Genética de los monos - María José Ramírez - E-Book

Genética de los monos E-Book

María José Ramírez

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Beschreibung

Ante la insistencia de su padre para que escriba la historia de la familia, María José Rangel se encuentra ante un acertijo. Si contar una historia es narrar con palabras lo que existe entre un inicio y un final, a través de la escritura intentará dar sentido al rompecabezas de nacimientos, accidentes, fallecimientos, uniones y separaciones que tejen la epopeya familiar. En medio de una colección de recuerdos y nostalgias, ella irá encontrando también el relato de su propio cuerpo e identidad. Apodada por sus hermanas como Cerebro de Mono en alusión al necio gesto paterno de inyectarse hormonas de mono para poder concebirla, Majo no solo hará la crónica de quienes comparten sus genes, sino también de los otros amores que han ido integrando poco a poco su manada. Ganadora del Premio Internacional Aura Estrada en 2011, María José Ramírez ha escrito una novela que es un altar de la memoria. Al retratar con honestidad y humor los vínculos de los afectos humanos revelando su dulce y cruel complejidad, la autora ha construido un hogar para fantasmas, árboles, fieras y las prístinas aguas del mar. Un hermoso mausoleo para rendir homenaje a los muertos y que es, por lo tanto, una luminosa celebración de la vida.

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Derechos reservados

© 2023 María José Ramírez

© 2023 Almadía Ediciones S.A.P.I. de C.V.

Avenida Patriotismo 165,

Colonia Escandón II Sección,

Alcaldía Miguel Hidalgo,

Ciudad de México,

C.P. 11800

RFC: AED140909BPA

www.almadiaeditorial.com

www.facebook.com/editorialalmadia

@Almadia_Edit

Edición digital: 2023

ISBN: 978-607-8851-51-5

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento.

Hecho en México.

Para Pacho

Pues solo el amor descubre la muerte.

MARÍA ZAMBRANO, EL HOMBRE Y LO DIVINO

It’s true that plenty of animal dads don’t contribute much to their offspring but their genes.

BRIAN HANDWERK, NATIONAL GEOGRAPHIC

Antiguo Testamento

I

Desde que comencé a escribir, todas las veces que hablo por teléfono con mi padre, me ordena afectuosamente:

–Escribe unas líneas, Cerebro de Mono.

O también:

–No dejes de escribir, Cerebro de Mono, aunque sea unas líneas cada día.

Tengo cuarenta años. Esta primavera, Francisco, mi papá, cumplió setenta y siete. Un día me pidió que escribiera su historia. Mi padre es un mono, un dios caído. Estamos rotos los dos y engarzamos nuestras manos como primates para seguir avanzando.

Hace tres años que no veo el mar, ni a mi padre. Tengo planeado irme de viaje, nadar con una de esas ballenas que en realidad son tiburones; perderme en el mar después de escribir esta historia.

En el principio, era el mar. En el principio, era Francisco, el hombre primigenio en la vida de Cerebro de Mono. Desde hace tiempo vivimos en ciudades distintas; yo, en la Ciudad de México, él mudándose de un sitio a otro a causa de su trabajo. Siempre hemos hablado por teléfono, desde que yo era una niña y él vivía en otro lado. Pero nunca había pasado tanto tiempo sin que uno de los dos visitara al otro. He escrito esta historia durante los últimos tres años. En parte porque Francisco se ha convertido en un fantasma y a los fantasmas es preciso recordarles que están en todas las cosas, en todas partes. Mi padre está en mi sangre de mono. Hace un momento le marqué para decirle:

–Estoy haciéndole los últimos cambios a mi novela.

–Ya sácala –me dijo– no existe la perfección.

También le llamé para contarle que mañana, por primera vez, llevaré a Luz, mi hija de nueve años, al Estadio Olímpico para ver un partido de las Pumas.

–Eso está muy bien, Cerebro de Mono, me parece muy bien. Le voy a llamar por la tarde, para que me cuente qué le pareció –y antes de que yo volviera a decir cualquier cosa, agregó–. Cuando tu hermano Carlos estaba chiquito, allí lo llevaba su mamá a ver el futbol.

–¿Y tú no ibas con ellos?

–…

–¿Carlos jugaba futbol, no?

–Sí. Yo no iba, porque no vivía en el df, pero su mamá lo llevaba.

–Qué bien –continué para que no se nos instalara de pronto el silencio–. Me voy a ir de viaje.

–Ah, ¿sí? ¿A dónde?

–Al mar. Después de entregar la novela.

–Ya sácala.

–Sí, papi.

–No dejes de escribir.

Nuestras conversaciones telefónicas siguen una coreografía más o menos invariable. A veces yo lanzo preguntas como tratando de anotar un gol; él para casi todos los balones. A veces logro colar una pregunta a la que responde; a veces me suelta respuestas que no volverá a mencionar en ocasiones posteriores, como si fueran el balón con el que se acaba de anotar un vergonzoso autogol.

En el verano de 2018, Francisco me pidió que escribiera la historia de su familia. En el camino me crucé con la mía, llena de fantasmas a los que necesitaba dibujar un hogar que habitar, fuera de mi cuerpo, fuera de este cerebro de mono destinado al olvido, como todo lo vivo.

En el principio era el verbo. En el principio, fuimos monos. En el principio, los hombres quisieron ser los padres de todo, los patriarcas: Dios. Esta es la historia de cómo yo, Cerebro de Mono, una mujer, un mono, un tigre, fui arrullada por mi padre, con la misma ternura con la que un gorila arrulla a su cría, y de cómo después mi padre se convirtió en una voz triste al otro lado del teléfono.

Esta historia es para Francisco, cuyo animal favorito son las serpientes; desde que nací, lleva una figura de plata colgada del cuello: se trata de Quetzalcóatl, Kukulcán, Gucumatz, la serpiente emplumada de los mixtecos, nahuas, mayas, quichés y otros pueblos originarios, que fue hombre y fue dios, una deidad dual encargada de dar vida a los humanos del Quinto Sol, asociada al viento y a Venus.

En el reino animal, los padres que paternan son pocos; la paternidad está ligada al establecimiento de una buena relación con las hembras para asegurar el futuro de la reproducción o para proteger a las crías que portan sus genes. De las más de tres mil especies de serpientes que existen en este planeta, excepto por la Pythonidae o pitón, que incuba los huevos que contienen a sus crías, ninguna se ocupa de su descendencia. Sin embargo, Zeus, arquetípico pater familias, fue también una serpiente.

Las serpientes están asociadas al cambio, a la eternidad. Cada mes la luna cambia. Cada mes he escrito esta historia que pretende ser un altar tanto como lo es un árbol, las nubes o el mar.

II

Soy tan salvaje, señor, que creo que solo me pertenezco a mí mismo.

PASCAL QUIGNARD

De pequeña, le preguntaba arrebatadamente a mi mamá por qué había decidido tener una cuarta hija. Estaba convencida de haber sido un error, un accidente en el matrimonio tortuoso de mis padres. Una y otra vez, mi mamá me reiteraba el mismo dato:

–Tu papá hasta se inyectó hormonas de mono para que yo pudiera embarazarme de ti. Tanto así te deseamos.

Hormonas de mono. Con dos hijas y un hijo y, por lo menos, una amante por ahí, a mi papá le inyectaron hormonas de mono para mejorar la calidad de su esperma y lograr una cuarta combinación de genes Rangel Heredia. Mi hermana Ana me bautizó Cerebro de Mono.

Nací el 23 de julio de 1982, a las cinco de la tarde. Soy la cuarta hija del primer matrimonio de mis padres, Francisco Rangel y Gloria Heredia. Soy María y también soy José, como mi mamá y mi hermano: Gloria Josefina, José Manuel y María José. Mis hermanas son Lorena y Ana. Mido 1.55, la estatura correspondiente a mis antepasados yucatecos, Candelaria Cuevas y Juan Heredia. Mi madre nació en Mérida, mis abuelos medían menos que yo y usaban el maya para contarse secretos. Nunca estoy consciente de mi tamaño y a veces redescubro el fenómeno de mi pequeñez cuando me veo en una foto junto a otras personas o cuando me paro al lado de la esposa holandesa de uno de mis amigos. Fuera de esos momentos, 1.55 metros no significan nada para mí y eso, a veces, parece decepcionar a mucha gente. Tengo el cabello castaño y las cejas desordenadas de mi madre y de mi abuela. A los quince años, cuando una profesional me maquilló para la boda de mi hermana Lorena, me dijo:

–Eres muy bonita, ¿nunca has considerado depilarte las cejas?

Arribé al nuevo milenio con unos arcos irregulares y ultradelgados encima de los ojos. Mi mamá y mi abuela se depilaron las cejas durante tantos años que terminaron por borrarlas casi por completo de sus rostros: las cejas incómodas de la familia Cuevas.

Delgada, senos pequeños, cadera ligeramente ancha. Tengo los ojos caídos (como algunos Heredia) y la nariz redonda (como algunos Rangel).

Soy, parcialmente, este cuerpo, esta cara.

Soy los libros que mi papá abandonó en la casa familiar. Soy especialmente el libro que saqué con curiosidad de un estante y que se llamaba ¿De dónde vienen los bebés?: “Cuando papá y mamá hacen el amor están lo más cerca que dos personas pueden estar”.

–¡María José! ¡¿Qué estás leyendo?! –era Ana escandalizada.

–Un libro… –dije un segundo antes de que me lo quitara de las manos.

–¡No puedes leer eso!

–¿Por qué no?

–¡Porque tienes nueve años!

–¿Y cuándo quieres que lo lea? ¿Cuando tenga quince?

Mi hermano Manuel recibió de mi mano una estocada con un lápiz (cuya punta asegura tener todavía encajada hoy en día en el pecho) y un golpe en la cabeza con una pequeña jaula de metal que usábamos como cárcel de nuestros muñecos delincuentes. No le saqué sangre, pero el golpe me valió un regaño de los buenos y que mi mamá escondiera algunos de mis peluches adentro de la secadora de ropa.

Soy, parcialmente, esa violencia.

–¿Qué quieren? ¿Matarse? –nos preguntaba constantemente mi madre.

La verdad es que sí quise matar a Manuel varias veces. Antes de irnos a los golpes, mi hermano me decía cosas como Nariz de Cerdo o Leona, y yo le decía Manuela. En nuestra idiosincrasia, yo debía ser bonita y mansa, y él no debía ser mujer. Nos golpeábamos hasta que a alguno se le pasaba la mano. Casi siempre a mí, aunque él es mayor.

Yo me juraba todas las veces que Manuel y yo peleábamos que ya nunca más volvería a jugar con él, porque el saldo resultaba siempre desventajoso para mí.

–¡Los voy a castigar a los dos! –decía mi madre.

–¡Pero él me está molestaaandooo!

–Sí, María José, pero tú le pegaste. ¿Qué no ves que tiene más fuerza que tú? ¿Qué quieres? ¿Que te lastime?

Manuel ya me lastimaba y yo lo odiaba por eso, tanto como odiaba mi nariz de cerdo.

Me acostumbré a hacer un esfuerzo enorme por sostener mi dignidad. Lo más lejos que llegué con eso fue la vez que mi hermano me escribió una carta y me hizo un dibujo de reconciliación. En el mismo momento en el que me entregó el papel (un retrato prismacolor en el que salíamos los dos de la mano), lo rompí sin leer lo que decía. Recuerdo que, mientras cortaba con las manos el papel, escuchaba cómo mi propio corazón se rasgaba.

Otro día me mudé al baño. Mi mamá contaba que una vez Lorena se había “ido de la casa” porque estaba enojada.

–¡Llegó al parque y se regresó! –decía mi mamá riéndose.

Yo me mudé al baño, con una almohada y una cobija, durante diez minutos.

Fracasé en el rencor todas las veces. Yo quería mucho a Manuel, a Manuela, pues. Lo quería y lo odiaba. Mientras mis dos hermanas mayores estaban muy ocupadas siendo adolescentes (Lorena me lleva doce años y Ana, siete), mi hermano (dos años mayor) y yo compartimos la infancia. Fue duro irlo perdiendo con el paso del tiempo, conforme se convirtió en un puberto y desarrolló una completa aversión a mi presencia. De noche, antes de acostarse, le daba beso a mi mamá y a mis otras dos hermanas, y cuando llegaba a mí decía:

–A ti no, Cerebro de Mono, guácala.

A ese desprecio ya no respondí con golpes, sino con distancia.

Ahora que tengo una hija, Luz, cuando alguna vez me ha sacado de quicio, le ha tocado recibir uno que otro zape y jalón de pelo.

Soy de una violencia innata.

Soy de una culposidad innata.

Pero, ante todo, la voluntad sacrificial corre por mis venas.

En el principio era el sacrificio, después, el cansancio. Entonces vino Luz, luego el zape y después la culpa, con su halo pútrido e inútil, partiéndonos dolorosamente con su punzada.

Mi mamá y yo creemos que está en nuestros genes. De algún modo, la cruz de mi abuela Candelaria, aquello por lo que debía pagar en este Valle de Lágrimas (decía ella) y por lo que se dedicaba devotamente a su matrimonio, su parroquia y a sus rezos, llegó a mi vida en la forma de un remordimiento musgoso.

Tal vez la violencia sea también una cuestión de genética. Aunque sé muy bien que mi abuela Candelaria jamás le dio un zape a mi mamá. Mi abuelo Juan, en cambio, sí le propinó un bofetón el día en que mi madre aseguró preferir las tortas de a peso que vendían en la calle a la comida yucateca que mi abuela guisaba diariamente en su restaurante.

Pero lo de mi madre nunca fueron los bofetones, ni los zapes. Si lo hacía, se le hinchaban las manos. Por eso prefería los pellizcos y los jalones de pelo, todos ellos leves y medidos para que nuestro quejido (siempre mío o de Manuel) no se escuchara en plena misa.

Como la limitaban la hinchazón y el dolor de sus propias manos, lo que generalmente hacía, si íbamos en el auto y Manuel y yo peleábamos o nos comportábamos de una manera inadecuada, era frenarse en seco y voltearse desde el asiento del conductor con los ojos inyectados para reprendernos. Si nos encontrábamos en tierra firme, en nuestra casa, se quitaba una de sus chanclas; eran unas chanclas chinas bordadas a las que llamábamos en singular La Chancla China, porque después de que se quitaba una, mi madre procedía a amenazarnos con ella, blandiéndola con la misma mano que le restringía los golpes directos; entonces Manuel y yo salíamos corriendo y ella, para satisfacer nuestro gusto por la puesta en escena, aventaba La Chancla China en nuestra dirección, sin atinar nunca en nuestros cuerpos.

Tal vez mi abuela paterna, Isidra Márquez, lo inició todo. Cuentan que mi bisabuela trató de ahogarla en una palangana. Isidra luchó por respirar y sobrevivió a las manos de una madre con el nombre más temible que una madre pueda tener: Severa.

Mi abuela Isidra, veinte años menor que mi abuelo, criando a sus ocho hijos.

O de nuevo Candelaria: quince embarazos, nueve hijos, laborando todos los días de su vida y levantando del piso los calzones que mi abuelo Juan se quitaba por las noches cuando volvían juntos del trabajo.

Siento furia por ellas.

Soy la violencia de todas, más la mía propia.

¿Qué pasaría en la vida de Severa para que intentara ahogar a su bebé? ¿Quién le pone Severa a una de sus hijas? ¿Cómo se le habla cariñosamente a una niña que se llama Severa? Mis abuelas fueron niñas un día, también Severa.

Mi abuelo Juan, al que no conocí, ¿acaso estaba imposibilitado físicamente y no podía hacerse cargo de sus calzones?

Soy todas estas preguntas.

Y soy, parcialmente, este montón de furia marinado en culpa.

Vuelvo a mi cuerpo, que ningún día es el mismo que el otro. La boca, ese arco por el que pasa el sonido masticado en forma de palabras, primero, tuvo dientes; luego, los perdió todos. Su tamaño es grande, como el de los dientes de mi mamá y el arco pequeño, como el de mi papá. Una combinación fisiológica destinada al fracaso. Dos odontólogos intentaron conciliar las formas: la primera fue Rita, una conocida de mi mamá que tenía en su departamento una máquina para dar terapias con rayos láser. Curaba arrugas y cáncer. A ella le debo tres años de braquets, de torcer y apretar alambres, con tal de que todos mis dientes tipo A (dientes de elote, los genes de mi madre) se acomodaran en mi mandíbula tipo B (arco pequeño de perro, los genes de mi padre). El año pasado perdí un colmillo y ahora tengo uno falso que me colocó taladrando mi encía un odontólogo mexicano-japonés que se llama Kenji y que tiene en su consultorio un sistema de video que controla desde la computadora de su oficina y en el que se reproduce permanentemente un video de Riverdance, de 1994.

A veces soy una perra, una perra con un colmillo falso.

Ese colmillo es la parte más perfecta de todo mi cuerpo (y de mi alma-cerebrodemono), la parte que no es mía, la que alguien diseñó y elaboró con tecnología de punta en algún laboratorio dental con los más altos estándares de calidad e higiene. Todo lo demás es un desorden que finjo ordenar de vez en cuando. Una fealdad de belleza transitoria.

Tengo cinco cicatrices visibles en el cuerpo: dos en la frente (lado izquierdo), una en el seno (izquierdo), otra en el pubis y otra en la rodilla (derecha). Tengo otras cuatro que no se ven a simple vista: en la cabeza, en los globos oculares, en las encías y en el dedo meñique de la mano derecha.

A los nueve años me mordió un dedo una perra que se llamaba Reina y que ahora está muerta. Luego me caí patinando con mi prima Aurora en Cocoyoc. Cuando ella cortó la velocidad de la bajada saltando en una jardinera, yo me seguí derecho hasta el final de la calle y rodeé tratando de dar la vuelta en la esquina, a toda velocidad. Me salí de mí misma, como en las caricaturas; abandoné mi cuerpo para verme caer y después rodar. Cuando volví y logré incorporarme, tenía la rodilla blanca, casi transparente, toda la sangre se había retirado de la zona después del impacto. Unos segundos después, el líquido rojo se desparramó, como una regadera abierta de golpe. Me pregunto si una necedad innata me habrá conducido a esa caída, porque la necedad es uno de los componentes más evidentes de mis genes.

Tuve dos abortos. Uno voluntario, a los veintitrés, y otro natural, a los veintinueve. En el segundo, un médico me realizó un legrado por aspiración en su consultorio, sin anestesia. Si el dolor fuera una cicatriz, esa sería la más grande todas. Mi cicatriz más reciente es del 2013, cuando a los treinta años me abrieron el vientre para que Luz pudiera nacer. Soy, parcialmente, este cúmulo de cicatrices y dolores. Las suturas terminan siendo también una marca de identidad.

No hay nada más mío que la sangre que me recorre. Arriba, el cerebro de mono archiva, analiza, acomoda, desacomoda, juega, aúlla, muerde. Abajo, la sangre fluye, tiene tanta fuerza que, contra la dirección que le impone la gravedad, sube y nutre la nave nodriza desde la cual el pequeño mono hace su trabajo. Abortar y embarazarme fueron mandatos de la sangre. Antes de eso, de los cero a los diez, mi cuerpo fue un campo de exploración y observación; a los once, cuando me bajó, se rompió, convirtiéndose en un dolor agudo que mes a mes me hacía desear la muerte. No comprendía yo ese nuevo rumor entre las piernas que arruinaba el sosiego con el que yo me miraba los brazos, los muslos, cada lunar en cada dedo de los pies o la forma en la que la luz penetraba hasta mis ojos a través de la melena echada sobre la cara.

Antes de eso, mi hermano y yo nos bañábamos juntos. La tina de mi mamá nos parecía inmensa, tanto así, que saltábamos desde uno de los bordes como de un trampolín.

Mi hermano me mostró su pene y me señaló el pubis.

–Tienes como una casita.

Mis hermanas y mi mamá eran mi ejemplo. Pero a mí no me gustaban los vestidos.

En la escuela todas éramos niñas. A veces me preguntaba cómo sería saberme niño y no niña. ¿Pensarán más en balones y cosas de niño los niños?, reflexionaba. Encontraba muy absurda esa idea porque no lograba encontrar en mi cabeza mis pensamientos de niña. No tenía ninguna duda de que yo era una, pero sabía que dentro de mí no había un palacio rosa del cual yo quisiera reclamar el trono. Suponía que algunas amigas y compañeras del colegio, que eran marcadamente más femeninas, sí llevaban por dentro la claridad de ese palacio. Como mis hermanas, Lorena y Ana, quienes, apenas puse un pie en la adolescencia y decidí que ya no quería desvestirme frente a ellas, al notar mi pudor, se burlaron. Lorena me dijo entre risas:

–¡Pero si no tienes nada, María José, qué te vamos a ver!

–Pues ni me importa tener –respondí.

–Pues te va a importar –agregó Ana.

–¡Pues no! ¡No me importa ahorita ni me va a importar nunca! ¡Me vale si estoy chichona o plana!

Mis hermanas, ese oráculo.

No olvido la tarde en la que me hice bolita sobre mí misma, en la cama de mi mamá. Tenía un dolor que nunca antes había sentido. Algo que no era un dolor en la panza, sino más abajo, en una zona sin nombre. Iba en quinto de primaria y nadie me había explicado todavía que, dentro de mí, hay un órgano llamado útero capaz de aumentar mil veces su tamaño para albergar la vida de otra persona.

Una vez le pregunté a mi mamá para qué eran las toallas sanitarias que usaban ella y mis hermanas, pero solo me respondió:

–Luego te explico.

Manuel destripó una y la tiró al escusado porque quería saber de qué estaban hechas. Lo regañaron por tapar la taza.

Antes de cualquier explicación llegó ese dolor fuertísimo que me hizo pasar una tarde de enero de 1993 retorciéndome sin entender nada. Al día siguiente, llegué de la escuela con un montón de papel manchado de sangre entre las piernas, traicionada por mi propio cuerpo, humillada.

La primera menstruación se llama menarca o menarquia, del griego “mes” y “principio”. En el principio, era la sangre.

No me sorprendió tanto la sangre como la reacción de mi madre:

–¡Muchas felicidades! –me dijo mientras me abrazaba en el baño sin que me diera tiempo de subirme los calzones.

Mi cuerpo comenzó a cambiar, como el de esas compañeras de mi escuela de monjas a las que señalábamos en secreto porque ya tenían chichis. Me daba vergüenza. Me acercaba cautelosa a mi mochila para sacar una toalla e iba al baño con la mayor discreción posible.

–¡Felicidades! ¡Ya empezó a funcionar la fábrica! –profirió mi padre el día en que mi mamá lo puso al tanto.

Y yo no pude responderle nada, porque me quedé perpleja mientras el mono arriba hacía la traducción de las palabras de mi padre y de su horrible significado. Yo era ahora una máquina, un objeto fuera de control: hay algo aquí que se produce en serie sin que tú lo decidas y se llama, mes a mes, sangre. Una sangre furiosa que se revolvía en mis entrañas como en una batalla consigo misma, para luego salir y arruinarme todo, empezando por los calzones.

Tuve una faceta de negación. Más que negación, era rechazo, porque nada bueno podía venir de ese sangrado mensual, de ese dolor agudo, de la sensación de llevar el peso de una roca entre las piernas durante cinco o seis días al mes, de la incomodidad de la sangre mojando la piel exterior de mis genitales, el plástico de las toallas rozándome los muslos hasta que también me sangraban.

En la escuela nos burlábamos de Jessy, una niña pálida y pecosa que corría como se nos figuraba que corrían los niños. Ser machorra era motivo de acoso, un acoso pasivo (porque éramos niñas) y cruel. No queríamos ser niños violentos, queríamos ser niñas, debíamos serlo: sentadas derechas y con las piernas juntas para no andar mostrando la ropa interior, usando vestidos con olanes y sin correr raro como Jessy. Si nos hacíamos daño, no era con golpes, sino con palabras. En el principio, era el verbo.

Hablábamos de ciertos temas como detrás de un vidrio, porque estaba prohibido saber, leer el libro ¿De dónde vienen los bebés? que Ana me había arrebatado, o contarnos conjeturas acerca de nuestros cuerpos.

–Dicen que cuando te baja, te tienes que sentar en el escusado hasta que te deje de salir un líquido de colores –cuchicheó un día una compañera.

–No creo que eso sea cierto –dije yo.

Todas me miraron con asombro. Yo debía saber de lo prohibido.

Una madre muy indignada me acusó con la directora de la primaria:

–Es que María José sabe mucho. Sabe cosas que no es normal que sepan las niñas de su edad. Será porque tiene hermanas mayores…

Cerebro de Mono es Pecadora y conoce todos los saberes del Árbol de la Sabiduría. Cerebro de Mono, el demonio sin chichis que mordió la manzana y fue a tentar a sus compañeras para que supieran que la menstruación no es un río de colores que te sale de la vagina mientras te sientas en el escusado a esperar. Pero a Cerebro de Mono no le fue revelado el Secreto de las Toallas Sanitarias, sino hasta que le fue indispensable usar una.

Una vez, mi papá me llevó a su pueblo, San Juan de los Lagos, solo a mí. Fue la Semana Santa del año en que tuve mi primera menstruación. Nos llevaron a todos los primos a pasar un día en un balneario. Empecé a sangrar. Yo no iba preparada, no llevaba ni una sola toalla sanitaria. Me di cuenta porque cuando me salí de la alberca, vi una minúscula e insidiosa gota de agua ligeramente roja escurriéndome por la pierna. La ignoré, seguí metiéndome a nadar y seguí comiendo papitas con mis primos. Más tarde, cuando me senté en la toalla, dejé una pequeña mancha marrón debajo de mí. Una prima me dijo:

–Mira, sangre…

–…

–Tienes sangre debajo.

–No, debe ser salsa de las papas.

–Parece sangre.

–Es salsa de las papas.

Quería hacer magia con mis palabras. Sentí terror: como si detrás mío viniera Jason, el de Viernes 13, y estuviera a punto de masacrar mi diminuta existencia con su sierra. Definitivamente yo sabía demasiado. La sangre revelaba a los demás un secreto atroz, vergonzoso, impronunciable: tengo un coliseo romano aquí, adentro, un torbellino maldito, la fuente del Pecado Original. Quise desaparecer para siempre, esfumarme. Ya iría mi papá a entregarle los restos de mi cuerpo a mi mamá y a mis hermanos.

–Esto quedó de ella –y les entregaría solemnemente unos tejidos muy pequeños hechos jirones.

–Bueno –diría mi mamá con lágrimas en los ojos– se acabó la fábrica, se cierra el changarro.

Pero mi tía Carmen se dio cuenta de lo que me pasaba y me regaló un paquete de Kotex. Sentí un alivió tan grande que me dieron ganas de llorar, pero no lo hice. No le dije nada a Carmen, ni a mi papá. Quizás temía de su parte un comentario tan procaz e infame como el de la apertura de la fábrica.

Tuve que administrarme las toallas con mucha cautela y usar montones de papel higiénico. Atravesaba el patio lleno de macetas de mi abuela Isidra para llegar al baño con tal sigilo que ni los pájaros en sus jaulas alcanzaban a escucharme.

Viajamos de regreso al df en camión. No sé cómo sobreviví sin mancharme y sin decirle nada a mi padre. Tiesa en el asiento contiguo al suyo, tratando de no moverme un ápice para no dejar escapar ni una gota de sangre de la vagina.

Así que esto era ser mujer, todas estas precauciones vergonzosas que interrumpen el juego.

Cuando llegamos a la ciudad, hicimos una escala en el departamento de Lindavista que mi papá compartía con Gabriela, su nueva esposa. Corrí al baño, me deshice de todo el papel manchado y me puse papel limpio entre las piernas porque ya no tenía toallas. No podía decirle nada a Gabriela, no a ella, a la que mi mamá y mis hermanas señalaban como la causante de la ruptura familiar. Tapé el escusado. Esta vez, no fue la toalla blanca y descuartizada de Manuel, sino el bonche de papel lleno de sangre que nadie podría adjudicar a mi espíritu curioso.

Gabriela se dio cuenta y le reclamó a mi papá, quien se puso manos a la obra con la bomba para deshacer el montón de papeles rojos atorado en la cañería. Yo permanecía en silencio, mientras ellos se decían no sé qué.

Me despedí con la mirada en el piso. Mi papá me llevó de vuelta a la casa de mi mamá, entera, con todos mis tejidos completos. La fábrica en pie, rodeada por el correspondiente hedor de la culpa y la vergüenza.

Mucha higiene. Había que mantener a raya a la sangre a base de mucha limpieza: no manchar las sábanas, no manchar los calzones, lavar las sábanas que manchaste, lavar la toalla que pusiste debajo de tu cadera durante la noche para no manchar las sábanas, lavar los calzones, esconder los calzones manchados y lavados para que se sequen a la vista de nadie. La sangre no se quita.

Fui una adolescente desordenada. Si la infancia me separó de mis hermanas, la adolescencia nos creció de modo muy distinto. Estaban ellas y estaba yo, del otro lado: descontrolada, antihigiénica, un mono. Comencé a compartir una habitación con ellas cuando yo tenía diez años. Lorena tenía veintidós y Ana casi diecisiete. Para poner muy en claro qué era de cada quien, me asignaron la cama superior de la litera, de modo que nada de lo que había abajo me pertenecía y tenía prohibido tocar sus cosas o sentarme en sus camas.

Le pedí a mi mamá que colocara una repisa entre el techo y mi colchón. Allí puse mis muñecos de peluche, un walkman para escuchar el radio antes de dormir, un lápiz y un cuaderno. Ese era mi territorio, nada más. Como no podía tocar la cama de mi hermana Ana, que dormía abajo, tender la mía requería de una serie de acrobacias muy compleja y pronto renuncié a siquiera intentarlo.

–Qué puerca, María José, nunca tiendes tu cama –decía mi hermana.

Y yo me vengaba usando su ropa a escondidas, tocando los objetos que ambas poseían y que acomodaban con manía en sus respectivos libreros. Infectar sus pertenencias con la suciedad de mi tacto era mi secreto.

No tendía mi cama, no doblaba mi ropa, me sentaba en el piso (mi hermana Ana usaba un cuaderno debajo de las nalgas para sentarse en cualquier lugar y mantener, así, impecable su ropa). Yo necesitaba otra familia, porque con mis hermanas no se podía estar. ¿Cómo haría para encontrar a mis verdaderos hermanos? ¿Cómo podía cruzar los márgenes genéticos que determinaban a mis parientes para encontrarme con esa otra parte de mí, perdida en la multiplicación de adn ajeno, desperdigada en el mundo por azar? Entonces descubrí que afuera de mi casa, en la escuela, era posible establecer lazos menos delimitados por las demandas higiénicas de mis hermanas mayores.

Me hice amiga de Celia, Nina y Natalia.

Cuando mi mamá dijo:

–Sé como tu hermana Ana, que siempre está en el cuadro de honor.

Yo dije:

–No.

Citaban a mi mamá en la escuela:

–Señora, María José no está haciendo sus tareas.

–Pero si yo la vi haciendo tal y tal en su cuaderno.

–Sí, señora, pero tal y tal son las tareas de hace un mes.

Entonces mi mamá volvía con una retahíla perpetua:

–Mira, María José, lo único que tienes que hacer es estudiar. En lugar de andarte juntando con Celia, Nina y Natalia, deberías juntarte con Fulana y Zutana, que siempre sacan diez. No quiero que tengas problemas en la escuela. Haz la tarea. No te pelees con los maestros, ellos siempre tienen la razón.

Celia y yo nos hicimos amigas a los cuatro años, un día en el que nos comimos nuestro lunch por la mañana, antes de que empezaran las clases, y descubrimos el hambre a la hora del recreo. Juntas, analizamos la cantidad (y calidad) de los alimentos que traían nuestras compañeras y determinamos ir en pareja a pedirles que nos convidaran. En preprimaria, cuando la profesora quería sacar de su mutismo a alguna niña demasiado reprimida, la sentaba entre Celia y yo. Al rato, la niña ya estaba platicando y jugando con nosotras. Alta, cabello lacio y negro, ojos cafés tupidos de pestañas y un lunar justo arriba de la boca. Era tierna, como esos dibujos de Precious Moments. En su familia todo parecía estar bien siempre; yo quería que mi mamá se tomara la tarde para hornear galletas conmigo y que me ayudara un poco con la tarea, como hacía su mamá. Las dos sacábamos calificaciones altas. Yo me mantenía en los ochos y nueves, Celia en los nueves y dieces. Nina y Natalia, en cambio, siempre andaban metidas en problemas. Los dieces de Celia amortiguaban los reclamos maternos.

Nina vivía con sus abuelos paternos; su mamá se fue a Estados Unidos cuando íbamos en el kínder, y no volvió. Su papá decidió que era mejor que la cuidaran sus padres, porque él estaba ocupado trabajando; a veces se veían los fines de semana, a veces no. Nina era de cuerpo grande y cabello muy chino y negro. Tenía la cara llena de pecas y la voz ronca. Era fuerte y le bajó el mismo año que a mí. Natalia tenía una hermana más grande que era insoportable, Antonella, y que era la favorita de su mamá, una mujer muy guapa y con la nariz muy parada, de huele pedos, decíamos. Su papá siempre parecía enojado, a punto de proferir un golpe. Natalia era salvaje como yo, se peleaba a golpes con su hermana y siempre tenía las calcetas del uniforme sucias; era muy flaca y tenía muchísima flexibilidad, podía hacer saltos de tigre con la cuerda elevada muy por encima de nuestras cabezas. Nada le daba miedo. En su casa gritaban mucho.

En quinto de primaria, Celia, Nina, Natalia y yo íbamos en el mismo salón. La maestra se llamaba Verónica y era una promotora del pensamiento New Age que nos hablaba de fantasmas y nos hacía realizar una serie de meditaciones diarias antes de ponernos a estudiar. Nos pedía que imagináramos nuestro Lugar Ideal de Descanso. Como yo era muy fervorosa y me gustaba mucho el mar, imaginaba una playa en la que podía encontrarme con Jesús, un joven muy guapo que era mi mejor amigo. Durante todo ese año, el escenario que yo visitaba en la meditación matutina era una playa soleada en la que siempre había un platón de mango picado que yo compartía con Jesucristo mientras platicábamos y nos mecíamos en nuestras respectivas hamacas.

Cada mañana, después de meditar y de pasear por nuestro Lugar Ideal de Descanso, debíamos repetir en voz alta una oración que la Verónica nos hizo memorizar y que empezaba diciendo: “Soy un ser superior capaz de realizar cualquier tarea que me proponga”. Su excentricidad nos conquistó.

Un día la Verónica llamó a Celia y le dijo:

–Tienes que ir con María José y decirle que no pueden seguir siendo amigas porque es una mala influencia.

Entonces Celia, bañada en lágrimas, me dijo:

–Perdón, ya no puedo hablarte.

Esa tarde, cuando volvió del colegio a su casa, con la cara muy triste y los ojos más tiernos que de costumbre, su mamá le preguntó que qué le pasaba. Celia le contó todo. Y entonces su mamá respondió de inmediato:

–¿Estás loca?, ¡cómo vas a dejar de hablarle a Marijose! Eso no se les hace a las amigas.

Celia y yo éramos amigas hasta cuando nos tocaba tomar clases en salones distintos y entablábamos amistad cada una con niñas distintas. Su mamá me conocía desde el kínder, había ido a posadas en casa de sus abuelos desde los cuatro años y, aunque pasábamos unas seis horas en la escuela, nos llamábamos por teléfono todas las tardes para platicar. Por eso, y porque su mamá tenía razón, al día siguiente, desobedeciendo las instrucciones de la maestra, Celia, mi hermana de otra familia, volvió a hablarme.

Otras veces, la Verónica nos daba charlas acerca de lo que ella consideraba era el sentido último de la vida, o nos explicaba con la cara roja de la emoción que el orgasmo femenino era como una montaña rusa. Cuando todas gritábamos y nos reíamos de los nervios, porque teníamos once años y nos daba risa la palabra “orgasmo” tanto como la palabra “pedo”, ella decía salivando:

–Las estoy grabando, eeeh, jijiji, le voy a mostrar esta cinta a sus papás en la próxima entrega de calificaciones, eeeh.

A nosotros nos parecía que la Verónica se excitaba con todo eso.

A veces lanzaba sentencias crueles, como el día en que nos dijo:

–Los papás o se mueren o se divorcian, no hay más.

Celia lloró, sus papás nunca se habían ni siquiera dejado de hablar en veinte años, jamás se divorciarían y, por lo tanto, su destino era morir. Con cierto aire de superioridad, pues mis padres estaban ya divorciados, la consolé, mientras me tranquilizaba con la idea de que los míos vivirían para siempre.

Al año siguiente, al pasar a sexto, todas influenciadas por las historias de hipnosis y por la forma estrafalaria en la que hablaba y se presentaba a sí misma, pedimos que la Verónica volviera a estar con nosotras. Diariamente, pasábamos de la meditación, de la paz del Lugar Ideal de Descanso, a la declamación apasionada de nuestro mantra:

–SOY UN SER SUPERIOR CAPAZ DE REALIZAR CUALQUIER TAREA QUE ME PROPONGA –canturreábamos a coro.

Pero después transitábamos a actividades más perversas pues, para entonces, la Verónica nos había convertido en un pequeño ejército de traidoras. Después de más de un año de entrenamiento, si una cometía un perjuicio contra otra, por menor que fuera, al día siguiente ya estábamos todas exhibiendo el error ajeno, tratando de darle una lección a la acusada mediante la representación teatral de los hechos, montaje que ocurría justo después de la pronunciación en voz alta de nuestro poderoso mantra. Nos hipervigilábamos y juzgábamos las conductas que, según el código moral de la profesora, debían ser castigadas mediante la exposición pública. Éramos, en pocas palabras, El show de Cristina, pero en lugar de contar con la presencia de la señora Saralegui, nuestra insidiosa anfitriona era la profesora.

A los doce descubrí que tenía bastante talento para imitar a algunas personas. También descubrí que tenía un sentido del humor que me distanciaba de mi mamá y de mis hermanas y que me acercaba a mis nuevas hermanas, mis amigas. Lo que no les hacía gracia a las primeras, a las segundas las hacía desternillarse de risa. Hacíamos competencias para ver quién imitaba mejor a la Verónica: el tono impostado con el que hablaba durante las meditaciones, su extraña forma de comunicarse con nosotras y de manipular a cuanta cayera en sus redes, como si quisiera formar con nosotras un régimen de zombis new age. Pero una compañera nos delató, fue a acusarnos y describió el motivo de nuestras estruendosas risas en los recreos.

La Verónica nos sorprendió al día siguiente sacándonos de clase. Desde el pasillo, Celia, Nina, Natalia y yo la vimos hablarle al grupo; no alcanzábamos a escuchar bien lo que decía, movía mucho las manos, como candidato a la presidencia de la República, y tenía la mirada más intensa de lo habitual. El grupo aplaudió. Una a una nos fue pasando al salón. Cada vez que entraba una de nosotras, veíamos cómo distintas compañeras se ponían de pie y decían cosas y se aplaudían entre sí. Nina lloró, Natalia lloró, Celia lloró y luego me tocó a mí.

–Marijose, la verdad es que en kínder me jalaste el cabello –dijo la primera.

Aplausos.

–¡Sí, a mí también!

Aplausos de nuevo.

–¡No eres tan buena amiga, María José, porque yo siempre te comparto de mi lunch y tú nunca traes nada!

Más aplausos.

–¡Mi mamá dice que sabes cosas que no debemos saber, y la verdad es que yo creo que eso está mal!

Aplausos.

–¡No me gustan tus chistes, siempre te burlas de mí!

–¡A mí también me pegaste en kínder!

–A mi mamá no le gusta que me junte contigo. ¡Yo creo que vienes de una familia disfuncional, porque tus papás están divorciados!

Y así. Más que las acusaciones (unas ciertas, otras ridículas, y otras ciertas y ridículas), me aterró ver el absoluto descontrol de mis compañeras. Mientras la maestra permanecía medio escondida y en silencio, detrás de la marabunta de pie y en medio círculo frente a las acusadas, algunas de mis compañeras le daban rienda suelta a sus instintos medievales más atroces. Más que un juicio, se trataba de un linchamiento tumultuario, en el que las más tímidas y mustias del grupo alardeaban y pronunciaban los reclamos más absurdos.

–Es que… es que… nunca te lo he dicho, pero ¡siento que me odias!

Lloré. Nos habíamos convertido en un ejército de borregas rabiosas y esta era la obra culmen de nuestra dictadora. La Verónica tuvo su turno también, por primera vez tuvo una participación activa en nuestras dinámicas de escarnio.

–Lo más importante aquí –dijo con el mismo tono pausado