GuíaBurros: Las relaciones Iglesia-Estado en España - Eduardo Montagut - E-Book

GuíaBurros: Las relaciones Iglesia-Estado en España E-Book

Eduardo Montagut

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Beschreibung

Este libro analiza las relaciones entre el Estado y la Iglesia Católica y su dimensión social, especialmente durante los siglos XIX y XX, tanto desde el punto de vista de los católicos, como desde el de los sectores laicos y anticlericales, dado el poder religioso, político, económico y social que la Iglesia tenía. Durante la Monarquía sus relaciones no fueron siempre fluidas, pero los conflictos llegaron con la Revolución liberal y el intento de la Iglesia de conservar parcelas de dominio ante las propuestas de reformas a favor del laicismo y la secularización. En el católico franquismo, se generaron nuevas tensiones que provocaron que la alianza inicial entre ambos poderes terminara por casi quebrarse.

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GuíaBurros: las relaciones Iglesia-Estado en España

Del Antiguo Régimen a la Dictadura de Franco

Eduardo Montagut

www.relaciones-iglesia-estado.guiaburros.es

© EDITATUM

© Eduardo Montagut

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Primera edición: octubre de 2023

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Sobre el autor

Eduardo Montagut nació en Madrid en 1965, licenciándose en Historia Moderna y Contemporánea por la UAM en el año 1988, con premio extraordinario. En la misma Universidad alcanzaría el doctorado en 1996 con una tesis sobre “Los alguaciles de Casa y Corte en el Madrid del Antiguo Régimen, un estudio social del poder”. Por otro lado, el autor emprende estudios de la época ilustrada a través de la Real Sociedad Económica Matritense y la Real Sociedad Bascongada de Amigos del País sobre cuestiones de enseñanza, agricultura, montes y plantíos. En 1996 comienza su carrera de docente en Educación Secundaria en la Comunidad de Madrid.

Con el nuevo siglo, Eduardo Montagut inicia una intensa actividad en medios digitales y escritos con publicaciones de divulgación e investigación históricas, política y de memoria histórica, siendo autor de libros como GuíaBurros: Del Abrazo de Vergara al bando de guerra de Franco; GuíaBurros: Episodios que cambiaron la Historia de España; GuíaBurros: La España del siglo XVIII; GuíaBurros: Historia del socialismo español; GuíaBurros: El tiempo de las revoluciones; GuíaBurros: El Antiguo Régimen, GuíaBurros: El Republicanismo en España, GuíaBurros: Europa en su cenit; Guíaburros: Diccionario de Historia Contemporánea; GuíaBurros: El libro de la Gran Guerra y GuíaBurros: Las Constituciones en España. Asimismo, imparte conferencias y participa en diferentes charlas y debates.

Agradecimientos

Dedicado a los librepensadores españoles.

Introducción

Este libro pretende plantear las claves de la relación entre la Iglesia Católica y el Estado en España desde el Antiguo Régimen hasta la Dictadura franquista. Se trata, sin lugar a dudas, de uno de los grandes temas de la Historia española, dada la importancia de la Iglesia, como un poder religioso, político, económico, social, cultural, moral y educativo evidente en la época moderna, y aunque la Monarquía se manifestase como católica esto no significó que las relaciones entre ambas grandes instituciones fueran siempre fluidas. En todo caso, los conflictos de envergadura no llegarían hasta el triunfo de la Revolución liberal, por muy moderada que esta pudiera caracterizarse en nuestro país.

Efectivamente, en ese momento histórico nació un nuevo período de relaciones en el que la Iglesia intentaría conservar parcelas de dominio y preeminencia, cuando no mantener la exclusividad religiosa en el país ante las resistencias ideológicas, políticas y hasta sociales que trajo consigo el cambio de época. Las distintas Administraciones de la Edad contemporánea, por su parte, bascularían entre el acuerdo, los intentos más o menos tímidos de reformas en las relaciones bilaterales, y la defensa de planteamientos de radical separación en favor de políticas laicas y secularizadoras.

Al final de este recorrido, es decir, en el franquismo, llegaríamos a una etapa más compleja de lo que se considera tradicionalmente, porque, aunque estaríamos ante un sistema político, que podríamos calificar de “hipercatólico”, si se nos permite la licencia, terminaron por generarse nuevas tensiones en un mundo cambiante, especialmente a partir de los sesenta, que provocarían que la estrecha alianza inicial entre ambos poderes terminara por casi quebrarse.

En el libro no solamente abordamos las relaciones institucionales, sino que dedicamos también cierta atención al pensamiento y a la dimensión social de las cuestiones religiosas en España, especialmente durante los siglos XIX y XX, tanto desde el punto de vista de los católicos, como desde el de los sectores defensores del laicismo y el anticlericalismo. Sin este acercamiento es imposible entender en toda su dimensión las relaciones entre ambos poderes.

Las relaciones entre la Monarquía y la Iglesia en el Antiguo Régimen

Siendo la Monarquía Hispánica de los Austrias un bastión fundamental de la religión católica en la Europa de los siglos XVI y XVII, y en menor medida la España de los Borbones en el siglo XVIII, las relaciones entre el Estado y la Iglesia no fueron fáciles en ninguna de las dos épocas porque, por un lado, el primero aspiraba a ser el poder fundamental y superior al que todos los demás debían subordinarse, y con capacidad para intervenir en los mismos, pero por otro lado, la segunda no estaba dispuesta a que el Estado se inmiscuyera en su funcionamiento interno, ni en la administración de sus recursos económicos. Nunca se discutió de doctrina ni de los dogmas católicos, pero de todo lo demás siempre hubo un debate constante entre ambos poderes, con momentos de verdadera tensión.

El marco legal de las relaciones entre el Estado y la Iglesia se estableció a través de los Concordatos, es decir, acuerdos, convenios o tratados ente la Santa Sede y un Estado con el propósito de regular sus relaciones en diversas materias.

Algunos autores consideran que los precedentes de los Concordatos en España serían los Concilios de Toledo de la época visigoda, que eran unas asambleas eclesiásticas, pero también de personajes no religiosos que establecían las normas y reglas, tanto de tipo religioso como civil para el Reino. En la Edad Media se prodigaron los acuerdos entre los monarcas de los distintos reinos cristianos con la Iglesia. En este sentido, es importante destacar el acuerdo de 1372 entre la reina Leonor, esposa de Pedro IV de Aragón, y Bertrán de Comminges, legado pontificio, con el fin de solucionar unos litigios en el seno de la Iglesia en Tarragona. En el ámbito castellano fue fundamental el Concordato de Constanza, firmado en mayo de 1418 entre el rey Juan II y el papa Martín V, por el que el monarca pasaba a ejercer un mayor control sobre los beneficios y reservas eclesiásticas, y a ejercer algún tipo de supervisión en relación con el nombramiento de los obispos.

Durante la época moderna la firma de Concordatos con Roma debe enmarcarse dentro de la política regalista seguida por los Austrias, pero, sobre todo, por los Borbones, que desarrollaron un mayor y acusado sentido del absolutismo regio. El regalismo era una doctrina jurídica, surgida a fines del siglo XV, en relación con el fortalecimiento de las Monarquías, que propugnaba la superioridad de la Corona sobre la Iglesia en cualquier ámbito menos en el de la doctrina. Uno de los objetivos finales de los monarcas regalistas era constituir una Iglesia nacional sometida a su autoridad, aunque sin romper en lo religioso con el Papa, como sí hicieron los príncipes protestantes. Para ello, necesitaban el patronato regio o derecho de la Corona consistente en la potestad de poder nombrar a las dignidades eclesiásticas. En Francia se dio un acusado regalismo, conocido como galicanismo, aunque también es cierto que tuvo otra dimensión. Estaríamos hablando del conciliarismo, doctrina que consideraba al Concilio como una institución que debía estar por encima del Papa, una doctrina que en España no se desarrolló.

En el otro sentido, la Iglesia ejerció un evidente poder sobre los monarcas a través de los confesores reales. En la Edad Media tanto los confesores de los reyes de Castilla como los de Aragón fueron dominicos. Con los Reyes Católicos los confesores adquirieron una mayor dimensión porque comenzaron a interesarse y participar en decisiones políticas. Ese poder aumentó considerablemente durante el siglo XVII, ejerciendo una evidente influencia en materias como el nombramiento de obispos y otras jerarquías.

En tiempos de los Borbones, hasta mediados del siglo XVIII, los confesores fueron jesuitas. Con la expulsión de los mismos, se impuso la variedad en el origen de los confesores que, además, fueron disminuyendo en importancia e influencia, especialmente con el triunfo del Estado liberal, aunque como excepción estaría Antonio María Claret con Isabel II.

Los Reyes Católicos y los Austrias

Los Reyes Católicos consiguieron del Papado la concesión del patronato regio para el Reino de Granada y para los nuevos territorios americanos. También fue muy importante el establecimiento de la denominada Bula de Cruzada, un tipo de bula de concesión de beneficios, y que, en este caso concreto, se refería a la que concedía privilegios, gracias e indultos a cambio de una aportación económica que, en principio, debía dedicarse a los gastos militares ocasionados por las guerras contra los “infieles”, y al sostenimiento del culto y al ejercicio de la caridad. La Bula ofrecía, por lo tanto, un bien muy preciado en una sociedad tan intensamente religiosa como era aquella, porque tenía que ver con la salvación eterna. Por su parte, la Monarquía conseguía una fuente de financiación, habida cuenta del déficit crónico hacendístico, y la Iglesia podía conseguir también fondos. La Bula de Cruzada fue dada por el papa Sixto IV, a petición de Isabel y Fernando, coincidiendo con el inicio de la Guerra de Granada, siendo renovada por el mismo pontífice y también por Inocencio VIII. Por la misma, se autorizó al clero a dar la absolución a todos los que había combatido y pagado 200 mrs. También se destinaron sumas para que las almas del Purgatorio pudieran alcanzar antes la salvación. Por fin, se emplearía la Bula para no acudir al servicio de las armas a cambio de un donativo. Al parecer, la primera Bula rindió unos 400 000 ducados. Además del dinero entregado al rey Fernando, parte de esta cantidad contribuiría a la construcción de la Basílica de San Pedro.

El emperador Carlos también acudió al recurso de la Bula de Cruzada, pero de forma ocasional. Sería Felipe II quien consiguió convertir la misma en algo permanente, aunque se respetó el formalismo de la renovación trienal y hasta sexenal. Pero con el Rey Prudente la naturaleza de la Bula cambió. Su primer atractivo habían sido las indulgencias y beneficios otorgados para los que combatían a los infieles, pero en la época ya de la Contrarreforma, la ventaja de esta Bula sería la reducción de los días de ayuno y abstinencia, algo muy valorado en esos momentos porque la Iglesia había establecido un calendario muy estricto en esta materia. La Bula costaba dos reales, un precio elevado para muchas personas y familias en una España en la que crecía la pobreza, pero muchos menesterosos realizaron sacrificios porque la presión social y religiosa era muy alta. En este sentido, se hicieron predicaciones especiales.

Ante el aumento de rentas se estableció un organismo para su administración dentro de la estructura polisinodial de la Monarquía, es decir, se puso en marcha un Consejo específico, el de Cruzada. Dicho Consejo fue creado en 1509, aunque su organización no se perfeccionaría hasta 1534. El Consejo velaba para que se mantuviera el principio primigenio de la Bula, pero es evidente que la Monarquía, siempre con dificultades económicas, solamente estaba interesada en el ingreso en sí. Por eso presionó y consiguió que se extendiese a América, y a los territorios italianos. El Consejo convalidaba las gracias que, según la Bula de Cruzada, habían de entregarse a los que habían contribuido en la lucha contra herejes y musulmanes, tanto de forma real, como económica. El Consejo vio ampliado su trabajo cuando el Papado concedió los denominados Subsidios de Galeras y el Excusado en los años sesenta del siglo XVI. El primero consistía en una aportación del clero mediante una derrama para ese fin, mientras que el segundo era una especie de cuota que pagaban los principales contribuyentes de cada parroquia de sus diezmos. Estas nuevas rentas hicieron que el Consejo adquiriera relevancia, ya que administraba las denominadas Tres Gracias, con buenos rendimientos. El Consejo desaparecería en el proceso de reformas administrativas de los Borbones, menos interesados en el sistema polisinodial, y más en el de la vía ejecutiva, según su acusado absolutismo.

Las necesidades económicas de la Monarquía provocaron que se pensase en la posibilidad de cargar pensiones sobre las rentas de los Obispados, es decir, las episcopales. El objetivo era pagar a personas o instituciones que tendrían que ser remuneradas o recompensadas por la Hacienda real.

El gran impulsor de este tipo de pensiones, aunque hubo precedentes anteriores, fue el rey Felipe II. Para ello buscó la autorización pontificia con el fin de poder intervenir las mitras. La Hacienda real sistematizó el sistema de pensiones con una escala en función de la riqueza de los Obispados. Sobre las mitras más ricas se aplicaban o cargaban pensiones de hasta un tercio de su valor, mientras que las menos ricas solían generar pensiones de la cuarta parte. Por fin, los Obispados más pobres estaban exentos de estas cargas.

En algunos casos las pensiones iban destinadas al sostenimiento de instituciones de caridad, pero muchos de los destinatarios fueron particulares para premiar sus servicios, ofrecer complementos o liquidar atrasos de los sueldos de altos funcionarios de la Administración, así como para contar con embajadores, cardenales o personajes favorables a los intereses de la Monarquía en distintos lugares, etc.

La única condición para recibir estas pensiones era que el beneficiario tenía que ser eclesiástico, pero bastaba con ser un tonsurado, es decir, quien había recibido la tonsura, y esto se refería al primer grado clerical que se confería por el obispo como disposición y preparación para recibir el sacramento de la orden y cuya ceremonia se realizaba cortando una parte del cabello. Y tonsurados hubo muchos.

Por fin, en este ámbito económico tenemos que detenernos en la plata de las iglesias, donde se atesoró durante el Antiguo Régimen una enorme cantidad de este metal precioso, y muy especialmente entre los siglos XVI y XVII. Este fenómeno se asociaría a la aportación de la plata americana, y a la importancia de la religión en una sociedad donde eran muy comunes las donaciones a la Iglesia.

Pues bien, la plata atesorada en los templos se dividía en dos grandes tipos de objetos. En primer lugar, estarían aquellos que se empleaban en la liturgia, destacando los cálices, las patenas, los ostensorios (custodias) y los relicarios. Por otro lado, había objetos que podríamos calificar de utilitarios, como bandejas, lámparas o candelabros. Los primeros siempre fueron muy respetados por su vinculación directa con el culto, a menos que fueron objeto de robos, pero los segundos terminaron por constituir una especie de reserva económica que podría ser empleada en caso de necesidad.

Pero lo más interesante es que sobre esa plata terminaron por fijar su atención los monarcas, siempre necesitados de financiación.

Los primeros que se interesaron por la plata de las iglesias fueron Isabel y Fernando en la Guerra interna castellana por la sucesión del trono de Enrique IV, que tuvo lugar entre los partidarios de Isabel y de Juana. Así pues, emitieron un empréstito para captar dinero tomando como garantía la plata de las iglesias.

Felipe II intentó ir más allá porque dictaminó que se realizara un inventario de la plata de las iglesias con el fin de conocer la riqueza existente. Eso provocó protestas porque la Iglesia era consciente de lo que se pretendía con esa investigación. Hasta el todopoderoso rey prudente tuvo que dar marcha atrás.

Felipe IV, por su parte, agobiado por la presión del gasto, pidió a las comunidades religiosas que donaran la plata que no fuera necesaria, es decir, la que no se empleaba en la liturgia. No parece que tuviera mucho éxito. En todo caso, la Iglesia consiguió mantener este fondo o tesoro casi intacto hasta el final del siglo XVIII.

Por otro lado, a lo largo del siglo XVI se consolidó el denominado Regium Exequatur