Fractura expuesta - Papo Kling - E-Book

Fractura expuesta E-Book

Papo Kling

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Beschreibung

Fractura expuesta es la historia de un éxito empresarial que empieza a narrarse desde su fracaso.  Es también el relato de una fractura, de lo insoportable que resulta lidiar con las propias contradicciones de un hombre que quería estudiar sociología en La Sorbona y acaba creando una marca, Kling, que llegó a tener más de seiscientos puntos de venta  repartidos en treinta países y que durante más de diez años vistió a toda una generación de españolas.  En la primera década del siglo XXI el low cost, la religión que más adeptos a logrado en menos tiempo hizo de la moda una fábrica de objetos baratos, transitorios y permanentemente reemplazables-  La marca Kling crece de manera exponencial, actrices, modelos y las recién nacidas "influencers" llevan sus prendas como una seña de identidad.  Pero detrás del glamour  hay algo muy oscuro.  La industria textil es la segunda más contaminante del planeta, solo por detrás de la petrolera.  Y se apoya en sueldos bajos y duras condiciones laborales en zonas del mundo donde la legislación es laxa o inexistente.  El dinero y la fama llegan pronto, como también la certeza de estar en el lado equivocado del mundo .

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Título: Fractura expuesta

De esta edición: © Círculo de Tiza

© Del texto: Papo Kling

© De la fotografía: Papo Kling

© De la ilustración: Papo Kling

Primera edición: octubre 2023

Diseño de cubierta: Miguel Sánchez Lindo

Corrección: Carmen Priego Olmeda

Maquetación: María Torre Sarmiento

Impreso en España por Imprenta Kadmos, S. C. L.

ISBN: 978-84-127090-4-9

E-ISBN: 978-84-127090-5-6

Depósito legal: M-30428-2023

Reservados todos los derechos. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra ni su almacenamiento, tratamiento o transmisión de ninguna manera ni por ningún modo, ya sea electrónico, óptico, de grabación o fotocopia sin autorización previa por escrito de la sociedad.

A mi príncipe desgarbado

My Prada is vintage, but my marxism is fresh.

McKenzie Wark

Índice

La belleza de lo desmedido

I. Lo lógico hubiese sido comenzar a narrar esta historia ...

1

II. Recuerdo ahora una conversación con mi psicoanalista ...

10 

11 

12 

13 

14 

15 

16 

17

18 

III. Hubo tres candidatos ...

19 

20 

21 

22 

IV. En el último piso de un imponente edificio de cristal ...

23 

24 

Agradecimientos

La belleza de lo desmedido

Una máxima de la mafia italiana cuenta que en la vida se puede elegir: tener éxito y enemigos o fracasar y tener amigos. Admiramos dioses inalcanzables pero empatizamos con lo vulnerable, con lo erróneo, esquivo e imperfecto de lo humano. De alguna manera, la vida alterna entre estas pulsiones y entre ellas se mueve esta historia; y su protagonista y su autor, que viene a ser lo mismo.

Sueños tan jóvenes y absurdos como desmedidos, que de pronto, de golpe y sin aviso se encuentran con la realidad. Cada uno hace lo que puede, y lo que le sale. Porque de eso va la vida: un experimento inédito.

En una aventura embebida en el mundo de la moda, que aparece solo como una excusa para convocar la fascinación, la belleza, lo desmedido y, en cierta manera, el sinsentido. La historia de alguien que repentinamente se encuentra comandando una armada brancaleone, donde sucede lo más desopilante, donde aparecen las contradicciones. O aquellas exageraciones que hacen tangibles los vaivenes que a todos en algún momento nos suceden en la vida.

Una huida de París en un tren nocturno de un extranjero ilegal con dinero ilegal, la belleza inenarrable de caminar por el Retiro bajo una lluvia de castañas, o alguien que muere al borde de la carretera, sosteniendo su pene con la mano mientras orina. Así sucede todo. Así de imprevisto, así de azaroso, en un timón que en realidad va a su propio albedrío.

Hace unos meses abrí el manuscrito en la primera página y la leí de corrido, como hacía tanto tiempo que no me pasaba; bajando escaleras con el libro abierto, sirviendo y volcando el café sin poder dejar de leer. Y así hasta la última frase, que nos deja, al fin, con una extraña mezcla de alivio y nostalgia.

Mariano Sigman

ILo lógico hubiese sido comenzar a narrar esta historia ...

1

Lo lógico hubiese sido comenzar a narrar esta historia varios años antes y quizás de otra manera, pero creo que tiene sentido contarla a partir de esa mañana de abril de 2015, cuando en menos de cinco minutos de reunión supe que mi empresa no solo se iba a la quiebra, sino que yo tenía, además, muchas posibilidades de acabar en la cárcel.

Mi empresa se había transformado en algo así como un divertido transatlántico, un buque que avanzaba surcando mares calmos y azules, impulsado por un viento que siempre soplaba a favor. No había rumbo preciso ni una misión ni una visión ni ninguno de esos inventos ridículos de start-up, pero era esa deriva lo que transformaba aquel viaje en una aventura extraordinaria. Hasta que un día, y por razones que intentaré explicar en este relato, algo había trastocado las cosas y la proa del crucero pasó a apuntar hacia un sospechoso cúmulo gris que desdibujaba el horizonte. El instrumental emitía señales de alarma que yo, como responsable de aquella empresa, estaba obligado a advertir y, sin embargo, y puede que deliberadamente, decidí que no debía prestarle atención. Las primeras maniobras evasivas habían sido ya con las olas encima, demasiado tarde para cambiar de rumbo. La fiesta en cubierta enseguida debió dispersarse y, con las fuertes sacudidas del mar, todos entramos en un pánico irreversible. El gris del cielo, que pronto oscureció todo, confirmaba que nos dirigíamos lenta pero inexorablemente hacia el centro de una horrible tormenta.

Bien podría narrarse la historia de mi empresa con metáforas patéticas como esta, pero esa mañana creí que era hora de empezar a ser más prudente y evitarle al abogado el mal momento. Quizás fuera el miedo de las últimas semanas, pero preferí describirle de forma sencilla y clara la colección de calamidades en la que se había transformado mi vida. Hasta ese entonces yo nunca había tenido un abogado. Eran seres que me producían verdadera curiosidad, como esas especies que no se sabe si descienden de los reptiles o de las aves. Ahora esperaba inquieto a que este especialista en derecho concursal y reestructuraciones acabara de leer toda la documentación que le había llevado.

Sentados frente a frente, en una mesa larga y con los extremos ligeramente ovalados, el abogado asistió en silencio al relato de mi formidable debacle empresarial. Cuando terminé hizo algunas preguntas.

—¿Las nóminas de los empleados están al día?

Era casi lo único que no teníamos atrasado. El resto, alquileres, créditos, proveedores, importaciones, seguros sociales e impuestos, estaba todo pendiente.

—¿La empresa tiene algún bien en propiedad o existen activos a nombre de la compañía?

Era todo alquilado o en leasing o en renting;nunca había entendido bien la diferencia. Tampoco parecía el momento adecuado para que me lo explicara.

—¿Los locales y las oficinas están también en régimen de alquiler?

—Sí. Todo. ¿Hay algún problema con eso?

—Mire —dijo el abogado mientras recolocaba los folios con la información que había estado estudiando, como si preparase un truco con una baraja—, en casos como este, donde la empresa no tiene activos ni nada que se le pueda reclamar, la banca intentará demostrar que el endeudamiento ha sido premeditado, que usted era consciente de la imposibilidad de devolver los préstamos y que, así y todo, decidió seguir adelante.

Desde luego, no había ninguna intención oculta y mucho menos premeditada. Era una idea absurda, casi ofensiva.

—Le entiendo —añadió enseguida—, pero a efectos de evitar una condena por estafa, es fundamental armar una buena defensa y probar que esto efectivamente no ha sido así, que la quiebra ha sido fortuita y que han existido agentes externos inherentes al negocio que son los verdaderos responsables.

—¿Qué quiebra?

Yo sabía que la gente se arruinaba, que en las crisis económicas las empresas se hundían, y que incluso las compañías más míticas un buen día implosionaban y desaparecían del mapa para siempre, pero no estaba preparado para que la desgracia me cayera encima.

—Con la documentación analizada —dijo finalmente el abogado—, me temo que no existe otra posibilidad más que acogerse a lo que se conoce como concurso de acreedores. Sin activos ni bienes que puedan responder por las deudas, será usted, en última instancia, el responsable solidario ante la banca y cualquier otro acreedor. Por eso es que debemos preparar una propuesta y renegociar con los bancos. De no proceder así —dijo como si fuese un vendedor de alarmas—, recaería en usted, más allá del embargo, la correspondiente condena. Se trata, desafortunadamente, de una figura que en nuestro código está tipificada como penal.

—¿Cárcel?

El abogado guardó unos segundos de silencio mientras mi cara se descomponía.

—No deberíamos llegar a ese punto. Pero sí, en efecto, es una posibilidad.

Entre las varias llamadas y conversaciones de los días siguientes, el abogado había propuesto que organizásemos una reunión con los bancos para poder presentarles lo que en la jerga se conoce como un «plan de viabilidad». Aunque no alcancé a comprender lo que conllevaba aquello, tampoco tenía mucho que objetar. Así pues, siete días después de aquella primera reunión con mi abogado, la escenografía era la misma pero esta vez la mesa larga y ligeramente ovalada de su despacho estaba llena de banqueros.

El abogado pasó lista y fue nombrando, una a una, las entidades bancarias con las que mi empresa mantenía en esos momentos alguna deuda. Casi todos eran hombres algo mayores que yo, o que parecían mayores que yo, ataviados con sus trajes reglamentarios del negocio del dinero y daban la impresión de estar poco dispuestos para la reunión que dictaría la suerte de mis empleados y proveedores; la que definiría si iba a pasar mi próximo verano en la playa o en una celda.

El abogado abrió su iPad y con una hoja de cálculo repasó en voz alta los importes de deuda con cada una de las entidades. Finalmente se anunció que la empresa había elaborado un plan de viabilidad, lo que en teoría debía servir para esquivar la quiebra. Era un plan, aclaró el abogado, que dependía de que las deudas fuesen refinanciadas y las líneas de crédito renovadas. Sin esa liquidez, la empresa no podría afrontar sus costes operativos ni sus nóminas, seguros sociales y alquileres, y su futuro estaba en el aire.

Uno de los banqueros tomó la palabra.

—¿El propietario, damos por descontado, está dispuesto a avalar personalmente toda la refinanciación de la deuda?

Se produjo un pequeño impasse. Los banqueros se volvieron y pude sentir encima el peso de sus miradas. También la de mi abogado, que permanecía en silencio observándome sin hacer el menor gesto, esperando mi respuesta. Fue la confirmación sobre lo impredecible de su especie.

Sentado en el extremo de la mesa ligeramente ovalada, casi agazapado, no supe realmente qué debía responder. Mi abogado no me había advertido sobre este detalle y me fue imposible saber en aquel momento qué implicación legal tenía el hecho de avalar personalmente la refinanciación. En cualquier caso, intuí que no debía ser nada bueno. Sonaba a una especie de condena perpetua, a la aceptación personal de una deuda eterna, impagable. No sabía, incluso, si el hecho de aceptar y cargar esa cruz me eximiría de ir a la cárcel o si se trataba de un calvario adicional.

Mi silencio pareció extenderse más allá de lo tolerable y, enseguida, en el extremo opuesto de la mesa, pude ver cómo uno de los banqueros comenzaba a recoger sus papeles. La única mujer en la sala se levantó de su silla y, tras ella, todos, de forma perfectamente coreográfica, decidieron que la reunión había acabado. Pude incluso ver cómo el abogado, que había estado a mi lado inútilmente durante toda la reunión, se ponía a consultar su correo electrónico.

Recuerdo haber pensado: «Tengo que parar la estampida, hacer que esos hombres impacientes se detengan, rogarles que no se vayan aún, prometerles firmar todo aquello que me pidan, avalaré lo que tenga que avalar, confesaré lo que sea necesario y aceptaré felizmente el embargo total de por vida. Incluso, si alguna vez llegaba a salir de la cárcel, me comprometería por escrito a no comprar a plazos ni una bicicleta.

Por favor, es importante, necesito que todos vuelvan a sus asientos, que debo reparar esta desgracia. Tengo un niño pequeño que me necesita, a Mori con un embarazo de seis meses y quiero seguir viéndolos sin un cristal de por medio.

Se lo ruego, vuelvan a sus asientos, háganme este último favor».

El sol de media mañana entraba a través de las cortinas del despacho y dibujaba sobre las paredes las sombras de los árboles de la acera. Fuera, el corrillo ya había acabado y los banqueros parecían haberse marchado a la siguiente reunión. El silencio era tal que tuve la sensación de que se habían olvidado de mí. Minutos después, aún con la angustia de la fallida reunión y lo desalentador que parecía ser mi futuro, el abogado volvió a la sala donde lo aguardaba sin haber modificado siquiera mi posición corporal.

—No ha ido mal —dijo contra todo pronóstico—. Ahora habrá que hacerles una propuesta formal.

Me costó comprender lo que decía, pero enseguida me centré en el asunto de los plazos. En pocos días iba a tener que pagar las nóminas de cientos de empleados, había un número enorme de vencimientos pendientes, facturas de proveedores atrasadas y, sobre todo, mucha gente nerviosa a mi alrededor. Se había filtrado a la prensa información de que la empresa estaba pasando serios problemas y que de un momento a otro podría llegar a declarar el concurso de acreedores. La noticia había encendido todas las alarmas, mi equipo estaba angustiado y yo seguía perdido sin saber bien qué hacer.

Hacía semanas que los bancos habían comenzado a tomar precauciones y nuestras cuentas bancarias seguían totalmente bloqueadas. Sin ingresos y sin financiación, en pocos días mi vida se iba a transformar en un infierno.

—Dudo mucho que podamos resistir más allá de fin de mes —fue lo último que pude decirle a mi abogado.

—Lo comprendo. Intentaremos trasladar a los bancos la propuesta lo antes posible —respondió extendiéndome un folio recién salido de la impresora—. Estos son nuestros honorarios.

Solo alcancé a ver un número de seis cifras en negrita, antes de que el folio desapareciese dentro de una pintoresca carpeta que me entregaba para mi consideración.

2

En realidad yo quería vivir en París. Desde muy pronto, promediando mi adolescencia, tuve la presuntuosa sensación de que ese debía ser mi destino. De los personajes disponibles en mi limitado mundo pequeñoburgués, un buen hijo debía dedicarse a curar el cáncer o a hacer la revolución. Lo ejemplar en aquel hogar de clase media donde me tocó crecer, hubiese sido dedicar la vida a hacer ambas. Y dentro de ese ideal, lo único que estaba prohibido y que nunca, bajo ningún concepto, debía perseguirse era el dinero. En esa casa, en la que se había leído mucho y mal, la gente con dinero era siempre sospechosa. Cada exhibición de riqueza venía por lo general acompañada de algún comentario despectivo y demoledor. O se cuestionaba la integridad moral o la ausencia de cultura, a veces incluso ambas. Y, aunque en ese momento no lo entendiera del todo, jamás sospeché que podría tratarse de algo más primitivo, como la frustración o la envidia. El dinero daba asco y, de momento, eso era todo lo que un niño como yo debía saber.

Antes de acabar la escuela primaria, ya había comprobado cómo la sangre y el olor a desinfectante me producían verdaderas arcadas, así que unos años más tarde, promediando la adolescencia, quedó claro que no habría muchas más opciones que las de intelectual revolucionario. Descartada cualquier actividad sospechosa de perseguir la riqueza, mi destino había quedado claramente despejado. Podría estudiar para sociólogo, politólogo, historiador, filósofo, psicólogo y algunas variantes más y, entonces, entró en escena la disparatada idea de hacerlo en París. La identidad es siempre una construcción subjetiva y problemática y que, salvo excepciones puntuales, funciona mucho mejor por rechazo o descarte.

Un punto de partida tan fallido solo pudo engendrar otra ciega fijación, aquella parte de la historia llamada Mayo del 68. Primero habían sido las divertidas estampas con consignas pegadizas, digamos un acercamiento más bien pop. Más tarde, las potentes imágenes en blanco y negro, con sus calles adoquinadas y repletas de estudiantes enfrentándose a la policía parisina. Leí varios artículos sobre sus causas y consecuencias y acabé por idealizar una historia que distaba mucho de comprender, pero cuya narrativa romántica y seductora era pura pólvora para ese adolescente tercermundista.

En uno de aquellos textos descubrí Nanterre, la universidad que ostentaba el orgullo de haber comenzado la revuelta del Mayo francés. Pero su campus estaba situado en las afueras de París y no tenía ni un nombre ni una localización interesante. En cambio su vecina, La Sorbonne, gozaba de ambas, incluida la sensual sonoridad de su pronunciación y la épica que irradiaba su historia. Entre sus solemnes aulas había desfilado a lo largo de los últimos siglos la flor y la nata de la intelectualidad europea. Por supuesto, estaba espectacularmente bien situada, en pleno Barrio Latino de París, y fue dentro de sus edificios donde se habían atrincherado los estudiantes que durante las revueltas habían lanzado adoquines a la policía del general Charles de Gaulle.

Para ese entonces, yo ya estaba obsesionado con estudiar la carrera de Sociología en la Sorbonay, llegado el caso, poder lanzar algún que otro adoquín a la policía.

En medio de una concurrida fiesta en La Latina, casi de madrugada, el hijo de un gran empresario dedicado a la fabricación de bisutería y platería me llevó aparte y me contó que estaba inmerso en el proyecto de expansión de su empresa. En el costado de una larga barra de madera y mientras se bebía una monumental copa de ron repleta de hielos, me explicó que su plan consistía en abrir una tienda mayorista en París, una filial que se sumara a las que ya tenían en Madrid y Barcelona.

—Voy a necesitar a alguien —me dijo finalmente gritando entre el ruido de los altavoces—. Alguien que se instale en la capital francesa y que sea capaz de armar el proyecto desde cero.

Yo estaba algo borracho esa noche, probablemente como todos a mi alrededor, incluido el hijo de gran empresario, pero en ningún momento dudé de que tenía frente a mí una oportunidad interesante.

Al día siguiente, cuando la resaca ya se había disipado, volvió a llamarme para dejar claro que sus ambiciones no estaban exacerbadas por los estimulantes de la velada anterior. Me convocó esa misma noche a una cena en su casa con el objetivo de conversar y avanzar en la propuesta. Había invitado también a varias personas de su entorno y a algunos amigos en común, y su plan era que entre los allí presentes pudiésemos charlar sobre el proyecto y aportar ideas. Todos dieron su opinión durante la cena y, en general, hubo cierta unanimidad al respecto. Se trataba de un proyecto viable, factible, atractivo y potencialmente rentable. El único obstáculo era definir cuál iba a ser mi encaje en el plan de expansión. El hijo de gran empresario era consciente de que yo no tenía dinero para invertir, de que mi situación era la de un precario estudiante de Sociología en una universidad pública madrileña: un inmigrante indocumentado con un trabajo nocturno, horrendo e informal, un trabajo «no normal» de cuarenta horas semanales distribuidas en tres noches eternas e interminables todos los fines de semana. Yo vivía por ese entonces en una pequeña habitación de un piso compartido en un barrio deprimente y retirado del centro. Tenía algunas parejas ocasionales, tres o cuatro buenos amigos y el delirante proyecto de dedicarme a las letras. Tal vez, incluso llegar a convertirme en escritor. Pese a la precariedad, me encontraba a gusto con la vida y puede que no estuviese dispuesto a dejarlo todo de un día para otro sin una buena razón.

Pero París era desde luego una buena razón.

El hijo de gran empresario, consciente de esto, había armado una propuesta tan atractiva como difícil de rechazar: los beneficios que se obtuviesen del negocio, una vez descontados los gastos y costes del emprendimiento, se repartirían a medias. De lo que se ganase, explicó delante de toda la mesa de amigos y conocidos, yo iba a percibir la mitad. Y hasta que el negocio echase a andar, se comprometía a invertir un dinero inicial para que pudiese instalarme en París y poner en marcha toda la maquinaria.

Por donde se mirara, la propuesta era increíble, posiblemente demasiado para un inmigrante sin acceso a los grandes atajos vitales. Y esa noche, presos de la exaltación que generan los nuevos proyectos, todos brindamos y festejamos hasta bien entrada la madrugada.

Sin mucho análisis ni planillas de cálculo, al día siguiente comencé a desmantelar mi vida tal como la había concebido desde mi llegada a Madrid. Era la segunda vez que la desarmaba en menos de dos años. La tercera si tenía en cuenta el exilio con mis padres de la Argentina de finales de los setenta. Incluso la cuarta, si incluía la huida de mis abuelos de los pogromos de preguerras, y así podría seguir durante un largo rato si conociese la historia de todos mis antepasados, una historia de persecuciones y pobreza que me es completamente inabarcable más allá de unas pocas generaciones.

Mi relato familiar no era nada como para entonar aleluyas.

Había varios inconvenientes en ese plan parisino. El primero estaba directamente ligado a mi estatus de sin papeles, como se conocía en la jerga del inmigrante ese limbo angustiante de ilegalidad. Había rumores de una inminente «regularización», gracias a la cual los «irregulares» podríamos llegar a convertirnos en personas con derecho a trabajar legalmente. Pero eran solo eso, rumores. También circulaban a diario noticias de inmigrantes deportados, de indocumentados a los que se les había vencido la visa, de extranjeros que rebotaban en los aeropuertos, incluso trenes que detenían en las fronteras buscando pasajeros en situación irregular. El recuerdo de los atentados contra las Torres Gemelas todavía estaba en el ambiente y los ejércitos parecían obsesionados con controlar el movimiento de cualquier individuo potencialmente capaz de comprometer la seguridad nacional. Aunque, al menos en teoría, mi perfil no encajaba con la descripción, no deseaba bajo ningún concepto cruzarme con uno de esos soldados nerviosos en algún control fronterizo. Más aún sin tener la documentación inmaculada.

Pese a todo, resulta que a los veintipocos era tan joven y feliz que ni siquiera lo sospechaba. El peligro en mi vida era tan solo un asunto menor, algo circunstancial, inherente a vivir. El tiempo en esos años parecía eterno y en pocos meses estaba listo para instalarme en París y poner en marcha el negocio. Mi etapa revolucionaria parisina, mi 68 en miniatura, parecía que finalmente se iba a transformar en realidad.

Habíamos encontrado un hermoso local en la rue du Temple, una de las arterias principales del que en ese entonces era el barrio mayorista de la capital francesa. El Marais no se había transformado todavía en el barrio turístico que acabaría siendo años más tarde y por ese entonces recién comenzaban a instalarse entre sus llamativas calles las primeras galerías de arte y parte de la comunidad gay. Era la época en la que había que estar atento a los barrios a los que se mudaban los gays, que siempre acababan por convertirse en los mejores de la ciudad. Y en los más caros.

Caminaba a diario por la rue du Templeatravesando el Marais, que nacía en el Hôtel de Ville y desembocaba en la place de la République, el lugar donde la izquierda francesa llevaba décadas manifestándose por los mismos motivos y con los mismos resultados. Al pasar junto a esos maestros u obreros metalúrgicos en plena protesta, yo intentaba adivinar los eslóganes que gritaban en francés.

El flamante local por el que, después de valorar varias opciones, habíamos acabado decantándonos se encontraba a mitad de camino de estas quince manzanas. Pertenecía a una empresa china que iba a traspasárnoslo para mudarse a un local más grande en una esquina cercana; otra prueba más de que nadie parecía haber entendido el capitalismo mejor que los chinos.

El importe del traspaso era elevado y eso enseguida me intimidó. Hablamos de una cantidad suficiente para poder comprar un piso en el centro de Madrid. Yo jamás había hablado ni estado cerca de cifras así y, aunque más tarde entendí que los negocios grandes requerían de inversiones grandes, apareció un inconveniente con el que yo no contaba. Todo el dinero del proyecto, el destinado a la inversión, era dinerob, dinero negro, dinero sin declarar que, lógicamente, provenía de los negocios del padre de hijo de gran empresario. Cualquier operación en este proceso que involucrase bancos, transferencias o facturas era inviable y quedaba descartada. Eso complicaba bastante las cosas y añadía a mi ya precaria condición de inmigrante irregular una inquietante pátina mafiosa.

Aprovechaba, por tanto, los muchos viajes en avión que hacía en esos meses para llevar conmigo siempre sumas de dinero que bordeaban la legalidad. Mientras el proyecto se volvía cada vez más real, yo iba terminando de armar mi base operativa en París y, poco a poco, desmantelando la de Madrid.

Me dediqué por esos días a los trámites operativos y administrativos, a conseguir presupuestos para reformar el local, a averiguar sobre las licencias comerciales, a investigar las formas legales para constituir una sociedad, a contactar a profesionales para la contabilidad, para los impuestos y todo lo que se antojaba necesario para echar a andar un negocio. Internet aún era la excepción y debía hacerlo todo cara a cara o por teléfono en un francés rústico que a base de mucho tesón iba mejorando sin llegar jamás a dominar.

Nunca hubiese podido sospechar que aquel aprendizaje técnico fuera a servirme en el futuro, poco tiempo después. En aquel entonces, me pareció simplemente un peaje necesario para poder tomar ese atajo vital y estar donde estaba.

Mis viajes de ida y vuelta a París llevando dinero no duraban más que unos pocos días. Dormía en hoteles mugrientos del Marais y en mis ratos libres jugaba a sentarme en las terrazas de los cafés parisinos e imaginar mi futuro. Mientras esperaba a que la Universidad Complutense me entregase los certificados con las convalidaciones, me había enterado de que existían unos cursos de Teoría Política en la Sorbona y comenzaba a paladear la vida intelectual parisina. Mis planes consistían en matricularme el siguiente cuatrimestre y estar atento por si acaso se desataba alguna violenta revuelta estudiantil.

Después de muchos despegues y aterrizajes, estuvimos listos para firmar el contrato y, el día en que me entregaron las llaves del local, tuve la extraña sensación de ser un parisino más. Nada más firmar, con el contrato aún en la mochila, salí a caminar por Saint-Germain buscando una zona donde vivir, algo para alquilar barato y equidistante de la rue de Templey de la Sorbona. Me imaginaba en la idílica postal parisina, cruzando el Pont Neuf por la mañana para ir a trabajar y volviendo por la tarde para asistir a las clases de Sociología. Unas quince manzanas más o menos que separaban lo que de chico había soñado ser y en lo que acabaría convirtiéndome.

3

Mi mudanza resultó ser un rápido acto forense del que solo salvé algunos libros para dejarlos en casa de un amigo sin muchas expectativas de recuperarlos. Al día siguiente estaba previsto mi vuelo a París para instalarme definitivamente y poner en marcha mi nueva vida. Había señalizado un diminuto estudio, no tan bien ubicado como quería, pero un pequeño hogar donde, al fin, poder empezar mi aventura.

Esa noche habíamos quedado a cenar y celebrar junto al grupo de amigos y conocidos mi despedida. El hijo de gran empresario propuso reunirnos antes los dos solos para charlar tranquilamente y, cuando llegué a su casa con dos botellas heladas de champán francés, me sorprendí al encontrarlo algo alterado. Tenía aspecto de haber bebido bastante y mientras me sentaba en su sofá, se preparó una nueva copa con abundante hielo. Me ofreció un trago, pero yo estaba bien de momento, le dije. Prefería beber algo de champán más tarde durante la cena.

Comenzó entonces a hablar de un modo atolondrado, incapaz de estructurar las frases. Habló del enfado de su padre, habló de la confianza ciega, de la descomunal inversión, de tiempos, de momentos, de situaciones. Habló de sentimientos, de dinero, de angustia y de deseos. Habló de «quieros», de «debos», de «necesitos», todo era una gran ensalada de conceptos. Hasta que por fin, en una recalada de su tormenta mental me dijo que suspendía con efecto inmediato el proyecto de París.

Ante la estupefacción de todos los que lo rodeaban, incluida la mía, lo siguiente fue el intento de su entorno por convencerlo de que era ya muy tarde para echarse atrás. Había mucho en marcha, infinidad de cosas pagadas y una buena cantidad de compromisos adquiridos. Pero no hubo forma, nada parecía hacerlo entrar en razón e, inexplicablemente, el proyecto que estaba a punto de arrancar nunca iba a tener lugar. Algo se había roto por el camino y yo no dejaba en esos momentos de preguntarme si acaso había cometido algún error, si había algo en todo el proceso que no detecté o que simplemente me había topado con el hijo de un gran empresario que se divertía jugando a ser Dios.

En cualquier caso, había que deshacer todo lo que estaba hecho, o más bien lo que no había llegado a suceder, y hacer como si nada hubiera pasado. Pero las cosas nunca resultan tan sencillas de desarmar. Mi pasaporte era un gran inconveniente en todo este asunto que, pese a su inutilidad para darme un estatus de residente legal, figuraba como titular de tres cuentas bancarias, una sociedad mercantil, un contrato de alquiler de un local, un estudio diminuto mal ubicado, un carné de biblioteca, dos chips de teléfono móvil y algunas otras responsabilidades que había ido asumiendo en esos meses convencido de que mi vida iba a transitar por una autovía de la que me estaba eyectando de emergencia.

Durante mi enésimo vuelo a la capital francesa aún me costaba hacerme la idea de que todo había sido un mal viaje, una fastuosa broma de mal gusto o el inoportuno brote de un heredero esquizofrénico. Reconsideré entonces la idea de seguir adelante, de vivir en París, matricularme enla Sorbona