El hilo que une - Sohrab Ahmari - E-Book

El hilo que une E-Book

Sohrab Ahmari

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Beschreibung

A la hora de formar la fbra moral de su hijo pequeño, el conocido editor del New York Post percibe una lamentable carencia. Durante milenios, las grandes tradiciones éticas y religiosas del mundo han enseñado que la verdadera felicidad consiste en perseguir la virtud y aceptar los límites. Pero ahora, desvinculados de estas obstinadas tradiciones, somos libres de elegir el modo de vida que consideremos más óptimo, ordinariamente el más fácil: nuestra civilización parece capaz de concedernos todos nuestros deseos. El resultado es una sociedad desgarrada por profundos confictos y unas vidas individuales que, a pesar de su aparente libertad, están marcadas por la alienación y la infelicidad. Ahmari ofrece doce preguntas fundamentales e intemporales que desafían nuestras certezas modernas. Nos invita así a examinar los móviles de nuestro comportamiento, y a vivir de forma más humana en un mundo que parece haber perdido el rumbo.

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Seitenzahl: 542

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Sohrab Ahmari

EL HILO QUE UNE

Cómo descubrir la sabiduría de la tradición en una época de caos

EDICIONES RIALP

MADRID

Título original: The unbroken thread. Discovering the Wisdom of Tradition in a Age of Chaos

© 2021 by Sohrab Ahmari

© 2022 de la edición traducida por DAVID CERDÁ

by EDICIONES RIALP, S. A.,

Manuel Uribe 13-15 - 28033 Madrid

(www.rialp.com)

Preimpresión y realización eBook: produccioneditorial.com

ISBN (versión impresa): 978-84-321-6133-9

ISBN (versión digital): 978-84-321-6134-6

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

A Don Javier.

A Rusty.

A mis queridos Libo y Feng-Qiao.

No liberes a un camello de la carga sobre su joroba; puede que lo estés liberando de ser un camello.

G. K. CHESTERTON

La continuidad es un derecho humano.

CHARLES DUPONT-WHITE

ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

DEDICATORIA

CITAS

INTRODUCCIÓN

PRIMERA PARTE. LAS COSAS DE DIOS

1. ¿CÓMO JUSTIFICAS TU VIDA?

2. ¿ES DIOS RAZONABLE?

3. ¿POR QUÉ QUERRÍA DIOS QUE TE TOMASES UN DÍA LIBRE?

4. ¿PUEDES SER ESPIRITUAL SIN SER RELIGIOSO?

5. ¿TE RESPETA DIOS?

6. ¿NECESITA DIOS LA POLÍTICA?

SEGUNDA PARTE. LAS COSAS DE LA HUMANIDAD

7. ¿CÓMO DEBES SERVIR A TUS PADRES?

8. ¿DEBES PENSAR POR TI MISMO?

9. ¿PARA QUÉ ES LA LIBERTAD?

10. ¿ES EL SEXO UN ASUNTO PRIVADO?

11. ¿QUÉ LE DEBES A TU CUERPO?

12. ¿QUÉ TIENE DE BUENO LA MUERTE?

CONCLUSIÓN: CARTA A MAXIMILIANO

AGRADECIMIENTOS

AUTOR

INTRODUCCIÓN

SE SUPONE QUE UN INMIGRANTEno debe quejarse de la sociedad que lo acoge. Eso es lo que soy: un inmigrante, uno que ha sido radicalmente asimilado, y sí, un inmigrante que a pesar de todo alberga serias dudas sobre la sociedad que lo ha asimilado.

Pasé los primeros trece años de mi vida en Irán, una nación que muchos occidentales asocian con lo tradicional y retrógrado, con chadores oscuros y clérigos adustos, costumbres sexuales severas y bulliciosas multitudes que anegan los viernes las calles al grito de «Alá es grande». Siendo ya un niño que creció en esas calles me empapé de ese juicio y lo hice mío: culpé de todos los males de mi tierra natal a nuestras rígidas tradiciones, las culpé de la represión y las contradicciones y la hipocresía que engendraban.

Cuando emigré a los Estados Unidos tuve la oportunidad de rehacerme y cambiar de parecer casi a diario. Mis opiniones morales eran tan intercambiables como mis formas de vestirme y mis gustos musicales. Podía tomar o dejar esta o aquella ideología. Podía ir de «gótico» en el instituto, luego de socialista en la universidad, ser neoconservador al hacer el posgrado. Podía hacer mis pinitos con las drogas y construir una identidad en torno a esas aventurillas. Podía echarme novia, engañarla, dejarla si me apetecía y también construir una pseudoidentidad en torno a eso. Durante todo ese tiempo, me indignaba recordar que todavía había personas atrapadas en sociedades que no permitían tales experimentos en el campo de la definición de uno mismo por uno mismo.

Pero últimamente mi forma de pensar ha dado un giro inesperado. Cuando examino sobriamente Occidente, cuando lo miro tal y como es en realidad, encuentro muchas deficiencias en su visión del mundo y en su forma de vida. Más aún, he llegado a creer que los mismos modos de vida y pensamiento que a la mayoría de los occidentales les parecen chocantes, por anticuados o «limitantes», son los que pueden liberarnos, mientras que el sueño occidental de autonomía y elección sin límites es, en realidad, una prisión; que la misión de definirnos por nosotros mismos es una especie de El Dorado, un lugar que enloquece a muchos de los que lo buscan; que para que nuestro mejor y más elevado yo se eleve, otras partes de nosotros deben estar atadas, encerradas, limitadas, vinculadas.

Estos son los paradójicos argumentos que componen el alma de este libro. Para explicar por qué estoy tan convencido de su solidez, necesito hablarles en primer lugar de dos personas, ambas casualmente llamadas Maximiliano.

LA HISTORIA DEL PRIMER MAXIMILIANO empieza en Polonia antes de la Segunda Guerra Mundial y alcanza su clímax en el campo de concentración de Auschwitz-Birkenau. Maximiliano Kolbe, uno de los prisioneros del campo, es considerado hoy en día como uno de los más grandes mártires cristianos. La Iglesia católica lo reconoció como santo en 1982. Cada año, miles de peregrinos acuden en tropel a ver el búnker de castigo en el que los nazis lo asesinaron.

Kolbe había nacido en 1894 en Polonia central, en el seno de una familia pobre y devota. Siendo un niño, se le había aparecido la Virgen María, que portaba dos coronas. Una de las coronas era blanca, el símbolo de la pureza; la otra era roja, el color del martirio. La madre de Jesús le preguntó al joven Kolbe cuál de las dos preferiría. «Le dije que aceptaría las dos», recordaba años más tarde[1]. Esa visión serviría a Kolbe de brújula interior durante el resto de sus días, conduciéndole hasta las dos coronas.

Le costó menos conseguir la corona de la pureza, la castidad sacerdotal. Tras flirtear un tiempo con la posibilidad de emprender una carrera militar, Kolbe entró en la orden franciscana como novicio a los dieciséis años, volcándose en una vida de riguroso estudio, oración y autodisciplina. Corría el año 1910; Europa titubeaba al borde del precipicio en un siglo que quedaría marcado por la guerra y el autoritarismo, aunque casi nadie veía por entonces lo cerca que estaba el continente de asomarse a la ruina. La Europa de los grandes imperios parecía sólida.

Tras realizar estudios de doctorado en Roma y ser ordenado como sacerdote, Kolbe volvió a su país con la cabeza bullendo de grandes planes. Creó periódicos, una emisora de radio y una comunidad monástica en las afueras de Varsovia llamada Niepokalanów («Ciudad de la Inmaculada Madre de Dios»). Hizo campaña contra la ideología comunista, la masonería y otras formas de laicismo militante y anticlericalismo entonces en boga. Entre tanto, se embarcó en misiones en lugares recónditos: India, China y Japón. Sufrió recurrentes episodios de tuberculosis, pero la enfermedad no pudo detener sus diversos proyectos.

Sin embargo, los nazis tuvieron éxito allá donde la enfermedad había fracasado. En septiembre de 1939 la maquinaria de guerra alemana irrumpió en Polonia desde el oeste, mientras los soviéticos invadían el país por el este. Cuando la Luftwaffe bombardeó Varsovia, las imprentas de Niepokalanów se paralizaron temporalmente. Los alemanes ocuparon la comunidad, expulsaron a la mayoría de sus residentes y arrestaron a Kolbe.

«No sé con exactitud lo que pasará en Polonia», advirtió a sus seguidores, «pero debemos esperar lo peor. No hay una esquina de este mundo en la que la Cruz no esté presente. No huyamos de ella; si fuera necesario, llevémosla sobre nuestros hombros por amor a la Inmaculada», es decir, a la Virgen María[2].

En diciembre, Kolbe recuperó su libertad y retornó resueltamente a Niepokalanów. Publicó textos antinazis, emitió por radio una corriente continua de propaganda antinazi desde su emisora amateur y ocultó entre a mil quinientos y dos mil judíos en el monasterio[3]. El 17 de febrero de 1941, un convoy de la Gestapo entró en Niepokalanów y volvió a arrestar a Kolbe, esta vez para siempre. En mayo fue enviado a Auschwitz, donde le afeitaron la cabeza y la barba. El padre Maximiliano María Kolbe se convirtió en el prisionero número 16670; tenía la corona roja al alcance de su mano.

En Auschwitz, Kolbe continuó con su ministerio como si siguiese libre. Oyó confesiones, instando a los penitentes a no ceder al odio. Dio limosna a los pobres, aunque ahora los pobres eran los otros presos, y el sustento que les daba provenía de sus propias e irrisorias raciones. Y siguió predicando. «No, no van a matar nuestras almas», decía el demacrado sacerdote a sus feligreses congregados en Auschwitz, como uno de ellos recordaría años más tarde. «Cuando morimos, morimos puros y en paz, resignados a Dios en nuestros corazones»[4].

Una noche de julio, un prisionero del bloque de Kolbe se escapó. Cuando las autoridades descubrieron la huida avisaron el subcomandante del campo, Karl Fritzsch, que ordenó a los presos que se alinearan fuera del bloque. Fritzsch tenía verdadero talento para la crueldad. Fue él quien primero tuvo la idea de usar gas Zyklon B para exterminar a los presos, algo que sufrió el millón de hombres, mujeres y niños judíos asesinados en Auschwitz como parte de la Solución Final. Esa noche, Fritzsch cumplió con su protocolo para los casos de huida de presos: seleccionar a diez hombres para que muriesen de hambre como castigo colectivo por el que había huido.

El sacerdote no fue uno de los seleccionados. Pero cuando oyó a uno de los condenados gritar «¡Mi mujer, mis hijos!», Kolbe se quitó la gorra y tranquilamente dio un paso al frente en la fila. «¿Qué es lo que quiere este cerdo polaco?», preguntó el subcomandante. «Soy un sacerdote católico polaco. Me gustaría ocupar su lugar», dijo Kolbe, señalando a aquel prisionero, «porque él tiene mujer e hijos»[5].

Fritzsch aceptó la oferta de Kolbe.

Los nazis desnudaron a los diez hombres y los apiñaron en el búnker de castigo, donde les esperaba una de las peores formas de morir que la humanidad ha conocido. Testigos oculares contaron después que Kolbe afrontó su calvario con calma resolución, entregado a la oración. Mientras el resto de los hombres se quebraba, al sacerdote no se le oyó una sola queja. Pasó la mayor parte de su suplicio arrodillado rezando el rosario.

Pasaron los días. El hambre y la deshidratación fueron derribando a un hombre tras otro. Dos semanas después, seis de los diez habían muerto y ya no se oía a hombres pidiendo pan y agua desde el búnker. De los cuatro que continuaban con vida, Kolbe era el único que seguía plenamente consciente cuando las autoridades del campo entraron al búnker el 14 de agosto para terminar el trabajo[6].

Cuando un verdugo se acercó con una jeringa llena de ácido carbólico, el sacerdote dijo una oración y él mismo ofreció el brazo. Un trabajador del campo recordó más tarde haber visto a Kolbe después de la inyección «con los ojos abiertos y la cabeza inclinada hacia un lado. Su rostro estaba tranquilo y radiante»[7].

YO TENÍA TREINTA Y UN AÑOS, estaba a punto de convertirme en cristiano y ser padre cuando supe por primera vez de Maximiliano Kolbe. Me dejó completamente anonadado. No era el tipo de historia que uno podía leer y luego pasar sin más a otra cosa.

Podía, haciendo un gran esfuerzo, ponerme en el lugar de los condenados. Podía imaginarme a mí mismo de pie frente a aquel bloque de celdas mientras Fritzsch caminaba de un lado a otro de la fila, decidiendo al azar quién debía vivir y quién debía morir. Podía sentir mi corazón latiendo en mi garganta, mi respiración acelerándose, mi boca secándose, mientras mi destino dependía de los caprichos de un demonio. También podía imaginarme suspirando profundamente con alivio cuando Fritzsch pasaba de largo y permitía graciosamente que yo siguiera viviendo.

Estando a punto de ser padre, podía imaginarme cómo se sentiría el prisionero salvado por Kolbe. Pero ser la persona que voluntariamente da un paso al frente y ocupa el lugar de un condenado, en fin, eso era harina de otro costal.

Lo que más me fascinaba, lo que no podía quitarme de la cabeza una vez supe de Kolbe, era cómo su sacrificio representaba una extraña pero perfecta forma de libertad. Un hombre común, después de que Fritzsch lo hubiese dejado atrás en la fila, se habría tentado la ropa y habría pensado en su suerte y devorado las raciones de aquella noche, a sabiendas de lo cerca que había estado de la muerte. Kolbe, sin embargo, escaló a lo más alto de la libertad humana. Subió a la cumbre —y esta es la clave de su historia, a mi juicio— atándose a la Cruz, negando y superando, con intensa determinación espiritual, su natural instinto de supervivencia. Su aparente rendición se convirtió en su triunfo. Y clavado en la Cruz, les dijo a sus captores: soy más libre que vosotros. En ese tiempo y lugar de mal radical, en ese oscuro y hondo pozo de inhumanidad, Kolbe afirmó su libertad moral y reveló qué significa ser plenamente humano.

Esta forma de libertad choca con la que prevalece en Occidente en nuestros días. Sigue habiendo mucha gente que realiza grandes actos de sacrificio, por descontado. Hemos sido testigos del heroísmo de médicos, enfermeras y otros trabajadores de la salud de primera línea en respuesta a la nueva pandemia del coronavirus. Pero la lógica que alienta al Occidente contemporáneo, el impulso intelectual de nuestra época, llevado a su fin razonable, descarta por incomprensibles las acciones de un Kolbe.

Nuestra versión de la libertad proviene de la Ilustración europea, un movimiento filosófico que «pretendía liberar al hombre de la mano muerta de la tradición», como ha escrito un historiador de las ideas[8]. A partir de finales del siglo XVIII, hombres y mujeres inspirados por las ideas de la Ilustración arrasaron Occidente con violencia, atacando todas las fuentes y símbolos de autoridad que se interponían en el camino del individuo soberano y el ejercicio autónomo de su razón y sus derechos. Este asalto resultó especialmente fiero en Francia, donde los rebeldes inauguraron el reinado de las «diosas» de la Razón y la Libertad, encadenando una sesión de guillotina tras otra. En 1789, la (rutinaria) visión de una turba revolucionaria que desfilaba por las calles de París con la cabeza cortada del gobernador local hizo que el escritor y diplomático François-René de Chateaubriand gritase: «Vosotros, criminales, ¿a esto os referís con libertad?»[9].

A Chateaubriand le soliviantó aquel abominable ejemplo de violencia revolucionaria y anarquía. Pero tras su enojo se escondía una crítica perspicaz de la nueva filosofía: para los pensadores de la Ilustración, lo que la gente hacía con su libertad importaba mucho menos que carecer en general de impedimentos: casarse o divorciarse; adorar o blasfemar; servir a los demás o acumular riquezas.

La Ilustración echó raíces. Tres siglos después, la mayoría de nosotros damos por sentado que la libertad significa poder seleccionar cómo vivimos entre la gama más amplia posible de opciones. Nuestros objetivos son la autogratificación y el «bienestar», por lo común definidos en términos materiales y utilitarios, y somos libres en la medida en que no se nos oponen obstáculos para perseguir la vida que creemos que nos resultará más gratificante. Pero si ese es el ideal, ¿por qué debería alguien aceptar voluntariamente una vida de pobreza, jurar obediencia absoluta a un superior religioso y embarcarse en arduas misiones extranjeras para predicar su fe, como hizo Kolbe? ¿Por qué debería dar su vida por un completo extraño?

Nuestra concepción de la libertad no puede dar cuenta de una amplia gama de vínculos que unen a los pueblos tradicionales: costumbres y sabiduría popular, lealtad familiar, obligaciones religiosas no elegidas como el bautismo y la circuncisión, formas de culto sujetas a reglas y, por encima de todo, sumisión a las autoridades morales y espirituales. Cualquiera de nosotros podría elegir atenerse a tales compromisos, sin duda, pero aquí el verbo clave es «elegir»: vivir de acuerdo con la tradición es una opción más, un «estilo de vida», algo no muy diferente de elegir qué libro leeremos a continuación o qué dieta seguiremos.

Si el amor sacrificado y la libertad persisten en nuestros días, lo hacen a pesar de, y no gracias a la cosmovisión imperante. Hemos abandonado la marca de la libertad de Kolbe —la libertad arraigada en la entrega de uno mismo, la que la autoridad de la tradición y la religión sostenía— en favor de una libertad que eleva la voluntad individual a los altares.

LO CUAL ME LLEVA al segundo Maximiliano.

Mientras escribo, este otro Maximiliano tiene poco más de dos años. Hace un tiempo que camina, aunque sus andares de pato mareado se parecen más a los de un pingüino que a los de un niño. No hace mucho, era un vociferante manojo de necesidades primordiales: leche materna, abrazos, sueño. Pero ahora se deleita con las cosas que le gustan («Quiero gaaa-lleta», «Quiero ver teee-le»), mientras desprecia otras que le convienen (como algo de carne o irse a la cama).

También va siendo consciente, aunque vagamente, de su personalidad y de su sentido del humor. Si está harto de comer alguna noche, tal vez use las sobras para crear símbolos: un par de judías verdes hacen un cocodrilo; las lonchas de queso pueden moldearse para componer las letras del alfabeto. Si está canino esa noche, lo devora todo, dejando solo unas migajas que ofrecerá a sus padres, pero se arrepentirá en el último segundo y dará cuenta de ellas; esa es la idea que tiene de lo que es una broma descacharrante.

Tiene la edad suficiente para ser un trasto a conciencia. Sabe que a su madre le irrita que tire su vasito al suelo, y es mucho más probable que cometa el vil acto si sabe que ella se dará cuenta. También sabe que todo su malestar se desvanece si entona las palabras mágicas «pedón, mamá» mientras adopta una actitud mansa. Observa a sus padres, especialmente a su padre, e intenta imitar sus palabras, gestos y expresiones faciales. Se siente instintivamente atraído por los automóviles, los camiones, las excavadoras, los tractores y las herramientas, como si una misteriosa gravedad infantil lo arrastrase.

El segundo Maximiliano, como ya habrá adivinado, es mi hijo. Solemos llamarlo Max.

Nació en Occidente de inmigrantes de Irán (yo) y China (su madre). Provenimos de dos civilizaciones antiguas, pero en el momento en que nos convertimos en los padres de Max no puede decirse que ninguno de los dos siguiese teniendo raíces profundas en esas civilizaciones. En el caso de mi esposa, la cuestión no dependió enteramente de ella: cuando nació en Xi’an, en el centro de China, la Revolución Cultural de Mao Zedong ya había intentado acabar con gran parte del pensamiento y la cultura tradicional china en el continente.

Mi caso fue distinto. Rechacé deliberadamente la herencia de mi tierra natal mientras todavía estaba implicado en ella. La cultura iraní llegó con una larga memoria histórica y un conjunto de robustas, aunque a menudo particulares, afirmaciones sobre la verdad: en cuanto a los nobles orígenes de nuestra nación, la supremacía de la rama chií del Islam sobre la suní y muchas otras cosas por el estilo. Recibí esta herencia no a través de argumentos racionales sistemáticamente ordenados, sino mientras me sentaba con las piernas cruzadas a los pies de mi bisabuela y escuchaba sus historias: historias personales, nacionales, religiosas, todas mezcladas y como envueltas por el humo dulzón de sus cigarrillos iraníes.

Oponerse al hecho establecido de la tradición le habría parecido a mi bisabuela tan inútil como discutir con el clima. Pero mis padres —mi padre un arquitecto posmodernista, mi madre una pintora expresionista abstracta— seguro que lo intentaron. Las personas del círculo de mis padres veneraban a Occidente, y Occidente significaba laicidad. Significaba liberarse del régimen islamista que nos gobernaba. Significaba fiestas clandestinas donde las mujeres iban sin velo y se burlaban de los mulás, se servía alcohol y las consignas tabú como «democracia liberal» fluían con la bebida. Para un niño de doce o trece años, que adquiría cierta conciencia social y política por entonces, estaba muy claro a qué carta había que quedarse.

La recién nacida República Islámica se envolvía en el manto de la tradición, pero era, de hecho, un despiadado régimen revolucionario que seguía el modelo bolchevique o el fascista. Siendo un niño, supe de ejecuciones públicas, vi cómo la policía de la moral interrogaba repetidamente a mi familia y vi los verdugones que dejaron los azotes decretados por los jueces en la espalda de un amigo de la familia. La «tradición», en mi mente juvenil, era el retrato del ayatolá Jomeini frunciéndome el ceño desde cada valla publicitaria y en cada aula.

Tenía la necesidad imperiosa de rajar estas redes de la tradición, y el machete con el que decidí hacerlo se llamaba «Estados Unidos». En Teherán, veía la televisión estadounidense a través de una antena parabólica ilegal que teníamos instalada en nuestro techo. La colorida y sexualizada cultura de los noventa resultaba irresistible: ¿Qué alambicado y antiguo poema persa podía superar los créditos iniciales de Los vigilantes de la playa? ¿Qué autoridad clerical vestida de negro podía sobrevivir a las despiadadas burlas de Bart Simpson?

Eran intuiciones juveniles, por supuesto, pero resultaron ser correctas. Gracias al programa preferido en casa, también conocido como «Cadena de emigrantes», emigré a los Estados Unidos en 1998 y me convertí en estadounidense por elección propia diez años más tarde. Desde entonces, Estados Unidos ha cumplido las promesas que me hizo, y algunas más.

Soy miembro de la clase creativa global, puedo viajar libremente a cualquier lugar, trabajar en cualquier lugar, festejar en cualquier lugar. Vivo en el centro de Manhattan, en un edificio que tiene portero, un imponente supermercado a veinte metros y fácil acceso a restaurantes que sirven todos los tipos de cocina que existen. Edito las páginas de opinión de un gran periódico. Me invitan a todo tipo de saraos y me agasajan quienes se dedican a las relaciones públicas. En mi caso, cualquier evento cultural puede transformarse en un Uber y un pase de prensa gratuito.

Disfruto además de mayores opciones de elección moral de las que cualquiera de mis antepasados podría haber imaginado. Si así lo quisiera, podría declararme mujer e insistir en que me llamasen «Sabrina»; mi estado de ánimo subjetivo bastaría para que así fuera, en lo que respecta a muchas instituciones de élite. En términos más mundanos, podría ingresar a mi anciana madre en un hogar de ancianos y abjurar de todos los deberes que implica ser un hijo iraní, sin que nadie pensase menos de mí por ese motivo.

No se espera que un inmigrante radicalmente asimilado se queje de su libertad. Sin embargo, a medida que crezco en mi fe y mi papel como padre, tiemblo ante la perspectiva de que mi hijo crezca en un orden que no erige barrera alguna que limite sus apetitos individuales, un orden que, si acaso, se desvive por demoler las barreras existentes.

Este miedo había estado conmigo, incipiente y no articulado, desde que mi esposa y yo supimos que estábamos esperando nuestro primer hijo. Pero alcanzó su forma concreta, me parece, en una serie de anuncios que vimos durante un viaje rutinario en el metro de Nueva York cuando Max tenía un año. La ahora famosa campaña de 2018 para el sitio de citas OkCupid empleaba el vulgar acrónimo «DTF» (por «Down To Fuck», «listos para follar») junto a imágenes coloridas; la «F» dio pie a muchas bromas. En uno de los carteles podía leerse «DTFour-Twenty» y a una sonriente pareja sentada en un sofá que levitaba en el aire (en la jerga, «FourTwenty» o «420» quiere decir «marihuana»); «DTFall Head Over Heels» («pierde la cabeza»), decía otro en el que aparecían dos mujeres que se abrazaban y besaban, con un par de manos extra sosteniendo a una de ellas (sugiriendo un asunto poliamoroso). Los mensajes parecían subvertir el significado de «DTF», sin dejar de incitar a los viajeros del metro a la disposición DTF de toda la vida.

Bien: he pasado la mayor parte de mi vida en grandes ciudades, y estoy al tanto de que los mojigatos y las puritanas nunca encajarán del todo en Gotham. Con todo, no pude evitar imaginarme a Max, si fuera un poco mayor, volviéndose hacia mí para preguntarme: «¿Qué significa “DTF”, papi?».

Los padres han tenido que lidiar con las preguntas incómodas de los niños desde tiempos inmemoriales. Sin duda, me sentía capaz de encontrar una respuesta, más o menos sincera, o de dirigir su atención a otra parte. Pero lo que me molestaba era la banalidad con la que estos anuncios trataban una de las dimensiones más íntimas de la vida. Era esa banalidad comercial, ni siquiera la vulgaridad sexual en sí misma, la que me pasmaba. ¿Qué mensajes transmitían esos anuncios sobre la sexualidad humana, sobre los hombres y las mujeres y sus relaciones? ¿Cómo un ámbito de la vida que en su día se consideró oculto y profundo se había convertido en el espacio informal de una empresa de Internet que facilita los «rollos de una noche»?

La inevitable conclusión que saqué de aquel incidente, y de muchos otros por el estilo, es que la civilización estadounidense arrastra consigo muchos ideales procedimentales, todos más o menos dirigidos a maximizar los derechos individuales y garantizar el buen funcionamiento de una economía de mercado. Esas normas procedimentales y libertades históricas son sin duda una bendición: protegen contra terribles abusos gubernamentales y son la razón por la que innumerables familias como la mía anhelan emigrar desde sociedades no libres a sociedades libres, especialmente a los Estados Unidos. Pero el hecho es que el orden estadounidense consagra muy pocos ideales sustantivos que yo querría transmitir a mi hijo.

La propia existencia de Max es producto del impulso que los modernos Estados Unidos dan a la maximización de la autonomía y la disolución de barreras. Como suele decirse, solo en Estados Unidos un periodista nacido en Irán podría conocer y casarse con una arquitecta nacida en China, una unión que eventualmente produciría un niño con el nombre de Maximiliano (que tiene ese delicioso toque de los Habsburgo). Pero no hay cantidad alguna de gratitud que pueda aliviar la ansiedad que se apodera de mí cuando me pregunto: ¿Qué clase de hombre esculpirá la cultura occidental contemporánea a partir de la materia prima de mi hijo? ¿Qué ideales sustantivos debo transmitirle, como contrapeso al abrumador cinismo de nuestra época?

UN SUEÑO MÍO DE LOS MALOS viene a ser algo así: Max regresa a casa después de terminar sus estudios en alguna universidad de élite. Planea pasar dos semanas con sus padres antes de trabajar como asociado junior en un banco de inversión (o un fondo de inversiones, una editorial o una agencia de publicidad; en realidad no importa qué colonia meritocrática elija). Veintipico años de buena nutrición, la educación adecuada y ricas actividades extracurriculares han dado como resultado un joven atractivo y «completo». Max tiene la piel reluciente, una sonrisa fácil y la confianza que da saber que los frutos materiales de la vida están listos para que uno los recoja. Una noche, los amigos de Max vienen a cenar. Uno es el amable hijo de una congresista sureña, con destino a la Facultad de Derecho de Yale. Otra acaba de obtener financiación inicial para una startup tecnológica que lanzó sin haber acabado los estudios. Otro más, un graduado en ingeniería ambiental, ha ganado un premio de diseño sostenible y ha sido nombrado «Visionario de la Nueva Generación» por una prestigiosa fundación radicada en Davos, Suiza. Obviamente, en esta cena la madre de Max y yo disfrutamos de nuestro hijo. Vemos en él nuestro propio amor encarnado y proyectado hacia el futuro. Y seamos honestos: el hecho de que estas sean sus compañías refrenda que hemos tenido un mínimo éxito como padres. Max parece destinado a ser un «ganador» en la vida.

Sin embargo, en el momento en que él y sus amigos abren la boca para hablar, el tema es principalmente el dinero. Se jactan de los salarios de partida que les han ofrecido en las empresas de sus sueños, hablan del tiempo que los llevará convertirse en socios, de los apartamentos en la Quinta Avenida que poseen los asociados no mucho mayores que ellos, etcétera. Puede que sean muy leídos, pero en cuanto a las ideas que discuten, les preocupa ante todo la última charla TED Talk que han visto, que trata sobre el poder que otorga hacer contacto visual en las reuniones o del poder de los esteroides personalizados genéticamente para mejorar su entrenamiento físico.

Max aún rinde cierta reverencia a la antigua fe de su padre. «Por supuesto», me dice, iba a la misa de la capilla de la universidad cuando «no estaba demasiado ocupado». Pero si intento ir más allá de esta cortés condescendencia hacia lo que tanto le importa a su padre admite que, si bien la fe católica podría tener alguna utilidad social, no cree que deba tomarse «demasiado en serio».

La mayoría de sus amigos se consideran «muy espirituales». Entre semestres han hecho viajes a la India en los que meditaron durante días y subsistieron a base de plátanos; usan aplicaciones de meditación en sus smartphones; hacen yoga en la caldeada modalidad Bikram; encuentran cierto consuelo en el aluvión de endorfinas que les proporcionan los maratones que corren. Estas formas de espiritualidad suponen un temporal alivio al frenético ritmo de sus vidas y los dispensan de exigencias morales absolutas.

«Bienestar», «autocuidado» y «autenticidad» son sus mantras en cuanto atañe a tratar con los demás, incluidos los miembros del sexo opuesto. Los apegos deben evitarse, porque estorban al verdadero yo, que aspira a una independencia máxima en todos los ámbitos de la vida. Todos «mariposean», aunque no se vanaglorien abiertamente de ello.

Ambición profesional e implacable competencia pautadamente interrumpidas por oportunidades para el desahogo: es posible que Max y sus amigos no admitan que esto es lo que ellos consideran el sentido de la vida. Sin embargo, las decisiones que toman y seguirán tomando a medida que envejezcan atestiguan que, de hecho, ese es el sentido que más aprecian. Y no es que estén precisamente solos: en todo el mundo desarrollado muchas personas, especialmente las élites, están tomando decisiones similares mientras conversamos.

Avancemos algo más en mi pesadilla: Max tiene ahora cuarenta y siete años, la misma edad a la que su santo patrón dio su vida por un extraño en Auschwitz. Tras haberse jubilado anticipadamente de su empresa con una bonita suma en su cuenta, mi Max está ahora de gira por Europa con su amiga, viajando en una lujosa autocaravana eléctrica. Los dos han estado cohabitando de forma intermitente durante casi un decenio, pero no tienen intención de casarse, y mucho menos de tener hijos.

Circulando por carretera, buscan restaurantes con estrellas Michelin para darse un homenaje, a los que seguirán noches explorando Tinder (la suya es una relación abierta). Y este es el escenario relativamente optimista. Supone que Max no ha sucumbido a los opioides o las drogas sintéticas de alta gama. Supone que no se ha convertido en uno de esos jóvenes que pasan meses y años encerrados en sus habitaciones, jugando a videojuegos y navegando por la Red. Los japoneses los llaman hikikomori, aunque, lamentablemente, el fenómeno se está extendiendo por todo el mundo desarrollado.

«¡Papá, soy feliz!», insiste, siempre y cuando nos permita hablar de su vida. Y lo peor de todo es que podría estar diciendo la verdad, según su propio juicio. Puede que ni siquiera sepa lo que se ha perdido: la emoción de reflexionar sobre los Salmos y preguntarse si fueron escritos solo para él; la paz mental que se obtiene al confesarse con regularidad y dejar atrás el bagaje acumulado de sus culpas; el gozo de unirse a otra alma, y solamente a esa, en matrimonio; ese asombroso instante en el que las enfermeras te entregan un bebé recién nacido, el tuyo.

Habiendo mantenido sus «opciones abiertas» durante toda su vida, no se ha atado irrevocablemente a nada más grande que a él mismo y así pues no ha ejercido la libertad humana tal y como la entendía su tocayo. Maximiliano Kolbe soñaba con hacerse con las coronas de la virtud y el sacrificio. El sueño, o más bien la pesadilla, que me persigue a mí es una en la que mi Maximiliano se pasa la vida buscando otras «coronas».

LE PUSIMOS A NUESTRO PRIMOGÉNITO su nombre en honor a Maximiliano Kolbe porque nombrar a los hijos como a los santos es lo que hacen los católicos romanos. Creemos que, al hacerlo, el recién nacido queda apadrinado por el santo en el cielo. Pero había más que eso: elegí el nombre, con el consentimiento de su madre, para unir a mi propio Max a los ideales absolutos que transluce el sacrificio de Kolbe, ideales que se remontan a la tradición occidental en su conjunto, llegando hasta los Evangelios y la Biblia hebrea. En mi opinión, el nombre era una especie de hilo que unía mi descendencia con la tradición.

Pero, ¿puede ese simbolismo por sí solo vencer las fuerzas centrífugas de Occidente? No estoy tan seguro. Si todo sigue igual —está por ver si la pandemia de COVID-19 produce cambios profundos y de largo alcance en nuestra forma de vida— Estados Unidos seguirá en su trayectoria actual y Max estará obligado a heredar una sociedad y una forma de vida aún más desordenadas que las que hoy tenemos. Por lo tanto, el legado que Estados Unidos le deje se compondrá incluso de menos certeza y menos Cosas Duraderas. Pronto, me temo, no habrá nada sólido en lo que pueda basar su existencia.

Aquí reside el dilema de un padre joven: ¿cómo le transmito a mi hijo el valor de los ideales permanentes frente a una cultura que le dirá que lo más nuevo también es lo mejor, que todo es negociable y se ciñe a un contrato y al consentimiento? ¿Que no hay otro propósito para nuestra vida en común que el de satisfacer sus deseos? ¿Cómo refuerzo ese frágil hilo que une a mi hijo con una vida de obligaciones y responsabilidades humanas? ¿A una vida anclada en ideales estables e inmutables? ¿A una vida, en otras palabras, llena de bienes de garantía que la tradición asegura?

El libro que tiene entre sus manos es mi respuesta a este dilema. Sospecho que es un dilema compartido, ya que los síntomas del desorden cultural nos afectan a todos: desde un pronunciado declive demográfico hasta tasas astronómicas de divorcio; de la epidemia de opioides a la explosiva hostilidad racial, sexual y de clase; de la tasa sin precedentes de personas que pasan sus años crepusculares sin ningún ser querido que los tome de la mano a nuestra política, cada vez más disfuncional; de la obscena desigualdad económica a una pandemia cuya propagación fue posible, en parte, por una economía global sin barreras ni límites. Si alguno de estos fenómenos ha tocado aunque sea de pasada su propia vida, es probable que usted comparta mis ansiedades y le preocupe también el destino de ese hilo.

EL PLAN DE LA OBRA: UN LIBRO QUE NOS CUESTIONE

Todo escritor que se refiera a la tradición, especialmente la religiosa, corre el riesgo de parecer ridículo. La situación no es nueva. Como escribió en 1965 el rabino Joseph Soloveitchik, padre del judaísmo ortodoxo moderno, el creyente tradicional ha sufrido una especie de soledad existencial y ha sido objeto de burla por remontarse «a los tiempos de Abraham y Moisés». A pesar de ello, el hombre de tradición contemporáneo, a su juicio,

vive una crisis particularmente difícil y agonizante […] Se ve a sí mismo como un extraño en la sociedad moderna, que tiene una mentalidad técnica, es egocéntrica y se ama a sí misma, casi de una manera enfermizamente narcisista, obteniendo trofeo tras trofeo, acumulando victoria tras victoria, alcanzando las galaxias distantes y viendo en el mundo sensible de aquí y ahora la única manifestación del ser[10].

El mensaje de la tradición va en contra del «credo fundamental de una sociedad utilitarista». ¿Por qué? Porque, como nos enseñó Soloveitchik, la creencia tradicional «habla de la derrota en lugar del éxito, de aceptar una voluntad superior en lugar de imponerse, de dar en lugar de conquistar, de retirarse en lugar de avanzar»[11]. La totalidad de los Salmos puede resumirse en encontrar la gozosa liberación al adherirse a la ley mosaica, que el salmista considera la guía de la estructura interna del cosmos. Por su parte, toda la enseñanza de Jesús queda recogida en su oración de Getsemaní, registrada en los tres Evangelios sinópticos: «Padre mío […] no se haga como yo quiero, sino como quieres tú» (Marcos 14, 36; Mateo 26, 39; Lucas 22, 42).

Esta lógica de entrega deliberada está presente en todas las grandes tradiciones religiosas. Cinco veces al día, el devoto comerciante musulmán de El Cairo deja todo lo que está haciendo al llegar el adhan o llamada a la oración y se postra ante el Dios Todopoderoso. Las demandas que entraña criar a seis hijos pueden abrumar a una tradicional madre católica de los suburbios de Milwaukee, pero todavía encuentra tiempo para rezar cinco décadas del Rosario todas las noches. Tanto ella como el tendero practican el ayuno y la abstinencia en diferentes épocas del año; a ambos su religión los obliga a servir a los pobres; ambos se someten a regulaciones que, aunque difieren en contenido, tienen por fin armonizar la vida del adherente con un orden moral objetivo; ambos profesan que Dios, no los hombres ni las mujeres, está en última instancia al mando.

Es precisamente este énfasis en rendirse en lugar de avanzar, atar en lugar de aflojar, lo que más repele de la tradición a nuestra época. No queremos rendirnos. Queremos seguir comprando, sin importar que hora sea en términos litúrgicos. «Ayunamos» y aceptamos otras privaciones corporales, sí, pero por el bien de nuestra propia perfección corporal, no en sumisión a un poder superior. Las únicas normas morales que aceptamos son aquellas que previenen el daño físico a otros, y ni siquiera eso en el caso del niño no deseado que el útero alberga. Creemos estar al mando, que nuestras vidas son, en última instancia, el fruto de nuestros propios proyectos individuales.

Como padre, soy muy consciente de la urgencia de este problema. A diferencia de mis antepasados iraníes y mis antepasados espirituales en el cristianismo católico, tomé una decisión consciente y deliberada de someterme a la tradición. Elegí emprender el camino de regreso, agarrar el hilo hasta que pudiera sentir la tela de la que formaba parte en las palmas de mis manos. Entregar lo que encontré a mi Maximiliano, en contra de una cosmovisión imperante que desdeña la retirada y la rendición, es un asunto difícil. Después de todo, el mundo moderno puede parecer tremendamente seguro.

La gente moderna lleva su vida de acuerdo con rutinas predecibles, aunque, esto es crucial, el cambio incesante y la discontinuidad son parte de la rutina. Las modas vienen y van. Las ideas se apoderan repentinamente de la sociedad, se olvidan, resucitan y vuelven a olvidarse. El mercado conjura y satisface deseos previamente inimaginables, hasta que deseos todavía más nuevos suplantan a los anteriores. Imponentes estructuras de vidrio y acero reemplazan el mármol y el ladrillo. El mundo natural también parece ceder dócilmente. Las calamitosas perturbaciones causadas por misterios naturales (un virus nuevo, por ejemplo) solo ponen de relieve el alcance de nuestro dominio sobre la naturaleza en condiciones «normales».

Sencillamente, todo funciona, y eso es suficiente para legitimar nuestra forma de vida. O eso pensamos.

«En el pasado», escribía en 1968 Joseph Ratzinger (el futuro papa Benedicto XVI), la tradición «abrazaba un programa firme; parecía ser algo protector en lo que el hombre podía confiar; podía pensar que estaba a salvo y en el camino correcto si podía apelar a la tradición». Pero ahora consideramos el progreso «como la verdadera promesa de la vida, para que el hombre se sienta como en casa, no en el ámbito de la tradición, del pasado, sino en el ámbito del progreso y el futuro»[12].

En el ámbito de la tradición, la verdad es algo que precede a los seres humanos individuales, algo que heredamos y debemos a su vez transmitir. Podemos descubrir la verdad y la razón al respecto, sin duda, pero no podemos cambiar nada al respecto. En el ámbito del progreso, sin embargo, la verdad es lo que los individuos o grupos pueden articular o construir por sí mismos, a través de la investigación científica y sus actos en la historia. La verdad se convierte así en un proyecto en marcha, una cosa maleable. En nuestro ámbito del progreso, la tradición se considera no solo anticuada e ineficiente, sino también un impedimento para el logro.

Pero, ¿y si esa confianza del mundo moderno es una ilusión, producto de la resuelta determinación de no enfrentar los dilemas fundamentales de lo que significa ser plenamente humano? ¿O qué pasa si debajo de la complacencia de los modernos se esconde una profunda dolencia del alma?

Elija su indicador social favorito de tendencia negativa (soledad, alienación, adicción, polarización, etc.), hallará el mismo mensaje nefasto: el reino del progreso no puede colmar los anhelos de nuestra alma o satisfacer nuestra inclinación a ponernos en orden con lo sagrado. En vano buscamos sustitutos para ese «sólido programa» del pasado. Idolatramos la política y a los políticos, nos entregamos a las drogas o las extravagancias del consumo, probamos espiritualidades de autoayuda y buscamos sentido y comunidad en las redes sociales.

Incluso si estos bálsamos alivian temporalmente el dolor, las heridas no cicatrizan. No podemos integrar nuestra propia vida, como proyecto personal, sin una visión del todo que ha resistido la prueba del tiempo: eso es precisamente lo que prometen las grandes tradiciones. Sin embargo, dada la confianza superficial de una época antitradicional, el hombre de tradición del siglo XXI no puede empezar por el «sólido programa». Más bien, debe comenzar reafirmando los dilemas humanos fundamentales que sus contemporáneos han olvidado o preferirían ignorar. En otras palabras, debe asumir el papel de crítico, ser quien cuestione las certezas modernas.

Ese es el plan de este libro. Simplemente hago preguntas, doce preguntas imperecederas que una modernidad progresista y segura de sí misma debería poder responder fácilmente: preguntas acerca de la naturaleza y el alcance de la razón; nuestra responsabilidad con el pasado y el futuro; cómo y qué veneramos; y cómo nos relacionamos entre nosotros, con nuestros cuerpos y con el sufrimiento y la muerte. A lo largo de los siglos, algunas de las mentes filosóficas y religiosas más importantes se enfrentaron a estas preguntas y ofrecieron respuestas en las que generaciones enteras de personas basaron sus vidas. Sin embargo, los modernos hemos descartado muchas de las respuestas, simplemente porque están distantes de nosotros en el tiempo o porque asumimos arrogantemente que hemos «evolucionado» y ya estamos por encima de ellas.

Muchas de las cuestiones tienen que ver con temas «candentes», pero las planteo de un modo que nos aleja de nuestras cansadas y aburridas disputas cotidianas, un modo que apunta a posibilidades mayores y más amplias. Cada pregunta desafía un principio de nuestro dogma contemporáneo, con su arraigada y reflexiva hostilidad hacia la tradición. Construidas unas sobre las otras, las preguntas revelan cómo algunos de los problemas teológicos, filosóficos y morales más antiguos son tan urgentes para nuestra época como lo fueron para nuestros antepasados. Estas preguntas no pueden resolverse fácilmente, y ese es el quid del asunto: el hecho de que sean molestas rebaja el falso sentido de superioridad que el imperio del progreso proclama sobre el imperio de la tradición.

La idea es que el efecto sea inquietante al principio, pero en última instancia tranquilizador. Será inquietante en el sentido de que estas preguntas nos empujan a enfrentar la pobreza de la cosmovisión que impera en nuestro tiempo. Pero será tranquilizador al final, porque, al exponer los intentos de la tradición de enfrentarse a lo que significa ser completamente humano, las preguntas nos permiten ver que no estamos solos. El pasado puede echarnos una mano en medio de nuestra miseria moderna y podemos retomar un camino por el que salir del caos y la confusión actuales.

NO ESTAREMOS SOLOS EN NUESTRO EMPEÑO. En el lado opuesto de nuestros hábitos y dogmas modernos hay toda una constelación de pensadores disidentes. Algunos se identifican de forma directa y emblemática con la tradición religiosa, mientras que otros rechazarían rotundamente cualquier asociación de este tipo. Incluso entre aquellas figuras identificadas con la tradición, existe un amplio desacuerdo sobre qué fuente de tradición ofrece las mejores perspectivas. Lo que los hace útiles es la luz y el aire frescos que inyectan en espacios intelectuales estrechos y mohosos.

Algunos son pensadores premodernos. Algunos son modernos; entre ellos, suele ocurrir que a algunos se los asocie con la izquierda política, y a otros con la derecha. Sin embargo, como veremos, estas etiquetas no hacen justicia a estas figuras. Para nuestros propósitos, lo que importa es que incluso aquellos que vivieron más cerca de nuestro tiempo tenían un pie en el pasado. Se podría decir que otros están abiertos a una crítica premoderna de lo que vino después. Como ha señalado el académico medievalista C. F. J. Martin, «el gran beneficio que puede obtenerse de la lectura de autores premodernos es darse cuenta de que, después de todo, nosotros [los modernos] podríamos habernos equivocado»[13].

Ese es mi propósito principal: no ofrecer respuestas definitivas, extraídas de una tradición en particular, sino explorar la posibilidad de que nuestra filosofía contemporánea pueda estar equivocada en aspectos cruciales: que hayamos descartado demasiado apresuradamente los hallazgos del pensamiento tradicional y que hayamos espoleado con demasiada impaciencia el deseo de un total dominio humano.

La elección de la tradición (o tradiciones) seguramente irritará a algunos lectores. Los católicos familiarizados con mi trabajo como católico público podrían reprocharme el dar demasiada cancha a otras tradiciones (incluidas la judía, la protestante, la musulmana, la confuciana y la feminista) y, por lo tanto, acusarme de traicionar a la Tradición, con T mayúscula, que en la Iglesia romana es una fuente de autoridad muy específica. Por su parte, los cristianos no católicos y otros creyentes pueden ver en el libro un intento disimulado de empujarlos hacia Roma.

Ya he puesto sobre la mesa cuáles son mis compromisos, y no pretendo sugerir que todas las tradiciones sean igualmente válidas siempre que desafíen los resortes antitradicionales de la modernidad. Sin embargo, en nuestra situación actual, quienes siguen reflexivamente diferentes tradiciones pueden encontrar más en común entre ellos que cualquiera de ellos con la modernidad tecnocrática, liberal y secular.

En cuanto a los lectores escépticos o no creyentes, no trato de persuadirlos para que cambien sus opiniones sobre Dios. Al mismo tiempo, no puedo argumentar a favor de reconsiderar la tradición mientras de alguna manera esquivo a Dios. Cuando Dios aparece en el libro, lo hace no meramente como un hecho sociológico o histórico (algo así como «la gente ha creído X acerca de Dios con Y y Z consecuencias sociales, etcétera»), sino en su totalidad: este es el Dios de la tradición, el Dios que vive y nos reclama en nuestros días.

A cada paso, planteo una pregunta engañosamente simple y luego profundizo: esto es lo que la modernidad nos dice sobre este problema, o esta es la razón por la que la modernidad nos dice que esto no es un problema (cuando está claro que lo es). El pensamiento tradicional ayuda a revelar la profundidad de esos problemas. Y rastrearemos el desarrollo de la cuestión a través de la biografía de cada pensador, apoyándonos en el principio de que la grandeza de cualquier idea no puede apreciarse de verdad si la apartamos de las alegrías y agonías del mundo real, los triunfos y derrotas personales que dieron lugar a esas cuestiones.

No soy ni filósofo ni teólogo. Soy periodista y cuento historias. La mayor parte de este libro está dedicada a contar las historias de las grandes ideas y de los hombres y mujeres que las sacaron adelante, y a destacar las lecciones que podemos aprender de cada una de ellas. Al centrar de esta manera cada capítulo en la vida y obra de un gran pensador, me abstengo de cualquier pretensión de originalidad académica.

No todas las preguntas resonarán en todos los lectores. Si puedo llegar a incitar incluso a algunos de ellos a que piensen, habré logrado mi objetivo: revelar que el hilo que nos ata al pasado, aunque es realmente frágil, aún no se ha roto. No estamos tan desatados como podría pensarse.

[1] Mary Craig, “Blessed Maximilian Kolbe: Priest Hero of a Death Camp”, EWTN.com.

[2] “Saint Maximilian Mary Kolbe” (documental), producido por Servant Brothers of the Home of the Mother para HM Television, YouTube, 11 de Agosto de 2014.

[3] Jewish Virtual Library, “Maximilian Kolbe, 1894–1941”; véase también “Scholars Reject Charge St. Maximilian Was Anti-Semitic”, Jewish Telegraphic Agency, 3 de enero de 1983.

[4] Ann Ball, Modern Saints: Their Lives and Faces-Book One, Charlotte, NC: TAN Books, 2011, pp. 356-357.

[5]Ibid., 357.

[6]Ibid., p. 358.

[7] CRAIG, “Blessed Maximilian Kolbe”.

[8] Christopher O. BLUM, “Introduction”, en Critics of the Enlightenment: Readings in the French Counter-Revolutionary Tradition, Providence, RI: Cluny Media, 2020, p. xxix.

[9] Citado en ibid., p. xii.

[10] Joseph B. SOLOVEITCHIK, The Lonely Man of Faith, Jerusalem: Maggid Books, 2018, pp. 2 y 5.

[11]Ibid., pp. 81-82.

[12] Joseph RATZINGER, Introduction to Christianity, San Francisco: Ignatius Press, 2004, p. 53 [Introducción al cristianismo, Salamanca: Sígueme, 2016]

[13] C. F. J. MARTIN, Thomas Aquinas: God and Explanations, Edinburgh: Edinburgh University Press, 1997, p. 203; citado en Edward FESER, Aquinas: A Beginner’s Guide, London: Oneworld Publications, 2018, p. 2.

PRIMERA PARTE

LAS COSAS DE DIOS

PRIMERA PREGUNTA. ¿CÓMO JUSTIFICAS TU VIDA?

EL SENADOR DANIEL PATRICK MOYNIHAN (1927-2003) acuñó uno de los axiomas de la vida pública moderna al decir que «todo el mundo tiene derecho a tener su propia opinión, pero no sus propios hechos»[1]. Una generación más tarde, el comentarista conservador Ben Shapiro articuló algo similar con su valiente grito de batalla: «A los hechos no les preocupan tus sentimientos»[2].

A primera vista, la idea se nos presenta como plenamente razonable: en la medida en que nuestros sentimientos o sesgos reflejan nuestras volátiles pasiones, pueden distorsionar nuestra comprensión de la realidad. Por eso deberíamos tratar de desactivar esa volatilidad y basar nuestros juicios en la genuina verdad de las cosas, que puede hallarse en los fríos y descarnados hechos: las cifras del producto interior bruto, estadísticas de criminalidad, datos médicos, hechos históricos indubitables, y por supuesto los hallazgos de la ciencia básica.

No obstante, si se rasca la superficie de lo que parece algo de sentido común se encuentra debajo una afirmación filosófica que de ninguna manera está fuera de duda: a saber, que la verdad se limita a esos hechos; en otras palabras, a que solo se la puede observar mediante nuestros sentidos, medir con nuestros instrumentos y expresar en lenguaje matemático. Desde esta perspectiva, el resto de las proposiciones sobre la verdad no puede referirse sino a «valores», opiniones, mitos, emociones o supersticiones, elementos todos poco dignos de confianza.

Esta forma de equiparar estrictamente la verdad con los «hechos» corresponde a un desarrollo relativamente reciente en la historia de las ideas. Surgió hace aproximadamente cuatrocientos años a partir de las ciencias naturales, pero pronto llegó a colorear en general la postura ante la vida de la mayoría de las personas. Esta perspectiva científica no es en sí misma una afirmación científica, claro está, pero toma pie en el prestigio de la ciencia natural y cuenta con la lealtad de muchos de los principales científicos y divulgadores de la ciencia.

Por descontado, esos cuatro siglos han visto cómo sociedades tecnológicas avanzadas realizaban tremendos avances en el dominio del funcionamiento físico de la naturaleza. Pero las desventajas también deberían ser obvias a estas alturas: la reducción de la verdad a hechos ha degradado muchos de nuestros debates públicos, convertidos en resentidas y cansinas contiendas sobre quién puede reunir la mayor cantidad de datos, o quién puede reformular mejor las afirmaciones políticas o filosóficas como afirmaciones pseudofácticas («Brexit equivale a desastre, dicen los expertos»). La gran guerra de los hechos nos atrinchera en una estrecha gama de cuestiones y estadísticas, y ya no damos un paso atrás para examinar nuestros sistemas políticos en su conjunto. Nuestro discurso rara vez llega a plantear preguntas sobre cuál deberíaser la forma, la naturaleza y el fin de nuestra sociedad.

Cuando hablamos de la belleza, el amor, la gracia, las virtudes, etcétera —las cosas que dan sentido a la vida y hacen que valga la pena—, manejamos lo aparentemente no fáctico. Ni que decir tiene que estas cosas son del todo reales, pero no pueden entenderse correctamente utilizando el método científico. De ahí que las disciplinas académicas que tratan estos temas se consideren de alguna manera provisionales o de segunda categoría; desde este punto de vista, la búsqueda del conocimiento «real» tiene lugar en las inmediaciones de los departamentos de ingeniería, química, biología, informática, física y astronomía.

Pero si el amor, la gracia y otras experiencias «subjetivas» parecidas son tan poco fiables como afirman los defensores de la perspectiva científica, ¿qué nos queda para ayudarnos a seguir adelante? ¿Pueden los hechos decirnos por qué debemos seguir viviendo cuando nos enfrentamos a momentos de desesperación existencial? ¿Puede la investigación científica responder por qué, para los humanos, el ser es preferible al no ser? ¿Por qué deberían pensar mis hijos que vale la pena seguir viviendo? ¿Por qué habrían de hacerlo usted y los suyos? En resumidas cuentas, ¿puede el lenguaje de los «hechos» justificar nuestras vidas?

EL BIEN DE LA HUMANIDAD Y TODO ESO

En un viaje en el que recorre a pie Inglaterra, Elwin Ransom, un estudioso de las lenguas de la Universidad de Cambridge, va a parar a una finca en el campo de aspecto inquietante, aparentemente desierta. La puerta está cerrada. Pero es tarde, Ransom tiene sed y está agotado, y además una anciana que había conocido anteriormente durante su viaje le había implorado que encontrase a su hijo, un chico con discapacidad intelectual que trabajaba como sirviente en la finca.

Nadie contesta cuando Ransom toca el timbre, y si no se marcha es porque de repente oye a hombres que luchan y gritan; el ruido proviene de algún lugar detrás de la casa. Corre para seguir el sonido hasta su origen y encuentra a tres hombres peleando afuera, aunque en la oscuridad apenas puede decir qué hacen aquellas siluetas. Una de las voces grita: «¡Deja que me vaya! ¡No pienso entrar allí!». Ransom supone que debe ser el hijo de la anciana, el que le pidió que encontrase. Los otros dos hombres, uno musculoso y el otro no tanto, parecen estar agrediendo al chico de alguna manera.

Cuando el profesor se presenta como Ransom, sorprende por completo al más pequeño de los dos matones, un hombre llamado Devine, que resulta ser un excompañero del profesor en el instituto. A Ransom nunca le había gustado aquel canalla. Devine y el otro matón, llamado Weston, dejan lo que sea que estuviesen haciendo e invitan a Ransom a la finca para que descanse y se tome una copa. Luego proceden a drogarlo, lo meten en una nave espacial escondida en su patio y despegan.

Destino: el planeta Malacandria.

Así empieza Lejos del planeta silencioso, el clásico de ciencia-ficción que C. S. Lewis publicó en 1938[3]. La novela, como las otras dos de la Trilogía cósmica a la que dio comienzo, es una muestra del poder especulativo que la ficción tiene para explorar ideas filosóficas y criticar las tendencias del mundo real. En manos de Lewis, la ciencia ficción dejó de ser una bagatela juvenil y se convirtió en literatura seria al servicio del pensamiento serio.

Lewis comenzó a desarrollar la historia a finales de los años treinta, alentado por su amigo y compañero y catedrático de Oxford, J. R. R. Tolkien. La ciencia ficción de la época promovía una visión entusiasta y poco crítica de la ciencia entonces en boga. Como ha escrito el biógrafo de Lewis, Alister McGrath, escritores como H. G. Wells «recurrían a narrativas ficticias para argumentar que la ciencia es profeta y salvadora de la humanidad, nos dice lo que es cierto y nos salva de nuestros más arduos aprietos»[4]. Wells, por ejemplo, imaginó una utopía extraterrestre en la que la educación científica ampliamente difundida había vuelto completamente obsoletos al gobierno, la política y la fe (Los hombres dioses, 1923). Wells escribió también una «historia» ficticia del futuro en la que un estado mundial ilustrado y adorador de la ciencia libera a la humanidad de la guerra y el caos al abolir toda religión organizada; se llegaba al punto de clausurar La Meca y otros lugares sagrados musulmanes y gasear al papa y toda la jerarquía católica (La forma de lo que está por venir, 1933).

A Lewis le preocupaba que la ciencia ficción «exagerase» los beneficios de la ciencia y fuese «ingenua en cuanto a sus aplicaciones», y que «los triunfos de la ciencia pudieran haberse adelantado a los desarrollos éticos necesarios para proporcionar el conocimiento, la autodisciplina y la virtud que la ciencia necesitaba»[5]. Si una novela podía impulsar el fomento de la ciencia, se preguntaba Lewis, ¿no podría también usarse para poner en duda el triunfalismo de la ciencia que por entonces cobraba fuerza en Occidente?

Lejos del planeta silencioso y sus dos secuelas fueron su respuesta a esa pregunta. El villano del libro, Weston, es el prototipo de científico-ideólogo de la época. Su compinche, Devine, lo presenta como «El gran Weston. Ya sabes. El gran físico. Brinda con Einstein y se desayuna una pinta de la sangre de Schrödinger». Devine es solamente una especie de burdo especulador: «Estoy poniendo un poco de dinero en algunos experimentos que él maneja. La cosa es sencilla: la marcha del progreso y el bien de la humanidad y todo eso, pero tiene un lado industrial»[6]. Weston es mucho más siniestro. Cree a pies juntillas que los hechos científicos, del tipo producido por experimentos repetibles, son el único tipo de conocimiento que vale la pena buscar; de hecho, el único tipo de conocimiento digno de ese nombre. Y es total y fríamente amoral.

Una vez que Ransom se recupera a bordo de la nave espacial del aturdimiento al que le indujeron las drogas, Weston le cuenta a su prisionero cuáles son sus planes. El objetivo final, le dice a Ransom, es nada menos que la conquista total del tiempo y la naturaleza a través de la exploración y posterior colonización del espacio: «El infinito, y por lo tanto la eternidad, se va a poner en manos de la raza humana»[7]. Y si tal conquista exige la muerte de uno o incluso un millón de inocentes, que así sea. Weston y Devine no tienen reparo alguno en secuestrar a Ransom y llevarlo contra su voluntad a otro planeta.

El profesor empieza a percatarse de que allí lo sacrificarán de alguna manera, que lo usarán para apaciguar a los aterradores habitantes nativos del planeta, llamados sorns, con miras a colonizar finalmente su mundo y extraer sus recursos minerales. Si Ransom no hubiese caído en manos del peligroso dúo, habrían tomado a su sirviente. «En una comunidad civilizada», declara Weston con gélido convencimiento, niños así «serían entregados automáticamente a un laboratorio estatal con fines experimentales»[8].

Pero, ¿acaso no prohíbe una ley moral, como la registrada en los libros antiguos que Ransom estudia para ganarse la vida, tal inhumanidad? No para Weston, y no, sugiere, para la élite científico-filosófica a la que él representa. «Todas las opiniones cultas —porque yo no llamo cultos a los clásicos y la historia y toda esa basura— están completamente de mi lado»[9].