Fulgor y muerte de las Cajas de Ahorros - Emili Tortosa Cosme - E-Book

Fulgor y muerte de las Cajas de Ahorros E-Book

Emili Tortosa Cosme

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Beschreibung

Siete años después del inicio de la crisis financiera, este libro da testimonio del fulgor y muerte de las cajas de ahorro españolas. Un terremoto inmobiliario las sacudió y han seguido un nuevo camino de bancarización, facilitando su entrega a los operadores financieros privados. En la reconversión, gran número de entidades se reflotaban con dinero público mientras salían a la luz errores de gestión, créditos dudosos, sueldos de escándalo de sus directivos, presentando el conflicto financiero casi desde una perspectiva bélica. La segunda recesión, provocada por la falta de financiación a las pymes, ha llegado a tildarse de hito insólito en el sistema financiero español desde la guerra civil de 1936. Lo que hace pensar que nos encontramos ante una crisis de valores, pues se está intentando revestir de una falsa apariencia financiera el origen de esta gran recesión cuando la causa de la crisis no es financiera sino política.

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Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, de ninguna forma ni por ningún medio, sea fotomecánico, fotoquímico, electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso de la editorial. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

© Emili Tortosa Cosme

© De la presente edición:Publicacions de la Universitat de València, 2015

Imagen de la cubierta:Alexander Rodchenko, Composición (1918)Publicacions de la Universitat de Valènciahttp://[email protected]

DiseñoInmaculada Mesa

MaquetaciónCelso Hernández de la Figuera

ISBN: 978-84-370-9781-7

ÍNDICE

Introducción

1.¿CÓMO HEMOS LLEGADO A ESTO?

Del ahorrador de confianza al cliente engañado

De la hipoteca al pelotazo

Del crédito a las pymes a la burbuja inmobiliaria

Hipotecas y desahucios

2.PECULIARIDADES EN ORIGEN

Los montes de piedad

Vinculación al territorio y carácter social

Ley Fuentes Quintana, victoria pírrica

La Obra Social, su modernización y declive

3.UN ESPLENDOR ARRIESGADO

Cuando las cajas llegaron a ser la mitad del sistema bancario

La bancarización de las cajas de ahorros

La huida hacia adelante

4.JACK REVELL, UNA PREMONICIÓN

La fusión imposible

O te fusionas o te intervengo

5.LOS PROBLEMAS DE LA PROPIEDAD

Bancos sin accionistas

¿De quién son las cajas de ahorros?

6.LOS PROBLEMAS DE GOBIERNO

Los impositores, ¿son papel ficticio?

Una representación anómala

7.LOS PROBLEMAS DE GESTIÓN

Profesionales contra políticos

Las autonomías: una tesorería imposible

Directivos sin control

El supervisor indolente

8.EL HUNDIMIENTO

Cajas reconvertidas y cajas fracasadas

Intervención, nacionalización y subasta

Lo que hemos perdido

Referencias bibliográficas

A Lola

Agradecimientos

A Merche Fraguas Solé «in memoriam», y a todas las personas de las cajas que a lo largo de una historia de casi 180 años han trabajado por hacer felices a las personas. Por ayudarme a entender que la realidad solo existe si alguien nos recuerda que alguna vez fue cierta, por no dejarme solo con la memoria de toda una vida.

Mi reconocimiento a Adolf Beltran Català, por su gran ayuda profesional en la constatación de la realidad de las cajas de ahorros.

A Bernat Tortosa Ausina, sin él este libro no hubiese sido posible.

A Ana María Fuertes Eugenio, por su colaboración en la clara transcripción del arriesgado vuelo de las cajas, fugaz esplendor de una bancarización malinterpretada.

A los miles de personas desahuciadas, a las personas estafadas con las preferentes, a las familias que no llegan a final de mes, a los millones de jóvenes combatientes en precariedad laboral, a las personas excluidas financieramente. A todos ellos por esperar lo inesperado y por querer verlo llegar, aun cuando, ahora que nos sabíamos todas las respuestas, nos hayan cambiado todas las preguntas. Por reunirnos con las palabras: mitad de quien las pronuncia o escribe, mitad de quien las escucha o lee.

No cesaremos en la exploracióny el fin de todo nuestro explorarserá llegar a donde empezamosy conocer el lugar por primera vez.T.S. Eliot, Four Quartets (1936-42) (Versión de Graciela Arana)

INTRODUCCIÓN

Os escribo a vosotros, jóvenes, porque sois fuertes

(Primera epístola de San Juan).

Os preguntareis por qué escribo este libro que pretende ser testigo de la historia más próxima y más reciente. Testigo del fulgor y muerte de las cajas de ahorro españolas, un proceso que ha funcionado como una crónica de desesperación, experimentado con gran intensidad y dureza en la cuenca del Mediterráneo. Aquí han desaparecido cajas líderes como Bancaja y Caja de Ahorros del Mediterráneo (CAM), así como otras entidades de capital valenciano tan importantes como el Banco de Valencia.

He pasado 43 años trabajando en Bancaja (ingresé como botones el 23 de abril de 1956, cuando todavía era la Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Valencia, y salí siendo director general) y he pasado, después, quince años como observador de lo que ha acabado en una debacle financiera, revistiéndome de autoridad moral para gritar en nuestra maltratada lengua: «Això farà un esclafit». Sistemáticamente las cajas se han convertido en bancos mediante un proceso de restructuración financiera, con un soporte legal aprobado en el Parlamento estatal por encima de los gobiernos autonómicos. Una economía del dolor ha cerrado en Bankia 1.000 oficinas y puesto en la calle a 6.000 empleados.

Escribo esto en el momento en que dos cajas que eran amigas (Bancaixa y Caja Madrid) han dejado de serlo, cuando la más débil (aparentemente) ha encontrado su proceso vital destruido frente a la madrileña, que ha venido funcionando como un elefante en una cacharrería. Ambas entidades tenían un denominador común: las controlaba el PP. Caja Madrid era la más antigua de España y fue gestionada a través de los años por personas con mucha cordura (como dirían en mi tierra «gent amb molt de seny») como los presidentes Felipe Ruiz de Velasco y Jaime Terceiro, directores como Mateo Ruiz Oriol (presidente mundial de establecimientos pignoraticios o Montes de Piedad) y secretarios generales como Ángel Montero Pérez. Personas como ellos contribuyeron a desarrollar el movimiento de cajas en España.

La antigua Caja de Valencia, Castellón y Alicante, antes Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Valencia, que se transformó en Bancaixa («una banca que nos une»), salió de la obsolescencia y buscó y encontró el camino de la reforma siendo presidida por José María Simó, quien supo rodearse del mejor equipo posible. La reciente inoperancia de Madrid no ha permitido retomar aquella amistad, reflejo de una banca que unía a las personas y no las separaba, menos aún las enfrentaba. En otro tiempo, unos y otros supieron desarrollar un plan de expansión por la casi totalidad de la península ibérica. Algunos pusieron su vida en el empeño y otros formaron parte de las voces críticas.

A veces me siento como un vendedor de ética que pretende cambiar el curso de las cosas. Mi vida ha sido compartida por muchos hombres y mujeres que han creído que existe otra forma de hacer banca, una forma que está todavía por descubrir. Y son los que labraron la década prodigiosa que permitió la consolidación de las nuevas clases medias de este país.

Han pasado más de siete años desde el inicio de la crisis financiera que, sin previo aviso, se ha llevado por delante casi todo el sector de las cajas de ahorros españolas. Recuerdo cuando me presentaron, algún tiempo antes de la crisis, al periodista Ínigo de Barrón, que trabajaba en el periódico Expansión y quería conocerme y hablar sobre las cajas en aquellos años que vivimos peligrosamente entre el viejo y el hoy ya no tan nuevo milenio. Tenía especial interés en conocer mi opinión sobre la posible fusión Bancaja-CAM (como gran eje mediterráneo de la Comunidad Valenciana), convencido de que era inminente. Tomamos una copa en Madrid, por el Paseo de Recoletos: descubrí a un gran periodista que también votaba por dicha fusión y que años más tarde trabajaría en el área de economía del diario El País como especialista en información financiera.

Las referencias a dicho cronista de la realidad y a la persona que me lo presentó, Ángel Montero, uno de los mejores profesionales de las cajas españolas, que se enfrentó a Isabel Carrasco en defensa de los intereses de su entidad, y no de otros (Carrasco, tristemente asesinada en mayo de 2014 siendo presidenta de la Diputación de León, era consejera de Economía y Hacienda de la Junta de Castilla y León por aquel entonces), me sirven para dar testimonio de las personas que humanizaron el mundo de las cajas y para aproximar con este libro lo ocurrido a la vida cotidiana, que a veces parece escurrirse entre los dedos. La vida de las cajas también es la vida de las personas. Ángel Montero, hombre de cajas, creyó en su proyecto hasta las últimas consecuencias y acabó siendo engullido por el propio sistema al confrontar el poder político con el financiero.

En 2001, Montero acababa de ser destituido como director general de Caja España, a pesar de haber contado con el apoyo del propio Banco de España. Provenía de la Inspección de dicho banco central, supervisor del sistema bancario español, donde dependía de él, entre otras cosas, la Obra Social con la desinteresada colaboración de personal jubilado de Caja Madrid. Mi amigo Ángel moriría pocos meses después de su cese en Caja España a consecuencia de un infarto cerebral. Le escribí una «elegía» que publicó Expansión gracias a las gestiones de Ínigo de Barrón. Parafraseando al escritor Stefan Zweig, narrador austríaco fascinante y gran defensor del espíritu europeísta de principios del siglo XX: «…si con nuestro testimonio logramos transmitir a la próxima generación aunque sea una pavesa de sus cenizas, nuestro esfuerzo no habrá sido del todo vano». Durante los últimos seis años, De Barrón, junto a otros periodistas, ha sido testigo y cronista de una muerte anunciada, la de «la destrucción y desaparición de gran parte del tradicional y consolidado sistema de cajas de ahorros, con una trayectoria de 150 años de vida media» (El hundimiento de la banca, I. De Barrón, 2012). Las cajas se han caracterizado por su proximidad, despertando simpatía y familiaridad entre los clientes y el pueblo en su conjunto, que se ha visto decepcionado (en el mejor de los casos) ante los sucesos que han llevado a la práctica extinción de dichas entidades.

En la memoria quedarán 180 años de esplendorosa vida de las cajas de ahorro, que evolucionaron de ser Montes de Piedad a transformarse en unas entidades financieras que llegaron a copar más del 50% del sistema financiero español y hoy se han convertido en bancos. Mientras fueron eficientes, las cajas no se tocaron. Pero la eficiencia se acabó y un terremoto inmobiliario las sacudió, y han seguido un nuevo camino para revestirse como los bancos, provocando un proceso de fusiones y facilitando, bajo la mirada del Banco de España, su entrega a los operadores financieros privados, con el objetivo de controlar el mercado financiero.

En el proceso de reconversión, planeado como respuesta a las primeras quiebras de las cajas, simultaneado con la aparición de nueva legislación y continuas pruebas de estrés y precedido por una enorme burbuja inmobiliaria, se reflotaban con dinero público un gran número de entidades, mientras salían a la luz errores de gestión y operaciones de ocultación de créditos más que dudosos; también se desvelaban cifras sobre sueldos de escándalo de sus directivos, presentándose así el conflicto financiero casi desde una perspectiva bélica. La segunda recesión, provocada por el cierre del grifo de la financiación a las pequeñas y medianas empresas, ha llegado a tildarse de hito insólito en el sistema financiero español desde la guerra civil de 1936.

Lo que me lleva a confirmar que no nos encontramos ante una crisis económica, sino ante una crisis de valores, pues se está intentando revertir el fondo social de la cuestión y revestir de una falsa apariencia financiera el origen de esta gran recesión desde las instituciones de gobierno, supuestamente representativas de toda la ciudadanía, cuando la causa de la crisis no es financiera sino política. A nivel local, duele conocer el dato demoledor de los miles de despidos provocados por la absorción y desaparición de las dos principales entidades financieras de la Comunidad Valenciana, las extintas Bancaixa y CAM, que ocupaban el tercer y cuarto puesto, respectivamente, en el ranking de cajas de ahorros españolas, y que han sido engullidas por el sistema (con el pírrico consuelo de mantener su sede social en tierras mediterráneas). O el hecho de que se contabilicen por miles las familias desahuciadas en nuestro territorio o que más del 60% de las familias valencianas cuenten con menos de 1.500 euros al mes de ingresos. Dicho dolor lo manifesté públicamente ante el presidente de Bankia, José Ignacio Goirigolzarri, en la interesante conferencia sobre planificación estratégica que bajo el título de «Bankia, trabajando desde los principios» ofreció en la clausura de un seminario de Etnor (Fundación para la Ética de los Negocios y las Organizaciones) desarrollado en la Fundación Bancaixa.

La inexistencia de voluntad política alimenta la visión de un determinismo económico en el que no hay más alternativas que seguir los designios estipulados por el mercado financiero. Si aceptamos la división de la sociedad entre los que tienen y los que no, entre países que se desarrollan y otros que no, ante el hecho de que sea en los primeros donde se observan las consecuencias y efectos de la crisis, habremos de aceptar la idea de que, dado que los estados podrían y deberían plantar cara para ser los rivales del mercado, se está forzando su reducción de tamaño a base de politizar la deuda contraída con el capital financiero, grupo de poder que se hace todavía más real al decidirse desde las instituciones políticas el rescate de la banca sin condicionarlo a la recuperación del crédito y sin abrir un debate real sobre la creación de una banca pública que garantice dicho capital.

1.

¿CÓMO HEMOS LLEGADO A ESTO?

Un gran tsunami se llevó por delante entre los años 2008 y 2012 las cajas de ahorros en España, transformadas en bancos, nacionalizadas, subastadas y adjudicadas al mejor postor. De hecho, lo que se entendía por una caja de ahorros, ese modelo de institución de crédito sin ánimo de lucro y carácter fundacional que destina parte de sus ganancias a la realización de obras sociales, ha dejado prácticamente de existir entre nosotros.

¿Y cómo ha ocurrido? ¿Por qué la profunda sacudida de la crisis ha tenido en estas instituciones su efecto más polémico y devastador, con pequeños impositores indignados por sus ahorros perdidos en productos híbridos como las cuotas participativas, las participaciones preferentes o las obligaciones subordinadas; con directores generales, presidentes, consejeros y ejecutivos desfilando por los juzgados; y con decenas de miles de millones de euros destinados a recapitalizar balances y reflotar entidades fundadas hace más de dos siglos?

Bankia, el gigante de la crisis del sector financiero español, producto de la fusión de Caja Madrid, Bancaja y otras entidades de menor tamaño, como Caixa Laietana y las Cajas de Canarias, La Rioja, Ávila y Segovia, se parece poco al estadounidense Lehman Brothers, un enorme banco de inversiones, pero sus respectivas bancarrotas forman parte de una misma convulsión, de una crisis económica mundial que en Europa se ha cebado con especial furor en los países en crecimiento más frágil y especulativo, como Grecia, Irlanda, Portugal o España. Y así como Estados Unidos vio caer, al inicio de la crisis financiera, medio centenar de bancos, compañías hipotecarias y aseguradoras, en España se han nacionalizado instituciones quebradas como Caja Castilla-La Mancha, CajaSur, Caja del Mediterráneo (CAM), Nova Caixa Galicia, Caixa Catalunya, Unnim y Bankia. Y se han inyectado ayudas públicas para rescatar a otra muchas.

Las hipotecas subprime, que han quedado fijadas en la imaginación colectiva como el detonante de la crisis financiera que en 2007 anunció la gran recesión posterior, no jugaban, pese a la globalización de los mercados, un papel relevante en el sistema financiero español, como se apresuraron a informar en su día las autoridades económicas. Ahora bien, en nuestro país había otros activos tóxicos, fundamentalmente las hipotecas impagadas y los créditos fallidos a promotores y constructores. La burbuja inmobiliaria reventó llevándose por delante las cajas de ahorros. O una buena parte de ellas, porque sería injusto no hacer distinciones entre las que han salido más o menos indemnes del proceso de bancarización y las que se han hundido con él.

Para hacernos una idea del problema de fondo basta señalar que, cuando estalló la burbuja (2007), el parque de viviendas disponibles estimado en el mercado español alcanzaba el millón y medio (unas 612.000 terminadas, 384.000 en construcción y 520.000 de segunda mano, en venta o alquiler). Sin duda, la estrecha vinculación de las cajas de ahorros al crédito hipotecario las convirtió en presa fácil de esa quimera del oro en que se convirtió la vida colectiva en los primeros años del siglo XXI. Pero la crisis inmobiliaria no resultaba algo nuevo para esas entidades. Al menos no tan nuevo como para pillarlas desprevenidas.

Quienes hemos participado en la gestión de alguna caja de ahorros recordamos las dificultades que causó la anterior crisis bancaria y los apuros que hubo que pasar para superar los procesos de desinversión ordenados por el Banco de España en los años ochenta. Las crisis bancarias son cíclicas y en esos años las entidades financieras sufrieron una falta de solvencia que afectó a 51 bancos y cajas que manejaban casi 10.000 millones de euros, tenían 36.000 empleados y disponían de 2.600 oficinas. Durante ese período se vieron afectados, además de los 17 bancos de Rumasa que fueron expropiados, los bancos de Valladolid, Meridional, de Navarra, Catalán de Desarrollo, Industrial del Mediterráneo, de Promoción de Negocios y Occidental, la Banca López Quesada y las cajas municipales y provinciales de Cáceres, Huelva, Ceuta, Provincial de Valencia y Alicante, Caja España, Unicaja, Ibercorp y Banesto.

Conociendo los resultados de la crisis anterior y, teniendo en cuenta las probabilidades de que algo así pudiera volver a ocurrir, ¿por qué no se diversificó más el negocio?, ¿por qué se propició de nuevo la concentración en el sector del ladrillo y la dependencia excesiva de los mercados de crédito mayoristas que alimentó la expansión de las entidades y acabó siendo su perdición? ¿Falló la voz de la experiencia o se ignoró lo que enseñaba una historia no demasiado remota? ¿Se perdió la memoria o el sentido común?

Es fácil pedir explicaciones a posteriori, desde luego. Pero se trata de un ejercicio insoslayable cuando la sociedad, sacudida por niveles de paro alarmantes (5.933.300 parados y tasa de desempleo del 25.93% según los datos publicados por el INE en abril de 2014) y políticas de recortes y de austeridad que socavan la prosperidad alcanzada por amplios sectores, dirige su malestar hacia gobernantes, políticos y banqueros. Por lo que se refiere al sector financiero, que el crédito no fluya hacia las empresas y las familias es uno de los factores del círculo vicioso en que se ha convertido la crisis. Y el enorme coste social se refleja en decenas de miles de pequeños ahorradores que se sienten estafados, así como en el drama humano de los desahucios, pero también en la envergadura de las aportaciones de dinero público para la reestructuración y el rescate.

Por centrarnos solo en las dos grandes cajas de ahorros valencianas, la intervención de la CAM supuso un desembolso de 5.249 millones de euros por parte del Fondo de Garantía de Depósitos, mientras que el Banco Financiero y de Ahorros, matriz de Bankia, en el que se integró Bancaja, necesitó una inyección de 22.424 millones de euros, de los cuales, 4.465 millones provenían del Fondo de Reestructuración Ordenada Bancaria (FROB) y 17.959 millones del rescate europeo. Tras su nacionalización, la CAM fue vendida al Banco Sabadell y Bankia fue puesta en manos de José Ignacio Goirigolzarri, directivo de la banca privada procedente del BBVA, con el fin de convertirla en una institución atractiva para ser vendida en el mercado. En el momento de redactar estas líneas, Bankia ha empezado a sacar a Bolsa parte de las acciones para devolver la entidad al sector privado.

Si nos fijamos en otras entidades, solo el rescate de Caixa de Catalunya, convertida en Catalunya Banc, costó a los contribuyentes 11.839 millones de euros. Su venta por 1.187 millones de euros al BBVA en la subasta convocada por el FROB, confirmó en julio de 2014 las proporciones de su reestructuración. Los costes de dichos rescates han resultado ingentes, tanto desde el punto de vista económico como desde la perspectiva social. ¿Quién lo iba a decir solo diez años antes, cuando las cajas de ahorros, en pleno fulgor, llegaron a representar el 54% de la suma de créditos y depósitos del sistema bancario español?

La reforma Fuentes Quintana del año 1977 eliminó restricciones geográficas y de funcionamiento, así como limitaciones de activo y pasivo a las cajas de ahorros, obligando a dedicar el 50% de los excedentes a reservas antes de dotar a la Obra Social; definió los órganos de gobierno con la representación de impositores, de entidades de relieve, de la entidad fundadora, de entidades locales y del personal en la asamblea; dio facultades al director general para suspender acuerdos del consejo y equiparó funcionalmente a las cajas con los bancos, permitiendo además una expansión territorial hasta entonces restringida. Aquella reforma abrió en 1977 una nueva era para estas entidades ya que, a partir de entonces pudieron actuar como lo hacían los bancos. Más de tres décadas después, tras una evolución espectacular de su presencia en el mercado crediticio han salido de la crisis convertidas en bancos, o absorbidas por ellos. ¿Cómo hemos llegado a esto?

¿Tienen razón los que atribuyen el fracaso de la gestión de las cajas a la dependencia del poder político, reforzada por la LORCA (Ley de Órganos Rectores de las Cajas de Ahorros), de 1985, que dio entrada en sus asambleas y consejos a los nuevos gobiernos autonómicos, que primó la representación de los ayuntamientos sobre los impositores y los empleados y eliminó el derecho de veto de los directores generales? ¿Se debe a que esa reforma permitió la profesionalización de los presidentes, dando luz verde a su posible función ejecutiva, o al estatus jurídico indefinido de las cajas de ahorros? ¿Tiene la falta de una propiedad clara, la ausencia de accionistas, algo que ver con la deriva que han experimentado? ¿Debió emprenderse antes su transformación en bancos comerciales convencionales, tal y como se hizo en Italia con la Ley Amato?

Muchas de estas preguntas y de sus eventuales respuestas están viciadas por apriorismos ideológicos. Las cajas de ahorros, a grandes rasgos, han sido víctimas de los mismos problemas que han afectado a tantas y tantas empresas y corporaciones sacudidas por el temporal de la crisis: falta de liquidez, escasez crediticia, crisis de los mercados, sobrevaloración del producto y eso que en términos económicos se denomina «exceso de capacidad instalada».

Su cercanía a la economía de la calle convirtió a las cajas de ahorros en un agente de primera magnitud, extendió, como había ocurrido con la prosperidad y el desarrollo, los vicios que las llevarían a la catástrofe y las convirtió también en víctimas de la crisis. Volver la mirada hacia los orígenes, hacia aquello que caracterizó a estas instituciones tan arraigadas inicialmente en la vida de sus pueblos y comunidades, repasar la evolución de sus mecanismos, sus actitudes y su funcionamiento, tal vez pueda explicar lo que ha pasado. Y puede que permita discernir qué hay que atribuir a errores humanos o de cálculo, qué a excesos o incluso a irregularidades delictivas en su gestión, y qué a defectos en su diseño.

Porque las cajas tuvieron una década prodigiosa, la comprendida entre los años 1990 y 2000, en la que supieron aprovechar la crisis bancaria y las fusiones para ganar cuota de mercado. Como, por ejemplo, las del Bilbao con el Vizcaya, del Santander con el Banco Central Hispano, del Urquijo con Caisse Depots, del Sabadell con el Banco Herrero, o del Banco de Valencia con el Banco de Murcia. Apostaron por el mercado doméstico mientras otros emprendían aventuras internacionales, como el BBVA y el Santander; recogieron gestores profesionales de la banca y crecieron económicamente con la clase trabajadora, que se convirtió en su mayoría en una clase media del Estado del bienestar.

Una acertada política de fusiones, la aplicación del foco sobre sectores como las pymes o la banca privada y la gran capilaridad de sucursales, con uno de los mayores ratios de cajeros por habitante de Europa (entre 2000 y 2008 pasaron de 19.268 a 24.895, para caer a 22.649 en 2010, mientras los cajeros automáticos de los bancos pasaron de 15.811 en 2008 a 15.227 en 2010), fueron algunos de los componentes del éxito. Las cajas también se subieron a la ola inmobiliaria e hicieron del préstamo hipotecario un producto estrella, al tiempo que formulaban alianzas con promotores, a través de programas de actuación integrada (PAI) o proyectos de actuación urbanística.

Y precisamente por aquí empezaron sus problemas a partir de 2007. La crisis atacó con gran virulencia a las cajas como consecuencia de los desequilibrios que arrastraban de la época de bonanza económica. La estrategia de crecimiento rápido en el sector inmobiliario, con una alta concentración de riesgos en la construcción, la promoción y la compra de viviendas, se sumó a otros factores. Así, se acentuaron problemas como las debilidades de la estructura de gobierno, que condicionaban la profesionalidad de la gestión; las peculiaridades de la forma de propiedad; los compromisos políticos que obligaban a financiar el sector público; las inversiones voluminosas y arriesgadas; la apertura de oficinas fuera del territorio tradicional con la compra de locales incluida; la morosidad endémica, superior al 14% (eso ocurrió más tarde, en el 2007 debía rondar el 8%); la falta de recursos propios (agravada por los acuerdos de Basilea, que elevaban la exigencia de capitalización del 8% al 10%) y, en definitiva, la falta de liquidez. Las cajas de ahorros dejaron de ser eficientes.

Por primera vez en su historia, las cajas de ahorros aparecían como un problema y no como parte de la solución de la crisis. La Unión Europea puso como requisito para el rescate del sector financiero español la condición de bancarizar las cajas y los costes han sido muy altos, dado que la situación requirió intervenciones de recapitalización y reestructuración (a través del FROB). La reforma legal de 2010 fue el aldabonazo para las intervenciones públicas, que exigían la recapitalización condicionada a la reestructuración y estipulaban que, para solucionar las debilidades y carencias, había un menú sobre el que las entidades podían escoger. En la práctica, fue el momento de los sistemas institucionales de protección (SIP) o fusiones frías.

Al final, solo dos entidades, Caixa Ontinyent y la Caja de Pollença, salieron del proceso siendo propiamente cajas de ahorros, con restricciones para que se dedicaran únicamente al negocio minorista. Otras entidades «sanas», como Ibercaja, Unicaja, La Caixa y las tres cajas vascas (Kutxa, BBK y Caja Vital) crearon bancos e iniciaron el proceso de convertir su anterior estructura de cajas en fundaciones bancarias, que en vez de asambleas tendrán patronatos para gestionar la antigua Obra Social. El resto se convirtieron en bancos desgajados de su Obra Social.

Mantenerse como cajas de ahorros solo persigue un objetivo: conservar la Obra Social. Pero, en teoría, para eso no hace falta seguir siendo cajas, basta con crear una fundación. Entonces, ¿qué podemos decir que se ha perdido con la desaparición de las cajas de ahorros? ¿Y por qué?

Del ahorrador de confianza al cliente engañado

Contaré al lector una experiencia vivida en Bocairent, el verano de 1967, en forma de película cinematográfica al estilo de Una historia verdadera, de David Lynch. Llevaba más de un año al frente de la sucursal de la Caja de Ahorros de Valencia, de reciente instalación, cuando un vecino mostró interés en hablar conmigo. Nos sentamos en el pequeño despacho de la sucursal y el visitante se quitó el abrigo para mostrarme el contenido de una caja de zapatos. La caja estaba a rebosar de billetes de mil pesetas, apretados y bien ordenados. «La caja se queda aquí. Usted cuenta el dinero y nos aconseja cómo ingresarlo», me dijo sin más. Esto es confianza.

Como dice Francis Fukuyama en Trust: «La confianza es la expectativa que surge en una comunidad con un comportamiento ordenado, honrado y de cooperación, basándose en normas compartidas por todos los miembros que la integran». Estas normas engloban también códigos de comportamiento que constituyen lo que se conoce como capital social. «El capital social consiste en una capacidad fundamentada en el predominio de la confianza en una sociedad o en alguno de sus aspectos. No basta con que los miembros de una comunidad esperen un comportamiento corriente. En numerosas sociedades donde el comportamiento es corriente pero no honrado, se espera que la gente engañe constantemente a los demás, y esto provoca un déficit de confianza. El capital social difiere de otras formas de capital humano en tanto que suelen crearlo y transmitirlo mecanismos sociales, como la religión, la tradición o los hábitos históricos. El capital social, el crisol de la confianza esencial para la salud de una economía, descansa sobre pilares culturales» (Fukuyama, 1998).

Así como un motor necesita de combustible para su funcionamiento, las necesidades de las cajas de ahorros se plasmaban en una demanda de capital que incrementara el nivel de recursos propios de las entidades financieras. La transformación de las cajas en fundaciones de carácter especial a través de la segregación de su actividad financiera y benéfico-social, traspasando la primera a otra entidad de crédito a cambio de acciones y manteniendo la segunda como actividad central de la propia fundación, fue supervisada por el Banco de España y regulada mediante cuatro activos financieros: acciones, cuotas participativas (inicialmente tan solo aplicadas por la Confederación Española de Cajas de Ahorros y la CAM de acuerdo a lo dispuesto por el decreto ley 11/2010), cuotas preferentes, y subordinadas.

Y ocurrió, a partir de 2007, pero de manera masiva ya en 2009, después de tiempos de vino y rosas, cuando muchas entidades financieras comenzaron a no tener el capital necesario para subsistir y a sufrir problemas para obtener liquidez por otros medios, que iniciaron la comercialización de las preferentes a sus propios clientes particulares a través de su misma red de sucursales. Estos activos se colocaron como si fueran productos de renta fija segura y con rentabilidad, pese a que la misma Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV) advirtió que se trataba de un producto financiero «complejo y de riesgo elevado» en los trípticos informativos obligatorios que hizo circular pos los canales de rigor. El problema con dichos activos derivó de unas ventas sesgadas y de una divulgación informativa orientada hacia el beneficio propio de las entidades financieras. Las cajas de ahorros, como cualquier empresa, y más en el caso de una empresa financiera, necesitan capital, cuya cantidad viene regulada por el cumplimiento de las denominadas Normas de Basilea (hasta la fecha han aparecido tres normas internacionales: Basilea I, II y III). Esta normativa trata de garantizar unos instrumentos que hagan viable el nivel de reservas mínimo que ha de cumplir una caja. Tales instrumentos son, por un lado, las acciones, que son las más conocidas, y por otro lado, las cuotas participativas, las preferentes convertibles y las subordinadas, todas ellas definidas como instrumentos de autogeneración de reservas. Las Normas de Basilea incluyen, además, el análisis de impacto de solvencia y de las cuentas de resultados de las cajas de ahorros, como una especie de exámenes que las entidades han de superar y que, en caso contrario, permiten obligar a las entidades a tomar medidas.

En cuanto a la primera parte, las cuotas participativas (ocupada por los clientes con una cultura financiera relativamente baja de las cajas) han sido un recurso fácil, demasiado fácil, ya que debido a que no incorporan derechos políticos han sido muy poco atractivas en los mercados de capitales. Junto a estos productos, se trabajaba hasta el momento previo a su desaparición con otros mecanismos orientados a generar una mayor confianza. Por un lado, el análisis de impacto de solvencia, que hace especial referencia al consumo del capital regulatorio y los posibles cambios en su estimación, dadas las implicaciones derivadas de la existencia de diferentes enfoques en el cálculo de los requerimientos de dicho capital. Y por otro, las cuentas de resultados. Estas últimas tienen que ver con los niveles de beneficios que se contabilizan como reservas en cada ejercicio, y que se complementan con los activos citados, indicando el posicionamiento de las entidades en el mercado, su garantía y solvencia. No obstante, ha costado mucho tiempo poner en funcionamiento tales instrumentos, de manera que ad initium solamente suscribieron cuotas participativas la CAM y, con posterioridad, la CECA. La historia ha ido escribiéndose con mucho dolor para muchas personas, y se ha podido comprobar cómo los clientes han sido engañados con la compra de unos activos financieros que no estaban garantizados.

El tratamiento, en el presente libro, de estos instrumentos introducidos como mejoras de capital y adquiridos por empresas y particulares, se basa en un brillante estudio realizado por Emilio Ontiveros y Ángel Berges (Ontiveros, Berges, 2010) centrado, principalmente, en el análisis de la solvencia y de las cuentas de resultados que buscan un objetivo de cobertura de riesgos adaptada a los plazos, en este caso más bien a corto plazo. Realmente las preferentes son un instrumento de financiación a favor de instituciones, tanto públicas como privadas. Tal vez algún lector pensará que no se ha aclarado suficientemente lo que ha pasado, cuando la gente en muchos pueblos y ciudades, y en algunos más que en otros, se ha echado a la calle a reclamar su dinero, como si hubiesen sido víctimas de un atraco perfecto. No ha sido así, pero no se ha entendido lo que ha pasado, pues en el mejor de los casos los clientes solo han visto la cara del vendedor en el momento en que se disponían a depositar su dinero, previsiblemente a plazo fijo con un interés entre un 3% y un 4%, cuando acudían a la misma oficina donde siempre habían realizado sus ingresos y donde siempre se les había ofrecido lo mejor. Ese algo mejor, en este caso, se llamaba cédula o cuota y normalmente se vendía como si se tratara de un producto conocido, aunque sólo lo era por algunos y no por la mayoría.

Esta oferta consistía en habilitar una especie de cámara interna de compensación que no era oficial, aunque tampoco era clandestina, donde las entidades de crédito podían realizar sus pagos de compensación con liquidación periódica de los créditos y débitos recíprocos (como intercambio de cheques, letras de cambio u otros valores) necesarios para atender a todos los clientes. No siendo una operación prohibida no estaba normalizada y mientras las cosas fueron bien no hubo ningún inconveniente: cuotas participativas, acciones, preferentes… Pero llegó el momento en que algunas entidades empezaron a tener problemas por haber invertido una cantidad enorme de dinero en la compra de unos activos financieros (préstamos, valores, etc.) e inmobiliarios que tardarían mucho tiempo en poder ser recuperados de ese fondo que habían organizado a modo de mercado interior, y aparecieron los primeros síntomas de debilidad de su solvencia.

Lo que tampoco estaba escrito es que se producirían una serie de fusiones donde algunas entidades que iban de la mano de una caja grande perdieron el norte cuando empezaron a aplicarse las instrucciones de las nuevas instituciones bancarias creadas como resultado de dichas fusiones. Esta circunstancia hizo que se llegara a un callejón sin salida donde la única posibilidad era una huida hacia delante, que vendría determinada por conseguir un tamaño suficiente con capacidad de obtener liquidez, es decir, de ingresar dinero. Algunas cajas de ahorros, como el caso de Bancaja y la CAM, entidades que ya habían perdido demasiado, pensaron que en la medida en que tan importantes cifras de pérdidas fueran disminuyendo, los clientes podrían ir recuperando parte de su dinero. A día de hoy, el hecho de que esa proporción todavía sea desconocida sigue desorientando mucho a las personas y aumentando su nerviosismo. Aunque es posible que en el futuro se llegue a una recuperación, tal vez no del 100%, lo cierto es que ha de pasar un cierto tiempo hasta que la situación se normalice, ya que ha habido cajas de ahorros (sobre todo en Galicia) que han hecho un uso y abuso de estos instrumentos de autogeneración. A aquellas personas que tenían cuotas preferentes y se les ofreció un cambio por acciones, se les acabaron asignando las pérdidas como si se tratase de una operación de descuento al devaluarse (cotizarse a la baja) éstas en Bolsa, con una pérdida de hasta un 80% de su valor. Tal vez no fue en esta proporción para todo el mundo, pero sí en esa tendencia.

Últimamente, parece que algo está cambiando. Tras aclararse relativamente el panorama y disiparse el humo de tanta catástrofe institucional en el mundo de las cajas de ahorros, las garantías regulatorias se están reforzando y la lección de que no hay que estirar más el brazo que la manga da la sensación de imponerse. Es un buen momento para echar la vista atrás y no dejar que se pierda en el marasmo de la crisis una reflexión importante. Las cajas de ahorros manejaron las preferentes y subordinadas, impulsadas por una voracidad hasta entonces ajena al planteamiento moral o ético que, al menos en teoría, había presidido históricamente su funcionamiento. Los directivos de las cajas actuaron en esa materia como banqueros desprovistos de las cautelas que la historia de los bancos, precisamente, ha ido estableciendo en su forma de operar. De alguna manera, empezaron a captar accionistas, algo completamente nuevo en la tradición de las entidades de ahorro, sin el contrapeso que en los bancos supone la obligación de rendir explicaciones a un consejo de administración donde aquellos están representados. En los consejos de las cajas se sentaban los impositores, es decir, los clientes, que en la operación perdieron, además, buena parte de aquella confianza que había supuesto, desde su creación, un componente fundamental del «capital social» de las mismas. Consciente de que tal vez sea un término con el que no todo el mundo está familiarizado, aprovecho su aparición para remarcar su relación como sinónimo de las expresiones más fácilmente comprensibles de depositantes o clientes, es decir, aquellos con una cuenta abierta en la entidad que refleje una cantidad depositada o imposición mínima fijada en los estatutos de la propia entidad. Hay que tener en cuenta que este y, a menudo, otros requisitos exigidos, quedan reflejados en la normativa referente a su participación en los órganos de gobierno de las cajas, dentro de su reglamento de elecciones.

Y el fenómeno afectó a propios y extraños, porque ha producido «víctimas» incluso entre familiares y gente muy próxima a algunos profesionales de las entidades implicadas. Conozco el caso de la viuda del hermano de un empleado de la caja que lo explicaba a finales de 2012 con crudeza en el escrito que planteó al asumir el canje de unas preferentes de Bankia. «Mi difunto esposo y yo, aconsejados por la persona que nos atendió, ingresamos 18.000 euros en Bancaja, en títulos “PPF.BEF S. A.” (participaciones preferentes del Banco Financiero y de Ahorro, matriz de Bankia) que, según se nos indicó, eran totalmente seguros y totalmente disponibles», explicaba. «No obrando en mi poder el contrato inicial de compra de los títulos iniciales, me personé el pasado mes de septiembre en la oficina de esa entidad para solicitar un duplicado del mismo. Al cabo de unos días me telefonearon diciéndome que dicho documento ya no existe porque fue destruido en su momento». La mujer relataba su peculiar calvario: «Queriendo contratar un producto garantizado y sin riesgo se nos vendió un producto complejo de carácter perpetuo y con grandes riesgos asociados sin que en ningún momento se nos haya informado ni advertido sobre dichos extremos. Por lo manifestado, ante la precaria situación en que me encuentro y pensando que lo que realizo es un mal menor, acepté el canje, sin renuncia a las acciones que me asistan en derecho».

«La existencia de una posible mala práctica en la comercialización es una línea argumental esgrimida por una serie de juristas. Para algunos de ellos, la existencia de una elevada rentabilidad no es prueba suficiente de que los mercados estuviesen descontando eficientemente el riesgo inherente al producto. Incluso sin discutir la colocación del producto entre inversores no sofisticados, algunas opiniones consideran cuestionable su distribución entre la clientela de la propia entidad emisora», ha apuntado el catedrático de Economía Aplicada de la Universidad de Málaga, José M. Domínguez Martínez, al analizar lo ocurrido con las participaciones preferentes.