3,49 €
La perfecta vida de Alexandra McCord había comenzado a derrumbarse desde que se había encontrado con el cadáver de una mujer y el paraíso de Moon Bay se había convertido en una pesadilla. Todas las pruebas que encontraba parecían apuntar como culpable a algún habitante de la isla... y a ella como la próxima víctima. Pero ¿quién podía ser el asesino? ¿Y por qué David Denhem, su ex marido, a quien llevaba más de un año sin ver, había elegido precisamente aquel momento para volver a aparecer en su vida? Cuando un huracán destrozó su única vía de escape, Alexandra comenzó a creer lo que David aseguraba: que había regresado porque estaba preocupado por ella... aunque seguía sospechando que ocultaba algo. Todo lo señalaba como culpable, pero Alexandra se sintió obligada a desafiar a la lógica, a arriesgar su vida y su corazón y a confiar en la seguridad que David le brindaba con sus abrazos.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 211
Veröffentlichungsjahr: 2018
Editado por Harlequin Ibérica. Una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid
© 2004 Heather Graham Pozzessere © 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Fuego en la oscuridad, n.º 100 - septiembre 2018 Título original: In the Dark Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A. Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia. ® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com
I.S.B.N.: 978-84-9188-891-8
Alex estuvo a punto de gritar cuando golpeó la piedra con el pie. Consiguió aguantar el alarido, pero no pudo mantener el equilibrio y se cayó. Recostada sobre la arena, protestando por los golpes, maldijo la oscuridad. Faltaba al menos un par de horas más para que amaneciera.
En cuestión de minutos, el ojo de la tormenta habría pasado, y los feroces vientos del huracán Dahlia comenzarían a soplar de nuevo. Y ahí estaba ella, tumbada cerca del agua y completamente indefensa.
Se arrodilló y, con la respiración entrecortada, se puso de pie. Ni siquiera tenía tiempo para mirarse la herida. Lo único que podía hacer era acopio de fuerzas para llegar al complejo turístico.
Oyó un sonido que procedía de los arbustos. El asesino estaba cerca. Si quería ponerse a salvo, tendría que correr. Necesitaba llegar sin que nadie la viera y buscar la escopeta. Estaba prácticamente segura de que nadie se había llevado el arma.
Tenía que darse prisa; allí no había nadie que pudiera ayudarla, nadie en quien pudiera confiar. A su pesar, estaba sola.
En aquel momento vio a Len Creighton. Se había preguntado dónde estaría y acababa de descubrirlo: estaba tendido en la arena, con un hilo de sangre en la cara y la tabla de surf rota sobre las piernas, rodeado de algas marinas y de pequeños cangrejos que inspeccionaban lo que esperaban fuera su próxima cena.
Dejó escapar un grito ahogado. Sobre su cabeza, las nubes se dispersaban y comenzaba a clarear.
Fue entonces cuando el primer hombre apareció entre los arbustos.
–¡Alex! –gritó–. Ven aquí.
El hombre estaba de pie, jadeando y haciéndole señas mientras recorría la zona con la vista. En la mano llevaba una lanza que, a juzgar por la sangre que tenía en la punta, había sido usada recientemente.
–Alex, tienes que confiar en mí –insistió–. Ven conmigo. Date prisa.
–¡No!
El hombre se volvió al oír la segunda voz. Se trataba de otro hombre que lo apuntaba con un fusil.
–Alex, ven conmigo –dijo el recién llegado. Aléjate de él.
Los hombres se miraron detenidamente, atentos a sus armas.
–¡Alex!
No sabía cuál de los dos la había llamado. Tiempo atrás había confiado en ambos. A uno lo había amado; al otro había estado a punto de abrirle el corazón.
–¡Alex!
Sabía que a sus pies yacía un compañero de trabajo, un amigo al que debía intentar reanimar. Sin embargo, uno de aquellos hombres era el asesino, y no podía dejar de mirarlos. Estaba paralizada. El corazón le decía que no podían ser ellos. En especial, que no podía ser él. No podía pensar. Sólo podía permanecer de pie, mirando a su alrededor, mientras el instinto le gritaba que ninguno de los dos podía ser una asesino.
No obstante, uno lo era.
Alex podía sentir el roce del mar en los pies. Conocía aquella isla, el mar y sus secretos, como la palma de su mano. Sólo podía hacer una cosa, aunque fuera una locura. La tormenta había aminorado, pero el mar aún estaba revuelto y seguía siendo mortalmente peligroso.
No tenía alternativa. Se zambulló en el agua y, mientras nadaba, se dio cuenta de que unos días atrás, no lo habría creído.
Y todo había comenzado apenas unos días atrás.
Sentía la fuerza de sus brazos y piernas mientras se esforzaba por alejarse de la orilla. De pronto sintió que algo atravesaba el agua a toda velocidad. Se preguntó si se trataría de una bala o de un arpón.
La gente solía decir que antes de morir se veía pasar la vida entera delante de los ojos. Alex no llegó a ver tanto; sólo alcanzó a revivir las imágenes de la mañana en que había encontrado el primer cadáver en la playa.
Aquél que había desaparecido.
Lo primero que debéis recordar es que en Moon Bay consideramos que los delfines son nuestros invitados –explicó Alex–. Cuando os bañéis con ellos, no los molestéis. Lo detestan, y se marcharían rápidamente. Dejad que se os acerquen; son muy sociables. Nunca los obligamos a relacionarse con la gente. Si lo hacen es porque quieren. Cuando se acerquen a vosotros, podéis acariciarlos, pero mantened las manos alejadas de la espina dorsal.
Alex McCord esperaba que su voz sonara suave y natural mientras hablaba con las ocho personas que tenía delante. Había estado muy sonriente, pero se había asegurado de dejar claro a las dos niñas y al adolescente que integraban el grupo que tendrían que seguir las reglas. Algunas de sus sonrisas habían sido sinceras y habían estado dirigidas a dos de los cinco adultos reunidos en el muelle, el padre del chico y la madre de las niñas.
Las demás sonrisas habían sido forzadas, porque no daba crédito a sus ojos. El mundo estaba lleno de islas que ofrecían experiencias con delfines; no entendía qué hacía David Denhem precisamente allí, mostrando una repentina curiosidad por los suyos. Y menos aún si tenía en cuenta que se había pasado la vida viajando, haciendo fotografías y nadando con ballenas, orcas, tiburones y rayas. Además, Alex llevaba meses sin saber nada de él.
Pero allí estaba el marino experto. El buzo, fotógrafo y director de una empresa de servicios de rescate, con su metro ochenta y cinco, sus anchos hombros, su bronceado perfecto y sus profundos ojos azules enfocados en ella como si estuviera fascinado con cada palabra que decía.
Alex no le habría dado tanta importancia de no ser porque, por primera vez, había deseado la compañía de otro hombre, un hombre encantador que parecía sentirse muy atraído por ella.
John Seymore era un antiguo militar de la Armada que estaba pensando en montar una empresa de buceo en la zona. Físicamente era la versión rubia de David, aunque con ojos verdes y cristalinos. A pesar de sus referencias, la mañana anterior había ido a la laguna y se había apuntado a una de las salidas para nadar con delfines, porque, según le había confesado por la noche en el Tiki Hut, sabía muy poco sobre aquellos animales.
Habían charlado durante horas, habían bebido y bailado, y Alex hasta se había permitido soñar con hacer el amor con él.
Y entonces había aparecido David, distorsionando la fantasía por completo. Estaban divorciados, ella tenía derecho a rehacer su vida y no tenía por qué sentirse culpable por salir con otro hombre. A fin de cuentas, imaginaba que su ex marido debía de haber tenido más de una aventura amorosa durante el año que llevaban separados.
Al ver que Alex se había quedado callada, una de sus asistentes decidió intervenir.
–Son los seres más maravillosos del mundo.
Alex se alegró de que Laurie tomara la palabra, porque temía que los clientes creyeran que era una guía aburrida. Nada más alejado de la realidad. Hacía años que trabajaba con animales, y jamás había conocido ninguno tan inteligente y agradable como los delfines. Le gustaban mucho los perros y los chimpancés, pero los delfines eran mágicos.
–¿Nunca os sentís culpables por tratar a los delfines como si fuesen ratas de laboratorio? Aunque, desde luego, entretener turistas no es precisamente una investigación médica.
El comentario venía del último miembro del grupo, el hombre al que Alex necesitaba prestar mayor atención: Hank Adamson. No era musculoso ni estaba bronceado como David y John, pero era alto, delgado y de cabello castaño, y llevaba las gafas de sol más elegantes del mundo. Era extremadamente apuesto y podía ser la persona más amable del mundo, pero también podía ser cruel. Era un periodista local que solía colaborar con revistas de viajes y guías de turismo. Si lo creía oportuno, podía ser despiadado y arruinar a los dueños de hoteles, restaurantes, parques temáticos y clubes. En su estilo ácido había algo muy divertido que hacía que sus artículos se leyeran en todo el país. Para Alex era un pedante insoportable, pero Jay Galway, el gerente del complejo de Moon Bay, estaba desesperado por conseguir una buena crítica de Adamson.
Aunque Hank parecía haber disfrutado de las actividades en lancha del día anterior, Alex había estado esperando la estocada desde el momento en que había pisado la isla. Y allí estaba, clavando su estilete.
–La laguna les ofrece muchas alternativas a los animales, Hank –replicó–. Pueden jugar o permanecer en su área privada. Además, todos nuestros delfines han nacido en cautiverio, salvo Shania, que fue atropellada por una motora y estaba tan malherida que no habría sobrevivido en el mar. Le hemos dado la posibilidad de recuperar la libertad, pero siempre ha regresado. Los delfines son seres muy inteligentes, y creo que les interesa tanto aprender nuestras costumbres como a nosotros aprender las suyas.
Acto seguido, Alex desvió la atención al resto del grupo y preguntó:
–¿Hay algo en concreto que les gustaría ver o experimentar con ellos?
–Quiero montar en delfín –dijo Zach, el joven de aspecto beligerante.
–Podemos empezar con eso. ¿Te gustaría ser el primero?
–Si no es problema, me encantaría.
Alex sonrió. Tal vez no fuera tan terrible como parecía. En cualquier caso, sabía que los delfines tenían un efecto maravilloso en las personas. En una ocasión había tenido que lidiar con un grupo de supuestos adolescentes incorregibles. Se habían comportado como idiotas al principio, pero habían salido del agua convertidos en ciudadanos modélicos.
–¿Con uno o con dos delfines?
–Con dos es genial –le susurró David al chico.
–Con dos –dijo él.
–De acuerdo, métete sólo con las aletas.
Los otros esperaron mientras el chico entraba en la laguna y estiraba los brazos como Alex le había indicado. Ella les hizo una señal a Katy y a Sabra, y los dos delfines acudieron de inmediato, como flechas de plata, surcando la superficie del agua.
Zach se aferró a las aletas de los delfines y se dejó llevar, sonriendo como un niño ante los regalos de Navidad. Cuando subió al muelle flotante en que lo aguardaban los demás, aún le brillaba la cara de felicidad.
–¡Ha sido increíble! –exclamó.
–¿Puedo ser la siguiente? –preguntó una de las niñas.
Uno a uno, todos jugaron con los delfines. John no se había mostrado tan emocionado como los niños, pero se notaba que estaba complacido. Y era obvio que, a pesar de su pose escéptica, Hank también había disfrutado.
Alex tenía miedo de que David pusiera alguna objeción o hiciera algo espectacular. Pero su ex marido se había comportado muy bien, y se había dejado llevar como los otros. Lo único exasperante era que John y él no dejaban de hablar entre ellos.
Cuando todos se metieron al agua, David desapareció bajo la superficie durante tanto tiempo que consiguió preocupar a los dos padres del grupo.
–¿Estás segura de que está bien? –preguntó Ally Conroy, la madre de Zach.
–Lo conozco –dijo Alex, forzando la enésima sonrisa–. Puede contener la respiración casi tanto como los delfines.
Finalmente, David volvió a aparecer. Macy, el fotógrafo del equipo, se encogió de hombros. Financiaban muchas investigaciones con la venta de fotografías a los visitantes, pero tanto Alex como Macy sabían que David no necesitaba comprar ninguna foto.
Mientras Alex y los demás jugaban con los delfines, John y David se quedaron charlando en una esquina. Ella no podía oír lo que decían, pero la impresionó que Hank se uniera a lo que parecía una típica charla de hombres.
Lo que la sacaba de quicio, en realidad, era constatar que su ex marido la seguía afectando como el primer día y que nunca estaría fuera de su vida definitivamente. Había sido capaz de ver que la relación no funcionaba, y no se arrepentía de haber tomado la decisión de separarse. Lo que la molestaba era que, cuando por fin se había atrevido a coquetear con otra persona, él reaparecía. Para colmo de males, el hombre al que pretendía seducir se comportaba como si fuera un viejo y querido amigo de David.
–Alex –le susurró Zach–, ya que esos tipos no están prestando atención, ¿las chicas y yo podemos seguir jugando con los delfines?
Aunque a ella le habría encantado darle el gusto, debía cuidar hasta el último detalle para evitar que Hank escribiera algo que pudiera tener un efecto negativo en el futuro de Moon Bay.
–Nada me gustaría más que dejaros seguir, pero no sería correcto.
–Te cedo mi lugar, Zach.
Alex no se había dado cuenta de que David se había apartado de la charla.
–El problema es que las chicas querrán un trato igualitario –replicó, mirándolo a los ojos.
–Pues dales mi turno –dijo Hank, con una sonrisa–. Es muy reconfortante ver que los chavales se divierten. No te preocupes, tendrás una buena crítica.
–Yo también cedo mi turno –afirmó John, encogiéndose de hombros.
–En ese caso, los más jóvenes del grupo tienen otros quince minutos con los delfines.
Cuando se acabó el tiempo, Alex les indicó dónde podían ducharse para quitarse la sal y les prometió que tendrían más información sobre los delfines antes de marcharse.
John sonrió y se detuvo para darle las gracias.
–Estaba pensando en volver. Tal vez cuando no haya tanta gente. No tengo nada en contra de los abrazos, aunque sean de un delfín.
Ella le devolvió la sonrisa y asintió.
–Aunque preferiría que fueran de la cuidadora –añadió él.
–Los tendrás –le aseguró Alex.
Cuando John se marchó, David la miró con suspicacia. Había estado todo el tiempo detrás de ellos y sin duda los había oído. Alex lo maldijo en silencio por estar tan irresistiblemente guapo cuando salía del agua.
–Te felicito por el trabajo que haces –dijo él.
Después, se alejó sin darle siquiera el apretón de manos que los otros le habían dado. No la había tocado, pero Alex estaba ardiendo.
–Gracias –contestó, aunque estaba demasiado lejos para oírla.
–¿Estás bien? –le preguntó Laurie, preocupada.
–Tanto que podría vomitar.
Su amiga sonrió y le acarició la cabeza.
–Pobrecita –suspiró, con ironía–. Dos de los hombres más atractivos que he visto en mucho tiempo reclaman tu atención; tienes que estar pasándolo fatal.
–Créeme, David no está reclamando mi atención.
–Deberías haber visto cómo te miraba.
–Lo has interpretado mal. Te lo garantizo.
Laurie frunció el ceño.
–Creía que el divorcio marchaba bien.
–Muy bien. Tanto que creo que ni siquiera se ha enterado –replicó Alex, apenada–. Estaba en algún lugar del Caribe cuando presenté la demanda. No llamó, ni protestó, ni nada. Sólo envió a su abogado a decirme que me dejaría hacer lo que quisiera, quedarme con lo que quisiera... No sé, todo ha sido tan rápido que tengo la cabeza hecha un lío.
–Eso no significa que te odie.
–Nunca he dicho que me odiara.
–¿Quieres un consejo?
–No.
Laurie sonrió.
–Lo que te pasa es que nunca has tenido problemas para encontrar pareja. No has tenido que ir a bares de citas. Yo estuve en uno hace unos días, en Cayo Largo.
Alex la miró sorprendida. Jamás se le había ocurrido que su amiga tuviera dificultades para salir con hombres. Laurie era muy guapa; tenía una sonrisa maravillosa y mucha personalidad. Para Alex, vivir en Moon Bay era un sueño hecho realidad. Tenía su propia cabaña, rodeada de vegetación subtropical y con limpieza diaria. Por las noches podía ir a beber copas al Tiki Hut, el restaurante del complejo era bueno, había una pequeña biblioteca y todos los canales de cable del mundo. En aquel momento comprendió que el hecho de que ella necesitara sanar las heridas de su corazón no justificaba que hubiera creído que los demás llevaban el celibato tan bien como ella.
–¿Y cómo lo pasaste en ese bar?
–Fue raro. Triste –dijo Laurie–. ¿Quieres que te cuente los detalles?
–Sí, pero antes quiero salir de aquí.
Alex miró de reojo hacia el Tiki Hut y comprobó que, como sospechaba, estaba lleno de gente. Vio que Hank estaba con Jay y que le indicaba con un gesto la laguna de los delfines. No quería tener que sonreír de nuevo, verse obligada a ser simpática con él ni defenderse de sus comentarios ácidos. Junto a ellos estaba Seth Granger, un cliente habitual que tenía mucho dinero y había decidido aprovechar la jubilación para hacerse experto en salvamento. Se había apuntado a todos los cursos de buceo y natación, pero se quejaba de que no eran lo bastante arriesgados. Alex siempre había querido decirle que no debía bucear si no disfrutaba de la belleza de los arrecifes. Sus inmersiones estaban planeadas para mostrar la increíble belleza natural de la zona, no para buscar barcos piratas ni tesoros sumergidos.
Jay le hizo señas para que se uniera al grupo, pero Alex fingió no darse cuenta.
–Vamos a la playa que está al otro lado de la isla –le dijo a Laurie–. Allí podrás contarme tu infierno de citas.
–Jay está haciendo señas. Creo que quiere que vayas.
–Entonces tendremos que darnos prisa.
Se volvió, fingió que creía que James sólo estaba saludando, le devolvió el saludo y siguió su camino a gran velocidad.
La costa oeste conservaba el esplendor de la naturaleza virgen de la isla: playas de arena blanca bañadas por aguas cristalinas y rodeadas de palmeras y arbustos. A Alex le encantaba escaparse de la zona urbanizada, especialmente por la noche, porque ya no quedaban turistas y podía disfrutar de aquel paraíso a sus anchas.
Eran casi las seis; el sol aún brillaba y calentaba la playa. El agua estaba serena y las olas formaban en la orilla una delicada espuma que desaparecía en segundos. Mientras avanzaban entre las palmeras podían sentir la brisa marina acariciándoles la piel.
Era un día espectacular. A pesar de las tempestades que azotaban el golfo, allí todo estaba en calma. El cielo tenía un color azul intenso, apenas salpicado de nubes, y la temperatura era muy agradable.
Se detuvieron y se sentaron en la arena húmeda. Cuando el agua le mojó los pies, Alex sintió un escalofrío. Aún llevaba la ropa del complejo, un conjunto de camiseta y pantalón corto que resultaba muy cómodo para trabajar y no era nada sugerente. A fin de cuentas, Moon Bay era un establecimiento familiar.
El lugar ideal al que ir después de una ruptura matrimonial, con todo lo que ella necesitaba: un buen trabajo en lo que le gustaba, agua, barcos, arena, sol e intimidad.
Demasiada intimidad.
Sólo que, en aquel momento, David estaba allí. Aun así, Alex no estaba dispuesta a modificar sus planes. Se ducharía, se pondría un vestido, se arreglaría el pelo, se maquillaría e iría a tomar unas copas y a bailar al Tiki Hut. Coquetearía descaradamente con John y no le daría importancia al hecho de que todas las mujeres solteras se fijaran en David.
La relación entre ellos había terminado y tenían que seguir con sus vidas.
–¿Quieres que te cuente lo de mi noche en el bar de Cayo Largo o prefieres que me quede a tu lado en silencio, viendo cómo te maldices por haberte divorciado? –preguntó Laurie.
–¡No!
–¿No, qué? ¿No quieres que te cuente lo de mi noche o no quieres divorciarte?
–Quiero decir que no me arrepiento de haberme separado de David. Era necesario.
–¿Por qué?
Alex se quedó en silencio, reflexionando sobre la pregunta de su amiga. No sabía exactamente por qué habían tenido que separarse; sólo sabía que se trataba de motivos profundos y complejos.
–¡Oh, por Dios! –exclamó Laurie de repente–. ¿Acaso te golpeaba?
–¡No digas tonterías!
–¿Entonces qué pasó?
–Sencillamente, tomamos caminos distintos.
–Yo lo habría seguido a cualquier parte. Pero para entender por qué lo digo tendrías que oír mi experiencia en aquel bar.
–Lo siento. Estoy siendo una amiga horrible. Creo que estoy aturdida. Lo estaba pasando bien con John, y David salió de la nada....
–¿Y cuál es el problema?
–Me siento incómoda.
–Pero si David y tú estáis divorciados, ¿qué es lo que te preocupa? Disfruta de John. También está para hacerle un favor. Nada que ver con los que conocí en el bar.
–Seguro que había hombres agradables.
–Si los había, yo no los vi. Pero volvamos a tu triángulo amoroso.
Alex sonrió.
–No hay ningún triángulo amoroso, así que volvamos a ti. Eres guapísima, divertida, encantadora e inteligente. Ya encontrarás al hombre ideal.
–No parece que John tenga nada de malo. Salvo que, al parecer, mi hombre ideal quiere salir contigo.
Alex arqueó una ceja, sorprendida.
–No me había dado cuenta de que...
–No te habías dado cuenta porque no ha pasado nada. Hasta hoy, ni siquiera había cruzado una palabra con él. Pero también está tu ex marido.
–Que está disponible.
–Es tu ex. No estaría bien.
–Insisto en que está libre.
–Tan libre que no puedes dejar de pensar en él.
–No es cierto. Es sólo que su presencia me incomoda.
–Porque sigues enamorada de él.
–Créeme: el amor entre David y yo se acabó hace mucho tiempo. Es sólo que...
–¿Que la única compañía que has tenido desde tu divorcio ha sido un grupo de animales marinos? –sugirió Laurie, entre risas.
–Reconozco que las dos llevamos mucho tiempo sin salir con nadie.
Laurie suspiró y apoyó la barbilla en la palma de sus manos.
–¿Será el precio de haber elegido vivir en una isla remota llena de turistas casados y compañeros de trabajo demasiado jóvenes?
Alex soltó una carcajada.
–Tal vez, pero no cambiaría el sol, la playa y el mar por nada del mundo.
–Eso es porque tienes algo de diversión en tu vida. Tienes un marido, un amante...
–Un ex marido y un recién conocido, querrás decir.
–Un ex marido y un casi amante que se te disputan. Y ya sabes que a los hombres les encanta competir. Los celos siempre... –se interrumpió y la miró con los ojos abiertos desmesuradamente–.¡Oh, no! –exclamó, aterrada.
–¿Acaso imaginas que se van a retar a duelo por mí? –dijo Alex, frunciendo el ceño–. Créeme, no es tan serio. David jamás pelearía por mí.
–¡Oh, por Dios!
–Laurie, no te preocupes. Entre David y John no va a pasar nada.
Laurie movió la cabeza de lado a lado y se puso de pie, mientras le señalaba algo.
–¡Por Dios, Alex! ¡Mira!
Alex estaba tan concentrada en sus pensamientos que tardó unos segundos en reaccionar. Después frunció el ceño y se levantó.
–¿Qué pasa?
Su amiga estaba pálida y no dejaba de señalar hacia la playa. Alex se volvió para ver de qué se trataba y descubrió el cuerpo tendido en la arena.
–He leído sobre ti –le dijo John a David–. En las revistas de submarinismo. El artículo sobre tu trabajo con las orcas era increíble. Debo reconocer que estoy sorprendido de verte aquí. Este sitio parece demasiado controlado para tus gustos, pero me alegro de haber tenido la oportunidad de conocerte.
–Gracias.
Seymore parecía simpático. Era apuesto y musculoso y, según decía, había pasado mucho tiempo en las fuerzas armadas. A pesar de su cabellera rubia y su sonrisa fácil, había algo tosco en él que lo hacía parecer mayor. Tal vez una vida difícil. David tenía la impresión de que las historias militares de John serían aterradoras. Sin duda, por agradable que pudiera parecer, el hombre tenía sangre fría.
Habían comenzado a charlar en la laguna, y cuando Seymore le había propuesto tomar una copas en el Tiki Hut, David había aceptado encantado. Le interesaba saber qué había llevado a un hombre como él a un sitio como Moon Bay.
–Conozco a la gente de aquí –afirmó David–. Jay, el gerente, es aficionado a buscar tesoros. Ha participado en algunas de mis excursiones. Me gusta venir aquí, pero ésta es la primera vez que me quedo. Las cabañas son geniales. Un lugar perfecto para relajarse, con todas las comodidades y rodeadas de un paisaje precioso. ¿Y qué hay de ti?
–Me he pasado casi toda la vida en el agua, pero nunca he hecho nada divertido en ella. Vengo de la Costa Oeste. He dejado la Armada y he tenido un divorcio bastante desagradable.
–Así que te has retirado del ejército. Quieres vivir una vida más tranquila, ¿verdad?
John soltó una carcajada.
–Me iba bastante bien, aunque no lo suficiente como para retirarme como me habría gustado. Ahora estoy trabajando de asesor. Pero necesitaba unas vacaciones, y descubrí este lugar por Internet. Parecía ideal, y tan alejado como necesitaba.