Frankenstein - Mary Selly - E-Book

Frankenstein E-Book

Mary Selly

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Beschreibung

De repente, vi la figura de un hombre en la distancia. Avanzaba hacia mi posición con velocidad sobrehumana. Daba brincos sobre las grietas del hielo, donde yo había caminado con sumo cuidado: su estatura, pude comprobarlo a medida que se acercaba, sobrepasaba la de los hombres, temblé; la vista se me nubló y me sentí desmayar, pero los vientos helados de la montaña lograron restaurarme. Me di cuenta, a medida que la figura se acercaba, de que se trataba del demonio que había creado. Vaya visión tremenda y aborrecida. Comencé a temblar de rabia y horror, pero tomé la decisión de esperar su acercamiento, para luego trenzarme con él en un combate mortal.

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Primera Edición en Digital, agosto 2023

En Panamericana Editorial Ltda.,

Título original: Frankenstein; or, The Modern Prometheus

© Panamericana Editorial Ltda.,

de la versión en español.

Calle 12 No. 34-30. Tel.: (60 1) 3649000

www.panamericanaeditorial.com.co

Tienda virtual: www.panamericana.com.co

Bogotá, D. C., Colombia


Editor

Panamericana Editorial Ltda.

Traducción del inglés

Juan F. Hincapié

Diseño

Rey Naranjo

ISBN DIGITAL 978-958-30-6731-0

ISBN IMPRESO 978-958-30- 5677-2

Prohibida su reproducción total o parcial

por cualquier medio sin permiso del Editor.

Hecho en Colombia - Made in Colombia

Contenido

Primera cartaA la señora Saville, Inglaterra

Segunda carta A la señora Saville, Inglaterra

Tercera carta A la señora Saville, Inglaterra

Cuarta carta A la señora Saville, Inglaterra

Capítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VI

Capítulo VII

Capítulo VIII

Capítulo IX

Capítulo X

Capítulo XI

Capítulo XII

Capítulo XIII

Capítulo XIV

Capítulo XV

Capítulo XVI

Capítulo XVII

Capítulo XVIII

Capítulo XIX

Capítulo XX

Capítulo XXI

Capítulo XXII

Capítulo XXIII

Capítulo XXIV

Notadelaautora

Primera cartaA la señora Saville, Inglaterra

San Petersburgo, 11 de diciembre de 17…

Te dará gusto saber que ningún desastre ha acompañado el comienzo de una empresa a la cual has asociado tan desafortunados presagios. Llegué ayer, y mi primera tarea consiste en asegurarle a mi querida hermana mi bienestar, y la creciente confianza en el éxito de mi proyecto.

Me encuentro ya muy al norte de Londres, y a medida que camino las calles de San Petersburgo, siento que la brisa fría del norte sobre mis mejillas me tiempla los nervios y me llena de satisfacción. ¿Puedes entender este sentimiento? Esta brisa, que viaja desde las regiones a las cuales me propongo avanzar, me ofrece una muestra de aquellos climas glaciales. Animado por este viento de promesa, mis sueños se tornan más fervientes y vívidos. Tratan en vano de convencerme de que el polo es el trono del hielo y la desolación; siempre acude a mi imaginación como la región de la belleza y el deleite. Allí, Margaret, el sol siempre está visible; su amplio disco bordea en todo momento el horizonte y difumina un esplendor perpetuo. Allí —con tu venia, querida hermana, confiaré en los navegantes que me han precedido— el hielo y la nieve se disipan; y al navegar sobre aguas calmas, flotaremos hasta una región que sobrepasará en maravillas y belleza todas las regiones que hasta la fecha han sido descubiertas en la Tierra habitable. Es posible que no haya ejemplos de sus productos y características, en tanto el fenómeno de los cuerpos celestes sin duda se encuentra en aquellas soledades por descubrir. ¿Qué no se puede esperar de una zona de luz eterna? Quizá allí pueda encontrar el asombroso poder que atrae las agujas, y es probable que sea capaz de regular miles de observaciones celestiales, que únicamente están a la espera de este viaje para pasar de ser excentricidades a verdades por siempre consistentes. Saciaré mi ardiente curiosidad con la visión de una parte del mundo que nunca ha sido visitada y pisaré por primera vez la tierra que nunca ha sido pisada por el pie del hombre. Son estos mis incentivos, y son suficientes para conquistar todos los miedos de peligros o de la muerte misma, y me inducen a comenzar este difícil viaje con la alegría de un niño que por primera vez se embarca en un bote, con sus amigos, para explorar el río que lo vio nacer. Aun así, suponiendo que todas estas conjeturas sean falsas, no puedes refutar el beneficio inestimable que le concederé a la humanidad hasta la última generación, al descubrir un pasaje cercano al polo para los países cercanos, que de momento les toma muchos meses atravesar; o al establecer el secreto del imán que, de ser posible, puede efectuarse únicamente gracias a un emprendimiento como el mío.

Estas reflexiones han disipado la agitación con la que comencé esta carta, y siento que mi corazón resplandece con un entusiasmo que me eleva hasta el cielo. Nada logra que mi mente se tranquilice como lo hace un propósito inalterable, un punto sobre el cual el alma fija su ojo intelectual. Esta expedición ha sido el sueño principal de mis años tempranos. He leído con auténtica pasión los informes de los varios viajes que comenzaron con el propósito de llegar al norte del océano Pacífico a través de los mares que rodean el polo. Quizá recuerdes que la biblioteca de nuestro buen tío Thomas estaba compuesta únicamente por libros que narraban los viajes realizados con el afán de descubrimiento. Mi educación tuvo grandes vacíos, pero siempre tuve pasión por la lectura. Esos volúmenes constituyeron mi formación día y noche, y mi familiaridad con ellos hizo que aumentara el dolor que sentí de niño al enterarme de que mi padre, al morir, le había prohibido a nuestro tío que me permitiera seguir la carrera de marinero.

Estas visiones se desvanecieron cuando leí con detenimiento y por primera vez a aquellos poetas cuyas efusiones embelesaron mi alma y la llevaron hasta el cielo. Así que me convertí en poeta, y por un año viví en el paraíso de mi propia creación. Llegué a imaginar que podría obtener un nicho en el templo en el cual los nombres de Homero y Shakespeare están consagrados. Estás familiarizada con mi fracaso, y con lo difícil que fue para mí llevar tal desilusión. Pero justo en ese momento heredé la fortuna de nuestro primo, y mis pensamientos volvieron al rumbo de su preferencia temprana.

Han transcurrido seis años desde que resolví la empresa que ahora me dispongo a ejecutar. Puedo, incluso ahora, recordar la hora exacta en que decidí dedicarme a este gran proyecto. Comencé habituando mi cuerpo a la adversidad. Acompañé a los cazadores de ballenas en varias expediciones al mar del Norte. De manera voluntaria soporté el frío, el hambre, la sed, el deseo de dormir; a menudo trabajé más fuerte que los marineros durante el día, y dedicaba mis noches al estudio de las matemáticas, la teoría de la medicina y aquellas ramas de las ciencias físicas de las cuales un aventurero naval puede obtener las más grandes ventajas prácticas. Dos veces me inscribí como ayudante de primer oficial en un ballenero groenlandés y aprendí a obedecer y a admirar. Debo reconocer que sentí algo parecido al orgullo cuando el capitán me ofreció un lugar permanente en el barco, y lo hizo con toda seriedad; tal era la estima en que tenía mis servicios.

Y ahora, querida Margaret, ¿no merezco alcanzar un propósito mayor? Es posible que mi vida haya transcurrido en medio de comodidades y lujo, pero prefiero la gloria a todas las tentaciones que la riqueza ha puesto en mi camino. Ay, ¡que alguna voz favorable responda afirmativamente! Mi valor y mi resolución son firmes, pero mis esperanzas fluctúan y mi espíritu a menudo se desconsuela. Estoy a punto de embarcarme en un viaje largo y penoso, cuyas exigencias demandarán todas mis fuerzas. No solo tendré que subirles el ánimo a los demás, también debo sostener el propio cuando los suyos comiencen a decaer.

Esta es la época más favorable para viajar dentro de Rusia. Con sus trineos se puede viajar rápidamente sobre la nieve; el movimiento es agradable y, en mi opinión, mucho más cómodo que el de las diligencias de Inglaterra. El frío no es excesivo, si vas envuelto en pieles —un modo de vestir que he adoptado por completo, pues hay una gran diferencia entre caminar la cubierta y permanecer sentado sin moverse por horas, y la falta de ejercicio hace que la sangre se congele en las venas—. No tengo ningún deseo de perder la vida en la ruta postal que une San Petersburgo y Arcángel.

Saldré para dicha ciudad en unas dos o tres semanas, y mi idea es alquilar un barco allá. Esto puede hacerse fácilmente pagándole el seguro al dueño. Luego puedo contratar tantos marineros acostumbrados a cazar ballenas como crea necesarios. No pretendo navegar hasta junio. ¿Y cuándo volveré? Ah, hermana querida, ¿cómo puedo responder a esta pregunta? Si tengo éxito, es posible que pasen muchos meses, incluso años, antes de que nos volvamos a encontrar. Si fracaso, me verás pronto, o no me verás nunca.

Adiós, querida mía, extraordinaria Margaret. Que el cielo deje caer sus bendiciones sobre ti, y que me salve para que pueda, una y otra vez, testificar mi gratitud por toda tu bondad y amor.

Tu hermano que te quiere,

R. Walton

Segunda carta A la señora Saville, Inglaterra

Arcángel, 28 de marzo de 17…

¡Qué lento pasa el tiempo aquí, rodeado de hielo y nieve! No obstante, he dado un segundo paso en mi empresa. He alquilado una embarcación, y en el momento estoy ocupado en la selección de mis marineros; aquellos que ya he contratado parecen hombres en los que se puede confiar, y ciertamente dan la impresión de ser intrépidos.

Sin embargo, hay un deseo que hasta ahora no he podido satisfacer. Su ausencia se siente como el mal más severo. No tengo ni un amigo, Margaret. Cuando brille gracias al entusiasmo de mis éxitos, no habrá nadie para participar de mi alegría; si me encuentro sitiado por la desilusión, nadie se ocupará de mis aflicciones. Debo consignar mis pensamientos en el papel, lo sé; pero este resulta un medio pobre para la comunicación de los sentimientos. Necesito la compañía de una persona que pueda comprenderme, cuyos ojos respondan a los míos. Puedes pensar que soy un romántico, querida hermana, pero siento con amargura la falta de un amigo. No tengo a nadie cerca, ninguna persona gentil y valerosa, que posea una mente cultivada y amplia, cuyos gustos se parezcan a los míos, que apruebe o enmiende mis planes. ¡La manera en que tal amigo repararía los fallos de tu pobre hermano! Soy apasionado en la ejecución, y me muestro muy impaciente ante las dificultades. Y lo peor es que soy un autodidacta: los primeros catorce años de mi vida fui tan salvaje como el que más, y lo único que leí fueron los libros de viaje del tío Thomas. A esa edad conocí a los celebrados poetas de nuestra patria; pero únicamente cuando vi que no podía hacer nada al respecto cuando, caí en la cuenta de la necesidad de hablar otros idiomas además del de nuestro país. Ahora tengo veintiocho años, y siento que en términos prácticos soy más inculto que muchos chicos de quince. Es cierto que he reflexionado más, y que mis sueños son más grandes y ambiciosos, pero les falta equilibrio, como suele decirse en la pintura. Es de esta forma como necesito un amigo que tenga el suficiente tacto para no despreciarme por romántico, y que me tenga el suficiente cariño y me ayude a controlar mi mente.

Soy consciente de que estas quejas no tienen sentido; es casi seguro que no encontraré ningún amigo en la inmensidad del océano, y tampoco aquí en Arcángel, en medio de comerciantes y gente de mar. Sin embargo, algunos sentimientos relacionados con lo mejor de la naturaleza humana se ponen de manifiesto de vez en cuando. Mi lugarteniente, por ejemplo, es un hombre de increíble valor e iniciativa, que desea vehementemente la gloria. O, para ponerlo de manera más explícita, es de lo más avanzado que puede encontrarse en su profesión. Es inglés, y en medio de todos los prejuicios nacionales y profesionales, no ha sido ablandado por la sofisticación, de manera que mantiene algunas de las más nobles características de la humanidad. Lo conocí por primera vez a bordo de un ballenero, y cuando supe que se encontraba desempleado en esta ciudad, con facilidad lo convencí de ayudarme en mi empresa.

Es un muchacho de excelente disposición, y son notables su amabilidad y la benevolencia de su disciplina. Por esto, y por su bien conocida integridad y su intrépido carácter, hice lo posible por contratarlo. Una juventud pasada en soledad, sumada a tus cuidados amables y femeninos, han refinado de tal forma mi carácter que casi no puedo superar la intensa repugnancia que me produce la brutalidad que suele ejercerse en los barcos; nunca he creído que sea necesaria, así que cuando supe de un marinero conocido por su bondad, y por el respeto y obediencia que la tripulación le profesaba, me sentí afortunado de poder asegurar sus servicios. Primero escuché de él de una forma romántica, gracias a una mujer que le debe la felicidad de su vida. De manera breve, expongo un hecho de su vida: algunos años atrás amó a una joven rusa de fortuna moderada, y habiendo amasado él mismo una suma considerable de dinero por su trabajo, el padre de la chica accedió a la unión. Antes de la ceremonia había visto solo una vez a su futura esposa; en aquella ocasión, la mujer, cubierta de lágrimas y tirándose a sus pies, le rogó que la liberara de su responsabilidad, pues confesó amar a otro, a un pobre diablo que su padre nunca aceptaría. Mi generoso amigo calmó a quien le suplicaba, e informándose del nombre de su amante, abandonó de manera instantánea su cometido. Ya había comprado una granja con su dinero, en la cual pensaba pasar el resto de sus días. Le obsequió esta propiedad a su rival, junto con el dinero que había conseguido, a fin de que comprara ganado. Luego trató de convencer al padre de la chica para que accediera a su matrimonio con el amante. Pero el viejo se negó en redondo, pues se sentía obligado moralmente con mi amigo. Al enterarse de la inexorabilidad del padre, mi amigo dejó el país, y no volvió a él hasta que se enteró de que la mujer se había casado según sus deseos. «¡Qué hombre más noble!», dirás. Esto es innegable, pero también carece por completo de instrucción; es silencioso como un turco, y sobre él se cierne una suerte de ignorante descuido que hace que su conducta sea tanto más extraordinaria, por cuanto le resta el interés y la simpatía que de otro modo concitaría.

Pero no creas, porque me quejo un poco, o porque puedo concebir un consuelo para mis tristezas que jamás conoceré, que flaqueo en mi propósito. Este es tan fijo como el destino. Y mi viaje se encuentra demorado únicamente a causa del clima. El invierno ha sido terriblemente duro; pero la primavera trae la promesa de que todo irá bien, y se estima que llegará pronto. Así que podremos salir antes de lo que esperamos. No haré nada con prisa; me conoces lo suficiente para confiar en mi prudencia y consideración cuando me encuentro a cargo de la seguridad de otras personas.

No puedo describir lo que siento ante la cercanía del comienzo de mi empresa. Es imposible comunicarte la sensación que me hace temblar, a partes iguales de placer y miedo, con la perspectiva del inicio del viaje. Iré a regiones inexploradas, a la «tierra de la neblina y la nieve»; pero no asesinaré a ningún albatros, por tanto no debes temer por mi seguridad, o volveré a ti tan deteriorado y en un estado tan lamentable como el viejo marinero de Coleridge. Sonreirás ante esta alusión, y yo te revelaré un secreto. A menudo le he atribuido mi apego y mi total entusiasmo apasionado a los peligrosos misterios del océano, a la producción de este poeta moderno, acaso el más imaginativo. Le hace algo a mi alma que no estoy en capacidad de entender. En el fondo soy un hombre práctico, un trabajador que ejecuta con perseverancia y esfuerzo; pero, aparte de ello, hay en mí una pasión por lo sorprendente, una creencia que se mezcla en todos mis proyectos y me lleva más allá de los caminos más comunes de los hombres, incluso a océanos indómitos y a las regiones inexploradas que me propongo recorrer.

Deseo finalizar retornando a las cosas que me son más queridas. ¿Volveré a verte, después de haber atravesado océanos inmensos y regresar por el extremo más meridional de África o América? No osaré esperar tales éxitos, y sin embargo no tolero lo contrario. Por lo pronto, sigue escribiéndome cada vez que puedas. Es seguro que tus cartas me levantarán el ánimo. Te quiero con toda la ternura del mundo. Recuérdame con cariño, en caso de que nunca más vuelvas a saber de mí.

Tu hermano que te quiere,

Robert Walton

Tercera carta A la señora Saville, Inglaterra

7 de julio de 17…

Querida hermana:

Te escribo estas líneas deprisa para decirte que estoy bien, y que mi viaje va bien avanzado. Esta carta llegará a Inglaterra gracias a un buque mercante que vuelve a casa desde Arcángel. Es innegable que tiene más fortuna que yo, que no podré ver mi tierra natal quizá en muchos años. Me encuentro, no obstante, de buen ánimo: mis hombres son audaces y al parecer tienen firmeza de carácter, ni siquiera los bloques de hielo que nos pasan continuamente e indican los peligros hacia los que avanzamos parecen hacer mella en ellos. Ya hemos alcanzado una zona de alta latitud; pero estamos en pleno verano, y pese a que no hace tanto calor como en Inglaterra, los vientos del sur, que nos empujan con rapidez hacia las costas que con tanto ardor deseo conquistar, traen consigo un grado de calor renovador que no me esperaba.

Hasta ahora no ha ocurrido ningún incidente que merezca la pena consignar en una carta. Un par de fortísimas tormentas y la aparición de una gotera en cubierta son accidentes que marineros con experiencia apenas considerarían dignas de mención. Me sentiré satisfecho si nada peor que esto ocurre durante nuestra travesía.

Adiós, mi querida Margaret. Ten por seguro, por mi propio bien, y por el tuyo, que no iré apresuradamente a encontrar el peligro. Me mantendré tranquilo, perseverante y prudente.

Pero el éxito coronará mis esfuerzos. ¿Por qué habría de ser de otra manera? Hasta ahora he trazado un camino seguro sobre los mares, y solamente las estrellas han sido testigos de mi triunfo. ¿Por qué no proseguir sobre el indómito y sin embargo obediente mar? ¿Qué puede detener a un hombre resuelto y de corazón determinado?

Mi espíritu se hincha y se desboca de manera involuntaria al pensar en todo esto. Pero debo terminar. ¡Que el cielo bendiga a mi querida hermana!

R. W.

Cuarta carta A la señora Saville, Inglaterra

5 de agosto de 17…

Hemos sufrido un accidente tan extraño que no puedo proseguir sin consignarlo, pese a que es muy probable que nos veamos antes de que esta carta te encuentre.

El pasado lunes (31 de julio), casi estábamos rodeados de hielo: se cernía sobre la embarcación en todas las direcciones y apenas nos dejaba lugar para navegar. Nuestra situación era ciertamente peligrosa, sobre todo porque estábamos rodeados por una espesa niebla. Así que allí estábamos sin poder hacer nada, esperando a que la atmósfera y el clima cambiaran un poco.

Cerca de las dos, la neblina se disipó y pudimos observar, en todas las direcciones, planicies de hielo vastas e irregulares, que daban la impresión de no tener fin. Algunos de mis camaradas comenzaron a quejarse, y yo mismo empecé a llenarme de ansiedad, cuando un extraño espectáculo de repente concitó nuestra atención y nos distrajo de nuestra propia situación. Hacia el norte, más o menos a unos ochocientos metros, vimos un pequeño trineo arrastrado por perros. En él, un ser de figura humana, pero al parecer de proporciones gigantes, estaba sentado y dirigía a los animales. Observamos su rápido progreso con nuestros telescopios, hasta que se perdió en los distantes montículos del terreno.

Esta aparición disparó nuestro asombro. Según nuestros cálculos, estábamos a muchos kilómetros de cualquier tierra conocida; pero esta visión parecía demostrar que, en realidad, no estábamos tan lejos como pensábamos. Por otro lado, cercados como nos encontrábamos por el hielo, era imposible seguir su camino, que habíamos observado con tanta atención.

Más o menos dos horas después de esto, sentimos que el agua se agitaba debajo de nosotros, y antes de que se hiciera noche el hielo se deshizo y liberó nuestra embarcación. Sin embargo, nos quedamos quietos hasta el amanecer, pues temíamos topar con alguna de aquellas masas gigantescas que se quedan flotando tiempo después de que el hielo se rompe. Aproveché estas horas para descansar un poco.

Cuando se hizo de día, apenas hubo luz, salí a cubierta y encontré a toda la tripulación hablando con alguien en el mar. Se trataba, de hecho, de un trineo como el que habíamos visto antes, que había llegado hacia nuestra posición durante la noche, sobre un gran pedazo de hielo. Apenas uno de los perros estaba con vida; pero había un hombre allí, a quien los marineros intentaban persuadir de que subiera a bordo. No se trataba, como el otro viajero daba la impresión de ser, de un habitante salvaje de una isla por descubrir. Era un europeo. No bien subí a cubierta, mi lugarteniente dijo:

—Aquí está nuestro capitán: él no permitirá que usted muera en mar abierto.

Al notar mi presencia, el extraño se dirigió a mí en un inglés de acento extranjero:

—Antes de subir a su embarcación —dijo—, ¿podría tener la amabilidad de decirme hacia dónde se dirigen?

Podrás concebir mi sorpresa al escuchar tal pregunta de un hombre al borde de la muerte, y de quien era normal suponer que mi barco podría convertirse en un recurso que no cambiaría por toda la riqueza del mundo. No obstante, respondí que nos encontrábamos en medio de un viaje de descubrimiento y nos dirigíamos al polo norte.

Al escuchar esto pareció satisfecho, y accedió a subir a bordo. ¡Dios mío!, Margaret, si hubieras visto al hombre que capituló por su seguridad, tu sorpresa no habría conocido límite. Sus extremidades estaban a punto de congelarse, y su cuerpo se encontraba terriblemente consumido por la fatiga y el sufrimiento. Nunca he visto a un hombre en tan malas condiciones. Intentamos cargarlo hacia el interior, pero apenas le faltó el aire fresco, se desmayó. Lo llevamos de nuevo a cubierta, y tratamos de reanimarlo frotándolo con coñac; incluso le dimos algo de beber. Apenas dio señales de vida, lo envolvimos en sábanas y lo dejamos cerca del calor de la estufa de la cocina. Volvió en sí muy despacio, y tomó un poco de sopa, que le hizo bien.

De este modo pasaron dos días hasta que pudo hablar. A menudo temí que todo lo que sufrió lo hubiera privado del entendimiento. Cuando resultó evidente que se estaba recuperando, lo pasé a mi propio camarote y lo cuidé en la medida que mis responsabilidades me lo permitieron. Nunca vi una criatura más interesante: en sus ojos se ve generalmente una expresión salvaje, incluso de locura; pero hay momentos en los que, si alguien tiene un acto de bondad con él, o incluso si le hacen un servicio insignificante, toda su expresión se ilumina con un rayo de benevolencia y dulzura que hasta entonces nunca había visto. Pero generalmente se encuentra melancólico y al borde de la desesperación; y algunas veces rechina los dientes, como si no pudiera soportar el peso de todo aquello que lo oprime.

Cuando mi invitado dio muestras de que se estaba recuperando un poco, tuve dificultades para mantener a raya a los hombres, que deseaban formularle mil preguntas. No permití que su curiosidad ociosa lo atormentara, pues es evidente que el estado de su mente y de su cuerpo depende por entero del reposo. Una vez, sin embargo, el lugarteniente le preguntó por qué había venido tan lejos en un vehículo tan extraño.

De inmediato su semblante asumió un aspecto de profunda melancolía, y respondió:

—A buscar a quien se me escapó.

—Y el hombre al que perseguía, ¿viajaba de la misma forma?

—Sí.

—Entonces creo que lo hemos visto. La víspera de que lo recogiéramos a usted, vimos a un hombre que viajaba sobre el hielo en un trineo tirado por perros.

Esto despertó la curiosidad del extraño, y debido a ello formuló una gran cantidad de preguntas respecto a la dirección que el demonio —como lo llamaba— había seguido. Poco después, cuando nos quedamos solos, me dijo:

—Ciertamente he despertado su curiosidad, así como la de sus hombres, pero sin duda usted es muy considerado para hacer más preguntas.

—Así es: sería impertinente y poco humano de mi parte importunarlo con más preguntas.

—Y sin embargo, usted me rescató de una situación extraña y peligrosa. Con benevolencia me ha devuelto la vida.

Poco después me preguntó si creía que el rompimiento del hielo había destruido el otro trineo. Respondí que no podía responder con certeza, pues el hielo no había comenzado a romperse sino hasta medianoche, y era probable que aquel hombre hubiera llegado a algún lugar seguro antes de eso. Pero no podía estar seguro.

A partir de aquel momento, una nueva vivacidad animó a aquel hombre exhausto. Manifestó el mayor entusiasmo por estar siempre en cubierta, tratando de avistar el primer trineo. Sin embargo, lo he persuadido para que permanezca en el camarote, pues está demasiado débil para soportar la crudeza de la atmósfera. Le he prometido que siempre habrá alguien vigilando por él, y que se le informará inmediatamente de la aparición de un nuevo objeto.

Es de esta forma como he anotado en mi diario todo lo que tiene que ver con este extraño incidente hasta el día de hoy. Su salud mejora poco a poco, pero permanece silencioso, y se muestra inquieto cuando alguien que no soy yo ingresa a su camarote. Aun así, sus modos son siempre conciliadores y amables, lo que le ha granjeado el interés de toda la tripulación, pese a que su comunicación con ellos es exigua. De mi parte, he comenzado a quererlo como a un hermano; y su constante y hondo sufrimiento me llena de compasión y piedad. Ha debido de ser una noble criatura en sus mejores días, pues incluso en el estado en el que se encuentra es atractivo y afable.

En una de mis cartas anteriores, querida Margaret, te dije que no encontraría ningún amigo en la soledad del océano, y sin embargo he encontrado a un hombre al que, antes de que el dolor aniquilara su vitalidad, habría estado feliz de considerar un hermano de corazón.

Por intervalos continuaré mi diario del extraño, cuando surjan incidentes nuevos que consignar.

13 de agosto de 17…

El afecto que siento por mi invitado crece todos los días. Logra llevar mi admiración y mi piedad a niveles extraordinarios. ¿Cómo puedo ver a una criatura tan noble destruida por el dolor sin sentir la más conmovedora aflicción? Es tan amable y tan inteligente, y su mente es tan cultivada. Cuando habla, pese a que elige sus palabras con exquisito arte, estas fluyen con una rapidez y una elocuencia que no conocen igual.

Se encuentra mucho más recuperado, y casi siempre está en cubierta, al parecer tratando de avistar el trineo que precedió el suyo. Y pese a que sigue triste, ya no se ocupa exclusivamente de sí mismo, sino que se interesa por los proyectos de otros. Hemos conversado con frecuencia sobre mis proyectos, que le he comunicado sin guardarme nada. Escuchó con atención todos mis razonamientos acerca de mi éxito futuro, y cada uno de los minuciosos detalles de las medidas que he tomado para asegurarlo. Fui fácilmente guiado por la afinidad que me mostró, así que dejé ver el verdadero idioma de mi corazón: hablé con el fervor que mueve mi alma y afirmé, acompañado de toda la vehemencia que logra entusiasmarme, que de buen modo sacrificaría mi fortuna, mi existencia y todas mis ilusiones al fomento de mi empresa. La vida o la muerte de un hombre no eran más que un exiguo precio a pagar por la obtención del conocimiento que buscaba, por el dominio que pretendía adquirir y transmitir sobre los enemigos elementales de nuestra raza. A medida que hablaba, la melancolía se hacía presente en el semblante de mi amigo. Al principio percibí que trataba de reprimir sus emociones: se cubría los ojos con las manos, y mi voz comenzó a temblar y a fallarme cuando vi lágrimas corriendo por sus dedos. Un gemido emergió de su pecho jadeante.

Me detuve, y por fin habló con voz entrecortada:

—¡Hombre infeliz! ¿Comparte mi locura? ¿También ha probado el embriagante trago? ¡Escúcheme! ¡Escuche mi historia y alejará la copa de sus labios!

Como puedes imaginar, tales palabras excitaron mi curiosidad, pero el paroxismo de dolor que había hecho presa del extraño superó por mucho sus debilitados poderes, y fueron necesarias muchas horas de reposo y tranquila conversación para restaurar su compostura.

Después de que conquistó la violencia de sus sentimientos, dio la impresión de que se despreciaba a sí mismo por ser esclavo de una pasión, y tratando de aplacar la oscura tiranía de la desesperación, me llevó a hablar de nuevo de mis asuntos. Preguntó acerca de mis primeros años. Rápidamente le conté al respecto y, mientras lo hacía, pude pensar en muchas otras cosas. Confesé mi deseo de encontrar un amigo, la auténtica sed de encontrar un espíritu con el cual congeniar como hasta entonces no lo había hecho. Expresé mi convicción sobre el hecho de que ningún hombre podía declararse feliz hasta haber disfrutado de esta bendición.

—Estoy de acuerdo con usted —respondió el extraño—, somos criaturas obsoletas. Solo podemos vivir a medias si una persona más lista, mejor y más querida (como debe ser un amigo) está a nuestro lado para perfeccionar nuestros defectos y debilidades. Una vez tuve un amigo, la más noble de las criaturas humanas, y por tanto tengo derecho de juzgar en lo que concierne a la amistad. Usted tiene esperanza, y el mundo está ante usted, y por ello no debe desesperar. Pero yo lo he perdido todo y no puedo comenzar de nuevo.

Al decir esto, su expresión pasó a ser la representación del dolor sosegado y sostenido, y esto logró tocarme el corazón. Pero él permaneció en silencio, y poco después se retiró a su camarote.

Pese a su desolación, nadie puede sentir de manera más profunda las bellezas de la naturaleza. El cielo estrellado, el mar y todo lo que se puede apreciar en estas regiones maravillosas parecen tener el poder de elevar su alma por sobre la tierra. Un hombre así lleva una doble existencia: es posible que sufra con las desgracias de su vida y que se vea abrumado por las decepciones, y sin embargo, cuando se recoge en sí mismo puede convertirse en un espíritu celestial con un halo alrededor que lo protege de dolores y temeridades.

¿Sonríes por el entusiasmo con el que hablo de esta figura errante? No lo harías si lo vieras. Tú has sido instruida y refinada por los libros y por el alejamiento del mundo, y por tanto eres un poco huraña; debido a ello estás dotada para apreciar los méritos extraordinarios de este hombre maravilloso. Me he propuesto descubrir la cualidad que posee que lo eleva tan por encima de las otras personas que conozco. Creo que se trata de un discernimiento intuitivo, una capacidad de valoración pronta e infalible, una percepción de las causas de las cosas, cuya claridad y precisión no tienen parangón. A esto agrégale la facilidad para expresarse, y una voz de diversas entonaciones que es como música para el alma.

19 de agosto de 17…

Ayer me dijo el extraño:

—Usted percibe fácilmente, capitán Walton, que he sufrido grandes e incomparables desgracias. En un punto estuve resuelto a que el recuerdo de estos males debía morir conmigo, pero usted me ha hecho alterar esta determinación. Usted busca el conocimiento y la sabiduría, tal y como yo lo hice alguna vez. Espero fervientemente que la gratificación de sus deseos no resulte ser una serpiente venenosa, como ha sido para mí. No sé si la narración de mis desastres le será de alguna utilidad; sin embargo, cuando lo pienso, usted persigue el mismo camino, exponiéndose a los mismos peligros que me han convertido en lo que soy. Por ello creo que usted está en capacidad de sacar conclusiones que le pueden servir en caso de que sus proyectos conozcan el éxito, y que pueden consolarlo en caso de que estos no se cumplan. Prepárese para escuchar hechos que usualmente se consideran sobrenaturales. Si nos encontráramos en escenarios más dóciles, temería topar su incredulidad, quizá incluso su ridiculización; pero muchos de los fenómenos que parecen posibles en estas regiones agrestes y misteriosas desatarían la risa de aquellos poco familiarizados con los inmensos poderes de la naturaleza. Por otro lado, sé que mi historia no trae consigo evidencia de la veracidad de los eventos que la componen.

No te será difícil imaginar la gratitud que me embargaba ante la perspectiva de escuchar tal historia. Y, sin embargo, no podía soportar que esta narración reviviera sus penas. Sentía un gran ímpetu por escuchar lo que había prometido, en parte por curiosidad, y en parte por un creciente deseo de reparar su destino, si es que esto estuviera en mi poder. Expresé todos estos sentimientos con mi respuesta.

—Le doy las gracias —respondió— por su compasión, pero es inútil. Mi destino casi llega a su fin. Tan solo espero una cosa, y entonces podré descansar en paz.

Intuyó que estaba a punto de interrumpirlo, y continuó:

—Entiendo lo que siente, pero está equivocado, mi amigo, si me permite llamarlo así. Nada puede alterar mi destino: escuche mi historia, y entonces sabrá de su irrevocabilidad.

Anunció que comenzaría su narración al día siguiente, cuando yo tuviera tiempo libre. Me sentí enormemente agradecido. He resuelto que, todas las noches en que no me encuentre ocupado por mis deberes, consignaré tan fielmente como me lo permitan mis palabras lo que mi huésped me haya contado durante el día. Si me encuentro muy ocupado, tomaré al menos algunas notas. Sin duda alguna, este manuscrito te ofrecerá el mayor de los placeres; y para mí, que lo conozco y puedo escucharlo de primera mano, ¡con qué interés y simpatía lo leeré más adelante! Incluso ahora, al comienzo de mi tarea, su voz llena de tonalidades resuena en mis oídos; sus ojos brillantes se posan en mí con toda su dulzura melancólica. Veo su delgada mano alzarse llena de ánimo mientras sus rasgos se encienden gracias al ardor del alma que los contiene. Esta historia será extraña y desgarradora, como es aterradora la tormenta que se cernió sobre aquella valiente embarcación y la destrozó por completo.

Capítulo I

Soy ginebrino de nacimiento, y mi familia es una de las más distinguidas de aquella república. Durante años, mis ancestros han sido consejeros y síndicos, y mi padre ha desempeñado varios cargos públicos con honor y prestigio. Fue respetado por todos aquellos que lo conocieron debido a su integridad e infatigable atención a los asuntos públicos. Pasó la mayor parte de su juventud ocupado en los intereses de su país; una variedad de circunstancias lo previnieron de contraer un matrimonio temprano, y por tanto no fue sino hasta el ocaso de su vida cuando se convirtió en marido y padre de familia.

Teniendo en cuenta que las circunstancias de su matrimonio son una muestra de su carácter, no puedo abstenerme de relatarlas. Uno de sus amigos más íntimos era un comerciante que, de vivir en franca prosperidad y debido a una serie de contratiempos, cayó en desgracia. Este hombre, de nombre Beaufort, era de una disposición orgullosa e inflexible, y no podía soportar vivir en la pobreza y el olvido en la misma ciudad donde antes había sido distinguido por su rango y magnificencia. Debido a ello, después de pagar sus deudas de la manera más honorable, se retiró con su hija al pueblo de Lucerna, donde vivió anónimamente en la miseria. A mi padre lo unía una amistad sincera con Beaufort, y se vio afligido por su marcha de la ciudad en estas circunstancias lamentables. Con amargura deploró el falso orgullo que llevó a su amigo a actuar de una forma tan poco digna del afecto que los unía. No perdió tiempo en intentar buscarlo, con la esperanza de persuadirlo de comenzar de nuevo con su crédito y ayuda.

Pero Beaufort había tomado medidas eficaces para ocultar su paradero, y pasaron diez meses antes de que mi padre lo encontrara. Exultante por su descubrimiento, llegó deprisa hasta su casa, que quedaba en una modesta calle cerca al río Reuss. Cuando hizo pie en el recinto, fue recibido únicamente por la miseria y la desesperación. Beaufort había guardado únicamente una pequeña cantidad de dinero desde que cayera en desgracia, y esta resultó apenas suficiente para sostenerlo un par de meses, en los que esperaba procurarse un empleo respetable en alguna empresa comercial. Este intervalo, por tanto, estuvo marcado por la inacción; sus penas se volvieron más hondas e irritantes cuando tuvo tiempo para pensar en ellas, de tal suerte que se apoderaron de su mente y al cabo de tres meses estaba tirado en una cama, enfermo e incapaz de realizar esfuerzo alguno.

Su hija lo cuidaba con la mayor ternura, pero, presa de la desesperación, era testigo de la manera en que sus modestos fondos disminuían todos los días y, lo peor, no había en el horizonte ningún prospecto de ingresos. Sin embargo, Caroline Beaufort poseía una mente de molde poco común, y su valentía dijo presente en la adversidad. Consiguió un modesto trabajo trenzando paja, y se ayudó como pudo para reunir un salario suficiente que cubriera las necesidades más apremiantes.

De esta manera pasaron varios meses. Su padre empeoró, y el tiempo de la hija se vio restringido casi por completo a cuidar de él. Por tanto, sus medios de subsistencia sufrieron una recaída. En el décimo mes su padre murió en sus brazos, dejándola huérfana y prácticamente en la miseria. Este último golpe fue demasiado para ella. Llorando con amargura, cayó de rodillas ante el ataúd de Beaufort en el momento en que mi padre ingresaba al recinto. Su presencia fue como la de un espíritu protector para la pobre chica, quien se encomendó a sus cuidados. Después del sepelio de su amigo, mi padre la condujo a Ginebra y la confió a una familia amiga. Al cabo de dos años Caroline se convirtió en su esposa.

Si bien es cierto que había una gran diferencia de edades entre mis padres, esta circunstancia parecía unir de manera más estrecha sus lazos de devoto amor. Había un sentido de justicia en la mente honesta de mi padre que se traducía en la aprobación de un modo de amar intenso. Quizá durante sus años jóvenes había sufrido la indignidad de algún amor, de manera que se mostraba dispuesto a otorgar un valor excepcional a las virtudes de mi madre. Todo el tiempo había indicios de gratitud y devoción a su unión con ella que eran poco comunes a su edad, pues estaban inspirados por completo en sus virtudes, y en un deseo de convertirse de alguna manera en el medio de recompensarla por las penurias que había pasado, pero que concedían una gracia inexpresable a su comportamiento con ella. Todo estaba supeditado a los deseos y a la comodidad de mi madre. Se esforzaba por protegerla de la misma manera en que una planta exótica es protegida de las ráfagas de viento por el jardinero, y de rodearla con todo aquello que pudiera entusiasmar su mente suave y benévola. Su salud, e incluso la tranquilidad de su hasta entonces inquebrantable espíritu, habían sufrido por todo lo que había pasado con su propio padre. Durante los dos años previos a su matrimonio, mi padre había ido renunciando a todos sus cargos públicos, e inmediatamente después de la unión buscaron el agradable clima de Italia. El cambio de paisaje y ambiente en aquellas tierras maravillosas sirvió para restaurar la vitalidad de la joven esposa.

De Italia pasaron a Alemania y a Francia. Yo, su hijo mayor, nací en Nápoles, y de niño los acompañé en sus viajes. Durante varios años fui el único niño. Por mucho que estuvieran apegados el uno al otro, parecían sacar reservas inacabables de amor para mí. Los tiernos cuidados de mi madre y la sonrisa de benévola satisfacción de mi padre al mirarme son mis primeros recuerdos. Yo era su juguete y su ídolo, el fruto de su amor: la criatura inocente e indefensa que les había sido enviada desde el cielo, a quien debían criar para bien, y cuyo futuro estaba en sus manos dirigir hacia la felicidad o la tristeza, según como cumplieran sus deberes para conmigo. Con la honda conciencia de sus responsabilidades hacia el ser al cual habían dado vida, sumada al espíritu activo de cariño que los animaba a ambos, es posible imaginar que en todos los momentos de mi infancia recibí lecciones de paciencia, caridad y autocontrol. De esta manera fui educado con una cuerda de seda que para mí significó gozo en todo momento.

Durante un largo tiempo fui su única preocupación. Mi madre deseaba ardientemente tener una niña, pero yo seguía siendo su único retoño. Cuando tenía alrededor de cinco años, de paseo por las fronteras de Italia, pasamos una semana a orillas del lago Como. Su disposición caritativa a menudo los hacía visitar las casas de los más pobres. Para mi madre se trataba de algo más que un deber, era una necesidad, una pasión, pues recordaba todo lo que había sufrido y la manera en que la habían rescatado, y por tanto quería ser una suerte de ángel guardián para los afligidos. En una de sus caminatas por el valle, llamó su atención una cabaña de aspecto especialmente miserable. La cantidad de niños a medio vestir que se podían ver a su alrededor hablaba de la peor forma que pueden tomar las penurias. En cierta ocasión que mi padre había ido a Milán, mi madre y yo visitamos de nuevo aquella vivienda. Encontramos a un campesino y a su mujer, gente trabajadora y acabada por el duro trabajo, repartiendo una cena entre cinco bebés hambrientos. Entre ellos había una niña que atrajo de inmediato la atención de mi madre. Parecía distinta a los demás, que eran de ojos oscuros y constituciones robustas. La niña era delgada y rubia; su pelo parecía del oro más brillante y, pese a la pobreza de su atuendo, daba la impresión de poseer una corona de distinción. Su frente era clara y amplia; sus ojos, del color del cielo despejado, y sus labios y su rostro, tan llenos de sensibilidad y dulzura que nadie la habría podido considerar de una misma especie que sus hermanos. Era como si hubiera llegado directamente del cielo y cargara consigo una estampa celestial, presente en todos sus rasgos.

La campesina, al ver que mi madre se maravillaba con la hermosa niña, se apresuró a contarnos su historia. No era suya: era hija de un noble milanés. Su madre era alemana, y había muerto al darla a luz. La niña había sido puesta bajo su cuidado, cuando su situación era un poco mejor. No hacía mucho se habían casado, y su hijo mayor apenas si acababa de nacer. El padre de la niña era uno de esos italianos que habían sido criados con el recuerdo de la antigua gloria de Italia, un schiavi ognor frementi que luchaba por conseguir la libertad de su patria, y que se convirtió en víctima de sus debilidades. Si había muerto, o si se encontraba en algún calabozo de Austria, era algo que no se sabía. Sus propiedades habían sido confiscadas, y su hija había pasado a ser huérfana y había quedado en la miseria. La niña, no obstante, seguía con su familia de acogida y florecía en su burda morada, resplandeciendo como una rosa entre la maleza.

Cuando mi padre volvió de Milán, me encontró en nuestra villa jugando con una niña que parecía un ángel, una criatura que daba la impresión de emitir un fulgor, y cuya forma y movimientos eran más ligeros que los de una gacela. Su presencia fue prontamente explicada y, con su venia, mi madre logró que sus guardianes le concedieran la custodia. De verdad le tenían cariño a la dulce huérfana, pero habría sido injusto para ella mantenerla en la pobreza cuando la providencia le ofrecía una alternativa de protección tan provechosa. Lo consultaron con el sacerdote de su aldea, y como resultado de ello Elizabeth Lavenza ingresó al hogar de mis padres como algo más que mi hermana —a partir de entonces se convirtió en la hermosa y adorada compañera de todas mis ocupaciones y juegos—.

Todos adoraban a Elizabeth. El apego apasionado y casi reverencial con el que todos la trataban se convirtió para mí —en vista de que lo compartía— en mi alegría y orgullo. La noche anterior a que llegara a casa, mi madre había dicho en tono de broma: «Tengo un regalo muy bonito para Víctor; mañana se lo daré». Y cuando al día siguiente me trajo a Elizabeth como obsequio prometido, yo, con toda la seriedad de los niños, interpreté sus palabras de manera literal y consideré a Elizabeth como propia. Sería mía para proteger, cuidar y valorar. Todos los elogios que recibía ella los tomaba yo como propios. Nos llamábamos familiarmente «primo» y «prima», pero ninguna palabra podría capturar la relación que nos unía. Era algo más que mi hermana, pues me pertenecía a mí y a nadie más hasta la muerte. ‡

Capítulo II

Nos criaron juntos, pues no había ni siquiera un año de diferencia entre nosotros. No hace falta decir que nunca un desacuerdo o una pelea nos alejaron. La armonía era la esencia de nuestra compañía, y la diversidad y el contraste de nuestras personalidades nos acercaron aún más. Elizabeth era más calmada y con más disposición para la concentración; yo, con todo mi ardor, era capaz de lograr una aplicación más intensa, y en mí se hizo más marcada la sed de conocimiento. Ella se ocupó de las elevadas creaciones de los poetas y de las majestuosas escenas que rodeaban nuestro hogar suizo: las formas sublimes de las montañas, los cambios de las estaciones, la tempestad y la calma, el silencio del invierno, la vitalidad y turbulencia de los veranos alpinos… en todo ello encontró un amplio margen para la admiración y el placer. Mientras Elizabeth contemplaba con ánimo serio y satisfecho los aspectos grandiosos de las cosas, yo hallaba placer en investigar sus causas. El mundo se presentaba ante mí como un secreto que deseaba adivinar. La curiosidad, la investigación seria para aprender las leyes escondidas de la naturaleza, la satisfacción afín al arrobamiento… todo ello, en tanto se me revelaba, constituyó las primeras sensaciones que puedo recordar.

Con el nacimiento de un segundo hijo, que llegó