Francisco y Benedicto - José Fernández Vega - E-Book

Francisco y Benedicto E-Book

José Fernández Vega

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Francisco y Benedicto, los dos primeros papas electos durante el siglo XXI, provocaron intensas conmociones dentro y fuera de la Iglesia. Ambos desplegaron diferentes estrategias para enfrentar la grave crisis que atraviesa la institución más antigua del mundo en el marco de las aceleradas mutaciones que trastornan, como nunca antes, los vínculos de los individuos con las tradiciones, las costumbres, la autoridad y la fe. ¿Qué rol ocupa un pontífice en el siglo XXI? ¿Cómo entiende el discurso papal la crisis de la Iglesia, la democracia y las instituciones a nivel global? ¿Qué tipo de respuestas son capaces de dar los sucesores de Pedro ante la profundización de las desigualdades y las agresiones al medio ambiente? ¿Cuáles son, en fin, los puntos de continuidad y de divergencia entre los papados de Bergoglio y Ratzinger? José Fernández Vega revisa con sentido crítico la trayectoria de ambos papas y las lógicas específicas que fueron desarrollando a través del examen de sus gestos, sus énfasis, sus encíclicas y sus discusiones con otras voces de la teología, la política y la filosofía. Francisco y Benedicto constituye un análisis agudo e indispensable sobre las líneas políticas y culturales puestas en práctica por el Vaticano para mitigar su crisis interna y confrontar con una Modernidad en vertiginoso cambio. En tal sentido, el autor sostiene: "Una mirada dirigida hacia los dos pontificados más recientes, lanzada desde un punto de vista agnóstico, quizá contribuya a una mejor comprensión del papel contemporáneo de la Iglesia, así como de la situación en la que se encuentran nuestras sociedades".

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JOSÉ FERNÁNDEZ VEGA

FRANCISCO Y BENEDICTO

El Vaticano ante la crisis global

 

Francisco y Benedicto, los dos primeros papas electos durante el siglo XXI, provocaron intensas conmociones dentro y fuera de la Iglesia. Ambos desplegaron diferentes estrategias para enfrentar la grave crisis que atraviesa la institución más antigua del mundo en el marco de las aceleradas mutaciones que trastornan, como nunca antes, los vínculos de los individuos con las tradiciones, las costumbres, la autoridad y la fe.

¿Qué rol ocupa un pontífice en el siglo XXI? ¿Cómo entiende el discurso papal la crisis de la Iglesia, la democracia y las instituciones a nivel global? ¿Qué tipo de respuestas son capaces de dar los sucesores de Pedro ante la profundización de las desigualdades y las agresiones al medio ambiente? ¿Cuáles son, en fin, los puntos de continuidad y de divergencia entre los papados de Bergoglio y Ratzinger? José Fernández Vega revisa con sentido crítico la trayectoria de ambos papas y las lógicas específicas que fueron desarrollando a través del examen de sus gestos, sus énfasis, sus encíclicas y sus discusiones con otras voces de la teología, la política y la filosofía.

Francisco y Benedicto constituye un análisis agudo e indispensable sobre las líneas políticas y culturales puestas en práctica por el Vaticano para mitigar su crisis interna y confrontar con una Modernidad en vertiginoso cambio. En tal sentido, el autor sostiene: “Una mirada dirigida hacia los dos pontificados más recientes, lanzada desde un punto de vista agnóstico, quizá contribuya a una mejor comprensión del papel contemporáneo de la Iglesia, así como de la situación en la que se encuentran nuestras sociedades”.

JOSÉ FERNÁNDEZ VEGA (Buenos Aires , 1965)

Es doctor en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires (UBA). Es investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) y profesor en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA.

Entre sus libros se cuentan: Las guerras de la política. Clausewitz de Maquiavelo a Perón (2005); Lo contrario de la infelicidad. Promesas estéticas y mutaciones políticas en el arte actual (2007); Lugar a dudas. Cultura y política en la Argentina (2011) y Formas dominantes. Diálogos sobre estética y política con Arthur Danto, Hans Belting, Thierry de Duve, Gianni Vattimo y Slavoj Žižek (2013).

Índice

CubiertaPortadaSobre este libroSobre el autorDedicatoriaEpígrafeIntroducciónI. ¿Qué es la verdad?II. ¿Qué piensa un jesuita?Entre la roca y la misiónAcerca de este libroÍndice de nombresCréditos

Para Memi y Willy

Ici même les automobiles ont l’air d’être anciennes

La religion seule est restée toute neuve la religion

Est restée simple comme les hangars de Port-Aviation

Seul en Europe tu n’es pas antique ô Christianisme

L’Européen le plus moderne c’est vous Pape Pie X

 

GUILLAUME APOLLINAIRE“Zone”, en Alcools (1913)

Introducción

LOS DOS PRIMEROS pontífices electos durante el siglo XXI produjeron grandes conmociones dentro y fuera de la Iglesia católica apostólica romana, aunque con efectos muy distintos en cada caso. Es claro que Benedicto XVI y Francisco tienen biografías y personalidades muy singulares, pero también se diferenciaron por sus estrategias para dar respuesta a los graves desafíos que enfrenta la institución más antigua de nuestro mundo. Los problemas que ha ido acumulando la Iglesia son tantos y tan graves que ya nadie podía disimularlos. Además, tienen lugar en el marco de aceleradas mutaciones culturales que trastornan como nunca antes los vínculos de los individuos con las tradiciones, las costumbres, la autoridad y la fe.

Las dificultades que atraviesa la Iglesia no se limitan, sin embargo, solo a ella. Su crisis corre pareja con la de muchas otras instituciones occidentales, religiosas o no. La propia democracia, el único sistema político deseable según un difundido consenso occidental, sufre profundas fracturas internas. El sistema de la igualdad política no ha hecho más que profundizar las desigualdades en los últimos lustros. La desconfianza hacia gobiernos que no ofrecen soluciones sociales o el desprecio hacia los dirigentes por su comportamiento venal son algunos de los síntomas que ponen en evidencia tales fracturas.

Basada en la legalidad, pero corroída en su legitimidad, la democracia ya no parece el sistema que equipara a los gobernantes con los gobernados. Un antiguo concepto se volvió habitual en el discurso crítico: oligarquía. El término se remonta a Platón y Aristóteles; hoy designa a una élite cambiante que detenta una representación popular correctamente adquirida cuyo sostén popular se encuentra, sin embargo, socavado. Pendiente de los vaivenes de su imagen en los medios de comunicación y sometida a las imposiciones del gran capital, la dirigencia pierde contacto con sus bases en todas partes. Esta desdichada historia de la democracia de mercado comenzó antes de su triunfo global en 1989, si bien se acrecentó de modo notable desde entonces.

En la Iglesia, esas realidades no se verifican de la misma manera que en los sistemas políticos nacionales. Encabezada por el último monarca europeo que reina y gobierna, pero cuyo verdadero poder es global antes que territorial, la Iglesia es una institución cosmopolita y peculiar. Ella interviene sobre los escenarios seculares, posee bienes incalculables e intereses ideológicos concretos, pero su reproducción depende de la fe que inspira. Ese carácter a la vez material e inmaterial determina una tensión interna que la crisis por la que atraviesa agudizó en los últimos años. Si el mercado, como se suele repetir, funciona mediante la confianza entre sus agentes, la Iglesia se funda sobre la esperanza, sentimiento más frágil y, al menos en apariencia, menos operativo. Cuando las expectativas de las sociedades occidentales parecen depositadas en la multiplicación de los bienes de consumo o en las sorpresas de las innovaciones tecnológicas, el espacio para un mensaje espiritual como el católico, despojado de componentes individualistas, pero asociado a una moralidad codificada, se restringe necesariamente. A estas debilidades, se les suma la difusión del desprestigio institucional.

La teología es materia esencial para cualquier interpretación de la Iglesia, aunque en este libro el tema específico es el análisis de las líneas políticas y culturales que adoptó el Vaticano para paliar sus propios trastornos y confrontar con una Modernidad en vertiginosa mutación. Se trata aquí de analizar las decisiones que la Iglesia asumió desde su centro romano para superar sus penurias internas, así como las respuestas que ofreció a los dilemas que le plantea la época. Ambas dimensiones guardan estrechos vínculos. Las complicadas relaciones históricas del catolicismo con la Modernidad han llegado a otro extraordinario momento de tirantez, pero los polos de este antagonismo ahora se iluminan mutuamente.

Los intentos de Benedicto XVI y de Francisco para superar la crisis se exploran en sendos capítulos de este libro. El enfoque adoptado en cada uno de ellos es también divergente, porque sus pontificados adoptaron tonalidades particulares e impusieron lógicas específicas, muy afines a los perfiles personales de los hombres que los encabezaron. Joseph Ratzinger, antes de convertirse en Benedicto XVI, se distinguió por una trayectoria académica inusual para un papa. Su desempeño en el trono quizá sufrió la maldición de los intelectuales en el poder. En todo caso, reconoció su fracaso cuando renunció y se transformó en el primer papa emérito de la larga historia vaticana. Esta decisión señaló el punto culminante de una complicada situación institucional.

En sus casi ocho años en el poder, Benedicto XVI intentó desarrollar una política que prosiguiera en parte los lineamientos de su predecesor, Juan Pablo II, y en parte los profundizara en un sentido doctrinario. Los objetivos que se fijó se volvían difíciles de entender para el mundo laico, y el capítulo que se le consagra busca clarificarlos. La caracterización de Ratzinger como una figura conservadora goza de varios sustentos, pero se volvió tan iterativa que tiende a pasar por alto otra serie de implicancias que su entronización trajo aparejadas. Ratzinger se había involucrado en significativos debates teóricos con distintas figuras europeas. La reseña de las posiciones defendidas en esas discusiones contribuye a ilustrar los propósitos de su posterior papado. Su condena al relativismo moral y su énfasis en la reafirmación de una fuerte noción de verdad solo detentada por la Iglesia constituyeron rasgos salientes de su discurso. Pero en sus encíclicas subrayó la búsqueda del amor y de la solidaridad como tarea esencial del presente. Ningún otro pontífice había escrito piezas tan consistentes y eruditas en un lenguaje tan llano y raleado de retórica eclesial.

La Iglesia, una de las instituciones menos atendidas por la teoría política contemporánea, tiene una importancia y una gravitación internacional sobre las que ni siquiera resulta necesario insistir. Esas características recuperaron relieve con las primeras intervenciones públicas de Francisco, un papa cuya figura despertó de inmediato, y de manera vigorosa, un postergado anhelo de transformación cobijado tanto por los fieles como por la opinión pública laica. Otra cosa, por cierto, es que ese entusiasmo se traduzca en realidades, que el papa pueda transformar la Iglesia y que esta se vuelva un polo de atracción para quienes la abandonaron o nunca creyeron en ella.

Francisco introdujo toda una serie de novedades que se analizan en el segundo capítulo, donde también se destacan las resistencias internas que encontró. Mientras que Benedicto XVI impulsó un repliegue hacia los fundamentos y sus preocupaciones se concentraban en Europa, Francisco aspira a una expansión global del mensaje católico. Este giro crucial es evidente, pero podría llevar a la equivocada impresión de que apenas existen rasgos de continuidad entre ambos papados. La reafirmación de muchos núcleos doctrinarios persiste bajo Francisco, y las críticas a la cultura liberal y al mercado capitalista también fueron parte de los pronunciamientos de su predecesor. Las distancias entre ellos quizás haya que buscarlas tanto en los énfasis y la modulación del discurso como en el impacto comunicativo y en la construcción de la propia imagen. Estos cambios no son apenas cosméticos; derivan más bien de diagnósticos contrapuestos sobre el presente y el futuro.

La personalidad tanto pública como privada de Francisco es multifacética, en contraste con el perfil definido y unilateral que parecía ofrecer Benedicto XVI. Un retrato periodístico de Jorge Mario Bergoglio concluyó reconociendo que su trayectoria revela a “un hombre complicado, conservador y radical, caritativo e intransigente, una masa de contradicciones”.1 Esta definición alcanza no solo al actual papa, sino también a la cultura política de su país de origen y a la propia Iglesia, como se intenta mostrar en este libro. Francisco fue un cura urbano que, como parte de una generación nacional, asistió a una sucesión de enormes conmociones políticas y económicas. Ellas, por supuesto, impactaron en la Iglesia argentina y en la formación política del futuro pontífice, quien pudo comprobar el modo en que su país atravesaba por agitaciones sociales radicales, dictaduras sangrientas que las sofocaron, una guerra internacional breve pero desastrosa, una época de neoliberalismo rampante entre dos hiperinflaciones y un gobierno democrático que terminó perdiendo por completo su credibilidad y acabó dejando paso a un largo período de florecimiento “populista” al que el entonces cardenal se enfrentó para luego reconciliarse con él desde el trono de Pedro. Pero ahora Bergoglio es un líder mundial, y su espectro de preocupaciones supera el rango doméstico. Sus intervenciones se adecuaron desde el comienzo de su gestión a las de una agenda crítica de la globalización en puntos centrales como la condena de la pobreza y la denuncia de las agresiones al medio ambiente.

En una “sociedad de riesgo”, como ha sido denominada la nuestra, donde las antiguas seguridades sociales o personales se evaporan, Francisco quiere restaurar la vigencia de los bienes de salvación, como llama la sociología al objeto de las religiones. Con este papa, resurgen los viejos conflictos entre los valores de la Iglesia y los que propugna el liberalismo, y lo hacen de un modo novedoso, pues ella ya no adopta una actitud solo reaccionaria, como la que le imprimieron los papas del pasado. La atención de Francisco se dirige hacia las “periferias”, un término que contempla a los condenados de la tierra con su miseria material, en primer lugar, pero también a aquellos que gozan del bienestar y, sin embargo, sufren las consecuencias emocionales del individualismo extremo. Este enfoque no era desconocido dentro del catolicismo, pero con Francisco adquirió una concentración especial cuyos reales alcances suscitan el debate.

En cierto modo, resulta inevitable que una aproximación a la Iglesia como la que se propone a continuación se centre en la figura de sus últimos jefes máximos. Porque los papas no solo la dirigen, sino que además son vicarios de Cristo, quien, según enseña el dogma, es el único hijo de Dios, mientras que la Iglesia es su esposa. La otra persona de la Trinidad de la cual la Iglesia da testimonio es el Espíritu Santo, que la guía y la sostiene. El orden natural, que la Iglesia interpreta y defiende, ha sido perturbado por la Modernidad, y la llamada Posmodernidad aceleró el proceso hasta volverlo casi explosivo. Pareciera que, si la Iglesia combate por restablecer aquel orden, la batalla se encuentra decidida de antemano. La técnica vulneró la naturaleza. Aliado a la ciencia, el capitalismo derruyó los tradicionales puentes que vinculaban la sociedad con la religión. El mercado pretende erigirse como única religión, y el Vaticano advierte la feroz competencia que le plantea este nuevo paganismo.

El itinerario reciente de la Iglesia suscitó una perplejidad mundial. Se encontraba sumida en una dinámica declinante que parecía no tener freno y cuya profundidad amenazaba sus bases de sustentación. La Iglesia reivindica contenidos culturales e ideológicos contundentes, y eso la vuelve un caso peculiar en un clima político e intelectual como el presente, dominado por el escepticismo y el descreimiento. Pero esta situación no solo afecta al mensaje católico, sino a todos los discursos que afirman valores y sentidos. Una mirada dirigida hacia los dos pontificados más recientes, lanzada desde un punto de vista agnóstico, quizá contribuya a una mejor comprensión del papel contemporáneo de la Iglesia, así como de la situación en la que se encuentran nuestras sociedades.

 

Diciembre de 2015

1 Alma Guillermoprieto, “Francis’s Holy War”, en Medium.com, 24 de junio de 2014. Disponible en línea: <https://medium.com/matter/franciss-holy-war-70a382606c0d>.

I. ¿Qué es la verdad?

I.

La consideración del papado como la última línea de defensa occidental contra el modernismo posee una larga tradición. El pontífice romano fue siempre caracterizado por los modernistas como un obstinado adversario de la evolución de las costumbres y, al menos hasta cierto momento histórico, como un muro de contención contra los avances sociales. Para la literatura liberal y positivista decimonónica, heredera del anticlericalismo ilustrado del siglo anterior, la Iglesia interfería con el desarrollo de la ciencia y constituía el principal agente del oscurantismo.1 El pueblo solo podría empezar a liberarse de estos flagelos mediante la difusión de una educación laica sobre bases racionalistas.

En el plano político, y a pesar de la insignificante fuerza material de que disponía, los desafíos que planteaba Roma no eran menores. El pontífice ya encabezaba el elenco de protagonistas de la reacción que Marx y Engels presentaron en el primer párrafo del Manifiesto comunista de 1848. El zar, que imperaba sobre una vasta formación social considerada como la más retrógrada del Occidente cristianizado, ocupaba solo un segundo lugar. El papa, evidentemente, se erigía como un adversario más serio.

Una opinión ampliamente difundida sostiene que la elección de Joseph Ratzinger para la cátedra de Pedro en abril de 2005 se debe interpretar como un claro giro –todavía más— tradicionalista en la política de la Iglesia católica, por no hablar de sus efectos esclerosantes sobre la dimensión doctrinaria. De la mano de Benedicto XVI, se esperaba una restauración destinada a profundizar el impulso conservador muy manifiesto ya en su predecesor. Con ellos, se cancelarían las rémoras del aggiornamento que había promovido Juan XXIII cuando, preocupado porque la Iglesia sintonizara con la época, llamó a Concilio en 1959.2 El arzobispo de París, convocado a discutir estas impresiones sobre el nuevo papa en la televisión, las acabó reforzando cuando concluyó: “Yo prefiero un conservador inteligente antes que un progresista idiota”.3 La boutade episcopal delineaba otro factor de interés para una aproximación política a Ratzinger: su perfil excepcionalmente intelectual, un aspecto no exento de paradojas.

II.

Antes de ser elegido papa, Ratzinger se desempeñó como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, un ministerio vaticano dedicado a vigilar el dogma, sucesor de la antigua y deplorada Inquisición y del Santo Oficio. Ratzinger, a pesar de revelarse como un custodio de la doctrina muy poco inclinado a promover aperturas, ha dado muestras de su disposición al encuentro polémico con el mundo laico, una actitud verdaderamente insólita en la Iglesia tanto por su amplitud de miras como por el nivel de la discusión que terminó suscitando. El momento culminante de estos encuentros, y acaso el debate más difundido de todos aquellos en los que participó el entonces cardenal Ratzinger, fue el que tuvo como antagonista a Jürgen Habermas, posiblemente la voz más escuchada de la filosofía de nuestros días tras los fallecimientos, en los primeros años del siglo XXI, de John Rawls, Jacques Derrida, Norberto Bobbio y Richard Rorty. La discusión tuvo lugar en la Academia Católica de las Ciencias de Baviera en enero de 2004 y trató acerca de algunos núcleos de preocupación centrales para una teoría del Estado democrático atenta a los riesgos que este enfrenta en la actual fase de la Modernidad.4

En otras oportunidades, el cardenal Ratzinger también confrontó posiciones con el filósofo —abiertamente ateo— Paolo Flores D’Arcais, director de la progresista revista política romana MicroMega;5 con Marcello Pera, filósofo de la ciencia de la Universidad de Pisa y declarado cristiano, quien, en ese momento, era presidente del Senado italiano por el partido berlusconiano Popolo della Libertà;6 y con el historiador liberal Ernesto Galli della Loggia, columnista, asimismo, del diario milanés Corriere della Sera.7 Si bien en sus intercambios Pera y Galli della Loggia demostraron tener con Ratzinger una afinidad cercana a la condescendencia, el debate que este mantuvo con Flores D’Arcais alcanzó, en cambio, inusitada intensidad.

Las dos primeras encíclicas que el papa dio a conocer, Deus caritas est (2005) y Spe salvi (2007), constituyen, desde luego, documentos de reafirmación doctrinaria, pero revelan una sorprendente variedad de registros (la tercera y última fue Caritas in veritate, 2009). Más allá de las habituales menciones a pasajes bíblicos en este tipo de documentos, la primera cita al pie incluida en Deus caritas est es una referencia, nada destemplada, a Friedrich Nietzsche.8 Esta encíclica inaugural del papado se centró en temas que suelen conmover la imagen que el mundo moderno se hace de sí mismo: la desigualdad social y la injusticia en medio de la prosperidad y la creciente riqueza. En este caso, el antagonista polémico lo encarna, por supuesto, Marx, cuyas insuficiencias teóricas se contraponen aquí a la sencilla fortaleza de la caritas cristiana.

Spe Salvi aborda temas teórico-políticos aun con mayor decisión. El déficit esencial del marxismo sería haber olvidado la realidad del mal en el mundo, declara la encíclica.9 El proyecto moderno de realizar la razón y la libertad en la tierra, surgido con fuerza en tiempos de la Revolución Francesa, y del cual Marx sería un gran heredero, no podía prosperar debido al pecado original. La Modernidad se piensa sofisticada, pero es ingenua; la hybris que sigue animándola condujo a catástrofes en el pasado. El llamado progreso material, señala el papa, siguió una línea moralmente descendente, tal como Theodor W. Adorno habría demostrado con elocuencia en el siglo XX.10

Ni la ciencia ni la política están llamadas a redimir al hombre, anuncian estas encíclicas; es preciso recordarle a la Modernidad sus límites humanos, demasiado humanos, y la frialdad de sus soluciones carentes de afecto. La real esperanza no está signada por los avances de la tecnología o de los movimientos sociales de base, sino por el retorno a la fe, fuente del amor humano y la solidaridad. Esto no significa en absoluto que el catolicismo sea una vía puramente personal o que deje al mundo librado a su propia miseria para concentrarse en los vínculos emocionales entre privados, o entre los individuos y lo ultraterreno. Cualquiera sea la opinión que estas afirmaciones del papa merezcan, es imposible pasar por alto su decidido carácter polémico y las inusuales referencias filosóficas que moviliza en su discusión. El tono de sus encíclicas es a la vez didáctico y controversial. La inquietud desde la cual argumenta en la segunda pieza de su enseñanza pontificia no les puede resultar indiferente a aquellos comprometidos con el destino social contemporáneo: ¿qué motivos hay para la esperanza?

III.

Un papa no se dirige a minorías. Si el impacto de un discurso teórico solvente puede ser alto en círculos intelectuales o ambientes políticos letrados, una perspectiva más extendida puede revelar, en cambio, que esas fortalezas se transforman en debilidades a la hora de una comunicación con la grey. A Ratzinger se le reprochaba carecer del carisma de su antecesor. Juan Pablo II fue conocido, en efecto, por ser el primer papa no italiano en mucho tiempo, por su estratégico surgimiento como cabeza de la Iglesia cuando la crisis final del campo soviético de donde provenía resultaba todavía inimaginable y por haberse convertido en el individuo más visto en persona en toda la historia. En un mundo de presencias virtuales y mediáticas, el papa Wojtyla viajó por todo el globo congregando en cada país multitudes ante las cuales desfilaba o celebraba ceremonias. Resultaba improbable que Ratzinger alcanzara semejante popularidad, aunque más no fuera porque llegó al papado a los 78 años (el pontificado de Wojtyla duró veintiséis años y fue uno de los más extensos).

Los estilos de cada uno de estos papas estuvieron marcados por muy distintas biografías personales y políticas, aunque en cuestiones doctrinarias y estratégicas no parece existir una significativa distancia entre ambos. Ratzinger, después de todo, ha sido señalado como la eminencia gris detrás de Juan Pablo II. Wojtyla, de su lado, prefería proyectar una imagen de viajero y deportista (uno de sus motes fue el atleta de Dios). Era un papa interesado por las letras (poeta y actor en su juventud, autor de una primera tesis sobre San Juan de la Cruz), pero no ciertamente un teórico. Ratzinger, por el contrario, venía investido de un prestigio intelectual más consistente y poseía una trayectoria académica mucho más rica.

Es cierto que bajo el comunismo Wojtyla enseñó filosofía en universidades católicas polacas y preparó una tesis sobre Max Scheler. Pero la estatura intelectual de Ratzinger tiene otra dimensión. Antes de ser convocado como soporte intelectual a la curia romana en 1981, y verse así obligado a renunciar como arzobispo de Múnich, Ratzinger, creado cardenal en 1977, se había desempeñado, a partir de 1959, como profesor de teología en universidades de Alemania: Bonn, Münster, Tubinga. En 1969, llegó a ser vicepresidente de la Universidad de Ratisbona (donde, ya papa, pronunció en 2006 un discurso que despertaría polémicas). Por su preparación teológica, había sido elegido asesor del obispo de Colonia Joseph Frings durante el Concilio Vaticano II.11

Ratzinger posee una vasta trayectoria como autor académico, y sus lecciones de 1968 tituladas Introducción al cristianismo alcanzaron gran difusión en su país.12 Muchos consideran este libro como una respuesta a las conmociones universitarias de aquel año, que lo afectaron profundamente y, según se interpreta, lo impulsaron del progresismo eclesial hacia la derecha.13 Como su colega el profesor Hans Küng, posiblemente el teólogo católico más popular de nuestros días, el actual papa era considerado un aperturista.14

Ya en la curia romana, Ratzinger encabezó la Pontificia Comisión Teológica Internacional en noviembre de 1981 y fue promovido a decano del colegio cardenalicio y a presidente de la comisión que durante seis años preparó un nuevo Catecismo de la Iglesia católica, aprobado en 1992. Desde esas influyentes posiciones, iría consolidando un poder tanto doctrinario como institucional que lo proyectaría del rol de consejero al de príncipe.

IV.

Un artículo en The New York Times sobre la campaña presidencial estadounidense de 2008 resaltaba, con sorpresa, pero también con satisfacción, que cualquiera de los dos candidatos que ganara las elecciones —John McCain o el finalmente vencedor Barack H. Obama— sería, por primera vez en la historia, una persona más culta y refinada que el presidente de Francia (Nicolas Sarkozy detentaba el cargo).15 La vulgarización de las llamadas clases dirigentes constituye un fenómeno universal. Aunque rodeado desde 2008 por la restaurada Italia de Berlusconi (quien justamente vino a desplazar al professore Romano Prodi), el Vaticano se encontró en manos de un hombre célebre por su rigor doctrinario, pero también por su autoridad cultural. Escritor reconocido y prolífico, el antiguo profesor Ratzinger constituyó un caso raro en el mundo desarrollado: un intelectual en el trono. Eamon Duffy, profesor de Historia del Cristianismo en Cambridge, aseguró que el primer papa alemán en ocho siglos era el más destacado teólogo en acceder al cargo en los últimos mil años.16

Esta situación parecía actualizar, de manera algo inesperada en un mundo mediatizado, la antigua concepción platónica del filósofo-rey. La Modernidad la había sustituido por una fórmula de Hobbes: la autoridad, y no la verdad —que representarían los filósofos—, es lo que hace la ley. Porque el poder moderno se autoriza por su capacidad de autorreproducción. Vale decir, por su ejercicio racionalizado o estratégico, y ya no por los conocimientos o las credenciales culturales de quien lo detenta, o por la mayor o la menor veracidad de lo que ordena. Perfiles políticos exitosos como el de Ronald Reagan o Carlos Menem, que marcaron toda una época en sus respectivos países, siguen siendo la regla en nuestro mundo; alguien como Ratzinger constituía, precisamente, la excepción.

Es cierto que los papas son habitualmente individuos cuya formación supera la del universo de generales, hombres de negocios y abogados que la historia contemporánea vio pulular en la cumbre de los poderes nacionales. Pero el manifiesto giro intelectual que tomó el gobierno vaticano con la elección de Ratzinger acaso representó algo más que una simple curiosidad entre liderazgos políticos posmodernos. La opción por una trayectoria como la que poseía Ratzinger resultaba coherente con una estrategia defensiva de la Iglesia. En efecto, esta ya no parecía orientada principalmente a la propagación de sus enseñanzas entre muchedumbres, tal como hacía Juan Pablo II. La Iglesia tomó plena conciencia de habitar un mundo que repelía dichos mensajes por distintos motivos y según diferentes realidades culturales, sociales o regionales. Los individuos se han vuelto muy seculares e indiferentes a la religión, o siguen a las sectas evangélicas, o bien, a lo largo de un vasto territorio, se enrolan bajo la bandera del Islam.17 La Iglesia parecía inmersa en un momento de reafirmación doctrinaria. Aspiraba a consolidar un credo sofisticado y divulgarlo con mayor altura, evitando las contaminaciones del pop audiovisual, del populismo político o del sincretismo folclórico,18 esto es, sin ceder un ápice al modernismo mediático, al tercermundismo renovado o a las tradiciones panteístas. La Iglesia advertía que se arriesgaba a sufrir así un mayor aislamiento ideológico del que ya padecía debido al irrefrenable proceso histórico que Antonio Gramsci había denominado “era de la apostasía de masas”.

Curiosamente, esta actitud defensiva de la Iglesia no fue muy distinta a la que en su momento asumieron otras corrientes postergadas de forma temporaria o caídas en desgracia histórica. Los padres fundadores del neoliberalismo vieron sus ideas marginadas por completo hasta la crisis del keynesianismo de posguerra y el providencial surgimiento mediático de Milton Friedman como propagandista neoliberal, a la vez carismático y calificado, en la década de 1970. Tras un largo período de ostracismo, una oleada histórica favorable a esta corriente la llevaría a una apoteosis en la última década del siglo XX, cuando se asentó como la ideología geográficamente más extendida y políticamente influyente de la globalización y, por eso mismo también, de toda la historia humana. El mundo se rindió a sus pies luego de largos años de afirmación programática intramuros. Aunque el neoliberalismo se benefició del súbito derrumbe del socialismo real y fue modulando con astucia su crítica al keynesianismo para terminar presentándola como inspirada en la pura eficacia y no en la cerrazón individualista, siempre evitó ceder terreno teórico a sus adversarios dentro del pensamiento capitalista.19 Si los neoliberales se agruparon al principio como una especie de francmasonería resistente a un entorno adverso, por muchas razones los católicos no podían replegarse hasta ese punto. Con todo, en el pasado Ratzinger había hecho ciertos análisis al respecto que adquirieron un particular interés político en este contexto.

El catolicismo, había sostenido Ratzinger, era aún mayoritario en Europa, pero comenzaba a convertirse en minoría en algunos países, porque el número de bautizados exhibía un claro declive, como se ponía de manifiesto en su propio país, Alemania. Ante esta tendencia, que no daba indicios de remitir en un futuro próximo (más bien todo lo contrario), Ratzinger se mostró inclinado a depositar su confianza en un catolicismo integrado por “minorías creativas, minorías convencidas” provistas de la necesaria alegría y capacidad para poder llegar a otros y convencerlos con su mensaje y su ejemplo.20 “Sin tales fuerzas frontales no se puede construir nada”, concluyó Ratzinger.21 Semejante propuesta organizativa puede llegar a rememorar —al menos formalmente— a la de Lenin en ¿Qué hacer? (1902), famoso panfleto donde ofreció un diseño para la actividad del partido revolucionario en condiciones de clandestinidad. Este debía afianzarse sobre la base de un núcleo de activistas decididos y formados, capaces de resistir la persecución y de tomar contacto con aquellos que no se atreven a integrarse a él. En tiempos adversos, un partido así organizado se mostraría capaz de sobrevivir y continuar captando voluntades individualmente hasta que se abrieran coyunturas más propicias que facilitaran interacciones a nivel masivo. Fue Ratzinger quien recordó que “los marxistas decían que para hacer la revolución en un país basta con un dos por ciento de elementos realmente activos. A la postre, la humanidad depende siempre de minorías activas. Lo esencial es que haya una minoría activa en el sentido positivo. Me parece que este es el verdadero desafío”.22

Las minorías católicas que imaginaba Ratzinger podían infundir nueva vitalidad a una cultura moderna exhausta, tal como los primitivos cristianos habían hecho ante una “antigüedad moribunda”. Serían comunidades de personas que han encontrado a Cristo y viven ese encuentro de “manera convincente para los demás”. Debían rodearse de individuos “temerosos de Dios”, atraídos por las formas que adquiere la existencia en estas comunidades a las que tomarían como referencia, aunque vacilaran a la hora de emular ese estilo de vida. En este esbozo social para un catolicismo futuro, se permiten modos y grados de pertenencia comunitaria. Pero esos núcleos católicos realmente existentes, en los que se depositaban esperanzas de regeneración y supervivencia, se hallaban inclinados hacia uno u otro estilo de conservadurismo de manera casi uniforme. El Opus Dei es un caso conocido, pero no único.23

El papa intentaba estrechar vínculos con los sectores más tradicionalistas porque en ellos veía una esperanza para la supervivencia de la Iglesia. Mientras que una parte de las masas abandonaba los templos, otra parte de la población satisfacía su religiosidad con las convocatorias evangélicas, que Ratzinger consideraba promovidas por Estados Unidos,24 o bien a través de las diversas variedades de ritos psico-pop a disposición. Las pequeñas comunidades de creyentes, tradicionales y muy convencidas, opondrían resistencia al vendaval pagano contemporáneo y lograrían volver a evangelizar con energía llegado el momento oportuno. El papa no consideró que desde el propio discurso de esos núcleos de resistencia católica podía proyectarse también un rampante desprestigio. Modernidad y apoteosis del judaísmo son procesos que van necesariamente unidos para ciertas mentalidades que predominan en estos grupos; un ejemplo extremo fue el escándalo generado por el caso Williamson, al que se hará referencia enseguida.25

V.

Según sus críticos, en claro contraste con su imagen de brillante erudito y estratega de amplia mirada, Ratzinger también proyectaba la de político inhábil, como si se tratara de un líder demasiado intelectual y rígido para entender la realidad inmediata y actuar con plasticidad sobre ella. En sus escritos, Ratzinger dejó en claro que el profesor de teología no debe eclipsar al pastor; el verbo está encarnado y, asimismo, la misión del sacerdote es darlo a conocer mediante argumentos, pero también a través de la caritas concreta. Por eso, como teólogo, enfrentó la frialdad neoescolástica con las doctrinas vivas