Gracias por tu valentía. Familia, bulimia y abusos: una historia que contar - Lidia Fuentes Guerrero - E-Book

Gracias por tu valentía. Familia, bulimia y abusos: una historia que contar E-Book

Lidia Fuentes Guerrero

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Beschreibung

«… no importa los obstáculos que te encuentres, importa que te levantes, que luches, que nunca desistas, vida sólo hay una y tenemos la obligación de vivirla por todos aquellos que quisieron y la vida no se lo permitió».

Lidia solo tiene diez años cuando, inesperadamente, sus padres se divorcian. Desde entonces, jamás nada en su vida volverá a ser igual. Aceptar los cambios no es nada fácil, siempre dividida, a medio camino entre el hogar de su infancia y la nueva casa de su padre donde, dentro de poco, el hombre da vida a una segunda familia, imitando el comportamiento de su exesposa. Y, mientras sus padres se rodean de nuevas personas, Lidia se siente cada vez más sola, especialmente después de que su hermana mayor, demasiado ocupada con su vida, la aleja mostrando su verdadera naturaleza. Herida y decepcionada, Lidia se deja arrestar de su vida, hasta el punto de que un juego inocente la deja caer en el túnel de la bulimia casi sin que ella se dé cuenta y que la transformará primero en una víctima y después en una guerrera…
Esta es la historia de una mujer valiente, de lazos familiares, de amor, de dolor y, al mismo tiempo, un relato de denuncia hacia una sociedad que, muy a menudo, no ofrece suficiente ayuda a los que sufren y que, por alguna razón no son suficientemente fuertes para admitir que tienen un problema. 

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Lidia Fuentes Guerrero

 

 

 

Gracias por tu valentía

Familia, bulimia y abusos: una historia que contar

 

 

 

 

 

© 2023 Europa Ediciones | Madrid www.grupoeditorialeuropa.es

 

Curador: Diego Odín Fortunato

 

ISBN 979-12-201-4018-8

I edición: Julio de 2023

Depósito legal: M-18654-2023

Distribuidor para las librerías: CAL Málaga S.L.

 

Impreso para Italia por Rotomail Italia S.p.A. - Vignate (MI)

Stampato in Italia presso Rotomail Italia S.p.A. - Vignate (MI)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Gracias por tu valentía

Familia, bulimia y abusos: una historia que contar

 

 

 

 

 

A mi padre, el ángel que siempre me cuida

 

 

 

 

 

El fuerte ha sido fuerte hasta que el débil ha querido

Anónimo

1

Una tarde de septiembre de 1996 descubrí que mis padres ya no se amaban como antes. Yo no era más que una niña y no recuerdo si aquella fue una revelación brusca y directa o más bien paulatina. Tampoco comprendía muy bien qué era el amor y por qué ese amor era capaz de transformarse. ¿Cómo puede saberlo con seguridad una niña de diez años? Lo único que sabía era que mis padres eran mis padres y que yo los amaba, pero ellos no seguirían juntos, se divorciarían; la vida tendría que cambiar y, honestamente, yo nunca he llevado muy bien los cambios.

Somos de Sevilla, la preciosa Sevilla. Por aquellos años vivíamos en un piso enorme en el barrio de Nervión, en el Este de la ciudad. Recuerdo muy bien aquel apartamento, el salón grande, los cuartos, el balcón que daba sobre la calle de Ramón y Cajal, un balcón desde donde me encantaba asomarme para dejar jugar la vista sobre los álamos y los fresnos, entre las ramas y las hojas, y en donde más abajo podía adivinar el movimiento de la gente en las aceras. En este piso pasé mis primeros años. Toda la vida que conocía se había desarrollado entre esas paredes, sobre el movimiento vivo y colorido de la ciudad. Éramos cuatro: mi madre, María; mi padre, José Francisco; mi hermana, Marta, y yo, Lidia.

Lo cierto es que mi madre lo había intentado muchas veces, pero finalmente tuvo que aceptar que ya no amaba a mi padre. Él, en cambio, creo que siempre siguió enamorado de ella, por más que no lo quisiera admitir abiertamente.

Claro que todo esto yo solamente lo puedo comprender ahora, a la distancia, después de más de veinticinco años. En aquel momento todo era incomprensión, incredulidad, tensión, pues manejaba las circunstancias con las herramientas que una niña de diez años posee. Una situación como esta hoy en día está bastante normalizada, pero cuando mis padres se divorciaron no era tan frecuente y yo no poseía la madurez para explicarme todo lo que estaba sucediendo alrededor.

Una de las grandes ayudas que recibí durante este período de mi vida fueron mis amigas. Yo estudié en el Colegio de Religiosas Calasancias, una institución con más de setenta y cinco años de historia en Sevilla. Este colegio fue muy importante para mí, mis compañeros y yo éramos una verdadera piña. Quedaba a unos quince o veinte minutos en coche desde el piso del barrio de Nervión. Lo recuerdo como un edificio grande, moderno, con salones espaciosos y pupitres verdes.

Mi madre me llevaba al colegio cada mañana y me buscaba por las tardes. Estos pequeños paseos para nosotras eran como espacios de tranquilidad, remansaos de paz. Muchos años después lo he hablado con mi madre y me ha confesado que extraña aquellos momentos. Siempre íbamos con música, mi madre es como yo y le encanta bailar, cantar y divertirse. Recuerdo que yo colocaba la música introduciendo los pequeños casets transparentes, con los dos rollitos de cinta magnética alrededor de aquellos ojitos circulares, en el aparato reproductor. Todavía puedo verme en el coche, entre las calles de Sevilla, metiendo y sacando casets de las cajitas de plástico. En Semana Santa escuchábamos música típica de Semana Santa; durante la Feria de Abril, las sevillanas; en Navidad, villancicos. El resto del año, cuando la música no estaba signada por una festividad, yo elegía qué escuchar y casi siempre eran los Backstreet Boys, un grupo de música que me encantaba y me encanta, pues todavía los escucho con frecuencia.

Aquellos eran momentos muy bonitos y alegres, pequeños oasis en los que, rodeadas por la música, mi madre me llevaba al colegio y de cierta manera cualquier cosa que podía preocuparme por un momento quedaba en el olvido. Cantábamos, reíamos, bailábamos. ¡Cuántas canciones de los Backstreet Boys tuvo que escuchar mi madre una y otra vez!

Los viajes de quince o veinte minutos quizás eran cortos, pero en la memoria son enormes e importantes.

Como decía, mis compañeros del colegio y yo éramos una verdadera piña. Por aquel entonces yo era la única chica con padres separados en la clase y me sentía como el bicho raro. Yo solamente quería que mis padres estuvieran juntos y no podía o no quería entender que aquello ya no era posible. Quería tener una vida como la de todos los niños.

En más de una ocasión me puse a llorar durante las lecciones y mis compañeros se volcaron para ayudarme, para consolarme. A mis compañeros del colegio no los llamo amigos, sino familia. Así de importantes y determinantes han sido en mi vida.

Recuerdo que me preguntaban cómo me encontraba, cómo estaba llevando toda la situación. Trataban de normalizar el divorcio de mis padres para que me sintiera lo más cómoda posible. Por supuesto que todo esto dentro del contexto de unos chicos de diez años y con las herramientas que ellos posen.

Pero los niños son más hábiles y capaces de lo que creen para ayudar a los demás. Solamente con ser quienes son, con comportarse con naturalidad, con divertirse, logran crear un inmenso ambiente de serenidad y calma. Es sencillo olvidar con los juegos, las risas, las charlas. Por momentos yo podía abstraerme de la realidad y olvidaba las situaciones difíciles que estaba viviendo con el divorcio de mis padres. Y nuestra clase era un verdadero «caos».

Para dar un ejemplo, recuerdo que por aquellos días tres o cuatro de los chicos de la clase decidieron, muy temprano, en una ausencia del profesor, quitar la puerta de las bisagras y dejarla ahí, como un mamotreto inútil, a un lado del pasillo. Casi puedo ver de nuevo a aquellos niños trabajar, con una seriedad contenida, impropia, para desanclar la puerta. Era una inmensa puerta de metal pintada de blanco, y cuando finalmente lograron sacarla de su posición, los demás chicos la vimos viajar sobre los verdes pupitres como una nube de hierro sobre una selva imposible. Entre los cuatro que habían realizado la operación la sujetaban en el aire, incapaces de contener la emoción, la excitación y la alegría por haber conseguido algo maravilloso. Algo muy simple, pero que al mismo tiempo rompía con un orden preestablecido. Y esto, para todos nosotros, tanto los que desanclaron la puerta como los que los veíamos, era un acto de rebeldía fundamental, una rebeldía cuyo único fin era las risas y la alegría.

Con situaciones como esta, tan divertidas, como decía más arriba, es fácil encontrar momentos de alegría y olvidar.

Yo veía esa nube de metal rectangular viajar sobre los pupitres verdes, para finalmente descender junto al pasillo, como una niebla amazónica junto a las lides de la selva. Ante esta visión, cualquier problema que pudiera tener, cualquier situación y tristeza que pudiera sentir, quedaba aparcado para participar en aquellos eventos extraordinarios.

Así son los niños.

Recuerdo que aquella vez de la puerta la profesora llegó, preguntó, indagó. Quería saber quiénes habían hecho eso. Pero nosotros nunca nos chivábamos. Si caía uno, pues caíamos todos. En nuestra clase, como dije más arriba, éramos una verdadera familia. Y es que estuvimos juntos desde el preescolar hasta cuarto de la ESO. Muchos años para conocernos y cuidarnos y querernos.

Mientras esa puerta viajaba de un lado a otro yo no pensaba en el divorcio de mis padres, no me sentía triste, no existía más nada en el mundo sino esa nube de hierro rectangular.

No obstante, mis compañeros no fueron los únicos que me ayudaron. También me ayudó mucho la señorita Gloria, un encanto de profesora para la que siempre tendré mucha gratitud y agradecimiento. Además, visité en varias ocasiones al psicólogo de la institución. Y todos, en general, fueron de gran ayuda para mí.

Lo cierto es que mi vida en el colegio no cambió. Muchas tardes iba con mis compañeros al cine y luego mi madre me buscaba. En este aspecto mi vida continuó tal como era. Recuerdo que una vez fuimos a ver Titanic, la película de moda por aquellos años. Compramos palomitas y miramos arrobadas la preciosa historia de amor marcada por la tragedia. Luego nos íbamos a casa. No hacíamos mucho más.

Pero el hecho es que el matrimonio de mis padres había terminado. El matrimonio había terminado, sí, pero no la convivencia.

Mi padre tenía un estudio alquilado cerca de nuestro apartamento, también en el Este de la ciudad, en donde pensaba ir a vivir, pero la inquilina de aquel momento no estaba dispuesta a dejar el estudio. Por esta y otras circunstancias mis padres decidieron separarse, pero seguir bajo el mismo techo. Yo tuve que dejar mi cuarto para pasar a dormir en el dormitorio principal con mi madre. Mi padre pasó a ocupar mi cuarto. Todos estos cambios me afectaron, pues la vida, de cierta manera, me mostraba por primera vez su verdadera cara, en donde todo es cambio, en donde todo se modifica, crece, se transforma y absolutamente nada permanece inalterable. La única en casa que parecía no sufrir ninguno de aquellos cambios era mi hermana Marta, nueve años mayor que yo. Ella seguía en su habitación, con su vida bastante normal. Por aquellos días trabajaba y estudiaba, además, tenía un novio y durante los fines de semana se iba con él. No quiero decir que los hechos no le afectaran, pero definitivamente las situaciones se ven con distintos ojos a los diez años que a los diecinueve.

Fueron días de mucha tensión, quizás de demasiada tensión. El 5 de octubre de 1996 mis padres finalmente se divorciaron. Pero mi padre no se quería ir de casa y después de muchas discusiones se decidió que, como se acercaban las Navidades, lo mejor era posponer la mudanza para los primeros meses del siguiente año. Lo cual era como posponer y negar lo ineludible. ¿Por qué seguir alargando una despedida? Quizás no querían afectarnos y pretendían hacer la transición lo mejor posible, sobre todo para mí, que era la pequeña, pero lo cierto es que fueron días largos y difíciles, llenos de pequeñas discusiones en donde la cotidianidad era un campo de batalla.

¿Cómo describir aquellas Navidades? Sinceramente, no fueron las más felices de mi vida. En casa se hablaba poco y la tensión reinaba sobre todas las situaciones. Las miradas de mis padres se cruzaban, llenas de culpas y reproches. Era como si el silencio a nuestro alrededor tomara consistencia y poco a poco fuera creando un cerco alrededor de nosotros, un cerco que se iba estrechando y nos ahogaba, un silencio cargado de palabras no dichas, apenas intuidas por mí, pero hirientes y previsibles.

Para ser completamente honesta durante aquella convivencia obligada, mi padre hizo muchas cosas que no estaban bien. Para dar solamente un ejemplo, recuerdo que mi madre, durante los meses que siguieron a la separación, le pidió a mi padre que utilizara el baño principal, que quedaba cerca del salón, para que ella y yo compartiéramos el baño del dormitorio en donde dormíamos. Era algo lógico, si me lo preguntan, pues ya la situación era lo suficientemente incómoda como para echar más leña al fuego. Pero mi padre no hizo caso a esta petición y cada dos por tres entraba en el dormitorio para utilizar el baño. Solamente quería molestar un poco, esto lo entiendo ahora, y no creo que quisiera afectarme a mí con situaciones en apariencia tan inocentes, pero nada de aquello contribuía a hacer más llevaderos los días.

El 7 de febrero de 1997 mi padre dejó el piso. Lo recuerdo muy bien porque mi madre no quería que presenciara el momento en que mi padre sacaba todas sus pertenencias del apartamento, quería evitarme ese momento tan difícil, y en consecuencia decidió que lo mejor era que fuera a pasar aquel día en casa de mis abuelos.

No me prepararon, no me dijeron nada.

Al regresar de casa de mis abuelos, pregunté:

––¿Y mi padre?

––Se ha ido.

Y eso fue todo.

Recuerdo que ese día lloré mucho. Me encerré en el cuarto de baño y lloré sin parar.

––¿Por qué mi padre no está conmigo? ¿Por qué no está aquí para darme las buenas noches? ––me preguntaba.

Lo cierto es que yo era muy pegada a él y lo echaba mucho de menos. Él me llamaba todas las noches y trataba, en la medida de lo posible, de estar presente para mí, incluso en la distancia. Pero yo no tenía la madurez para comprender por qué mis padres no estaban juntos, por qué ya no se querían. Yo pensaba en mi felicidad, por supuesto, era un poco egoísta como cualquier niña y lo único que me interesaba era que mis padres estuvieran juntos y se amaran.

Una de las situaciones que más me afectaba era la incertidumbre ante todos aquellos cambios. Me preguntaba sin parar cómo sería la vida en adelante. Puede parecer una exageración, pero a los diez años, con todo el mundo conocido trastocado, aquello tomaba dimensiones tremendas. Sinceramente, no sabía cómo iba a seguir adelante.

Para mí uno de los momentos más significativos de aquel período fue una jugarreta de mi padre. No lo puedo definir de otra manera. Realmente no fue nada grave, pero a mí me afectó bastante.

Mi madre había seguido con su vida y el mismo año del divorcio comenzó a salir con Fernando. Hoy en día siguen juntos, en una relación completamente consolidada. Pero, en aquel entonces, ni mi padre ni yo sabíamos nada de aquella relación. Una tarde, yo estaba regresando con mi padre de un paseo por la ciudad cuando la casualidad quiso que justo en ese momento mi madre y Fernando estuvieran en el portal del edificio. Esto tampoco era común, Fernando nunca acompañaba a mi madre al portal, ambos eran muy respetuosos y, como mi padre todavía estaba en casa, no querían dar ningún paso que pudiera crear animosidades.

Pero las cosas tenían que suceder de esta manera, el azar, la casualidad, los horarios, el paseo con mi padre, un semáforo que cambió a rojo antes o después, un poco de tráfico, el segundero, los minutos, todo confluyó para que en el momento que mi padre iba a aparcar el coche tanto mi madre como Fernando estuvieran en el portal.

Honestamente, yo no me había dado cuenta de nada, pero mi padre, que sí los había visto, en lugar de dar otra vuelta para que yo no me enterara de la nueva relación de una manera tan brusca, decidió aparcar el coche rápidamente y salir lo antes posible. Otra vez, la casualidad quiso que en el mismo instante en que llegábamos al portal mi madre y Fernando se despidieran con un beso. Sinceramente no los culpo, no había nada de malo en ello, pero para una niña de diez años aquello fue difícil de digerir.

Fernando, muchos años después, me contó que cuando me vio junto al portal yo tenía los ojos como platos y miraba toda la escena con incredulidad e incomprensión. Mi padre, en ese momento, le dio la mano a Fernando (algo que yo no presencié, y de lo que me enteré solamente muchos años después) y él se quedó muy sorprendido, pues me admitió que nunca hubiera hecho lo mismo. Tras aquel saludo mi padre y yo subimos al apartamento y mi madre y Fernando se quedaron abajo.

Esa noche mis padres discutieron muchísimo, lo recuerdo perfectamente. Mi madre le recriminaba a mi padre lo que acababa de suceder.

––¿Por qué lo hiciste, José Francisco? ¿Qué es lo que buscabas con esto? No logro comprenderlo ––decía mi madre.

Lo cierto es que mi padre había aprovechado aquel «fallo» para que yo lo presenciara. Quería, de cierta manera, ponerme en contra de mi madre. Y sin pensar en cómo yo me podía sentir me dejaba en medio de la jugarreta.

Fernando, mucho tiempo después, me contó que a partir de ese día no volvió a acompañar a mi madre hasta el portal (al menos no hasta que mi padre finalmente se mudó), pues toda la situación le había hecho sentir muy mal.

Lamentablemente, esta no sería la única vez que me vería en medio, entre las discusiones y peleas de mis padres. Pero eso es algo que contaré más adelante.

Los cambios no me asientan bien, repito, y en pocos meses había cambiado todo.

La inquilina del estudio del Este de la ciudad, aquel que mi padre tenía alquilado, finalmente dejó el piso y mi padre se mudó. Ahora debía compartir mi tiempo entre la casa de mi madre y la de mi padre.

El estudio no quedaba muy lejos. Era muy pequeño, de poco más de treinta metros cuadrados, con una cocina americana engastada en una de las paredes, un sofá cama que se debía replegar cada mañana y en donde yo dormía con mi padre, un lavado, una mesa baja de madera con dos sillas bastas, un mueble pequeño con un televisor diminuto encima y, por mesa de noche, una caja. Recuerdo que le escribí una carta a mi padre para que la pusiera sobre aquella caja a modo de mesa de noche, para que pensara en mí antes de acostarse y al despertar cada día, para que, de cierta manera, supiera que yo estaba con él. Esto era todo, un espacio realmente reducido, diametralmente opuesto a la casa grande y el salón y los cuartos y el balcón que daba sobre los fresnos y álamos de la calle de Ramón y Cajal.

Recuerdo que una mañana decidí darle una sorpresa a mi padre y me propuse preparar el desayuno. Tenía solamente diez años y por supuesto no sabía cocinar. Mi padre tampoco sabía y en la cocina del estudio solamente había latas de conservas, un pan duro, leche, huevos y poco más.

Aquella mañana decidí cocinar un desayuno americano. Rápidamente busqué una sartén que me pareciera apropiada para freír los huevos y la coloqué sobre el fuego. No sabía que antes de cocinar los huevos debía precalentar un poco de aceite, ¡así de impreparada estaba en aquel momento! Bien, sin perder tiempo arrojé los huevos en la sartén al rojo vivo y esperé. Al poco tiempo un humo negro, incontrolable e inconexo como penachos de plumas o grandes moños de díscolas señoras, empezó a salir de la sartén, en desorden, por todos lados. Los huevos repiqueteaban, sufrían, saltaban, como si tampoco ellos pudieran comprender la falta de aceite en esa sartén. El estudio rápidamente se llenó de humo. Mi padre se acercó alarmado. Tuvimos que posponer el desayuno para otro momento y arrojar la sartén a la basura.

Mi padre, por entonces, tenía una «amiga» con la que intentaba de cierta manera rehacer su vida. La verdad es que aquello no llegó a nada, pero ¡cómo olvidar a esa mujer! Era gorda, bastante fea y grosera, chabacana. Al menos así la veía yo. La recuerdo con un vestido verde demasiado ajustado que le marcaba cada parte del cuerpo, un cuerpo rollizo que no ocultaba los desafueros y excesos de la vida pasada. Llevaba largos collares, alhajas llamativas y muchas pulseras de un oro más falso que una moneda de cuero. La pobre mujer no sabía ni hablar bien.

––E bonitillia lachiquillia.

––¿Qué dijo? ––preguntaba yo a mi padre.

––Ay, lachiquilla lachiquilla ––repetía ella.

La verdad es que entre nosotras se creó una distancia abismal.

Esta relación de mi padre no duró ni un mes. Me atrevería a decir que no era ni siquiera una relación. Pero la impresión que esa mujer me causó fue tremenda.

Muchas veces así sucede con los niños: situaciones en apariencia efímeras, insustanciales, toman un peso increíble y lo que parecía inocuo se graba en la mente, en la memoria, en el subconsciente, para transformarse en sueños, en incomodidades, en angustia, en ansiedad.

Pero también es cierto que en la memoria con el paso de los años todo se mezcla y se suaviza. Y ahora, por ejemplo, yo podría colocar a aquella mujer que decía «Bonitillia lachiquilla, lachiquilla» en lo alto de la puerta que mis compañeros de clase habían desanclado aquella mañana, durante la ausencia de la profesora, para que desfile sobre el pasado como una deidad pagana que ostenta mil brillantes falsos, como un recuerdo más que pasa idéntico a un poco de niebla en las lindes del sueño, pues contar es, de cierta manera, revivir, transformar, recrear.