GuíaBurros: El tiempo de las Revoluciones - Eduardo Montagut - E-Book

GuíaBurros: El tiempo de las Revoluciones E-Book

Eduardo Montagut

0,0

Beschreibung

Este libro es un estudio del intenso período de las Revoluciones en Europa entre 1820 y 1848, unos episodios clave para entender la historia posterior. El liberalismo, pero también un naciente y pujante nacionalismo, fueron movimientos que cuestionaron el sistema de la Restauración, un intento de recuperar el Antiguo Régimen. Las Revoluciones parecieron fracasar pero en Occidente terminaron por asentarse los Estados liberales, pactando la alta burguesía con el viejo orden con el fin de asentar un mínimo de conquistas y frenar el avance de la democracia. En paralelo a la creación de los Estados liberales se fortaleció el modelo de Estado-nación en Europa occidental, con las salvedades de Alemania e Italia. En los Balcanes comenzaría un intenso proceso de conflictos que, junto a los deseos nacionalistas de distintos pueblos, culminaría en la Gran Guerra.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 117

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Introducción

Este libro pretende estudiar el intenso período protagonizado por las Revoluciones en Europa entre 1820 y 1848, clave para entender la historia posterior.

El liberalismo, pero también un naciente y pujante nacionalismo, fueron fuerzas poderosas que cuestionaron el sistema de la Restauración, un intento de recuperar el Antiguo Régimen —profundamente cuestionado por la Revolución Francesa y Napoleón— aunque con algunas concesiones a la nueva época. Por eso tenemos que dedicar un primer capítulo a entender las claves de este sistema pretendidamente restaurador.

Las Revoluciones parecieron fracasar, pero, en realidad, la Europa del final de la etapa que aquí tratamos, al menos la occidental, ya no sería la que se diseñó entre 1814 y 1815, aunque en la Europa oriental y central siguió imperando la autocracia o se basculó solo tímidamente hacia sistemas menos absolutos. En Occidente terminaron por asentarse los Estados liberales, en su versión más moderada, con matices entre unos países y otros, pactando la alta burguesía con algunos elementos del viejo orden con el fin de asentar un mínimo de conquistas y para frenar el avance de la democracia, así como el creciente malestar social, que, sobre todo, en 1848 se habían puesto de manifiesto en los procesos revolucionarios, como fue claramente evidente en Francia. Estaba naciendo el nuevo movimiento obrero, aunque se mantuvieron distintas formas de protesta social de signo preindustrial durante cierto tiempo. No debe olvidarse que 1848 es el año del Manifiesto Comunista de Marx y Engels.

Además, en paralelo a la creación de los Estados liberales se fortaleció el modelo de Estado−nación en Europa occidental, con las salvedades de Alemania e Italia, que tendrían que esperar todavía para conformarse como Estados unitarios, además de prefigurarse otros conflictos protagonizados por nacionalismos sin Estado, destacando el caso irlandés. Por su parte, en la Europa balcánica comenzaría, a partir del final de la época que aquí estudiamos, a generarse un intenso proceso de conflictos donde se ventilaron distintas hegemonías en la zona y se desarrollaron los deseos nacionalistas de distintos pueblos, y que culminaría en la Gran Guerra.

Por fin, era obligada una referencia al Romanticismo.

La Europa de la Restauración

Restaurar, volver a instaurar, fue el objetivo de las principales potencias europeas frente la dislocación del mundo que habían producido la Revolución Francesa y el Imperio Napoleónico. Se trataba de restaurar el orden político considerado legítimo, en la alianza del Altar y el Trono, y en una Europa en equilibrio.

La ideología de la Restauración

En la época de la Restauración se impuso un conjunto de ideas basado en los principios de la tradición, es decir, la historia, y la autoridad simbolizada y ejercida por la Monarquía con la Iglesia. Estos principios se enfrentaban a los que había introducido la Ilustración y desarrollado la Revolución francesa: el cambio, el triunfo de la voluntad humana, la libertad y la razón. En la Restauración estas ideas ilustradas y liberales eran consideradas como destructoras del orden social, al favorecer el individualismo y la competencia, así como del orden político representado por la alianza entre el Altar y el Trono.

La Monarquía absoluta fue restaurada en Europa, pero, en algunos lugares, como en la propia Francia, se buscó una especie de solución de compromiso entre el viejo orden y el nuevo, a través de lo que se conoce como el régimen de Carta Otorgada. La Monarquía fue restaurada en la persona de Luis XVIII, que concedió a sus súbditos una Carta Otorgada en 1814, es decir una Ley fundamental concedida por un monarca que, voluntariamente, limita sus poderes. No era, estrictamente, una Constitución porque no surgió de una asamblea más o menos representativa y era una concesión graciosa del titular de la soberanía, pero limitaba el poder de dicho titular.

Los tres principales teóricos de la Restauración fueron Joseph de Maistre, el vizconde de Bonald y Von Haller.

Joseph de Maistre fue un teórico político y servidor de la administración del Reino de Saboya que planteó en su obra Consideraciones sobre Francia (1797), escrita en Suiza al tener que exiliarse por la ocupación francesa de Saboya, una visión profundamente crítica de la Revolución Francesa. De Maistre partía de una concepción providencialista de la historia. Los hombres se encontraban ligados a Dios, pero a los que no sojuzgaba. Los hombres podían actuar libremente, aunque bajo la mano divina. Serían “libremente esclavos”, es decir, que actuaban de forma voluntaria, pero sin poder perturbar los planes generales establecidos por Dios. Así pues, la Revolución Francesa sería un designio de la Providencia. No eran los hombres los que dirigían la Revolución, sino que ésta los dirigía y utilizaba por voluntad divina. El fin de la Providencia era castigar a Francia. Los franceses eran un pueblo elegido que tenía una misión que cumplir y al desviarse de ese camino había recaído la ira divina sobre el mismo. Pero sería la Ilustración la causa inmediata que había desencadenado la Revolución, ya que era, siempre según el autor, una filosofía subversiva, que había alejado al pueblo de la religión y contra las que el autor consideraba las “leyes fundamentales del Estado”.

Pues bien, como hemos señalado, el castigo por el camino emprendido por los franceses era la Revolución. Dios empleaba, según De Maistre, “los instrumentos más viles”, pero obraba así porque castigaba para regenerar. De esta forma Francia regresaría al orden con el retorno a la senda correcta de la religión y con la restauración de los Borbones.

Posteriormente, publicó Sobre el Papa (1819), obra en la que se establecía el papel del Papado en la lucha contra la supuesta decadencia histórica de la humanidad. Maistre defendía, pues, la vuelta al orden, a esa tan repetida alianza del Altar con el Trono.

Por su parte, Louis de Bonald pasó de aceptar la Revolución -fue reelegido alcalde de Millau en 1790 y formó parte de la Asamblea departamental- a ser un feroz crítico de la misma. El desencadenante de su cambio de postura fue el momento en el que se tomaron las medidas revolucionarias contra el clero francés. En 1791 dimite de su cargo y emigra a Heidelberg, donde se encontraba el ejército del príncipe de Condé. Allí escribe su primera obra, Teoría del poder político religioso (1796), donde pretende demostrar que el hombre no puede dar una constitución a la sociedad religiosa o política. Al año siguiente, regresó clandestinamente a Francia donde comenzó a colaborar en el Mercure de France. En 1800 publicó el Ensayo analítico sobre las leyes naturales del orden social y, al año siguiente, una obra donde condenaba el divorcio. Napoleón le ofreció reeditar su primera obra si retiraba el nombre del rey de la misma, pero Bonald se negó. La Restauración de los Borbones fue su mejor época. Fue nombrado caballero de San Luis, elegido diputado y consiguió que saliera adelante una ley que prohibía el divorcio. También fue miembro de la Academia Francesa. Bonald estaba, pues, claramente identificado con la época de la Restauración. Para el autor el poder era de origen divino y la Monarquía era anterior a la propia sociedad.

Por fin, el suizo Von Haller fue un intenso defensor de la más pura reacción política con duras expresiones acerca de la Revolución, al considerarla como una hidra, además de proclamar una verdadera guerra santa contra los liberales. A partir de 1816 publicó una obra en volúmenes, titulada, Restauración de las ciencias del Estado. Estos pensadores condensarían un pensamiento apegado a la época de la Restauración, aunque algunos de sus planteamientos pudieran informar a partir de entonces las posturas de las ideologías reaccionarias y tradicionalistas de los siglos XIX y XX.

Fuera del ámbito estricto de la Restauración estaría la figura de Edmund Burke, siendo uno de los primeros y más agudos críticos de la Revolución Francesa. La importancia de su pensamiento reside en que puso los cimientos del pensamiento conservador.

La Revolución Francesa se basó, como sabemos, en los principios ilustrados sobre la necesidad de la construcción racional de una sociedad, sustentada en el postulado de los derechos naturales. El privilegio, definidor de la sociedad del Antiguo Régimen, era considerado no sólo antinatural, sino, sobre todo, irracional. El papel que cada uno desempeñaba en la sociedad no se debía sustentar en la cuna, en el nacimiento o pertenencia a un estamento que por tradición tenía privilegios, sino en su contribución a la sociedad. La igualdad jurídica, ante la ley, era un derecho incuestionable y racional.

Pues bien, Burke combatió estas afirmaciones empleando argumentos, que luego han podido ser usados por los futuros conservadores. Los ilustrados y los revolucionarios franceses realizaban, realmente, en opinión de Burke, un ejercicio irracional porque estaban cuestionando el saber acumulado durante siglos, generación tras generación. Burke no dudaba de la necesidad de ciertas reformas paulatinas, pero lo que planteaba como irracional no era ese pasado que se quería destruir de un plumazo con la Revolución, sino, precisamente, ese intento que menospreciaba todo lo anterior.

Recordemos, en este sentido, que los revolucionarios franceses fueron los que bautizaron el sistema que querían destruir con la denominación de Antiguo Régimen, con un sentido crítico y peyorativo. Era viejo, era caduco, era irracional, insistimos, era injusto, y no cabían componendas con el mismo. Esa actitud y esa acción en Burke eran, en contraposición, insistimos, lo que hacía irracional a la Revolución, al cambio instantáneo y profundo. La Revolución era un medio hasta insensible con la historia, con el acervo acumulado.

La violencia desencadenada, el Terror, la guillotina y hasta la esencia del propio régimen de Napoleón hicieron que Burke comenzara a tener éxito en determinados sectores políticos y de opinión, pero, sobre todo, en el futuro, ya que iba más allá de la defensa de los privilegios estamentales, del poder de la Monarquía y de su alianza con la Iglesia, es decir, se hacía más atemporal. El conservadurismo que terminaría conformándose después necesitaba superar lo concreto o coyuntural para recoger fundamentos que pudieran ser aplicados en cada momento. El conservadurismo se convirtió en una opción política, ideológica y hasta una manera de entender la vida, que defendía el mantenimiento, con algunas actualizaciones, de las estructuras políticas, económicas y sociales acumuladas en el tiempo, y que se enfrentaba a las opciones, ideologías y concepciones de la vida que han combatido y combaten la defensa de la tradición por el simple hecho de serlo.Burke habría tenido, por lo tanto, más éxito en conformar el conservadurismo que las opciones contrarrevolucionarias de De Bonald, de Maistre, o de los defensores de la Restauración como Metternich, por ser poco populares, por centrarse demasiado en devolver el poder a las Monarquías, y en su alianza con el Altar.

La Paz de París de 1814

A finales de marzo de 1814 las tropas rusas y prusianas entraron en la capital francesa, y el 30 de mayo se firmaba la conocida como primera Paz de París.

El principal problema de las potencias vencedoras pasaba por decidir quién ocuparía el trono francés. En principio, había varias alternativas. En primer lugar, estaba la defendida por Metternich, que pasaba por una Regencia de María Luisa o del propio Napoleón, pero con abdicación en el hijo de ambos, el rey de Roma. No cabe duda de que Metternich abogaba por un monarca de origen austriaco. Pero en esta postura se encontraba solo. Otra opción que circuló entre los aliados era la de Bernadotte, el antiguo mariscal de Napoleón y ahora rey de Suecia, como llegó a pensar el zar Alejandro I, aunque tampoco era completamente contrario a la solución austriaca. Pero pesó más la postura británica de devolución del trono a los Borbones, aunque no despertaran ningún entusiasmo en el zar. Así pues, Luis XVIII fue coronado rey de Francia, y Napoleón pasaría a la isla de Elba.

La Paz estableció que Francia debía regresar a las fronteras de 1792, aunque con Saboya, Avignon, una zona en el valle del Mosa y del sur del lago de Ginebra. Estas concesiones territoriales, junto con la no exigencia de indemnizaciones económicas, supusieron un verdadero ejercicio de generosidad hacia el país derrotado. Puede interpretarse por el hecho de que las potencias vencedoras solamente quisieran hacer responsable a Napoleón de lo que había ocurrido y no a Francia, y/o para evitar el desarrollo del revanchismo en el país, facilitando el reinado de Luis XVIII. Eso sí, por si acaso, se decidió fortalecer una especie de barrera en las fronteras de Francia para evitar veleidades expansionistas futuras. En primer lugar, Holanda ganó territorios, Austria se quedaría con zonas italianas del Norte, se garantizó la independencia de Suiza, y se estableció la libertad de navegación por el Rin. Pero, al calor de los acontecimientos que se iban a desarrollar inmediatamente, el mapa de Europa variaría de nuevo en esta zona por la segunda Paz de París, además de abordarse cuestiones de gran calado en otras áreas.

El Congreso de Viena y la Paz de París de 1815

El Congreso de Viena se abrió el 18 de septiembre de 1814, impulsado por el príncipe de Metternich, con el fin de replantear el mapa de Europa, y buscar el equilibrio de poder en el continente. Allí destacaron, además del ministro austriaco, el zar Alejandro I, el ministro francés Tayllerand, superviviente de tantas situaciones, y el británico vizconde de Castlereagh, aunque hubo representantes de muchos más Estados, pero sin el poder de decisión de los nombrados, además de Prusia. Por su parte, España estuvo también representada, pero sin ningún peso y no consiguió ninguno de sus propósitos, dada su debilidad.

El Congreso se desarrolló de una manera peculiar, sin grandes reuniones plenarias. La diplomacia funcionó más en fiestas, banquetes, cenas de galas, bailes y recepciones, para después concretarse los asuntos en reuniones de pequeños grupos.

Las deliberaciones se interrumpieron de forma abrupta cuando Napoleón volvió a irrumpir con su regreso a Francia, inaugurando su Imperio de los Cien Días.

Al final, el Congreso se cerró el 9 de junio de 1815. La Batalla de Waterloo tuvo lugar el 18 de ese mismo mes de junio, con la derrota total de Napoleón.

La nueva situación internacional obligó a una segunda Paz de París, firmada el 20 de noviembre de 1815, y que estableció unas condiciones mucho más duras para Francia. En primer lugar, esta vez sí se impuso una indemnización de guerra, cifrada en 700 millones de francos, además de que Francia tendría que devolver los tesoros artísticos que sus tropas habían sustraído de algunas naciones. En este sentido, debemos recordar el saqueo producido en España, aunque no se devolvieron todas las obras, como la famosa Inmaculada Soult. Territorialmente, Francia perdía el Sarre, que pasaría a Prusia. Además, el país tiene que aceptar la presencia de un potente ejército durante un plazo de tres años.