Garrote vil - Eladio Romero - E-Book

Garrote vil E-Book

Eladio Romero

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El Garrote vil, de origen medieval, fue el único método de ejecución civil desde 1832. Hasta 1900 las ejecuciones eran públicas, después hasta 1974 se ejecutaban en el interior de las prisiones. Geniales verdugos, famosos reos, frecuentes delitos, errores judiciales, morbosos ajusticiamientos pregonados por la prensa… "Garrote vil" refleja gráficamente los hechos, anecdotario, morbo y crueldad de cómo se muere con un collarín en el cuello. El Garrote vil constituyó el único método de ejecución establecido por la jurisdicción civil española desde 1832, aunque también lo empleara en ocasiones la jurisdicción militar. Hasta 1900, las ejecuciones fueron públicas, lo que daba lugar a espectáculos particularmente interesantes y curiosos desde el punto de vista sociológico, que la prensa divulgaba de forma muy explícita y detallada. Desde esa misma fecha y hasta 1974, la pena de garrote se aplicaría en el interior de las prisiones, aunque la prensa siguió narrando religiosamente los detalles más morbosos de cada ajusticiamiento. La figura del verdugo, el celo que mostraba (o dejaba de mostrar) a la hora de llevar a cabo su tarea; los últimos momentos de los reos; las opiniones de los ciudadanos sobre cada ejecución; el tipo de delitos que con más frecuencia llevaban al cadalso. Todo ello es analizado en este texto, a partir de una serie de ejemplos escogidos por su relevancia o curiosidad.

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Garrote vil

Garrote vil

ELADIO ROMERO GARCÍA

Colección:Historia Incógnitawww.historiaincognita.com

Título:Garrote vilAutor: © Eladio Romero García

Copyright de la presente edición: © 2014 Ediciones Nowtilus, S.L. Doña Juana I de Castilla 44, 3º C, 28027 Madridwww.nowtilus.com

Elaboración de textos: Santos RodríguezRevisión y Adaptación literaria: Teresa Escarpenter

Responsable editorial: Isabel López-Ayllón MartínezConversión a e-book: Paula García ArizcunDiseño y realización de cubierta: Reyes Muñoz de la SierraImagen de portada: Fotograma del documental La mano negra de Francisco Palacio y José Cruz Girona, producido por Palacio Productores. Cinta de 2005 que conmemora el aniversario de los oscuros acontecimientos que tuvieron lugar en Jerez de la Frontera hace 125 años.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

ISBN edición impresa 978-84-9967-596-1ISBN impresión bajo demanda 978-84-9967-597-8ISBN edición digital 978-84-9967-598-5Fecha de edición: Septiembre 2014

Depósito legal: M-21.730-2014

Dedicado a Chavico, gato siamés de natural apacible y cariñoso.

Índice

Capítulo 1. Sobre el garrote vil
Una forma muy española de ejecutar
Métodos y verdugos
Una tortura noble
En el siglo XIX, un nuevo ritual de ejecución
El fin del espectáculo
El garrote en el arte
Nicomedes Méndez, el genio del garrote
Capítulo 2. Ejecuciones curiosas entre 1802 y 1974
Ejecución de dieciséis bandoleros
Ejecución de patriotas durante la guerra de la Independencia, dos de ellos mediante garrote
Ejecución de Antonio Rodríguez Maraver en la plaza de la Cebada
Ejecución de Juan Baquedano, alias Juanillo
Ejecución del teniente general Francisco Javier Elío
Ejecución de Mariana Pineda Muñoz, heroína liberal
Ejecución de José de Elósegui por envenenador y carlista
Ejecución del bandido Luis Candelas
Ejecución de dos parricidas: la tradición del tonel
Ejecución de Teresa Guix: de nuevo la tradición del tonel
Ejecución de Rafael Barrufet por el asesinato de un vecino en la localidad de La Canonja
Once agarrotados por un delito de secuestro
Traslado ferroviario y ejecución de cinco personas
Ejecución del cura Merino, regicida frustrado
Siete agarrotados, más Josep Barceló
Ejecución del cadáver del coronel Blas de Durana Atauri
Ejecución de Josepa Pascual
Ejecución del Martineja
Ejecución de Eugenio López Montero por el asesinato de una dama
Ejecución de dos asesinos
Ejecución de Juan Oliva Moncusí, otro regicida frustrado
Ejecución de Francisco Otero González, nuevo regicida frustrado
Ejecución del Sacamantecas
Siete ejecutados acusados de pertenecer a la Mano Negra
Tres personas ejecutadas por el crimen de la Guindalera
Ejecución de Higinia Balaguer
Ejecución de Pepillo Cintabelde
Ejecución de Isidro Mompart, convertida en todo un espectáculo
Cuatro anarquistas ejecutados por el asalto al ayuntamiento y a la cárcel
Ejecución de Aniceto Peinador
Ejecución del soldado Juan Chinchurreta
Ejecución de tres reos de asesinato
Ejecución del anarquista Santiago Salvador
Ejecución de Joaquín Figueras
Las mujeres primero
Ejecución de Rosa Boix Freginals
Ejecución de Josefa Gómez Pardo, la Perla
Ejecución de Gregorio Tomás
Ejecución del parricida Manuel Serrano Arévalo, alias el Tigre
Ejecución de Silvestre Lluís Selma
Ejecución del anarquista italiano Michele Angiolillo Lombardi, magnicida
Un patíbulo roto: ejecución de los hermanos Mariano y Lorenzo Ara
Ejecución de Rafael González Gancedo
Ejecución de Catalina Muñoz y de Lucio Álvarez, el Trabas
Ejecución de Miguel Broch Sancho
Dos ejecutados, entre ellos un sacerdote
Dos ajusticiados por el asesinato de dos mujeres
Ejecución de dos criminales por los asesinatos del huerto del Francés
Ejecución de Juan Rull Queraltó
Ejecución del Cojo de Bailén y de Laureano Conejero
Ejecución de Bonifacio García Martínez
Dos ejecutados por el asesinato de un niño
Ejecución de Jacinto Bruguera, asesino de jovencitas
Ejecución de Felipe Pasamar, el reo de Calcena
Dos ejecutados en un estreno con chapuza incluida
Triple ejecución en la cárcel Modelo
Tres ejecutados por el crimen del expreso de Andalucía
Ejecución de los anarquistas Llàcer y Montejo
Una caótica ejecución: dos agarrotados por los sucesos de Vera de Bidasoa (Navarra)
Ejecución de Andrés Aranda Ortiz
Ejecución de Manuel Vasco Vargas
Ejecución de Agapito García Atadell y Pedro Penabad
Ejecución del capitán republicano Abelardo Carcedo
Tres agarrotados públicamente
Ejecución del atracador Juan Soto Sánchez
Nueve «atracadores» ejecutados
Ejecución del guerrillero Baldomero Fernández Ladreda
Ejecución de Monchito
Ejecución del guerrillero Benigno Andrade, Foucellas
Juan José Trespalacios, agarrotado en olor de santidad
Ejecución de Carlos Soto Gutiérrez, asesino necrófilo
Ejecución de tres personas por el crimen de las estanqueras de Sevilla
Ejecución de dos hermanos de Miranda de Arga
Ejecución de José María Jarabo
Ejecución de Pilar Prades Expósito, última mujer agarrotada en España
Ejecución de Juan García Suárez, el Corredera
Ejecución de los anarquistas Delgado y Granado
Ejecución de Salvador Puig Antich
Ejecución de Georg Michael Welzel
Bibliografía

Capítulo 1 Sobre el garrote vil

UNA FORMA MUY ESPAÑOLA DE EJECUTAR

El garrote vil ha sido en la España contemporánea el método tradicional de ajusticiamiento de los condenados a muerte, si exceptuamos el fusilamiento, aplicado esencialmente a los sentenciados por la jurisdicción militar, aunque, como veremos a lo largo de estas páginas, incluso algunos de estos reos también sufrieron pena de garrote al tener potestad dicha jurisdicción para decidir sobre ello. Dando por supuesto que desconocemos cuándo comenzó a emplearse en nuestro país, sí podemos decir que los dos últimos ejecutados mediante este método fueron el anarquista catalán Salvador Puig Antich y el alemán oriental Georg Michael Welzel. Ambos murieron la mañana del 2 de marzo de 1974 con una diferencia de escasos minutos, tras ser sentenciados meses atrás precisamente en sendos consejos de guerra. Más de año y medio después, el 27 de septiembre de 1975, eran fusilados los cinco últimos condenados a muerte de la historia de España que no habían logrado el indulto. Nuevamente fueron tribunales militares los que sentenciaron a la última pena a once terroristas de ETA y FRAP, seis de los cuales lograrían su conmutación por penas de reclusión mayor en grado máximo. Por fin, la pena de muerte, que ya había sido suspendida durante la Segunda República (aunque sólo entre 1932 y 1934) para ser restaurada en el Código Penal común por la ley del 5 de julio de 1938, quedó definitivamente suprimida por la Constitución de 1978 (salvo algún matiz conservado en el Código de Justicia Militar para momentos de guerra, anulado en 1995 por una ley orgánica).

La etimología de la palabra «garrote» no está del todo resuelta. Comúnmente se suele decir que procede del francés garrot (‘palo grande’), aunque otros hablan de un origen germánico. En el siglo XII, apretar con cuerdas se decía, en el centro de Europa, garoquier o waroquier, de donde procede el sustantivo waroc, que podría ser la fuente de nuestro vocablo «garrote». Guerotier es una palabra algo más tardía que en la misma zona significaba ‘agarrotar’, en el sentido de «estrangular». «Garrote», pues, originalmente sería el trozo de madera o la rama con cuyo concurso se apretaban las cuerdas del torniquete.

El garrote, nacido en el mundo romano o acaso antes, fue empleado en muchos países, incluida China (los misioneros jesuitas ya tuvieron constancia de ello al menos desde el siglo XVIII; de hecho, la segunda esposa de Mao Zedong, Yang Kaihui, fue ejecutada mediante garrote por las autoridades del Kuomintang el 14 de noviembre de 1930 en Changsha), aunque al final donde más acabó arraigando fue en España y sus colonias (en Bolivia, por ejemplo, se mantuvo hasta la abolición de la pena de muerte en la Constitución de 1967; lo mismo en Puerto Rico, hasta su última ejecución acaecida en 1926, Cuba o Filipinas). También en nuestra vecina Andorra, aunque a su último condenado a muerte, ejecutado el 18 de octubre de 1943, se acabara fusilándolo por falta de verdugo. Se trataba de un individuo llamado Pedro Areny, sentenciado por fratricidio. En Austria o Italia también llegó a emplearse en el pasado.

Hablando de Italia, en la localidad de Senigallia (región de las Marcas) morirían ejecutados, la noche del 31 de diciembre de 1502 y mediante garrote, dos mercenarios enemigos de César Borgia llamados Oliverotto da Fermo y Vitelozzo Vitelli. El verdugo no fue otro que el valenciano Miguel Corella, fiel servidor de los Borgia.

Ejecución llevada a cabo en Manila en 1899, cuando Filipinas ya no pertenecía a España. Probablemente se trate de una falsa escenificación.

Centrándonos en el territorio español, ya en el siglo XIII, el rey Alfonso X relataba en su Crónica de los reyes de Castilla una ejecución por «ahogamiento» aplicada a su hermano el infante Fadrique, aunque desconozcamos el motivo (se ha especulado sobre una posible conspiración o incluso prácticas homosexuales con su yerno Simón Ruiz de los Cameros, que acabó quemado).

Auto de fe presidido por Santo Domingo de Guzmán, tabla de Pedro de Berruguete (h. 1495). Museo del Prado, Madrid. Uno de los condenados aparece ya estrangulado sobre el cadalso.

La Inquisición española y los tribunales civiles ya lo usaban con asiduidad en el siglo XVI, parece que al principio como elemento de tortura, o bien para ejecutar antes de que el condenado fuera quemado. De hecho, en la Europa de finales del siglo XVIII se hablaba del «garrote español». En la tabla de Pedro Berruguete, datada en torno a 1495 y titulada Auto de fe presidido por santo Domingo de Guzmán, uno de los dos condenados a la hoguera aparece ya agarrotado, cuando el garrote constituía un simple torniquete de cuerda aplicado al cuello. Los historiadores suponen que hacia el 1600 funcionaban ya garrotes metálicos, que dejaban atrás las simples cuerdas combinadas con un palo.

En aquellos tiempos siempre se consideró el garrote como una forma más humana de ejecución, frente a la lista de crueles maneras de matar que comenzaba con la hoguera y podía concluir con el descuartizamiento. Los artilugios solían fabricarlos herreros o cerrajeros, que podían dejar incluso su firma en los hierros. Así, el fabricado por «Joseph Tejada, año de 1777», por encargo de la Audiencia de Granada, incluía esa fruta grabada en el metal. Con él fue estrangulada en 1831 Mariana Pineda, y aún se mantuvo en uso por lo menos hasta 1892.

MÉTODOS Y VERDUGOS

En estas épocas, el método del garrote era muy sencillo: una cuerda o correa atada a un palo, o una argolla de hierro que permitía al verdugo estrangular mediante un torniquete a su víctima, la cual podía estar sentada o de pie, aunque siempre atada directamente al poste o a una suerte de silla adosada a ese mismo poste. Cuando en el siglo xix se generalizó su uso sustituyendo la horca, la otra forma de matar más utilizada, ya se usaba el collar de hierro asido a un tornillo. Gracias a la fuerza del verdugo, el reo moría entonces de forma teóricamente instantánea por rotura de cuello o fractura de la columna cervical, lo que esencialmente constituía una dislocación de la apófisis de la vértebra axis. Una fractura que provocaba el inmediato coma cerebral, y consecuentemente el rápido fallecimiento.

Al collar metálico se le añadiría con el tiempo una pieza posterior de hierro que, al incrustarse por atrás en el cuello del condenado, remataba la rotura de vértebras y del bulbo raquídeo y hacía, siempre de forma teórica, todavía más rápida la muerte (aunque, al parecer, sucedía todo lo contrario). Es lo que algunos llamaron «el garrote catalán», por comenzar a emplearse sobre todo en ese territorio por obra del verdugo de la Audiencia de Barcelona Nicomedes Méndez López (1842-1912), aunque según otros fue una supuesta mejora introducida por Gregorio Mayoral Sendino, el verdugo de la Audiencia de Burgos entre 1892 y 1928, que mantenía una manifiesta rivalidad con Méndez en lo que a su oficio se refería. De hecho, cada ejecutor de la justicia, encargado de custodiar los hierros en un enorme maletín dividido en compartimentos (acompañados de trapos empapados en aceite o grasa, o incluso, en los últimos tiempos, de una llave inglesa destinada a ajustar las piezas), procuraba innovar o introducir alguna variante en sus instrumentos, ya que siempre quedó manifiesto que la muerte casi nunca era instantánea, y generalmente solía llegar por estrangulación más que por otra causa, tras una agonía más o menos larga, que podía durar hasta los veinte minutos. Además, en muchas ocasiones, los verdugos de las diversas audiencias que durante el siglo XX tenían que desplazarse a distintas prisiones, solían llevar sus propios hierros porque no se fiaban de los que pudieran encontrar allí, en ocasiones viejos, oxidados o inservibles. En este sentido, los citados Nicomedes Méndez y Gregorio Mayoral acabaron convirtiéndose en unos diestros ejecutores de la justicia, genios de su profesión y acaso verdaderos innovadores sobre los que se afirmaba que apenas hacían sufrir a sus víctimas.

Los historiadores suelen afirmar que el verdugo decimonónico con más sentencias cumplidas fue el zaragozano José González Irigoyen, hijo, primo y hermano de verdugos, a quien se le atribuyen casi doscientas muertes. Su última actuación se produciría nada menos que con ochenta años (y cincuenta y seis de servicio) en la plaza de Zaragoza, cuando el 20 de enero de 1893 acabó con la vida, de forma bastante chapucera y cruel, del soldado Juan Chinchurreta. Ante el desagradable espectáculo que provocó, se le tuvo que expedientar y retirar del oficio sin ningún tipo de contemplación.

Se sabe también que alguno de estos verdugos también murió en venganza por su oficio, como ocurrió con Rogelio Pérez Vicario, burgalés, ejecutor de la Audiencia de Barcelona, tenido por poco profesional y acribillado a balazos por unos anarquistas. Murió en la capital catalana el 28 de mayo de 1924.

El caso de Florencio Fuentes Estébanez, humilde campesino palentino, también resulta significativo. Verdugo de la Audiencia de Valladolid, su última ejecución fue la de un joven zapatero de Sodupe (Vizcaya) llamado Juan José Trespalacios, al que dio garrote en la cárcel de Vitoria en junio de 1953 cuando este había protagonizado una espectacular conversión religiosa y que se verá en la segunda parte de esta obra. Posteriormente se negó a ejecutar a otro condenado, por lo que fue procesado. Acabó suicidándose en 1970 colgándose de un árbol.

El Boletín Oficial del Estado del 7 de octubre de 1948 recogía la convocatoria para cubrir cinco plazas de ejecutores de sentencias. Entre la llamada promoción del 48 se encontraba Vicente López Copete, antiguo trilero, estraperlista, maletilla, legionario y falangista en Marruecos, nacido en Badajoz en 1914. Llegó a ser el verdugo de la Audiencia de Barcelona, con catorce ejecuciones a cuestas, aunque fue expulsado en 1973 mientras cumplía una condena de cárcel por estupro. «Yo las cosas de este oficio no las había visto nunca…, pero una vez que se hace…, es decir, la primera y la segunda vez, es un trago, pero luego ya no. A todo se acostumbra uno». En cierta ocasión fue detenido al ser confundido con un maqui. El juez le dijo que lo iba a encarcelar para evitar que siguiera matando. Copete le espetó: «Con todos mis respetos, señor juez, yo sólo mato a los que me manda su señoría […]. Esto del garrote es por asfixia y estrangulación, todo junto. A mí me pueden venir sueltos o esposados, con la cara cubierta o descubierta…, me da igual. La cosa es rápida haciéndolo bien […]. Se sientan, les pongo el asunto y ya no se mueven». En 1954 agarrotó a Enrique Sánchez, apodado el Mula, que había asesinado a un policía y a un taxista. En ese momento, el reo le dijo: «Tú con ese aparato matando y yo con mi pistola, nos hubiéramos quedado solos en España». La última ejecución realizada por Copete fue en 1966; luego vendría una época de indultos que al parecer no gustó al verdugo: «Lo que pasa es que, como el caudillo es tan benévolo y tan noble, ¿eh?, pues mira, no quiere ejecutar a nadie en España, pero hay que ejecutarlos». Entre sus compañeros, Copete tenía fama de ser el más frío, el más entero, no en vano su frase preferida era: «El que la haga, que la pague». En 1974, el destino le tenía preparado ser el último verdugo español, al corresponderle ejecutar al anarquista catalán Salvador Puig Antich, pero su encontronazo con la justicia se lo impidió. Cuando salió de la cárcel de Sevilla, entró a trabajar en la fábrica de caramelos Damel de Elche. El historiador Juan Eslava Galán recoge todas estas frases en su libro Verdugos y torturadores.

Garrote clásico empleado en el siglo XIX. Se conserva en el museo de tortura de Freiburg im Breisgau, Alemania.

Pedro Oliver, en su estudio titulado La pena de muerte en España, resume de forma muy gráfica la esencia de este método de ejecución:

Al margen de detalles más o menos escabrosos […], el garrote fue desde siempre entendido en España como un sencillo instrumento de ejecución, muy fácil de fabricar y sobre todo muy cómodo para ser transportado y guardado por los propios ejecutores de la justicia, para dejarlo cómodamente apartado en las audiencias o visiblemente expuesto en las prisiones, en un lugar que se reservaba en exclusiva para él mientras proyectaba hacia los presos su impactante presencia (sin ir más lejos, en la madrileña cárcel de Carabanchel durante la dictadura franquista).

También aclara su funcionamiento durante los siglos XIX y XX de forma muy expresiva:

Sentados y con el tronco y la cabeza adosados a un palo, cualquier agarrotado moría por asfixia y estrangulamiento (e incluso por aplastamiento de la zona cervical). Se lo provocaba el verdugo cuando accionaba un tornillo o manivela dándole vueltas para que el collar de hierro de una forma u otra apretara mortalmente el pescuezo del reo, o bien presionando desde delante del cuello y hacia el palo (como siempre se hizo en los garrotes antiguos), o bien juntando fuertemente dos placas de hierro convexas (un sistema más moderno).

UNA TORTURA NOBLE

El adjetivo de «vil» se relaciona con el estamento social al que, en un principio, estaba destinado el garrote. El 23 de febrero de 1734, mediante una real pragmática firmada en el palacio de El Pardo, Felipe V aprobó el garrote como pena de ejecución de nobles en sustitución del cuchillo (para la decapitación o el degüello). La horca, considerada infamante, quedaba reservada a los plebeyos. Estaba claro que morir sentado resultaba más digno que hacerlo suspendido en el aire.

En esta época ilustrada, y siguiendo la tradición anterior, se mantuvo la costumbre de trocear al ejecutado una vez muerto. Veamos algunos ejemplos de lo acontecido en la ciudad de Pamplona. Así, a un habitante de Elizondo agarrotado en 1744 por matar a dos vecinos, se le dio muerte y se le cortó la mano derecha. Lo mismo le sucedió a Juan Irigoien en 1772, aunque en 1750, a Fermín Iriarte llegaron a hacerle cuartos, se le cortó la cabeza y se expusieron sus miembros por diversos lugares de la ciudad.

Cuando Fernando VII estableció el garrote ya de forma definitiva de ejecución (exceptuando, como ya sabemos, en la jurisdicción militar), lo hizo mediante una real cédula firmada el 24 de abril de 1832 (curiosamente para celebrar el cumpleaños de su esposa María Cristina de Borbón). En dicho decreto se decía:

Deseando conciliar el último e inevitable rigor de la justicia con la humanidad y la decencia en la ejecución de la pena capital, y que el suplicio en que los reos expían sus delitos no les irrogue infamia cuando por ellos no la mereciesen, he querido señalar con este beneficio la gran memoria del feliz cumpleaños de la Reina mi muy amada esposa, y vengo a abolir para siempre en todos mis dominios la pena de muerte por horca; mandando que en adelante se ejecute en garrote ordinario la que se imponga a personas de estado llano; en garrote vil la que castigue delitos infamantes sin distinción de clase; y que subsista, según las leyes vigentes, el garrote noble para los que correspondan a la de hijosdalgo.

La forma de morir era la misma, y lo único que cambiaba era el uso de la palabra «vil», que implicaba una forma más degradante de trasladar al preso hasta el cadalso (en burro o arrastrado en un serón). El periodista Mariano José de Larra, en su artículo publicado en la Revista Española de 30 de mayo de 1835 y titulado «Un reo de muerte», aparte de criticar ya en esos años la pena capital y todo el ritual que se establecía en torno a las ejecuciones públicas, se burlaba del mismo concepto de «garrote vil»: «¿Qué quiere decir un reo noble? ¿Qué quiere decir “garrote vil”? Quiere decir indudablemente que no hay idea positiva ni sublime que el hombre no impregne de ridiculeces».

Grabado de Francisco de Goya titulado Muchos an acabado asi (1810-1811). Museo del Prado, Madrid. Representa una ejecución clásica a garrote.

En 1836, el inglés George Borrow asistió a la ejecución de dos reos en Madrid, dejando manifiesta su perplejidad sobre lo que allí vio en su libro La Biblia en España:

Fuimos a ver la ejecución, que no se me olvidará en mucho tiempo. Los reos eran dos jóvenes, dos hermanos, culpables de haber escalado de noche la casa de un anciano y asesinarle cruelmente para robarle. En España estrangulan a los reos de muerte contra un poste de madera en lugar de colgarlos, como en Inglaterra, o de guillotinarlos, como en Francia. Para ello, los sientan en una especie de banco, con un palo detrás, al que se fija un collar de hierro, provisto de un tornillo; con el collar se le abarca el cuello al reo, y a una señal dada, se aprieta con el tornillo hasta que el paciente expira. Mucho tiempo llevábamos ya esperando entre la multitud, cuando apareció el primer reo, montado en un asno, sin silla ni estribos, de modo que las piernas casi le arrastraban por el suelo. Vestía una túnica de color amarillo azufre, con un gorro encarnado, alto y puntiagudo, en la rapada cabeza. Sostenía entre las manos un pergamino, en el que había escrito algo, supongo que la confesión de su delito. Dos curas llevaban al borrico por el ramal; otros dos caminaban a cada lado, cantando letanías, en las que percibí palabras de paz y tranquilidad celestiales; el delincuente se había reconciliado con la Iglesia, confesado sus culpas y recibido la absolución, con promesa de ser admitido en el cielo. Sin mostrar el más leve temor, el reo se apeó y subió sin ayuda al cadalso, donde le sentaron en el banquillo y le echaron al cuello el corbatín fatal. Uno de los curas comenzó entonces a decir el credo en voz alta, y el reo repetía las palabras. De pronto, el ejecutor, colocado detrás de él, dio vueltas al tornillo, con prodigiosa fuerza, y casi instantáneamente aquel desdichado murió. Al tiempo que el tornillo giraba, el cura comenzó a gritar: «Pax et misericordia et tranquillitas», y gritando continuó, en voz cada vez más recia, hasta hacer retemblar los altos muros de Madrid. Luego se inclinó, puso la boca junto al oído del reo, y de nuevo clamó, como si quisiera perseguir a su alma en su marcha hacia la eternidad y consolarla en el camino. El efecto era tremendo. Yo mismo me excité tanto, que involuntariamente exclamé: «¡Misericordia!», y lo mismo hicieron otros muchos. Nadie pensaba allí en Dios ni en Cristo; todos los pensamientos se concentraban en el cura, que en tal momento parecía el más importante de todos los seres vivos, con poder suficiente para abrir y cerrar las puertas del cielo o del infierno, según lo tuviese a bien; pasmoso ejemplo del sistema papista imperante, cuyo principal designio fue siempre mantener el ánimo del pueblo todo lo apartado de Dios que podía, y en concentrar en el clero sus esperanzas y temores. La ejecución del segundo reo fue enteramente igual; subió al patíbulo a los pocos minutos de haber expirado su hermano.

Al final, la denominación de «garrote vil» desapareció en el Código Penal de 1848, aunque se siguiera mencionando así por el común de las gentes.

Sin embargo, algunas pervivencias del Antiguo Régimen, como el desmembramiento del cuerpo del reo, aún se mantuvieron tras la muerte de Fernando VII y los comienzos del régimen liberal. Así tenemos el caso de Miguel Pallejá, agarrotado el 24 de mayo de 1834 por bandolerismo. Tras su muerte, se le cortó la cabeza y la mano derecha, miembros enviados a Reus para ser expuestos en la entrada de la ciudad. Poco a poco, está práctica de exposición de miembros y cuerpos iría también desapareciendo.

A lo dicho anteriormente añadamos que la primera implantación del garrote como forma de ajusticiamiento única en la jurisdicción ordinaria se la debemos a José Bonaparte, que la estableció por decreto el 19 de octubre de 1809. En el mismo decreto también se fijaba la estancia del reo en capilla en veinticuatro horas, y se establecía que si tuviera algún carácter o distinción eclesiástica, civil o militar, se consideraría degradado por la simple declaración de la sentencia. Una disposición que las Cortes de Cádiz también aprobaron en decreto de 24 de enero de 1812. Con el regreso de Fernando VII al trono, se derogaron estas normativas y se volvió a la horca para plebeyos y garrote para nobles. El Código Penal de los liberales, fechado en 1822 y primero en la historia de España, volvía a la exclusividad del garrote, aunque su duración fue exigua por la vuelta del absolutismo monárquico al año siguiente. Por fin, llegamos al real decreto de 1832, ya aludido, y la regularización del garrote como definitiva pena única en caso de condena a muerte en la jurisdicción ordinaria.

EN EL SIGLO XIX, UN NUEVO RITUAL DE EJECUCIÓN

Los Códigos Penales de 1848 y 1850 establecieron el ritual de ejecución, que se mantuvo prácticamente igual hasta comienzos del siglo xx. Así, en el último de los códigos mencionados se recogía lo siguiente:

Art. 89: «La pena de muerte se ejecutará en garrote sobre un tablado. La ejecución se verificará de día y con publicidad en el lugar generalmente destinado para este efecto, o en el que el tribunal determine cuando haya causas especiales para ello. Esta pena no se ejecutará en días de fiesta religiosa o nacional».

Art. 90: «El sentenciado a la pena de muerte será conducido al patíbulo con ropa negra, en caballería o carro. El pregonero publicará en alta voz la sentencia en los parajes del tránsito que el juez señale».

Art. 91: «El regicida y el parricida serán conducidos al patíbulo con ropa amarilla y un birrete del mismo color; una y otro con manchas encarnadas».

Art. 92: «El cadáver del ejecutado quedará expuesto en el patíbulo hasta una hora antes de oscurecer, en la que será sepultado, entregándolo a sus parientes o amigos para este efecto, si lo solicitaren. El entierro no podrá hacerse con pompa».

Art. 93: «No se ejecutará la pena de muerte en la mujer que se halle encinta, ni se le notificará la sentencia en que se le imponga, hasta que hayan pasado cuarenta días después del alumbramiento».

Los artículos 89 y 93 se mantendrán vigentes incluso durante la época franquista.

La pena de muerte se aplicó en la España contemporánea con cierta profusión, debido a las numerosas guerras y conflictos que el país vivió. Revueltas liberales y absolutistas, carlismo, republicanismo, cantonalismo, revueltas sociales, Guerra Civil de 1936-1939… Incluso en nuestras colonias de Cuba y Filipinas, quedó ya dicho, se utilizó como método para eliminar a delincuentes y rebeldes (como el venezolano Narciso López, muerto en La Habana en 1851 por luchar a favor de la independencia cubana, o el padre José Burgos, agarrotado en Manila en 1872). Por lo tanto, resulta imposible cuantificar el número de ejecutados en este período. El garrote se utilizó entonces con frecuencia, pues la jurisdicción militar lo contemplaba también, aunque no cabe duda de que en los momentos de guerra fue el fusilamiento el método más empleado, especialmente durante la mencionada Guerra Civil de 1936, cuando el número de ejecutados se elevó a cotas prácticamente imposibles de cuantificar debido a que muchos se llevaron a cabo sin juicio previo, convirtiéndose así en simples asesinatos. Puede afirmarse sin pudor que, en ese tiempo, la pena de muerte aplicada por los rebeldes alcanzó dimensiones descomunales.

La ejecución pública sobre tablado o cadalso, espectáculo de disuasión característico del Antiguo Régimen, se mantuvo durante todo el siglo XIX como una tradición muy arraigada. Generalmente, los patíbulos se instalaban en lugares concurridos, sobre todas en plazas céntricas como la de la Cebada en Madrid, la Puerta de Toledo también en la capital, el patio de Cordeleros en Barcelona, la Puerta de Elvira en Granada, el campo Volante en La Coruña, la plaza del Ayuntamiento (antes de la Fruta) en Pamplona, etcétera.

Muchos se quejaron del espectáculo que significaba una ejecución pública. Ya hemos mencionado antes el caso de Mariano José de Larra. A finales del siglo XIX, la escritora gallega Concepción Arenal decía en su artículo «El reo, el pueblo y el verdugo, o la ejecución pública de la pena de muerte»:

¿Es cristiano, es lógico, enviar al reo un ministro del Señor para que le ayude a bien morir, y una multitud para que le ayude a morir mal como ha vivido? ¿Es cristiano enviarle esa inmensa tentación de la vanidad, esa distracción de la conciencia, ese obstáculo al arrepentimiento, allí, frente al cadalso, al borde del sepulcro, en los umbrales de la eternidad? Esa multitud que se agolpa en el camino del patíbulo ha de ser un obstáculo al recogimiento, al silencio que debe imponer a las cosas humanas el hombre que va a morir. Desde el momento en que el suplicio se convierte en espectáculo, se hace del reo un actor que, como todos, quiere ser aplaudido y teme ser silbado. Ya no es de su crimen, ni del daño que ha hecho, ni del horror que debe inspirar, de lo que el pueblo se ocupa, sino de si va bien peinado, de si tiene buena figura, de si marcha con paso firme, de si su aspecto es varonil y su voz entera; es un drama gratis y al aire libre, en el que el público se olvida del culpable: sólo ve al protagonista, y le admira cuando representa bien su papel. El reo quiere a toda costa excitar esa admiración y satisfacer su última vanidad.

Pío Baroja, en un artículo aparecido en el periódico bonaerense La Nación el 13 de agosto de 1939, titulado «Ejecuciones y verdugos», nos ofrece un vivo relato de cómo atraían a los jóvenes las ejecuciones, convertidas cada vez más en espectáculos morbosos que unían a miles de espectadores para contemplar la muerte en directo:

Una de las impresiones más profundas de mi juventud fue ver de chico, desde el balcón de un cuarto de la calle Nueva de Pamplona, el paso de un reo que llevaban a ejecutar en la Vuelta del Castillo. Iba en un carrito, rodeado de cuatro o cinco curas. Vestía una ropa amarilla pintada con llamas rojas y un birrete. Había matado en Ariz a un cura y a su sobrina.

Dos largas filas de disciplinantes encapuchados, con sus cirios amarillos, cantando responsos o letanías, iban delante del carro. Detrás marchaba el verdugo a pie, braceando. Era pequeño, rechoncho, llevaba traje de aldeano, sombrero gravero y polainas. Luego, por la tarde, lleno de curiosidad, sabiendo que el agarrotado estaba todavía en el patíbulo, fui a verlo y estuve de cerca contemplándolo. Después apareció el verdugo a soltar el cadáver, y dio explicaciones ante un grupo de curiosos. Yo volví a casa temblando de horror.

Pocos años más tarde era estudiante en Madrid del Instituto de San Isidro. Había allí bastante granujería de los barrios bajos del pueblo. Una mañana un condiscípulo propuso hacer novillos e ir a ver cómo ejecutaban a los reos de la Guindalera, dos hombres y una mujer. Fuimos unos cuantos. Llegamos tarde. Tres siluetas negras de agarrotados se destacaban al sol en el tablado puesto al ras de la tapia de la cárcel Modelo. La mujer estaba en medio. La habían matado la última, según decía la gente, por ser la más culpable. El espectáculo era terrible, pero al menos de lejos tenía algo de teatro.

Años después presencié la ejecución de la Higinia Balaguer, la protagonista de un crimen de la calle de Fuencarral, que en Madrid tuvo una resonancia inaudita. Hormigueaba la gente en los desmontes próximos a la cárcel. Soldados de a caballo formaban un cuadro muy amplio. La ejecución fue rápida. Salió al tablado una figurita negra de mujer. El verdugo le sujetó los pies y las faldas. Luego los hermanos de la Paz y Caridad y el cura con una cruz alzada formaron un semicírculo delante del patíbulo y de espaldas al público. Se vio al verdugo que ponía a la mujer un pañuelo negro en la cara, que daba una vuelta rápidamente a la rueda, quitaba el pañuelo y desaparecía. En seguida el cura y los hermanos de la Paz y Caridad se retiraron y quedó allí la figurita negra, tan pequeña, encima de la tapia roja de ladrillo, ante el cielo azul, claro, de una mañana madrileña.

EL FIN DEL ESPECTÁCULO

Considerando aquellos espectáculos lamentables muestras de barbarie, con el fin de siglo llegó también el final de las ejecuciones públicas (1900), que quedaron recluidas generalmente a los patios o salas específicas de las prisiones y cárceles y ante un número reducido de personas: autoridades, notarios, sacerdotes, médicos, funcionarios y algunos testigos. La estancia en capilla quedaría fijada en ese mismo año a 18 horas (antes se dilataba hasta los 3 días, y desde 1870 a 24 horas), hasta que en 1944 fue reducida a 10. Durante ese tiempo, que se iniciaba en el momento de la notificación de la sentencia definitiva, y hasta su aplicación, el condenado, encerrado en una sala habilitada al efecto (como si de un encierro dentro de un encierro se tratase), sólo podría contactar con la autoridad municipal, el fiscal, su defensor, familiares, funcionarios requeridos y el sacerdote y cofrades encargados de la asistencia espiritual. Tal estancia en capilla podía convertirse en un verdadero suplicio añadido, pues, según el artículo 13 del Código Penal de 1848, «el tiempo se ocupará en conversación espiritual, rezando el santo rosario, lectura de libros devotos […], examen de conciencia y confesión», es decir, un continuo recuerdo de lo que le aguardaba por parte de los asistentes espirituales. Por último, si no llegaba el indulto (algo que en los momentos finales no solía darse, sino más bien tras el conocimiento de la sentencia), la muerte del reo era de inmediato anunciada mediante un pañuelo negro expuesto de forma visible en el exterior en la cárcel.

Imágenes de prensa que representan a dos ejecutados en Vic (Barcelona), el 14 de mayo de 1897, por el asesinato de una viuda en Manlleu.

Una vez en el cadalso, el reo o reos (había ejecuciones múltiples), vestido de hopa negra (amarilla para parricidas y regicidas) y gorro de bayeta del mismo color, podía exponer sus últimas palabras, que en general eran peticiones de perdón. Puesto que en algún caso estos testimonios podían llegar a convertirse en verdaderos discursos políticos, a finales del siglo XIX ya ni siquiera se concedía la palabra al reo.

El fin de la publicidad de la muerte se debió a la llamada ley Pulido, aprobada en las Cortes españolas el 9 de abril de 1900. Esta ley lleva el nombre de Ángel Pulido Fernández, médico y parlamentario de Murcia, partidario de la abolición de la pena de muerte y autor de un libro sobre esta cuestión (La pena capital en España) publicado en Madrid en 1897. Pulido presentó su iniciativa parlamentaria cuando ya muchas ejecuciones se llevaban a cabo en el interior de las prisiones, debido al clamor y las muchas protestas que el espectáculo, siempre truculento y considerado una muestra de barbarie, provocaban.

Sin embargo, el temor popular a que algún reo que hubiera instigado la animadversión popular no fuera en realidad ejecutado, asimismo motivaba todavía el deseo de muchos de que al menos sus cadáveres fueran expuestos en público, como sucedió en el caso del crimen de Don Benito (Badajoz), acaecido en 1902, y del que se da noticia en la segunda parte de esta obra.

En contradicción con lo anterior, conocemos al menos un caso de un reo que, posteriormente a la ley Pulido, quiso ser ejecutado en público. Se trata del Cojo de Bailén, quien, junto a otro bandido llamado Laureano Conejero, fue agarrotado en la cárcel de Sevilla el 22 de diciembre de 1908 por matar a dos guardias civiles en el asalto al tren de Jerez. Al parecer, el Cojo, supuestamente arrepentido de su crimen, solicitó que su muerte sirviera de escarmiento a la juventud mostrándola a todo el que quisiera asistir. No le hicieron caso.

Sin embargo, en este sentido, la Guerra Civil y la inmediata posguerra constituyeron un paréntesis, pues algunas penas de garrote sentenciadas por los tribunales militares rebeldes serían ejecutadas en público, con obligación de asistencia de los ciudadanos. Así sucedió en Sama de Langreo el 13 de diciembre de 1937, cuando fue ejecutado en la plaza del Ayuntamiento el capitán republicano Abelardo Carcedo con la intención de dar ejemplo e intimidar a los partidarios de la República. Incluso después de concluido oficialmente el conflicto, aún eran ejecutadas públicamente tres personas, el 30 de agosto de 1940, en Portugalete. En conjunto, y con ello no afirmamos nada que no se sepa ya, nuestro conflicto civil del 1936-1939 significó un retorno a la barbarie, a las ejecuciones públicas (especialmente fusilamientos), los castigos vergonzantes y las humillaciones llevadas a cabo por las calles de numerosas localidades, algo que se mantuvo en la inmediata posguerra como forma de continuar con el exterminio y el sufrimiento del enemigo derrotado. El famoso «garrote y prensa», con que el general Franco apostillaba los enterados a las sentencias de muerte que constantemente le presentaban, no es más que un ejemplo de ese deseo de humillar e insultar al vencido aun en sus últimos momentos.

Observando lo sucedido en el País Vasco durante la Guerra Civil, podemos decir que tras la caída del territorio en manos de los rebeldes, el primer agarrotado fue Pedro Garmendia Garmendia, militante de Acción Nacionalista Vasca, ejecutado el 13 de diciembre de 1937. Luego siguieron varios más, como el socialista Fabián Gutiérrez, teniente del batallón Meabe (una columna de las Juventudes Socialistas Unificadas), muerto en la cárcel de Larrinaga el 15 de marzo de 1938.

EL GARROTE EN EL ARTE

La pintura española contemporánea ha recogido también esta forma de ejecutar sobre todo en dos obras excepcionales, tituladas ambas de la misma forma: Garrote vil. Sus autores fueron Ramón Casas, del que más adelante hablaremos, y José Gutiérrez Solana. La obra de este último está inspirada en la última ejecución celebrada en Alba de Tormes el 10 de diciembre de 1897, cuando fueron agarrotados dos delincuentes apodados Riscas y Capolo por asesinar a un sacerdote. Una pintura datada en 1931 y que se encuentra en el Centro Georges Pompidou de París. El mismo Gutiérrez Solana, que asistió a varias ejecuciones, las describe con una rica prosa en varios de sus escritos.

Y no digamos el cine español, donde las ejecuciones a garrote vil han tenido un lugar destacado en numerosas películas y algún episodio televisivo. Desde la mítica El verdugo, de Luis García Berlanga, al maravilloso y esperpéntico documental de Basilio Martín Patino titulado Queridísimos verdugos. El verdugo fue presentada en el Festival de Venecia en 1963 y logró el premio Fipresci de la crítica internacional; aunque no ofrece ninguna imagen explícita de una aplicación del garrote, sí se basa libremente en la ejecución de Pilar Prades, conocida como la Envenenadora de Valencia.

Por su parte, Queridísimos verdugos (1973-1977) constituye un espejo donde se nos muestra la realidad sórdida y brutal de la pena de muerte a través de las declaraciones de tres verdugos españoles, Antonio López Guerra, Vicente López Copete y Bernardo Sánchez Bascuñana, evidentemente inspiradas por el alcohol repartido para soltar sus lenguas.

Pascual Duarte (Ricardo Franco, 1976), la película basada en la novela La familia de Pascual Duarte, de Camilo José Cela, recrea el agarrotamiento del protagonista supuestamente en la cárcel de Badajoz durante la Guerra Civil. Luego tenemos la serie de Televisión Española Proceso a Mariana Pineda (Rafael Moreno, 1984), así como el conjunto de episodios titulados genéricamente La huella del crimen, también de Televisión Española, basados en hechos reales y entre los que se incluyen episodios dedicados a Higinia Balaguer y el crimen de la calle Fuencarral, el crimen de Don Benito, el asalto al expreso de Andalucía, el caso de las estanqueras de Sevilla, más los de Jarabo y Pilar Prades. En todos los casos, las últimas escenas recogen la ejecución de sus protagonistas. En 1978 se estrenó la película El huerto del francés, del actor y director Jacinto Molina, más conocido en el mundillo como Paul Naschy, basada asimismo en un suceso real que culminó en dos agarrotamientos sevillanos. Y por último destacamos la cinta Salvador (Manuel Huerga, 2006), sobre la vida y muerte del anarquista catalán Salvador Puig Antich. En el documental La bomba del Liceo (Carles Balagué, 2009) se analiza la figura de Santiago Salvador, el autor del atentado, y su agarrotamiento en Barcelona a manos del genial Nicomedes Méndez. Otro interesante documental, donde se narra la ejecución del alemán Georg Michael Welzel en la cárcel de Tarragona en 1974, es La muerte de nadie (Joan Dolç, 2004).

Garrote vil. Óleo sobre lienzo realizado por José Gutiérrez Solana en 1931. Centro Georges Pompidou, París.

El reo conducido al patíbulo. Fotograma de la película El verdugo (1963), de Luis García Berlanga.

Hasta sus propios versos ha tenido el garrote. Valle-Inclán, en La pipa de kif (1919), incluye el siguiente poema titulado «Garrote vil»:

¡Tan!, ¡tan!, ¡tan! canta el martillo. El garrote alzando están. Canta en el campo un cuclillo, y las estrellas se van al compás del estribillo con que repica el martillo: ¡tan!, ¡tan!, ¡tan!

El patíbulo destaca trágico, nocturno y gris. La ronda de la petaca sigue a la ronda de anís; pica el tabaco la faca y el patíbulo destaca sobre el alba flor de lis.

Áspera copla remota –que rasguea un guitarrón– se escucha. Grito de jota del morapio peleón. Apicarada pelambre –al pie del garrote vil– se solaza muerta de hambre embromando al alguacil.

Un gitano vende churros al socaire de un corral; asoman flautistas burros las orejas al bardal; y en el corro de baturros el gitano de los churros beatifica al criminal.

El reo espera en capilla, reza un clérigo en latín; llora una vela amarilla y el sentenciado da fin a la amarilla tortilla de yerbas. Fue a la capilla la cena del cafetín.

¡Tan!, ¡tan!, ¡tan! canta el martillo. El garrote alzando están. Canta en el campo un cuchillo y las estrellas se van al compás del estribillo con que repica el martillo: ¡tan!, ¡tan!, ¡tan!

NICOMEDES MÉNDEZ, EL GENIO DEL GARROTE

Pero el gran vínculo entre la cera moldeada y el patíbulo tiene nombre propio: Nicomedes Méndez, el más célebre de los verdugos de Barcelona, y acaso de toda la historia contemporánea española. En su labor profesional como siniestro funcionario de la Justicia, además de mejorar (según algunos) el garrote vil con la introducción de una pieza de hierro posterior que quebraba las vértebras del cuello (mecanismo bautizado como «el garrote catalán» y aplicado por vez primera con Santiago Salvador en 1894, aunque sobre este particular otros atribuyen el invento a Gregorio Mayoral), Nicomedes fue el encargado de ajusticiar a Isidro Mompart (1892), del que nos queda una de las más impresionantes fotografías de una ejecución; a Aniceto Peinador (1893), cuyo ajusticiamiento fue inmortalizado por el pintor Ramón Casas; a Santiago Salvador (1894), el anarquista responsable de la bomba del Liceo; a Joaquín Figueras (1895), autor del crimen de Castelldefels, y cuya ejecución congregó a varios miles de personas llegadas de la vecina Barcelona en macabra romería; y, junto a muchos otros, a Silvestre Lluís (1897), autor del triple crimen de la calle Parlamento, último ejecutado públicamente en Barcelona.

Nicomedes Méndez había nacido en Haro (La Rioja) el 16 de septiembre de 1842, ejerció como verdugo titular de la Audiencia de Barcelona (también suplente en las de Valencia y Zaragoza) entre 1877 y 1908, se jubiló entonces y falleció el 27 de octubre de 1912 en la capital catalana.

Méndez se casó joven con Alejandra Amor, con la que tuvo dos hijos (varón y mujer). Comenzó como ayudante de los verdugos de Madrid y Ciudad Real, antes de conseguir plaza propia. Al parecer, su verdadero oficio era el de zapatero, muy común entre los ejecutores decimonónicos, como Gregorio Mayoral y Rogelio Pérez. Se inició como titular en 1877, cuando ajustició a Pedro Playá, condenado por haber asesinado a su hijastro de trece años.

Con el tiempo adquirió fama de ser un profesional muy diligente y orgulloso de su trabajo. Blasco Ibáñez se inspiró en él para crear el personaje del verdugo Nicomedes Terruño en su relato Un funcionario, a quien los sentenciados a muerte tenían por un gran hombre. Fue el propio Nicomedes Méndez quien le contó detalles de su vida, con ocasión de tener que actuar en Valencia para ejecutar al reo Rafael Sánchez. Blasco se encontraba en esos días de fines del siglo XIX encarcelado por delitos de opinión.

Aunque cobraba un extra de cien pesetas por ejecución, Méndez declaró a la prensa estar dispuesto a ejercer gratis, y afirmaba prestar un gran servicio a la sociedad. Sin estar obligado a ello, de vez en cuando se dejaba caer por la cárcel de Reina Amalia a ajustar y engrasar el garrote vil que allí se custodiaba, cosa que no gustaba nada a los funcionarios de prisiones.

A finales del siglo XIX, en España había cinco verdugos titulares. En Madrid actuaba Áureo Fernández, en Sevilla estaba José Fernández, en Burgos ejercía Gregorio Mayoral y en Cáceres laboraba Saturnino de León. Pero ninguno de ellos era ni remotamente tan popular como el verdugo de la Audiencia de Barcelona, Nicomedes Méndez López, que llegaría a convertirse en un personaje típico de la ciudad novecentista.

Cuando no ejercía como verdugo, Méndez era un triste funcionario que cuidaba gallinas y criaba canarios. Vivía con su mujer y sus dos hijos en una pequeña torre del barrio de La Salut. Habitualmente, lucía una espesa barba, que sólo se afeitaba cuando tenía que trabajar. Sin embargo, su oficio también le trajo grandes desgracias familiares. En 1884 su hija se suicidó, al ser abandonada por su prometido cuando este se enteró del verdadero oficio de su padre. Su hijo se vio implicado en una agresión a un guardia civil, y a punto estuvo de ser condenado a muerte, lo cual hubiera obligado a Nicomedes a darle garrote. En 1886, sería asesinado en una reyerta callejera.

El 16 de enero de 1892, con motivo de la ejecución de Isidro Mompart, fue entrevistado en La Vanguardia