Filosofía y medicina - Benjamín Herreros - E-Book

Filosofía y medicina E-Book

Benjamín Herreros

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Beschreibung

Este volumen nos introduce históricamente en la relación entre medicina y filosofía, detalla la utilidad de una para la otra y analiza los problemas a medio camino entre la ciencia médica y la filosofía, como el concepto de persona, la dialéctica cuerpo-alma, la ética que propone la medicina, la neuroética o la muerte. "La medicina es más que una técnica. Es una vocación que habla de nuestra humanidad común. En Filosofía y medicina. Una historia de amor, el doctor Benjamín Herreros ha capturado elocuentemente la relación y simbiosis que existe entre ambas. Con una escritura accesible y elegante, Herreros ha escrito un libro estupendo, en la mejor tradición de sir William Osler y don Gregorio Marañón.

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Benjamín Herreros Ruiz-Valdepeñas

Filosofía y medicina. Una historia de amor

Prólogo de Javier Sádaba

© Taugenit S. L., 2021

© Benjamín Herreros Ruiz-Valdepeñas, 2021

© del prólogo, Javier Sádaba, 2021

Diseño de cubierta: Gabriel Nunes

Edición digital: José Toribio Barba

ISBN digital: 978-84-17786-40-3

1.ª edición digital, 2021

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com).

www.taugenit.com

Con agradecimiento a Javier Sádaba, Fernando Bandrés y Miguel Sánchez, maestros en mis avatares por la medicina y la filosofía.

Índice

Prólogo

Introducción

Las dos culturas

Médico: ¿cuál es tu filosofía?

Filósofo: ¿sobre qué filosofas?

Enfermedad y pensamiento

Guía para la lectura

Medicina y filosofía, una historia de amor

Tanto en común

Una historia de amor y desamor

Jano bifronte

Bibliografía complementaria

Medicina para filósofos (y no filósofos)

¿Por qué es importante la medicina para los filósofos y para todo amante de la sabiduría?

Bibliografía complementaria

¿Para qué le sirve la medicina a un filósofo?

La medicina sirve para darle una base científica a la filosofía

Bibliografía complementaria

La medicina sirve para construir una ética

Bibliografía complementaria

La medicina sirve para modelar el concepto de persona

Bibliografía complementaria

La medicina sirve para comprender mejor la dialéctica cuerpo-alma

Bibliografía complementaria

La medicina sirve para conocer mejor nuestras decisiones: neuroética

Bibliografía complementaria

Filosofía para médicos (y otros sanadores)

¿Por qué es importante la filosofía para los médicos?

¿Para qué le sirve la filosofía a los médicos?

La filosofía sirve para que saber qué es un médico y cuál es el objetivo de la medicina

Bibliografía complementaria

La filosofía sirve para saber qué es la medicina

Bibliografía complementaria

La filosofía sirve para mejorar las decisiones de la medicina

Bibliografía complementaria

La filosofía sirve para comprender al enfermo

La filosofía sirve para detectar problemas

Bibliografía complementaria

La filosofía sirve para gestionar mejor la muerte

Bibliografía complementaria

Epílogo. Coronavirus: urgencia médica y filosófica

Prólogo

El libro de Benjamín Herreros es un buen libro. Lo es, antes de nada, porque es original, actual, se lee con amenidad y se aprende. Y va dirigido no solo a médicos y filósofos, en cuyas materias es especialista, sino que se abre a todos aquellos que quieran saber y aplicar sus conocimientos. Y, aunque enseguida volveremos sobre ello, coloca un puente entre esas dos orillas desgraciadamente tan separadas en nuestro país como son las Ciencias y la Humanidades. En este sentido recuerda una vez más el ya famoso artículo, después convertido en libro, de P. Snow en donde protesta por la dramática separación, si no oposición, entre el mundo de la Ciencia y el mundo de las Humanidades. Es como si se tratara de dos universos cerrados y que no se miran. Ya el planteamiento de Snow, otros también lo notaron, falla en su contraposición, porque ciencias las hay de muchos tipos, piénsese en una dura como la física o en otras blandas como la historia. Lo que sucede es que el físico, si no es un miope de alta graduación, acaba reflexionando de modo semejante a como lo hace un, llamémosle así, humanista. Y una crítica histórica, pensemos en los evangelios cristianos, necesitan de la paleontología, de la de la lingüística y hasta de la genética. En cualquier caso, la orientación de los estudios y de la cultura popular y no popular ha separado de tal manera a ambas partes que es necesario un lazo que las una.

Por eso está en su punto que Benjamín Herreros, después de decir lo anteriormente señalado, y haciendo caso al subtítulo del libro («Una historia de amor»), nos recordara que Medicina y Filosofía nacen juntas. Y es que en los esfuerzos por liberarse del mito, unos y otros, médicos y filósofos, se aproximaron a la naturaleza, ambos son «físicos». P. Laín Entralgo, entre nosotros, ha sabido vulgarizar este decisivo encuentro. Y E. Tugendhat escribirá que los primeros filósofos morales conceptualizaron los iniciales pasos de la ética tomando como modelo la salud y equilibrio del cuerpo. De ahí que en el libro encontremos una lista, desde Alcmeón de Crotona a Galeno, de médicos filósofos. Verdad es que Aristóteles no fue médico, pero sí su padre y los ejemplos que usa en sus escritos hacen casi siempre referencia a la medicina. No deja de ser curioso que filósofos de nuestro tiempo, como sucede con el poliédrico M. Foucault, fueran hijos de médicos. Pronto surgió, sin embargo, el desamor. Y de ir juntas de la mano, Filosofía y Medicina tomaron caminos distintos. Benjamín Herreros se fija en alguna de las causas de tal desamor. Tal vez habría que añadir el poder de la religión. Tengamos en cuenta que Jerusalén venció a Atenas o, si se quiere, que rápidamente la tarea griega quedó encerrada en la fe cristiana. Y, así, la Iglesia encomendó a la Filosofía el alma y a la Medicina el cuerpo.

Los dos capítulos centrales que componen el edificio del libro son como las dos alas de un avión. En uno se expone la importancia de la Medicina para el Filosofar, mientras que en el otro se trata la importancia de la Filosofía para los profesionales de la Medicina. Comencemos por el primero. La Medicina, además de arte y técnica, es una ciencia empírica. Conviene subrayar lo de empírica porque ciencias las hay desde la lógica hasta las históricas. Dilthey distinguió entre Ciencias de la Naturaleza y Ciencias del Espíritu. Aunque un tanto anticuada, establece una distinción, con toda razón, entre las ciencias que investigan los hechos del mundo, piénsese en la física, y las que llamamos Humanidades o Ciencias de la Cultura. La Medicina, tanto es su carácter investigador como clínico, e incluso de gestión, está envuelta en leyes y conjeturas. Benjamín Herreros reclama con insistencia esa parcela que le es inherente a la profesión médica. Lo hace con equilibrio y sin dogmatismo. Lejos de los que, con bastante desfachatez y no pocos errores lógicos, se denominan los «Nuevos Optimistas» y a cuya cabeza está el excéntrico Steven Pinker, y que nos cuentan que este es el mejor de los mundos posibles. Una idea remozada de lo que se atrevió a afirmar Leibniz. La ciencia médica, en sus justos términos, ayudará a que el filósofo no se extravíe en sus elucubraciones y a darnos conocimiento en vez de vender humo, cosa que, desgraciadamente, ocurre con frecuencia. Como escribía P. Strawson, la mayor parte de la tarea ética consiste en escudriñar los hechos. Por otro lado, mientras los filósofos se enredan a la hora de decirnos qué es una persona y últimamente casi todo se reduce a ser personista o humanista, la Medicina nos entrega al humano entero, un organismo fruto de la evolución y compuesto por cientos de millones de células. Es desde ahí desde donde hay que mirar a la persona o, si se quiere, al individuo. Por último, y dejando de lado otras posibles aportaciones, se sitúa la decisiva relación del cerebro con sus productos. Se trata del viejo problema mente y cuerpo. Hoy neurólogos, psiquiatras y físicos están dándonos día a día información sobre ese determinante y esquivo órgano que llega hasta la muy discutida conquista de una Superinteligencia. Aquí el filosofo ha de escuchar y no liarse con viejos conceptos como el del alma o incluso la mente. No podemos ser ni monistas ni dualista. La solución estaría en medio y por ahí discurre el libro que comentamos.

Es hora de pasar a la última parte, a lo que la Filosofía puede dar a la Medicina. Se ha dicho hasta la náusea que no hay Filosofía sino filosofar. Y es que la filosofía no es un corpus cerrado, como la ciencia, ni nos descubre, a no ser indirectamente, cómo es el mundo. A pesar de ello y de que existen positivistas, idealistas y una legión de doctrinas que sería largo enumerar, a toda filosofía le atraviesan ciertas características. Por ejemplo, deshacer entuertos lógicos, aclarar el significado de las palabras, tener una visión del mundo o, más exactamente, de la existencia, y mostrar un modo de vivir que otorgue la máxima felicidad posible. Desde ahí señalemos algunas de las aportaciones de la Filosofía a la Medicina. Así, enseñar a moverse entre dilemas, porque la vida es dilemática y nos obliga a tomar decisiones, las cuales se muestran con un rostro inevitablemente contradictorio. O entender al paciente como un ser humano total y doliente. En este sentido, no estaría de más que la renqueante bioética, en vez de encerrarse en unos principios arbitrarios o jugar el partido de a ver si gana el principialista o el casuista, supiera más de lógica, de ciencia y de ética. Finalmente, y por escoger un tema de actualidad, no hay modo de enfocar y defender la eutanasia si no se tiene en cuenta la radical libertad de los individuos o la manera como nos enfrentamos con la cesación o muerte. Baste este pequeño listado de problemas en donde la Filosofía se convierte en una ayuda para la Medicina.

Un prólogo ha de ser breve. No tiene ni por qué halagar sin más o criticar sin más. Cuando de un buen libro se trata, como es el caso, el deseo es invitar al lector a que lea el libro, dialogue con él y lo saboree. No sé si logrará que Filosofía y Medicina vuelvan a enamorarse. Creo que todos nos conformaríamos con que al menos sean buenos amigos.

Javier Sádaba

Introducción

Las dos culturas

Medicina y filosofía representan dos mundos, el de las ciencias y el de las humanidades, muchas veces separados. Este libro pretende mostrar que no debería ser así. La medicina es una disciplina a medio camino entre las ciencias y las humanidades; la filosofía, la buena filosofía, debe inspirarse y construirse desde los hechos y la ciencia. Los humanos somos muy dados a dicotomizar y fraccionar lo que nos rodea para poder entenderlo mejor, simples constructos útiles que facilitan la comprensión. Estas divisiones artificiales suelen encasillar a las cosas como opuestas, porque así entendemos mejor lo que sucede, tanto alrededor como en nosotros mismos: somos de A o de B, pertenecemos a X o a Y. Realizar esta operación de simplificación de la realidad facilita la comprensión y, además, produce tranquilidad, porque al situarnos a un lado u otro de la orilla del río obtenemos la seguridad de la pertenencia y de la identificación con los «nuestros», sabiendo quiénes son los «otros». Pero, en realidad, el río está lleno de islas y afluentes y al final desemboca en el mar, donde todo se mezcla.

Una de las divisiones clásicas es la que se realiza entre ciencias y humanidades, estando la medicina dentro de las primeras y la filosofía en las segundas. El que es afín a las ciencias pronto aprende a decir «Soy de ciencias», como si esto supusiera no tener interés por las humanidades, por el arte, la literatura o la filosofía, mientras que el que es «de humanidades o letras» despreciaría las matemáticas, la biología o la física. La educación tampoco ayuda a romper esta falsa dicotomía, ya que cuando los alumnos escogen un determinado programa educativo se olvidan de la otra orilla del río, y no digamos cuando dan el salto a la universidad. ¿Qué es eso de estudiar filosofía en el grado de Medicina, o, al revés, biología durante la carrera de Filosofía? Esta tendencia a la división ha salpicado de muchas maneras a la relación entre filosofía y medicina. Por ejemplo, cuando se ha clasificado al humano como un ser con cuerpo y alma o, más adelante, con mente y cerebro, oponiendo además el cuerpo, de lo que se ocupaba la medicina, al alma, donde se situaba la razón filosófica.

Desde sus orígenes comunes, filosofía y medicina han estado en continua interacción y, aunque han existido diferencias y desavenencias, en realidad ha sido en los dos últimos siglos, especialmente desde el auge del positivismo decimonónico, cuando se han ido separando paulatinamente. Este fenómeno se ha producido entre las ciencias y las humanidades, pero tal vez ha sido más acentuado entre la medicina y la filosofía. Muchos autores han criticado este distanciamiento artificial. Posiblemente el más célebre, en gran medida gracias al título de su ensayo (Las dos culturas), ha sido Charles P. Snow. Hombre de ciencias, fue un destacado físico molecular, pero también de humanidades, pues llegó a ser un escritor y ensayista más que notable, Snow pronunció en Cambridge en 1959 su conocida conferencia, basada a su vez en un artículo que había publicado en 1956. En Las dos culturas, Snow cuenta cómo llevaba treinta años en intenso contacto con científicos y escritores: «Me movía entre dos grupos —comparables en inteligencia, de idéntica raza, de orígenes sociales no demasiado diferentes, más o menos con los mismos ingresos— que habían dejado absolutamente de comunicarse entre ellos y que, en materia de clima intelectual, moral y psicológico, tenían tan poco en común». Aunque Snow ejemplifica esta separación en el mundo británico, señala que, en términos generales, es un problema de todo Occidente. La sociedad occidental se escinde cada vez más en dos grupos polarizados, intelectuales y científicos, una escisión que afecta a la vida intelectual y a la práctica. Entre ambos existe «un abismo de incomprensión mutua, a veces (particularmente entre los jóvenes) hostilidad y desagrado, pero sobre todo falta de entendimiento. Cada grupo tiene una curiosa imagen distorsionada del otro». Ignorantes y recelosos los unos de los otros, la sociedad occidental se encamina hacia una división que, además de ser artificial, solo puede traer consecuencias negativas.

El ensayo de Charles P. Snow tuvo una amplia contestación y sus ecos llegan hasta nuestros días. Su principal valor es haber señalado con claridad, con ejemplos concretos, la separación artificiosa entre dos culturas que deberían permanecer en continua comunicación, porque ni la realidad ni los humanos estamos divididos en dos. Ciencias y humanidades, medicina y filosofía, forman parte de nosotros y de lo que nos rodea. Y la comunicación entre ellas debe establecerse tanto a nivel teórico, ya que las dos disciplinas comparten problemas, como práctico, porque también las dos deben dar soluciones a lo concreto. Las neurociencias, por ejemplo, parecen más próximas a la medicina, pero son imprescindibles para que un filósofo pueda hablar de la conciencia, mientras que la ética, disciplina filosófica por antonomasia, es esencial para que el médico pueda tomar buenas decisiones. Los poros y vasos comunicantes entre medicina y filosofía son inevitables, porque son las disciplinas que se hacen cargo de lo que más nos importa: la salud, la vida, su sentido y posible destino. Esto no pasó desapercibido a Albert Einstein y cuando en los años 1930 reflexionaba sobre la forma de resolver el problema que más le preocupaba, el conflicto árabe-israelí, escogió al médico y al intelectual (al filósofo) para defender los intereses de los pueblos. Hablaba de constituir un «Consejo Secreto» al que judíos y árabes delegaran cuatro representantes independientes, entre ellos un médico elegido por las Asociaciones de Médicos y un intelectual elegido por los propios intelectuales. Se reunirían semanalmente y «se comprometerían por juramento a no servir los intereses de su profesión ni de su nación, sino a buscar en conciencia las necesidades de toda la población». Medicina y filosofía se ocupan de lo que más nos importa, de los principales problemas de los humanos, seres conformados por una compleja unidad que no se debe fraccionar, por mucho que hacerlo facilite la comprensión. Este libro trata de los poros y canales que comunican las dos orillas de un mismo río.

Médico: ¿cuál es tu filosofía?

En «El dilema actual de la filosofía», la primera conferencia publicada en Pragmatismo (1907), William James argumenta cómo lo más importante para todos y cada uno de nosotros es nuestra filosofía. Para explicarlo expone el siguiente fragmento de Herejes (1905), de Gilbert K. Chesterton:

Hay personas —entre las que yo me encuentro— para las que lo más práctico e importante de un hombre es su punto de vista sobre el universo. Pensamos que a una patrona le importa saber lo que gana un huésped antes de aceptarlo, pero todavía le importa más conocer su filosofía. Pensamos que, antes de luchar, a un general le importa saber el número de tropas del enemigo, pero que todavía le importa más conocer la filosofía de ese enemigo.

William James, de acuerdo con Chesterton, señala que cada uno tenemos nuestra propia filosofía y esta determina la perspectiva que tenemos del mundo. La filosofía que tenemos es esencial en nuestras vidas y, aunque permanezca inconsciente o no sea articulada, constituye muestro sentimiento «de lo que auténtica y profundamente significa la vida». En función de la filosofía que tenemos, del significado que le damos a la vida, tomamos unas u otras decisiones, establecemos prioridades y, en definitiva, configuramos nuestro carácter.El médico, como cualquier persona, tiene una filosofía y debe saber cuál es. Si cabe, esta obligación es aún mayor en él, porque al gestionar la salud y la vida de otras personas, resulta trascendental saber desde qué punto de vista lo hace. Si, por ejemplo, considera que la vida es sagrada, actuará de una manera, mientras que si lo más importante para él es ampliar el conocimiento científico, procederá de otra. Si es un liberal convencido gestionará los recursos sanitarios de forma diferente de si es igualitarista. El médico tiene la obligación de saber cuál es su filosofía, porque no le concierne solo a él, afecta también a sus enfermos. Cuando Mario Bunge dice que «el buen médico, a diferencia del curandero, pone en práctica diariamente, en general sin saberlo, todo un sistema filosófico», está aplicando las ideas de William James al médico.

La filosofía que poseemos, la que posee el médico, indica qué concepto tenemos del universo y de la realidad, lo cual se aplica después a la vida cotidiana, dando una idea general y global de los problemas, a diferencia de la ciencia, que es más concreta. Para el científico, para el médico, la reflexión filosófica es necesaria antes y después de aplicar la ciencia: se actúa desde una perspectiva (filosófica) y las conclusiones extraídas tras poner en práctica la ciencia deben replantear dicha perspectiva, quién sabe si para modificarla. Seguramente, a la inmensa mayoría de los médicos la experiencia de haber tratado enfermos ha modificado su concepción de la vida. Dicha reflexión filosófica se puede hacer en solitario, pero también de la mano de los filósofos, ya que su tarea es en parte indagar en el significado de nuestro quehacer y ayudar a descubrir de qué manera poder orientarlo. Un ejemplo lo encontramos en la explosión científico-técnica acaecida en la segunda mitad del siglo XX. Los científicos, incluidos los médicos, no sabían qué hacer con tantos avances, de qué manera manejarlos. Hannah Arendt indicó en 1972 que el progreso científico podría implicar «el doblar de las campanas por la humanidad, de la misma manera que el progreso de la investigación pudiera muy bien terminar destruyendo todo lo que la hacía valiosa para nosotros», también a la investigación médica. La noción de progreso, continuaba Arendt, «no puede servirnos ya de patrón para apreciar el valor del proceso de cambio desastrosamente rápido que nosotros mismos hemos desencadenado». Gracias a la reflexión de pensadores como Hannah Arendt se postuló que la técnica no era un fin en sí mismo y que debía reorientarse hacia sus verdaderos fines.

El médico tiene que conocer cuál es su filosofía, qué idea tiene de la vida, de su significado y sentido, tiene que preguntarse por sus valores y de qué manera los pone en práctica, qué ética posee y hacia dónde dirige sus objetivos vitales. Y si él solo no es capaz de averiguarlo, es aconsejable que busque respuestas en la sabiduría filosófica, porque esta disciplina se ocupa de intentar responder a estas cuestiones, nuevamente con William James y con Gilbert K. Chesterton, posiblemente las más importantes para todos. En el siglo XVI, Paracelso ya exhortaba acerca de la relevancia del saber filosófico para el médico:

¿Qué Filósofo verdaderamente ilustrado en las cosas naturales no ha de reírse al ver todas las que, a pesar de su importancia, han olvidado los médicos, que, fundadas y establecidas en la Filosofía, están presentes en la Medicina bajo numerosos dolores y enfermedades?

Filósofo: ¿sobre qué filosofas?

El médico, si no conoce su propia filosofía, corre el riesgo de actuar sin saber por qué lo hace ni hacia dónde se dirige. El riesgo de convertirse en un simple técnico destinado a ser sustituido en el futuro por máquinas inteligentes. El filósofo, en un principio, ha reflexionado acerca del significado y del posible sentido de la vida, se ha preguntado por su ética y por sus objetivos vitales. Los riesgos que corre son otros, entre otros responder a las cuestiones fundamentales de la filosofía sin tener en cuenta lo que dice la ciencia. Si es así, más que un filósofo será un doctrinario, un sacerdote o un poeta, pero ¿un filósofo? Los motivos que explican el alejamiento de muchos filósofos de la ciencia son diversos. El primero, la tendencia a la abstracción de algunos caracteres. Esto, inicialmente, es un aspecto positivo de la filosofía y es precisamente de lo que señalábamos que adolece la ciencia, de una visión general y de una idea global de los problemas. Pero la abstracción puede convertirse en un problema si no se funda en el mundo fáctico y si después, tras la reflexión filosófica, no se vuelve a él. Si la abstracción se convierte en el objetivo a perseguir, en el lugar de llegada, la filosofía resulta inútil y vacía de contenido. A esto se refiere Mario Bunge cuando habla de la «jerigonza incomprensible de una escuela esotérica» y de «la cacofonía de las filosofías».

Aparte de la tendencia de muchos filósofos a quedarse en las nubes, donde se está más cómodo que en la compleja realidad científica, hay que tener en cuenta que la mayoría de los referentes filosóficos, los modelos de muchos pensadores, han hecho su filosofía sin lo que hoy denominamos ciencia. El conocimiento científico era muy precario en la Grecia presocrática y clásica o en el medievo, épocas en las que aún no se había desarrollado el método científico. Inevitablemente, muchos autores clásicos y medievales construían sus castillos en parte sobre el aire, ya que carecían de los cimientos que aportan los datos científicos. No tenían otro remedio. Esto no significa que sus contribuciones no sean importantes; al revés, posiblemente son las mayores de la historia de la filosofía. Señalaron los principales problemas y apuntaron soluciones, muchas todavía vigentes. Pero la inmensidad de conocimientos científicos desplegados a partir de la Modernidad, especialmente desde el siglo XX, han obligado a replantear los problemas y las soluciones. No obstante, muchos filósofos siguen empeñados en hacer filosofía al estilo de Platón, Boecio o san Agustín, confiando exclusivamente en el poder de su razón, y esto, a la luz de los avances científicos, no es honesto, a no ser que se quiera hacer teología, poesía o, como señalaba Mario Bunge, que se pretenda establecer una escuela esotérica. No se puede filosofar de espaldas a la ciencia. Son dos caras de una misma moneda. Jesús Mosterín consideraba que existía un continuum entre ciencia y filosofía: «La filosofía es la parte más global, reflexiva y especulativa de la ciencia, la arena de las discusiones que preceden y siguen a los avances científicos», mientras que la ciencia trataría de «la parte más especializada, rigurosa y bien contrastada de la filosofía».

En el Libro III de la Metafísica, Aristóteles dice que «quien no conoce el nudo no es posible que lo desate». Para desatar los nudos de la ciencia y de la filosofía, es imprescindible que haya interacción entre ambas. Esta interacción puede provocar que se desmoronen teorías y especulaciones filosóficas, lo que incomoda a algunos y sirve también para que la ciencia avance. Se trata de ser rigurosos y de progresar en el conocimiento científico y filosófico, no de contentar a los que mantienen sus castillos celestes. Porque, como dice Javier Sádaba, «una filosofía que no esté al tanto de los hechos que sean relevantes para nuestra vida se convierte en un instrumento inútil». Esto supone apertura de mente y un gran esfuerzo. Michel Foucault intentó conocer de qué manera el ser humano ha desarrollado los saberes acerca de sí mismo, incluida la psiquiatría y la medicina. Para analizar estas ciencias y sus técnicas de conocimiento, además de estudiar, Foucault se empapó de realidad. En la entrevista incluida en Tecnologías del yo y otros textos afines («Verdad, individuo y poder», 1982), Foucault señala cómo «durante los años cincuenta trabajé en un hospital psiquiátrico. Después de haber estudiado filosofía quería ver lo que era la locura […]. Tenía libertad de moverme entre los pacientes y los médicos, pues no tenía ningún papel preciso». Esta tendencia a filosofar partiendo de los hechos, así como la de hacerlo desde la abstracción, ha estado presente siempre. Empédocles, según señala Aristóteles en el Libro IV de la Metafísica, afirmaba que «el conocimiento aumenta en los hombres ante lo que está presente». Desde los primeros filósofos se han mantenido estas dos predisposiciones, una especulativa que confía ciegamente en la razón y otra más apegada a la realidad. Bunge explica que esta última es la buena filosofía, porque es la que sirve para desatar los nudos, sobre todo desde la aparición de la ciencia.

Enfermedad y pensamiento

El médico tiene que conocer su filosofía y el filósofo construir la filosofía a la luz de la ciencia, incluida la medicina. Pero, además, estas dos disciplinas tienen numerosas conexiones, lazos que hacen que una sea muy útil para la otra y que se irán viendo a lo largo del libro. Antes de pasar a describir y analizar las relaciones específicas que existen entre medicina y filosofía, hay una conexión que conviene tratar aparte: cómo la enfermedad ha determinado la obra de muchos filósofos.

La enfermedad, al situarnos ante nuestros límites temporales y transformar nuestro estatus vital, puede modificar el estado mental del enfermo, especialmente si se trata de una enfermedad que afecta directamente a la mente. Es sabido que en el arte ciertos trastornos del ánimo y mentales han modificado la obra de multitud de artistas. La depresión y las adicciones estimularon la producción de músicos como Charlie Parker o Ray Charles, y Edward Munch o Van Gogh pintaron algunas de sus mejores obras cuando su salud mental estaba mermada. Respecto a la filosofía, si la enfermedad modifica el estado mental, además de poder ejercer un efecto creativo, sus resultados (pensamiento, ideas, opiniones) también pueden cambiar. Denis Diderot, en la Carta sobre los ciegos para uso de los que ven (1749), detallaba: «No he dudado jamás de que el estado de nuestros órganos y de nuestros sentidos tiene mucha influencia sobre nuestra metafísica y sobre nuestra moral, y de que nuestras ideas más puramente intelectuales, si se puede hablar así, dependen muy de cerca de la conformación de nuestro cuerpo». Y por ello se puso a interrogar a un ciego sobre los vicios y las virtudes.

Desde los comienzos de la filosofía, en Grecia, encontramos ejemplos de cómo la enfermedad puede determinar el pensamiento. En el Comentario sobre el Manual de Epicteto, realizado por el filósofo neoplatónico del siglo VI Simplicio, se detalla cómo Epicteto (siglo II a. C.) tenía una paciencia a toda prueba: «Ni las enfermedades, ni los dolores más fuertes turbaban su tranquilidad; consideraba que todas estas cosas eran enviadas por los dioses». Parece que su moral estoica de la aceptación y resignación se explicaba, en parte, por su historial médico: «Sufría sin quejarse y con mansedumbre hasta los sufrimientos provocados por los hombres. Era cojo desde su juventud a consecuencia de un absceso en una pierna que no había podido curarse. Se cuenta que, estando un día su dueño Epafrodito jugando con él un juego muy violento, Epicteto le advirtió muchas veces: ‘Me vas a romper la pierna’. Epafrodito continuó y le rompió finalmente su pierna enferma. ‘Te había dicho que me romperías la pierna’, dijo impasible Epicteto: ‘Mírala, está rota’». Su historia de sufrimiento y dolencias le enseñó que para poder ser feliz es preciso necesitar poco y resignarse: «Fue Epicteto el que por vez primera redujo toda la filosofía estoica a estas palabras: abstenerse y sufrir».

Existen casos similares, relacionando la pato-biografía con el pensamiento, en todos los periodos de la historia de la filosofía. Las enfermedades que más han condicionado la obra de los filósofos han sido las del sistema nervioso central y psiquiátricas, porque la «herramienta» de trabajo del filósofo es su mente y el pensamiento del filósofo se ve condicionado por el estatus mental, por las alteraciones cognitivas y afectivas. Está documentado cómo Blaise Pascal sufría migrañas visuales (Paciaroni, 2011): dolores de cabeza recurrentes, episodios de ceguera en la mitad del campo visual, zigzagueo, alucinaciones visuales, etcétera. Estas experiencias de aura migrañosa pudieron servir como fuente de inspiración para sus reflexiones. La repentina conversión religiosa que sufrió la noche del 23 al 24 de noviembre de 1654 estuvo acompañada de una visión iluminada que interpretó como fuego, la cual lo convenció de la «realidad y presencia» de Dios. Esta experiencia pudo haber sido provocada por un ataque de aura migrañosa, una epifanía espiritual que le llevó a dedicar el resto de su vida a cuestiones religiosas y filosóficas. Los casos de Simplicio y Pascal no dejan de ser interpretaciones retrospectivas de fenómenos no del todo bien probados. Para documentar mejor cómo las enfermedades, en concreto las neurológicas y psiquiátricas, han modificado la filosofía, expondremos dos ejemplos más recientes: la influencia, por un lado, de la neurosífilis en el último Nietzsche y, por otro, de los problemas psiquiátricos en la obra de Wittgenstein.

Al parecer, Friedrich Nietzsche se infectó de sífilis en 1866, lo que le provocó una paulatina ceguera y un serio daño de su sistema nervioso central. Cuando estaba afectado de neurosífilis, Nietzsche pasó por una fase de extraordinaria creatividad. Entre 1887 y 1888 escribió El ocaso de los ídolos, El Anticristo, Ecce homo y El caso de Wagner. Deborah Hayden, en Pox: Genius, Madness, and the Mystery of Syphilis (2003), ha postulado que en esta época los mecanismos cerebrales de control social pudieron estar inhibidos y la propia neurolúes podría haber provocado en parte su pensamiento delirante y megalómano. Un año después, en 1889, Nietzsche padeció en Turín un brote psicótico, tras el cual apenas pudo volver a producir algo coherente. En cuanto a Ludwig Wittgenstein, se ha analizado mucho la personalidad del que para muchos es el filósofo más original del siglo XX. Educado en un ambiente difícil —dos de sus hermanos se suicidaron—, son conocidas sus depresiones, los tormentos mentales que le situaron también al borde del suicidio y hasta las alucinaciones del genio vienés. Se ha descrito que Wittgenstein tenía las principales características del síndrome de Asperger y hasta que podía haber padecido esquizofrenia. No se puede pasar por alto la posible conexión entre los problemas mentales de Wittgenstein y su obsesión por clarificar el lenguaje y el pensamiento.

Uno de los canales que mantienen la relación entre la medicina y la filosofía es la influencia de la enfermedad en el pensamiento de numerosos filósofos. Decíamos que la enfermedad puede condicionar la obra de artistas y escritores. En el caso de la filosofía no solo se trata de que un fenómeno físico determine la filosofía (entendida como forma de vida) de un autor, como le sucedió a Epictecto con su cojera o a Michel de Montaigne con los cólicos nefríticos, que le obligaban a retirarse al balneario Bagni della Villa de la Toscana. Es que cuando una enfermedad afecta directamente a la herramienta de trabajo del filósofo, el pensamiento, su tarea se trastoca. La historia de la filosofía es la historia de los filósofos. De acuerdo con José Gaos, «la filosofía es una concepción que abarca el yo del filósofo», por lo que conocer la filosofía es conocer a los filósofos, sus ideas junto con sus vidas y biografías. Y las enfermedades que padecieron, cómo las vivieron y sufrieron, resulta trascendental. En todo ser humano, pero, si cabe, aún más en los filósofos.

Guía para la lectura

El libro Medicina y filosofía se estructura en tres partes. La primera es «Una historia de amor». Aquí se explica la relación íntima que existe entre las dos disciplinas desde sus inicios («Tanto en común») y cómo se han relacionado desde sus orígenes hasta nuestros días, con momentos de proximidad y de distanciamiento («Una historia de amor y desamor»). Se pone la lupa especialmente en aquellos que han compartido las dos disciplinas, los médicos-filósofos, con un apéndice sobre cómo el vínculo entre medicina y filosofía en ocasiones ha sido familiar («El ascendente paterno»). Esta primera parte concluye con un canto a la comprensión mutua, al amor que medicina y filosofía deben procesarse («Jano bifronte»). Las dos siguientes partes, «Medicina para filósofos (y no filósofos)»y «Filosofía para médicos (y otros sanadores)», tienen estructuras similares. Inicialmente se intenta explicar por qué una disciplina es importante para la otra y de qué manera resulta útil la una para la otra. Posteriormente, en cada uno de los dos apartados se detalla de qué forma concreta la filosofía es útil para la medicina y cómo la medicina lo es para la filosofía. En «Medicina para filósofos (y no filósofos)» se explican algunas utilidades de la medicina para los filósofos y para aquellos interesados por la filosofía (no necesariamente filósofos), como que la medicina sirve para darle una base científica a la filosofía, para construir una ética, para modelar el concepto de persona y comprender mejor la dialéctica cuerpo-alma, para que los filósofos sepan cómo se producen nuestras decisiones y cómo se construye la ética en el sistema nervioso. Unos pocos ejemplos de por qué la medicina debe despertar interés entre filósofos, aprendices de filósofos y todo amante de la sabiduría. En cuanto a «Filosofía para médicos (y otros sanadores)», se explica que la filosofía sirve para saber qué es un médico y cuál es el objetivo de la medicina, para descubrir qué es la medicina, cómo ayuda a mejorar la toma de decisiones médicas, a comprender al enfermo, detectar problemas y gestionar mejor la muerte. Estas no son todas las aplicaciones de la filosofía a la medicina, hay muchas más. Se han señalado solo unas pocas a modo de ejemplo, utilidades de la filosofía que permiten ilustrar lo trascendente que es para un médico que se adentre en determinados conocimientos filosóficos. Y se apostilla que es filosofía para médicos«y otros sanadores» porque, aunque históricamente el médico era el profesional que se encargaba de cuidar a los enfermos, actualmente comparte la tarea sanadora con otras profesiones, sin duda con la enfermería, y mucho de lo que se dice es aplicable a estas otras profesiones.

Antes de acabar, un consejo para el lector: lee el libro como te apetezca. Cada capítulo se puede leer de forma independiente, incluido el epílogo, por lo que puedes escoger aquel que más te interese y después saltar a cualquier otro. Se trata de que leas sobre aquello que despierte tu curiosidad. Si eres médico, ojalá que este libro te ayude a descubrir que la filosofía constituye, según William James, «al mismo tiempo, la más sublime y la más trivial de las indagaciones humanas. Ahonda en los más pequeños resquicios, pero también abre perspectivas más amplias […], ninguno de nosotros podríamos apañárnoslas sin los lejanos e intermitentes destellos de luz que arroja sobre los horizontes del mundo». Si eres filósofo, espero que las páginas que tienes delante sean el comienzo de una hermosa historia de amor con la medicina, como la que selló en Casablanca el romántico y estoico Rick con el pragmático capitán Renault. Y si no eres médico ni filósofo, intenta disfrutar de esta historia de amor.

Medicina y filosofía, una historia de amor

Tanto en común

El mismo objetivo y el mismo medio

Medicina y filosofía han estado unidas desde sus inicios. Esto se debe en gran medida a que sus objetivos generales son similares: la búsqueda del bien y de la felicidad. Este objetivo general lo focalizan en diferentes ámbitos del ser humano, la filosofía en la mente (lo que los clásicos llamaban «alma» o «espíritu»), con objetivos específicos en cada disciplina filosófica; y la medicina en el cuerpo, traduciéndose esta búsqueda del bien corporal en la búsqueda de la salud. De hecho, muchos filósofos han entendido que la tarea de la filosofía es terapéutica (mejorar al ser humano, hacerlo más feliz), por lo que Platón señaló que la filosofía era la «medicina del alma». Aunque esta división sea reduccionista, ya que es cuestionable tanto que se pueda parcelar el bien y la felicidad como que la medicina restrinja su ámbito de acción al cuerpo y la filosofía a la mente, sirve para entender cómo una y otra buscan lo mejor para nosotros. Además de su objetivo general, medicina y filosofía comparten el medio para alcanzar sus objetivos: la verdad. Ya para los presocráticos la sabiduría y la felicidad se lograban a través del conocimiento de lo verdadero, una idea presente en toda la historia de la filosofía, aunque la interpretación sobre qué es lo verdadero haya variado. Para los pitagóricos, la verdad estaba en los números; para Heráclito lo verdadero era que el mundo es un continuo devenir, mientras que para Parménides era su inmutabilidad. Los racionalistas encuentran la verdad en las ideas, los empiristas en los hechos y otros filósofos, como los escépticos, cuestionan que exista la verdad. Los médicos, a pesar de que históricamente han sido mitad científicos y mitad magos, procuran manejar la verdad científica. Con la verdad de los hechos intentan obtener buenos diagnósticos y realizar los mejores tratamientos. Sin embargo, la medicina es compleja y no basta con la verdad científica, porque un enfermo no es solo un cúmulo de datos. El médico, además de manejar la ciencia médica, tiene que comprender al enfermo, la faceta demiúrgica que comparte con el chamán y con el brujo.

Para que medicina y filosofía usen la verdad sin tapujos y puedan lograr sus objetivos, es preciso que ejerzan sus tareas con libertad. Tanto para pensar como para describir o prescribir, la mirada y las opiniones del prescriptor tienen que ser honestas. En El conflicto de las Facultades, el último libro que Immanuel Kant publicó (1798), el pensador alemán detecta los puntos comunes que existen entre ambas disciplinas, así como la necesidad del médico y del filósofo, a diferencia de otros profesionales (como el teólogo o el jurista), de ser enteramente libres:

Esta facultad (medicina) es, pues, mucho más libre, entre las facultades superiores, que las dos primeras (teología y derecho), y está emparentada de cerca a la de filosofía; enteramente libre en lo que concierne a las enseñanzas por las que son formados los médicos, puesto que no puede haber para ello libros sancionados por una autoridad suprema, solo obras apoyadas en la naturaleza, ni tampoco verdaderas leyes (si uno entiende por ello la voluntad inmutable del legislador), solamente disposiciones (edictos).

Un origen común

Esta comunión en sus objetivos (el bien y la felicidad) y en los medios (la verdad, sea filosófica o científica) se establece desde sus orígenes. Medicina y filosofía nacen simultáneamente en la Grecia arcaica y clásica. Por vez primera se comenzó a considerar que para alcanzar el bien y la felicidad se debía atender, en lugar de a mitos y poderes ocultos, a la verdad que hay en la naturaleza, con lo que aparecieron la filosofía y la medicina. En la Grecia arcaica no existía una división clara entre cuerpo y alma y, por ello, a los primeros filósofos se les llamaba «físicos», porque estudiaban la physis, la naturaleza en un sentido amplio, tanto material como espiritual. Esos primeros físicos merodearon por la Hélade entre los siglos VII y V a. C. cuestionando el mundo antiguo, los mitos y supersticiones que explicaban el origen y la esencia del universo y también los que afectaban al cuerpo. Un ejemplo son los físicos del siglo VI a. C. Empédocles de Agrigento y Alcmeón de Crotona, fundamentales en la transformación de la medicina y del pensamiento arcaicos.

Las primeras prácticas médicas y filosóficas, datadas entre los siglos VII y V a. C., se conocen como medicina prehipocrática y filosofía presocrática. La primera intentaba explicar la enfermedad y los remedios a través de la naturaleza, no por intervenciones divinas ni por fuerzas de ultratumba, mientras que la filosofía presocrática pretendía sustituir el mito, las fantasías mitológicas que explicaban el universo, por el lógos, es decir, por el conocimiento y la razón. La medicina prehipocrática y la filosofía presocrática cambiaron el rumbo de la medicina y del pensamiento. Aunque sus aportaciones fueron enormes, si nos detenemos en sus seudónimos descubrimos cómo en Grecia hubo dos figuras que marcarían decisivamente el destino de la medicina y de la filosofía: Hipócrates de Cos y Sócrates. Estos dos genios fueron coetáneos durante el siglo V a. C., si bien parece que Sócrates era unos diez años mayor que Hipócrates. Considerados los padres de la filosofía y de la medicina, con frecuencia se pasa por alto que Hipócrates, además de médico, era filósofo. El conocido aforismo «en verdad, el médico es igual que el filósofo», atribuido a Hipócrates, muestra cómo el de Cos era un físico, un médico-filósofo. Hipócrates y su escuela hicieron un enorme esfuerzo por tratar de explicar la enfermedad por causas naturales y, aunque su teoría de los cuatro humores carece de base científica, si analizamos de dónde partía resulta una teoría muy elaborada y llena de sentido común.

En cuanto a Sócrates, aun sin ser médico tuvo influencias de la medicina y del mundo de la salud a través de su madre, Fenarete, de profesión partera. Sócrates comparaba su actividad filosófica con el «arte de parir» y, de hecho, la conocida técnica que aplicaba para llegar a la verdad fue bautizada como mayéutica, en griego «la técnica de asistir partos». La mayéutica socrática consistía en ir preguntando al discípulo para que él mismo descubriera la verdad. Sócrates ayudaba a parir ideas verdaderas, una actividad peligrosa que terminó costándole la vida. El pensamiento de Sócrates se ha transmitido a través de sus discípulos, como Jenofonte o Aristipo, de quien no queda ninguna obra, pero el Sócrates que ha quedado para la historia es el de Platón. Si creemos la descripción que este hace de él, daba gran importancia a la medicina y ponía continuamente ejemplos médicos para tratar todo tipo de temas. Así lo muestra en la República, donde Platón expone su teoría sobre el Estado. En el Capítulo IX, Glaucón pregunta a Sócrates si es necesario que el Estado cuente con buenos médicos, según Glaucón los que han tratado a la mayor cantidad de hombres sanos y enfermos. Sócrates contesta afirmativamente, señalando que los buenos médicos son «aquellos que, junto al aprendizaje de su arte, ya desde niños han tenido contacto con la mayor cantidad posible de cuerpos en muy malas condiciones de salud, y ellos mismos han padecido toda clase de enfermedades y no son de constitución muy sana». Sócrates consideraba que para ayudar al enfermo, además de experiencia clínica, había que saber comprenderlo y en ocasiones esto solo es posible si se ha padecido la enfermedad. Y continúa: «No creo, en efecto, que al cuerpo se lo cure con el cuerpo, ya que, de ser así, no se podría permitir a los médicos estar enfermos ni enfermarse nunca. Pero es por medio del alma que curan al cuerpo, y el alma no puede curar nada si es enferma o se enferma». Para que un médico pudiera curar, tenía que tener sana el alma, identificada por Platón con las facultades mentales superiores. Para curar, los médicos necesitaban que su alma estuviera sana y la filosofía resultaba fundamental para que las facultades mentales superiores estuvieran en orden. Nuevamente, medicina y filosofía se reúnen.

Una historia de amor y desamor

La medicina y la filosofía occidentales se han relacionado de diversas maneras a lo largo de su historia, sin olvidar que fuera de Occidente ha habido otras medicinas y otras filosofías. Tras sus orígenes comunes, cada una recorrió su propio camino y con frecuencia han estado próximas, ha existido mutuo reconocimiento y comunicación, pero también ha habido épocas de distanciamiento, sobre todo a partir del siglo XX, con el progresivo desarrollo de la investigación biomédica. A lo largo de este tiempo muchos filósofos han reflexionado sobre la medicina, como también ha habido médicos interesados por la filosofía. En la historia de amor y desamor que a continuación se narra solo se nombran a unos cuantos protagonistas, aquellos que mejor han aunado y aproximado las dos disciplinas, con especial atención a los denominados «médicos-filósofos».

En sus albores, filosofía y medicina estaban estrechamente conectadas. Hay dos médicos-filósofos, dos físicos, trascendentales para ambas disciplinas: Alcmeón de Crotona y Empédocles de Agrigento. Alcmeón (VI a. C.), anterior a Sócrates e Hipócrates, es el abuelo (o uno de ellos) de la medicina y de la filosofía, siendo posiblemente el autor del primer libro médico en griego. Discípulo de Pitágoras, para Alcmeón las cosas eran dúplices, y elaboró el concepto de equilibrio y armonía entre los contrarios, tan importante en medicina y en filosofía. Diógenes Laercio escribió sobre él: «Dijo también que el alma es inmortal y está en movimiento continuo como el sol». En cuanto a Empédocles de Agrigento (V a. C.), ha pasado a la historia por su teoría de los cuatro elementos constituyentes del mundo: fuego, agua, tierra y aire, con la Concordia como principio por el cual se unen y la Discordia el que los separa. Una teoría en la que confluyeron la medicina y la filosofía griegas. Gracias a la filosofía presocrática y a la medicina prehipocrática, Hipócrates y Sócrates pudieron iniciar la medicina y la filosofía occidentales. Ya se ha tratado su papel como progenitores de ambas disciplinas, por lo que nos trasladamos al siglo IV a. C., donde sobresale la figura de Platón. El discípulo de Sócrates dio gran importancia a la medicina y la utilizó con frecuencia en sus razonamientos. En la República abordó la relación cuerpo-alma, la función del médico y de la medicina y cuestiones más concretas, como las bases teóricas de la terapia (un preludio a la filosofía de la medicina), la eutanasia o el aborto. Para Platón todo se subordinaba al bien del Estado y justificaba el infanticidio por motivos eugenésicos, con el objetivo de mejorar las futuras generaciones. En cuanto a la medicina, tenía una utilidad particular: la salud, y «no busca lo conveniente para sí misma, sino para el cuerpo», llamando al médico «curador de los enfermos».

La medicina del siglo IV a. C. se debatía entre lo sobrenatural (aún se estilaba el culto a Asclepio) y prácticas más empíricas y naturalistas, como la medicina hipocrática. La filosofía clásica favoreció que se extendieran estas últimas por ser más acordes con la nueva racionalidad filosófica. Aristóteles, el filósofo más influyente en la ciencia de los siglos venideros, también empleaba en sus obras ejemplos médicos. La medicina debía ajustar la naturaleza humana, y al explicar su objetivo seguía a Platón: «Como existe una multitud de actos, de artes y de ciencias diversas, hay otros tantos fines diferentes: por ejemplo, la salud es el fin de la medicina» (Ética a Nicómaco, I, libro primero). Aristóteles aplicó su ética de las virtudes a la medicina, tanto al médico como al enfermo. La salud y la virtud no eran cuestión de capricho, sino de hábitos y costumbres trabajadas a lo largo del tiempo.

La filosofía helenística, datada entre la muerte de Alejandro Magno (323 a. C.) y el inicio de la dominación romana en el Mediterráneo a mediados del siglo II a. C., es una de las épocas de mayor esplendor en la historia del pensamiento. Los caminos abiertos por los presocráticos y, sobre todo, por los tres genios de la filosofía ateniense (Sócrates, Platón y Aristóteles), permitieron que se establecieran numerosas escuelas: cínicos, epicúreos, estoicos, escépticos, escuela cirenaica, platonismo y neoplatonismo, peripatetismo, eclecticismo y muchas más. En medicina continuaban abriéndose paso prácticas más racionales y científicas, siendo especialmente importante la escuela de Alejandría, donde el médico ya no era un filósofo (un físico) especulativo, sino un científico. Muchas escuelas helenísticas se interesaron por la medicina, pero la que posiblemente lo hizo con más ahínco fue el escepticismo. Los filósofos y médicos escépticos tenían que practicar la suspensión del juicio, dejando a un lado el criterio de autoridad (la tradición), los prejuicios y dogmas. Lo esencial era realizar una investigación práctica en el ser humano y los animales. Otra escuela importante para la medicina fue el epicureísmo, con su materialismo y su física atomista. Para los epicúreos, los fenómenos naturales se explicaban por causas materiales, sin que operasen intervenciones sobrenaturales. La enfermedad y los remedios podían entenderse observando la naturaleza y, por ello, cuando Lucrecio (siglo I a. C.) finaliza el poema De rerum natura (Libro VI) describiendo la terrorífica peste de Atenas, no la explicaba como un castigo divino. Su causa (material) estaba en la naturaleza: la corrupción del cuerpo humano por gérmenes diseminados por la atmósfera.

Roma tomó el relevo de Grecia, también en lo concerniente a la medicina y la filosofía. La incipiente medicina pre-científica y la filosofía griegas perdieron peso, mientras la religión, la magia y la superstición pasaron a un primer plano. Como consecuencia, la filosofía y, sobre todo, la medicina griegas buscaron refugio en Oriente, por lo que el Imperio romano de Oriente heredó la tradición médica griega y posteriormente los árabes serán en parte los depositarios del pensamiento y de la medicina griegos. No obstante, en Roma hubo contribuciones importantes a la medicina escéptico-empírica y a la hipocrática, las medicinas que mantenían vínculos con la filosofía griega. Dentro del escepticismo, el médico y filósofo romano que ha trascendido más ha sido Sexto Empírico (siglo II d. C.), perteneciente al escepticismo tardío, mientras que en la medicina hipocrática, la figura sobresaliente fue Galeno de Pérgamo (II d. C.). También médico y filósofo, Galeno actualizó la medicina hipocrática y realizó importantes avances en anatomía y terapéutica. En cuanto a su filosofía, podría calificarse como aristotélica, proponiendo una práctica médica virtuosa.

En la Edad Media, ante el empuje de la religión y la superstición, medicina y filosofía pasaron a un segundo plano. Una característica del medievo es su tradicionalismo: la autoridad se fundaba en determinados autores y textos, ya fueran religiosos, filosóficos o médicos. Las doctrinas de Galeno eran el patrón al que se remitían los médicos hasta que, siglos después, apareciera el Canon de medicina de Avicena, como en filosofía lo eran los textos de Platón, Aristóteles o san Agustín. Otra característica de la época es la influencia de la religión en todos los ámbitos, incluida la medicina y el pensamiento. Las disecciones humanas, por ejemplo, estaban prohibidas por motivos religiosos, mientras que la filosofía tenía que justificar creencias religiosas como la existencia de la Trinidad o la omnipotencia divina. La filosofía de la Alta Edad Media (siglos V al XI), a diferencia de la griega, no se preocupó en exceso por la medicina. Su principal objetivo era armonizar el cristianismo con el pensamiento clásico, de lo que se ocuparon autores como Agustín de Hipona (siglo IV), posiblemente el más influyente de la época, Isidoro de Sevilla (siglo VI) o Boecio (siglo V). En la Baja Edad Media, los árabes fueron trascendentales para la relación entre medicina y filosofía. Algunos filósofos comenzaron a alejarse del pensamiento especulativo y pusieron el foco en cuestiones más cotidianas y prácticas, incluida la medicina. Se produjo la eclosión del «médico-filósofo», tanto en el ámbito judío como (sobre todo) en el árabe y en el cristiano, con la peculiaridad de que casi todos eran aristotélicos. Medicina y filosofía volvían a aproximarse y se podían relacionar sin la intercesión religiosa. La religión continuaba siendo capital, pero en ciertos casos dejó de ser el elemento alrededor del cual giraban la medicina o la filosofía. Avicena (980-1037) y después Averroes (1126-1198) fueron los estereotipos de Hakim, el médico-filósofo árabe del medievo.

Al final de la Edad Media, medicina y filosofía habían dado señales de su posible autonomía respecto a la religión y de cómo se podían relacionar entre ellas sin su intercesión. Pero esto no significa que estuvieran próximas. Los filósofos estaban más preocupados por otros problemas (política, epistemología, ética) y no mostraban excesivo interés por la medicina. Por su parte, la medicina estaba ensimismada entre dos caminos, a un lado el del tradicionalismo médico hipocrático-galénico y a otro el de la revolución científica. En el siglo XV