación. Agradezco mucho aquellos años. Considero que aquella fase de mi vida supuso aportes muy positivos para mi reflexión teológica, para mi trabajo pastoral, para mi espiritualidad personal. Nunca agradeceré suficientemente lo que aprendí y recibí de la teología y la pastoral de la liberación. Fue como poner el cable de tierra a la mística evangélica, a la espiritualidad cristiana.

Me descubrió una nueva forma de leer la Biblia a la luz de la fe y de los signos de los tiempos. Me obligó a pensar la historia de la salvación desde la perspectiva de los pobres y de las víctimas. Me permitió entender por qué la justicia y los derechos humanos no son un asunto meramente secular, sino parte esencial del compromiso cristiano, condición imprescindible de la evangelización. Me permitió adentrarme un poco más en el enorme misterio de la encarnación o la humanización de Dios. Me ayudó a profundizar en la hondura del pecado y sus consecuencias históricas, entre ellas la muerte de Jesús en la Cruz y la de tantos crucificados. Y me obligó a repensar y poner cuerpo a la idea de la libertad cristiana. Es grande la deuda personal que tengo con aquellos años vividos en contacto con el espíritu de Medellín. Por eso, a la vez que agradecía la interpelación de aquel joven, también me resultaba un tanto molesta debido a la sospecha que ocultaba.

En el trasfondo de aquella pregunta siempre había algo de sospecha e incluso de reproche y acusación. El joven no pertenecía a la renovación carismática, pero su interpelación se acercaba mucho a los calificativos de pelagianismo o semipelagianismo. Ciertamente, en su interpelación latían otras preocupaciones más restauracionistas. Él atribuía a los partidarios de la liberación una libertad que no pueden soportar los restauradores, porque consideran que esa libertad se salta todas las líneas rojas de la ortodoxia doctrinal y de la ortopraxis moral, ritual y disciplinar. Los restauradores consideran que los teólogos y pastoralistas de la liberación están fuera de la ortodoxia eclesial, fuera de la auténtica experiencia cristiana; que están atrapados por un secularismo radical; que tienen más de militantes políticos que de fieles cristianos; que están más cercanos a la doctrina marxista que al Evangelio de Jesucristo. Algunos restauradores consideran a los liberadores responsables de todos los males de la Iglesia y de la sociedad. Estos son juicios demasiado parciales y demasiado injustos. Dan a entender que los partidarios de la liberación son ajenos a la gracia, que solo creen en las obras, en el compromiso, en la militancia.

De nuevo se puede advertir ya que el problema de fondo en todos estos interrogantes y en todas estas sospechas es el problema de la gracia y los méritos, el problema de la fe y las obras, el problema de la armonía entre el don y la responsabilidad.

Siempre he procurado eludir la estéril dialéctica de este debate. Muy probablemente ni los juicios ni los contra-juicios de una y otra parte recogen la verdad que hay en los corazones y en las actuaciones de las personas. Solo Dios ve el corazón y descubre el fondo de las motivaciones en carismáticos y liberadores. El fondo del corazón y las motivaciones son elementos decisivos en la actuación humana. Por eso pueden resultar banales y frívolos juicios como los hasta aquí señalados: pelagianos, semipelagianos, luteranos, jansenistas, seculares...

A veces esos juicios solo son el reflejo de posturas radicales e incluso fundamentalistas. Ante estas posturas es preferible guardar silencio, porque no dejan espacio al diálogo y menos aún a las preguntas molestas. Las pocas veces que he intentado responder con razones teológicas y convicciones evangélicas se me ha desautorizado tachando mis argumentos de «meras contaminaciones ideológicas». Es la forma de ataque y defensa utilizada con mucha frecuencia por quienes se consideran propietarios del Espíritu o poseedores de la verdad absoluta.

El único argumento que manejo en mis meditaciones y soliloquios para armonizar naturaleza y gracia, fe y obras, gratuidad y militancia, renovación carismática y Teología de la liberación, es aquel sabio texto del evangelio de Lucas. Al final de la jornada se recuerda a los jornaleros: «Cuando hayáis hecho todo lo que os fue mandado, decid: Siervos inútiles somos; hemos hecho lo que debíamos hacer» (Lc 17,10). Porque me parece que el texto armoniza o combina perfectamente la gratuidad y el compromiso, la responsabilidad y la gracia. Este es el ideal de la vida cristiana: Mantenerse fieles en el servicio a Dios y al prójimo; ver en ello un puro don y vivirlo como pura gratuidad; no presentarlo ante Dios como méritos o derechos adquiridos.

En todo este asunto están en juego las preguntas centrales sobre la vida cristiana: ¿En qué consiste la vida cristiana? ¿Qué es ser cristiano? ¿Quién es verdaderamente cristiano? Estas preguntas invitan a teólogos, moralistas, maestros espirituales y a todo cristiano a ordenar y recomponer el retablo de la fe cristiana. Porque en el retablo de la piedad cristiana se han perdido piezas esenciales o se han descolocado las que han sobrevivido. En algunos retablos apenas aparece Jesucristo. En otros se han colado piezas sobrantes. En algunos aparecen demasiados ángeles y demonios. O se han descolocado las piezas del credo. En algunos retablos ángeles y dragones están en el centro mientras la Trinidad anda por los aleros. Por eso una buena parte de la literatura cristiana se dedica hoy a buscar y exponer el corazón, el núcleo, la esencia de la vida cristiana.

Esas preguntas sobre la esencia de la vida cristiana son mucho más importantes que estas otras: ¿Quién es pelagiano o semipelagiano? ¿Quién es luterano o jansenista? ¿Quién es molinista o bañeciano o suareciano...? ¿Quién es de la renovación carismática o quién es de la Teología de la liberación?

Bueno sería que dejáramos de etiquetarnos tan fácil y alegremente, aunque creamos hacerlo en nombre del Evangelio. Etiquetar a las personas es entrometerse en el juicio que solo a Dios pertenece. Además, es poner palos a las ruedas de la convivencia humana y cristiana. Es sembrar prejuicios a diestra y siniestra. Bueno sería que dejáramos estos apelativos, que no fuéramos tan fáciles en el juicio a los hermanos, que centráramos la atención en lo esencial, en lo único necesario: ¿En qué consiste la vida cristiana? ¿En qué consiste ser verdaderamente discípulos o seguidores de Jesús?

Estas preguntas sobre el núcleo o la esencia de la vida cristiana nos llevan directamente a la cuestión sobre la gracia. Este es el asunto central de la espiritualidad cristiana y, por consiguiente, el asunto central de la vida cristiana. El asunto de la gracia no ha brotado de los debates entre carismáticos y liberadores. Estaba ya presente desde siempre en la espiritualidad cristiana. Tuvo constantes reverberaciones en la piedad popular. Esta ha sido afirmación de fondo en la piedad popular: la salvación es un don de Dios. Por consiguiente, nunca el pueblo cristiano ha dejado de pedir y agradecer el don de la salvación. Pero la catequesis popular y la predicación se han callado con demasiada frecuencia el anuncio de la gracia. Han puesto más énfasis en el deber y la obligación de luchar para merecer el don de la salvación. Esto ha dado lugar en la religiosidad popular a un predominio de la moral sobre la mística, del deber sobre la gratuidad, de la militancia sobre la gracia.

Dios tiene que estar sobrecogido por los ingentes esfuerzos que esos cristianos, hombres y mujeres de una fe sencilla y de una fidelidad a toda prueba, han hecho para conseguir la salvación y evitar la condenación. La mayoría sabía teóricamente que la salvación es un don gratuito. Pero su conciencia no les permitía un momento de relajación moral. Merecen toda la admiración aquellos esfuerzos de buena voluntad por agradar a Dios. De hecho, en el campo de la piedad popular brotaron enormes frutos de santidad. En los últimos momentos de su grave enfermedad, escuché la última confesión de una piadosa mujer de pueblo en la fiesta de la Epifanía. Falleció a los pocos días. Jamás se me borrará de la memoria. ¡Qué lucidez para evaluar su vida! ¡Qué delicadeza de conciencia! ¡Y qué confianza tan absoluta en la misericordia de Dios!

Dios tiene que estar muy triste por esas catequesis y predicaciones que han silenciado el carácter gratuito de la salvación y del perdón. ¿Cómo es posible que se insistiera mucho más en el poder del pecado que en el poder de la misericordia divina? Para aquellos catequistas y predicadores, ¿qué significaba la redención que ha tenido lugar en la vida, pasión, muerte y resurrección de Cristo? ¿Ha sido inútil la sangre de Cristo sobre la tierra? Nadie debe poner en duda su celo pastoral y sus buenas intenciones. Pero hicieron un mal favor a los oyentes. Dios tiene que estar muy dolido por todo el cúmulo de escrúpulos y de sufrimiento moral a que han dado lugar esa catequesis y esa predicación.

En todo este entramado de la piedad popular, en todas estas cuestiones sobre el núcleo y la esencia de la vida cristiana está en juego el asunto de la gracia. Pero este asunto de la gracia hoy ha perdido actualidad incluso en los cristianos. La palabra «gracia» se ha desgastado en la teología y en la espiritualidad cristiana. Su significado se ha desgastado o diluido de tal forma que ya apenas sabemos exactamente qué significa. El término «gracia» se ha llenado de malentendidos y ya apenas sirve para definir el núcleo, el cogollo de la espiritualidad cristiana y de la vida cristiana. Hablar hoy sobre la gracia puede provocar como única reacción la indiferencia y el escepticismo. «Te oiremos otro día». O puede dar lugar a un lenguaje rodeado de numerosos malentendidos e incomprensiones. Quizá por eso son tan frecuentes los juicios injustos desde ambos lados de la trinchera: desde la renovación carismática y desde la Teología de la liberación.

Hoy se habla con más frecuencia de desgracias que de gracia. En el vocabulario secular la «gracia» o ha desaparecido o ha perdido totalmente el sentido religioso. Ha adquirido un sentido radicalmente nuevo. «Gracia» puede significar o referirse a un dicho ocurrente o jocoso. «¡Qué gracioso!». Puede significar también que algún hecho o acontecimiento resulta novedoso, sorpresivo e incluso extraño. «Tiene gracia este asunto». Y se refiere con frecuencia al sentido del humor que tienen algunas personas. «Es una persona con mucha gracia; es muy graciosa». También puede referirse al atractivo especial que tienen algunas personas. Se refiere a la persona que cae bien, que «cae en gracia». En este sentido, se dice con mucho acierto que «vale más caer en gracia que ser gracioso».

Este último sentido que a veces se da a los vocablos «gracia» o «gracioso» en el lenguaje ordinario puede ayudarnos a comprender un poco mejor el verdadero sentido de la gracia cristiana. Nos invita a considerar la gracia desde otra orilla: no desde la orilla de quien es mirado, sino desde la orilla de quien mira. Nos invita a considerar la gracia, no desde nuestra orilla, sino desde la orilla de Dios. Porque el «caer en gracia» es como una lotería que te cae gratuitamente. Depende sobre todo de la forma en que nos miran. Se puede mirar graciosamente o simplemente se puede mirar con absoluta indiferencia. Sucede la gracia cuando nos miran o nos contemplan con generosidad y benevolencia, cuando se nos mira con una mirada acogedora. Hay personas que nos caen en gracia, aun sin ser graciosas. Nos caen en gracia o hallan gracia a nuestros ojos por nuestra forma generosa y benevolente de mirarlas, no por los talentos o los méritos que esas personas puedan poseer. Lo observó ya Don Quijote: «Que el amor mira con unos anteojos, que hacen parecer oro el cobre, a la pobreza riqueza y a las lagañas perlas». Esta experiencia tan frecuente en la vida cotidiana, en la convivencia de las personas, es una puerta abierta para considerar el más hondo significado de la gracia cristiana.

Gratuito consideramos, por lo demás, todo aquello que se nos regala de verdad, sin exigirnos ningún tipo de contraprestación. En la actualidad muchos de los llamados regalos carecen de este carácter gratuito; están contaminados comercialmente. Son medidos más por su precio que por su valor afectivo. «Gracia» llamamos a todo aquello que se nos otorga gratuitamente, sin ningún mérito por nuestra parte: un regalo, un gesto, una palabra, un abrazo, el perdón... Esta experiencia de lo gratuito puede ayudarnos a comprender el sentido genuino de la gracia en la vida cristiana. Porque se trata de una experiencia que nos introduce en la experiencia de gratuidad y, sobre todo, porque destaca el carácter relacional de la gracia. Caer en gracia o hallar gracia a los ojos de alguien supone una relación personal y personalizada e implica una relación gratuita entre las personas.

Lo cierto es que, si se repite con tanta frecuencia en ambientes cristianos este conflicto entre gracia y compromiso, es porque estamos tocando el nervio de la espiritualidad cristiana, de la vida cristiana, de la identidad cristiana. De tal forma que ningún creyente debería ser ajeno o pasar con indiferencia ante el asunto de la gracia.

Después del Concilio Vaticano II se ha repetido sin cesar y se ha intensificado este conflicto entre los partidarios de la gratuidad y los partidarios de la militancia. Desde la Constitución Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo actual nacieron y se desarrollaron numerosos movimientos teológicos y espirituales que reclamaban un mayor compromiso de los cristianos en lucha por la justicia, la paz, los derechos humanos, por un mundo más justo y más humano. En contraste con esta tendencia, algunos sectores eclesiales sospechan que tanto compromiso y tanta militancia podían expulsar de la vida cristiana la experiencia central de la gracia. Acusan a los movimientos liberadores de dejarse engañar por ideologías mundanas y seculares. Reclaman una vuelta a la dimensión mística de la vida cristiana, una vuelta a la experiencia de gratuidad.

Esta situación ha provocado disensos y tensiones en los planes pastorales, en los proyectos de evangelización, en la presentación de la vida cristiana. La tensión e incluso el conflicto se han hecho presentes también en las comunidades religiosas. Rara será la congregación religiosa, masculina o femenina, que no haya experimentado estos conflictos en sus Capítulos y Asambleas durante las décadas que siguieron al Concilio Vaticano II. En un primer momento posconciliar se trataba de una cierta confrontación entre conservadores y renovadores. Pero poco a poco pasó a tomar el cariz de una confrontación entre los partidarios de la gratuidad y los partidarios de la militancia. Ambos extremos están bien representados por los miembros de la renovación carismática y por los partidarios de la Teología de la liberación. Entre los dos extremos hay un amplio abanico de posturas intermedias.

Al referirnos a estos conflictos estamos tocando el nervio de la espiritualidad cristiana, el núcleo del mensaje evangélico. Aún más, quizá estemos tocando el nervio de cualquier espiritualidad, de cualquier experiencia religiosa. ¿Se reduce la experiencia religiosa a una vivencia intimista o implica necesariamente un compromiso para mejorar este nuestro mundo y esta humanidad? ¿Es legítimo esperarlo todo de la acción gratuita del Espíritu Santo? ¿O es obligatorio poner también militancia y compromiso de parte de los creyentes para colaborar con el Espíritu y conseguir un mundo más justo y más humano?

El problema no es exclusivo de la religión cristiana. Por poner solo un ejemplo, es sugerente el planteamiento del mismo problema tal como lo presenta el hinduismo. Tiene una cierta analogía con el planteamiento de la teología cristiana. La moksa es el concepto utilizado por el hinduismo para definir la liberación integral, la salvación total y definitiva. Pues bien, para algunos maestros del hinduismo la consecución de la moksa solo es posible gracias a Dios, es decir, por pura gracia. ¿Significa esto que la salvación es obra de la «sola gracia» o requiere además la contribución del creyente?

En el hinduismo se propusieron dos teorías como respuesta a este interrogante: la teoría de «los gatitos» y la teoría «del mono». La gata toma sus gatitos en la boca y los lleva donde quiere ante la absoluta pasividad de estos. Así actúa la gracia de Dios, según algunos maestros hindúes. Dios lo hace todo y el hombre no hace nada, no debe hacer nada para conseguir la liberación. Solo debe dejarse llevar, como los gatitos. Por el contrario, el monito se sube encima de su madre y esta se hace responsable y prolonga los movimientos del pequeño, que de ninguna forma está de forma pasiva. Los maestros hindúes en general, sobre todo los de la tradición bahakti, se inclinan por esta segunda teoría. Nos adherimos a Dios y Dios efectúa nuestra salvación.

El problema ha estado y sigue estando presente en todas las grandes tradiciones religiosas. Y, por supuesto, ha estado muy presente en la historia de la espiritualidad cristiana. Se puede afirmar que ha sido caballo de batalla desde los orígenes cristianos hasta nuestros días. Ya se reflejó el conflicto en la confrontación de Pablo y Santiago. El primero apostó por la fe (la gracia) contra las obras de la ley como garantía de la justificación o la salvación. El segundo, sin renunciar a la fe (la gracia), apostó por la necesidad de las obras en el mismo asunto de la justificación y la salvación. Ni Pablo excluía las obras al afirmar la prioridad de la fe, ni Santiago excluía la fe al insistir en la importancia de las obras. Pero ciertamente cada uno ponía el acento en distinto ángulo de la vida cristiana.

La tensión entre ambas posturas ha estado presente en toda la historia del cristianismo. En el trasfondo de esta tensión ha influido mucho el optimismo y el pesimismo antropológico que caracteriza a las personas. Un optimismo antropológico invita a una mayor confianza en la libertad humana. Un pesimismo antropológico invita a poner toda la confianza en la acción de la gracia.

Esa tensión se reflejó en el duro debate entre san Agustín, el doctor de la gracia, y Pelagio y los pelagianos, defensores de la libertad humana. Unos teólogos han estado más cerca de la teología de san Agustín; otros han estado más cerca de las opiniones de Pelagio. Se reflejó con toda virulencia en el conflicto entre la teología reformada de Lutero y la teología católica de Trento. Tuvo una versión muy singular y un carácter sumamente polémico en la famosa cuestión de auxiliis entre el jesuita Molina con sus partidarios y el dominico Báñez con los suyos. Se continuó en el conflicto entre los jansenistas y sus adversarios. Y continúa presente en nuestro tiempo.

En algunos momentos el debate se convirtió en una especie de torneo académico. Resultaba interesante y hasta excitante para algunos profesionales de la teología, más atentos al debate dialéctico que al servicio a la comunidad cristiana. Sucede en cualquier tema teológico cuando la teología pierde contacto con la comunidad cristiana, con el instinto de fe del pueblo. En este caso un asunto tan central de la espiritualidad cristiana como es la gracia terminó perdiendo importancia para la espiritualidad y la piedad popular. La gracia desapareció de la comunidad de los fieles y fue secuestrada por los profesionales de la teología. Sucedió en algunos momentos del debate. Pero en el arranque de todas las controversias casi siempre estaban en juego cuestiones de vital importancia para la vida y la espiritualidad cristiana.

En el fondo de ese debate sobre la gracia y la libertad humana, sobre la gracia y el compromiso, laten interrogantes tan trascendentales para la vida cristiana como los siguientes: En lo tocante a la justificación, la salvación o la liberación, ¿interviene solo Dios, o solo el ser humano, o ambos a la vez? En este segundo supuesto, ¿qué es obra de Dios y qué es obra del ser humano? O, dicho de otra forma, ¿es la salvación obra gratuita de Dios, con total pasividad del ser humano? ¿O es el resultado de la gracia divina correspondida positivamente por la libertad humana? ¿Puede el ser humano poner méritos para su salvación?

Estos interrogantes enseguida nos deslizan hacia otras cuestiones muy vivas y sensibles en la cultura moderna y posmoderna: las cuestiones referentes a la libertad, a la autonomía, a la autorrealización de la persona. La cuestión de fondo en el debate teológico sobre la gracia y el compromiso, sobre la fe y las obras, conduce directamente a este gran desafío: ¿Cómo armonizar la acción de Dios y la libertad humana? ¿Cómo hacer compatibles la gracia y la libertad? ¿Cómo evitar el contencioso entre Dios y el ser humano?

Las siguientes meditaciones están hechas desde la arena pastoral. Tienen puesta la mirada en la espiritualidad y en la piedad popular. No deben ignorar los ricos aportes de la tradición teológica, pero tampoco pretenden mantenerse en los elevados andamios de la reflexión teológica. Quisieran situarse en los bajos estratos del trabajo pastoral y de las necesidades más vitales de la comunidad cristiana. Porque hay una necesidad urgente en la Iglesia actual: la necesidad de combinar gratuidad y militancia, fe y obras. Es una necesidad urgente para los cristianos y cristianas de a pie. No bastan los avances teológicos en las aulas universitarias. Es necesaria la evangelización de base para alimentar la vida y la espiritualidad en el corazón de la comunidad cristiana.

Las siguientes meditaciones están hechas también con todo el respeto a las personas que no creen en la gracia ni se plantean ningún problema de los aquí señalados. Estos problemas, este lenguaje, estas reflexiones solo cobran sentido en el contexto de la fe cristiana y, a lo sumo, en el contexto de la experiencia religiosa. Pero quizá puedan suscitar interesantes interrogantes más allá de los límites de la comunidad cristiana y de las grandes tradiciones religiosas. No es pequeño servicio suscitar respetuosamente interrogantes sobre la experiencia religiosa en medio de esta cultura secularizada. La moderna cultura secular es rica en valores, indudablemente, pero padece una cierta asfixia. Cada vez más necesita ventanas abiertas a la trascendencia.

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Gracia y naturaleza, naturaleza y gracia

Puede sonar extraño comenzar el discurso sobre la gracia hablando de la naturaleza. Ciertamente, es un tema demasiado abstracto. En principio, parece poco espiritual. Quien lo encuentre insípido y aburrido puede saltarse este capítulo y pasar al capítulo siguiente. Pero no solo no es un tema extraño; es muy necesario y apropiado. Porque algunos defensores de la gracia, para ensalzar la gracia, se dedican a denostar demasiado la naturaleza. Y algunos defensores de la naturaleza desconfían demasiado de todo lo sobrenatural. Quizá porque se ha abusado demasiado de lo sobrenatural. O porque un sobrenaturalismo vacío de vida ha desacreditado la gracia o la ha distanciado de la ordinaria vida de los mortales. Por eso es necesario hacer algunas observaciones sobre la relación entre la naturaleza y la gracia, la gracia y la naturaleza.

Naturaleza y gracia son dos conceptos estrechamente relacionados, sobre todo cuando se trata de la naturaleza humana. ¿Qué relación existe entre la naturaleza humana y la gracia? ¿Cómo encaja la gracia en la naturaleza humana? ¿Qué implica la gracia para el ser humano, originalmente dotado de conocimiento y voluntad, con vocación a la libertad y al amor? ¿Qué pone o qué quita la gracia a la naturaleza humana? ¿La anula o la perfecciona? Son preguntas que invitan a meditar sobre la relación entre la gracia y la naturaleza, la naturaleza y la gracia.

El gran desafío de la vida cristiana es ajustar la relación de la gracia con la naturaleza. Algunos cristianos establecen una separación tan radical entre la gracia y la naturaleza como si se tratara de dos enemigos irreconciliables. Parten de un falso supuesto, como si Dios y el hombre mantuvieran un constante contencioso, para ver quién es el vencedor. ¿Hay que decidirse por Dios contra el hombre? Esto deshumanizaría la gracia y la misma vida; nos conduciría a un sobrenaturalismo vacío. ¿Hay que decidirse por el hombre contra Dios, como quiere la cultura secular? Esto haría de la gracia una especie de objeto inútil. Pero Dios y el ser humano no son enemigos irreconciliables. Están llamados a entenderse y a colaborar. La gracia no es enemiga de la naturaleza humana. No la destruye; más bien la ayuda a buscar y encontrar su perfección. La gracia solo destruye lo inhumano, el mal, el pecado.

La relación entre la gracia y la naturaleza ha estado siempre en el centro del debate teológico y, sobre todo, en el centro de la espiritualidad cristiana. ¿Hasta dónde llega la capacidad de la naturaleza? ¿Dónde comienza o dónde termina la intervención de la gracia? Dicho de otra forma, en la vida humana, ¿qué es obra de la persona y qué es obra de Dios? O quizá debemos formular el problema en otros términos: ¿Cómo se ajustan y se armonizan la acción divina de la gracia y la acción libre del ser humano? Porque en toda acción humana Dios y el hombre trabajan de consuno de principio a fin, acoplando naturaleza y gracia, gracia y naturaleza.

La cultura ambiental hoy es preferentemente secular. Es una cultura ajena al fenómeno de la gracia. Por eso plantea preguntas radicales a la teología y a la espiritualidad cristiana. ¿Tiene sentido seguir hablando de lo natural y lo sobrenatural? ¿No es todo natural? ¿Existe lo sobrenatural? ¿Hay algo más allá de la naturaleza? Si se contesta positivamente, se plantean nuevos interrogantes: ¿Dónde está el límite o la frontera entre lo natural y lo sobrenatural? ¿Qué criterios nos permitirán establecer esa frontera? Algunos se preguntarán sencillamente: ¿Dónde comienza el milagro?

El concepto de naturaleza remite de inmediato al concepto de «sobrenatural». Pero ¿qué es lo «sobrenatural»? Este interrogante adquirió especial relevancia a partir del siglo XVI, cuando la naturaleza y sobre todo el ser humano reivindicaron para sí una autonomía absoluta en la cultura moderna. Este proceso se consumó en la Ilustración, que soterró la herencia de la mística católica y protestante. En la Edad moderna el ámbito de lo sobrenatural se fue estrechando cada vez más. Así se fue diluyendo la importancia de la gracia. Y los interrogantes se fueron multiplicando y agravando en la teología y la espiritualidad cristiana. ¿Qué es lo sobrenatural? ¿En qué consiste? ¿Dónde comienza? ¿Es necesaria la gracia? ¿Cuál es su relación con la naturaleza humana? ¿Es la confirmación o la negación de la naturaleza? Estos interrogantes tienen su reflejo en otras preguntas decisivas para la espiritualidad cristiana. ¿Se reduce la espiritualidad al cultivo de lo sobrenatural? ¿Consiste la auténtica espiritualidad en orillar e incluso ignorar o reprimir la naturaleza?

El asunto se ha complicado más en nuestro tiempo. Hoy en día ya no solo es problemático lo sobrenatural. Hoy se ha vuelto problemático el mismo concepto de naturaleza humana. Se multiplican y se agravan las preguntas: ¿En qué consiste la naturaleza humana? ¿Qué es lo natural? ¿Existe una ley natural? El progreso científico-tecnológico ha obligado a la filosofía y a la teología a revisar a fondo el concepto de «naturaleza». Hoy da miedo utilizar este término, porque ya nada parece ser natural, fijo, inamovible, definitivo.

Basta con asomarse a las propuestas del transhumanismo para caer en la cuenta de que las categorías «naturaleza», «natural» o «ley natural» ya apenas tienen vigencia. El concepto de «ley natural» funcionó durante siglos en la moral como criterio fundamental para evaluar éticamente la conducta humana. Hoy es cuestionado por la mayoría de los científicos. La ciencia y la técnica son capaces de modificar de raíz lo que hasta ayer fue considerado «natural», inmodificable, inamovible. Para establecer criterios éticos se confía más en el consenso democrático que en el criterio tradicional de la «ley natural». Al hablar de la relación entre la naturaleza y la gracia hoy es obligatorio tomar en consideración estos cuestionamientos de la «naturaleza», «lo natural», «ley natural».

Una secularización creciente o una cultura cada vez más secular ha sometido a juicio el concepto de «sobrenatural». A ello contribuyeron en parte la misma teología y la espiritualidad. A veces presentaron lo sobrenatural como algo demasiado ajeno a los acontecimientos ordinarios de la vida humana. Hasta se llegó a confundir lo sobrenatural con lo milagroso, lo extraordinario e incluso lo inhumano. Esto necesariamente tenía que generar en la cultura secular fuertes sospechas con respecto a todo lo sobrenatural. Consiguientemente, en la cultura secular ha perdido vigencia el tema teológico de la gracia. Para los grandes críticos de la religión, estos conceptos de la gracia y lo sobrenatural, tan fundamentales en la espiritualidad cristiana, perdieron prácticamente toda significación.

Sin llegar, por supuesto, a esos extremos del ateísmo o de un radical secularismo, una nueva versión de la espiritualidad cristiana obligó a revisar y plantear de forma nueva el problema de la gracia y de lo sobrenatural. Una espiritualidad de la encarnación ha sometido a juicio algunas versiones demasiado espiritualistas y angélicas de la gracia y de lo «sobrenatural». ¿Es lo sobrenatural un piso superior, totalmente distinto y ajeno al piso inferior de lo natural? ¿Es lo sobrenatural la negación y el aniquilamiento de lo natural? ¿Es la gracia la negación o aniquilamiento de la naturaleza? Estos interrogantes reflejan bien los problemas implicados en la relación entre la naturaleza y la gracia. Ambos conceptos se prestan a múltiples y a veces cuestionables interpretaciones.

La «naturaleza pura»

El debate teológico sobre la gracia y sobre lo sobrenatural ha estado con frecuencia acompañado por el debate sobre una supuesta «naturaleza pura».

El concepto de «naturaleza pura» se refiere a veces a un supuesto momento original, previo al pecado original, en el cual la humanidad estaba libre de todo pecado. Obedece este concepto a un esquema de la historia de la humanidad, según el cual la naturaleza humana ha atravesado tres estados sucesivos: naturaleza pura, naturaleza caída, naturaleza reparada. El estado de la naturaleza caída y el de la naturaleza reparada nos resultan conocidos; de ambos tenemos incluso experiencia personal. Pero ¿y el supuesto estado original de una naturaleza pura? ¿Existió en algún momento esa justicia original o esa naturaleza pura? ¿Hubo un estadio original previo a la caída en el que los seres humanos estuvieron libres de todo pecado? ¿Hubo un estado original en el que la humanidad no conoció en absoluto ni la tentación, ni el pecado, ni la concupiscencia, ni el peso de la carne o sus bajas pulsiones, ni el fallo en el ejercicio de la libertad? Eso sería el paraíso original. ¿Existió ese paraíso original? Como ha dicho algún autor, «el paraíso es más un paradigma del futuro que un reportaje del pasado».

Otros autores hablan de la naturaleza pura en otros sentidos. No en el sentido histórico, no como un estadio original previo a la caída. Se refieren a una naturaleza desprovista de los dones preternaturales o sobrenaturales. O se refieren a una concepción ideal de la naturaleza. Consideran «naturaleza pura» la naturaleza humana libre de todo pecado, de todo fracaso moral, libre de la concupiscencia y de la seducción del mal. Se trata aquí de una abstracción, de una concepción abstracta de la naturaleza humana. La naturaleza pura es un ideal. Es un ideal de naturaleza que nunca ha existido realmente. Pero estos autores consideran que el concepto de «naturaleza pura» puede funcionar como hipótesis útil para reflexionar sobre la relación entre la naturaleza y la gracia, entre la gracia y el pecado.

¿Nos puede ayudar ese concepto de «naturaleza pura» para aclarar algo la relación entre la naturaleza y la gracia? ¿Es útil este debate sobre la naturaleza pura, sea en el sentido histórico o en el sentido ideal, para esclarecer el asunto de la gracia y de lo sobrenatural?

Para algunos autores resulta absolutamente inútil toda fantasía y todo discurso sobre una supuesta naturaleza pura, previa a lo que la teología ha llamado pecado original. Consideran que esa naturaleza pura nunca existió. Insisten estos autores en que solo conocemos y tenemos experiencia de la naturaleza existente históricamente, es decir, la naturaleza caída y la naturaleza reparada.

Esto quiere decir que solo tenemos conocimiento de la naturaleza afectada por el pecado y de la naturaleza reparada por la obra redentora y liberadora de Cristo. Solo tenemos experiencia de una libertad acosada por la seducción del pecado y, al mismo tiempo, de una libertad liberada en Cristo. Esta experiencia de la libertad liberada en Cristo es central en la espiritualidad cristiana. Es una experiencia que ilumina el universo de la gracia.

Si nos atenemos a esta opinión tan realista, todo lo que se diga de una supuesta naturaleza pura, no contaminada con el pecado, es mero producto de la fantasía. No hay ninguna experiencia que la avale. Por consiguiente, no tenemos base real para hablar sobre ella con seguridad. No tenemos pruebas garantes de su existencia. De ahí hemos de sacar lógicamente la siguiente consecuencia: La naturaleza humana fue desde el principio la misma que ahora conocemos y experimentamos. No hubo una naturaleza pura en los orígenes. Es decir, no existió un paraíso perdido en el pasado; solo existe el deseo, el ansia, el anhelo de un paraíso futuro.

Otros autores, sin embargo, han encontrado útil y conveniente tomar en consideración la categoría de justicia original o naturaleza pura, para meditar sobre la gracia y su relación con la naturaleza. De hecho, la mayoría de los autores terminan hablando de la naturaleza pura cuando abordan el tema del pecado original o al hablar de la novedad de la gracia o del sobrenatural, de la salvación o redención que ha tenido lugar en Cristo.

La mayoría de estos autores no afirma positivamente que existiera de hecho ese estado de naturaleza pura en un momento primero de la historia. Son conscientes de que no hay posibilidad de probar tal existencia. Pero, basados en la historia de la salvación, que es una historia tejida de gracia y de pecado, consideran útil recurrir al concepto de naturaleza pura. Esta les permite definir, por contraste, la naturaleza caída y la naturaleza redimida. Esta naturaleza humana caída y redimida está en el centro de la revelación y en el centro de nuestra experiencia. En este sentido, el concepto de naturaleza pura es sencillamente una especie de recurso metodológico útil para definir la naturaleza histórica, la que existe y la que experimentamos.

Ciertamente, sobre la supuesta naturaleza pura del principio o sobre un supuesto estado de justicia original se ha dado mucho pábulo a la imaginación. El debate sobre el tema no siempre ha resultado provechoso para la teología ni para la espiritualidad. Se han dedicado demasiados esfuerzos y se ha perdido demasiado tiempo discutiendo sobre cuestiones carentes de base real y a la larga intrascendentes. La única naturaleza de la que tenemos experiencia es la naturaleza caída y la naturaleza reparada. A ella debemos atenernos al hablar de la relación entre la naturaleza y la gracia, al reflexionar sobre la vida cristiana. No conocemos otra vida cristiana, no conocemos otra naturaleza que no esté afectada por el pecado y reparada por la obra redentora de Cristo.

Sobre ese supuesto estado original de la naturaleza, inocente y libre de toda culpa, sobre esa situación previa al pecado original, sobre los supuestos dones preternaturales que la adornaron no tenemos más información que los escasos datos que nos ofrece la revelación en las primeras páginas de la Biblia. La teología ha elaborado al contraluz el discurso sobre los llamados «dones preternaturales». En parte se ha elaborado ese discurso tomando en consideración los dones que hoy nos faltan. Las primeras páginas del Génesis presentan la naturaleza pura en su estadio original como el anverso, es decir, como la otra cara de la naturaleza caída. Llama dones preternaturales a aquellos que se perdieron con el pecado original.

La teología habla básicamente de dos dones preternaturales: la inmortalidad y la integridad o ausencia de la concupiscencia. Los dos deben ser interpretados correctamente. ¿Significa esa inmortalidad que en el estado de naturaleza pura el hombre nunca moriría? ¿Alguna vez el hombre ha sido inmortal? ¿O la inmortalidad se refiere más bien a una forma distinta de vivir y de experimentar el hecho de la muerte? ¿Significaba el don de la inmortalidad para el ser humano verse liberado de las dramáticas experiencias que acompañan normalmente a la muerte? Por su parte, la integridad, ¿implicaba una ausencia radical de la concupiscencia? ¿Se trataba de una vida humana absolutamente libre de la concupiscencia? ¿O se trataba de una concupiscencia libre de toda perversión pecaminosa? La concupiscencia es una pulsión o inclinación originalmente buena y positiva, que ahora se encuentra desordenada a causa del pecado.

La naturaleza pura sería la situación original de la naturaleza humana: una naturaleza humana agraciada, libre de las experiencias negativas de la muerte y de la concupiscencia pecaminosa. Por contraste las primeras páginas bíblicas la presentan como una naturaleza humana con un trabajo sin sudor, un parto sin dolor, una desnudez sin vergüenza. El autor bíblico solo ha conocido la naturaleza caída. Eliminando los aspectos negativos de esta naturaleza caída, le sale ese diseño ideal de la naturaleza pura, esa supuesta situación de justicia original. La revelación solo nos ofrece el rostro de la naturaleza original por contraste, es decir diciéndonos lo que le falta –o lo que le sobra– a la naturaleza caída.

La naturaleza pura es una especie de proyección retrospectiva del paraíso que deseamos y esperamos. Porque la naturaleza caída tiene que enfrentar y padecer el rostro más negativo de la muerte y las inclinaciones más pervertidas de la concupiscencia. Está aquejada por el parto con dolor, por el trabajo con sudor, por la desnudez con vergüenza... Por eso el autor bíblico supone que la naturaleza en su estadio original debió ser sin muerte, sin sufrimiento, sin dolor, sin sudor, sin vergüenza... Este concepto de la «naturaleza pura» se parece mucho a lo que Max Weber llamó el «tipo ideal o puro». Al autor le resultó muy útil en sus investigaciones sociológicas.

La ciencia también tiene mucho que decir sobre los orígenes de la humanidad, pero en otra clave y con otro son. Y sus conclusiones no deben ser ignoradas por los teólogos. Para hablar de un pecado original no es lo mismo partir del monogenismo que partir del poligenismo. Es decir, no es lo mismo situar los orígenes de la humanidad en una única pareja, con los nombres propios de Adán y Eva, que situarlos en orígenes plurales de distintos linajes y razas. No es lo mismo pensar los orígenes en clave de una creación ex nihilo que pensar los orígenes en clave de un proceso evolutivo de hominización. Ser creacionistas fundamentalistas o ser partidarios de la evolución de las especies obliga a plantear de forma muy distinta el problema teológico del pecado original. La teología ha de estar en todo momento atenta y receptiva a las conclusiones más seguras de la ciencia. Estas conclusiones podrán ayudar a interpretar cada vez mejor el texto bíblico. Por lo menos, ayudarán a superar definitivamente la interpretación literal de los relatos de la creación. No es pequeño favor el que pueden hacer las ciencias a la teología si la liberan de la tentación de una interpretación literal y fundamentalista del texto bíblico. Esa tentación ha hecho mucho daño a la teología y a la espiritualidad.

Las ciencias pueden ayudarnos a entender mejor cómo fueron los orígenes de la humanidad. Pueden ayudarnos a interpretar mejor la figura bíblica de Adán: si Adán se refiere a un individuo concreto, como hoy entendemos al individuo, o más bien es un símbolo de la humanidad. Pueden ayudarnos a contestar a la pregunta sobre la eventual existencia de un estadio preadámico de la humanidad y qué puede significar ese estadio preadámico. Pueden ayudarnos a esclarecer un poco más ese supuesto estadio de la «naturaleza pura».

El texto bíblico ciertamente no es una crónica de los hechos relativos a la creación y a los orígenes de la humanidad. No pretende ofrecer una descripción científica de esos hechos. Quizá se parezca más a una meditación sobre los orígenes, para entender mejor la situación actual que las personas experimentamos en esta historia de pecado y redención. Quizá se trate de una meditación sobre ese estado de la naturaleza que añoramos, sobre ese ideal de humanidad que nos hubiera gustado ser o tener, sobre el ideal de humanidad a que aspiramos. Ese suele ser el verdadero significado del mito del paraíso perdido o del paraíso añorado y deseado.

En todo este discurso de teólogos, predicadores y catequistas sobre los orígenes de la historia y la situación actual de la humanidad, sobre el pecado original y la historia de salvación, abunda la referencia a la categoría «naturaleza». Se habla de «naturaleza pura», «naturaleza caída», «naturaleza redimida». Y se hace referencia continua a la relación entre la naturaleza y la gracia, lo natural y lo sobrenatural. El tema tiene incidencia directa en la comprensión de la vida cristiana, de la espiritualidad cristiana. Por eso hoy resulta urgente clarificar el concepto de naturaleza y su relación con la gracia.

La naturaleza y lo natural

En nuestro tiempo el concepto de «naturaleza» está siendo sometido a un fuerte cuestionamiento por la ciencia y la tecnología. El poderío creciente de las ciencias y las nuevas tecnologías ha estrechado cada vez más las fronteras de lo natural. Ya no sabemos exactamente qué es lo natural. El actual desarrollo de la ciencia y de la tecnología es de tal calibre que apenas queda espacio para lo natural, lo fijo, lo definitivo. En los laboratorios de la ciencia y de la técnica no hay apenas espacio para la categoría «naturaleza». Ayer mismo se difundía un vídeo en el cual un reconocido científico afirmaba con toda contundencia: es natural todo lo que el ser humano puede hacer. Efectivamente, se ha llegado a considerar «natural» todo lo que el ser humano puede realizar en base al desarrollo científico y tecnológico. Basta con asomarse a las propuestas actuales del pensamiento transhumanista para caer en la cuenta de que el concepto de «naturaleza» apenas tiene ya consistencia y significación alguna.

Hasta los moralistas más ortodoxos se ven obligados a relativizar el clásico criterio de la ley natural, otrora fundamental en los sistemas morales clásicos. Han debido recurrir a otros criterios para fundamentar los valores morales. Las morales más pegadas a la fe cristiana han recurrido sobre todo a «criterios evangélicos y samaritanos». Las morales más seculares han recurrido preferentemente a criterios más «dialógicos» o «democráticos» para fundamentar sus opciones morales. Más recientemente la llamada «ética compasiva» ha considerado la compasión con las víctimas como criterio fundamental para discernir y valorar moralmente la conducta humana. La parábola evangélica del samaritano (Lc 10,29-37) ha cobrado especial significado, incluso en la ética civil.

En el lenguaje ordinario la palabra «naturaleza» tiene múltiples significados. Se habla de la naturaleza asociándola con el campo y en contraste con la ciudad. Hoy se habla de «rurales» y «urbanitas». Se habla de la naturaleza virgen en oposición a la naturaleza transformada por la industria y la civilización. Se habla de la naturaleza como el constitutivo original de los seres. Casi siempre se relaciona la naturaleza con lo primigenio, lo original, lo anterior a toda evolución o transformación llevada a cabo por intervención de la mano humana. Se habla de la naturaleza mineral, vegetal, animal. Se habla de la naturaleza humana como el ápice de la evolución.

La naturaleza humana: caracteres personales

Al abordar el problema de la relación entre naturaleza y gracia nos referimos lógicamente a la naturaleza humana. La gracia actúa básicamente en la historia de la humanidad. Pero el mismo concepto de «naturaleza humana» es también una abstracción, como lo es el concepto de humanidad. Son conceptos que nos sirven para entendernos, para saber de qué hablamos, para conocer lo que nos une a los seres humanos... Pero difícilmente nos sirven para gobernarnos. La humanidad abstracta no existe. Solo existe la humanidad concreta, la humanidad hecha carne y hueso en los individuos. Existen hombres y mujeres con nombres propios e identidad individual. La naturaleza humana no existe; existen personas con unas propiedades y peculiaridades concretas.

Esto quiere decir que la naturaleza adquiere en cada individuo un carácter personal. Cada persona es distinta. Está hecha de rasgos distintos y peculiares: diferencias genéticas, psicológicas, culturales... Está hecha de una historia y unas experiencias personales que la configuran a lo largo del tiempo. Consiguientemente, cada persona tiene una experiencia peculiar y encarna de forma singular la naturaleza humana a través de su propia historia personal. En este sentido, cada persona tiene una experiencia singular de la relación entre la naturaleza humana y la gracia. Cada persona tiene una experiencia singular del pecado y de la salvación. En este sentido, los caracteres personales marcan también las diferencias en la experiencia de la gracia.