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Felicidad E-Book

Oscar Cendejas

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Beschreibung

Historia épica ambientada a inicios del siglo XVI que relata la guerra entre naciones europeas, con especial foco en Hispania: Castilla, Aragón, Sevilla, Granada; las tropas al servicio de Fernando el Católico por la bota Itálica: sus conquistas, la lucha contra la brujería, las posesiones demoniacas y los apóstatas. Toda la trama se vive a través de tres amigos: el sacerdote Matías, el protagonista principal, el cardenal Bosco y Gonzalo Fernández de Córdoba, quien acabaría convertido en Gran Capitán por la destreza para enfrentar y combatir al enemigo. En la trama no falta el amor y la equidad porque las heroínas de la novela son capaces de batirse a fondo y son diestras en el manejo del arcabuz y la daga.

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Querida Cindy: Agradezco el apoyo y tus sabios consejos. Sin ti esta novela no hubiera visto la luz.

FELICIDAD. EL FALSO DUQUEPrimera edición: junio 2023 ISBN: 978-607-8773-65-7 © Oscar Cendejas © Gilda Consuelo Salinas Quiñones (Trópico de Escorpio) Empresa 34 B-203, Col. San Juan CDMX, 03730 www.gildasalinasescritora.com Trópico de Escorpio

No se permite la reproducción total o parcial de este libro ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Arts. 229 y siguientes de la Ley Federal de Derechos de Autor y Arts. 424 y siguientes del Código Penal). Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra diríjase al CeMPro (Centro Mexicano de Protección y Fomento de los Derechos de Autor, http://www.cempro.org.mx).

Distribución: Trópico de Escorpio www.tropicodeescorpio.com.mx Trópico de Escorpio

Diseño editorial: Karina Flores

HECHO EN MÉXICO

PRIMERA PARTE

¿QUÉ ES LA FELICIDAD?

I

¿Qué es la felicidad? Se preguntaba Matías esa mañana de marzo de 1506, mientras disfrutaba, a guisa de desayuno, de un asado de cordero en el elegante comedor de la casa consistorial del Santo Oficio, en la ciudad y Puerto de Nápoles. En un ejercicio de introspección, recordó el chiquero en donde nació y en donde vivió en compañía de siete hermanos, la madre tuberculosa y anémica y un padre ausente, permanentemente borracho los pocos años que coexistieron, antes de que fuese llamado prematuramente al infierno. Enterrado en la fosa común. Conservaba el vago recuerdo de haber acudido a despedirlo en su última morada. Esa fría y lluviosa mañana de invierno caminaron hasta el camposanto, él vio sus pies descalzos cubiertos de barro y debajo de ellos un enorme agujero con tres o cuatro cuerpos medio enterrados en cal y negra arena, envueltos en una sábana andrajosa. El vuelo de una parvada de cuervos y sus estridentes graznidos distrajo su atención. Al unísono se aposentaron en la copa de un árbol seco, al borde de la tumba. “Un mal augurio…” dijo su madre y continuó “seguro su alma está siendo recolectada por el príncipe de las tinieblas.” Y recordaba cómo la familia se alejó antes de que el cuerpo estuviera cubierto, cuando el sacristán empezaba la oración de los difuntos: “Tú que resucitaste a Lázaro del sepulcro, Señor, ten piedad”.

¿Qué es la felicidad? Se volvió a preguntar; rememoraba cómo sobrevivió su infancia, obligado a ganarse unas monedas y a cooperar para los gastos de la casa, trabajando hasta el borde de la extenuación expuesto a todo: frío, hambre, enfermedades, bajo contantes amenazas, con mal pronóstico de vida.

Micaela, hermosa napolitana, interrumpió sus profundas divagaciones y escanció su copa de plata al tiempo que le hizo un guiño, señal inequívoca de que la tendría esa noche en sus aposentos.

Bebió de las frescas aguas del manantial perteneciente a la Inquisición, concentraba sus pensamientos en su largo peregrinar, en lo que parecía ser el fin de la ruta, se había convertido en la mano derecha del segundo hijo del duque de Alba, presbítero, cardenal dominico y durante un tiempo confesor de la reina Isabel la Católica y ahora primer inquisidor en el Puerto de Nápoles. Se enfocó en el aquí y en el ahora para preguntarse si la satisfacción de todos los bienes terrenales colmaba su idea de “dicha”. Lo invadió la tristeza recordar el día en que su madre ya no tuvo fuerzas para abandonar el lecho, donde quiera que esté, piensa, se sentirá orgullosa de su hijo, actual comisario del Santo Oficio, encargado de la investigación y prosecución de los casos de herejía, brujería y posesión demoniaca.

Para esa mañana tenía por delante una tarea complicada, para la que era menester un poco de diplomacia y la idea fija de mantener la ortodoxia católica en el reino. Se trataba de una investigación relacionada con el comportamiento del converso Abdul Casimir, mejor conocido por su nombre cristiano como Manolo o simplemente el Moro; había adoptado ese nombre cuando renegó del islam y tomó el sacramento del bautismo y con ello la religión de San Pedro.

Sobre este ilustre comerciante pesaban graves acusaciones: que era un falso converso y que había abrazado la religión obligado por las circunstancias económicas del momento, lo que no estaba distanciado de la realidad. En efecto, a finales del siglo xv, el reino de Nápoles albergaba una gran colonia árabe, al igual que una próspera comunidad judía que habitaba en las llamadas juderías y la tradicional población católica; al final de la Edad Media se había producido una coexistencia relativamente pacífica entre estas tres religiones, incluso los moros ocupaban muchos puestos importantes; no obstante, en épocas recientes había habido, en el reino de Aragón y Castilla y sus posesiones, incluyendo Nápoles, una ola de violencia anti árabe alentada por la prédica de Ferrán Martínez, arcediano de la ciudad de Écija. Una de las consecuencias de estos disturbios era la conversión masiva de musulmanes. Podía hablarse de conversos como un nuevo grupo social. Convirtiéndose, no sólo escapaban a eventuales persecuciones, sino que lograban conservar sus bienes y acceder a numerosos oficios que les estaban prohibidos.

Al parecer esas eran las razones que motivaron la conversión de Manolo, ya que los Casimir tenían una empresa que hacía negocios en todo el mar Mediterráneo, con agencias tanto en la isla de Chipre como en la soleada Granada, en la húmeda Venecia, en la agreste Macedonia, así como en la recientemente recuperada por los moros, Constantinopla; su flota de veleros y galeones era de las más importantes de Europa; su banco tomaba documentos en Londres para descontarlos en Jerusalén; financiaron a Colón en su periplo, así como la reconquista emprendida por los Reyes Católicos; en fin, la familia poseía una de las más importantes fortunas del Renacimiento. Por tanto, el descuido de Manolo era inexplicable, se le había visto ingresar a una mezquita en diversas ocasiones a la hora del Salat y en un cateo a sus propiedades se encontraron objetos sagrados islámicos, empleados para sus rituales, como una estrella de plata, la media luna de Fátima, las palmas del Profeta y un ejemplar del Corán.

Después de integrar un voluminoso expediente, Matías fue comisionado como intermediario entre el acusado y el cardenal, con la idea de aplicarle una multa ejemplar, que fuera de tal cuantía que, por un lado, desalentase la repetición de tales conductas y por otro, ayudara a las exhaustas arcas de la ciudad de Nápoles.

El moro tenía una extensa y preciosa villa a las afueras de la ciudad, camino a las ruinas de Pompeya, a las faldas del monte Vesubio. Una espléndida construcción con minaretes y almenas, estanques en donde paseaban pavorreales y garzas, salones en donde predominaba el arco de medio punto, con grandes bóvedas que se alzaban a varios metros de altura —logro de la avanzada arquitectura árabe— decorados con miles de pequeños mosaicos de colores donde se recreaban escenas de las fábulas de Esopo. Construcción rodeada de extensos campos en donde pastaba tranquilo el ganado y se veían grandes parcelas dedicadas al cultivo de la vid.

La presencia del comisionado del Santo Oficio alarmó a la servidumbre, se confirmaba el rumor: su patrón iba a ser severamente sancionado.

Matías iba sólo con la idea de tratar con discreción el monto de la multa y el autoexilio del acusado por unos meses, en lo que se olvidaba el incidente

Es increíble la corta memoria de las masas, razonaba, el lumpen está presto a linchar al vecino con un odio sanguinario y pasados unos pocos días igual lo abraza y comparte sus alimentos con el enemigo que se ha convertido en hermano.

Manolo recibió al oficial en una espléndida terraza, construida en lo alto de un elevado risco. Por un lado, se veía el humeante Vesubio y por el otro, las azules aguas del golfo de Nápoles: en la mesa colocaron exquisitos manjares y jarras con vino espumoso, ambos comensales dieron cuenta de sus platillos. Después, avezados negociadores, entablaron una plática en la que eludían el tema principal de la visita mientras hacían cálculos mentales de la suma que estaría dispuesta a aceptar su contraparte. Matías rompió el veto auto infringido.

—El virrey Gonzalo Fernández de Córdoba y el cardenal no están dispuestos a permitir conductas a todas luces rebeldes y contrarias a las enseñanzas de la santa madre Iglesia; el reino de Nápoles no es un lugar para los apóstatas y falsos conversos; qué ejemplo daríamos al pueblo si sus líderes se burlan de la cruz; a esos individuos hay que despojarlos de sus bienes y someterlos a la hoguera de inmediato.

Palabras llenas de amenazas que sólo formaban parte del protocolo. Manolo personalmente sirvió una copa a Matías, quien seguía con un discurso prediseñado para elevar el monto de la multa.

—Ya hemos apilado leña verde en la plaza de armas y sólo vuestra enorme dádiva a la reconstrucción del palacio del virrey os ha salvado la vida; estoy aquí sin permiso del cardenal —lo que era verdad, puesto que el prelado llevaba quince días en una bacanal que parecía no tener fin— porque intento evitar que un buen moro, no así un cristiano espurio, sea sometido a las llamas; odio el crepitar de los cuerpos consumidos por el fuego y el olor de la grasa quemada, que dicho sea de paso, penetra las habitaciones de la casa consistorial. Evitadme la molestia de vestir la toga negra y presidir el cortejo que os escolte al patíbulo, quiero dedicar mi domingo a una moza que se llama Micaela, que no le pide nada a las beldades que engalanan vuestros jardines; os repito, estoy sin permiso del cardenal, por eso le quiero llevar una buena propuesta para que se olvide de vuestra falta de constancia, la contumacia y vuestra temeridad.

Las negociaciones se prolongaron más de una hora, ambas partes tenían posiciones sólidas, puntos que tratar y debatir; Abdul Casimir atribuyó todo a una confusión, alegaba que el ejemplar encontrado del Corán fue olvidado por uno de los sirvientes, quien, por cierto, ya había recibido diez azotes y, por otro lado, su ingreso a la mezquita se debió a sus negocios; agregaba que las coronas de Castilla y Aragón eran sus eternos deudores; se quejaba de los tifones y huracanes que se habían ensañado con parte de su flota; que los negocios marchaban lentos debido a que la Ruta de la Seda era asediada por los mongoles; en fin, que el invierno se había prolongado, que la lluvias retrasado y que la cosecha de algodón en la ribera del Nilo se malogró. El oficial no se quedaba atrás en argumentos, adujo que podría ser deportado y la totalidad de su fortuna decomisada; que personalmente la reina católica pidió que se juzgase su caso con rigor, ya que veía en la hoguera una forma de extinguir la deuda que tenía con la familia del árabe, que después de la guerra con los franceses, el pueblo de Nápoles se merecía la satisfacción, el gusto, la felicidad de ver arder a un poderoso apóstata en la plaza mayor, por el bien de la santa madre Iglesia, más no por envidia, aclaró el sacristán.

El semblante de los comensales se aligeró cuando arribaron al monto de la sanción; la prolongada esgrima verbal secó sus gargantas, así que apuraron el vino escanciado por la servidumbre.

Manolo tendría que pagar una gran multa y se iba a ausentar seis meses de Nápoles, tiempo que pensaba dedicar a una peregrinación a la Meca. Sintió que se había salvado de una pena mucho mayor.

Antes de despedirse dieron un paseo por las cuadras y ahí, Abdul le entregó al comisario del Santo Oficio un caballo alazán de color rojizo con la cola negra y patas del mismo color hasta alcanzar tonos prácticamente blancos en el lomo, ejemplar perteneciente a la raza árabe, de gran inteligencia y fuerte carácter.

—Es para el cardenal, pero sé que sois vos el destinatario final del regalo, ya que sois su diestra, su cabeza, sus ojos y su sentido común, del que está desprovisto el hombre; he sabido que lleva quince días en una borrachera improductiva y sin sentido.

Sin otro tópico que tratar se despidieron con la sensación de que en el futuro volverían a encontrarse.

Matías acicateaba su nueva montura satisfecho con el trato. De camino a Nápoles tomó la vereda por los riscos, con el azul turquesa de la bahía a su lado izquierdo; hizo cabalgar al alazán, brioso, fuerte, rebelde, que se resistía al control de su nuevo amo, quién terminó imponiéndose, veterano como era de los tercios, en donde combatió a las órdenes del gran capitán. Se sintió feliz, se creyó feliz, sin imaginar que el destino, veleidoso y traicionero, le deparaba una voltereta de tal magnitud que, para salir adelante, iba a necesitar de todo su ingenio. La vida lo pondría a prueba como clérigo, como militar y como hombre ilustrado; tendría que hacer acopio de sus enseñanzas en el campo de batalla y las recibidas en los concilios religiosos para vencer la adversidad.

Por lo pronto se imponía resolver un problema más urgente: recorrer los lupanares y las haciendas de mala fama, así como las casas de las doncellas de moral extraviada y traer a la realidad al cardenal. Tiene la idea de ir al encuentro del amigo antes de que, presa de los vicios, acabe con su vida, infestado de múltiples enfermedades venéreas, instalado en el más profundo abandono, asiduo consumidor del opio e inseparable del chianti; negligente con sus obligaciones como gran maestro del Santo Oficio, vinculado al quehacer público a través de su inseparable amigo, quien había asumido la difícil tarea de cubrirlo y mantener en secreto su debilidad.

Anegado en su propio vómito, adormecido sobre los enormes pechos de una napolitana; en un lupanar abyecto, plagado de desechos humanos e insectos, al fin encontró al príncipe de la Iglesia, apenas consciente. Dejó unas monedas del diezmo como pago por los servicios y otras pocas para comprar la discreción; medida por demás innecesaria, ya que para esos días media ciudad sabía de los apetitos insaciables del prelado, amante de las mujeres de carnes abundantes, así como del vino y la adormidera, que no es otra cosa que el opio proveniente del oriente; mercancía que había adquirido gran popularidad en el puerto.

Sin auxilio, tratando de cuidar el anonimato del prelado, arrastró su cuerpo hasta la calesa y el propio Matías la condujo por la acera empedrada hasta el callejón que comunicaba con la huerta de la casa consistorial. Con la complicidad de una noche sin luna, acostumbrado a la maniobra, cargó el lánguido cuerpo hasta sus elegantes aposentos, prendió el fuego en la espléndida chimenea y se dispuso a la acostumbrada vigilia cuidando el sueño agitado del adicto. Con los primeros atisbos del astro rey, el enfermo reclamó una copa de vino y una pipa de opio.

—Tal cosa no será posible, el virrey Gonzalo Fernández de Córdoba lleva días buscando a vuestra eminencia.

Fue la única excusa lo bastante poderosa para desalentar al vicioso en su intención de reiniciar la juerga. Anémico, en los huesos, cayó de nueva cuenta en un estado de inconsciencia.

II

Era medio día, con grandes esfuerzos el cardenal logró recobrarse, pero le era imposible comprender una palabra, por lo que Matías, como era costumbre, se ocupaba de los trabajos de la prefectura destacando, por orden de importancia, el levantamiento de un cuerpo perteneciente a una doncella, que fue abandonado en una gruta, en la bahía de Sorrento, en donde se celebraban misas negras y aquelarres.

Esculpida por el mar a lo largo de las centurias, la enorme caverna, inundada por el agua de la bahía, había adquirido la forma de una iglesia gótica. Estalactitas de varios metros pendían de la bóveda, estructuras de sílice de formas caprichosas difundían la luz de las antorchas iluminando el lugar. Dos ayudantes, Cirilo y Benjamín, tres marinos y el comisario del Santo Oficio, navegaron por su interior hasta un pequeño islote, rodeados por cinco o seis aletas de tiburón que los escoltaron durante todo el trayecto.

Ahí se ocultaba un misterio de mayor envergadura. En una época guarida de piratas, ahora escondrijo de aquelarres: se podía observar el carbón y el tizne de grandes fogatas, restos de animales como gallos, sapos, culebras y lo que parecían ser partes de cuerpos humanos: dedos, brazos y una cabeza irreconocible en estado de putrefacción. Una cruz invertida, que de inmediato desprendieron de la pared rocosa, partes de cuerpos y yerbas destinados a un oscuro ritual para invocar al maligno.

De manera involuntaria todos se santiguaron al ser testigos de la espeluznante escena; en el centro del islote encontraron el cuerpo de una doncella; hubo que ahuyentar a los últimos cangrejos que se daban un festín con la víctima.

—Os ordeno que bajo ninguna circunstancia reveléis este acontecimiento hasta que el cardenal dé instrucciones sobre lo que sea menester.

En el cuerpo yerto, medio devorado, medio desnudo, aún se apreciaba la soga en el cuello y las señales inequívocas en las muñecas que desvelaban que fueron atadas. Después de una rápida inspección, el sacristán, con la experiencia forense que le habían dado los años sirviendo al Santo Oficio y como capellán del ejército, concluyó que la vida de la joven le fue arrebatada en otro lugar; descubrió arena negra en sus zapatillas, de la que suele ser encontrada en las suaves laderas de la falda del Vesubio; en el cabello ensortijado de la víctima había pequeñas hojas de laurel; las manos revelaban trabajo duro en algún establecimiento, como una posada o una hostería. Con cuidado colocó el cuerpo sobre su espalda. Quedaba a la vista un delantal con pequeñas manchas de lo que parecía ser una sopa o una salsa… Una cocinera. Pensó. Después de hacer un recuento de los hallazgos, en su memoria sólo encontró un lugar con árboles de laurel y tierra negra, en donde se recibían viajeros de camino a los Estados Pontificios, la Posada del Jabalí.

Con el cuerpo de la occisa en la panga remaron hacia Sorrento, la marea empezaba a subir y las primeras estrellas se divisan en el firmamento. Tendría que dar cuenta al gran inquisidor, el que había sucumbido presa de las orgías y las fiestas. Vicios privados, públicas virtudes, pensó. Sin embargo, el tiempo era crucial para encontrar a los hechores, por lo que decidió seguir las pistas aún frescas.

En la Posada del Jabalí, el dueño y su familia eran presa de gran angustia, ya que su joven hija había desaparecido pocos días atrás y así se lo externaron al comisario del Santo Oficio. La descripción de la joven coincidió con la de la doncella encontrada en la bahía de Sorrento.

Las piezas del rompecabezas empezaron a embonar. Por el lugar transitaron dos proscritos del vencido ejército francés, quienes habían violado el indulto ya que viajaban armados. De acuerdo con lo dicho por unos comerciantes, los desertores se alojaban a pocas leguas del lugar, seguros gracias al armisticio firmado por ambos ejércitos.

Con los ayudantes del Santo Oficio y los aldeanos enfurecidos, Matías se presentó en el campamento a la primera hora del día. No obstante que resultaba común la lluvia por la mañana en esa época del año, no se imaginaron la gran tormenta que caería cuando encontraron a los desertores, quienes sorprendidos no pudieron evitar un cateo de sus pertenencias. Enfurecido, el posadero identificó el collar de la finada.

Los franceses confesaron: raptaron a la joven doncella y colocaron el cuerpo en la gruta para que un fanático o los ocultistas celebraran una misa negra. El posadero y los aldeanos, sin control, los tundieron a palos con el ánimo de matarlos. Para evitar el linchamiento Matías prometió que arderían en la hoguera; esas palabras de venganza llevaban un poco de consuelo al corazón afligido de los padres. Ataron a los prisioneros a las monturas y literalmente a rastras los condujeron a la ciudad.

Los franceses fueron sometidos al interrogatorio motivados con un poco de tortura, aplicada por Cirilo y Benjamín, inseparables del cardenal, quien los había conservado a su servicio durante años, esperando un milagro que levantara el velo que nublaba su entendimiento. Esos incondicionales de su ilustrísima, patrocinadores y alcahuetes de sus múltiples fallas de carácter, ocultaban los excesos y bajos instintos del monseñor. Se habían distinguido como funcionarios a los que se exige un alto grado de violencia y buena puntería. Nativos de Navarra, en otra época se habían incorporado a los tercios del gran capitán. Ahora veían en el servicio del Santo Oficio tres comidas calientes al día, un salario exiguo, pero con muchas entradas extras gracias a la extorsión a los conversos inconstantes y a las mujeres excéntricas, siempre acusadas de brujería por las calumnias y chismes de sus vecinos.

Pasada la sesión de tortura, en la que eran especialistas los oficiales del Santo Oficio, los prisioneros inventaron un cuento increíble: dijeron que, de camino a los Estados Pontificios, en busca de su batallón para reincorporarse a sus huestes como un medio para abandonar la península por el puerto de Ostia, como lo mandataba el tratado de paz, acamparon en las ruinas abandonadas de una fortaleza romana. Las declaraciones de ambos eran contestes y uniformes; aseguraron que, descansaban junto a una fogata cuando se acercó un forastero que vestía una pesada capa y pidió permiso para arrimarse al fuego; después de un poco de vino, los franceses, extrovertidos, se extendieron platicando sobre sus aventuras y batallas exagerando sus lances militares. Decían que no obstante que la guerra estaba ganada, se habían retirado, debido a que Luis de Armagnac, duque de Nemours, comandante del ejército francés, había fallecido en la batalla de Ceriñola. Compartieron con el extraño que se habían quedado atrás dado que no querían partir sin su botín, por lo que en el trayecto se habían dedicado a la depredación y al saqueo. Esperaban reincorporarse al ejército y con todos retornar a la amada patria. Uno de ellos tenía planes de cultivar las tierras de la familia y el otro de seguir el oficio del padre como sastre en París. La charla continuó hasta que fueron vencidos por el sueño. Cuando despertaron estaban atados dentro de las ruinas de la fortaleza. Tirados en la arena pedregosa vieron al forastero ejecutar un extraño ritual y lo escucharon pronunciar invocaciones en un idioma parecido al italiano. En eso un fuerte viento avivó el fuego y empezó a crepitar la leña, al tiempo que una imagen humana surgió de las volutas de humo. Ese fantasma se apoderó de sus conciencias y los obligó a raptar a la doncella y a conducirla a la gruta en donde se celebró una misa negra. La vida de la joven mujer fue arrebatada por el forastero, quien ocultaba una toga negra debajo de la pesada capa. Trataron de resistirse a la posesión demoniaca, lo que les fue imposible. Despertaron en la gruta de la bahía de Sorrento completamente cubiertos de sangre, junto al cuerpo sin vida de la doncella. No comprendían que había pasado, pero no eran ellos los que habían matado a la joven, estaban arrepentidos, en paz con su Creador, resignados a la hoguera; repetían que fue un brujo, un hechicero y la posesión demoniaca lo que los privó de la voluntad y los obligó a participar en los abyectos eventos que se investigaban.

Cirilo y Benjamín azotaron con varas el torso desnudo de los desertores obteniendo la misma respuesta: fueron poseídos y un hechicero consumó el asesinato. Aplicaron el hierro candente una y otra vez sin lograr que se cambiara un ápice la versión de los penitentes.

En la noche del domingo, después de la misa mayor, un cortejo de prelados presidido por el cardenal, al ritmo de los tambores, condujo a los condenados a las pilas de madera amontonada en la plaza de armas. El virrey, desde un balcón en el Castel Nuovo, atestiguaba la procesión. El populacho enardecido los llenó de improperios y escupitajos. Atados a sus respectivos postes, bramando, uno de ellos con los ojos en blanco, aparentemente poseído por una fuerza maligna, inició un discurso delirante en un dialecto italiano de la región; los asistentes lograron identificar, entre las palabras, insultos, maldiciones y una invocación al maligno.

ESCUDERO POR DECRETO

Matías vino al mundo en una desvencijada choza destinada originalmente a ser chiquero, a las afueras del Madrid del Renacimiento. Habían pasado pocos años desde que los turcos se apoderaron de la capital del imperio romano de oriente. Es importante destacar el evento histórico, porque después de la caída muchos sabios abandonaron Constantinopla, llevando consigo sus conocimientos sobre el pensamiento griego y valiosos manuscritos de autores clásicos. Buscaron refugio primero en Italia, luego en Hispania y dieron el impulso definitivo a la llegada del Renacimiento. También por aquellos años, un orfebre alemán llamado Johannes Gutenberg se afanaba en producir numerosas copias de la Biblia utilizando tipos móviles en las planchas de una impresora. Su invento daría lugar a una revolución cultural en las décadas siguientes.

Con el descubrimiento de América, en Europa se vivía la primavera renacentista. En el seno de esa sociedad cambiante y en la extrema pobreza, nació Matías sin que nadie, durante esa niñez desvalida, se ocupase de él, ya que la madre, viuda, enferma, cansada de acumular dolor físico y moral, había perdido la fuerza, pero lo que era peor, la esperanza. La familia vivía de la caridad de sus vecinos, escasa en esa época cuando la Corona de Castilla mantenía una guerra permanente por la reconquista de la península, después de estar durante ocho siglos en poder de los moros. Los hijos que podían caminar pepenaban en los basureros de la villa esperando encontrar algún mendrugo; uno de ellos, más avispado, tocado por la mano de Dios con una gran energía e imaginación, emprendedor a sus diez años, muy de mañana, se acercaba al arrollo del Soto, se acicalaba, trataba de limpiar su andrajosa vestimenta y ayudaba en la cocina del castillo donde recibía parte de las sobras de la mesa feudal, pasaba por las cuadras a palear el estiércol, todavía con energía, pero con un aroma pestilente, se sumergía en el arroyo y frotaba contra su cuerpo ramas de laurel para disipar el hedor y así poder continuar con su jornada ayudando a los jóvenes nobles que se adiestraban en las artes de la guerra: limpiaba las monturas, pulía espadas y afilaba dagas para que estuviesen a punto en caso de una embestida. Al poco tiempo, a su escasa edad, se convirtió en el principal proveedor de la famélica familia. Su agradable fisonomía se tornó común en los corredores del castillo hasta volverse indispensable. Inteligente, se sentaba a las afueras de la sala donde los hijos de los nobles recibían instrucción, la brisa de la sabiduría caía en tierra fértil. Viejos maestros que habían visto el ascenso de los moros y el derrumbe de los muros de Constantinopla, enseñaban el álgebra de los árabes, la trigonometría de los griegos, la astronomía de los italianos, la anatomía de los egipcios. En su rincón, en el quicio de la puerta, alejado de las miradas, observaba los diagramas en la pizarra y tomaba nota mental del correcto castellano y de las ciencias exactas; gracias a la buena disposición del rapaz era el asistente que más aprendía. Se debe reconocer que esos mozalbetes pertenecientes a las clases encumbradas, con estirpes que se perdían en la nobleza visigoda, romana y cartaginés, que aprovechaban su fuero y hacían gala de malcriadez y patanería, tenían los mejores preceptores.

Entre los alumnos más revoltosos y menos asiduos al salón de clase, se encontraba Gonzalo, hijo menor de Pedro de Córdoba; por su categoría de segundón, estaba destinado a la iglesia o a la milicia, ya que los títulos y los señoríos irían a parar al primogénito, Alonso de Aguilar. El hijo menor tampoco había heredado las ínfulas y la petulancia de la familia y lo mismo trataba con los plebeyos que con las testas coronadas. Estaba dotado de un gran carisma, era querido por los nobles y por el pueblo. Esa personalidad magnética lo acompañaría toda la vida y lo convertiría en líder de los ejércitos y en un gran negociador. Lo anterior no lo liberaba de cumplir con sus deberes y para no ser sometido al castigo de los preceptores, que solía ser un doloroso reglazo en la palma de la mano, acudía a Matías quien, con gusto, le entregaba la tarea ya hecha antes de que iniciase la clase o cuando coincidían en la armería o cuando el noble iba por un caballo a las cuadras.

La fuerza de voluntad de Matías, su resiliencia, la tolerancia a la frustración y su conducta optimista y alegre le ayudaron para no dejarse vencer por la adversidad. En múltiples ocasiones, por la madrugada, inició la jornada sin alimento en el estómago, fueron muchas las veces que caminó adolorido por haber sufrido la golpiza de un vecino o de sus hermanos mayores, no fueron pocas en las que se presentó en los establos empapado por un aguacero o mordido por un perro; él llegaba, aunque fuese arrastrándose, buscando la forma de ser útil y ganar una moneda o un mendrugo que sobrase después de los opíparos desayunos de la nobleza. Se sobrepuso en esa tarea de vida o muerte para lo cual se imaginaba un escenario mejor y con ese estímulo mental emprendía con tesón la lucha diaria.

En una de esas mañanas en que abrir los ojos y estar vivo era una epopeya, de camino a su cita con el estiércol, en el cauce del arroyo, cuando se estaba aseando, escuchó los planes de tres jinetes encaminados a allanar el castillo cuando se estuviere celebrando el torneo en Torrelodones, a las afueras de la ciudad, con motivo de las fiestas de san Isidro Labrador, para sustraer las famosas alhajas de la duquesa, provenientes de los talleres de orfebres judíos, elaboradas antes de la diáspora.

La justa, que se celebraba año con año, convocaba al pueblo y a la nobleza donde estarían representados los reinos de la península, en especial los de León y Aragón, con los que Castilla tenía una añeja rivalidad, por lo que acudirían sus mejores caballeros; incluso los árabes del califato de Granada mandaban a sus más avezados jinetes.

Consciente de que poseía un valioso informe, trató de pasar inadvertido a las miradas inquisitivas de los esbirros, para lo cual caminó por la rada que se formaba en el arroyo, caudaloso en ese mes de septiembre; iba agachado entre la yerba, con la idea de poner en sobre aviso a los habitantes del castillo, pero no logró su objetivo, ya que uno de los facinerosos lo vio de reojo y aun cuando no se sentían descubiertos, les pareció divertido amarrar al rapaz y arrojarlo a un foso infestado de ratas y de toda clase de fauna ponzoñosa. Los malandros profirieron estridentes carcajadas en el proceso de inmovilizar al menor, como si se tratase de un fardo de basura más que de un ser humano.

Sofocado por un trapo que le cubría la boca, pero motivado por una fuerza interna inexplicable en un cuerpo desnutrido y frágil, cuando los sujetos acabaron con el aguardiente y dormían la mona alrededor de la fogata, ese saco de huesos logró salir del agujero, sumergió sus ataduras en la olla todavía humeante, en un puchero asqueroso, noventa y nueve por ciento grasa, para dar de comer a las ratas al tiempo que cortaban las cuerdas que lo inmovilizaban con su filosa dentadura. Reuniendo las pocas fuerzas que aún tenía logró llegar a la casona feudal, hambriento y deshidratado, la moza se apiadó de él con una hogaza de pan de centeno y una pinta de cerveza ligera.

Gonzalo, convaleciente de paperas, por instrucciones del galeno no había asistido a la justa. Eran dos niños el único bastión para repeler el ataque de los bandidos. Ambos estaban dispuestos a arriesgar la vida y enfrentar a los aguerridos facinerosos con sus armas de utilería. Aquí vale la pena preguntarse ¿qué es lo que convierte a una persona normal, común y corriente, sedentaria, en sanguinario combatiente? Puede ser la práctica constante o la explicación se encuentra en el gen guerrero del que eran poseedores esos pequeños; esa condición les impedía huir, había dilatado sus pupilas y alegres, desprovistos de temor, los inducía a la batalla.

Como en todo castillo feudal, los aposentos de los señores se encontraban en el torreón: el lugar más alejado y seguro de la fortaleza; para subir era menester superar cincuenta escalones labrados en la cantera. Remataban en una antecámara donde se daba audiencia a los más cercanos, luego había que traspasar una pesada puerta de roble para entrar a la habitación principal. Puerta y fortaleza se remontaban a las guerras púnicas. Los muros estaban diseñados para soportar el embate de los cañones y un foso perimetral, eran el resto de las defensas.

—Perico —así llamaba a Matías— tomad esta daga y colocaros detrás mío, cuando dé el golpe con mi acero vos lo rematáis en las zonas blandas, tendréis que actuar con rapidez y acuchillar en múltiples ocasiones.

Gonzalo y su compañero se escondieron en la cámara de los duques y con paciencia esperaron a los asaltantes, que no tardaron en llegar. Confiados, los facinerosos se encaminaron directo al cofre. El de la retaguardia no supo qué lo atacó, sólo sintió el acero que penetraba por su espalda y cuando volteó, el pequeño del arroyo, a quien habían dejado de comida para las ratas, lo apuñalaba múltiples veces a la altura de los riñones y el hígado y aun cuando le alcanzó a propinar un manotazo que lo hizo rodar, ya las fuerzas lo abandonaban cuando caía al suelo inconsciente. Instantes después, otro de los ladrones también reconoció al niño del arroyo y esos segundos de descuido le permitieron a Gonzalo introducir su acero por el costado en una trayectoria directa al músculo cardíaco: el sujeto cayó fulminado. El tercero se quitó a puñetazos a los pequeños; cuando quiso patear a Matías, Gonzalo le propinó dos profundos piquetes en pierna y brazo, en respuesta recibió una patada que lo hizo rodar; herido, el bandolero quiso escapar, pero ya era tarde, el chico que dejó a las ratas comiendo sogas le clavó en múltiples ocasiones su filosa daga en el estómago: ya no sintió cómo lo remataban los pequeños poseídos por una rabia infernal.

Los tonos de la tarde se convirtieron del dorado a grises cuando jubiloso arribó el cortejo a la fortaleza proveniente de la justa, iba a ser una noche fresca, una brisa originaria de los pirineos anunciaba la proximidad del otoño. Los niños jugaban en el puente levadizo, con su portentosa imaginación recreaban una escena de guerra en la que asumían el rol de un general que ordenaba la carga de la caballería ligera.

El señor, padre amoroso, advirtió que Gonzalo ostentaba tortazos en el rostro y los riñó para que no pelearan entre ellos. El pequeño, con el respeto que dispensaban a su progenitor, le replicó que no habían peleado, que él y su escudero habían acabado con unos robustos facinerosos y que habían dejado los cuerpos sin vida en la cámara principal. Los nobles del cortejo no pudieron reprimir una carcajada. El señor, feliz por el triunfo en la justa, se contagió de la alegría general e ingresó al castillo justo cuando se escuchó un grito proveniente de sus habitaciones: era la duquesa que había descubierto tres cuerpos tendidos sobre su propia sangre.

—Josú, qué ha pasado aquí.

—Os lo he dicho, padre, Perico fue atacado por tres malandros en el arroyo y ahí atestiguó los planes para robar las joyas de la señora madre. Logró escapar y entre los dos hemos defendido el castillo.

El duque miró a su pequeño, al más querido de sus hijos, en el que se permitía externar sin ambages su amor fraterno y la sorpresa mutó a orgullo, también reparó en el escuálido Perico, quien era asiduo a la casona.

—¿Y Perico cómo se ha librado de sus captores?

Una docena de hidalgos depositaron su incrédula mirada en el simpático rapaz.

—He metido las ataduras en el puchero y se las he ofrecido como comida a las ratas, sus afiladas dentaduras han hecho el trabajo.

Mostró sus muñecas y tobillos con las lesiones todavía visibles, provocadas por las sogas y las mordeduras de los roedores.

—Pero… ¿y cómo los habéis enfrentado?

—Perico los ha apuñalado con esta daga y yo con el espadín, armas que hemos sustraído de la conserjería. Cuando caía el tortazo sobre uno, el otro atacaba a la altura del hígado, riñones y corazón, como me habéis enseñado.

Al tiempo que se explicaba brillaban los ojos del menor poseído por una fuerza interior que le acompañaría toda la vida.

—Yo y mi escudero nos hemos organizado bien.

—¿Vuestro escudero?

—Perico es mi escudero.

—Entonces que él sea vuestro escudero por decreto y vos caballero. Hincaos.

Con el espadín todavía cubierto de sangre, el señor feudal tocó la cabeza de los niños y en ese momento los nombró caballero y escudero por decreto. Se ordenó el levantamiento de los cadáveres y se continuó con un banquete para festejar a san Isidro y a los nuevos héroes menores de edad.

II

La crónica de la triple matanza a manos de Gonzalo y Perico se esparció como espuma por toda la hispanidad, a lo que contribuyó que los cuerpos sin vida fueran reconocidos como peligrosísimos matones que solían recorrer el reino robando a campesinos y hacendados, violando a las doncellas y asaltando diligencias. Incluso el califato de Granada ofrecía cuantiosa recompensa por sus cabezas. A la fecha de su deceso debían numerosas vidas, por lo que la labor de los pequeños fue doblemente reconocida en todas las esquinas del reino.

Advirtiendo que su hijo menor era poseedor de valentía y destreza, al igual que Perico que no se le separaba, el duque decidió acelerar el adiestramiento de ambos, seguro de que algún día ocuparían encumbrados puestos en la Corte de Castilla. También se reforzó en la enseñanza de las ciencias, disciplinas del conocimiento humano que se había perdido en las arenas del Medievo, aunque se recuperó una pequeña fracción de ese portentoso caudal a través de los sabios árabes que se habían refugiado en la corte de Fernández de Córdoba. Matías fue el más beneficiado con el placer inenarrable que le brindaba el conocimiento de las ciencias exactas y las humanidades. Con respeto inquiría a sus preceptores sobre la infinita gama del saber humano, muchos de ellos le cobraron afecto al descubrir su sencillez y su gran inteligencia, y mucho fue lo que aprendió durante ese periodo, conocimiento que se convirtió en una poderosa arma que lo acompañarían a lo largo de su vida.

Ambos, el mendigo y el noble, se esmeraron en el adiestramiento castrense. Sus instructores, guerreros experimentados, habían descubierto que la pesada armadura entorpecía el combate y se decantaban a favor de la ligera malla tejida con el fino hilo de acero toledano, lo mismo protegía de la filosa punta de la flecha que del certero golpe del hacha; igual comprendían que la vida en batalla dependía de la mejor arma de la época: la caballería, por lo que, bajo la mirada de sus instructores, adquirieron la destreza de los mejores jinetes.

Con una buena dieta, ambos niños crecieron como jóvenes saludables y fuertes a quienes divertían los múltiples lances fronterizos en los que cruzaban sus espadas con los árabes, renegados y asaltantes, así cobraron fama de avezados espadachines; además, con el tiempo se convirtieron en disciplinados soldados, preparados para las intermitentes batallas con los moros que, tenaces, se rehusaban a abandonar la península.

Gonzalo y Matías se complementaban, el miserable se convirtió en el hermano del rico potentado. No sólo compartían hechos de armas, en ocasiones bajaban a la villa de Madrid en busca de una María del Carmen o de una María del Pilar o bien, una Ana Luisa. En esa época sobrevivieron a más de un esposo celoso con motivos para buscar la reparación del honor mancillado.

Los caminos del reino no eran seguros y una de esas bellas doncellas, amiga de uno y novia de otro, había sido secuestrada cuando la diligencia en que viajaba sufrió un asalto, que dejó a unos padres desesperados e impotentes, razón por la que los amigos gestaron una idea audaz, querían acabar con los bandidos del río Tajo. Los famosos delincuentes eran el azote tanto en el reino de Castilla como en el de Aragón, perseguidos por múltiples ofensas en el califato de Granada. Banda que por alguna razón inexplicable sabía identificar los mejores cargamentos y asaltaba las caravanas mejor provistas. Sus acciones habían resultado impunes porque conocían las veredas que se introducían en los bosques. Una de las víctimas, rescatada de la muerte por un piquete de soldados, entre los que se encontraban los amigos, refirió a sus salvadores que sin mayor reflexión los forajidos se habían dirigido a los cofres del caudal robando los doblones de oro destinados al rancho y el salario de los legionarios aposentados en la frontera. En ese momento de la charla fue claro para los astutos cadetes que los facinerosos tenían ayuda interna de la que se filtraba información por lo que un día antes de que partiera la caravana, decidieron correr el rumor de que se iba a transportar una valiosa mercancía. Hicieron guardia la noche previa afuera de la taberna. Ya muy entrada la noche descubrieron que uno de los cocheros, que había coincidido en la mayoría de los asaltos, se entrevistaba con un caballero ricamente ataviado a la usanza árabe. El que un pelado tomara una cerveza con un caballero llamó poderosamente la atención de los vigías, quienes decidieron seguir a uno y a otro cuando acabó la tertulia.

Gonzalo se deslizó por las estrechas callejuelas y cruzó el puente de Segovia siguiendo al caballero andaluz. Tras recorrer un intrincado pasaje por el bosque conocido en el lugar como “de los ausentes” el sospechoso montó un alazán que lo condujo por el camino a Compostela, para fortuna del cadete, una yegua pastaba a la orilla del camino; pero resultó ser vieja y le fue difícil seguir el vigoroso trote del alazán pura sangre.

Era una mañana fría, durante todo el trayecto había llovido, todavía se divisaba en el firmamento la estrella del norte cuando se filtraron los primeros rayos del astro rey y pudo ver, a lo lejos, cómo su perseguido ingresaba en una choza en apariencia abandonada, amarró la yegua donde no pudiera ser descubierta, se deslizó entre la yerba procurando no hacer ruido, se acercó lo más que pudo a la ruinosa construcción y desde la parte trasera pudo escuchar y ver a los asaltantes y a la joven mujer secuestrada, que yacía con golpes y amarrada en un rincón. La plática entre el grupo y su líder era un desordenado vocerío del que se desprendía el mejor lugar para asaltar la diligencia y apoderarse del caudal.

La mirada de los esbirros se posó en la joven con la clara intención de tomar turnos para violarla. Sin poderse contener, Gonzalo irrumpió en la choza, puso a uno de los asaltantes fuera de combate y a otro lo mandó con el Creador con un certero golpe de su espada en el plexo solar. Sin embargo, el número de esbirros era avasallador por lo que, en cuestión de segundos fue sometido. Inmovilizado a punto de recibir la estocada de muerte, el caballero árabe lo identificó como hijo del señor feudal y paró el golpe mortal.

—¡Alto!, es el hijo de Fernández de Córdoba, vale lo que pesa en oro; sólo hay que atarlo y dejarlo en la cabaña en lo que realizamos el trabajo, hoy es nuestro día de suerte; hay que enterrar a Melquíades, nunca debió descuidar su costado izquierdo.

Los facinerosos obraron en consecuencia: lo ataron junto con la mujer y el cuerpo de Melquíades fue enterrado casi a ras del suelo y a los pies de un sicómoro.

El panorama era desalentador, se encontraba con diversos golpes, mojado, friolento, con los miembros entumecidos por la falta de circulación y con una sola alternativa en su mente: escapar y evitar la emboscada. Con dificultad se arrastró hasta la mesa y trataba de ponerse en pie cuando sintió que alguien cortaba sus ataduras. Era Matías, quien había seguido al cochero en la borrachera costeada con las monedas de plata que recibió a cambio de su traición. Obnubilado por los vapores del alcohol, a punto de perder la conciencia, le reveló a Perico la ubicación de la cuadrilla de facinerosos. Él tomó una montura extra para su amigo, tres arcabuces, dos pistolas y se dirigió a la cabaña desvencijada.

Le propusieron a Ana Luisa dejarla a salvo en algún claro del bosque y pasar por ella cuando hubiesen evitado el robo a la diligencia, a lo que la beldad se negó de forma rotunda.

—No os vais a liberar de mí, soy muy buena con el arcabuz y necesitáis un poco de ayuda, además, he recibido un par de puñetazos de los que me quiero desquitar.

La doncella tenía razón, hacía falta su buen manejo de las armas, desde muy pequeña el padre la había instruido en la difícil disciplina del tiro con arcabuz y puesto que habían contado a doce asaltantes, estaban en franca desventaja. Tenían como únicos aliados su valentía, la justeza de su causa y el elemento sorpresa.

Matías iba a abordar la diligencia con dos pistolas pocos kilómetros antes de la emboscada, Ana Luisa se colocaría en los riscos con un par de arcabuces, donde pudiera acertar los tiros y Gonzalo saldría de entre los árboles a todo galope cuando iniciase la reyerta.

La joven beldad montó a la grupa en el caballo de Matías y a todo galope se dirigieron los tres a su cita con el destino.

Durante el trayecto Ana Luisa les relató que había reconocido al caballero árabe, ya que de ordinario se alojaba en la hostería de su familia.

—Se trata de Omar Zejud, siempre paga con monedas de oro. Escapó de las ruinas de Constantinopla perseguido por los moros, era uno de los generales de Constantino xi, se dice de él que es un gran estratega que se equivocó de bando.

Un rato después se escuchó la diligencia, los tres estaban colocados en sus posiciones. Los bandidos la detuvieron. Entonces sonaron dos disparos acompañados de gruesas volutas de humo y uno de los bandoleros rodó por los suelos y otro, gravemente herido, se llevó las manos a un costado; los tiros con los arcabuces también fueron certeros. A todo galope, Gonzalo dejó que su montura los embistiera y, al tirar mandobles por doquier, cayeron otros tres facinerosos. Con tiempo para recargar, Ana Luisa disparó a boca jarro sobre la humanidad de otros dos desgraciados, tomó el acero de uno de ellos y se abalanzó sobre tres que combatían con Gonzalo abatiendo sin dificultad a uno de ellos. Matías también tomó los suyos, puso fuera de combate a otros dos. Omar Zejud se sintió perdido y acicateó su brioso alazán por una vereda intrincada que se introducía en un tupido bosque a las faldas de los Pirineos.

El resultado del combate arrojó once cuerpos sin vida esparcidos alrededor de la diligencia y tres amigos milagrosamente indemnes. Lamentaban la desafortunada huida del jefe de la banda. Habían dejado con vida a una peligrosa alimaña.

Rehicieron el camino y sorprendieron a un adormilado Madrid con la noticia: “Fue aniquilada la peligrosa banda del Arroyo Tajo”.

III

La dinastía Zejud se perdía en las arenas del desierto, siempre enquistados en el poder político y religioso. En el año 1071 los generales de la tribu participaron en la batalla de Manzikert al servicio de los selyúcidas. Para el año 1243 enfrentaron al mongol Batu y su Horda de Oro, que sobrevivieron en una pequeña porción de terreno asociados con Ertugrul, el primer miembro dinástico de los otomanos. Cuando empezó la expansión territorial de los turcos en Anatolia, se sentaron las bases de un imperio que duraría siete siglos, los Zejud eran el músculo militar del califato. Un general Zejud le entregó a Orhan i