Frente a la adversidad... hay equipo - Jenny Anguiano - E-Book

Frente a la adversidad... hay equipo E-Book

Jenny Anguiano

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«En las noches de incertidumbre y desconsuelo —y de completo desvelo—, comencé a escribir. Primero fue como un desahogo. Con el transcurrir del tiempo empezó a ser como un diario y, a la vez, una guía de las cosas que debía hacer para enfrentarme a esa realidad. Y así surgió Frente a la adversidad... hay equipo.»   La acción de la escritura está atada, muchas veces, al alivio, a la catarsis. Así lo describe Jenny Anguiano, autora de este libro, así sintió esa vivencia. Escribir también trazó los límites de un espacio sin muros donde fue ubicando sus sentimientos. Probablemente también funcionó como un ámbito para la reflexión, porque el tiempo de la palabra escrita es perenne. Sin embargo, con el devenir de los días, movida por el afecto, fue tendiendo puentes hacia el afuera. Amigos cercanos, conocidos y principalmente su familia inmediata estuvieron ahí para escuchar, para colaborar, para apoyar. El equipo.   Este libro busca compartir una historia en la que muchos se verán reflejados. La honestidad que se trasluce en la narración hace que los lectores conecten sin rodeos con las emociones que se van sucediendo. Y también es un agradecimiento a todos aquellos que estuvieron y que están. Al equipo.

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Frente a la adversidad... hay equipo

Jenny Anguiano

Anguiano, Jenny

Frente a la adversidad, hay equipo / Jenny Anguiano. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : PAM! Publicaciones, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-631-6505-08-8

1. Autobiografías. I. Título.

CDD 808.8035

© 2023, Jenny Anguiano

Primera edición, junio 2023

Diseño de tapaMagdalena Zamarripa

DiagramaciónLara Melamet

Corrección Marcela Codda y Lucía Bohorquez

Conversión a formato digital Estudio eBook

Hecho el depósito que establece la ley 11.723. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin la autorización por escrito de los titulares del copyright.

Editorial PAM! Publicaciones SRL, Ciudad de Buenos Aires, Argentina

[email protected]

www.pampublicaciones.com.ar

A Eduardo Zamarripa.

 

 

 

«… diera con gusto los mejores años por saber lo que a otros de mí has hablado… por saber lo que a solas de mí has pensado.»

 

GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER

 

Palabras preliminares

Tengo en claro que las cosas se desarrollaron de la forma en que tenían que ser. No importa lo mucho que nos empeñemos en conseguir algo que está fuera de nuestro alcance. Lo que debe suceder, sucederá.

Desconocemos las causas o los motivos por los cuales debemos enfrentarnos a determinadas experiencias, tan tristes en muchas ocasiones, y es probable que no podamos entenderlas nunca.

Somos producto de esas experiencias que nos van formando el carácter y nos moldearán la personalidad.

¿De eso se trata esta vida? ¿De pasar continuamente por distintas experiencias que nos irán haciendo rectificar y afianzar posiciones que vamos adoptando a medida que vamos creciendo y madurando?

En este libro relato cómo una enfermedad puede cambiarnos la vida. Un antes y un después, nada ni nadie volverá a ser como era antes.

En las noches de incertidumbre y desconsuelo —y de completo desvelo—, comencé a escribir. Primero fue como un desahogo. Con el transcurrir del tiempo empezó a ser como un diario y, a la vez, una guía de las cosas que debía hacer para enfrentarme a esa realidad. Y así surgió: Frente la adversidad… hay equipo.

Si en algún momento de tu vida te sentís solo, angustiado y no encontrás una salida… ¡ponete a escribir! La escritura es buena compañía.

Ahora te invito a leer esta historia, mi historia, la historia que esta familia atravesó a partir de un problema de salud de uno de sus integrantes. Si estás atravesando una situación similar, ojalá que te acompañe.

 

JA

Palabras iniciales

Siddhartha Gautama Buda daba consejos a quienes experimentaban tiempos difíciles asegurando que el secreto estaba en la actitud y la tranquilidad con que se enfrentan estos duros momentos. Decía Buda que las cosas son lo que son. Y que la principal causa del sufrimiento es la resistencia a las cosas. Por lo tanto, sugería no luchar contra la corriente, y asumir que si creemos que tenemos un problema, es porque lo tenemos.

Dicen que la resiliencia es la capacidad de hacer frente a las adversidades de la vida, transformar el dolor en fuerza motora para superarse y salir fortalecido de ellas.

Después de lo que viví, comprendo que soy la arquitecta de mi propia alegría y de mi propio destino. Y doy fe de que la fortaleza de una persona no reside en su capacidad de resistencia y supervivencia, sino en la capacidad de no caer en la depresión y en la maldad durante las experiencias más duras y dolorosas de su vida.

Descubrí también que ser felices es una decisión que tenemos que tomar todos los días, que no depende de las condiciones de vida que tengamos sino de la actitud con la cual enfrentamos los problemas. La felicidad es eso: decidir ser feliz.

 

Si crees que tienes un problema, tienes un problema.

Cuando estés pasando por un problema debes asumirlo desde una perspectiva positiva, asúmelo como un reto o una forma de aprender.

El cambio comienza en ti.

Las circunstancias sólo cambian cuando hay un cambio en nosotros mismos.

El mayor aprendizaje es equivocarse.

El fracaso es algo natural, muchas de las personas exitosas fracasaron alguna vez y lo asumieron como una forma de aprender.

Si algo no sucede como estaba previsto, es porque lo mejor está por llegar.

Todo sucede perfectamente, incluso las cosas malas.

Aprecia el presente.

El presente es donde se crea el futuro, no pierdas tiempo pensando en el pasado.

Deja los deseos de lado.

Si vives guiado por los deseos y no logras cumplir alguno, eso se transformará en una frustración que te dejará en un estado negativo.

Experimenta la alegría.

Centra tu vida en la alegría, ríete de ti mismo y disfruta incluso de los momentos difíciles.

No te compares con los demás.

Cada persona vino al mundo con una misión y todas son importantes. Pero si no puedes dejar de compararte, hazlo con la vida de aquellos que tienen menos que tú.

No eres víctima.

Cuando algo difícil llega a tu vida, no seas la víctima, busca aprender de eso, allí encontrarás fortaleza para vivir más feliz.

Todo cambia.

Nuestra vida es dinámica, el universo cambia constantemente, no te lamentes por lo que era. Si no sabes qué hacer, no hagas nada, espera con paciencia que todo mejorará.

Todo es posible.

Cambia tu conciencia y allí encontrarás el poder de hacer milagros.

El comienzo

“Si quieres llegar rápido, camina solo. Si quieres llegar lejos, camina en equipo.”

 

Quisiera empezar por el principio, pero ¿cuál fue el principio? Digamos que fue el 27 de octubre de 2017, aunque más adelante diré que esto empezó mucho antes…

El 28 de octubre, mi hija menor, María, cumplía 21 años, y por eso el día anterior, por la mañana temprano, fui al supermercado con mi marido, Eduardo, el “Vasco”, a hacer las compras para la celebración.

María, la más chica de la familia, estudiaba Agronomía en la misma facultad donde se había recibido su padre como ingeniero agrónomo. Al fin alguien en la familia seguiría sus pasos.

En esos días estábamos radiantes de alegría, las cosas finalmente estaban saliendo bien, espectacularmente bien.

El Vasco había conseguido trabajo después de un año y medio de búsqueda, y aunque nunca nos faltó el pan, el trabajo es lo que dignifica al ser humano y esa era la pata de la mesa que nos estaba faltando. Empezaba a trabajar como director ejecutivo de una asociación de criadores de vacunos ese 1.º de noviembre. Fue un año y medio de búsqueda constante, de ansiedad y amargura, de impotencia y desconcierto, de tristeza y furia. ¿No fue ese el comienzo de todo?

 

“Tu peor enemiga siempre será tu mente, porque ella conoce todas tus debilidades.”

 

Por eso el 27 de octubre significó para nosotros, su familia, sus amigos, su “equipo”, el comienzo, aunque para él esto había comenzado mucho antes…

Ese 27 de octubre era viernes. Salimos los dos, él y yo, yo y él, al supermercado, como siempre: apurados. Él, porque le molestaba perder el tiempo ahí, y yo, porque iba a nadar y debía llegar a las 11, mi horario diario de piscina libre y mi felicidad diaria: nadar.

A las 10 estaba yo en la cinta de la caja vaciando las compras del chango y noté que el Vasco, ¡mi Vasco!, no estaba junto a mí bajando —o “tirando”— las cosas, como solía hacer. ¡Me sorprendió! Al buscarlo alrededor, lo vi apoyado en una góndola, mirándome como nunca antes lo había hecho. ¡No era él! Le hice gestos con las manos en señal de apuro pero él no se inmutó. Sólo me respondía con gestos que entendía eran de “dolor de oídos”. En ese instante se me congeló la sangre… Creí que estaba cursando un ACV.

Desesperada, pedí ayuda de inmediato, pero nadie podía entender mi angustia, ya que él parecía estar en perfecto estado.

Los empleados del supermercado llamaron una ambulancia pública y un hombre —a quien nunca más volví a ver y fue uno de esos ángeles que aparecen en el camino— me preguntó por mi obra social y él mismo llamó a urgencias de mi mutual.

 

“Hay ángeles disfrazados de seres humanos que están cuando más los necesitás.”

 

A los diez minutos, ahí estábamos todos: cuatro paramédicos, guardias, gente del supermercado y chismosos.

Repetidas veces le hacían preguntas y él las respondía a la perfección.

Por momentos la insana parecía yo, y él alimentaba esa idea. Hasta hacía chistes: “Me quedé paralizado cuando vi los precios”. Pero yo notaba que no era él. Algo había cambiado, algo le estaba pasando.

Logré convencerlos de que lo llevaran a una clínica para examinarlo. Ya en la ambulancia, le tomaron la presión y no sé si le inyectaron algo, pero en el transcurso del viaje se quedó dormido.

Pedí que nos trasladaran a un centro de neurología de alta complejidad, y nunca sabré si fue por lástima, obediencia o suerte, pero ahí nos llevaron.

En aquel entonces solía salir de casa despreocupada, en ojotas (verano o invierno), siempre lista para ir a mi cita preferida —¡la pileta!— y sin documento alguno. Y así me encontraba en ese momento. Sólo tenía el celular y, como era habitual, con poca batería.

Al llegar a la clínica nos separaron; a él lo llevaron a hacerse todo tipo de estudios, y a mí, a la sala de espera.

Ahí estaba yo: demudada y temblorosa (no sé si del susto o del frío). Tras juntar coraje, llamé a María, tenía que decirle que no estábamos volviendo del supermercado con la compra, que su padre se había descompensado y que estábamos en una clínica haciéndole chequeos (¿de rutina?).

Le pedí que no avisara a nadie aún. Yo todavía guardaba intactas mis mejores expectativas de que nos dijeran que podíamos volver a casa.

Un chico se acercó para brindarme su asiento y ofrecerme agua. Con el tiempo supe que mi cara se transformaba con los disgustos y entendí que la gente podía leer mi rostro y socorrerme en los peores momentos. Hasta entonces, no lo había advertido.

 

“La compasión es la ternura del corazón cuando se encuentra con el sufrimiento.”

 

Tengo tres hijas más. La mayor, Maite, que en ese momento tenía 26 años, trabajaba como administrativa en un estudio de abogados en el centro. Por entonces, estaba eufórica porque se casaba en unos cinco meses nada más.

El 6 de noviembre las cinco mujeres nos íbamos a Miami de despedida de soltera, a comprar el vestido de novia y nuestros atuendos para la boda. ¡Estábamos tan felices…! Parecía que lo teníamos todo y que todo iba saliendo como en los cuentos de hadas. Nos íbamos las cinco de viaje y el hombre de la casa nuevamente trabajando, que era lo que él más quería.

Manuela, de 25 años, casi recibida de actuaria en Economía, trabajaba cerca de casa en una cafetería, y Magdalena, de 24, estaba cursando las últimas materias de Diseño Gráfico y trabajaba en una empresa de publicidad.

Nos había costado muchísimo ponernos de acuerdo en la fecha del viaje, ya que tenían que coincidir entre las cuatro según los exámenes y los trabajos de cada una. Pero lo habíamos logrado.

Eran casi las tres de la tarde y no tenía grandes novedades, así que decidí comunicar oficialmente a la familia lo que estaba pasando: Eduardo estaba internado y ahí nos quedaríamos hasta nuevo aviso.

 

“Somos más fuertes de lo que pensamos, y las situaciones difíciles que atravesamos son una buena oportunidad para descubrirlo.”

 

En menos de una hora estaban todas ahí.

El ACV se descartó de cuajo, y sentí alivio.

Había tenido una pequeña convulsión, lo detectaron en la resonancia. Una inflamación en el lado derecho del cráneo. Pero convulsión no es necesariamente caer al piso y temblar. Esto era que se “desconectó” por segundos, minutos. Como dirían los jóvenes: “se colgó”. Esa convulsión había sido una pequeña disfunción entre la orden que da el cerebro y la respuesta del cuerpo. Pero cuál había sido la causa era lo que tenían que averiguar.

La inflamación se veía en los estudios. La más común y posible era una encefalitis. En ese momento nos pareció terrible que fuera eso. Lo que es la ignorancia… cuánto mejor habría sido ese diagnóstico…

Y ahí estábamos nosotras, entrando y saliendo de la guardia, sujetándole la mano y pensando “¿Qué va a pasar?”.

Al principio, él estaba dopado, drogado… Pero en cuanto se le fue el efecto de la medicación, volvió a tener el mismo carácter de siempre: irascible, molesto, insostenible, ¡y preocupado por todo! Por las compras del supermercado, por el auto que había quedado ahí y por quién haría la parrillada para festejar el cumpleaños de su hijita y futura colega agrónoma.

Las horas pasaban y ahí seguíamos, rezando más y más, como nunca. Hacinados en esa guardia. Y ahí nos quedaríamos hasta el día siguiente. Los médicos iban y venían.

Finalmente le hicieron una punción lumbar para determinar si era una encefalitis. Los resultados tardarían casi una semana.

Llegó mi prima Silvia, médica clínica, siempre cerca de mí en los momentos difíciles, tratando de solucionar lo insolucionable. Tratando de darme tranquilidad.

Por indicación de ella, llamé a mi hermano. Yo no quería preocuparlo, como tampoco a sus padres ni a su hermana. Aún nadie sabía que estábamos internados.

 

“La única reacción apropiada hacia un hermano es apreciarlo. Debes estarle agradecido tanto por sus pensamientos de amor como por sus peticiones de ayuda, pues ambas cosas, si las percibes correctamente, son capaces de traer amor a tu conciencia.”

 

Mi hermano, Martín, resultó ser amigo del director de neurología del hospital. Creí que sería de gran ayuda, pero no alcanzó ni para que nos ubicaran en un cuarto. Pasamos esa larga y eterna noche en la guardia.

El Vasco dormía profundamente, por efecto de los medicamentos, supongo, y yo, en una sillita inconcebible para un acompañante. Entiendo que los médicos y enfermeros a los que les tocan esas guardias nocturnas tienen que mantenerse despiertos como sea, pero no logro entender cómo no se dan cuenta de que los pacientes deben dormir.

El ruido, las charlas, los chistes, las carcajadas a las 3 de la mañana sólo me generaban fastidio. Y que a las 4 pasaran a lustrar el piso con una enceradora eléctrica me resultaba inconcebible. Puedo entender que se necesite la limpieza en horarios de poco tránsito, ¿pero a las 4? ¿Y con una enceradora eléctrica? ¿Alguien puede imaginar el ruido? ¡Estábamos en una guardia! ¡No en una morgue!

Entiendo que los médicos deben hacer rondas y no manejan sus horarios, pero ¿no podrían esforzarse un poco más para no despertar a los pacientes (y a sus acompañantes)? Pasaban religiosamente entre las 2 y las 4 de la mañana. Él finalmente volvía a dormirse por todo lo que le estaban dando, ¿pero yo?

A las 5 entraban a sacar los residuos del baño, ¡incomprensible! La limpieza de la habitación era en el horario de visita, parecía intencional. ¿Nunca nadie ordenó las prioridades y los tiempos en una clínica de internación?

Pero dejemos de lado las frivolidades, aunque para los que estuvieron internados lo que cuento es un verdadero incordio. Cuántas cosas habría que cambiar para que las internaciones fueran menos traumáticas de lo que ya son por sí mismas. Con qué poco las cosas mejorarían notablemente.

Fue una noche eterna y sólo esperaba que llegara el amanecer. En esa larga noche en el hospital recordé estas palabras que alguna vez había leído:

 

Amanecer.

Ama nacer.

Ama esta nueva oportunidad.

Ama despertar.

Ama iniciar este día.

Ama volver a nacer.

 

Y finalmente llegó el sábado, el amanecer después de una larga noche. Con él aparecieron mis hijas y la alegría de verlas.

María llegó a “festejar” su cumpleaños en la guardia, con el mate a cuestas.

El panorama seguía siendo el mismo, sólo nos restaba esperar los resultados de la punción. Y mientras esperábamos, deseábamos que nos trasladaran a una habitación. Cómo uno en situaciones límites aprende a conformarse con las cosas pequeñas, como por ejemplo el traslado a piso. Algo tan tonto pero que nos cambiaría el ánimo a todos. Poder estar juntos en una misma habitación, al mismo tiempo, era algo soñado.

Mientras estábamos aún en la guardia, el Vasco comenzó con la angustia de pensar que el lunes tendría un desayuno laboral, su presentación oficial frente a su nuevo equipo. Y que tenía que irse de la clínica, sí o sí.

Vale la aclaración de que para ese nuevo trabajo había pasado todos los exámenes preocupacionales. Pensándolo hoy, ¡qué norma tan absurda es requerir esos estudios previos a la contratación! Y qué discriminación que no te contraten por padecer ciertas enfermedades. ¿No es suficiente karma ya padecerlas?

Lo cierto es que si lo hubieran detectado, jamás lo habrían contratado.

Al fin, llegada la tarde nos pasaron a habitación. Y entendimos que ahí nos quedaríamos hasta obtener los resultados de la punción.

Por vía le estaban pasando de todo: antibióticos, por si resultaba ser una bacteria; Aciclovir, por si era un virus; anticonvulsivos, para que no repitiera el episodio, y vaya a saber si alguna cosa más.

Si bien tratábamos de mantener la situación oculta al mundo entero… ¿cuánto tiempo más podríamos sostenerla así? Ante la vida, mi postura siempre fue la misma: no preocupar al otro si se puede evitar.

Cuando apareció un médico, le saltamos encima con preguntas y más preguntas. Sólo atinó a decir que lo más probable era que se tratara de una encefalitis, y que en ese caso debería estar diez días internado. El Vasco se desmoronó. No le podía estar pasando eso en ese momento. El lunes debía estar en una reunión laboral. Recuerdo que hasta se enojó y quería vestirse y salir de allí. ¿Cómo era posible que hasta el martes no supieran qué era lo que tenía? ¡Tanto hay que esperar por el resultado de un cultivo!

Estaba tan amargado… No entendía cómo podía pasarle eso a él. ¿Y justo ahora? ¿Por qué?

Y esa pregunta nos la hacíamos todos: ¿por qué? ¿No éramos lo suficientemente buenos como para recibir este castigo? Dios no castiga… ¿o sí?

 

“Dios, concédeme la serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, el valor para cambiar las que puedo cambiar y la sabiduría para reconocer la diferencia.”

 

Finalmente asumió que ese lunes no le darían el alta y llamó por teléfono a un tal Alejandro. Nunca antes lo había oído tartamudear. Fue terrible. Yo no podía escuchar lo que decían del otro lado, pero sí la explicación desconsolada del Vasco. Fue totalmente honesto: “No saben lo que tengo, si es un virus o qué. Hasta no saberlo, no me darán el alta. Calculo que eso será el martes”.

No conforme pero más tranquilo, pasó ese mal trago. Sólo restaba esperar.

Mientras estábamos ahí, comprendí que lo mejor que podía sucedernos era una encefalitis. De no ser eso, ¿qué sería?

Comenzaron a pasar las horas y los días. Los familiares y los amigos se iban acercando, tan sorprendidos como nosotros.

La noche anterior a su internación, el Vasco había ido a jugar al fútbol como todos los jueves, y luego, como era habitual, comieron un asado entre amigos. Volvió cerca de la medianoche, radiante de salud. No podíamos encontrar una explicación a lo que estaba pasando.

Al llegar el domingo, decidimos hablar del viaje a Miami. Había tres opciones: cancelarlo, posponerlo o hacerlo. Eduardo estaba hipersensible, un poco lento aún en sus reflejos y, por sobre todo, asustado. Nunca antes había estado internado. Era un hombre muy fuerte, todopoderoso y el sostén de la familia.

El tema del viaje lo hacía lagrimear, pero no porque nos fuéramos, sino porque nos quedáramos. “De ninguna manera pueden perderse ese viaje”, fueron sus palabras. Sin su consentimiento, empezamos a averiguar las multas por un cambio de fecha, algo que se complicaba bastante porque hacer coincidir nuevamente a las cuatro chicas no era nada sencillo. Pero lo estábamos analizando.

Qué importante es sentirse acompañados en los momentos difíciles. Generalmente uno busca aislamiento. ¡Pero no hay nada peor! La contención, la compañía, los abrazos y el consuelo ayudan a sobrellevar las cargas.

Los días pasaban y las visitas desfilaban. Eduardo estaba cada vez mejor, menos lento, menos “drogado”, más lúcido y, por ende, más harto de la internación.

Las rutinas hospitalarias eran siempre las mismas. Pasaban por la mañana, por la tarde y por la noche a tomarle la presión, la fiebre, controlarle la glucemia y extraerle sangre de tanto en tanto. Parecía que esperaban a que se quedara dormido para entrar a controlarlo.

Desde el día en que ingresó, las frases que le hacían repetir eran siempre las mismas: “El zorro rojo escapa”, “La frutilla arriba del flan” y cosas por el estilo que con seguridad él recuerda, yo ya no. Escondían un lápiz y al final de la consulta le preguntaban si se acordaba dónde estaba. Sentado, le “martillaban” la rodilla. Lo hacían mirar para arriba, para abajo y a los costados, tocarse la nariz con un dedo y con la otra mano tocar al médico. Las respuestas de mi marido eran siempre las correctas, pero las caras que ponía eran muy demostrativas. En otras palabras, estaba harto de todo y de todos.

Y llegó el martes 31 de octubre, cargado de ansiedad. Antes de las 8 de la mañana apareció un médico, a quien nunca antes habíamos visto ni volveríamos a ver. Ahora, a la distancia, pienso que sería algo así como “el pibe de los mandados”. Era tucumano, muy joven, neurocirujano o estudiante aún… Frío como un iceberg. Con una frialdad insoslayable, dijo que si la punción daba negativa, deberíamos pedir un turno con un neurocirujano para arreglar una fecha para la biopsia. Y que la biopsia era algo muy simple, sencillo y sin riesgo. En detalle, se trataba de perforarle el cráneo con un taladro. Hacer un agujero muy chiquito (aclaró) para meterle una cánula para biopsia. Eso sería una biopsia estereotáxica.

Se fue y nos dejó un papel con el teléfono del médico para solicitar un turno.

Quedamos sin habla, mudos, paralizados. Cómo se atrevía a decirnos eso si aún no teníamos el resultado de la punción…

 

“Sé fuerte, no importa por lo que estés pasando ahora, ninguna pena es para siempre, tu situación mejorará. Llora si tienes que llorar, pero después ten valor y levántate, seca las lágrimas y sigue adelante: nunca te detengas.”