Finalmente soy yo - Gemma Diez - E-Book

Finalmente soy yo E-Book

Gemma Diez

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Beschreibung

Las líneas de este libro son de luz. El esplendor de la luz solo se aprecia y se sabe utilizar en la más profunda oscuridad. Tengo cincuenta y ocho años y buena parte de mis días han sido de penumbra. Pero uno, un día en particular, trajo consigo una noche oscurísima. Era tal su oscuridad, que del cielo la noche pasó a mi alma y me obligó a ver la luz y a utilizarla para contemplar lo esencial. Para descubrirme y darle sentido a mis penumbras, a los acontecimientos de mi historia, a la carrera frenética y ambiciosa de mi vida en casa, en la oficina, en todas partes. La oscuridad produjo en mí una emoción tan intensa que lloré como nunca lo había hecho, las lágrimas ablandaron mi coraza y salvaron mi corazón, que dejó de estar a la defensiva para reconciliarse con aquellos a quienes creía que rechazaba, pero que en verdad amaba.
Ahora, desde la calma que sigue a la tormenta, desde la luz que sigue a la noche oscura, cuento mi historia con alegría. Desde mi madre hasta mi hija. Desde el desencuentro hasta el amor. Cuento la historia de una mujer rígida que finalmente ha empezado a moverse con soltura, que aprende todos los días a salir de sí misma para darse sin reservas. Que poco a poco consigue donar en vez de acumular, dialogar más que imponer, escuchar en lugar de hablar, vivir y dejar vivir sin controlar.
Lo que mi historia cuenta es que sí pude convertir en luz la más profunda oscuridad. Sí pude encontrar un camino distinto al habitual, y ser feliz con lo que tengo y con lo que soy, aunque a veces me parecía imposible. Sí he podido ser finalmente.

Gemma Díez Rodríguez (San Sebastián, 1964) es asesora fiscal de profesión, coach por vocación, y corredora de maratones por pasión y se le da muy bien el arte de la construcción. Le apasionan tres cosas en la vida: trabajar, por ella y por su familia; viajar por España —en bus, en avión y hasta corriendo— y amar a las personas en cuanto tales y no por su sexo. Se enorgullece de todo aquello que ha conseguido hasta ahora, de manos de otras personas y con las suyas. Hoy está llena de luz y, con suma humildad, desea iluminar con su experiencia la oscuridad de otros.

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Gemma Díez Rodríguez

Finalmente soy yo

Mi Noche Oscura del Alma

© 2022 Europa Ediciones | Madrid www.grupoeditorialeuropa.es | [email protected]

ISBN 979-12-201-2692-2

I edición: agosto de 2022

Depósito legal: M-19818-2022

Distribuidor para las librerías: CAL Málaga S.L.

Impreso para Italia por Rotomail Italia Finito di stampare nel mese di agosto 2022 presso Rotomail Italia S.p.A. - Vignate (MI)

Idea original de la portada: Gemma Diez Rodríguez

Diseñadora gráfica de la portada: Sonia Real

www.senoramanuela.com

Ilustrador gráfico de la portada: Jorge Madejón

[email protected]

Y deseo dejar mi contacto por si algún lector quiere compartir conmigo mi mail: [email protected]

Finalmente soy yo Mi Noche Oscura del Alma

 

 

 

 

 

Dedicatorias

 

Para mi madre, la mejor madre del mundo para mí, sin ella no hubiera llegado hasta aquí

 

Para mi padre, el mejor padre del mundo para mí, por ser tan cariñoso y buena persona

 

Para Maite, mi ex, sin ella no hubiera sido madre y gracias por los años de amor que compartimos.

 

Para mi hija, por ser espejo de mis días en los que estuve en la oscuridad, por ser maestra en el día a día en mi aprendizaje,

y por esos abrazos de amor sincero que me regalas.

Siento mucho haber sido tan torpe

y no haberme dado cuenta cuando me necesitabas.

 

 

 

 

Agradecimientos

 

 

A mi primer jefe en la empresa de construcción por confiar en mí y dejarme hacer desde el primer momento pese a mi nula formación en ese ámbito

 

A la Asociación de Empresarios de Hostelería de

Gipuzkoa, a sus Juntas Directivas, a mis clientes, a los trabajadores, y en especial a mis colaboradoras por devolverme las sonrisas sin rencores

 

A todas las personas que he ido conociendo en toda mi vida, de cada una de ellas he aprendido algo

 

A todas mis amigas que saben ver en mí mi esencia.

 

A todo el equipo de Europa Ediciones, proyecto

“Chronos” por confiar en mi historia y

darme la oportunidad de escribir esta autobiografía y en especial a Maria Gloria Rincón por la paciencia que ha tenido conmigo al reescribirme.

 

 

 

 

 

 

Prólogo

“Hemos de aceptar la noche oscura y vivir en consonancia a ella porque el alma se alimenta de la oscuridad tanto como de la luz”

Thomas Moore

Conocí a Gemma en octubre de 2020, cuando el mundo estaba aún en medio de una pandemia y en España, aunque ya no con el máximo rigor de confinamiento, estábamos afrontando una segunda ola del virus que en ocasiones traía limitaciones de movilidad.

En medio de este paisaje desafiante, hablé con ella sobre su idea de formarse en un curso de Coaching y su necesidad de hacer un viaje de autoconocimiento y desarrollo personal. Después volvimos a coincidir en un taller gratuito de introducción al coaching al que ella vino para poder terminar de decidirse.

Gemma era una persona con una estructura muy definida que empezaba a tener una cierta sensación de que esa estructura que le había dado la seguridad y logros en la vida, también la agarrotaba y la comprimía. Era consciente de necesitar un cambio y de que ese viaje era un viaje hacia el interior de ella misma y no hacia el exterior. Hablaba de la necesidad de conocerse y de hacer un trabajo de crecimiento personal, al mismo tiempo, manifestaba cierta cautela a ese viaje, sus miedos y resistencias salían declarando que ella era una persona introvertida y que no estaba segura de querer algo tan profundo.

En el taller quedó en evidencia que en nuestra escuela el viaje personal era de gran profundidad y que se trataba de un viaje solo de ida, sin retorno. Esto la animaba y la frenaba a partes iguales y muy honesta así lo declaró. La sinceridad consigo misma y con el entorno siempre fue una de las cualidades más evidentes de Gemma y así se expresó de manera transparente en el taller.

Por lo que me ha contado ella misma, tiempo después, incluso tuvo que tener una conversación posterior con mi socia en la escuela, Miriam, para poder terminar de decidirse.

Finalmente acudió a la formación. Se trataba de un residencial de 9 días de trabajo intenso y continuado que se celebró en el mes de diciembre de 2020. A lo largo de dicho encuentro, los alumnos trabajarían a nivel mental, emocional y también corporal.

En los primeros compases de la formación, Gemma puso todo de su parte desde el principio.

Con coraje y audacia no eludió ningún ejercicio y se abrió por completo a mirarse y conocerse con el precio que ello conlleva.

El viaje del autoconocimiento es un viaje necesario para que las personas podamos crecer y seamos nosotros mismos, pero no es un viaje carente de dificultades y momentos dolorosos.

Todos tenemos creada una estructura de personalidad que nos mantiene a flote, sosteniéndonos en la vida e identificándonos con un personaje que nos permite sobrevivir. Pero no somo eso, eso es solo una capa, una máscara, un estado compensatorio para que nuestras heridas y miedos más profundos no afloren a la superficie. Es una estructura de defensa que nos mantiene a salvo de lo que creemos inaguantable. Que se nos vea tal y como somos, con nuestra vulnerabilidad y con nuestros actos feos y oscuros que hemos sido capaces de hacer para protegerla.

Viajar hacia nuestro interior supone bajar al sótano de nuestro ser y desenterrar los cadáveres que todos tenemos ahí abajo. Supone romper esa estructura de defensa y liberar el espacio para poder construirnos como seres completos, plenos, vulnerables y conocedores de nuestra luz y nuestra sombra.

Gemma sostenida en su estructura, narraba su proceso, lo describía y lo miraba, y fue a través de los diferentes ejercicios corporales y emocionales que empezó a sentir ese proceso, a hacerlo real, tangible, sentido en el cuerpo y ahí es cuando el viaje empezó realmente.

Las palabras ya no aparecían con facilidad, solo sensaciones, emociones sin explicación o sin control, después recuerdos, tomas de conciencia. De narrar, Gemma pasó a sentir y de sentir a ver, comprender y dejar de esconder debajo de la alfombra lo que todos los humanos hacemos.

Ocultar lo que rechazamos de nosotros mismos de alguna forma.

Ella siempre se mantuvo firme, dispuesta, sin retroceder un paso. Recuerdo sus intervenciones en clase, sus tomas de conciencia, sus preguntas y sobre todo, su coraje. Coraje para mirar y mirarse, coraje para no retroceder cuando lo que veía era doloroso. Coraje para sostener y seguir adelante.

Es cierto que su primera reacción fue de hostilidad hacia sí misma con lo que iba viendo, de juicio y exigencia. Su mirada era sincera y abierta, pero sus juicios le endurecían el corazón hacia sí misma.

El viaje del crecimiento personal es un viaje hacia el vacío, lleno de incertidumbre, donde aprender a renunciar a todo lo que creo que soy para tomar lo que realmente soy. No es un viaje que podamos acelerar, no podemos empujar el río, solo podemos contemplarlo, reunir el coraje de no apartar la mirada y abrir el corazón para mirarnos de manera compasiva.

Ese fue el viaje de Gemma y los lectores de este libro lo van a conocer leyendo la propia descripción del mismo que hace con sus palabras. Seguramente muchos encontrarán en la lectura el eco del propio viaje, puede que aún incipiente o en proceso, quien sabe.

Cuando escribo estas líneas, el libro aún no ha sido escrito, y por tanto yo tampoco lo he leído, lo disfrutaré al mismo tiempo que ustedes. Así lo decidimos Gemma y yo por entender que mi humilde aportación tiene más que ver con lo que sucedió antes del umbral del viaje, que después.

Solo añadir algo, antes de dejarles con las palabras de Gemma. Cuando ella llegó al curso, era una persona que narraba sus emociones y vivencias, su mirada era mental y analítica.

Cuando salió era una persona en contacto con sus heridas, su mirada era emocional, las reconocía, podía sentirlas y desde ahí tenía la posibilidad de afrontarlas.

José Manuel Sánchez

Socio-Director del Centro de Estudios del Coaching

Madrid 16 de abril de 2022

      

Una carta desde Crisálida Espacio Psicocorporal …

En el primer contacto con Gemma sentí una gran sincronicidad, su llamada interior, su vivencia de encontrarse en un momento de “crisálida” la llevó a encontrarnos *. Percibí ese sabor inequívoco, el despertar de esa fuerza interior que nos mueve a replantearnos toda una vida, la necesidad de zambullirse de lleno en su proceso interior desde un lugar que no admite dudas ni interpretaciones: la verdad inscrita en nuestra corporalidad.

Con ese coraje Gemma se entregó de lleno a nuestra Formación de Río Abierto, en la que trabajamos con un enfoque psicocorporal y transpersonal a través del Movimiento.

Nuestro equipo docente aporta diferentes pinceladas contemplando su interesante proceso:

El primer día Gemma llegó con un cinturón de ancha hebilla, como si nuestra ropa también expresara los lugares donde nos apretamos, pronto los lugares de rigidez fueron respirando y cediendo el paso a una mayor fluidez.

Poder articular cada vez más las rodillas, permitirse la vibración que antecede al surgir de una emoción que permite que su sensibilidad aflore, deja al descubierto la ternura de su mundo interior.

Con una mente siempre abierta a percibirse y a recibir otras miradas, Gemma ha ido ampliando su consciencia su estructura corporal y todo el significado que está descubriendo a través del lenguaje de sus sensaciones, incorporando cada vez mayor libertad y flexibilidad en la expresión de su cuerpo, de su voz, y creciendo en la apertura a la confianza, a la escucha y disponibilidad de lo que le ofrece el grupo y el equipo docente.

Otro rasgo que está tomando forma es la dulcificación de su mirada hacia sí misma, que ha permitido revisitar pasajes de su historia desde un significado nuevo en la escucha de su niña interior, así como en su acompañamiento a les compañeres en este hermoso viaje de autoconocimiento y transformación en el paso por nuestros estados de crisálida, para renacer con nuevos apoyos, nuevas alas desplegando nuestro ser.

*Nuestro centro es Crisálida Espacio psicocorporal

M. Sol Román Mateos

Directora de CRISÁLIDA Espacio Psicocorporal -

Ri@ Abiert@ Bizkaia

 

Para Gemma:

El camino de crecimiento personal no es sencillo, implica un delicado y profundo trabajo de introspección,

“darse cuenta”, sincerarse, aceptarse, afrontar retos, superar obstáculos, contactar con nuevos recursos y actitudes.

Elegir el camino de autoconocimiento transformador. No es fácil pero merece la pena.

Tengo el placer de conocer y testificar este camino en Gemma que a través de este libro autobiográfico nos presenta su propio recorrido en este camino sensitivo de liberación y transformación, de conexión con la esencia y de florecimiento. Es hora de recoger los merecidos frutos y seguir creciendo.

Txema Ibrain

CPI Centro de Psicología Integral

Capítulo 1

Todo empezó allí

Somos lo que hacemos, con lo que hicieron de nosotros.

Jean Paul Sartre

Mi nombre es el de una perla preciosa, y eso es precisamente lo que soy, una auténtica Gemma. Tardé cincuenta años en descubrirlo, pero lo conseguí. Lo confieso, estaba metida en un personaje gris y obstinado que inventé para sobrevivir con la mochila que otros me habían endosado... Mas un buen día me quité la mochila de la espalda; la abrí, comencé ávidamente a hurgar en sus cargas, a tirarlas, y todo está cambiando. En mi mochila, como en la cueva de la gran frase de Joseph Campell, estaba el tesoro que buscaba. Mi personaje se está desdibujando, se pierde entre intensos destellos de luz y las lágrimas que surgen cuando estoy a solas conmigo, y puedo entrever ya no la piedra, sino la persona valiosa que soy, mi esencia... La misma esencia que caracteriza a los niños y que yo perdí alguna vez.

Sí, bajo la luz espléndida que ahora ilumina mis días y también mis noches- percibo con claridad dónde fue que empezó todo... Allí, en las piernas de mi padre, el puesto al que acudía con insistencia cuando era muy pequeña y el cual era ofrecido con cortesía. Qué le tenía los pantalones gastados, me ha contado repetidas veces mi madre. También me ha dicho que a mis dos años corría a su encuentro, con alegría, cuando regresaba a

 

casa después de trabajar. Yo no recuerdo las escenas, las recreo con los relatos escuchados; pero seguramente me eran placenteros aquel puesto y la llegada de papá a casa, porque esas piernas amables y el corazón blando que descubrí unos años después, atenuaron un poco las ausentes y, por eso, ásperas y añoradas caricias maternales. Entre estas dos sensaciones opuestas – afabilidad y aspereza-, está claro que escogí la que me provocaba el gesto atenuante de mi padre Severiano. Esta era la única muestra de cariño en casa, por lo menos, la única que era dirigida a mí.

Preferí a mi padre y su carácter más indulgente que el de mi madre. Mi parcialidad la confirman los pantalones que llevo puestos usualmente desde niña. Me desagradaban las faldas y las muñecas. Preferí siempre jugar al fútbol con los niños del pueblo y mi apariencia era desaliñada. Desde los catorce no usé más un vestido y a los dieciocho iba con vaqueros al estilo Bruce Springsteen y el pañuelo de Miguel Bosé en el bolsillo de atrás. Hasta ahora me cuesta trabajo vestirme combinando armoniosamente la ropa y los accesorios. Con frecuencia y jocosidad digo que mi hermana tiene dos lados femeninos, el suyo y el mío. Ella, desde siempre, luce atractiva y armónica; yo soy el polo opuesto.

¡Marichico! era la primera palabra que comúnmente usaban los varones para dirigirse a mí. Después de esta seguía Cuatro ojos, porque llevaba gafas debido a una deficiencia visual. Este segundo apelativo hacía referencia a una particularidad que perjudicaba aún más mi descuidado aspecto y hacía que los chicos se alejaran de mí. Ciertamente, tenía en aquella temprana edad mucha energía masculina. La energía más positiva en casa sin duda. Mi padre tenía poca personalidad y no sabía imponerse, pero era buen hombre; se preocupaba por el bienestar de los vecinos y mandaba a base del artículo 33, excepto la vez que cogió una botella de vino vacía y le faltó casi nada para darle a mi madre en la cabeza. Pero es que ella era exageradamente intransigente. Y la pesantez de su energía femenina y prepotente no era atrayente.

Las casas en las que crecí junto a mis dos hermanos, eran las casas de Lucía. Lucía se llama mi madre y yo llamo suyas a aquellas casas de Lasarte –un pueblo vasco e guipuzcoano- en las que habité hasta los veintiocho años, porque al frente de nuestra familia de cinco miembros, estuvo siempre ella. Lucía dirigía y mi padre obedecía. Se trataba de una mujer severa que escasamente sonreía. No sé muy bien describir cómo era su rostro o cómo eran sus manos cuando yo era niña. Apenas distingo su mirada autoritaria. Tampoco puedo describir con agudeza el físico de mi padre en aquel entonces. Estos recuerdos son vagos, casi nulos en mi memoria. Entre mis padres y yo, el roce fue muy tosco y no alcanzó muchas veces a convertirse en abrazo.

Lo que sí recuerdo con precisión es cuál era el mayor afán de mi madre... una buena casa, “una tan buena como la de su cuñada”, para ser exactos, y “darnos estudios a sus tres hijos”: María Antonia, la segunda y apodada Toñi; Juan Mariano, el menor y yo, la mayor. Nacimos los tres en tres años continuos. Mi madre consiguió su objetivo a través de la modistería en casa; cosió vestidos incansablemente para incrementar el modesto sueldo que ganaba mi padre en la fábrica de neumáticos Michelín, y cuando yo tenía dieciocho años, dejamos el austero piso de Zumaburu, el barrio de la clase trabajadora en el que habíamos vivido hasta entonces, y nos fuimos a otro más elegante en la Avenida del Hipódromo, donde habitaban los encargados de la fábrica.

El piso de Zumaburu no era espacioso. Mi hermana y yo compartíamos una bonita, pero angosta habitación de dos camas y una mesa grande; la de mi hermano era minúscula y apenas cabía dentro de ella una camita plegable y un escritorio. El de mis padres era el cuarto más confortable. Teníamos un salón donde veíamos la televisión en blanco y negro y de vez en cuando porque no había mucho que ver. Sólo había un baño en el que yo me eché mis primeros cigarros cuando estaba grandecita y una movida cocina donde se estudiaba y se cosía, se comía y se vivía. El piso nuevo de la Avenida del Hipódromo, por el contrario, era un pisazo con cocina, dos baños y un salón grande, tres habitaciones amplias, hall de entrada, dos puertas de ingreso. Era fantástico y en él tuvieron lugar, también, mis primeras y atrevidas llegadas con dos copas demás y mi primera aventura amorosa con una chica, una noche en la que aproveché que mis padres estaban de viaje y en la que, además, fuimos pilladas porque ellos regresaron antes de lo previsto.

Los casi veinte años en la primera casa y la partida a la segunda de más categoría, me inculcaron una devoción vehemente por el trabajo y por hacer dinero. Mis padres trabajaron y ahorraron sin detenerse jamás para conseguir lo que querían: la casa soñada de Lucía. Mi padre leía libros en su tiempo libre y por eso era muy culto, empero no tenía tiempo para amigos, y mi madre se hacía y nos hacía la peluquería y la ropa ella misma. No los recuerdo intercambiando conversaciones o gestos cariñosos. No había fotografías del matrimonio de ambos en ningún rincón. Alguna vez mi hermana encontró unas cuantas rebuscando en armarios. Luego me enteré de que se habían casado en mil novecientos sesenta y cuatro, un mes antes de mi nacimiento. Supongo que la experiencia fue amarga o vergonzosa para muchos en aquella época, pero no lo sé. Nunca se habló de este acontecimiento. Es que nunca se hablaba tanto; yo solo veía a mis padres trabajar, sobre todo a mi madre quien hasta comía en la máquina de coser. En la máquina pasaron sus horas y sus años, aprendiendo y estudiando; sufriendo cuando no sabía hacer las cosas; llorando cuando algún vestido iba mal.

Lucía y Severiano no eran del País Vasco, eran de un pueblo de Castilla. Hijos de agricultores y vinieron a la región en la que crecimos solamente con lo puesto, una maleta y nada más. Sus inicios fueron realmente duros. Primero vino mi padre y luego mi madre. Al principio compartían piso en la calle Blas de Lezo con otros familiares y cuando ya estábamos nosotros, por lo menos durante los primeros años de nuestra infancia, convivimos con varios trabajadores a los que mi madre daba de comer, les limpiaba la ropa y tenían una habitación. Este puesto fue nuestro hogar hasta mis seis años. No es que recuerde mucho estos primeros años. A partir de los catorce es que mi memoria evoca con desenvoltura. Algunos dicen que si no te acuerdas de tu infancia es porque elsubconsciente lo prefiere así...

Mis padres crecieron circundados de las secuelas dictatoriales de la guerra civil española. Supongo que el escenario de su infancia y adolescencia fue la desolación y la precariedad. Habrán visto esforzarse a los suyos hasta el extremo para obtener algo de pan, vestido y un poco de educación y dignidad. Mi madre comía moscas para ganar apuestas a sus hermanos y obtener un trozo más de queso a la hora de la comida. Mi padre quiso ser sacerdote pero tuvo que ayudar a su padre con las mulas y el arado. Quizás no hubo tiempo para abundantes expresiones de afecto, porque había mucho que hacer en la casa. Llevar una mochila como esta sobre la espalda debió ser frustrante. Los habrán criado para currar sin sueños tan altos ni filosofías complicadas. Y con esta mochila pesada y bien puesta, vinieron a Lasarte a formar una familia usando el mismo patrón que los moldeó a ellos.

Entre los dos había muchos desacuerdos y pleitos. Y casi todos, los ganaba mi madre. Ella fue la verdadera cabeza del hogar y de las historias de sus tres hijos. Sus palabras fueron, casi siempre, órdenes para todos; mas sobretodo fueron, siempre, órdenes para mí; casi nunca fueron consejos, alicientes o halagos... - “Amá, tú a mí no me cuidas”- solía decir yo, después de armarme de valor, cuando era una jovencita. –“Tú a mí, nada y a mi hermana, todo”. Tras mi protesta, Amá se justificaba profiriendo las mismas dos frases secas: “Es que tú eres fuerte y te vales por ti misma. Este repetitivo texto suyo educó muy bien no sólo mi basto y masculino lenguaje corporal, sino también el emocional.

Aprendí a no llorar por tonterías. Era rebelde con causa y desobediente hasta exasperar a mi madre. Cuando inició la adolescencia, los chicos con los que jugaba al fútbol ya no me querían con ellos y terminé jugando sola en el frontón con una pelota de pelotari. También me gustaba ir con mi padre, los domingos, a ver al equipo regional del pueblo jugar al fútbol, pero un día me dijo que ya no lo acompañaría más. A corta edad entendí que le daba vergüenza ir conmigo. Una niña no era para eso. Empecé a retraerme, ni siquiera pasaba un buen rato con mis hermanos; no tenía amigas. Así que compré una radio, quizás a los doce años, y paseaba por el pueblo o me sentaba a oír Los 40 principales en cualquier escalera y en solitario, o mejor aún, con la compañía exclusiva de una voz interior que empezó a insinuarme que yo no contaba con nadie y tenía que apañarme sola.

Una cosa sí hacía yo muy bien. Era buena estudiante. Estudié en las Escuelas Nacionales y aunque fui aleccionada por un profesorado nefasto; sin embargo, era una aprendiz entusiasta. Tanto, que cuando cumplí los catorce años, le dije a mis padres que quería hacer una carrera universitaria empresarial. Mas de nuevo resté desilusionada. Que yo no poseía la capacidad mental para ello, fue la primera frase con la que respondió mi madre. Y en segundo lugar propuso que yo solo haría la Formación Profesional y ¡a trabajar! En aquel momento, la respuesta fue desconcertante, aunque no tanto como cuando me enteré unos años después, que la deludente sentencia que subestimó mi aptitud para los estudios superiores, había sido dictada, no por el director del colegio –como me lo hizo creer mi madre- sino por ella misma.

Aún así, mi sueño más alto que el permitido por el menguado ideal de vida de mi progenitora, siguió adelante por otros rieles y a los catorce años precisamente empecé a espabilar. Me quité las gafas, me puse lentillas, cambié mi peinado e inicié la Formación Profesional en Donostia, la capital de la provincia. La edad y el enérgico paisaje fresco, playero y moderno de la ciudad, probablemente, confluyeron a favor de un nuevo estadio en mi evolución, el del comencé a ver mundo. La incipiente rebeldía de la niña desaliñada y solitaria adquiría otras formas más precisas y a mis quince años y en el segundo curso de la FP, seguía sacando buenas notas, pero tenía varios ligues muy guapos y advertí que me gustaban algunas chicas de mi clase, incluso una me echaba los tejos aún cuando yo no me quise enterar.

Era una quinceañera entre mujeres. Mi colegio era femenino, sólo de chicas, y recuerdo que abríamos las ventanas de las aulas y silbábamos, entusiasmadas, a los chicos que pasaban por debajo diciéndoles una larga lista de piropos. Entretanto yo comencé a distinguir distintos estilos de chicas: las que se maquillaban exageradamente y las que no se maquillaban nada como yo; las que íbamos con zapato plano o zapatillas de deporte y las que iban con taconazos. Las mujeres preparadas y muy arregladas, por una lado, me apasionaban y las encontraba interesantes; por el otro, me hacían sentir inferior, un mero patito feo. Además, las oía hablar de sus novios y de los planes que hacían y yo me sentía una cría.

Una noche, finalizando el segundo curso de la FP, fui a un pub de moda de la ciudad con una de las compañeras del curso y la experiencia fue sumamente desagradable, me avergoncé cuando otras compañeras que encontré en aquel lugar criticaron mis zapatos planos. Yo las miré y me miré. Ellas iban con vestido y tacones. Yo iba de pantalones y los benditos zapatos planos que escogía cuando salía de compras con mi madre. ¡Madre mía! No pintaba yo nada ahí, con mi forma de ser y de vestir. Creo que me di cuenta, a partir de ese momento embarazoso y con apenas dieciséis años, que habría sitios no adecuados para mí, que no estaría cómoda con cierto tipo de mujeres. De hecho, todavía hoy me cuesta sostenerme ante una mujer muy atractiva. Me comparo y me empequeñezco ante ellas. Este sentimiento de inferioridad ha disminuido; no obstante, todavía lo siento y por eso me he puesto la tarea de encontrar a la mujer que hay dentro de mí.

Admito que tenía malos gustos al vestirme pero también un buen corazón. A mi tercer año en el Centro de Estudios Nazaret, tenía una compañera a quien aquejaba un grave problema de visión y, por lo tanto, usaba gafas con un cristal muy grueso. Notaba con frecuencia que acercaba los libros a la nariz para poder leer los textos y sufría viendo como sus ojitos se movían de un lado a otro y le impedían enfocar bien. Cierta vez teníamos un examen difícil y se me ocurrió grabarle todo el temario en una cinta de cassette, ella podría escucharlo las veces que quisiera y memorizarlo. Le di la cinta, ella la escuchó y aprobó con buena nota. Me sentí muy contenta, satisfecha y mi compañera me recompensó con un Paper Mate, el bolígrafo con corazón.

“¿Has ayudado a alguien hoy?” - me preguntaba constantemente mi padre cuando estaba grandecita. El acto de solidaridad apenas reseñado fue la primera respuesta que dí a mi padre y la primera prueba de que yo tenía un buen corazón como el suyo cuando se preocupaba y daba una mano a los vecinos. Yo contestaba a la pregunta insistente de mi padre contándole que había hecho esto o aquello y él se sentía orgulloso de mí. Después comprendí que lo buscado por mi buen corazón hasta hace poco era lo mismo que buscaba mi padre al ayudar a los vecinos, la aprobación de los demás para quererse a sí mismo. Fue aprobado por lo demás pero no por mi madre, que siempre le objetó que debía ayudar en su casa, a sus hijos y a ella, antes que a cualquier otro.

Ahora bien, a partir de mis dieciséis años cumplidos, con mi mal gusto y el corazón bueno que buscaba aprobación, se hicieron frecuentes las salidas nocturnas. Zapatillazos y escobazos me acorralaban todos los fines de semana hasta los dieciocho años. Mi madre no soportaba los efectos atolondrantes que provocaban en mí algunos kalimotxos y patxaranes; no obstante yo persistía y la liaba cada vez más. Llegaba tarde, bebida y embelesada por la voz de Pedro Marín. Me encantaba el chaval, tan atractivo y tan guay, sus palabras me hacían creer que podía ser y hacer lo que quisiera. ... Y me filtro bajo tu puerta. O me cuelo por tu ventana... Como el Aire quería yo estar en todas partes y hacer lo que me apetecía y ¡No, que no, que no!... tarareaba mi escaso raciocinio cuando mi madre lo aturdía con alguna voldadora zapatilla. Me envalentonaba Pedro Marín, me hacía sentir atractiva, libre como España y feliz.

Estaba enganchada a la música. Con la paguita que tenía a mis dieciseis, compraba la Súper Pop y ahí estaban todos... Iván, Bosé, Tequila, Pecos, Pedro... ¡Todos! ¡Magníficos! ¡Fantásticos! Por el fenómeno fans, yo tenía la habitación empapelada de posters de mis cantantes favoritos, incluso la puerta, la cual fui tapando poco a poco con un súper poster de Miguel Bosé que fue incluido trozo a trozo en las dos hojas centrales de cada revista semanalmente. Mi hermana no objetó cosa alguna por el empapelamiento musical de la habitación; a ella también le gustaba algún cantante. Mi euforia por la música era tanta que me instó a crear hasta un club de fans.

Una tarde, en la cocina de la casa de Zumaburu, cuando mi madre me lavaba la cabeza en la fregadera, escuché las Esperanzas de Pecos y mi reacción fue la fascinación. No sabía hasta entonces quienes eran Pecos y me propuse tener un club de fans de estos chicos. Fui a Erviti, una conocida tienda de música donde vendían discos, para informarme acerca de la discográfica encargada del cuidado y difusión de la música del dúo y para pedirles algún poster que les sobrase. Obtuve la información deseada, entonces contacté con la discográfica; en virtud de mi minoría de edad, alquilé un apartado de correos con la ayuda de mi madre y a este llegaban los posters de la discográfica. Para conseguir fans iba a la radio de San Sebastián a hablar con Aingeru Bengoechea, quien me dio a conocer y así empezaron a adherirse fans a mi club. Éramos un pequeño grupo de quince chicas aproximadamente y nos reuníamos cada quince días en un local de Rentería, propiedad de los padres de una amiga mía. Nos la pasábamos bien; teníamos una pequeña cuota mensual para pagar los gastos del local y poder comprar a la discográfica el material que nos vendían y que luego sorteaba entre todas.

En otra oportunidad, vi y escuché en la tele a Pedro Marín, en el programa televisivo intitulado Aplausos, creo. Y me enamoré a primera vista. Enseguida contacté también a su respectiva discográfica; fui la presidenta del club de fans de Pedro en Donosti y este se convirtió en el segundo ídolo admirado por mi club. Cierto día me avisaron que Pedro venía a Donosti a promocionar su disco y me pedían que me reuniera con él y su representante en el Basque. Qué pena que perdí la fotografía que me hice con él aquel día. Yo llevaba puesto un pantalón rojo, camisa blanca y un chaleco rojo. Él endosaba con gracia varonil una ajustada chaqueta roja que destacaba sobre el fondo a cuadros blancos y negros de su delicada camiseta y unblanquísimo pantalón. Lucía seductoramente atractivo y alto. Pedro puso la mano sobre mi hombro y yo se la cogí... No hace mucho tiempo inquirí a mi madre por esta salida mía. Le pregunté si me había dado permiso para salir de clase a ver a Pedro. “¿Permiso?” – replicó mi madre. –“Tú no pedías permiso a nadie, tú dirías cualquier pretexto y te saldrías del colegio ese día”.

Finalmente el club de fanáticas duró un año, porque Pecos canceló sus giras debido a la muerte de una chica en un concierto en Zaragoza y Pedro Marín abandonó la música abrumado por el éxito.

Literalmente amaba a Pedro en esos primeros años de la década de los ochenta, me conmovían los Pecos y a Morir de amor con Miguel Bosé, ...despacio y en silencio... Miguel era sin duda mi Súper Superman. Sus mallas, su estilo sensual y elegante me seducía entonces y su guapura interesante me seduce aún ahora. Ni hablar de Pecos, aquel armónico dúo moreno y rubio, de una majeza inigualable, los número uno de la época, con sus Esperanzas y la, la, la, la la, la, la.... me hicieron soñar unas cuantas historias de amor, “se llevaron mi corazón” romanticonamente; pues sabían metaforizar muy bien en sus melodías ese estado de sufrimiento que se llama despecho y suele ser frecuente cuando se es adolescente.

Desde los quince hasta los diecinueve años mi cuerpo y mi espíritu se movían al ritmo de esa música que cantaba al amor, al sufrimiento y a la libertad... Lo del amor y la libertad eufóricos me lo tomé muy en serio. A los dieciocho años ya estaba cursando el segundo nivel de la Formación Profesional e iba, como lo hacía la gente del pueblo, a una grande discoteca de Hernani, un pueblo situado a diez minutos de la capital. En la discoteca conocía generalmente a algún chaval con el que salía y paseaba una sola vez. Nada era formal. Besos, tocamientos, sexo y cada quien a su casa. No tenía problema en enrollarme con los chicos. Solía tener varios novios al mismo tiempo y en el mismo barrio en el que vivía. Una vez me enamoré de un jovencito super majo y de otro no tan majo; salía con ambos tranquilamente.