Golf Directivo - Miguel Ángel Díaz Escoto - E-Book

Golf Directivo E-Book

Miguel Ángel Díaz Escoto

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Beschreibung

Estableciendo un paralelismo continuo entre las lecciones de golf y la dirección de una empresa, este libro nos guía por las diferentes facetas que son claves en el liderazgo empresarial. Lecciones de autoconocimiento, humildad, toma de decisiones, gestión de expectativas, estrategia, habilidades y juego mental, un recorrido que engancha y genera la curiosidad base para seguir aprendiendo.

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Título original: Golf Directivo

Primera edición: Abril 2014

© 2014 Miguel Ángel Díaz

©2014 Rafael Alonso

© 2014 Diseño de cubierta: Soda Comunicación

© 2014 Revisión del texto y producción editorial: bMarta Prieto Asirón

© 2014 Maquetación: Carolina Hernández A.

© 2014 Editorial Kolima, Madrid

www.editorialkolima.com

ISBN: 978-84-942358-5-6

Impreso en España

Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier procedimiento, comprendidos la reprografía y tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo público.

Golf Directivo

Lecciones de golf para crecer y desarrollarte como líder

Miguel Ángel Díaz

Rafael Alonso

Prólogo

Siempre me ha apasionado el mundo del deporte y sus implicaciones en el management o dirección de empresas. Hay tantas lecciones y reflexiones que se pueden sacar de los diferentes deportes que, cuando me llegó el borrador del libro que Usted tiene en sus manos, no pude más que meterme de lleno en su lectura. Personalmente soy un apasionado del tenis, y por lo tanto, muchos de los ejemplos y experiencias que tengo están más relacionados con este deporte. Pero, tal y como me dijo una vez Toni Nadal, “Roberto, en el deporte todo es psicológico…”. Y este libro es un relato de gran aporte psicológico a la dirección y al liderazgo de la empresa, lleno de sutilezas y momentos de verdad que son los que consolidan una dirección eficaz y profesional.

Por ello, querido lector, no puedo más que animarle a leer un libro que le va a transportar, con un ágil relato empresarial-deportivo, a entender mejor la empresa desde unas lecciones de golf. Con el paralelismo continuo entre el golf y el devenir de una empresa, este texto nos consigue guiar por las diferentes facetas clave en el liderazgo empresarial. Desde el autoconocimiento, la humildad, la toma de decisiones, la gestión de expectativas, la estrategia, las habilidades y el juego mental, se traza una trama que engancha y genera la curiosidad que es la base para interiorizar lo que se lee y aprender de todo ello.

No puedo dejar de subrayar el gran efecto y el papel que el mentor irlandés, Duncan, tiene sobre nuestro personaje principal, Alberto. Me recuerda el libro El juego interior del tenis, de Timothy Gallwey, con el que aprendes la importancia de ese juego interior que reta muchas veces más que el exterior u oponente. El papel de ese apoyo clave en el liderazgo es un alegato continuo en el libro. Ser líder es aprender continuamente, y para aprender hay muchos métodos, algunos individuales, pero otros más potentes cuando se facilitan, como el mentoring y el coaching, con un entrenamiento personalizado. Por eso, contar con un mentor o coach es realmente importante, ese personaje que marca nuestro crecimiento y que todos tenemos en mente con algún ejemplo en nuestra vida profesional.

Creo firmemente en este tipo de libros que entretienen y generan aprendizaje. Son historias de vida de profesionales que no sólo se conforman con contarnos un caso empresarial. Más allá, nos aportan valores y ejercicios de reflexión que podemos trasladar a casi cualquier contexto empresarial y vital. Y al mezclarlo con el golf, acaparan todo el simbolismo y la grandeza de este deporte donde tanto interviene el “yo interior”, el yo que verdaderamente lidera nuestra vida y nuestra carrera profesional.

Roberto Luna

Catedrático de Dirección de Empresas, Universidad de Valencia

Presidente de AEDIPE (Asociación Nacional de RRHH) y Presidente de AECOP (Asociación Nacional de Coaching Ejecutivo-Organizativo)

Capítulo I Un caballero “inglés”

“El golf es como la vida en muchos aspectos. Por ejemplo, cuando toma Usted una decisión, debería mantenerla”.Byron Nelson

A eso de las 14:00 h, Carolina interrumpió a su jefe, Alberto, para preguntarle si iba a necesitar algo de ella, pues se iba a marchar a comer. Él le recordó que no estaría esa tarde y le pidió que le encargara un sándwich vegetal y un refresco, ya que quería terminar de revisar una documentación y luego se marcharía rápidamente.

Quince minutos después, una de las camareras del comedor llamó a la puerta del despacho y dejó encima de la mesa una pequeña bolsa con el encargo. Después de agradecerle el detalle, Alberto recogió toda la documentación que había estado revisando, cerró su cuaderno y lo guardó todo en su maletín, mientras se ponía su americana a toda prisa para marcharse al campo de golf.

Tomó conciencia del espléndido día que hacía cuando salió de la oficina. Haría unos veinte grados, una temperatura magnífica para finales del mes de enero. El sol brillaba en lo alto del firmamento. El directivo recorrió rápidamente la distancia que le separaba de su coche y salió rápidamente hacia su destino, su escape mental preferido.

El campo no estaba demasiado lejos, apenas treinta minutos le separaban de un precioso pitch & putt. Nueve hoyos de considerable belleza y dificultad, puesto que el recorrido era bastante exigente, los greens estaban muy bien defendidos y existían multitud de obstáculos que te destrozarían la tarjeta si no eras capaz de coger green desde el mismo tee de salida. La cancha de prácticas era muy cómoda y casi siempre se podía encontrar algún sitio libre para poder practicar adecuadamente, entre sus más de cincuenta puestos, divididos en dos pisos y perfectamente acondicionados para poder entrenar, aunque la luz del sol ya se hubiera ocultado.

En menos de veinte minutos el ejecutivo estaba en las instalaciones del campo de golf. Montó en su carrito la bolsa de palos y acudió directamente a la tienda. Allí volvió a encontrarse con la recepcionista que le había atendido dos días antes. La saludó amablemente y ella le devolvió el saludo y la sonrisa, posiblemente acordándose de las muchas preguntas que le había hecho él relacionadas con el torneo de golf al que se había inscrito, su primer campeonato. Pagó su green-fee, recogió su tarjeta y solicitó un par de fichas para la máquina de bolas por si le daba tiempo a tirar unas cuantas antes de salir a jugar.

Se dirigió a los vestuarios, se cambió de ropa y, mientras guardaba sus cosas en la taquilla, se acordó de la bolsita marrón de papel donde estaban el sándwich y el refresco que le habían preparado en el comedor. No tenía mucha hambre, pero como posiblemente luego ya sería bastante tarde para comer, decidió sentarse en un pequeño banquito que se encontraba cerca del putting green y, mientras disfrutaba de unos agradables rayos de sol, degustó con especial calma su comida y un refresco de cola.

Cuando terminó de comer se dio cuenta de que faltaban cinco minutos para la salida y se dirigió directamente al tee del hoyo 1. Conforme se acercaba a la zona de salida, observó a lo lejos a un gracioso señor bajito y bastante orondo que, pese a su escaso físico, realizaba un swing de una tremenda elegancia y plasticidad. Alberto pensó que sería su compañero de recorrido y se dirigió directamente a él para saludarle.

Cuando llegó a su altura, le tendió la mano y se presentó:

―Buenas tardes. Creo que hoy seré su compañero de recorrido. Me llamo Alberto.

―Yo soy Duncan, Duncan MacLeod, un placer… ―le contestó el señor mientras le estrechaba la mano.

―Me va a disculpar si mi ritmo no es muy elevado porque no he jugado muchas veces. Quizás pueda ralentizarle un poco.

―No se preocupe, todos hemos empezado por ahí y muchos de nosotros seguimos aquí… ―contestó el extranjero con un marcado acento británico mientras miraba fijamente a su nuevo compañero de juego con cara impasiva.

La falta de sonrisa en la cara del pequeño hombre extrañó bastante a Alberto. Empezó a pensar que había algo que no marchaba bien en la conversación. Por eso prefirió curarse en salud y volvió a comentar:

―Si quiere salir solo, por mí no hay problema, quizás Usted estará más tranquilo y yo también… ―le dijo borrando la sonrisa de su cara ya que se dio cuenta de que no había sido capaz de contagiársela a su desconcertante colega.

―Es jueves por la tarde y no tengo otra cosa que hacer más que jugar al golf, así que estoy muy tranquilo. Además soy una persona tremendamente paciente…–contestó el aludido de manera un poco seca–. No creo que sea necesario… ―remató el que parecía británico, mientras sacaba una bola de su bolsa y se encaminaba derecho hacia el tee.

Un pensamiento se coló de repente en la cabeza de Alberto: “Menudo compañero me ha tocado, si ya tienen manías las personas mayores, éste además es inglés… Hoy lo vamos a pasar bien…”. Y, girándose hacia su bolsa de palos, esbozó una ligera sonrisa mientras buscaba un tee y una bola para preparar su salida.

―Si le parece, comenzaré yo… así Usted tendrá tiempo de pensar con qué palo va a salir y qué tipo de golpe quiere hacer ―le dijo Duncan desde la distancia.

“Que gracioso el guiri ¿Qué habrá querido decir con eso? ¿Estará hablando en serio o será éste el típico humor británico que nunca sabes si va en serio o en broma?” pensó Alberto mientras miraba cómo el peculiar personaje colocaba la bola encima de la esterilla que delimitaba la zona de golpeo. “Bastante haré si le doy recto y no me salgo de la calle”, se dijo mientras sacaba su sand de la bolsa de palos y se colocaba detrás del extrafalario jugador para no despistarle con ningún movimiento en su salida.

El veterano se colocó detrás de la bola buscando un objetivo, realizó un par de swings de prueba, y con un rostro de extrema concentración, colocó la cara del palo detrás de la bola, ajustó bien sus manos en el grip y dio un pequeño pasito atrás para encarar perfectamente su cuerpo con la pequeña esfera. Posteriormente, repitió unos de esos estéticos swings que Alberto había estado observando unos minutos antes.

La bola cogió una parábola casi perfecta, recorrió unos ochenta y cinco metros, y botó justo a la entrada del green, rodando un poco hacia su derecha y quedándose a escasos noventa centímetros de la bandera.

“¡Vaya golpe acaba de dar el amigo! A ver cómo golpeo yo ahora, eso no lo puedo repetir ni de…” pensó el jugador español mientras comenzaba a notar la tensión del momento y su vocecilla interior cada vez sonaba con más fuerza. “No hagas el ridículo con este golpe, que este señor sabe jugar… Menudo nivel tiene el Duncan éste, tú no vas a golpearla así en la vida…”

A todo esto, el tal Duncan estaba ya junto a su bolsa de palos guardando su sand. Se giró para ver cómo hacía su golpe su compañero. Desde un lateral y a unos tres metros de distancia, observó cómo el más joven de los dos colocaba su bola en el tee, se retiraba un paso hacia atrás, y probaba su swing un par de veces. El que parecía británico podía sentir la tensión que generaba Alberto en cada uno de sus movimientos y pensó: “Con toda esa tensión y energía liberadas, en un campo de 18 hoyos, éste no llega ni al 15”.

Siguió observando la rutina previa del jugador y se sorprendió cuando, casi sin mirar la calle, éste se alineó con la esterilla sobre la que se apoyaban sus pies, e intentó realizar un golpe recto y lejano.

Cuando golpeó, Alberto ya se percató de que el ruido del impacto no había sido, ni mucho menos, el mismo que el de su compañero. Buscó la bola con su mirada y se sorprendió cuando vio que había cogido bastante vuelo y que, con una pequeña desviación a la derecha, más o menos iba hacia el green.

Desde la distancia, Duncan observó cómo la bola se iba abriendo cada vez más a la derecha. El jugador que había efectuado el golpe no se había percatado de que la esterilla no estaba exactamente alineada con la bandera, sino que apuntaba ligeramente hacia esa dirección. Por otro lado, la cara de su palo llegó a la bola un poco abierta. “No está mal, al menos para alguien que ni siquiera ha apuntado”, pensó, a pesar de todo, el norte-europeo.

La bola botó a unos dos metros del green y descendió por el antegreen unos tres metros más, quedándose a un golpe de approach de unos cinco o seis metros en pendiente. Desde que la vio botar, Alberto comenzó a ponerse un poco más nervioso, porque sabía que si no cogía green a la primera, luego le iba a costar bastante remontar el hoyo, ya que no dominaba los golpes de approach y tenía bastante poca confianza en sí mismo.

Cuando fue a guardar su palo y a recoger su carro, se dio cuenta de que su compañero ya había comenzado a desplazarse hacia el green. Tuvo que acelerar el paso, mientras arrastraba su carrito para poder alcanzarlo.

―Algún día yo también golpearé la bola como Usted ―dijo intentando expulsar la tensión que sentía en ese momento con una broma.

―Algún día ―repitió el grueso caballero―. Algún día… ―y continuó caminando hacia el green para marcar su bola, sin darle más importancia al comentario.

“Hay que ver la poca conversación que tiene este hombre… no creo que me vaya a distraer mucho por hablar con él” pensó el directivo de empresa, mientras se separaba de él para ir a buscar su bola.

No tardó demasiado en encontrarla, aunque estaba un poco hundida en la hierba alta del antegreen. Desde esa posición el jugador sólo veía la parte más alta de la bandera y se dio cuenta del golpe tan difícil que tendría que dar a continuación. “Madre mía, tiene que coger un poco de vuelo pero debería botar a la entrada del green, sino me pasaré de largo”, se decía mentalmente mientras sacaba el pitch de la bolsa y se acercaba a la bola.

Realizó unos cuantos golpes de prueba como si necesitara ajustar bastante toda la maquinaria, colocó la cara del palo y su cuerpo en posición de golpeo y, ejecutó un approach demasiado fuerte, lo que provocó que la bola se pasara de largo el green. “Lo sabía, este tipo de golpe nunca me sale bien, tengo que practicarlo mucho”.

Duncan observaba la escena desde cierta distancia y analizaba la comunicación no verbal de Alberto después del golpe, que le daba información exacta de la gran frustración y enfado del jugador que no había conseguido el objetivo deseado.

El jugador evitó mirar al británico, bordeó el green con su carrito y, sin cambiar de palo, se acercó de nuevo a la bola y se colocó directamente para golpear, sin practicar ni apuntar demasiado. Ejecutó el golpe y, cuál fue su sorpresa cuando vio que había realizado un approach bastante decente que le permitió dejar la bola a unos cuarenta centímetros del hoyo. “Este sí, este sí me ha gustado” pensó orgulloso mientras guardaba su palo y le quitaba la funda a su putt.

―Buen approach, a veces pensar demasiado no es la mejor opción ―le dijo el caballero anglosajón mientras retiraba la bandera y la dejaba en un lateral del green.

―Gracias, es que el approach no es mi golpe favorito y no me sale demasiado bien ―contestó él con cierta humildad.

―Se nota ―dijo el pequeño inglés lo suficientemente alto como para que el otro le escuchara.

“Creo que no me voy a acostumbrar nunca al humor inglés…” pensó Alberto mientras observaba cómo Duncan se colocaba en cuclillas para leer la caída del green.

El jugador bajito ejecutó un putt con mucha confianza y la bola entró por el centro del hoyo. Parecía que el gracioso personaje no iba a fallar ningún golpe. Realizaba cada una de las rutinas previas al golpeo de una manera automática y su mirada parecía que pasaba de la relajación más absoluta a una concentración profunda conforme se encaminaba hacia su bola.

El español confiaba bastante en su putt, de hecho era uno de los golpes que más le gustaban. Había leído en algunos libros que la verdadera clave de unos buenos resultados se encuentra en el juego corto; patear bien era totalmente necesario para no querer pegarle fuego a la tarjeta de resultados cuando acababas la vuelta.

Esta vez se colocó perfectamente antes de golpear la bola y se benefició de una ligera caída hacia delante que tenía el green para que la bola cogiera la fuerza necesaria para entrar. “Bufffff… menos mal que he embocado este putt, porque sino, hubiera hecho cinco golpes en este hoyo” pensó mientras recogía la bola y Duncan colocaba la bandera.

En el siguiente hoyo, Alberto se dio cuenta de que el veterano jugador también era humano al ver como mandaba su bola a un bunker que había muy próximo al green, cuando intentaba atacar directamente la bandera situada en el extremo izquierdo del mismo. En ese hoyo él hizo una salida aceptable pero demasiado corta. Necesitó dos golpes más para alcanzar el green, en el cual no estuvo tan diestro a la hora de leer la ligera caída a la izquierda que había y que separó su bola unos veinticinco centímetros de su objetivo.

Mientras se dirigían al tee del hoyo 3, y dada la poca conversación que tenían, el ejecutivo decidió romper el silencio y le preguntó al británico por su ocupación.

―¿A qué se dedica?

―Estoy jubilado y juego al golf ―contestó el interpelado de manera escueta y sin mirarle a la cara.

―Jubilado, qué suerte, así tiene todo el tiempo que quiera para practicar su swing ―dijo el español intentando generar confianza entre ambos.

Al ver que Duncan no le seguía con su intento de broma, decidió proseguir unilateralmente.

―Yo dirijo un grupo de varias empresas y en semanas como ésta, casi deseo que llegue pronto mi jubilación para poder disfrutar adecuadamente de este deporte y dedicarle más horas ―comentó con una ligera sonrisa.

―Cuando trabajas quieres jubilarte y cuando te jubilas te gustaría seguir trabajando. Casi nunca estamos contentos con lo que tenemos ―contestó Duncan con un tono muy filosófico y profundo.

Prosiguieron su recorrido a través de los siguientes hoyos y Alberto decidió continuar con la conversación ampliándole los datos al británico sobre su trabajo, la tipología de empresas que formaban el grupo para el que trabajaba como Director General, Industrias Romero, y lo complicado que resultaba, en esos tiempos, encontrar la rentabilidad de negocios que operaban en sectores tan dispares.

Conforme avanzaba la tarde, el jugador más inexperto iba encontrando el tono y el toque necesarios, y su juego empezaba a notarlo. Comenzaba a acostumbrarse a la escueta conversación que mantenía con su compañero y su cuerpo y su mente se fueron relajando, dejando de prestar tanta atención a los resultados y sí a ejecutar buenos golpes. Consiguió incluso hacer un par en el hoyo 8 de ochenta y tres metros, donde logró esquivar los dos bunkers que custodiaban el green y, en dos putts, consiguió apuntar un 3 en su tarjeta. Sin embargo no recibió ningún reconocimiento por parte de su compañero, algo que, pese a lo poco que le conocía, tampoco le sorprendía demasiado a esas alturas.

Cuando comenzaban el último hoyo, Duncan consiguió hacer un magnífico golpe de salida con su hierro 9 y coger green a unos ciento diez metros de distancia, algo que dejó fascinado a Alberto, no por el golpe en sí, sino por la tremenda facilidad que poseía el gordito británico para golpear las bolas y dejarlas prácticamente donde quería.

―¿Cómo lo hace? ―le preguntó con una mezcla de sorpresa y admiración.

―Con mucha práctica amigo… con mucha práctica ―le contestó él con una ligera sonrisa, la primera que le regalaba en toda la tarde.

―No sé por qué pero me esperaba una respuesta así ―dijo el ejecutivo esta vez en voz alta y devolviéndole la sonrisa.

Alrededor de las 16:30 h terminaron su último hoyo. El sol todavía brillaba aunque cada vez con menos fuerza y Alberto comenzaba a notar los efectos de jugar con tanta tensión acumulada en sus brazos, lo que le disuadió de quedarse a tirar unas cuantas bolas más, como era su idea original. Sin embargo tenía un gran interés en mantener el contacto con ese “agradable” personaje porque, aunque en lo personal no era “la alegría de la huerta”, en lo relativo al golf era un auténtico figura y la verdad es que, sólo con observarle, uno ya tenía la sensación de estar aprendiendo cosas. Por eso, mientras se despedían y guardaban sus putts, le dijo:

―¿Le apetece que tomemos un café?

―De acuerdo ―contestó el interpelado mientras arrastraba su carrito y observaba con atención su desgastado reloj de oro.

Recorrieron juntos a paso lento los escasos ochenta metros que separaban el último green de la entrada al restaurante del campo. Era un local de dos pisos, enclavado en un edificio muy rústico y, como no podía ser de otra forma, totalmente ambientado en el mundo del golf. Una gran terraza, perfectamente orientada hacia el campo, era la delicia de la mayoría de los jugadores cuando terminaban su recorrido o de sus acompañantes mientras los otros jugaban unos hoyos.

―¿Dónde prefiere que nos coloquemos? ¿Dentro o fuera, en la terraza? ―preguntó Alberto cortésmente.

―Por mí dentro, ya he tenido bastante sol por hoy.

Ambos dejaron sus carritos en la entrada del restaurante y se adentraron en él a través de unas grandes puertas acristaladas. El salón principal se encontraba casi desierto, solamente se escuchaba algo de jaleo en el piso de arriba, posiblemente ocupado por alguna empresa de las que habitualmente escogían ese enclave para realizar alguna reunión o jornada formativa con sus directivos.

El español observó una pequeña mesa en una esquina de la planta baja y se dirigió directamente hacia ella, pensando que allí tendrían un poco más de tranquilidad. Bajo una lámina enmarcada del gran Bobby Jones tomaron asiento, mientras un atento camarero les tomaba nota de las bebidas.

Conforme había ido avanzando la tarde, la curiosidad de Alberto por desentrañar la historia de aquel curioso personaje había ido en aumento. Un tipo parco en palabras, rudo incluso en algunas ocasiones, pero con un juego depuradísimo y con una tremenda habilidad para el golf. Pensó que, si quedaba más veces a jugar con Duncan, poco a poco iría aprendiendo su manera de analizar la cancha y de golpear la bola, sus pequeños trucos. “Cuantas cosas podría enseñarme Duncan si pudiera quedar con él más veces”, pensó.

El directivo comenzó contándole su escasa experiencia en el mundo del golf buscando que el otro le hiciera algún tipo de valoración que pudiera ayudarle en un futuro. Casi al mismo tiempo que el camarero les servía ―un té a Duncan y un café con leche a Alberto―, preguntó directamente:

―¿Qué tal me ha visto?

―¿A qué te refieres? ―contestó el sorprendente británico haciéndose un poco el despistado.

―No sé, con el poco bagaje que tengo, ¿cree que puedo llegar a jugar bien, o mejor me dedico a otra cosa?

―Bueno... eso depende de si te gusta jugar al golf o no. Si llegas a amar este deporte, harás lo que sea necesario para conseguir jugar bien, es una cuestión de pasión, no de horas y de clases. ¿Te gusta jugar al golf?

―Creo que sí. Cuando juego o practico me olvido de todos mis asuntos profesionales y eso me relaja muchísimo, vuelvo a casa con la mente mucho más clara ―contestó sorprendido todavía por la anterior pregunta. ―¿Pero seguro que no es cuestión de horas?

―Si algo te apasiona, no cuentas las horas, todo fluye ―dijo el británico de manera pausada.― Cuando conozcas más profundamente este mundo, te darás cuenta de la multitud de lecciones que puede ofrecerte para tu vida e incluso para tu trabajo.

―¿Cómo? ―dijo Alberto tremendamente sorprendido― ¿Dice que el golf puede enseñarme cosas que afectan a mi vida profesional y personal?

―Así es ―respondió el otro como si hubiera estado esperando toda la tarde a que le hicieran esa pregunta.― Tanto el golf como tu vida o tu trabajo en un puesto directivo, son como un viaje donde te vas encontrando con desafíos y situaciones complejas que tienes que ir resolviendo con inmediatez.

El Director General de Industrias Romero tenía los ojos abiertos como platos y escuchaba atentamente porque nunca se le hubiera ocurrido que los dos mundos pudieran tener ningún tipo de paralelismo.

―En un campo de golf, los diseñadores generan trampas artificiales para retar a los jugadores: una sacada de bunker, un lago pegado al green, un putt con bastante caída…, todos son desafíos con los que te encuentras y que debes afrontar, en ocasiones con confianza y determinación... y en otras, con prudencia y cautela.

Mientras escuchaba, Alberto comenzó a buscar paralelismos entre lo que decía el inglés y su situación profesional actual. “Verdaderamente tiene razón, si lo ves desde ese punto de vista…” pensó. “Toda mi trayectoria profesional y, especialmente esta última etapa, han sido un compendio de pequeñas y grandes dificultades de las que mayoritariamente he salido airoso, sobre todo de aquellas que he afrontado con confianza y creyendo que podría resolverlas. Visto así, es verdad que mi trayectoria se parece a un recorrido de 18 hoyos... ¡O incluso a un campeonato de dos o tres jornadas!”

Después de escuchar las palabras de Duncan, decidió compartir con él los problemas que estaba teniendo en su empresa, buscando cualquier pequeña idea que aquel pequeño sabio británico pudiera ofrecerle.

―¿Le puedo contar un problema que tengo actualmente en mi trabajo? ―preguntó con la boca pequeña.

―Bien, pero yo no entiendo demasiado de management ni de dirigir empresas ―dijo el pequeño personaje con cierta inquietud.

―No se preocupe, quizás simplemente necesite contarle todas las cosas que me están pasando a una persona totalmente ajena al problema ―dijo el ejecutivo mirándole fijamente a los ojos.

―Bueno, si crees que puedo ayudarte cuéntame… ¿qué te ocurre?

Y el directivo comenzó a contarle lo rápido que había ido su trayectoria en Industrias Romero, lo solo que se sentía desde que ocupaba la dirección general y todo lo que ocurrió en el último Consejo de Administración.

Capítulo II Todo comenzó aquí

“El secreto de la sabiduría, del poder y del conocimiento es la humildad”.Hernst Hemingway

“Hoy es un día importante, tienes que estar a la altura”, se dijo Alberto mientras se echaba un puñado de agua fría a la cara. Eran las 6:30 h de la mañana y la noche había sido tranquila, aunque él no había podido descansar mucho pensando en el importante Consejo de Administración al que se enfrentaba ese día.

Se dio una ducha y se puso su traje favorito y la corbata azul y rosa que tanto le gustaba porque le hacía recordar su último viaje a Nueva York, donde la compró.

Mientras se preparaba una taza de café, ojeó en su teléfono el correo electrónico, al mismo tiempo que escuchaba las noticias económicas. “Madre mía, esto se está poniendo cada vez peor”, exclamó para sí, mientras observaba la caída de casi un 5% de la mayoría de las Bolsas europeas, por segundo día consecutivo. “Como sigamos así, no va a quedar títere con cabeza”. La situación económica en los últimos meses se había recrudecido mucho y, cuando se creía que había pasado lo peor, el entorno económico no mejoraba y la situación se alargaba ya durante casi un año.

Como cada martes, preparó una bolsa deportiva con la ropa necesaria para poder hacer por la tarde una escapada al campo de golf a “tirar unas bolas”. Se había convertido en un apasionado del golf en los últimos meses pese a que era un jugador ocasional, debido a sus múltiples compromisos. Le había picado el gusanillo hacía un par de años y se había apuntado a algunas clases. Consiguió obtener el hándicap unos cuantos meses más tarde, pero todavía no había podido estrenarlo en ningún torneo porque no tenía tiempo para practicar lo suficiente y no le gustaba la idea de participar en un campeonato sin tener nivel suficiente.

Decidió no coger su abrigo, ya que el clima era bastante agradable pese a la época del año. Bajó al garaje y abrió el maletero de su coche donde moraba perenne su bolsa de palos de golf, por si algún día encontraba un ratito para practicar. Dejó la bolsa deportiva, arrancó y se dirigió al trabajo. Eran las 7:15 h y no había demasiado tráfico. Mientras estaba parado en uno de los múltiples semáforos a la salida de la ciudad, apagó abruptamente la radio del coche y metió un CD de jazz que le había regalado un hermano suyo por su cumpleaños: “Estoy harto de escuchar penurias y noticias negativas”, se dijo entre dientes mientras subía el volumen de la radio.

Tardó unos veinticinco minutos en llegar a su empresa, situada en un polígono industrial cercano a la gran ciudad donde vivía. Estacionó en una plaza marcada con el número de su matrícula, que se encontraba en el aparcamiento más próximo a la entrada principal. “Bueno, es una de las ventajas de ser el Director General de la empresa, ya casi no tengo que andar hasta la puerta principal”, pensó mientras salía del coche y observaba a un grupo de empleados que venían caminando desde un aparcamiento situado a unos ochenta metros de distancia.

Había sido promocionado seis meses antes al puesto de Director General de Industrias Romero S.A., empresa a la que se incorporó hacía ocho años al área financiera, y que terminó dirigiendo a los tres años de su llegada al departamento. La compañía, de origen familiar, se había propuesto, ante el inminente relevo generacional al que se veía avocada, ser gestionada por un profesional ajeno a la familia. La persona escogida tenía que gozar de toda la confianza por parte de la familia, y esa persona era Alberto.

Los últimos meses no habían sido fáciles para él: con su ascenso vino a ocupar el puesto dejado por Evaristo Romero, uno de los miembros más carismáticos de la familia Romero, quien había liderado el grupo de empresas durante los últimos treinta años, coincidiendo con la etapa más prolífica de la organización en la que pasó de ser un pequeño grupo de tres empresas con un centenar de empleados, a tener la dimensión de un holding de catorce sociedades repartidas por todo el territorio nacional, bien posicionadas en varios sectores empresariales y con casi un millar de empleados. Evaristo Romero ocupaba la presidencia de la organización desde hacía cinco años, desde que falleció su padre, Justo Romero, fundador de la empresa.

Cuando se abrieron las puertas del ascensor, Alberto vio a Carolina, su asistente, preparando las últimas copias de la información que iban a facilitar a los accionistas.

―Buenos días, Carolina. ¿Ya lo tenemos todo preparado? ―le preguntó, dedicándole una agradable sonrisa.

―Sí, señor Antúnez. Ya está todo listo para el Consejo de Accionistas de hoy ―le contestó ella devolviéndole la sonrisa.

―Perfecto, pues revisemos por última vez la presentación y luego prepararé mis últimas notas.

Carolina terminó de montar las carpetas mientras Alberto dejaba su maletín en el despacho y ambos se dirigieron a la sala de juntas.

―Hoy tiene que salir todo fenomenal, Carolina. Tenemos que demostrar que somos las personas adecuadas para guiar la empresa ―dijo el directivo con aire de complicidad.

―Seguro que sí, señor Antúnez ―le contestó la secretaria complaciente.

Durante unos minutos estuvieron comprobando la presentación que habían preparado, el funcionamiento del proyector y la disposición de la sala, aspectos que Carolina consideraba muy importantes, ya que cuando llegaran los accionistas debían encontrar todo en perfectas condiciones. Después de esto, Alberto se retiró a su despacho para repasar por última vez los argumentos que utilizaría en su presentación, pues todavía quedaban algo más de dos horas hasta que los accionistas comenzaran a llegar.

Aunque ya había asistido a varios Consejos de Administración como Director General, el de ese día era el primero en el que iba a presentar los datos del cierre del ejercicio y los objetivos para el siguiente. Además, los resultados no habían sido muy buenos ese año. Tras el descalabro de casi un 30% en la facturación del año anterior, las ventas habían vuelto a bajar un 15%, se habían tenido que liquidar dos sociedades y recortar casi en el mismo porcentaje la plantilla de la mayoría de las empresas del Grupo. Pero, aun así, Alberto era optimista y pensaba en todo momento que la situación era totalmente reversible.

Ante ese panorama, sabía de la importancia de tener muy claros los pasos que debían seguir a nivel estratégico y de ser extremadamente persuasivo a la hora de explicar sus ideas, puesto que tenía la sensación de que los accionistas estaban más orientados a los resultados a corto plazo que a las ideas creativas y fabulosas. Necesitaba una mezcla de practicidad y planificación, “lo mismo que buscan todos los golfistas en el tee del hoyo 1 cualquier mañana de domingo en un club cualquiera”, hubiera podido pensar.

Poco a poco, los diferentes accionistas de la sociedad fueron llegando, miembros todos de la familia Romero. El primero en llegar fue Evaristo quien, a sus casi setenta años, todavía rebosaba vitalidad y energía por cada uno de sus poros. Le gustaba, cada vez que visitaba la empresa, darse una vuelta por el área de Administración, la más cercana a los despachos de los directores de los diferentes departamentos, para saludar a los casi cincuenta empleados que trabajaban en un gran espacio diáfano separado exclusivamente por unas pequeñas mamparas serigrafiadas con el logotipo de la empresa matriz.

Evaristo todavía despertaba una gran admiración entre la plantilla, no en vano “los había criado profesionalmente a casi todos”, como le gustaba decir a él cada vez que recibía una visita externa. Había sido un directivo muy exigente con el trabajo de los demás y sólo toleraba los fallos que él consideraba “errores humanos”, pero se enervaba y estallaba cada vez que se producía un error debido a un descuido o por no haber solicitado ayuda a tiempo. Esa exigencia tan elevada la compensaba con una gran preocupación por las necesidades de cada persona y con generar un clima agradable de trabajo, donde la gente pudiera crecer, desarrollarse y aportar lo mejor a la compañía. “Aquí no quiero a nadie que no quiera estar con nosotros, sólo quiero gente a mi alrededor que valore las cosas que tiene y que sepa apreciar aquello que le aportamos y lo que le exigimos a cambio”, repetía con frecuencia.

Mientras el Presidente saludaba a los trabajadores, Carolina corría apresurada con un montón de botellas de agua, que rápidamente fue colocando en cada uno de los puestos de la alargada mesa de la sala de reuniones. Después, colocó la documentación que había preparado para cada asistente y unos lápices de madera adornados con el logotipo de la empresa. En ese momento, aparecieron las dos hermanas pequeñas de Evaristo, Silvia y Carmina, conocidas informalmente en la organización como “las gemelas”. Eran dos señoras que rondaban los sesenta años. Cualquier parecido físico entre ellas se había convertido, con el tiempo, en enormes diferencias a nivel personal y familiar.

Silvia, casada con un conocido empresario local, se encontraba muy cómoda en su rol de “señora liberada financieramente”. Miembro de la alta sociedad, su semana se repartía entre inauguraciones y fiestas, reuniones con amigas para organizar actos benéficos y clases de Pilates. Una persona para la que “una imagen valía más que mil palabras” y para la que las apariencias eran algo muy importante que guardar. Solía comentar datos de la organización con su marido y se dejaba aconsejar por él, aportando ideas al Consejo que verdaderamente eran de su esposo. Intentaba imponerlas de muy malas formas, pues carecía de criterio propio.

Carmina era completamente diferente a su hermana. Desde muy jovencita había demostrado ser una persona “muy espiritual”. Amante y fiel seguidora de la cocina macrobiótica, hacía unos años había abierto varias tiendas especializadas en productos naturales y todo tipo de “hierbas e infusiones raras” como decía su hermana Silvia. No se preocupaba mucho por su aspecto físico, pues pensaba que lo que verdaderamente importa es el interior de las personas. Le encantaban sus sesiones de meditación que impartía gratuitamente en uno de sus centros tres tardes a la semana. No participaba demasiado en los Consejos de Administración y raramente aportaba alguna idea a los problemas que habitualmente se trataban en ellos. Solía delegar mucho en su hermano Evaristo, ya que confiaba plenamente en él y en su instinto para los negocios.

Ambas se dirigieron directamente al despacho de Alberto. Silvia caminaba con cierta altanería y, al ver que Carolina no se encontraba en su sitio, abrió directamente el despacho del Director General y le preguntó, sin ningún tipo de saludo previo:

―¿Todo preparado? ―a lo que él respondió, mirando de manera inconsciente su reloj:

―Sí, ya está todo preparado. Podéis pasar a la sala.

Abruptamente, Silvia cerró la puerta, sin darle la oportunidad a su hermana de saludar a Alberto, quien pensó instantáneamente: “Todavía quedan quince minutos, ¿por qué no se habrán ido a tomar un café?”, mientras recogía las notas que acababa de revisar, se colocaba la americana y salía de su despacho en dirección a la sala de juntas, donde desde lejos vio entrar a “las gemelas”.

Cuando entró en la sala, vio a su secretaria haciendo esfuerzos para convencer a Silvia del sitio que debía ocupar en la mesa de reuniones. Era curioso pero, aunque siempre ocupaban los mismos asientos, en cada reunión Silvia quería ocupar el sitio que le daba la gana, lo que desestructuraba bastante el trabajo de Carolina. En ese momento, Carmina se giró, vio al Director General y se levantó para saludarle, darle dos besos y preguntarle en un tono muy amable:

―¿Qué tal van las cosas, Alberto?

―Bien, Carmina, aunque podrían ir mejor.

―Bueno para eso te tenemos aquí, para que lleves el barco a buen puerto ―le contestó ella con una agradable sonrisa.

Mientras hablaban, apareció por la puerta Carlos, aunque todo el mundo le conocía como Carlitos. Era el hijo pequeño de Silvia, un joven de treinta años, incorporado al Consejo desde hacía unos años, justo cuando volvió de Estados Unidos donde se licenció en Ciencias Económicas y se graduó con un MBA en una prestigiosa escuela de negocios. Compaginaba el cargo de Consejero con el de Director Comercial de una de las empresas de su padre. Carlitos era una persona muy ambiciosa, con interés por la política y los coches caros. Siempre engominado y con corbatas muy llamativas, se jactaba, con su mirada directa y provocadora, de su habilidad para hacer negocios con su “pandilla de amiguetes”, un grupo de conocidos de la alta sociedad, que montaban pequeños negocios entre ellos, avalados por sus padres, todos grandes empresarios que, en más de una ocasión, habían tenido que sacarles las castañas del fuego. Entró en la sala diciendo en voz alta un “buenos días a todos”, mientras repasaba con la mirada a Carolina, quien, finalmente, había conseguido sentar a Silvia en su sitio. Carlos se acercó y dio un beso a su madre ocupando la silla que se encontraba justo a su izquierda y abriendo la carpeta rápidamente para revisar la documentación que les habían preparado.

A los pocos minutos, y mientras Alberto probaba el pasador de diapositivas, entró Evaristo, riendo a carcajada limpia junto con su hija Isabella y su yerno Arturo, los últimos Consejeros que faltaban. Ambos se habían incorporado al Consejo hacía ya varios años y tenían un peso relativo en las decisiones del mismo. Isabella, propietaria de una galería de arte, no entendía demasiado del negocio y se limitaba a escuchar, ver y callar. Por otro lado, Arturo era gerente de una de las empresas del Grupo y defendía los intereses de su mujer, Lourdes, la hermana mayor de Isabella y también hija de Evaristo.

―Bueno, pues ahora que ha llegado el Presidente, ya podemos comenzar ―comentó Alberto en voz alta, con una ligera sonrisa, fruto de la enorme activación interna que sentía en ese momento, ya que, aunque había revisado la documentación decenas de veces en los últimos días, no sabía cómo reaccionarían los accionistas cuando escucharan lo que tenía que contarles.

Rápidamente finalizaron todas las pequeñas conversaciones que se habían generado entre los asistentes al Consejo. Los accionistas terminaron de tomar asiento. Evaristo, de manera segura y enérgica, se puso en pie y, con un gesto educado y redundante, dio los buenos días a todos y agradeció su asistencia. A continuación declaró iniciado el Consejo y cedió la palabra a Alberto. Mientras éste comenzaba a resumir brevemente los puntos del orden del día, Carolina terminó de echar un último vistazo tanto a la mesa de reuniones como a las carpetas que cada asistente tenía delante. Luego se acercó a un pequeño mueble que tenía a su espalda y sacó de él un par de platitos de caramelos que colocó a ambos extremos de la larga mesa de reuniones. Seguidamente abandonó la sala.

Alberto comenzó presentando los datos numéricos del último ejercicio de cada una de las sociedades. Dejó para el final unos gráficos en los que se podía ver de manera mucho más resumida los resultados generales del Grupo. El clima se fue degradando paulatinamente a medida que hablaba. Había comenzado informando de las sociedades que habían obtenido mejores resultados, para finalizar con las que iban a requerir mayor atención y un paquete importante de medidas correctoras para poder reconducir la situación. “Presentaré el problema, pero lo abordaré rápidamente con las posibles soluciones”, pensaba cuando estaba diseñando la presentación.

El Director General, que estaba centrado totalmente en seguir el guión previsto y no descuidar ninguno de los argumentos que había preparado antes del Consejo, observó cómo la cara de algunos accionistas se iba tensando y cómo cada vez eran más evidentes los gestos de desaprobación y discrepancia con los datos que estaban recibiendo. Durante la presentación, que ya duraba más de una hora, tuvo que contestar alguna pregunta complicada y hasta, incluso, esquivar con un “eso lo vamos a ver un poco más adelante”, otras preguntas lanzadas a quemarropa por Silvia, que no se sabía si las hacía con malicia o por desconocimiento.

En ese momento, Carlitos interrumpió a Alberto, que había comenzado a presentar los resultados de una de las sociedades más castigadas por la crisis y que había empeorado considerablemente sus resultados en el último trimestre.

―Disculpa, Alberto. ¿Qué ha pasado en ROMIELSA? ¿De qué han servido las medidas que aprobamos hace tres meses y que, supuestamente, iban a mitigar estos penosos resultados? ―dijo mientras esbozaba una medio sonrisa maliciosa en su cara.

―Bueno….. la verdad es que…―comenzó a decir el Director General, mientras buscaba a toda velocidad las palabras en su cabeza, sabiendo y percibiendo la mala intención con la que le habían formulado la pregunta.