Hacia un mundo feliz - Hilario Blasco Fontecilla - E-Book

Hacia un mundo feliz E-Book

Hilario Blasco Fontecilla

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Beschreibung

Nos dirigimos hacia el mundo feliz de Huxley. La medicina controla los aspectos más cotidianos de nuestra vida. El desamor se trata con antidepresivos, los nervios de los exámenes, con ansiolíticos. Ser felices se ha convertido en el equivalente de estar sanos. Ya no existe una cosa sin la otra. Se ha abierto la veda, cualquier cosa puede ser tratada y, peor, medicalizada. Pero ¿es esto realmente necesario? ¿O es que acaso nos hemos vuelto todos locos?

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Primera edición digital: mayo 2017 Imagen de la cubierta: Dreamstime.com Diseño de la colección: Jorge Chamorro Corrección: Blas Cabanilles Revisión: Alexandra Jiménez

Versión digital realizada por Libros.com

© 2017 Hilario Blasco Fontecilla © 2017 Libros.com

[email protected]

Hilario Blasco Fontecilla

Hacia un mundo feliz

Para Inés.

Índice

 

Portada

Créditos

Título y autor

Primer prólogo

Segundo prólogo

 

Parte I. El concepto de salud y enfermedad

Prefacio

Introducción

La madre de todas las batallas: ¿a qué llamamos enfermedad?.

 

Parte II. Controladas y consumistas sociedades del deseo: «Tengo, luego existo»

Sobre la modernidad y la posmodernidad

La generación

Nespresso

Descrédito de autoridad

El retorno de los brujos o el sueño de la razón produce monstruos

Sociedades auténticas y «felices»

 

Parte III. Medicalización, medicina del deseo y creación de enfermedades

Medicalización (de la vida cotidiana): de los pacientes a los clientes

No es país para viejos

Medicina del deseo

La creación de enfermedades (

disease mongering

)

Los tres actores y el quinto poder

La psiquiatrización de la vida cotidiana

El suicidio

 

Conclusión o epílogo

Referencias

Webgrafía

Agradecimientos

Mecenas

Contraportada

Primer prólogo

 

Una distopía es una utopía fallida. El siglo XX está lleno de ejemplos de este tipo. Ahora bien, si se atiende al significado de la palabra utopía, que quiere decir «no hay tal lugar», ¿no va ya implícito en el propio concepto el fracaso de todas ellas?

Hilario Blasco advierte en su ensayo Hacia un mundo feliz de los peligros de la medicalización de los problemas de la vida cotidiana como vía hacia la felicidad en la sociedad occidental. Que el avance científico solucionará todas las carencias y dificultades de la condición humana es una vieja creencia positivista que se renueva con cada descubrimiento y, sobre todo, con cada logro tecnológico.

Sin restar un solo mérito a la hermosa aventura de la ciencia, no está de más recordar la sentencia de Wittgenstein sobre los límites del conocimiento científico en la resolución de los «problemas de la vida», ni la de Heidegger cuando afirmaba: «…la ciencia no piensa». En efecto, somos los humanos los que pensamos mientras que la inteligencia artificial trata de acercársenos velozmente.

Suponer, por tanto, que las conquistas médicas traerán automáticamente la felicidad y la salud perpetuas (y probablemente una longevidad inacabable) es un sueño utópico. Un sueño que estimula nuestra creatividad y nuestro futuro. Y por eso mismo, maravilloso. Pero lo que caracteriza a la vida es que cada avance, cada progreso científico y social trae aparejados nuevos problemas y desafíos. En muchas otras ocasiones incluso los genera. Por tanto, si como señalara Epicuro la felicidad es la ausencia de dolor, no parece que esta concatenación de problemas que encierra la vida misma vaya a facilitar la dicha sin fin.

Este ensayo denuncia las enormes atribuciones que se ha tomado la medicina actual en nuestra sociedad. Algo así como la misión de facilitar a los ciudadanos un mundo lleno de salud, belleza y felicidad. Atribuciones que han sido espontáneas en parte, pero también exigidas hasta el puro capricho por la propia sociedad hasta el punto de considerar el envejecimiento fisiológico una enfermedad que ha de ser quirúrgicamente corregida, a veces con los resultados artificiosos (y no bellos) que todos conocemos.

Procurar belleza y conseguir sufrimiento y fealdad es un buen ejemplo de distopía. El libro de Blasco abunda en ellos y nos mueve a la reflexión: ¿estamos desnaturalizando la medicina? ¿Hemos perdido el sentido hipocrático? ¿Consumimos recursos económicos con fines superfluos y narcisistas? Algo de todo esto se abordaba en la obra de Iván Ilich, La némesis médica, de la que Hilario Blasco es, en cierta medida, continuador y actualizador.

Luis M. Iruela. Jefe del Servicio de Psiquiatría del Hospital Universitario Puerta de Hierro. Enero 2016

Segundo prólogo

 

It is about time that somebody said the argument of this book, and said it clearly: We are creating a medicalized society that uses psychiatric illness as a crutch to hobble forward in the uncertain task of living. Meanwhile, the traditional patients of psychiatry —those with such classic illnesses as melancholia, schizophrenia and catatonia— are being shoved aside in concentrating resources on what Hilario Blasco Fontecilla calls “the psychiatry of desire” (la psiquiatría del deseo).

Western psychiatry today is indeed in a crisis. The crisis has two dimensions:

(1) A crisis of diagnosis, in which the DSM system has erased many of the classic psychiatric diseases and replaced them with faddish artifacts:

Melancholia, the serious form of depression, has become virtually invisible, drowned in the pool of “major depression”. This is particularly unfortunate, given that melancholia responds readily to the old-style anti-melancholics and to convulsive therapy, whereas “major depression” is such a heterogeneous category that today’s “antidepressants” may, or may not, produce a benefit.Catatonia has largely been shoved from the stage (although DSM-5 has partially repaired this) in favor of “schizophrenia”. This has had devastating consequences for patient care, given the effectiveness of benzodiazepines (lorazepam) and of convulsive therapy in relieving catatonic symptoms.Core autism has been diluted with the inrush of patients who display variations on normality (or else mental retardation) into this diagnostic basin. Some are treatable, some not. The parents cherish the diagnosis of “autism” because it is, somehow, fashionable, whereas the diagnoses of “intellectual disability” and “childhood schizophrenia” are shunned.

Blasco captures this problem perfectly with the memorable line: «No sé si el DSM-5 ha sido un error, o un horror».

(2) A crisis of therapeutics, in which a few, recently patented drug classes drive older competitors from the field —and then they themselves are not replaced once their patents expire—. Thus, the “second-generation” antipsychotics have unfairly displaced those of the first generation, on the undemonstrated claim that they have fewer side effects. And the SSRI-style agents, billed as both antidepressants and anxiolytics, have driven from the field the rich offering once available for mood disorders and anxiety. The benzodiazepines are unfairly shunned on the grounds of “addictiveness,” and it is widely forgotten that patients with mild to moderate depression may respond well to amphetamine.

Simultaneously, new agents do not reach market because they are often washed out in the clinical trials conducted for regulatory purposes. These failures to demonstrate effectiveness come not from the fact that the new agents are ineffective, but because they are proposed for highly heterogeneous indications, such as major depression, where a portion of the very mixed clinical population will not respond and the agent has trouble beating placebo. The problem illustrates the wisdom of the apothegm: “Once cannot develop drugs for diseases that don’t exist”.

It is in this context of western psychiatry’s current crisis that Hilario Blasco Fontecilla’s book makes a timely appearance. Blasco argues that there is a huge difference between the classical disorders with a probable genetic basis and the “mental health” diagnoses and the variations on normal («variaciones de la “vida continua”»). Variations on normal may represent just the desire to improve one’s functioning rather than to recover from illness. For example, the wish to have a longer and more satisfying sexual response may be gratified with Viagra, or the hope that one’s child will do better at school may find wings with amphetamine. As well, there are many minor disturbances of well-being that are responsive to psychotherapy (or to exercise therapy), rather than to the resources of psychopharmacology. This desire to improve on normal is what US psychiatrist Peter Kramer captured with the notion that Prozac made patients “better than well”.

Blasco argues that cosmetic psychopharmacology —he might well have added an emphasis on “subclinical syndromes”, meaning unhappiness but not disease— has resulted in a psychiatry that is axised not on the diagnosis and treatment of the classical diseases but on obstacles in the path of “happiness”. This is a delicious image: the clinician shifting from the brave, lone figure in the storm of psychosis and melancholia to a kind of “Dr. Feelgood”. The patients are saying: «Doctor, no quiero sufrir, yo lo único que quiero es ser feliz».

How has psychiatry reached this state of treating trivia and shunning pathology? One problem, says Blasco, is that every time a syndrome is clearly demonstrated to have an organic brain basis, it is snatched away from psychiatry by some other specialty. Thus, the avitaminoses, neurosyphilis, and many childhood syndromes have all been taken from psychiatry by other fields. What remains to psychiatry, says Blasco, is a heterogeneous pile of non-organicity resembling sooner problems in living («trastornos adaptativos») than brain pathology. Still, catatonia, melancholia and hebephenia (core schizophrenia) remain firmly in the psychiatrist’s office and one must be careful about over-extending this argument.

Blasco argues forcefully for the division of psychiatry into two components: biological psychiatry, nestled in the bed of neuroscience; and community psychiatry, or “mental health”, «que estaría dirigido a tratar principalmente el sufrimiento e infelicidad humanas». Yet Blasco is mindful of the physician’s duty as a healer, not just as a scientist, and remarks wisely, that at the end of the day there is the suffering individual, and relief will come “not from neuroimaging but from communication between human beings”.

Blasco makes six recommendations to avoid the looming danger of psychiatrists declining into «meros prescriptores de felicidad»:

Differentiating the concepts of psychiatry and mental health.Returning to traditional concepts of neuropathology for diseases with a probable genetic basis: melancholia, obsessive-compulsive disorder, schizophrenia, catatonia, narrowly-defined autism. It is interesting how often such names as Karl Jaspers and Emil Kraepelin appear in the text, the German giants who greatly influenced earlier spanish psychiatry and whose memory is still alive in Spain today.Returning to the study of signs and symptoms, which is the classical mission of psychopathology, rather than prematurely aggregating this primary symptomatology into “disorders” or “syndromes”.Separating out the disorders that have usually been considered “variations of normality” and are treatable with psychotherapy by clinical psychologists (psychotic depression, for example, does not respond to psychotherapy and would not be on the same list as social anxiety disorder).Using reliable, solid historical descriptions of diseases in constructing nosologies or systems of classification. Here, Blasco notes, the history of psychiatry might have a role!Delegating to private care patients whose problems are in the realm of «la psiquiatría del deseo» or «psicocosmética», in order to permit public psychiatric care to focus on «los enfermos “tradicionales” de la psiquiatría».

It is to be hoped that this original, thoughtful, and powerful analysis will receive the international diffusion it deserves.

Prof. Dr. Edward Shorter, PhD FRSC

Jason A. Hannah Professor of the History of Medicine

Professor of Psychiatry

Faculty of Medicine

University of Toronto

Parte I

El concepto de salud y enfermedad

—Tiempo ha, cuando Nuestro Ford estaba todavía en la Tierra, hubo un chiquillo que se llamaba Reuben Rabinovich. Reuben era hijo de padres de habla polaca. Usted sabe lo que es el polaco, desde luego.

—Una lengua muerta.

—Como el francés y el alemán —agregó otro estudiante, exhibiendo.

—¡Bernard! —protestó, dolida y asombrada—. ¿Cómo puedes decir esto?

—¿Cómo puedo decirlo? —repitió Bernard en otro tono, meditabundo—. No, el verdadero problema es: ¿por qué no puedo decirlo? O, mejor aún, puesto que, en realidad, sé perfectamente por qué, ¿qué sensación experimentaría si pudiera, si fuese libre, si no me hallara esclavizado por mi condicionamiento?

—Pero, Bernard, dices unas cosas horribles.

—¿Es que tú no deseas ser libre, Lenina?

—No sé qué quieres decir. Yo soy libre. Libre de divertirme cuanto quiera. Hoy día todo el mundo es feliz.

Bernard rio.

—Sí, hoy día todo el mundo es feliz. Eso es lo que ya les decimos a los niños a los cinco años. Pero ¿no te gustaría tener la libertad de ser feliz… de otra manera? A tu modo, por ejemplo; no a la manera de todos.

—No comprendo lo que quieres decir —repitió Lenina. Después, volviéndose hacia él, imploró—: ¡Oh!, volvamos ya, Bernard. No me gusta nada todo esto.

Un mundo feliz, Aldous Huxley

Prefacio

«[…] prolongación de la existencia, elección del sexo del hijo, fecundación póstuma, generación sin padre, transformación del sexo, embarazo en retorta, modificación de los caracteres orgánicos antes o después del nacimiento, regulación química del humor y del carácter, genio o virtud por encargo…: todo esto aparece desde ahora como hazaña debida o posible de la ciencia de mañana […]».

Inquietudes de un biólogo, Jean Rostand, 1958

 

No es habitual que la elección del título de un libro sea tan acertada como las Inquiétudes d’un biologiste de Rostand, cuyas «premoniciones» resultan de una inquietante y rabiosa actualidad. Recientemente era noticia, en todos los periódicos de tirada nacional, la estimación de que los recién nacidos actuales en España tienen una esperanza de vida que rondará el siglo y, lo que es más importante, con mejor salud que la de muchos septuagenarios en la actualidad. La elección del sexo, como paso previo a la selección de embriones (¿por qué renunciar a tener un hijo más listo o guapo y no sólo saludable si se puede elegir?), es ya una realidad en varios países. El blanqueamiento de los dientes, el trasplante capilar, la fecundación in vitro, la regulación del humor y de las dimensiones de la personalidad de los sujetos, entre otras, son parte de nuestra realidad y medicina cotidiana y un fiel reflejo de las sociedades llamadas «desarrolladas».

En 1932, entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial, Aldous Huxley publica su famosa novela Un mundo feliz (Brave New World). Esta obra, de quien era ya el enfant terrible de la literatura inglesa de su tiempo, es considerada, junto a 1984 (George Orwell, publicada en 1949) y Fahrenheit 451, de Ray Bradbury, como la trilogía clásica de distopías publicadas en el siglo XX. Que diferentes aspectos de las tres novelas se hayan convertido en realidades palpables hoy en día —o tengan viso de hacerlo en un futuro próximo— no debería dejarnos indiferentes.

Un mundo feliz trata de una sociedad de humanos genéticamente modificados. De personas «a la carta», predeterminadas genéticamente y condicionadas desde el instante cero de su concepción y de su desarrollo, no en el vientre materno, sino en probetas, en aras de la mayor eficiencia laboral y control conductual en el contexto de una sociedad de «borregos»… Pero no sólo. El fondo de la novela, como refleja con amarga ironía su título, trata del concepto «emergente» de la felicidad. En el mundo feliz de Huxley todo el mundo toma soma[1] ante el menor atisbo de preocupación o sufrimiento… En ese contexto, no es gratuita la definición de salud mental de la Organización Mundial de la Salud (OMS), que equipara el concepto de salud mental con el de felicidad, y que se da justo después de la Segunda Guerra Mundial y poco después de la publicación de Un mundo feliz. Y de esto trata el presente ensayo.

Recientemente, hemos asistido al «parto» de la quinta versión del Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders (DSM-5). El historiador de la Psiquiatría, Edward Shorter, señalaba en el último congreso mundial de Psiquiatría que tuvo lugar en Madrid que el número de copias vendidas del DSM-IV superaba el millón. El número de trastornos mentales reflejados en las sucesivas versiones del DSM no ha dejado de crecer. Y, al mismo tiempo, los conceptos clásicos de psicopatía, depresión endógena o síndrome de Asperger, por poner algunos ejemplos, han desaparecido del DSM. Resulta lamentable el hecho de que los pacientes con este tipo de cuadros no sólo no existen, sino que siguen presentando la misma clínica que en las descripciones iniciales. Es decir, el DSM elimina para el estudio y el tratamiento trastornos que suponen algunos de los mejores fenotipos[2] clínicos, aquellos caracterizados por una sintomatología estable, que es precisamente lo que nos piden los genetistas: fenotipos claros que permitan implementar los avances actuales en genética. Y, paralelamente, se «crean» enfermedades o trastornos donde antes sólo había características de personalidad. Así, la timidez se transmuta en fobia social; la tristeza, en depresión; y las disputas laborales, en acoso laboral.

Un ejemplo patente es el de los trastornos de adaptación, anteriormente llamados reacciones de adaptación, y que no dejan de ser reacciones a los problemas de la vida cotidiana. Como verán posteriormente, los trastornos adaptativos copan las consultas de los psiquiatras y psicólogos clínicos y han desplazado a los pacientes psiquiátricos «clásicos», como aquellos afectados por esquizofrenia. Si usted es hoy un psiquiatra o un psicólogo clínico en España, probablemente tenga más consultas por pacientes con trastornos adaptativos que con esquizofrenia, lo cual no deja de tener hondas consecuencias morales y éticas y un tremendo impacto en los sistemas públicos de salud.

El presente ensayo está dirigido a reflejar algunos cambios que se están dando en las llamadas sociedades posmodernas y en sus sistemas de salud, con especial incidencia en la salud mental y en el desarrollo de la Psiquiatría como especialidad médica. Esta obra tiene tres partes claramente diferenciadas. La primera parte del presente ensayo está dirigida a explicar la transición del concepto de salud y enfermedad a lo largo de la historia, con especial incidencia en las concepciones modernas y la vigente de la OMS de 1946 y sus implicaciones. La segunda parte del libro se centra en resaltar las características de las sociedades capitalistas pos-fordistas en las que vivimos en el mundo occidental y que han sido y son un caldo de cultivo fantástico para la medicalización. Y, en tercer lugar, una serie de capítulos dirigidos a desentrañar tres conceptos fundamentales para entender la salud y enfermedad en el siglo XXI, a saber, la medicalización, la medicina del deseo y la creación de enfermedades (disease mongering), así como los actores necesariamente implicados para su desarrollo. Aunque el problema de la medicalización en las diferentes especialidades médicas daría per se para otro libro, en el presente ensayo nos centraremos en aquellas especialidades médicas en las que Huxley se centró originalmente, a saber: la ginecología, la geriatría y. como no podía ser de otra manera, la psiquiatría, que se trata además de una disciplina médica especialmente vulnerable a los procesos de medicalización.

Pero el presente ensayo es, sobre todo, una elucubración sobre si, efectivamente, estamos yendo hacia un mundo feliz. Aldous Huxley expresaba su horror cuando decía: «Parece como si la utopía se hallara más cerca de nosotros de lo que nadie hubiese podido imaginar hace sólo quince años. Entonces, la situé para dentro de seiscientos años en el futuro. Hoy parece posible que tal horror se implante entre nosotros en el plazo de un solo siglo. Es decir, en el supuesto de que sepamos reprimir nuestros impulsos de destruirnos en pedazos en el entretanto». Este horror desembocó en la publicación en 1958 de su novela Brave New World Revisited. Huxley describía en Un mundo feliz un mundo caracterizado, entre otros, por el predominio de la medicina y de la técnica, en la que los seres humanos son sistemáticamente condicionados desde el mismo nacimiento por la medicalización de una felicidad «plastificada» que es asegurada a través del soma y de ejercicios, eso sí, muy neumáticos, por la separación de clases y la homogenización intraclase de los individuos, por la prolongación de la vida mientras se es útil económicamente en un mundo totalmente dirigido a la producción y un largo etcétera. Si nos dirigimos o no a un mundo feliz, es una pregunta que les dejo abierta para que la respondan al final de la presente lectura. Tengan en cuenta, eso sí, que en el mundo feliz de Huxley, Shakespeare era un autor aún por civilizar.

Introducción

«[…] Permaneció obstinadamente sombrío toda la tarde; no quiso hablar con los amigos de Lenina (de los cuales se encontraron a docenas en el bar de helados de soma, en los descansos); y a pesar de su mal humor se negó rotundamente a aceptar el medio gramo de helado de fresa que Lenina le ofrecía con insistencia.

—Prefiero ser yo mismo —dijo Bernard—. Yo y desdichado, antes que cualquier otro y jocundo».

Un mundo feliz, Aldous Huxley

 

El concepto de qué entendemos por salud y enfermedad está cada vez más desdibujado. Dicho de otra manera, el campo de actuación de la medicina es cada vez más amplio y, con ello, sus límites de actuación se han expandido. Aldous Huxley, un literato indispensable del siglo XX, predijo la medicalización de la vida cotidiana de la mano de una creciente tecnificación de la medicina. Y, en todo este proceso, la psiquiatría ha tenido un papel protagonista. Un ejemplo premonitorio de la afamada novela de Huxley ha sido la medicalización de la infelicidad con antidepresivos. Las ventas crecientes de antidepresivos hacen evidente que la medicalización de la infelicidad sea una realidad1. Podríamos especular sobre cuál es el soma hoy en día, pero no hace falta mirar demasiado lejos: así, la prescripción de antidepresivos se triplicó en España entre 1994 y 20032. Dos antipsicóticos, el aripiprazol (Abilify®, Otsuka, Bristol-Myers Squibb) y la quetiapina (Seroquel®, AstraZeneca), y un antidepresivo (la Duloxetina, Cymbalta®, Eli Lilly) están entre los diez fármacos más recetados en los EE.UU. en la actualidad. Parece que las personas prefieren ser enfermas antes que infelices. ¿Acaso nos hemos vuelto todos locos?

No puedo dejar de comentar aquí el excelente artículo de Jeremy Howick: Are we all going insane? En el que recuerda el experimento realizado en los años 70 por el psicólogo David Rosenhan, de la Universidad de Columbia. El bueno de David escogió un grupo de ocho personas normales y los envió, a cada uno, a un hospital psiquiátrico diferente. Su única consigna era decir que estaban oyendo «voces perturbadoras», pero, por lo demás, su comportamiento debía ser normal. Siete de ellos fueron diagnosticados de esquizofrenia y uno de psicosis maníaco-depresiva, y fueron obligados a recibir tratamiento farmacológico durante el ingreso. Ningún sanitario sospechó que podían estar simulando. Sin embargo, algunos de los pacientes ingresados pensaban que eran periodistas realizando algún tipo de misión secreta. Una vez ingresados, intentaron hacer creer a sus psiquiatras que ya no oían esas voces, pero los psiquiatras les negaron el alta hospitalaria, que sólo se les concedió tras reconocer que eran enfermos psiquiátricos, que iban a tomar tratamiento para su enfermedad mental y que estaban mejorando con la medicación que, sin saberlo sus perspicaces doctores, estaban tirando por el retrete.

Alles Frances, el padre del DSM-IV, se preguntaba en una entrevista publicada en El País el 28 de septiembre de 2014, parafraseando su último libro publicado, si no nos estarían convirtiendo a todas las personas en enfermos mentales. Otro gurú, pero de la economía, Uwe Reinhardt, señalaba ya en 1990 que si el gasto sanitario de los EE.UU. seguía aumentando[3], EE.UU. acabaría siendo como un gran hospital en el que sólo habría sanitarios, enfermos o ambos3. Así, podríamos pensar que la soma-medicación masiva de la población general ya ha comenzado, al menos en algunos países desarrollados. ¿Se nos habrá ido de las manos la medicalización de los problemas de la vida cotidiana?4

La gente se medica cada vez más y usa las medicaciones de manera peligrosa o les da un uso para el que no fueron creadas. Por ejemplo, algunos adolescentes o incluso adultos usan los potenciadores cognitivos para mejorar su rendimiento en una suerte de «doping» cognitivo; otros han fallecido por usar el Viagra® o fármacos similares para aumentar su rendimiento sexual. La industria farmacéutica, por supuesto, se frota las manos y se muestra encantada en poder desarrollar píldoras de la felicidad, dada su creciente demanda por el público general («Doctor, yo lo que no quiero es sufrir» es una frase que oímos con demasiada frecuencia en consulta). Además, el acceso a la medicación es cada vez más sencillo dada la banalización del acto prescriptor, ya que, lo que no se consigue en un país, se puede conseguir en otro, a un módico precio y en tu propia casa en un tiempo récord gracias a Internet4.

Pero ¿vamos realmente hacia un mundo feliz? La tesis que se sostiene en el presente ensayo es que la felicidad o aquello que, nunca mejor dicho, se nos vende como «felicidad» se ha convertido en uno de los valores básicos fundamentales de los países occidentales, y la medicina, en general, y la psiquiatría o la salud mental, en particular, están siendo instrumentalizadas, usadas como un medio para llegar a ese fin (felicidad). Puede que el ser humano siempre haya buscado la felicidad, como defiende Luis Rojas Marcos en Nuestra Felicidad5, pero nunca como ahora se nos ha «vendido» algo a lo que se le llama felicidad, aunque no lo sea. Nunca, como ahora, hemos podido comprar ese algo a lo que llaman felicidad.

Lupton defiende abiertamente que el bienestar físico, mental y emocional se ha convertido en imperativo cultural en nuestras sociedades consumistas y, como tal, tiene que ser buscado y consumido6. El ejemplo más patente es la creación del pujante instituto de la felicidad patrocinado por Coca-Cola. ¿A nadie le llama la atención que los congresos de la felicidad sean promocionados por Coca-Cola? La «felisalud[4]» se ha convertido en un simple objeto de consumo7. Las razones para ello seguramente son complejas. Pero nada es gratuito en esta historia. Como por ejemplo que Huxley escriba su gran novela en 1932, o que la definición «totalitaria» de salud de la OMS vea la luz en 1946. No podemos olvidar que, mientras los pensadores de la Ilustración señalaron al bienestar humano como su objetivo, en 4 años de guerra se destruyó la fe en el progreso, la evolución, la razón y la propia historia8.

De alguna manera, la OMS equiparó su concepto de salud al de bienestar absoluto (o felicidad). Y la salud es, hoy en día, uno de los valores básicos de las personas9, al menos en las sociedades modernas y posmodernas. Pero esto no siempre ha sido así. Hace apenas 400 años, durante la era medieval en Europa, un valor más importante que la salud era la vida moral del sujeto, en el sentido de que se entendía que la vida física, terrenal, en la cual se entiende la salud, era una simple preparación para la vida en el «más allá». De hecho, los médicos hemos sustituido en relevancia para la sociedad a los curas10, tal y como nos acusaba Ivan Illich en su Némesis médica11. Y los nuevos centros comerciales han sustituido a las iglesias y mezquitas como lugares de culto donde adorar al Dios supremo de las sociedades capitalistas[5].

El hecho de que la salud se haya convertido en el valor «supremo» por un número creciente de personas en la actualidad tiene que ver, entre otros factores, con la progresiva secularización de las sociedades. Pero no sólo. Otro factor es el desarrollo de la medicina, cuyos avances, tras la Segunda Guerra Mundial, han permitido la prolongación de la vida y, sobre todo, de la calidad de la misma. De hecho, hoy probablemente estamos viviendo un momento de transición en el que el peso de las enfermedades llamadas «agudas» está siendo traspasado al de las enfermedades «crónicas». Así, por ejemplo, hoy por hoy, un gran número de enfermedades infecciosas como el sarampión, la rubéola, la polio, etc., que causaban millones de muertos en los albores del siglo XX, están prácticamente erradicadas. De hecho, lo que hoy es noticia es el fallecimiento de un menor no vacunado por difteria, una enfermedad prácticamente erradicada en nuestro país.

El desarrollo de la medicina ayudó a la promoción de la salud y a la prevención, lo que abrió una puerta a la mercantilización, que ha sido bien aprovechada por la industria farmacéutica. Y no sólo. El auge que estamos viviendo sobre aplicaciones móviles y diferentes dispositivos electrónicos enfocados hacia la salud parecen ser simplemente la punta del iceberg de lo que está por venir. La idea de la felicidad[6] ha ocupado la mente de las personas desde que existe aquello que llamamos cultura. Tal y como nos recuerda Gustavo Bueno, Aglao Psofidio, que vivía cultivando un pequeño huerto, era el hombre más feliz de la tierra según el oráculo de Delfos, para asombro de otros coetáneos, más ricos y poderosos12. Pero las bases ideológicas del mundo feliz hacia el que nos dirigimos se gestan a finales del siglo XVIII, cuando se pasa de una idea de felicidad a un ideal de felicidad13. Así, Kant (1724-1804) señalaba que «la felicidad constituye el motivo pragmático del vivir»14. Los llamados «Estados del Bienestar» tienen su origen probablemente en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos (4 de julio de 1776), en la que se estableció que la «búsqueda de la felicidad es un derecho inalienable de todos los hombres»13. Más relevante aún fue la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de la Asamblea nacional francesa de 1789, en la que se culmina la transición del dualismo cartesiano al derecho natural y en la que, a pesar del cientifismo y positivismo que caracterizará al siglo XIX, lo que cobra especial relevancia es la secularización del pensamiento cristiano, la transición de un «sujeto divino», religioso, a un «sujeto humano»15. En la misma, quedan reflejados los principales derechos de las personas: libertad, seguridad, propiedad y resistencia a la opresión15 y, tácitamente, el derecho a ser feliz.

Aunque la felicidad y el bienestar no son términos equivalentes, tal y como señala Gustavo Bueno, su uso en el entorno de la salud al menos como sinónimos, como veremos posteriormente, está generalizado. El concepto de felicidad es mucho más antiguo, mientras que, «como fenómeno social, político y económico, el fenómeno del bienestar sólo comienza a dibujarse en el siglo XVIII»13. Con la Revolución Industrial, apareció una nueva clase social, el trabajador, el proletario de Marx, que lucha por mejorar su nivel de vida y, tras la Primera Guerra Mundial, se consiguió no sólo el sufragio universal, sino un amplio programa de protección social o Estado del Bienestar16. El ideal del bienestar fue inicialmente incorporado al New Deal de Roosevelt y, posteriormente, en plena Segunda Guerra Mundial, en Inglaterra, al Plan Beveridge13. Dos siglos antes, Goethe nos hablaba de la felicidad y sobre todo de la infelicidad en su obra epistolar y semiautobiográfica Las penas del joven Werther, publicada en 1774. Y, poco después, la Revolución francesa, enmarcada por dos revoluciones americanas —la norteamericana, iniciada en 1776, y la hispanoamericana, que se inicia en 1808—16, termina por asentar las bases ideológicas (fraternidad, igualdad, libertad) de los «Estados de Bienestar»13. La felicidad, poco a poco, se va convirtiendo en un fin en sí misma y, de hecho, en la declaración de independencia de los EE.UU., se incluye dentro de los «derechos inalienables […] la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad»5.

Poco a poco se fue asentando una búsqueda de una «felicidad pública», como queda reflejado con la fundación de la Orden de la Felicidad en 1843 en Francia13. Incluso antes, durante el siglo XVIII, ya se empiezan a dar los primeros síntomas de la medicalización del parto, como era la preocupación de las matronas por el creciente y abusivo uso de instrumentos durante el parto17. Pero la búsqueda de la felicidad entendida como bienestar sólo se expande tras la Segunda Guerra Mundial, entre otras razones con la mejora de la economía capitalista y con la comercialización de aquello que nos dicen que es la felicidad. Es entonces cuando, tal y como señala Bueno, «los fenómenos de la felicidad comienzan a institucionalizarse orientándose hacia el bienestar y hacia la mejora de la calidad de vida. En esta atmósfera de fenómenos felicitarios y de búsqueda de la felicidad pública, en función de la mejora de la calidad de vida, respira la mayor parte de los hombres, mujeres y hermafroditas de la sociedad de mercado poscomunista. De este clima brotan los millones de lectores de libros de autoayuda para la conquista de la felicidad, basados, en una parte importante, en predicar el ajuste que debe mediar entre el consumidor y las calidades de vida, cada vez más altas, a las que puede tenerse acceso»13.

La literatura sobre la felicidad es ingente y su conceptualización, nada sencilla, tal y como señala Gustavo Bueno13. La misión del presente libro no es debatir sobre qué es la felicidad, sino elucubrar sobre si estamos yendo o no hacia un mundo feliz. La obra de Bueno puede ser un buen punto de partida para los lectores interesados en profundizar en el concepto de felicidad. Aquí es importante señalar que en el ensayo se usarán los términos felicidad y bienestar de manera intercambiable. Pero el desarrollo de la búsqueda de la felicidad no puede entenderse sin la colaboración de la medicina y, particularmente, de la psiquiatría y la psicología. Y del contexto sociocultural en el que se desarrolla la medicina. Como veremos posteriormente, las sociedades occidentalizadas posmodernas han sido denominadas sociedades capitalistas post-fordistas. Este tipo de sociedades se caracterizan por la influencia que ejerce el capitalismo sobre los procesos de creación de identidad, las prácticas sociales y la cultura. Así, todo el mundo es «mercantilizable» y la identidad se construye a través de lo material, de manera que, como reza el refrán, «tanto tienes, tanto vales».Tengo, luego existo. En este contexto, es difícil entender la Medicina actual sin que tengamos presentes tres grandes conceptos: medicina del deseo (wish-fulfilling Medicine), medicalización (medicalization) y creación de enfermedades (disease mongering). Aunque estos tres conceptos son similares, no son equivalentes y su desencadenamiento progresivo —la medicalización cobró importancia en los años 7018 y ya es un “clásico” de la sociología y de la medicina; en los 80 se comenzó a hablar de medicina del deseo; y, por último, el término «creación de enfermedades» toma cuerpo con el inicio del siglo XX, cuando se indexa en el PUBMED el primer artículo usando el término disease mongering— no es sino el reflejo del cariz comercial que está tomando la medicina en la actualidad. Es posible que el hecho de que se hable ya abiertamente de la «creación de enfermedades» no sea sino el reflejo de la preocupación de los profesionales sobre los derroteros que está tomando la medicina en la actualidad y su instrumentalización[7] en aras de conseguir algo que se nos vende como felicidad. Quizás ha llegado la hora de que nos quitemos las caretas. ¿Estaremos yendo hacia un mundo feliz? ¿O vivimos ya en él?