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Sohrab Ahmari era un adolescente que vivía bajo los ayatolás iraníes, hasta que un día deja de creer en Dios. Dos décadas más tarde, tras una juventud malgastada a ambos lados del Atlántico buscando frenéticamente dar un sentido a su vida, será recibido en la Iglesia Católica. En Fuego y agua relata su itinerario intelectual y su camino de conversión, desde el marxismo y el ateísmo más extremo hasta el despertar espiritual.
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Veröffentlichungsjahr: 2019
SOHRAB AHMARI
FUEGO Y AGUA
Mi viaje hacia la fe católica
eDICIONES RIALP, S. A.
MADRID
Título original: From Fire, By Water: My Journey to the Catholic Faith
© 2019 by Ignatius Press
© 2019 de la versión española realizada por AURORA RICE,
by EDICIONES RIALP, S. A.
Colombia 63, 8.º A, 28016 Madrid
(www.rialp.com)
Realización ePub: produccioneditorial.com
ISBN (versión impresa): 978-84-321-5164-4
ISBN (versión digital): 978-84-321-5165-1
No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Para el padre R. C. J., que hizo visible a Cristo.
Y para mi Maximilian.
«Yahveh da muerte y vida, hace bajar
al Seol y retornar».
[1 Samuel 2, 6]
ÍNDICE
PORTADA
PORTADA INTERIOR
CRÉDITOS
DEDICATORIA
CITA
PREÁMBULO
1. TE TRAJISTE AL IMÁN DEBAJO DEL BRAZO
2. PENAS Y AFLICCIONES
3. DE DIOS Y LOS GENIOS
4. EXTRANJERO RESIDENTE
5. EL CAMINO DESDE ZARATUSTRA
6. CONDESCENDENCIA DIVINA
7. TIERRAS DE FRONTERA
8. TRES FIESTAS
9. ET INCARNATUS EST
10. LA CASA DEL CABO DE LOS OLIVOS
11. DESDE EL FUEGO, POR EL AGUA
AGRADECIMIENTOS
AUTOR
PREÁMBULO
Era el clásico titular de The Onion[1]: «Un hombre se convierte a la religión en su madurez por motivos sin duda horripilantes».
El protagonista de la noticia satírica era Paul D’Amato, ciudadano de un pueblo de Pensilvania, que de pronto adoptó una vida de piedad cristiana casi en la cincuentena. Habiendo sido indiferente a la religión, ahora asistía a los cultos varias veces en semana, lucía una cruz, y continuamente sacaba a relucir la luz redentora de Cristo en sus conversaciones cotidianas. La fotografía de stock que acompañaba el artículo mostraba un hombre con camisa a cuadros, arrodillado en una iglesia vacía, los ojos cerrados, las manos juntas en actitud orante.
Jessica Redmond, compañera de trabajo de Paul, hacía estas declaraciones al «reportero» del Onion: «Seguro que se hizo religioso en este momento de la vida por algo terrible. Tiene casi cincuenta años, el tío, y ¿ahora encuentra a Dios, sin venir a cuento? Seguro que tiene que ver con las drogas. O habrá atropellado a alguien. Sea como sea, le ha pasado algo muy raro». Sólo algo malísimo pudo haber producido una conversión así.
Como toda buena sátira, el artículo del Onion refleja de manera exagerada el espíritu del momento. En nuestros días, una conversión como la de D’Amato resulta o alarmante o absurda. Los cosmólogos de hoy saben definir la edad del universo hasta la ínfima unidad de tiempo; los neurólogos localizan cada deseo en la activación de sinapsis en el cerebro; los coches se conducen solos; e internet ofrece datos totales e instantáneos sobre casi todo. Nuestros contemporáneos reconocen que tal vez haya ahí fuera un Gran Matemático, y que esa divinidad contemple el cosmos con rostro benigno. Pero un Dios personal que se interese por la suerte de Paul D’Amato, ciudadano de Stroudsburg, Pensilvania: venga ya, ¿en serio?
Si te tomas en serio tu conversión, tiene que deberse a un trauma: una drogadicción, o la culpabilidad por un pecado del pasado, o la ansiedad asociada a la globalización. O te sientes solo. Tal vez necesites desesperadamente que te hagan caso.
Cuando salió ese artículo en el Onion, el 2 de diciembre de 2016, yo tenía 31 años y me faltaban menos de dos semanas para ser recibido en la Iglesia católica. La broma me llegó al alma. Como converso, sabía lo que es exponer el contenido de la vida interior para que lo vean otros. Mis amigos, casi todos laicistas, eran más generosos que los de D’Amato, aunque en las reuniones sociales había sonrisitas despectivas, miradas condescendientes, y alguna que otra expresión de abierta hostilidad hacia el Catolicismo.
Pero en mi caso el riesgo en lo mundano era un poco más alto. En aquel momento trabajaba en Londres como columnista y editorialista del Wall Street Journal. Más importante era el hecho de que nací y crecí en la República Islámica de Irán, así que mi vida espiritual tenía una carga política y geopolítica que nuestro amigo ficticio no tenía que asumir. Encima, ya había anunciado en internet mi decisión de convertirme.
Cuando, seis meses atrás, inicié la catequesis con un sacerdote en Londres, decidí no «salir» como católico hasta haberme bautizado. Pero en junio de 2016 ocurrió algo espantoso al otro lado del Canal de la Mancha. Dos yihadistas inspirados por el Estado Islámico asaltaron una iglesia en Normandía y asesinaron al padre Jacques Hamel mientras oficiaba la misa. Forzaron al padre Hamel a arrodillarse y le rebanaron el cuello, pero el anciano sacerdote pudo gritar: «¡Aléjate, Satanás!».
Me impresionaron las crónicas en los periódicos y las imágenes en internet del frágil y dulce padre Hamel. Como futuro católico, tenía que reaccionar ante esta atrocidad. Pero ¿cómo? Balbuceé un mensaje solidario en Twitter: #IAmJacquesHamel, al estilo de la etiqueta #JeSuisCharlie que se popularizó en junio de 2015, tras la masacre islamista en la sede de la revista satírica francesa Charlie Hebdo. Y añadí la gran noticia: «Es el momento de anunciar que me convierto al Catolicismo».
El tweet se hizo viral. Miles de usuarios de las redes sociales en el mundo entero lo retuitearon o le dieron a «me gusta», o me contactaron directamente en Twitter o Facebook. Salvo algún que otro fundamentalista protestante que me prevenía contra la «ramera de Babilonia» (es decir, la Iglesia católica), la respuesta fue positiva. Y sin embargo, tuve que eliminar el tweet ese mismo día. No estaba preparado para el revuelo que armó.
El Catolicismo es el destino al que llegué tras un largo y tortuoso camino espiritual. El camino atravesaba mi pasado musulmán y mi cultura iraní, por supuesto, y estos a su vez influyeron en su desarrollo. Pero no pasé de la noche a la mañana de rezar a Alá a aceptar a Cristo como mi Salvador. Mis ciberanimadores anhelaban precisamente esta narración simplista, y Twitter, con su tendencia a reducir la experiencia humana a memes fácilmente digeribles, se la daba.
En las horas siguientes, los medios cristianos publicaban noticias sobre mi conversión en media docena de idiomas, sin molestarse en contactar conmigo. Un titular típico rezaba así: «El martirio del sacerdote mueve a un escritor musulmán a la conversión». Los usuarios de las redes sociales compartían estos artículos, acompañados normalmente de la frase de Tertuliano: «La sangre de los mártires es semilla de la Iglesia». La historia adquirió vida propia. Primero intenté contactar con los periódicos para pedirles que corrigieran o aclararan. ¡Yo no era musulmán, maldita sea! Mi proceso de conversión había comenzado mucho antes del asesinato del padre Hamel. Al final lo dejé, agotado; el frenesí en las redes se aquietó.
No había calculado las facetas públicas y políticas de la fe. Me gustara o no, muchas personas iban a ver mi conversión como un paso decisivo de la Casa del Islam a la Cristiandad. Estos términos chirrían en los oídos liberales contemporáneos. El liberalismo honra la fe religiosa como uno de los pilares de la sociedad civil, pero nada más: el contenido de la religión y la conciencia individual se consideran fuera del alcance del estado liberal; que los gobiernos liberales existentes cumplan esta promesa o no, ya es otra historia. Lo malo es que el Islam no hace distingos entre la cara subjetiva y la objetiva de la fe. Y el Catolicismo está ligado a la comunidad, a la nacionalidad, y a las fronteras entre civilizaciones como no lo están los distintos ritos protestantes dentro del Cristianismo. Si a todo ello añadimos el martirio de un sacerdote francés a manos de islamistas radicales, se entenderá por qué estaba desbordado.
El tweet fue un error. La conversión es ante todo cuestión de la conciencia individual, y la misión cósmica de la Iglesia católica es la salvación de las almas; de ahí mana todo lo demás. Pero en mi caso, las corrientes políticas generadas por mi anuncio amenazaban con sobrepasar esa dimensión interior, más crucial. Sólo un tonto o un oportunista haría pública una conversión como la mía con idea de hacer una afirmación sobre el Islam y la Cristiandad. Yo no era tonto ni oportunista.
Me hice católico tras llegar a la conclusión de que el Catolicismo es verdad. Mis circunstancias accidentales —americano iraní, nacido musulmán— eran secundarias. ¿Cómo iba a permitir que mi conversión se redujera a política e identidad, cuando en realidad el chispazo fue la idea contraria: que la verdad existe, la verdad eterna y universal, no circunscrita por la política, la historia, la genética, la lengua, la geografía ni la identidad?
Luego estaba el triunfalismo vulgar del eco inicial. Mi conversión pública no fue un gol para el Equipo de Jesús contra el Equipo de Mahoma, pero así la interpretaban algunos. Si reaccionaba contra algo, era contra el materialismo y el relativismo arraigados en Occidente desde el siglo diecinueve. Le había vuelto la espalda a Marx, a Nietzsche y a Foucault, no al profeta Mahoma, de cuya religión sólo quedaban leves huellas en mi mente cuando llegué a la edad adulta. Esto no lo entendieron muchos de los que aplaudían mi paso del Tíber.
La pregunta más difícil que planteaba mi tweet, y que no pude aclarar pese a mis esfuerzos por darle respuesta, era: ¿Por qué el Catolicismo? Las filas de los cristianos iraníes han crecido últimamente. Pese a la intensa represión ejercida por los mulás en el poder, en Irán hay hasta un millón de conversos, aunque los cálculos más conservadores dejan la cifra entre trescientos mil y medio millón. La mayoría de estos nuevos cristianos son evangélicos. En la República Islámica hay católicos, pero pertenecen a las minorías cristianas históricas, armenias y asirias sobre todo. El Catolicismo es entonces un fenómeno étnico y relativamente inaccesible para la mayoría de los iraníes chiíes. Son los evangélicos quienes, asumiendo un gran riesgo, distribuyen los Evangelios en lengua persa y prometen una relación inmediata y personal con masih, el Mesías.
Así pues, ¿por qué el Catolicismo? Lo repentino de mi conversión a la Iglesia romana desconcertó y, en algunos casos, decepcionó a mis amigos evangélicos. ¿Me había atraído al Catolicismo un sentimiento de superioridad intelectual? ¿Había caído presa de la sensual liturgia? ¿Había dado acaso una oportunidad al Cristianismo reformado, antes de descartarlo a favor de Roma?
Algunos amigos más laicistas me preguntaban si no estaría mejor en una de las iglesias protestantes importantes. ¿Cómo podía reconciliar mi autoproclamado liberalismo clásico con las duras doctrinas de Roma en cuanto al divorcio, la homosexualidad, la ordenación de mujeres y otras cosas por el estilo? La cuestión que acechaba tras estas preguntas sospecho que era esta: ¿Había encontrado en la fe católica una manera de expresar en clave latina los anhelos reaccionarios de mi alma persa?
El testimonio presente intenta responder a estas preguntas y dejar claro que mi conversión fue sincera, reflexiva, y en la línea de los dictados de mi conciencia; que el hecho de hacerme católico tuvo algo que ver con haber nacido iraní y musulmán, pero en definitiva fue la respuesta a la llamada universal de la gracia. Sigue los pasos que me llevaron desde el estridente ateísmo materialista de mi juventud iraní y americana, hasta la pequeña capilla en el centro de Londres donde fui recibido en la Iglesia católica el 19 de diciembre de 2016.
La mayor parte del libro cuenta cómo llegué a reconocer a un Dios personal desde una postura de descreimiento. Esa fue la barrera contra la que choqué una y otra vez, a lo largo de muchos años, hasta que cedió. De ahí al «mero Cristianismo» —el término que usa C. S. Lewis para referirse a las creencias básicas compartidas por las principales iglesias— fue un trayecto relativamente fácil. El último tramo, hasta Roma, fue más fácil aún. El libro refleja esta dinámica en tres etapas.
No es una autobiografía general. El libro toca los elementos de mi vida intelectual y espiritual que pesaron en mi decisión. Señala algunos momentos de despertar, digamos, de los cuales unos pocos son acontecimientos concretos, concernientes sobre todo a la vida intelectual. Quiere decir que algunas cosas se han quedado fuera. En mi vida hay episodios que tal vez merezcan publicarse, pero no tienen cabida en un testimonio espiritual.
Las diversas etapas de la vida espiritual no van llegando en orden, una tras otra. Tampoco hay un dispositivo oculto en el alma que haga sonar una alarma en momentos cruciales, avisándonos de que estamos aprendiendo algo profundo y debemos grabarlo en la memoria para recordarlo después. El crecimiento espiritual procede de manera irregular, las distintas etapas se solapan, y hay mucha regresión, muchas vueltas atrás. Los momentos cruciales sólo se ven así en retrospectiva, muchas veces cuando el paso del tiempo ha erosionado su lustre. Pero la tentación constante, en un testimonio como el mío, es la de ver en los acontecimientos interiores una mayor cohesión y claridad que la que tenían en primera instancia. No siempre me he resistido a esta tentación, pero he procurado captar en alguna medida la turbulencia, la aleatoriedad y el misterio esencial del proceso.
Por último, el libro incide en otras vidas: las de mi esposa, mis padres, abuelos, maestros, compañeros, amigos y ex-amigos, que no necesariamente quisieron representar papel alguno en mi testimonio, y de los cuales algunos ya no viven. Les pido perdón, y en algunos casos he cambiado los nombres para proteger su privacidad.
Creo que Paul D’Amato entendería lo incómodo que puede ser todo esto. Así concluía el Onion el supuesto reportaje sobre su conversión: «En el momento de la publicación, las especulaciones en torno a las circunstancias de D’Amato crecían descontroladamente, tras la confirmación por parte de algunas fuentes de que se había ofrecido a leer un pasaje de los Efesios sobre el perdón y la redención durante los cultos de la semana pasada».
Te compadezco, Paul D’Amato.
[1] Periódico satírico con sede en Chicago.
1.
TE TRAJISTE AL IMÁN DEBAJO DEL BRAZO
ANTES DE PONER LOS PIES ENLOS Estados Unidos ya me consideraba americano. Al llegar a mi patria adoptiva, poco antes de cumplir catorce años, hablaba inglés con fluidez y con acento americano aprendido de las películas. Si sufrí la sensación de pérdida del exiliado, no lo recuerdo. Mientras vivía aún en el Irán de los ayatolás, ya me había entregado a la «idea americana». Al cruzar el Atlántico confirmé lo que ya sabía mi corazón.
Primero, que lo occidental era preferible a lo no occidental. De niño, pude observar esta verdad básica sobre las civilizaciones en el envoltorio del Toblerone, con sus líneas limpias y sus dimensiones racionales, la capa exterior de papel grueso y la interior de aluminio que crujía y se rasgaba con suavidad al separar las pirámides de chocolate. La superioridad occidental se olía en los aromas sintéticos pegados a los familiares que llegaban de viajar al exterior, y a sus pertenencias. ¡Cómo me gustaba ese dulce olor a grandes almacenes que traía la maleta de mis abuelos, cuando volvían de su viaje anual al «otro lado», a Occidente!
Mi tierra natal olía a polvo mezclado con agua de rosas rancia. En Irán había disfrute y una especie de grandeza, sí. Pero cuando no ardía de rabia ideológica, ofrecía sobre todo una lúgubre nostalgia. No había otra opción: o rabia, o nostalgia. Yo deseaba algo más.
Pronto intuí la filosofía del profesor Jim Dixon, protagonista de Lucky Jim, la novela de Kingsley Amis. Decía que «las cosas bonitas son más bonitas que las desagradables». Occidente era decididamente «bonito», a juzgar por sus artefactos. Los adultos de mi entorno estaban de acuerdo en general, y pese a que eran años de vacas flacas, jamás me faltaron juguetes y chucherías fabricados en Occidente. Pero no conocí a nadie que llevase ese amor hasta sus últimas consecuencias, como hice yo.
Cuando crecí, mi gusto por las cosas occidentales se extendió a la cultura. Era hijo único, un niño solitario, y pasaba mucho tiempo encerrado en mi cuarto con películas, música y libros, sobre todo ilustrados. Estaban el muchacho reportero Tintín, que iba por el mundo con su perrito Milú resolviendo misterios; Astérix, Obélix y su diminuta aldea gala, que se resistían al dominio de César con la ayuda de una poción mágica que les daba fuerza sobrehumana; el Principito de Antoine de Saint-Exupéry; y muchos más.
Todo lo más encantador venía de América. El ambiente en Irán era embrutecedor. El conformismo islámico se imponía bajo pena de muerte. Los iraníes del entorno de mis padres, de clase media, con estudios, sofisticados, buscaban evasión en las cosas que más denigraban los mulás: las películas americanas y la «arrogancia cultural» de los Estados Unidos.
Mi familia era típica en este sentido, pero de nuevo, yo llevé las cosas más lejos que los demás. En los mundos de ensueño de Stan Lee, Walt Disney, George Lucas o Steven Spielberg vislumbraba una visión de las posibilidades humanas. Se le presentaba un problema al héroe de Hollywood (o de cómic), que entonces, utilizando el ingenio, el arrojo o la pura fuerza física, lo superaba. ¡Qué contraste presentaba esta estructura narrativa con el fatalismo que imbuía la mitología iraní, donde la desgracia estaba escrita en la sangre del héroe, y nadie vencía los planes del destino!
Además, en la imaginación occidental, el individuo importa como individuo. De nuevo, en contraste, el emblema de la sensibilidad iraní era el muchacho que, durante la guerra contra Irak, se envolvió en granadas y se lanzó bajo un tanque enemigo. Para ganarse su sitio en los gigantescos murales repartidos por Teherán, y conseguir que contasen su historia en la televisión estatal, ese chico modélico consumó su devoción a la patria y al régimen en ese acto irrevocable de negación de sí mismo.
¿Quién puede culparme por preferir a Luke Skywalker y a Indiana Jones?
El estilo iraní era irracional. No era moderno. «Racional» y «moderno» fueron mis consignas desde muy temprana edad. Tenía una idea aproximada de lo que significaban, pero esa incertidumbre no hacía más que magnificar mi entusiasmo por ellas. Si el estilo occidental era mejor que el no occidental, entonces América era lo mejor de lo mejor. América era la vanguardia de la occidentalidad. El hecho de que nuestros líderes denunciaran constantemente los males de «Va-shan-tón» era prueba de ello. América representaba lo moderno y lo racional, y era donde yo tenía que estar.
Si alguien me hubiera dicho, antes de partir, que décadas más tarde encontraría el corazón de Occidente en un lugar totalmente distinto, en acontecimientos que ocurrieron en un monte polvoriento y ensangrentado a las afueras de la antigua Jerusalén, sólo habría soltado una carcajada incrédula.
Mi familia era esencialmente desgraciada, pero mi infancia fue feliz, mágica incluso, pese a las bombas y al terror revolucionario que convulsionaban el mundo más allá de nuestra puerta, y a la discordia y la confusión que reinaban en casa.
Me crié en casa de mi abuelo materno. Baba Nasser, que así se llamaba, era un manitas nato. Fabricaba gorros de jardín a partir de embalajes de cartón, escritorios a partir de tablas recogidas por ahí, relojes de pasta de papel: toda clase de objetos domésticos que otros compraban de fábrica, mi abuelo los hacía con sus manos. Además, era un acumulador incorregible. Si se encontraba un clavo oxidado en la acera, lo recogía con cuidado, como quien rescata un gorrión herido, lo envolvía en una servilleta y se lo guardaba en el bolsillo. Ya en casa, depositaba el clavo en el cajón que reservaba como hogar para clavos perdidos. Tenía otros hogares para grapadoras rotas, clips deformados, y tuercas y tornillos de todas clases.
La casa de dos plantas que construyó en un antiguo barrio en el centro de Teherán fue su proyecto cumbre como manitas. Era una casa grande, con azotea y paredes de cemento. Plantó rosas, lavanda, jazmines y girasoles en las jardineras que rodeaban el exterior, para animar la fachada de color crema. Un jardín cerrado y un garaje separaban nuestra casa de la siguiente, más alta. Al otro lado no había nada. La hiedra trepaba por el muro del vecino. Por encima de la hiedra se levantaba un caqui que absorbía los rayos del sol y reflejaba franjas rojas y naranjas cuando daba fruto.
El vestíbulo daba a una escalera que, a su vez, conducía a dos viviendas iguales, una en cada planta. Las viviendas seguían el mismo plano: un corredor largo y estrecho con dos dormitorios a cada lado. En una punta del corredor se encontraba un extenso salón comedor, y la otra se abría al jardín.
Baba Nasser y la abuela (la llamábamos Maman Farah) ocupaban la planta baja. Su piso estaba decorado según el excelente gusto de Maman Farah, con muebles y papel pintado muy recargados. A Baba Nasser le estaba permitido guardar todo lo que quisiera, pero según los términos de un antiguo acuerdo con su esposa, tenía que relegar sus trastos a su office particular.
El abuelo era funcionario de la Compañía Petrolera Nacional de Irán, entonces como ahora la institución económica más dinámica del país. Maman Farah aportaba lo que ganaba como maestra de lengua árabe en un colegio femenino de élite. En realidad, poco a poco su sueldo se acercaba al del abuelo, algo asombroso si tenemos en cuenta que la suya fue la primera generación de mujeres iraníes que accedió al mercado laboral. Por eso, y por su personalidad dominante y a veces volátil, el matrimonio de mis abuelos no siempre se ajustó al canon patriarcal que prevalecía en Irán.
Las cosas iban bien. Baba Nasser y Maman Farah se iban de vacaciones todos los años. Mantenían varios coches. Tenían mucho servicio; en cierto momento hasta tuvieron chófer. Y entonces la vida les dio un golpe en dos tiempos del que jamás se recuperaron. Yo no había nacido aún, pero marcó mi vida indeleblemente.
Primero fue la catástrofe de 1979, el año en que los iraníes derrocaron la benigna autocracia del sah, y pusieron en su lugar el régimen islamista del ayatolá Jomeini. Baba Nasser fue víctima de este acto de estupidez nacional, pero además fue participante de poca monta: funcionario dócil, había absorbido las ideas de la revolución. Por las noches gritaba «Allahu Akbar» desde la azotea, y de día participaba en las marchas.
Cría cuervos. La prosperidad de Baba Nasser se debía a las reformas aprobadas por Mohammed Reza Sah Pahlavi y su padre, Reza Sah. Los dos monarcas habían forjado un estado moderno sobre los escombros del Imperio Persa. Con ellos llegaron las fronteras estables, las carreteras y universidades, un funcionariado profesional, un código legal moderno. Había emergido una clase media en Irán, y mis abuelos estaban escalando los peldaños superiores cuando estalló la revolución.
—Lo perderemos todo.
—No sabéis con qué estáis jugando.
—Hablar de «república islámica» es una tontería.
—Sois tontos si creéis que Jomeini se portará bien con vosotros.
Eso decían nuestros parientes. En la familia había varios contrarrevolucionarios; de eso me enteraría luego, pues, como ya he dicho, no había nacido cuando ocurrió todo esto. Algunos habían pertenecido al servicio de seguridad del sah, o estaban de alguna manera vinculados al antiguo régimen. Otros simplemente tenían más vista política. Baba Nasser no hacía caso. No simpatizaba con el Islam político como tal, aunque en los años que siguieron a la revolución se fue haciendo más piadoso: dejó de beber alcohol y de usar corbata. Lo primero lo mandaba la ley, mientras que las corbatas no estaban bien vistas; se consideraban símbolo de decadencia.
El nacionalismo era la principal fuerza que animaba su visión del mundo. Su padre, mi bisabuelo, participó en la revolución constitucional a comienzos del siglo veinte, y luego fue elegido para el Majlis o parlamento. Pero el constitucionalismo no arraigaba en suelo iraní. Sus frutos fueron el libertinaje y el caos, no la libertad. Para Baba Nasser el fracaso de su padre, y todo lo que no le gustaba de la situación nacional, era obra de extranjeros nefastos, especialmente los astutos ingleses.