Fundamentos de estrategia & ¿Por qué no aprendemos de la historia? - Basil Liddell Hart - E-Book

Fundamentos de estrategia & ¿Por qué no aprendemos de la historia? E-Book

Basil Liddell Hart

0,0

Beschreibung

"Fue Bismarck quien apuntó agudamente que «los bobos dicen que aprenden de la experiencia. Yo prefiero aprender de la experiencia de los demás». Y de todas las fuentes a las que tenemos acceso, la historia es la más rica y variada, porque no existe excusa para que cualquier persona cultivada no tenga en consideración al menos tres mil años de antigüedad. Por primera vez en español, presentamos ¿Por qué no aprendemos de la historia? una síntesis de la particular concepción y filosofía de la libertad por parte de Sir Basil Liddell Hart (1895-1970), el mayor estratega del siglo XX. Las ideas del «capitán que enseñó a generales» sobre la aproximación indirecta han inspirado a generaciones de militares, tanto en los estados mayores como en el campo de batalla. En esta obra se presenta el destilado de su pensamiento con el título de Fundamentos de estrategia, tanto para sus seguidores del ámbito castrense como para todos aquellos —empresarios, economistas, diplomáticos, estadistas o historiadores— que han encontrado en sus libros inspiración para su desarrollo personal y profesional. Las dos obras reunidas en este volumen constituyen la aproximación más rápida y esclarecedora al pensamiento de Liddell Hart para todos los públicos."

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 271

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

SIR BASIL LIDDELL HART

(1895-1970) nació en París por ser su padre pastor metodista de la comunidad británica en Francia. Combatió y fue gaseado en la batalla del Somme durante la Primera Guerra Mundial, dejándole secuelas para toda la vida. Además de periodista, fue considerado uno de los más destacados pensadores militares su época, «el Clausewitz del siglo XX». Sus ideas sobre el arte de la guerra inspiraron las doctrinas que desembocaron en el concepto de «guerra relámpago». Al final de la Segunda Guerra Mundial tuvo la gran oportunidad de entrevistar a algunos de los principales generales alemanes, obteniendo una visión de primera mano de sus acciones durante la guerra.

Arzalia Ediciones también ha publicado de este autor: Estrategia. El estudio clásico sobre la estrategia militar (2019) e Historia de la Segunda Guerra Mundial (2022).

 

 

Fue Bismarck quien apuntó agudamente que «los bobos dicen que aprenden de la experiencia. Yo prefiero aprender de la experiencia de los demás». Y de todas las fuentes a las que tenemos acceso, la historia es la más rica y variada, porque no existe excusa para que cualquier persona cultivada no tenga en consideración al menos tres mil años de antigüedad.

Por primera vez en español, presentamos ¿Por qué no aprendemos de la historia? una síntesis de la particular concepción y filosofía de la libertad por parte de Sir Basil Liddell Hart (1895-1970), el mayor estratega del siglo XX.

Las ideas del «capitán que enseñó a generales» sobre la aproximación indirecta han inspirado a generaciones de militares, tanto en los estados mayores como en el campo de batalla.

En esta obra se presenta el destilado de su pensamiento con el título de Fundamentos de estrategia, tanto para sus seguidores del ámbito castrense como para todos aquellos —empresarios, economistas, diplomáticos, estadistas o historiadores— que han encontrado en sus libros inspiración para su desarrollo personal y profesional.

Las dos obras reunidas en este volumen constituyen la aproximación más rápida y esclarecedora al pensamiento de Liddell Hart para todos los públicos.

 

 

Fundamentos de estrategia

¿Por qué no aprendemos de la historia?

Strategy: The Indirect Approach Chapter 4

© The Executors of Lady Liddell Hart, deceased, 1954, 1967.

Why Don´t We Learn from History?

© The Executors of Lady Liddell Hart, deceased, 1944.

© Del prólogo: Pedro Nueno

© De la traducción de Strategy: The Indirect Approach Chapter 4:

Roberto Romero.

© De la traducción de Why Don´t We Learn from History?:

Fernando Calvo González-Regueral.

© 2023, Arzalia Ediciones, S. L.

Calle Zurbano, 85, 3.º-1. 28003 Madrid

Diseño de cubierta, interior y maquetación: Luis Brea

ISBN: 978-84-19018-30-4

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotomecánico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso por escrito de la editorial.

Producción del ePub: booqlab

www.arzalia.com

Índice

Prólogo

FUNDAMENTOS DE ESTRATEGIA

Teoría de la estrategia

La esencia concentrada de la estrategia y la táctica

El objetivo nacional y el propósito militar

Gran estrategia

Guerra de guerrillas

¿POR QUÉ NO APRENDEMOS DE LA HISTORIA?

Prefacio

Historia y verdad

Gobierno y libertad

Guerra y paz

Conclusiones

Nota del editor

En 1938, mientras el mundo contenía el aliento ante la anexión de Austria por parte de la Alemania nazi, Liddell Hart dictó una conferencia en la Universidad de Londres titulada «We learn from history that we don´t learn from history» (‘Aprendemos de la historia que no aprendemos de la historia’). Tras ser publicada como un opúsculo, eminentes personalidades le urgieron a desarrollar en extenso las notas de la ponencia en forma de libro. Este no vería la luz hasta 1944 con el título Why Don’t We Learn From History (¿Por qué no aprendemos de la historia?) Cuando le llegó la muerte en 1970, el maestro estaba trabajando en una edición revisada y ampliada, que publicó ya a título póstumo su hijo Adrian.

Sabemos precisamente por éste, por la correspondencia privada del propio Liddell Hart y por ciertas anotaciones de sus memorias que el autor acariciaba la idea de refundir en un único libro el capítulo 4 de Estrategia («Fundamentos de estrategia») y el texto definitivo de ¿Por qué no aprendemos de la historia? El lector atento notará, por tanto, ciertas redundancias menores o repeticiones, que en ningún caso son significativas o estorban la lectura, antes al contrario, sirven para remarcar ciertas ideas fuerza.

En cualquier caso, a más de cincuenta años del fallecimiento del tratadista británico, Arzalia Ediciones se complace en hacer realidad su sueño al juntar por vez primera ambas obras en un solo tomo.

Prólogo

Los fundamentos de la estrategia fijados por Liddell Hart para el ámbito militar en estas dos obras tienen una clara lectura empresarial. No en vano, quizá gracias a grandes pensadores como él, esta palabra, «estrategia», ha ido asentándose con firmeza en ámbitos económicos. Así, se habla de estrategias competitivas, de estrategia de dirección, de estrategias de mercado o, genéricamente, de la estrategia en el mundo de los negocios. No es extraño. Aunque por medios pacíficos, pero a menudo francamente agresivos, la lucha por la supervivencia y el crecimiento de las empresas tiene muchos parecidos con los medios y fines perseguidos por los generales en el campo de batalla.

«No debemos perder nuca de vista el objetivo», «hemos de seguir la aproximación menos esperada», «no podemos comprometer todos nuestros recursos en una sola acción» son máximas que cualquier presidente de una compañía comercial firmaría sin dudarlo… y, sin dudarlo, son principios que pondría en práctica para conseguir una mayor cuota de mercado, abrirse camino en uno nuevo o sorprender con nuevos productos, procesos o avances logísticos, tan importantes. Pero son exactamente los principios que, deducidos del estudio de la historia militar, Liddell Hart fijó en estos dos textos complementarios.

Acaso más importantes sean sus reflexiones sobre cómo emplear la fuerza, fácilmente trasladables al ámbito de las negociaciones con proveedores, clientes e incluso otras firmas competidoras. El autor nunca olvida que al «enemigo», o al adversario en el mercado, siempre debe dejársele una salida digna, que no conviene obcecarse con conseguir resultados aplastantes, que siempre será mejor una paz negociada, una situación de equilibrio y coexistencia, que cualquier situación de victoria total… o monopolística. La realidad expresada en la fórmula inglesa de win-win para referirse al estado en el que todos los participantes ganan, ya no solo se vislumbra como una aspiración ideal sino que, en pleno siglo XXI, se alza como una auténtica necesidad.

Todas estas reflexiones y muchas otras, aplicables a la guerra, a la economía e incluso a la propia vida, contienen las claves de la filosofía de un autor empapado de historia bélica pero que, sin embargo, nunca perdió de vista un objetivo supremo: lograr una paz mejor para el mundo. Y, por tanto, también para el mundo de los negocios.

PEDRO NUENO

Mayo de 2023

Teoría de la estrategia

Será provechoso utilizar nuestras conclusiones basadas en un análisis de la historia como fundamento sobre el que construir un nuevo edificio para el pensamiento estratégico.

En primer lugar, establezcamos con claridad qué es estrategia. En su monumental obra De la guerra, Clausewitz la definió como «el arte de emplear las batallas como medio para conquistar el objeto de la guerra. Dicho con otras palabras, la estrategia es el plan de guerra, que cartografía el curso propuesto para las diferentes campañas que componen el conflicto y regula qué batallas se librarán en cada campaña».

Esta definición tiene varios defectos. Uno de ellos es que se inmiscuye en la esfera de la política o el plano superior de la guerra, que debe ser necesariamente responsabilidad del Gobierno y no de los líderes militares a quienes emplea como agentes para el control ejecutivo de las operaciones. Otro defecto es que restringe el significado de «estrategia» a la mera utilización de las batallas, con lo cual transmite la idea de que la batalla es el único medio para alcanzar el fin estratégico. Para los discípulos de Clausewitz no demasiado profundos, era muy fácil confundir los medios con el fin y llegar así a la conclusión de que, en la guerra, todas las demás consideraciones deberían subordinarse al objetivo de combatir una batalla decisiva.

La relación con la política

Analizar la distinción entre estrategia y política no sería un asunto tan importante si estas dos funciones normalmente las combinara una misma persona, como sucedió con Federico el Grande o Napoleón. Pero lo cierto es que los gobernantes-soldado autocráticos han sido muy escasos en la época moderna y parecieron extinguirse en el siglo XIX, con un efecto insidiosamente pernicioso. Y fue dañino porque alentó a los militares a sostener la disparatada demanda de que la política actúe al servicio de la conducción de las operaciones y, especialmente en los países democráticos, llevó a algunos estadistas a excederse en los límites bien definidos de su esfera de acción e interferir en el uso real de las herramientas por parte de los militares.

Moltke acuñó una definición más clara y sabia, según la cual la estrategia es «la adaptación práctica de los medios a disposición de un general para alcanzar el objetivo a la vista».

Esta definición determina la responsabilidad que un comandante tiene para con el Gobierno que lo ha elegido para ocupar su cargo. Su responsabilidad consiste en aplicar las fuerzas que le sean asignadas dentro del teatro de operaciones que se le haya adjudicado de la manera más beneficiosa posible para los intereses de la política de guerra. Si considera que las fuerzas puestas bajo su mando no son adecuadas para la tarea encargada, estará justificado que lo señale, y si su opinión es ignorada, puede rehusar o declinar ejercer el mando. Pero si intenta dictar al Gobierno qué fuerzas se deben poner a su disposición, excederá el ámbito que le compete.

Por otro lado, tenemos al Gobierno, que es quien formula la política de guerra y debe adaptarla a las condiciones, las cuales suelen variar a medida que el conflicto bélico avanza. El Gobierno tiene derecho a intervenir en la estrategia de una campaña, no solo sustituyendo a un comandante en cuya capacidad ya no confíe, sino modificando el objetivo que debe perseguir el comandante, de acuerdo con las necesidades de la política de guerra. Aunque no debería interferir en el modo en que el comandante utiliza las herramientas, sí debería indicar con claridad cuál es la naturaleza de la misión. Por tanto, la estrategia no se limita simplemente a intentar derrotar el poder militar del enemigo. Cuando un Gobierno entiende que el enemigo posee la superioridad militar, sea en términos generales o en un teatro de operaciones particular, puede actuar con inteligencia y ordenar una estrategia con objetivos limitados.

Quizás le interese esperar hasta que el equilibrio de fuerzas se altere por la intervención de sus aliados o por el envío de fuerzas procedente de otro teatro de operaciones. Tal vez prefiera limitar su esfuerzo militar de manera permanente o simplemente esperar mientras otra acción en el ámbito naval o económico resuelve la situación. Puede calcular o suponer que acabar con el poderío bélico del enemigo es una tarea que supera sus propias capacidades o que no merece la pena… y que el objetivo que persigue con la política de guerra es viable ocupando un territorio que posteriormente pueda retener o utilizar como baza cuando se negocie un tratado de paz.

Esta clase de políticas encuentran en la historia un respaldo mucho mayor del que ha admitido hasta el momento la opinión de los militares. Además, no es intrínsecamente una política de debilidad, como insinúan algunos apologistas bélicos. Desde luego, se trata de una política ligada desde siempre a la historia del Imperio británico, que ha servido en repetidas ocasiones como salvavidas para los aliados de Gran Bretaña y también ha evidenciado su valía en beneficio de esta nación. Aunque no se aplicase de forma consciente, existen motivos para preguntarnos si esa política militar «conservadora» no merece que le otorguemos un lugar en la teoría de la conducción de la guerra.

El motivo más habitual para adoptar una estrategia de objetivos limitados suele ser esperar que se produzca un cambio en el equilibrio de fuerzas. Un cambio que a menudo se busca y se consigue drenando las fuerzas del enemigo, debilitándolo con pequeñas punzadas en lugar de golpes arriesgados. El requisito imprescindible para implantar una estrategia así es que el agotamiento resulte desproporcionadamente mayor para el enemigo que para nuestro propio bando. El objetivo de la acción se puede perseguir de distintas formas: saqueando sus suministros, con ataques locales que aniquilen o inflijan bajas desproporcionadas en parte de sus fuerzas, atrayéndolo para que se embarque en ataques nada ventajosos, provocando una excesiva distribución de sus fuerzas o, por último, pero no menos importante, minando su moral y desgastando sus energías físicas.

Esta definición más cerrada arroja luz sobre una cuestión que hemos mencionado anteriormente: la independencia de un general para ejecutar su propia estrategia dentro del teatro de operaciones que se le ha adjudicado. Y es que, si el Gobierno ha decidido perseguir un objetivo limitado o una gran estrategia fabiana, aquel general que, incluso dentro de los confines de su esfera estratégica, intente vencer el poder militar del enemigo puede causar más mal que bien a la política de guerra del Gobierno. Habitualmente, las políticas de guerra con fines limitados imponen una estrategia de objetivos limitados y únicamente se debería adoptar la perspectiva de un objetivo decisivo si se cuenta con la autorización del Gobierno, el único organismo capaz de decidir si merece la pena o no.

Ahora podemos manejar una definición más breve de estrategia, que sería «el arte de distribuir y aplicar los medios militares para cumplir los fines de la política». Y es que la estrategia no solo se atiene al movimiento de fuerzas, como tan a menudo se ha descrito su función, sino que también abarca sus efectos. Cuando la aplicación del instrumento militar coincide con los combates en sí, los preparativos y el control de esa acción directa se denominan «táctica». En cualquier caso, aunque resultan prácticas como conceptos para la discusión, estas dos categorías no se pueden dividir en compartimentos estancos, pues no solo se influyen entre sí, sino que llegan a fundirse.

Gran o superior estrategia

Al igual que la táctica es la aplicación de la estrategia sobre un plano inferior, la propia estrategia es la aplicación sobre un plano inferior de la «gran estrategia». Aunque prácticamente se trata de un sinónimo de la política que dirige la conducción de la guerra (diferenciada de la política más fundamental que debería regir su objeto), la expresión «gran estrategia» sirve para definir el sentido de la «ejecución de la política». El rol de la gran estrategia consiste en coordinar y dirigir todos los recursos de una nación o alianza de naciones, encaminándolos a alcanzar el objetivo político de la guerra. Dicho objetivo debe definirlo la política fundamental.

La gran estrategia debería tanto calcular como desarrollar los recursos económicos y humanos de las naciones para sostener a las fuerzas armadas. También los recursos morales, ya que a menudo fomentar el espíritu y la voluntad de la población es igual de importante que poseer formas de poder más concretas. Además, la gran estrategia debe regular la distribución de la fuerza entre los distintos cuerpos y estamentos, así como entre el ámbito militar y el industrial. Es más: la capacidad bélica es solo uno de los instrumentos que maneja la gran estrategia, que debería tomar en consideración y aplicar las capacidades de presión financiera, diplomática y comercial, sin olvidar la presión ética, siempre pensando en debilitar la voluntad del oponente. Una buena causa no solo es un arma, sino también un escudo. Del mismo modo, la caballerosidad en tiempos de conflicto puede ser el arma más eficaz para ablandar la voluntad de resistencia del adversario, además de para subir la moral de nuestro bando.

Asimismo, mientras que el horizonte de la estrategia está limitado por la guerra, la gran estrategia mira más allá de la contienda y debe contemplar la paz posterior. No solo debería combinar los distintos instrumentos a su disposición, sino también ajustar su utilización para evitar causar perjuicios para el panorama futuro de la paz, en aras de su seguridad y prosperidad. El lamentable rostro de la paz (para ambos bandos) que ha seguido a la mayoría de las guerras se puede rastrear en el hecho de que, a diferencia de la estrategia, el reino de la gran estrategia es, en su mayor parte, terra incognita pendiente de exploración y comprensión.

Estrategia pura o militar

Una vez aclarado el terreno que pisamos, podemos elaborar nuestro concepto de la estrategia en su plano genuino y sobre sus bases originales: «el arte de los generales».

Para triunfar, la estrategia depende, en primer lugar y sobre todo, de que los cálculos y la coordinación entre fines y medios sean sensatos. El fin que persigamos debe ser proporcionado respecto a los medios totales y, a su vez, los medios utilizados para alcanzar cada etapa intermedia que contribuya a conquistar el objetivo último deben ser proporcionados respecto al valor y las necesidades de esa etapa. Da igual si se trata de alcanzar un objetivo concreto o satisfacer un propósito que contribuya al fin. Cualquier exceso puede ser tan dañino como una deficiencia.

Un ajuste verdadero establecería una economía de fuerzas perfecta, en el sentido más profundo de este término militar, que tan a menudo se distorsiona. Pero dada la naturaleza y la incertidumbre de los conflictos bélicos (una incertidumbre que se agrava por la carencia de estudios científicos), resulta imposible alcanzar ese nivel de ajuste incluso contando con la máxima habilidad o capacidad militar. Consideramos un éxito la aproximación más cercana a la verdad.

Esta es una relatividad inherente, ya que no importa hasta dónde profundicemos en el conocimiento de la ciencia de la guerra, pues la aplicación de cualquier teoría al respecto dependerá del dominio de este arte. El arte no solo ayuda a adecuar el fin a los medios, sino que al otorgar a estos últimos un mayor valor, permite ampliar los posibles medios para conseguir el fin.

Todo esto complica el cálculo porque nadie es capaz de determinar con exactitud ni la capacidad humana para las genialidades o la estupidez, ni tampoco la incapacidad de la voluntad.

Elementos y condiciones

Sin embargo, dentro del campo de la estrategia, los cálculos son más sencillos; es posible efectuar una aproximación más cercana a la verdad que en el ámbito de la táctica. En un conflicto bélico, el principal factor imposible de calcular es la voluntad humana, que se manifiesta en la resistencia, la cual a su vez reside dentro de los límites del ámbito de la táctica. Su propósito es disminuir la posibilidad de resistencia y busca cumplir tal finalidad explotando dos elementos: el movimiento y la sorpresa.

El movimiento pertenece a la esfera física y depende de un cálculo de las condiciones de tiempos, topografía y capacidad de transporte. Cuando hablo de esto último me refiero tanto a los medios de transporte como a las magnitudes de fuerzas que permiten mover y mantener una fuerza.

La sorpresa pertenece a la esfera psicológica y depende de otro cálculo, mucho más complejo que los que se realizan en la esfera física. Se trata de sopesar las múltiples condiciones que probablemente afectarán a la voluntad del oponente, las cuales varían de un caso a otro.

Aunque la estrategia puede dar prioridad a explotar las posibilidades de movimiento en detrimento de aprovechar el factor sorpresa (o viceversa), estos dos elementos interactúan y reaccionan entre sí. El movimiento genera sorpresa y la sorpresa aporta ímpetu, o sea, movimiento. Cuando un movimiento se acelera o cambia su dirección, de forma inevitable acarrea cierto grado de sorpresa, aunque no esté oculto. Por otra parte, la sorpresa allana la vía por la que discurre cualquier movimiento, ya que dificulta la labor de oposición del enemigo, que debe aplicar contramedidas y moverse a su vez para contrarrestar nuestras acciones.

En lo que respecta a la relación entre estrategia y táctica, aunque al ejecutarlo a menudo observamos que la frontera entre uno y otro ámbito es borrosa y resulta difícil decidir dónde concluye un movimiento estratégico y dónde comienza un movimiento táctico, sí es cierto que las dos son distintas en su concepción. El ámbito de la táctica es el combate en sí. La estrategia no solo se detiene al llegar a una frontera, sino que tiene por finalidad reducir el combate a las mínimas proporciones imprescindibles.

La finalidad de la estrategia

Lo que se afirma en este apartado puede chocar con la opinión de quienes conciben que el único objetivo sensato en una guerra es la destrucción de las fuerzas armadas del enemigo, quienes sostienen que la única finalidad de la estrategia es entablar batallas y están obsesionados con la máxima de Clausewitz que postula que «la sangre es el precio de la victoria». Ahora bien, si aceptásemos tales propuestas y nos enfrentásemos a quienes las defienden sobre su propio terreno, la tesis que planteo se mantendría inalterable. Y es que, aunque el objetivo sea pelear una batalla decisiva, la finalidad de la estrategia debe consistir en disputar esa batalla bajo las circunstancias más favorables que sean posibles. Y cuanto más ventajosas sean esas circunstancias, menos combate habrá, en una relación directamente proporcional.

Por lo tanto, una estrategia perfecta sería aquella que consiguiese resolver el conflicto sin necesidad de combates serios. Como ya hemos visto, la historia nos brinda ejemplos donde la estrategia, con la ayuda de condiciones favorables, ha estado muy cerca de arrojar un resultado así. Entre esos ejemplos figuran la campaña de César en Ilerda, la campaña de Preston dirigida por Cromwell, la campaña de Napoleón en Ulm, el cerco del Ejército de MacMahon en Sedán en 1870 a manos de Moltke o el cerco de los regimientos turcos en las colinas de Samaria que Allenby protagonizó en 1918. El ejemplo reciente más llamativo y catastrófico fue la forma en que los alemanes aislaron y atraparon al ala izquierda de los Aliados en Bélgica, en 1940, tras la sorpresiva ruptura por parte de Guderian del sector central del frente en Sedán. Esta acción provocaría el derrumbe general de los ejércitos de los Aliados en Europa continental.

A pesar de que todos son casos en que la destrucción de las fuerzas armadas adversarias se consiguió con economía de medios, mediante su rendición y desarme, existe la posibilidad de que esa «destrucción» no sea esencial para alcanzar una resolución y satisfacer la finalidad de la guerra. Pensemos en el caso de un Estado que no persiga fines de conquista, sino que aspire a mantener su propia seguridad. Entonces, satisfará la finalidad que busca si elimina la amenaza, es decir, si obliga al enemigo a abandonar su propósito.

La derrota que experimentó Belisario en Sura al dar rienda suelta al deseo de sus tropas, ansiosas de apuntarse una «victoria decisiva» (cuando los persas ya habían abandonado su intento de invasión de Siria) fue un claro ejemplo de esfuerzo y riesgo innecesarios. En cambio, el modo en que, más tarde, venció su invasión, más peligrosa, expulsándolos de Siria es quizá el ejemplo registrado más sorprendente de lograr una resolución —en el sentido real de alcanzar el objetivo nacional— mediante la pura estrategia.

En aquella ocasión, la acción psicológica fue tan eficaz que el enemigo depuso su actitud sin que fuese necesaria ninguna acción bélica.

Si bien los triunfos sin derramamiento de sangre, como estos, han sido excepcionales, su singularidad no les resta valor, sino que se lo agrega, así que son indicativos de las posibilidades latentes que albergan la estrategia y la gran estrategia. A pesar de tantos siglos de experiencia bélica, apenas hemos empezado a explorar el campo de la guerra psicológica.

A partir de un estudio profundo de la guerra, Clausewitz llegó a esta conclusión: «Toda acción militar está impregnada por fuerzas inteligentes y por sus efectos». Con todo, las naciones involucradas en conflictos bélicos siempre se han esforzado por (o se han visto impulsadas por sus pasiones a) hacer caso omiso de las implicaciones que conlleva esta conclusión. En lugar de aplicar la inteligencia, han preferido darse cabezazos contra la pared más cercana.

Generalmente, la labor de decidir si una estrategia debe o no perseguir una resolución militar para el conflicto recae sobre los hombros del Gobierno, responsable también de la gran estrategia en la guerra. Los militares no son más que uno de los medios para avanzar en pos del fin que marque la gran estrategia (o sea, uno más de los instrumentos que el cirujano lleva en su maletín) y, del mismo modo, las batallas no son sino uno más de los medios disponibles para intentar conseguir el objetivo que marque la estrategia. Si las condiciones son adecuadas, suele ser el medio con los efectos más rápidos, pero si las condiciones son desfavorables, es una insensatez utilizarlo.

Supongamos ahora que a un estratega se le ha confiado buscar una resolución por medios militares. Su responsabilidad es averiguar cómo alcanzar dicha resolución bajo las circunstancias más ventajosas, ya que así obtendrá el resultado más beneficioso. Por tanto, su auténtico objetivo no es combatir sin más, sino llegar a una situación estratégica tan favorable que, si no provoca por sí misma la resolución del conflicto, ofrezca todas las garantías de lograr esa misma resolución en caso de continuar el conflicto con una batalla. Dicho de otra manera, la finalidad de la estrategia es desarticular al enemigo. Sus secuelas pueden ser la dislocación de este o una mayor facilidad para desintegrarlo en la conflagración que se produzca después. La dislocación puede implicar combates parciales o acciones violentas de cierta relevancia, pero desprovistos del carácter de una batalla.

La acción de la estrategia

¿Cómo se produce la dislocación estratégica? En la esfera física o «logística», es el resultado de un movimiento que (a) trastoca las disposiciones del enemigo y, al forzar un «cambio del frente» repentino, disloca la distribución y la organización de sus fuerzas; (b) divide sus fuerzas; (c) pone en riesgo sus suministros; (d) amenaza las rutas que podría seguir para retirarse en caso de necesidad para refugiarse o restablecerse en su base o en su patria.

Cualquiera de estos efectos puede provocar una disrupción, pero lo más frecuente es que sea consecuencia de varios a la vez. Es difícil trazar las diferencias exactas, dado que un movimiento dirigido hacia la retaguardia del adversario suele combinar todos estos efectos. Sin embargo, la influencia respectiva de cada uno sí varía y ha variado a lo largo de toda la historia, de acuerdo con el tamaño de los ejércitos y la complejidad de su organización. En el caso de los ejércitos que «viven sobre el terreno» y obtienen suministros localmente saqueando o mediante la incautación, la línea de comunicación tiene una importancia despreciable. Incluso en una fase superior del desarrollo de la ciencia y técnica militares, cuanto menor sea una fuerza, menos dependerá de la línea de comunicación de suministros. Cuanto mayor sea un ejército y más compleja su organización, más rápido y grave será el efecto de una amenaza contra su línea de comunicación.

Allí donde los ejércitos no han sido tan dependientes, esta estrategia se ha visto perjudicada consecuentemente y ha cobrado más relevancia el aspecto táctico de las batallas. Aun así, incluso ante circunstancias desfavorables como estas, los estrategas hábiles a menudo han conseguido ventajas decisivas antes de entrar en batalla si han amenazado la línea de retirada del enemigo, el equilibrio de sus preparativos o sus fuentes de suministros locales.

Para que una amenaza de este tipo sea eficaz, por regla general debe aplicarse sobre un punto del tiempo y del espacio más cercano al ejército del adversario que el que correspondería a una amenaza contra sus líneas de comunicación. Y, por tanto, en los primeros momentos de los conflictos bélicos suele resultar complicado distinguir entre las maniobras tácticas y las estratégicas.

En el plano psicológico, la desarticulación es el resultado del impacto que causan en la mente del comandante enemigo los efectos físicos que hemos enumerado antes. La impresión se acentúa enormemente si el adversario se percata de repente de que se encuentra en desventaja, o bien si siente que es incapaz de contrarrestar la acción de su oponente. La desarticulación psicológica surge, principalmente, de la sensación de verse atrapado.

Esta es la razón que explica por qué lo más frecuente es que la sorpresa fuese fruto de una maniobra física para situarse en la retaguardia del enemigo. Como nos sucede a las personas, los ejércitos tienen graves problemas para defender su espalda de los golpes, salvo si se dan la vuelta para poder utilizar los brazos en una nueva dirección. Durante esa «media vuelta», a los ejércitos les ocurre lo mismo que a los humanos: se desequilibran temporalmente. Peor aún, como el periodo de inestabilidad dura mucho más, es inevitable. Como consecuencia, el cerebro es mucho más sensible a cualquier peligro que se sitúe a su espalda.

Por el contrario, moverse directamente hacia un enemigo, de frente, ayuda a que el adversario consolide su equilibrio físico y psicológico. Al consolidarlo, crece su capacidad de resistencia. En el caso de los ejércitos, además, una acción como esta empuja al oponente, que retrocede y se aproxima a sus reservas, suministros y refuerzos. Por tanto, a medida que el frente retrocede y se repliega, aunque sufra desgaste, se complementa con nuevas capas de recursos que se añaden por detrás. Lo máximo que puede lograr este método es generar tensiones para el enemigo, pero no le causará conmoción.

Por lo tanto, aquel movimiento que rodee la vertiente frontal del enemigo para dirigirse contra su retaguardia no solo tendrá por objetivo evitar encontrarse con resistencia por el camino, sino que se concibe precisamente para esquivarla. En el sentido más profundo, este movimiento sigue la línea de menor resistencia. Dentro de la esfera psicológica, el equivalente es la línea de menor expectativa. Son dos caras de la misma moneda; si entendemos e interiorizamos este axioma, ampliaremos nuestra forma de comprender la estrategia. Y es que, si nos limitamos a seguir la línea que, a todas luces, se presenta como la de menor resistencia, será tan obvia que tampoco pasará desapercibida para el oponente. Con lo cual, habrá dejado de ser la línea de menor resistencia.

Al estudiar la vertiente puramente física, no conviene perder jamás de vista el plano psicológico. Para que una estrategia siga una aproximación verdaderamente indirecta, es preciso que ambos factores se combinen, con todo calculado para desestabilizar el equilibrio del enemigo.

Maniobrar y marchar siguiendo una ruta indirecta hacia el adversario y buscando la retaguardia de las fuerzas que haya desplegado no constituye una aproximación indirecta estratégica en sí. El arte de la estrategia es bastante más sofisticado. Es posible que una aproximación como esta comience siendo indirecta en relación con el frente del enemigo, pero el avance en pos de la retaguardia será tan directo que le permitirá modificar su despliegue y preparativos, así que pronto nos encontraremos inmersos en una aproximación directa, enfilando el nuevo frente.

Debido al riesgo de que el enemigo consiga alterar así el frente que nos ofrece, suele ser necesario que el movimiento clave para desarticular su despliegue vaya precedido de una o más maniobras que cabe definir con el término «distracción», en el sentido de atraer por separado. El propósito de esta distracción es privar al enemigo de su libertad de acción y debe hacerse notar tanto en la esfera física como en la psicológica. En la física, debería causar una distensión de las fuerzas o provocar su redireccionamiento para consagrarse a fines improductivos. Como resultado, quedarán demasiado dispersadas o concentradas en otros puntos, con lo cual ya no tendrán capacidad para interferir con la maniobra decisiva que teníamos planeada. En el ámbito psicológico, se persigue ese mismo efecto jugando con los miedos de los mandos del ejército oponente y tratando de inducirlos a engaño. Stonewall Jackson lo expresó acertadamente en su lema sobre la estrategia: «Desorientar, engañar y sorprender». Lo cierto es que desorientar y engañar constituyen la «distracción» en sí, mientras que la sorpresa es la chispa que hace estallar la desarticulación. Primero, «se distrae» la mente de los mandos oponentes y esa distracción, a su vez, provoca la de sus fuerzas. A continuación, sufrirán la secuela de perder la libertad para reflexionar: perder, también, la libertad de concebir.

Conocer en profundidad cómo afecta el aspecto psicológico a la esfera física y la domina tiene un valor indirecto. Nos servirá para estar precavidos ante la falsedad y la superficialidad que entraña intentar analizar y teorizar sobre estrategia en términos matemáticos. No sirve de nada tratar el tema desde una perspectiva exclusivamente cuantitativa, como si la piedra angular del problema fuese la concentración de fuerzas en un punto elegido. Esa concepción es errónea, igual de equivocada que tratar la estrategia como un mero problema geométrico, de ángulos y líneas.

Aún más lejos de la verdad se encuentra la tendencia de los libros de texto que tratan la guerra esencialmente como un asunto que consiste en concentrar más fuerzas que el adversario. De hecho, esta premisa en la práctica nos suele conducir a callejones sin salida. En su célebre definición de la economía de fuerzas, Foch acuñó esta explicación:

Es el arte de verter todos los recursos de que se disponga en un momento dado y en un punto concreto, de utilizar todas