Generación Negroni. Antología en homenaje a David Gistau. Con prólogo de Arturo Pérez-Reverte y epílogo de Ángel Antonio Herrera. Con artículos de David Gistau. - VV.AA. - E-Book

Generación Negroni. Antología en homenaje a David Gistau. Con prólogo de Arturo Pérez-Reverte y epílogo de Ángel Antonio Herrera. Con artículos de David Gistau. E-Book

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Beschreibung

Los más destacados columnistas españoles homenajean a su amigo y compañero David Gistau, el más brillante de todos ellos. Relatos, reflexiones sobre la profesión periodística, recuerdos sobre el amigo ausente, humor, autoficción… en una antología tan diversa, desenfadada y sorprendente como el perfil de estos periodistas que quizá a partir de ahora conoceremos como Generación Negroni. Emilia Landaluce, Jorge Bustos, Karina Sainz Borgo, Sergio del Molino, Cristian Campos, José Ignacio Wert Moreno, David Mejía, Jesús Nieto Jurado, Rebeca Argudo, José F. Peláez, Juan Soto Ivars, Rubén Amón, Ramón Palomar, A. J. Ussía, Chapu Apaolaza, Guillermo Garabito, María José Solano, Jesús Fernández Úbeda, Jesús García Calero, David Lema. No hay un hilo específico que hermane a los escritores que están en este libro; ni siquiera los textos elegidos por ellos mismos para construirlo. Es el nombre Gistau, o su espíritu. Sólo eso. O es, tal vez, la franja de tiempo, el momento en que estos escritores y periodistas se desenvuelven, miran, escuchan, pelean. Lo asombroso de Generación Negroni es que da cabida a voces distintas, pero todas inteligentes, todas profundas, que tienen la humildad profesional de hermanarse bajo la sombra benéfica, la mirada entrañable de David Gistau. Por eso éste me parece un libro de extraordinario interés referencial. De sus textos se desprende una lucidez temprana y, como en los de Gistau, mucha base: amplia y bien digerida cultura. Todos los aquí firmantes son lectores, cada cual con sus gustos, sus querencias y sus derrotes; pero se les adivinan los libros bien leídos y el respeto por el lector en todo cuanto escriben. Y debo añadir algo que me parece fundamental: no he sido capaz de advertir en ellos sectarismo alguno, ni siquiera cuando defienden posiciones de las que podríamos llamar conservadoras o progresistas, pues de todo hay. En ninguno he visto intransigencia ni arrogancia; y el simple hecho de que acepten figurar juntos en el índice de un mismo libro, amparados por un simbólico negroni —esa bebida que David Gistau adoraba y que elevó a la categoría de mito—, dice mucho de ellos. De su humildad profesional, de su forma de entender el columnismo y el país donde viven y trabajan. De su talento. De su manera admirable de ser escritores españoles. Del prólogo de Arturo Pérez-Reverte

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

Generación Negroni

© De los textos, sus autores

© 2023, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Diseño de cubierta: LookatCia.com

 

I.S.B.N.: 9788419883575

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Arturo Pérez-Reverte

David Gistau, el jefe de su tribu

Generación Negroni

Emilia Landaluce

Parole, parole

Jorge Bustos

Carta a un joven columnista

Karina Sainz Borgo

Historia de una columna (desviada)

Sergio del Molino

Mira y pasa

Cristian Campos

Contra el puto columnismo

José Ignacio Wert Moreno

Lo que opina el personal

David Mejía

Orwell y las ventajas de no ser un genio

Jesús Nieto Jurado

Vivirse en cunetas

Rebeca Argudo

Ser columna de opinión. Breve manual desatinado

José F. Peláez

Un rebaño de lobos

Juan Soto Ivars

Mordeduras de piraña y caricias de adulador

Rubén Amón

Honrarás a tus hijos

Ramón Palomar

Olvidos y resurrecciones

A. J. Ussía

Mirada en Madrid

Chapu Apaolaza

En el bar de Isidro

Guillermo Garabito

Últimas tardes en el jardín de La Mudarra

María José Solano

La piel de naranja. A modo de preámbulo

La Hermandad del Fénix. Un nuevo caso «futurista» de la inspectora Sorrento

Jesús Fernández Úbeda

El tío ese del banco

Jesús García Calero

El rapto de Europa

David Lema

Y ahora qué: jirones de recuerdos ridículos

Epílogo

Ángel Antonio Herrera

Yo he venido a hablar de Gistau

David Gistau

Ante la muerte

Todo un linaje del oficio se ha extinguido

Guadalajara

Prólogo

Arturo Pérez-Reverte

 

 

 

Escritor y académico en la Real Academia Española, editor y cofundador de Zenda. Es autor, entre otros muchos, de los libros La carta esférica o El capitán Alatriste.

Sus libros han sido traducidos a más de 40 idiomas y recibido los más importantes galardones.

David Gistau, el jefe de su tribu

 

 

 

 

 

David Gistau fue, sin lugar a dudas, el Hemingway de su generación. El más admirado, el más respetado. Tenía algo peculiar que lo hacía diferente a todos: no era encasillable en nada, y eso no es común. En lugar tan incómodo como España, propenso siempre a la bandería y la puñalada, escritores y periodistas, incluso los claramente situables a la derecha o la izquierda, lo admiraban y respetaban. Con el tiempo, poco a poco, artículo tras artículo, David había ido creando su propio estilo. Una manera propia de abordar los asuntos y de contarlos. Tenía una gran cultura y eso era fundamental; también una formación norteamericana importante, pero sobre todo una profunda consistencia europea. Y esa mezcla, riquísima, le permitió cuajar un modo de abordar los temas al mismo tiempo tradicional e innovador. Un estilo inconfundible y propio.

El resultado, siempre espléndido, fue que al leerlo se percibía el aroma clásico de los grandes escritores y columnistas de toda la vida, y al mismo tiempo una extrema modernidad. No era alguien que mirase atrás. Miraba para el futuro desentrañándolo en el presente con las luces del pasado. No había en él nada caduco, apolillado o rancio, sino todo lo contrario: era esa clase infrecuente de escritor capaz de agarrar un tema sobado por todo el mundo desde hacía cien años, quitarle el polvo, darle la vuelta y presentarlo como nuevo, o con un enfoque que nadie había sido capaz de darle hasta entonces. Ése era su encanto. Su talento. Y a ello hay que añadir su manera de ser. Sus amigos lo queríamos por lo que era, y también por lo que decía y cómo lo decía. Por eso es natural que hoy hablemos de él y de este libro que se cobija en su memoria.

Toda generación necesita un referente de autoridad, bien para imitarlo o bien para atacarlo, pues las generaciones se unen tanto en la admiración como en el desdén. Pienso, como ejemplo anterior y más reciente, en Francisco Umbral, que indudablemente marcó toda una época en el periodismo de opinión español. Sin embargo, la enorme influencia de Umbral operó de un modo singular, pues los columnistas que admiraban su estilo y trataban de emularlo se encontraban casi en la misma proporción a los que estaban en contra. E incluso entre quienes lo admiraban, esa admiración se dirigía con frecuencia a la obra, no al hombre.

Con David Gistau se da una circunstancia insólita, al menos en un país como España, donde la sombra de Caín siempre es alargada: resulta casi imposible encontrar a alguien que esté contra él. En su caso —y hablo de David en presente, porque su obra sigue viva, y no sólo para sus amigos— se concita una admiración general y un respeto profundo, en cierta forma debido a que en vida ejerció como una especie de padre o padrino de nuevos escritores de periódicos, lo que incluye a ambos sexos, sin que la edad tuviese nada que ver. Hasta para los veteranos de su misma edad actuó como hermano de armas. Quien no quería parecerse a David, al menos quería tenerlo como referencia, como modelo, como amigo, como juez. Un elogio suyo se consideraba un galardón: una medalla en el pecho del compañero de profesión que empezaba a crecer. A abrirse camino en el complejo mundo de las redacciones de los periódicos.

Es natural, por tanto, que una notable generación de periodistas que se ha ido asentando en los últimos años y ahora firma sus columnas en medios importantes, desee, o necesite, o aprecie, agruparse bajo un patrocinio, aunque sea simbólico. No se trata, naturalmente, de que sus integrantes escriban, emulen o persigan a Gistau. El asunto es más sencillo que eso: les gusta reivindicar su magisterio. Su figura y talante de tipo grande, bondadoso, culto, brillante, a menudo con un negroni en la mano, con aquella barba rubia que le hacía parecer un pirata vikingo o un comandante de submarino alemán después de una campaña en el Atlántico. Es, hoy, una cuestión de solidaridad y de afecto. Están orgullosos de él y lo dicen sin complejos. A nada más se obligan con ello. Hasta quien no cree en una fe o una idea religiosa puede perfectamente, sin contradecirse, tener un santo como referente, como protector, como patrón.

Me consta que ninguno de los periodistas aquí reunidos intenta imitar el estilo columnístico o literario de David Gistau; pero sé también que algo especial ocurrió tras su muerte, cual si se hubiese acelerado un proceso de cristalización extraordinario. A los héroes que caen jóvenes en el campo de batalla les sonríe el Olimpo, y eso fue lo que ocurrió con David. Su muerte prematura, su prestigio, la admiración de los que éramos anteriores a él o de sus contemporáneos materializó su aura. Lo convirtió en leyenda. Y así, incluso quienes ni siquiera tuvieron ocasión de conocerlo o de leerlo pueden hoy ponerse bajo su patrocinio con absoluta naturalidad. Con plena justicia y derecho. Por eso los hombres y mujeres que se dan cita en este libro podrían legítimamente llamarse Generación Gistau; no porque, insisto, lo imiten, lo sigan o le rindan culto, sino porque él ennobleció con su obra el espacio por el que ellos ahora transitan. Es en cierto modo lo que ocurrió con Manu Leguineche y aquella generación de jóvenes reporteros de guerra de los años 70 y 80 del siglo pasado. También David es el indiscutible jefe de su tribu.

Así pues, la grandeza de David Gistau es que después de muerto ha ganado la batalla del prestigio que ya lo hacía destacar en vida. Ha logrado que incluso periodistas y lectores que apenas lo seguían antaño se interesen, lo recuperen y hablen de él con reverencia. ¿Qué más puede pedir un escritor y columnista?

En cuanto a quienes se agrupan en esta interesante Generación Negroni, les ha tocado escribir en tiempos muy convulsos: tiempos de lobos con piel de cordero y de falsos profetas. Antes todo estaba claro, o parecía estarlo: democracia frente a totalitarismos, cultura frente a demagogia, inteligencia frente a estupidez. Era más fácil que ahora delimitar campos y territorios. Hoy, tal vez debido a que el público lector ha perdido inocencia o está cansado de ver la trastienda del juego, una nueva realidad ha terminado imponiéndose. Una nueva forma de mirar y comprender, o ayudar a que otros comprendan. Es natural que surjan voces muy diferentes e incluso dispersas, o contradictorias.

No hay un hilo específico que hermane a los escritores que están en este libro; ni siquiera los textos elegidos por ellos mismos para construirlo. Es el nombre Gistau, o su espíritu. Sólo eso. O es, tal vez, la franja de tiempo, el momento en que estos escritores y periodistas se desenvuelven, miran, escuchan, pelean. Lo asombroso de Generación Negroni es que da cabida a voces distintas, pero todas inteligentes, todas profundas, que tienen la humildad profesional de hermanarse bajo la sombra benéfica, la mirada entrañable de David Gistau.

Por eso éste me parece un libro de extraordinario interés referencial. De sus textos se desprende una lucidez temprana y, como en los de Gistau, mucha base: amplia y bien digerida cultura. Todos los aquí firmantes son lectores, cada cual con sus gustos, sus querencias y sus derrotes; pero se les adivinan los libros bien leídos y el respeto por el lector en todo cuanto escriben. Y debo añadir algo que me parece fundamental: no he sido capaz de advertir en ellos sectarismo alguno, ni siquiera cuando defienden posiciones de las que podríamos llamar conservadoras o progresistas, pues de todo hay. En ninguno he visto intransigencia ni arrogancia; y el simple hecho de que acepten figurar juntos en el índice de un mismo libro, amparados por un simbólico negroni —esa bebida que David Gistau adoraba y que elevó a la categoría de mito—, dice mucho de ellos. De su humildad profesional, de su forma de entender el columnismo y el país donde viven y trabajan. De su talento. De su manera admirable de ser escritores españoles.

Generación Negroni

Emilia Landaluce

 

 

 

Columnista y periodista en El Mundo, es autora de diversos libros, entre ellos, Sobre nosotras, sobre nada o La mala víctima, firmados ambos junto a la periodista Rosa Belmonte.

Parole, parole

 

 

 

 

 

Los chinos dicen que quien nombra las cosas las posee. (Y no pongo viejo proverbio chino porque parece que los proverbios parecen ser siempre viejos y chinos, lo que es muy injusto para nuestro refranero). Los chinos saben del poder del lenguaje. En chino, China se dice 中国, Zhōngguó, que significa país del centro (del mundo). Y eso explica mucho de China.

El buen periodismo es anticiparse. Prefiero nombrar a Diana Vreeland como referente que a Kapuściński. La directora deVogue decía que en moda no había que darle a la gente lo que quería, sino lo que la gente no sabía todavía que quería. Algo similar pasa con las palabras, hay que llamar a las cosas antes que el otro y apropiarse del palabro y de lo que nombre. El calentamiento global pasó a cambio climático tras varios años fríos. La pobreza energética sólo existe cuando a alguno le hace falta. Y a mí me cuesta entender que dejásemos que líneas rojas se impusiera a límites. Ahí empezaron nuestros problemas. O cuando el bullying desplazó a los abusones. O a los matones que pegan en el cole.

Meter una palabra en la conversación social no es fácil. Es elhub en lugar de un centro de. Sin embargo, llamar al padre del rey, rey viejo, rey padre, don Juan Carlos… se quedó demodé cuando alguien se inventó lo de emérito. Por supuesto, su adopción por algunas partes tenía una clara intencionalidad. Emérito demerita al viejo rey. Y menoscaba la monarquía. Por eso el rey Juan Carlos es una de las obsesiones de los tabarrones republicanos. (Pero ¿quién no es republicano sin…?).

Hay otros ejemplos exasperantes. La famosa Dana se dice ahora más que la gota fría, que suena muy bonito más allá de la canción de Carlos Vives. Y solo sí es sí parece haber sustituido al no es no, pero también a sí sí (emperatriz o no).

Los periodistas a veces tienen el poder de nombrar las cosas antes de que los políticos las hagan suyas. Esto es, que las politicen. La violencia de género, por ejemplo. No escucharán a ningún votante (otra cosa es que sean políticos en campaña) de centro derecha que hable en su día a día de ese término. Aunque les parezca extraño. Violencia de género ya se entiende mejor que violencia contra las mujeres. Y el termino en sí ya enmarca a quien lo pronuncia.

La izquierda en realidad aporta más palabras y por eso se hace dueña de tantos asuntos. Es lo que inclina el tablero hacia un lado. Quien nombra las cosas las posee. ¿Y te hizo suya?, preguntaban en los 80 en una novelucha subidita de tono. Nos suena anacrónico. Quien nombra las palabras las posee. Lo peligroso empieza cuando las palabras nos poseen a nosotros.

Jorge Bustos

 

 

 

Licenciado en Teoría de la Literatura, colabora en radio y televisión y es subdirector de El Mundo,donde ejerce además como columnista y reportero. Asombro y desencanto (Libros del Asteroide) es el último de sus cinco libros publicados hasta la fecha.

Carta a un joven columnista

 

 

 

 

 

Me dices que quieres ser columnista y me preguntas qué tienes que hacer para ver tus columnas publicadas en un periódico importante. Cuál es el camino más corto, seguro y directo para que tu firma alcance renombre, para que incluso —poniéndonos verdaderamente risueños— puedas un día vivir de ejercer el oficio de columnista. Te agradezco que acudas a mí, porque eso significa que crees que puedo ayudarte, y ayudarte no en un sentido puramente material —facilitándote contactos, recomendándote a alguien, abriéndote las páginas de mi propio periódico—, sino espiritual. Es decir, crees que puedo transmitirte algunos conocimientos, experiencias y trucos del oficio que te sirvan para recorrer el angustioso trecho que separa tu vocación de su cumplimiento. O sea, tus textos de sus potenciales lectores.

Hubo un tiempo en que la autoridad para dar consejos la concedía la edad. Hoy el columnismo es un oficio cada vez más joven y cada vez más concurrido y cada vez más precario, y es precario porque está muy concurrido por gente muy joven: se trata de una ley elemental en cualquier mercado —también el de la lectura— que no necesitas que te explique. España ha sido un país fértil en columnistas; en general, ha sido fértil en solistas de cualquier disciplina: se nos ha dado mejor el quijotismo que la industria. Y en la Transición, como en la Segunda República, gozaron de una particular relevancia, razón de que estén tardando en jubilarse algo más de lo recomendable. Todavía se tiene a gala decir de Fulanito que murió con la pluma en la mano y habiendo enviado puntualmente la columna del día (escrita seguramente por su viuda): qué necesidad. Esta actitud correosa, de la que parecen excluidas las generaciones menos pugnaces (por más libres) que han venido después, creó un tapón gremial que empezamos a romper los nacidos en los años ochenta. Tal es la causa de que a los de mi quinta aún se les llame «jóvenes columnistas». Pero lo cierto es que voy a cumplir cuarenta años y que publiqué mi primera columna a los veinte; se titulaba Lógica y ola de frío, salió en un modestísimo periódico local de Madrid y estaba atestada de citas filosóficas y de otros vicios retóricos que quizá pueda ayudarte a conjurar. A la experiencia de dos décadas haciendo columnas me acojo para ello.

He mencionado la Transición. Y alguien podría pensar —tú mismo, sin ir más lejos— que vincular la Transición, o la República, o cualquier otro periodo políticamente connotado al desempeño del columnismo sugiere que no se puede ejercer el oficio de la opinión en prensa sin opinar de política. Pues bien, eso es exactamente lo que trataba de sugerir. ¿Significa eso que la nota costumbrista o el arrebato lírico o la crónica cultural más o menos camuflada o el calentón futbolero o la cómica vicisitud de una divorciada letraherida o la plegaria de gratitud por un atardecer familiar en la sierra no tienen cabida en una columna de periódico? Yo no he dicho tal cosa. Lo que intento decir es que un columnista de prensa ha de ser en primer lugar un observador de la vida pública del país; si su circunstancia personal le ayuda a formarse una opinión sobre la marcha de la polis, de la comunidad en la que el columnista vive, bienvenidos sean su uso y su abuso. Pero no debes olvidar, si realmente quieres dedicarte a este oficio, que el columnista es un espectador privilegiado, porque además de ver goza del privilegio de hacer oír su voz con el aval de un medio de comunicación. Los columnistas ombliguistas pueden atesorar mucho talento y toda la vis humorística del mundo y un pulso conmovedor para el boceto de las nimiedades cotidianas, pero ni dominan ni duran en este negocio; o duran por la respiración asistida del patrón ideológico o empresarial, nunca por el favor del público. Y está bien que no duren, porque han traicionado el pacto social con el lector, que lo mínimo que espera de un columnista es que se moje un poco.

¿Significa eso que tienes que convertirte en un intelectual? Bueno, a estas alturas parece imposible rescatar esa palabra del barro donde la hundieron a pachas los propios intelectuales por un lado y los populistas por el otro. Pero si tu voz no aspira a la influencia, una influencia real y mensurable que provoque adhesiones y amenazas, entonces es mejor que te dediques al posteo de estados de ánimo en tu red social favorita. Y, por cierto, no confundas la influencia con el poder. El poder, en columnismo, es un atributo que solo fascina a los mediocres que persiguen el cohecho o a los resentidos que claman venganza, y un buen columnista no puede ser ni una cosa ni la otra. En cambio, desearás la influencia, no ya por vanidad —en todo caso un motivo más sano que la ideología—, sino porque te preocupa en alguna medida la deriva de tu país, ese solar centenario donde viven y mueren tus conciudadanos. A esa preocupación la llamábamos antiguamente patriotismo, si esa palabra no yaciera en el mismo barro que ahoga a los genuinos intelectuales por culpa de los mismos verdugos. Un columnista, sí, es un patriota. No lo olvides.

Tu segunda patria es tu lector. Él es el que manda. Y es el único que debe mandar. Pero al mismo tiempo es el último al que debes someterte, precisamente porque tu sumisión lo alejaría de ti. Antes deberás conquistar el derecho a ser escuchado. Lo harás con mucho tesón, con una vocación indeclinable y con una medida de fortuna. Sabrás que lo has conquistado porque el lector te buscará. Pero no te buscará para corroborar sus convicciones, como repiten tantos simples, sino para confrontar sus convicciones con las tuyas, porque las tuyas le importan. Si sale reforzado de la lectura, genial; si sale contrariado seguirá buscándote, porque te reconoce una secreta autoridad, un magisterio constante. El día que pierdas esa autoridad porque sospeche que escribes para reafirmar sus tesis y no para aquilatarlas, te abandonará.

Sé versátil. Y si no te sientes seguro fuera de lo que te funciona, entonces lee, ensaya y soporta la crítica hasta que ganes una nueva seguridad. Cuando era más joven contraje una malsana pasión por la taxonomía, por los podios y por las hogueras purificadoras de la censura: esto es columnismo, esto no lo es. Hoy sé que el auténtico talento no consiste en tener una marcada personalidad, sino en tenerlas todas. O al menos en reunir el mayor número posible de personalidades columnísticas. No se trata de que digan de tu estilo que es inconfundible, sino que es inapresable. Que nadie lo puede etiquetar —fuera de la mala fe— porque verdaderamente ya eres capaz de escribir con sistemática elegancia de cualquier cosa. El genio es maniático, inmanente, pesadamente unívoco. El genio fue un oscuro invento de los románticos para curarse su rencor contra la luz, y como todos los inventos de los románticos termina en el crimen. El talento, noción clásica, indaga en la variedad para establecer lo canónico. Se adapta, imita, crece, muta, se supera. Pocos tienen una voz reconocible, y estos están bien; pero muy pocos pueden brillar en el empleo de cualquier tono y cualquier tema, y estos están mejor. Si quieres ser columnista tu dios no es Dionisos, sino Apolo. Sé claro, sé fuerte, sé bello; inténtalo al menos, muchacho. Deja el morbo para los que ignoran la etimología de lo morboso, que significa enfermo.

El columnista de talento es capaz de combinar la observación atenta con la imaginación atrevida. Solo con observación serás aburrido; solo con imaginación serás irrelevante. Hay buenos columnistas y hay grandes columnistas, y doy por hecho que tú quieres ser de los segundos. En tal caso debes comprender que el buen columnista puede amar intensamente, pero siempre en la misma postura; el gran columnista es poliamoroso, polimórfico y polivalente. Está el buen columnista umbraliano, el buen columnista irónico, el buen columnista político, el buen columnista activista, incluso el buen columnista cursi que nos mete algo en el ojo y nunca lo reconoceremos. Pero el gran columnista puede ser todos ellos en días sucesivos sin traicionar ni sus ideas ni su estilo. Es un pintor de paleta amplia, sobresaliente en el retrato, en el bodeguón, en la pintura histórica, en el paisaje impresionista y hasta en la miniatura flamenca. No es fácil, naturalmente, como no es fácil ser un novelista de mérito: debes saber que también el columnista trabaja con la fantasía —el enfoque novedoso, la premisa diferente, el personaje perfilado a partir del detalle revelador—, aunque su texto siempre despega y aterriza en la pista de la actualidad.

Te he dicho alguna vez que el columnista es mirada y estilo, y sigo pensándolo. Ambas facultades se pueden entrenar, porque no son otra cosa que el pensar (inventio) y el decir (elocutio) de la oratoria clásica. Pero siento comunicarte que no hay recetas mágicas para el pensar incisivo ni para el decir original. Seguramente una cierta predisposición genética a la expresividad verbal resulta imprescindible, pero el resto se va adquiriendo con años de masticación lectora, libros que van regando el sedimento interior que distingue a esos tipos que los burgueses llamaban hombres de espíritu. Ahí se forma el terreno del que brotan las columnas. Cuando dices de alguien, sin ocultar tu admiración, que le salen las buenas columnas como churros, párate a considerar que para llegar a esa facilidad ha tenido que leer mucho y vivir lo suficiente.

Y vivir, en columnismo, obliga a conocer de primera mano la materia de la que se escribe. Escribir de los políticos sin conocerlos no te hace más independiente, sino más ciego. También debes saber que acercarte demasiado pondrá en peligro tu independencia —y por tanto el respeto de tu lector—, y no por temor a una represalia, sino por la chispa del afecto o por el fuego de la inquina. Procura que esa llama esté apagada cuando te sientes a escribir; a veces naufragarás por exceso de cercanía y otras por exceso de distancia, pero al menos sé consciente de que naufragaste en aquel texto y contra qué arrecife, para poder corregir el rumbo en la siguiente columna. Y recuerda que no tiene ningún mérito la independencia cuando de ella no se deriva la posibilidad de que el interpelado por tu crítica pueda encontrarte, llamarte o rebatirte. Ese coraje mejorará tu estilo, porque le añadirá la responsabilidad de la que carecen los infinitos cobardes vestidos de valientes que pueblan la mecanografía del falso columnismo.

En cuanto a la forma, que tanto importa a los mitómanos del género, no tengo muchos consejos que darte porque efectivamente el estilo es el hombre, o la mujer. Y cuando no lo es significa que estás estafando al lector, y por tanto debes dedicarte a los monólogos o a los guiones baratos. Tu personalidad está en los giros que escoges, en los adjetivos que descartas y en la sintaxis que ordena tus ideas para fijarlas en frases eficaces y sinceras, sean cortas y copulativas o largas y subordinadas. Aprende que la prosa estriba en el sustantivo y toma la fuerza del verbo, y que escribir pensando en el adjetivo es como cocinar un filete con sacarina; el adjetivo es el postre de la columna, pero al lector primero hay que nutrirle.

Y por el amor de Dios, rellena de cera tus oídos antes de escuchar los cantos de sirena de la música que sofoca la letra. Guárdate de la sonaja de los fonemas, de los ruedines de las metáforas gastadas y del sabor exótico del término que urraqueaste por ahí. Esto no es Instagram, muchacho: esto es tu cerebro sin filtros. Cuando descubras la potencia sin igual de la idea, dejarás de preocuparte por el modo de expresarla. Domina el lenguaje, tiranízalo para que vaya por donde dictan tu pensamiento y tu sensibilidad; si por el contrario te dejas llevar por él acabarás solo, marginado en un rincón de la fiesta, preguntándote por qué nadie aprecia los campanudos ecos de tu voz de odre vacío.

Respeta a los maestros, pero no les rindas vasallaje. Escribe como si te estuvieran mirando por encima del hombro, pero no precisamente para agradarles. Los maestros auténticos esperan con resignación que los iguales, y no los igualarás escribiendo lo mismo que ellos solo que después. Piensa en el maestro venerado hasta pulsar la primera tecla; ni se te ocurra hacerlo después. Y cuando termines, asume sus correcciones con humildad. Porque ellos pasaron por donde tú estás pasando y llegaron adonde tú ansías llegar.

No confundas la subjetividad con la ecuanimidad. La subjetividad no te incumbe, como no te incumbe un planeta en que las sillas vuelen y los árboles hundan su copa en el suelo y enseñen sus raíces. La tierra es el reino de la gravedad y el columnismo es el reino de la subjetividad. Se trata de convertirte en un sujeto interesante, alguien cuyas subjetividades interesen. Para eso es importante que te esfuerces por conquistar el grado más alto de ecuanimidad a tu alcance. Serás de izquierdas o serás de derechas o serás mediopensionista, pero merece la pena que te esfuerces por ser ecuánime en tus textos. Ecuánime es aquel que sabe reconocer el acierto del adversario y el error del afín sin abandonar por ello la lealtad a sus principios. Una lealtad, por cierto, siempre condicionada al resultado de su contraste con los hechos: el que muere pensando lo mismo que pensaba a los veinte años entrega a la tierra un cerebro sin desprecintar.

Te daré un consejo para estos tiempos de censura y autocensura, de inquisidores y ofendidos, de presiones horizontales y linchamientos digitales. Cuando te ocurra a ti —y hoy a todo columnista decente tiene que ocurrirle— no cambies. Quieto ahí. Las heridas se lamen en casa, no en el folio. Niégate a la bajeza del pensamiento posicional por mucho que queme la llaga de un mal lance. Nunca opines algo simplemente para no coincidir con el otro, no escribas pasando a pasiva los posicionamientos activos del adversario o incluso del camarada. Tampoco lleves la contraria por llevarla, por mucho que te harten los lugares comunes o te canse tu propio bando. Sucede que a veces los tópicos dicen la verdad, incluso a veces la dicen los de tu propio bando, y tu misión consiste siempre en servir a la verdad; a tu verdad, al menos. Lo de epatar al burgués déjaselo a Baudelaire y a los payasos de las redes.

Grábate esto a sangre y fuego, joven español: el izquierdista y el derechista persiguen igualmente un mundo más justo, solo que por procedimientos diferentes. Es lógico que al izquierdista le parezcan injustos los procedimientos del derechista y es lógico que al derechista le parezca injustos los del izquierdista. Ese conflicto se llama democracia. Pero si eres conservador y solo ves rojos deseosos de pegar fuego a la patria y a la familia; o si te llamas progresista y solo ves fachas explotando al pueblo en general o a tu colectivo en particular, en ambos casos debes dejar de escribir columnas creyendo que le importarán a alguien ajeno a tu tribu. Lo tuyo es el activismo.

Es posible que nada de esto se consiga siendo demasiado joven, pero estoy bastante seguro de que se pierde siendo demasiado viejo, así que no te desanimes. Es un oficio hermoso, de honda y singular raigambre española, y merece una continuidad en este mundo. Piensa que por muy mal que esté —siempre estuvo mal—, por mucho que la revolución tecnológica amenace con reducirnos a la afasia y al emoticono, dudo que se encuentre una alternativa tan rica y sutil y poderosa como las palabras para designar los miedos y las esperanzas de los hombres. Así que, si de verdad sabes usarlas, por mucha competencia novel o veterana a la que te enfrentes podrás ganarte la vida. Encontrarás tu lugar en la honrosa cadena del columnismo patrio.

Es un oficio ético, porque no escribirás bien si no te anima un propósito honesto de mejora propia y ajena. Y es un oficio estético, porque en los mejores momentos sentirás que te has sentado por un día a la derecha de los poetas y de los novelistas. A la mañana siguiente, por supuesto, ellos seguirán sentados allí arriba y tú deberás empezar de nuevo aquí abajo. De las rentas viven los dinosaurios y los griegos. Un columnista vale lo que vale su último artículo: no lo olvides. Tu mejor columna está por escribir. Siempre.

No te conformes jamás. Si eres realmente bueno no tolerarás la relectura de tus textos más aplaudidos. Habrás aprendido a localizar en pocos segundos los puntos donde cargaste la mano del efectismo. Podrás desmontar rápidamente el reloj de la columna más redonda y constatar que habrías podrido montarla mejor con un poco más de trabajo. La columna, tal como yo la entiendo, no es un desahogo subjetivo ni una mera reflexión con propósito de influencia: es un arte. Como cualquier arte exige una técnica y persigue la belleza. La belleza de la verdad y secundariamente la belleza de las palabras. A los artistas más dotados parece nacerles la página con envidiable fluidez, pero se trata de una destreza engañosa, de una laboriosa sencillez. Hace falta la vida entera de un