Haciendo Promesas - Amy Lane - E-Book

Haciendo Promesas E-Book

Amy Lane

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Beschreibung

Volumen 2 de la serie Manteniendo la Roca Promesa Todo lo que Shane Perkins siempre quiso fue ser un héroe. Sin embargo, tras la decisión que pudo haber acabado con su carrera de caer luchando, Shane vuelve a casa del hospital y se ve entre cuatro paredes vacías, con una montaña de dinero y un deseo ferviente de que alguien le eche de menos la próxima vez que sea herido en acto de servicio. Termina como agente en la pequeña ciudad de Levee Oaks y, adicto a la promesa de familia, hace un esfuerzo por reconciliarse con su veleidosa y problemática hermana Kimmy. Ella se gana la vida como bailarina y es su compañero de baile quien deja a Shane sin respiración a primera vista. Mikhail Vasilyovitch Bayul baila como un ángel, pero esconde un pasado de todo menos angelical. Desde que dejó Rusia solo ha hecho dos promesas: una, permanecer fuera de las calles y seguir limpio, y dos, llevar a su madre a algún lugar bonito antes de que muera. Hacer promesas a otra persona está completamente fuera de cuestión... Pero Mikhail nunca ha conocido a nadie como Shane. Ferviente, valeroso y humilde, Shane parece hablar el mismo idioma de Mikhail y nadie está más sorprendido que él de encontrarse con que las promesas es el mejor talento de Shane.

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Seitenzahl: 685

Veröffentlichungsjahr: 2013

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A LOSLECTORESLESENCANTA

AMY LANE

Manteniendo la Roca Promesa

La Roca Promesa probablemente tiene un fallo en algún sitio. Pero estaba demasiado ocupada enamorándome de los personajes como para darme cuenta.

—Rainbow Reviews

¿Sabes cuándo puedes decir que alguien es un gran autor? Cuando esa persona escribe un libro tan lleno de emociones demoledoras que el lector no puede parar de llorar, ya sean lágrimas de pena o de felicidad. Eso es lo que la autora Amy Lane ha conseguido con La Roca Promesa.

—Lectura Recomendada de Fallen Angel Reviews

Si Debo

Esta historia corta es deliciosa, entretenida y profundamente fabulosa.

—Whipped Cream Reviews

HTTP://WWW.DREAMSPINNERPRESS.COM

Copyright

Publicado porDreamspinner Press5032 Capital Cir. SWSte 2 PMB# 279Tallahassee, FL 32305-7886http://www.dreamspinnerpress.com/

Esta historia es ficción. Los nombres, personajes, lugares y acontecimientos son producto de la imaginación del autor o usados para la ficción y cualquier similitud con personas vivas o muertas, empresas, hechos o escenarios es mera coincidencia.

Haciendo Promesas

Copyright © 2010 by Amy Lane

Traducido por Rocío Pérez García

Portada: Paul Richmond  http://www.paulrichmondstudio.com

La licencia de este libro pertenece exclusivamente al comprador original. Duplicarlo o reproducirlo por cualquier medio es ilegal y una violación de la ley internacional de Derechos de Autor. Este eBook no puede ser prestado legalmente o regalado a otros. Ninguna parte de este eBook puede ser compartida o reproducida sin el permiso expreso de la editorial. Para solicitar el permiso y resolver cualquier duda, contactar con Dreamspinner Press, 5032 Capital Cir. SW, Ste 2 PMB# 279, Tallahassee, FL 32305-7886 USAhttp://www.dreamspinnerpress.com/

Publicado en los Estados Unidos de AméricaPrimera Edición

Noviembre, 2012

Edición eBook en Español: 978-1-62380-068-0

Dedicado a las madres y a sus hijos.

Trystan, Kewyin, sois mis chicos

y yo vuestra madre, y

eso nunca, jamás cambiará.

Agradecimientos

HACEcomo mil años, después de conseguir mi título de profesora, mi madrastra me llevó de compras en busca de un conjunto que llevar a las entrevistas. En un momento dado salí del vestidor y enseguida, Janis, mi madrastra, empezó a ajustarme el sujetador, a subirme los calcetines y ponerlo todo en orden mientras yo estaba allí sentada pasivamente bajo la mortificación filial. Tras un momento Janis se dio cuenta de lo que estaba haciendo y de que yo tenía veintitrés años y no ocho.

—Lo siento; date cuenta de que cuando tengas sesenta años y yo ochenta,  seguiré todavía ajustándote los calcetines —dijo.

Mi madrastra se ha convertido en la defensora de los ancianos en mi hogar. Enfermera de la UCI, se ha ocupado de los últimos asuntos y de las necesidades médicas de la madre de mi padre, de la madre de su ex marido y de su propia madre. Les ha acompañado en sus últimos momentos.

Es un milagro cuanto menos.

Me ha enseñado todo en lo que creo sobre la vida, la muerte y sobre la amabilidad y la dignidad que tienen ambas. Si hay algo, por poco que sea, que te emocione en la relación entre Mikhail y Ylena, hay que agradecérselo a ella.

Ya era hora de que yo lo hiciese.

Gracias, Janis. Chica, tuve suerte.

Prólogo

«Justo cuando crees que lo tienes bajo control...». “Promises in the Dark” —Pat Benatar.

SHANE PERKINS nunca antes había tenido un amante masculino. No conocía las normas, pero estaba bastante seguro de que dos policías patrulla enrollándose en los vestuarios de una comisaría de Los Ángeles violaba un buen puñado de ellas.

—No —dijo firmemente cuando su compañero, todavía completamente vestido, le rodeó con los brazos el pecho fornido y desnudo.

—¿No? —Brandon Ashford parecía más un chico de calendario que policía. Era alto, con la constitución de un junco y tenía los músculos del pecho profundamente definidos. También tenía el cabello rubio oscuro, los ojos azules, surcos a los lados de la boca y un par de hoyuelos de los que probablemente tanto hombres como mujeres se habían estado enamorando desde que nació.

“No”, no era una palabra que Brandon oyera muy a menudo.

—Nos atraparán. No me gusta el Top Ramen. Preferiría comer hamburguesas.

Shane percibió la inspiración desconcertada tras de sí y suspiró. Una vez más, lo que su boca pronunciaba se adelantaba dos frases a la conversación. En su cabeza había tenido sentido: los atraparían, les despedirían. Les despedirían, así que no tendrían dinero. Si no tenían dinero, terminarían comiendo Top Ramen en lugar de ir a su puesto de hamburguesas favorito en el Barrio.

Sintió la frustración de Brandon, que negaba con la cabeza.

—Sí; como sea, Shane. —Brandon alzó la mano hasta su hombro y pegó su delgada figura contra la espalda de Shane—. No estoy hablando sobre la comida, estoy hablando sobre, ya sabes... —Bajó la boca hasta la oreja de Shane. A éste le encantaba cuando alguien le susurraba al oído. De hecho, fue así como Brandon le había convencido para meterlo en la cama la primera vez; lo que había empezado como bromas casuales e inofensivas había subido seis puntos cuando Brandon le había susurrado al oído.

—Comida... —susurró Brandon, dándole intención a su tono, y Shane sintió como le crecía una erección que podría haber abollado la taquilla frente a él.

—Alguien vendrá... —susurró Shane en vano como respuesta. Lo que realmente quería era doblarse hacia delante. No le preocupaba estar encima o debajo, simplemente Brandon estaba detrás de él y era lo más fácil.

—No va a venir nadie —dijo Brandon, sonriendo de oreja a oreja. Había ganado, lo sabía. Sus manos hurgaron en la toalla de Shane y ésta cayó, revelando su cuerpo ancho y cuadrado. La única vez que Shane se había sentido en su vida grácil y de huesos finos había sido en la cama con Brandon, bajo la magia de sus manos. Esas manos estaban en ese momento viajando por la parte frontal de sus muslos, jugueteando con el denso vello marrón que crecía en su entrepierna.

—¿No has pensado en afeitarte? —ronroneó Brandon, y la cabeza de Shane se inclinó hacia atrás hasta descansar sobre su hombro.

—No —murmuró, pero si esa era su respuesta a la pregunta sobre afeitarse o sobre la de “si se debía hacer aquello en el trabajo”, ni siquiera él lo sabía.

—Tendría mejor acceso. —Brandon depositó un beso suave en su cuello y, después uno en la clavícula, seguido de otro en la columna en la parte de la nuca donde su cabello corto y rizado estaba afeitado. Ese fue acompañado de un mordisqueo afilado que hizo que Shane volviera a inclinar la cabeza hacia delante, sintiéndose impotente. No era justo. Brandon podía hacerle aquello y, por lo que sabía, nada de lo que él dijera tendría efecto alguno sobre Brandon.

—El acceso está bien —gruñó, y Brandon extendió la mano para sujetarle la polla, la cual se le empezaba a poner dura, quisiera él o no, muchas gracias—. Esto es... —Su voz se desvaneció cuando Brandon, pegado a él, empezó a acariciarle y a apretarle y su diminuto cerebro prácticamente explotó—. Apro... apropia... joder. —Agarró su sentido común y su respeto hacia sí mismo con ambas manos y se apartó con un gesto brusco, girándose para decirle a Brandon que tendría que poner en espera su obsesión por el sexo. Lo cual significó que cuando su capitán entró, era Shane el que estaba desnudo luciendo una erección y Brandon el que estaba completamente vestido y al que parecía que estaban acosando sexualmente.

Brandon sonrió con su sonrisa triunfal y alzó las manos mostrando las palmas.

—¡Eh, quieto ahí compañero... es un detalle que pienses en mí, pero sabes que yo no juego en ese equipo!

Por supuesto, cuando Shane pensó en ello más adelante, todo lo que tendría que haber hecho era decir algo ingenioso, algo que hiciera que toda la situación pareciera tan altamente improbable que el capitán sencillamente pusiera los ojos en blanco y asumiera que estaban haciendo bromas o lo que fuera, como amigotes que eran.

Pero Shane no tenía labia. No era ingenioso. Era Brandon quien tenía el don de las palabras. Shane tenía un cerebro poco práctico que saltaba por encima de los detalles como si fuera una gacela y que se aferraba a conceptos que necesitarían una tesis para poder entenderlos. Un sonrojo de vergüenza se extendió por su cuerpo mientras veía cómo su maldita hombría se marchitaba y caía. Alzó la vista hacia el capitán con un sentimiento de absoluto pesar e impotencia.

—Titanic —soltó. Ninguna otra palabra habría sido más adecuada para describir la situación.

El capitán simplemente les miró antes de girarse y salir de los vestuarios sin decir palabra. Brandon se giró asqueado, bufando con fuerza como un padre que echa una reprimenda.

—¡Por Dios, Shane! ¿podrías, solo por una vez, no ser tan raro?

—“Titanic” —volvió a murmurar porque, con toda seguridad, ese momento les había hundido a ambos.

Pero se equivocaba. No les hundió a los dos. Arrastró a Shane hasta el infierno, pero Brandon salió completamente impune.

Debería haberlo supuesto tan pronto como Brandon fue reasignado. No estaba seguro de si había sido idea del capitán o de Brandon, pero viendo que este se había estado negando a hablar con él tanto en el salón de la brigada como en los vestuarios o por teléfono, asumió que había sido de Brandon. Pasó una semana horrible esperando una llamada de Asuntos Internos, pero la noche en que fue enviado, completamente solo, al área cercana a la Universidad del Sur de California comprendió que esa llamada no llegaría nunca.

Así que, antes de que se le acabase la suerte en el peor barrio de la ciudad, completamente solo, con los disparos resonando en las calles oscurecidas bajo farolas rotas, él mismo hizo una llamada a Asuntos Internos pidiendo refuerzos.

A continuación, dejó un mensaje en su propio contestador automático para mayor seguridad.

Únicamente entonces salió solo del coche, se identificó en voz alta, se agachó tras la puerta del coche y rezó.

Un mes más tarde estaba casi recuperado de las graves heridas internas que suele producir el impacto de demasiadas balas cuando chocan a corta distancia contra un chaleco Kevlar. Cuando su abogado le sacó del hospital empujando la silla de ruedas, un simpático agente de Asuntos Internos estaba allí con un cheque para hacer que se mantuviera callado.

Shane miró el cheque y se preguntó si era su imaginación o si todos esos ceros estaban cubiertos de sangre.

—Entonces, ¿qué vas a hacer? —le preguntó Brandon por teléfono esa noche. No había ido a verle al hospital. Shane se odiaba por haberlo esperado siquiera. No; solo una única, incómoda y patética llamada que Shane estaba deseando que terminase mucho más de lo que deseaba en aquel momento más analgésicos para calmarle el dolor de los puntos de la cirugía.

—Irme lejos —dijo con voz suave—. Y encontrar un lugar donde me dejen volver a ser policía.

Brandon pertenecía a la cuarta generación de policías de su familia pero siempre había creído que él estaba por encima del trabajo. Sabía que era guapo y, además, vivía en Los Ángeles; tenía mejores cosas que hacer con su tiempo. Bufó con desprecio ante las palabras de Shane.

—Solo tú podrías decir algo así, Shane. Tienes suficiente dinero como para ir a cualquier lugar del mundo. ¡Para hacer cualquier cosa del mundo! Ten algo de imaginación, ¿no?

Shane tuvo un recuerdo vívido, uno que había tenido presente cuando se apuntó a la academia, que le había sustentado durante las largas horas de estudio y mientras trabajaba para conseguir un salario mínimo con el que comprar Top Ramen mientras lo conseguía. Ese recuerdo volvió a aparecer cuando se graduó e hizo que todo el esfuerzo hubiese valido la pena.

Tenía ocho años y él y su padre estaban en la parte de atrás de la limusina. Su padre estaba ocupado trabajando en unos documentos y, casualmente, pasaban por el barrio donde a Shane le dispararían años después. Su padre era por entonces rector de la universidad; eso no había supuesto que estuviera más o menos ocupado ni que fuera más o menos distante, pero había hecho que el viaje en coche para dejarlo en la escuela fuera un poco más interesante.

Estaban en un semáforo cuando Shane vio a dos policías reduciendo a un tipo con una pistola. El hombre se movía a toda velocidad, estaba nervioso, agitado y llevaba encima cientos de capas de ropa. (Cuando Shane creció e hizo esa misma ronda ya supo identificar la adicción al crack, aunque cuando empezó en ese trabajo la droga más común era la metadona).

Los policías habían sido... extraordinarios.

Shane había mirado con los ojos abiertos de par en par cómo arremetían en la calle, no con sus pistolas sino con su responsabilidad. El policía al frente había hecho un placaje sólido, aterrizando sobre el tipo malo (tal y como Shane lo había visto por entonces) y le esposó de manera eficiente y sin violencia. Cuando los dos policías se levantaron del sucio suelo y se alejaron caminando con el prisionero a su cargo, Shane había quedado fascinado.

Habían hecho algo que era real.

Shane era por lo general un niño tranquilo y regordete. Le gustaba vivir en su propia cabeza, un mundo de caballeros y dragones, del bien y del mal absolutos. Le gustaban los ideales. Su madre estaba al otro lado del mundo, su padre era distante y su hermana gemela estaba tan dedicada al mundo de la danza que era como si ni siquiera viviesen en la misma casa. Esos libros le habían criado; de hecho, le habían inculcado en el corazón los valores que poseía y que había conseguido con esfuerzo.

Y allí estaban. Caballeros de brillante armadura en la vida real, haciendo actos de valentía reales, dando muerte a dragones adictos al crack y salvando a princesas prostitutas que intercambiaban sexo por dinero o drogas.

Más que cualquier otra cosa, Shane deseó ser uno de ellos.

Y en aquel momento, diez años después de la academia y técnicamente a falta de solo unos meses de conseguir su placa de detective, aquello no había cambiado. Él todavía era raro. Todavía vivía más en su cabeza que con los pies en la tierra. Había aprendido que la línea que separaba a los tipos buenos de los malos no era tan absoluta; muchos de los “tipos malos” simplemente estaban perdidos, eran adictos y tenían hambre. Había aprendido que muchos de los “tipos buenos” eran matones envalentonados que abusaban de su poder simplemente porque podían.

Pero el principio básico todavía estaba allí, limpio, inmaculado y hermoso. Él era uno de los buenos. Podía cambiar las cosas. Toda esa extravagante tontería metida en su cabeza podía ser real cuando estaba en las calles ayudando a la gente.

—Es lo único que he deseado hacer siempre, Brandon —dijo en los confines oscurecidos de su aséptico apartamento. Debería tener algo, pensó con desgana. Si iba a marcharse muy lejos, quizás podría comprarse una casa, tener un perro o algo así. Había estado fuera de casa durante un mes y ni siquiera tenía un pez que hubiese muerto porque dependiera de él.

Brandon soltó una risa corta.

—Solamente tú podrías decir algo así, Shane. Cuéntame dónde acabas.

—No creo que lo haga —contestó—. De hecho, estoy pensando que  contigo he aprendido qué tipo de persona noquiero dejar entrar en mi vida.

Colgó después de eso. Era la mejor frase que había dicho jamás.

Capítulo 1

«Y si he sido yo quien ha construido esta fortaleza alrededor de tu corazón…». “Fortress Around Your Heart” —Sting.

AUNQUEBenny Francistenía una hija pequeña, en ese momento ella misma era una emocionada niña de ojos brillantes.

—¿Vas a ir a la Feria Renacentista? ¿De verdad? Ooooooohhh... Me encantó la Feria Renacentista... ¡la de verano en Fair Oaks! —Se giró hacia Andrew, el joven soldado al que su hermano Crick había conocido en Irak. Andrew trabajaba para el novio de su hermano, Deacon, en su rancho de caballos en Levee Oaks y era tan parte de la familia como lo eran Benny, su hija o cualquier otra persona que giraba alrededor de El Púlpito como si fuesen planetas alrededor del sol—. Drew, ¿te acuerdas? ¡Me llevaste en junio!

Andrew asintió con sobriedad, evitando con esfuerzo que su cegadora sonrisa blanca emergiera en su rostro de piel oscura. Era evidente que estaba acordándose de algo divertido de aquel día de junio que Benny no consideraría para nada divertido.

Shane asintió a Benny, mirándole por encima de su pedazo de tarta de crema de chocolate y tratando de no parecer raro. Le hubiese gustado decir: «¡Oh, lo hacéis, Lady Feria, cantáis alabanzas de los caballeros de antaño!», y además decirlo con un mal acento británico, pero disfrutaba de las noches de los domingos allí en El Púlpito y la verdad es que no deseaba que ni Deacon, Crick, Benny ni ninguna de las personas que se reunían allí para cenar una vez a la semana le mirasen de la misma manera que Brandon le había mirado ese día en los vestuarios. Se estaba esforzando por no parecer un bicho raro.

—¡Oh, decidme, Lady Feria! ¿Suspiráis por caballeros sobre corceles rampantes?

Las palabras, tan parecidas a las que Shane tenía en la cabeza, fueron pronunciadas con un acento británico atroz y Shane trató de no fulminar con la mirada a Jeff, el mejor amigo de Crick.

Jeff era tan gay que hacía que un desfile de Pascua pareciese un funeral para gente hetero, pero también tenía labia y era ingenioso y divertido y podía decir con gracia la broma de Lady Feria mientras que si Shane la hubiese hecho habría parecido un completo idiota, raro o un inadaptado social. No importaba lo mucho que Shane ansiara pertenecer a aquella mesa grande y de madera gastada en aquella casa estilo rancho antiguo. No era justo en absoluto.

Benny puso los ojos en blanco y dijo:

—Si deseara un caballero de brillante armadura, ¡oh, bufón de la corte!, tendría a Deacon, a Jon o a Shane, que se ajustan a ese perfil.

Jeff era tan esbelto y elegante que resultaba casi cómico. Era la clase de chico que podía caminar con afectación y chillar al hablar y, a continuación, ponerse tremendamente serio y hacer que la gente le tomara en serio. Su cabello tenía el mismo tono marrón oscuro brillante que el de Shane, y éste sospechaba que incluso tenía el mismo remolino rebelde, pero Jeff tenía un corte sofisticado y alguna clase de maravilloso gel fijador que hacía que se asentase y se comportase.

Jeff podía conseguir los amigos que quisiera. A Shane sencillamente le parecía injusto que quisiese el mismo grupo de amigos que él porque Shane, por el contrario, no tenía demasiada suerte en el ámbito social. Ni en el ámbito de amigos. Ni en el familiar.

Pero… espera un segundo.

—¿Sería un caballero de brillante armadura? —le preguntó a Benny, y ella le sonrió por encima de la cabeza de cabello marrón de la niña que tenía sobre su regazo. La pequeña se estaba comiendo la tarta de su madre con tal regocijo y determinación que Shane quedó admirado. Nunca antes había visto a nadie succionar crema pegada a su propio cabello estando además éste todo enredado.

—¡Por supuesto que lo serías, Shane! Mírate; conduces un devorador de gasolina en lugar de un corcel que haga cabriolas, tienes por costumbre hacer buenas acciones y ni una sola alma en el planeta podría dudar de tus buenas intenciones. Sí —terminó Benny felizmente, cogiendo el antepenúltimo pedazo de tarta del plato de su hija—. ¡Definitivamente un caballero de brillante armadura!

—¿En qué me convierte eso? —preguntó Andrew con algo de dolor real mezclado con una indignación fingida. Incluso Shane podía ver que a pesar de la diferencia de edad, Andrew quería ser el único caballero de brillante armadura de Benny.

La sonrisa que Benny le dirigió cambió e hizo que la pena de Andrew pareciera desaparecer.

—Tú eres un escudero; eres como un caballero en fase de entrenamiento. Te armarán caballero con el tiempo.

—¿Serás mi Lady Feria? —preguntó Andrew, y Benny pasó, en un segundo, de chica encantadora a adulta seductora.

—Quizás —jugueteó, y a continuación se giró hacia Shane sin ver cómo Andrew se ponía la mano sobre la flecha imaginaria que le acababa de atravesar el corazón—. Entonces, ¿vas a comprarte un disfraz?

—¿Un disfraz? —preguntó sin comprender, ella asintió... y Andrew puso los ojos en blanco.

—Sí; ya sabes. Todo el mundo va disfrazado. Los trajes de caballeros están reservados para los que van a caballo, pero hay algunos disfraces geniales de campesinos y de mercaderes y... —Miró cariñosamente a su pequeña—. Nosotras compramos los vestidos básicos pero también había alas, sombreros y cosas de esas.

No dijo nada más, pero sus ojos se movieron rápidamente hacia donde su hermano, Crick, y el novio de éste estaban lavando los platos. Deacon, el novio, era de hecho el dueño del rancho de caballos y Shane sabía que tenían problemas. Habían sacado a Deacon del armario de un modo espectacular que implicaba ser golpeado por un agente de la policía local, seguido de un juicio bastante dramático. La pelea había desencadenado la pérdida de muchos de los negocios que el rancho tenía en la zona. Cuando Crick había vuelto de Irak en mayo, herido e incapaz de salir a la calle y ganar algún sueldo extra, mantener el rancho había sido un objetivo un tanto incierto.

Había ocurrido algo que les había dado algo de tiempo. Shane sabía que tenía algo que ver con la decisión de Crick de no ir a la universidad tras su regreso (algo que hería profundamente a Deacon pero que no parecía molestar a Crick en absoluto) pero lo que fuera que hubiera pasado no cambió el hecho de que las finanzas todavía eran precarias. Una vez al mes la familia —y eso incluía ahora a Shane, algo que a éste le enorgullecía— tenía una reunión donde Deacon les mostraba cuánto dinero habían perdido, cuánto capital les quedaba todavía y qué tipo de finca podrían permitirse con esa cantidad en otra parte del estado o incluso del país. Todos sabían que abandonar El Púlpito sería fatal para Deacon. Su padre había empezado el rancho desde cero y Deacon lo amaba casi tanto como amaba a Crick. Pero en este tema era inflexible; la familia iba primero. Benny y la pequeña Parry Angel tendrían la mejor educación y las mejores circunstancias que el dinero pudiese comprar, y si eso significaba trasladar el rancho antes de que lo perdieran, entonces eso era exactamente lo que ocurriría.

Eso no quería decir que no estuvieran todos conteniendo la respiración durante aquellas reuniones familiares de cada mes mientras esperaban ver si disponían de algunos meses más para ver si el rancho empezaba a hacer dinero. No quería decir que Deacon no estuviera delgado y débil a causa del estrés; su mejor amigo, Jon, había acordado en estas reuniones familiares establecer lo que llamaban la “balanza de Deacon” de manera que pudieran vigilar su salud. Shane miró con tristeza a Deacon que permanecía de pie, su figura de metro ochenta empequeñecida por los diez centímetros extra de Crick. La última vez que lo habían pesado estaba en setenta y dos kilos. Estaba mejor que cuando Shane los conoció —le habían enviado al rancho porque la familia de Crick y Benny, en su estupidez, había decidido que era hora de compartir su locura y quitarle el bebé a la joven madre— pero todavía no lo bastante bien como para que tuviera el aspecto de alguien fuerte y sano, y Shane necesitaba que estuviera precisamente así, fuerte y sano.

En aquellos días, Shane trabajaba para la policía local. Para ellos tendría que haber sido el enemigo, después de todo por lo que había pasado Deacon, pero le invitaron a unirse a la familia como amigo. Shane no había tenido una familia tan acogedora en toda su vida. Necesitaba que el rancho permaneciera allí, en Levee Oaks. Necesitaba que esa familia estuviera perfectamente.

Miró pensativo a Deacon que estaba intentado que Crick dejara de apoyarle la barbilla en el hombro para obligarle a comer un trozo de tarta. Era un metro ochenta de macho alfa, escuálido y decidido, escondido tras una sonrisa tímida y avergonzada. El mismo Deacon no les habría negado nada a Benny ni a Parry Angel. Benny se había contenido en aquel día de compras en la Feria Renacentista y, probablemente y si hubiese dependido de ella, no habría gastado absolutamente nada si sabía que con ello podía colaborar para que El Púlpito siguiera exactamente donde estaba.

Volvió a mirar Benny. Ese mes su cabello era de un naranja brillante, y sus ojos —de un bonito azul pero con la misma forma que los de Crick— eran nostálgicos y soñadores. A Shane le pareció lo más cercano a una auténtica damisela en apuros a la que hubiera que rescatar.

—¿Qué querías comprar? —preguntó, iniciando la conversación. Al momento, puso su cerebro de detective en modo “grabar” y fue genial que lo hiciera. Resultó que una chica de dieciséis años con un bebé en brazos podía soñar con muchas cosas de princesas después de un viaje a una feria.

Algunos minutos más tarde, Benny se llevó al bebé para darle un baño lo cual acabó convirtiéndose en un acto comunitario puesto que los amigos de Deacon, Jon y Amy, que también estaban allí, decidieron que su hija Lila Lisa de cuatro meses también necesitaba un poco de agua en el culito. Los baños sacaron a la mitad de la gente de la habitación y, entonces, Deacon preguntó quién quería llevar las sobras a los cerdos panzudos. Shane prácticamente tiró la silla al suelo del ímpetu por presentarse voluntario.

La pocilga estaba a oscuras, detrás del establo, pero a Shane no le importó caminar. Las noches de principios de octubre todavía eran bastante cálidas para llevar puesto solo unos pantalones de camuflaje y una camiseta. No obstante, la brisa que soplaba desde el delta a través del valle era algo fría y estimulante y recordaba que noviembre se acercaba. Era una noche agradable para estar fuera, algo que le vino bien porque tenía algo que hacer mientras estaba bajo las estrellas.

Rodeó la esquina del establo en el camino de regreso, encontró una pila de balas de heno bajo la luz anaranjada que colgaba del establo, sacó del bolsillo su pequeño bloc de notas y un bolígrafo y empezó a escribir. Estaba tan concentrado en su tarea que después de haber anotado en el papel todas las cosas de la feria renacentista que le hacían ilusión a Benny se sorprendió al ver que Jeff había salido al porche de la casa y estaba allí de pie fumándose un cigarrillo.

Guardó el bolígrafo y el papel en el bolsillo, cogió el cuenco de plástico vacío donde había llevado las sobras e intentó volver a entrar en la casa como si no hubiera hecho nada que hubiese que comentar.

Jeff no iba a pasarlo por alto.

—¿Recuerdas el aroma de la loción de manos que quería? —le preguntó a Shane mientras éste subía los escalones.

Shane enrojeció.

—Camomila-lavanda con un toque de vainilla —dijo en voz baja y Jeff alzó las cejas mientras aspiraba el humo—. Fumar es malo —añadió, tratando de cambiar de tema.

—Por esa razón solo me fumo uno al día —dijo Jeff soltando el humo con teatralidad—. No me acabo de creer que el ejército le haya pagado a Andrew una prótesis nueva y, encima, de su color de piel.

Shane fingió no saber de lo que le estaba hablando.

—¿Por qué crees que no lo hicieron ellos? —«No te sonrojes, no te sonrojes, no te sonrojes, no te sonrojes.»

—En parte porque Benny solo se pasó un día colgada al teléfono lidiando con los del seguro; evidentemente, solo eso ya resulta poco creíble ¿no?

—¿Qué te hace pensar que no fue eso lo que ocurrió? —Shane  intentó mantener una expresión lo más neutra posible.

Jeff miró con tristeza el extremo de su cigarrillo y lo apagó en la suela del zapato.

—Ummm... no lo sé. ¿Quizás el rumor que circuló por la oficina sobre aquel “poli descomunal” que apareció y pagó la pierna nueva, estupenda y de color negro de Andrew y que pidió que le dieran factura para que no se corriera la voz? Eso siempre es señal de que algo ha ocurrido, ¿no crees? Trabajo en el hospital de veteranos, Shane... ¿creías que se mantendría en secreto?

Shane estaba extremadamente incómodo y, sí, el temido sonrojo cubrió su blanca piel.

—Por favor, no se lo digas a ellos —suplicó al fin—. La gente tiene su orgullo, ¿sabes?

—No voy a preguntarte por qué lo estás haciendo —dijo Jeff tras un silencio—, porque ambos sabemos que harían falta meses para entenderte si lo hiciera, y probablemente porque yo también lo hubiese hecho... pero no tengo el dinero que hace falta.

Shane bajó la vista y el silencio se alargó lo suficiente como para que Jeff bajara trotando los escalones y lanzara la colilla en uno de los cubos de basura que había al final de la casa. Volvió rociándose las manos con alcohol de una botella que llevaba en el bolsillo.

—¿Estás listo ya para decírmelo? —preguntó, frotándose las manos con esmero, y Shane se encogió de hombros—. Mira, grandullón, te guardaré el secreto, pero solo si sé que no vas por las calles haciendo trueques para conseguir algunos billetes, ¿de acuerdo?

Shane de hecho consiguió reír entre dientes ante aquello.

—Qué divertido.

Jeff se encogió de hombros.

—Sí, tengo un piquito de oro.

—No lo que dices..., sino la idea de que alguien pudiera querer estar conmigo. Probablemente se asustarían de lo raro que soy, como si fuera algún tipo de enfermedad de transmisión sexual.

Jeff tomó aire y le miró detenidamente en la oscuridad.

—Esta familia te quiere, Shane. De hecho, creo que se preocupan por ti. Si eres raro es porque pasas demasiado tiempo dándole vueltas a la cabeza y solo tienes que fijarte en Deacon para ver el daño que eso le hace a cualquiera. Ahora, ¿vas a decirme de dónde estás sacando el dinero o voy a tener que descubrir el pastel y hablarles sobre tu papel de Santa Claus secreto?

«Ouch». Shane le fulminó con la mirada.

—Ni siquiera te caigo bien. —Era verdad; Jeff había sido el maestro de los apodos maliciosos desde que había llegado; “grandullón” era mejor que “Yeti”, “Pies Grandes” o (después de que saliese del armario durante una cena) “Shane la aspiradora peluda”.

—Eso no es verdad —protestó Jeff sin torcer siquiera el gesto—. Me caes bien. Te tenía celos, pero creo que eres un buen tipo.

—¿Celoso? —Parpadeó—. ¿De mí?

Jeff se encogió de hombros.

—¿Viniste atendiendo una llamada y te invitaron a cenar? Demonios; ¡yo tuve que trabajar el brazo de Crick en fisioterapia como Jesús mismo con su toque sanador para conseguir que me invitara!

—Jon me invitó —murmuró Shane—. Se comportó de manera algo gilipollas conmigo cuando llegó. Se sentía mal.

—¿De verdad? —Jeff se espabiló al instante—. ¿Entonces fue por pena? Excelente. Sin rencor, ¿verdad, grandullón?

¿Por qué iba a haberlo? Al fin y al cabo, había sido Jeff quien había ofrecido la rama de olivo. Shane se encogió de hombros.

—No.

—Bien, entonces dime de dónde sacas el dinero para que pueda decirle a Deacon que deje de preocuparse y quede como nuestro pequeño secreto.

Shane puso mala cara y se sintió fatal.

—¿Deacon te ha enviado?

Jeff sacudió la mano.

—No; iba a hacerlo él mismo pero solo la visión de los dos aquí fuera sin hablar habría hecho que hasta el bebé sintiera vergüenza ajena. Así que escúpelo o se volverá algo público para la familia. Porque son tu familia, ¿verdad?

«Mierda. Sí».

—El departamento de policía de Los Ángeles dejó que me metiera en una emboscada. Como no consiguieron que volaran este culo marica mío directo al infierno, vinieron y me ofrecieron algo de dinero para hacer desaparecer el escozor.

Jeff abrió los ojos de par en par y se cerró la boca de manera teatral empujándose la mandíbula hacia arriba.

—¿Estás de coña?

Shane se frotó el pecho. Todavía podía sentir las cicatrices de la cirugía bajo la camisa.

—No. Ya sabes, cuando las costillas te perforan los pulmones a través del chaleco y tienen que quitarte el bazo y esas porquerías, creo que las bromas están de más.

No estaba preparado para el puñetazo que Jeff le descargó en la mandíbula ni para lo mucho que le dolió. Aterrizó de culo y alzó la vista hacia Jeff, con una expresión de absoluta sorpresa en los ojos.

—¿Qué cojones...? —exclamó, completamente desconcertado.

 —¡Y todavía tienes ese trabajo! —dijo Jeff, alterado. Se sacudió la mano; y bien que debería hacerlo, demonios. Ese golpe también le había hecho daño a él.

—Así que...  —Shane parpadeó con fuerza—. ¿Puedo repetirlo? ¿Qué cojones?

—¡Idiota! —gruñó Jeff, y Deacon salió justo en ese momento y estudió la situación.

—¿Qué cojones? —Deacon extendió la mano hacia Shane mientras le preguntaba a la vez y Shane aceptó su ayuda, todavía perplejo.

—¡Deacon! ¡Me ha dado un puñetazo!

Y Jeff estaba furioso con él.

—Deacon, ¿querías saber de dónde sale su dinero?

—¡Me prometiste que no lo ibas a contar! —Había algo en aquella conversación que sonaba... poco familiar y familiar a la vez. Shane no podía concretar qué era, pero hacía que el momento fuera todavía más surrealista.

—¡Eso fue antes de que averiguara que estabas intentando cometer suicidio a manos de la policía! —gruñó Jeff, y Shane soltó la mano de Deacon y volvió a caer sentado con fuerza sobre el porche.

—¿Que estoy qué?

—¡Te dispararon en Los Ángeles porque eres un pedazo de marica idiota y a continuación vienes aquí donde incluso los civiles reciben palizas por eso! Y no se lo cuentas a nadie... ¡Simplemente apareces en las cenas de los domingos como si fueras a estar por aquí durante una temporada y ni una sola alma sabe que eres una jodida diana andante!

—No soy una diana andante —dijo Shane, irguiéndose sobre las rodillas con dificultad y cogiendo de nuevo la mano que Deacon le ofrecía pacientemente—. Y ojalá estuviera jodiendo. Algo. Lo que fuera.

Deacon Winters tenía un rostro extraordinariamente atractivo, con una forma algo cuadrada, mandíbula y barbilla cuadradas, una boca angelical y unos encantadores ojos verdes bordeados de oscuro. En ese momento, esos bonitos ojos les miraban a los dos tal y como Shane le había visto mirando a Crick y a Benny cuando discutían, y fue entonces cuando se le encendió la bombilla.

Jeff y él estaba discutiendo como hermanos. Volvió a mirar a Jeff. Éste se estaba examinando la manicura de la mano con la que le había golpeado la mandíbula como si fuera algo valiosísimo. Vale; habían estado discutiendo como un hermano y una hermana. Lo que fuera. Como familia.

Shane se sonrojó y le dijo la verdad a Deacon porque se la debía.

—Es un detalle que te preocupes —dijo en voz baja y Deacon arqueó una ceja como si esperase a que siguiera hablando—. ¿En serio? —le preguntó Shane, respondiendo a la pregunta que no se había formulado en voz alta, y Deacon asintió.

—Totalmente en serio.

Shane resopló.

—De acuerdo. Vale. Lamento no haberos dicho que podría haber problemas en ese sentido. Pensé que el tema no merecía vuestra atención, ¿de acuerdo?

—No —dijo Deacon de manera juiciosa—. Jeff, ¿qué tal si entras y haces que Benny o Crick te miren la mano? Shane y yo necesitamos tener una charla aquí fuera.

—Ya —murmuró Jeff.

—Jeff. —¡Vaya! Deacon lo dijo con ese tono que utilizaba para dar órdenes. Shane habría dado su huevo izquierdo por conseguir hablar de esa manera.

Tenía treinta y un años, Jeff tenía su edad o más, y Deacon era más joven que ambos. Jeff se giró hacia Deacon como lo haría un niño pequeño con su padre.

—¿Sí, Deacon? —preguntó con dulzura, batiendo las oscuras pestañas sobre sus ojos marrones.

Deacon le devolvió la mirada sin gracia.

—Creo que Shane se ha disculpado.

—Vaaale. —Lo redondeó poniendo los ojos en blanco—. Vale. Lamento haberte pegado, gran poli idiota. Por favor, intenta que no te vuelen de un disparo tu culo gordo y estúpido antes del domingo que viene, ¿de acuerdo?

—Lo prometo —dijo Shane con sinceridad y mirándole sorprendido. Dio un paso torpe para acercarse y Jeff adoptó un aire despectivo. Fue el turno de Shane de poner él los ojos en blanco—. Gracias, Jeff, por preocuparte siquiera un poco.

—Sí, lo que sea, ¡qué cojones! —bufó Jeff y volvió a entrar en la casa dejando a Shane solo con Deacon.

Estaba increíblemente nervioso.

Deacon le miró durante un momento y le tocó la mandíbula con dedos suaves, gruñendo a continuación. Se acercó a la puerta y gritó:

—¡Crick, tráeme un poco de puñetero hielo!

—¡Deja de decir palabrotas delante del bebé, idiota! —llegó la respuesta a través de la puerta pero Shane no tenía la menor duda de que Crick estaba haciendo lo que Deacon había pedido.

Éste se acercó a la barandilla del porche y apoyó su peso contra ella, exactamente como había estado Jeff antes.

—¿Te dispararon? —preguntó en voz baja, y Shane se encogió de hombros.

—Me..., me enviaron a una situación peligrosa sin refuerzos —dijo con cautela—. El Kevlar, ¿sabes?..., no te protege del impacto.

—No, es verdad. ¿Tiene Jeff razón? ¿Saliste del armario en tu departamento?

Shane se puso aún más rojo, si es que era posible.

—No a propósito —murmuró, y Deacon se giró hacia él con las cejas arqueadas hasta la línea del pelo.

—¿Quiero saberlo?

Oh, Dios. Cualquier cosa excepto contar esa historia a Deacon. Pensó que casi preferiría contárselo a su padre, si es que el capullo seguía vivo, que a Deacon, que sabía que le apreciaba y le respetaba un poco.

—¿Tengo que contártelo?

Deacon le miró con amabilidad.

—Mira, Shane, no puedo obligarte. Pero... —Parecía avergonzado, pero, puesto que lo parecía a menudo, a Shane no le extrañó—. Mira. Adelante y mantén eso guardado con llave en tu pecho, está bien. Pero soy un buen ejemplo de represión y tengo que decirte que necesitas decírselo a alguien. Lo que nos preocupa ahora mismo es exactamente lo que Jeff ha dicho. ¿Sabe lo tuyo este departamento? ¿Estás en peligro? Porque si tienes a alguien más que te ayude, no nos lo has contado. Y si nosotros somos todo lo que tienes, tenemos que saberlo, ¿verdad?

Shane tragó saliva.

—Voy a irme durante el fin de semana. ¿Podrías dar de comer a mis animales el sábado?

Deacon ni siquiera pareció sorprendido por el abrupto cambio de tema.

—Para que sepamos que tenemos que ir a por ellos si te ocurre algo, ¿verdad?

—Sí... Angel Marie come mucho.

Deacon alzó las cejas.

—¿Angel Marie?

Se encogió de hombros.

—Si hubiese conocido a Parry Angel cuando le puse nombre a él, habría elegido otro. De todos modos, me temo que si no le alimento en un día o dos, terminará comiéndose a un gato. —Oh, Señor. Eso había sonado raro. Había vuelto a hacerlo, pero no lo podía evitar. Angel Marie no se comería a Orlando Bloom ni a los demás a propósito, pero el enorme tontorrón no era precisamente exigente en sus gustos y pesaba sesenta y ocho kilos. Hasta el momento, Shane se consideraba afortunado de que el cruce de gran danés no le hubiera comido a él de desayuno.

Pero Deacon tampoco se inmutó al oír eso. Shane sintió una repentina oleada de amor y más amor por él. No tenía nada que ver con lo atractivo que era o con que daba de comer a Shane una vez a la semana y le invitaba a las reuniones familiares. Tenía que ver con el hecho de que jamás le hacía sentirse como un bicho raro.

—De acuerdo, así que nos enseñarás dónde vives y cómo dar de comer a tus animales y a cambio nos prometes que si las cosas se ponen peliagudas nos harás una llamada. Si crees que estás yendo a algún sitio sin refuerzos, llamamos y nos presentamos, así de fácil.

—¡Deacon, vosotros no sois policías!

—No. Pero esta es una ciudad pequeña. Conocemos a la mayoría de la gente problemática de la zona, igual que tú. Shane, Parry Angel te llama “Tito Shaney”; ¡no vas a ir a ninguna parte sin refuerzos!

Shane puso una expresión tan seria como pudo.

—Eres un civil —dijo con seriedad—, no te pongas en peligro...

—Guárdatelo, Perkins. Todos tenemos licencia para llevar...

—Hacer el trabajo de la policía es un delito.

—Igual que la discriminación. Dame tu palabra de que lo harás, Shane.

¿Cómo había escapado todo aquello de su control de ese modo? Había estado a cargo de su propio destino desde... desde... ¡desde que había visto cómo derribaban a uno de los malos cuando era un crío!

—¡Deacon! Mira, no es seguro. Debes estar al tanto de todas, todas las cosas que pueden ir mal...

—¿Como enviar a un hermano al peligro? —Deacon le miró con  prudencia y Shane tuvo que reconocer la derrota. Había algo en Deacon Winter, alguna clase de delicadeza, de serenidad, que hacía imposible ir contra él cuando se ponía así.

Shane gruñó. Genial. Finalmente tenía una familia y su hermano mayor creía que no podía cuidar de sí mismo.

—¿Crick gana alguna vez una discusión? —preguntó con amargura, y se sorprendió al reconocer el sonido de la risa de Deacon antes de que se riese siquiera.

—Todo el maldito tiempo. Idiota cargante.

—¡Un idiota cárgate que te acaba de traer hielo! —protestó Crick, empujando con el hombro la puerta mosquitera para que su cuerpo, alto y ancho de pecho, pudiera pasar por ella. Shane se preguntó cuánto tiempo llevaba escuchando antes de elegir su frase de entrada, y, entonces, dejó caer el paquete de hielo con una palabrota y Shane dejó de hacerse preguntas.

—¿Has dejado un poco para ti? —preguntó Deacon, recogiendo el paquete del suelo y tomando la mano de Crick entre las suyas. Crick había vuelto de un servicio de dos años en el Golfo con unos suvenires que hacían que las cicatrices de Shane pareciesen las rodillas raspadas de un niño en comparación. El chico, que tenía quizás veintitrés años, rara vez se quejaba.

—Ya está bastante entumecido —murmuró Crick—. No te preocupes por mí, Deacon. Ponle hielo en la mandíbula antes de que se le hinche.

Deacon se llevó la mano cicatrizada y retorcida de Crick a los labios en una demostración breve y tierna de afecto, que provocó que a Shane se le hiciera un nudo en la garganta. Era como si cualquier cosa, toda la felicidad, pudiera existir en un mundo donde se daban gestos como ese.

Shane se quedó inmóvil mientras Deacon le aplicaba con cuidado el hielo en la mandíbula. Sabía que ambos amantes habían sido paramédicos durante una temporada, y a Deacon se le notaba.

—¿Y a dónde vas? —preguntó Deacon con calma—. Cuando vayamos a cuidar de tus animales, ¿dónde estarás?

—Gilroy —le dijo. No mencionó la feria renacentista; si Deacon no sabía que iba no podría darle dinero para que comprase las cosas para Benny que precisamente él planeaba comprar.

Deacon alzó la vista arrugando la nariz y encogiéndose de hombros, esperando que le diese más información. Gilroy era un lugar grande y anticuado que no llevaba a ningún lado; mucho terreno de cultivo, muchos ranchos y algunos barrios residenciales.

—Mi hermana estará allí —le dijo Shane.

—¿Tienes una hermana? —preguntó Crick, dejándose caer de culo sobre la silla de jardín que descansaba contra la pared—. Guau, cuando crees que conoces a alguien...

Shane levantó una ceja con una expresión de ironía ante su pregunta. Crick hablaba todavía menos que Deacon, todos lo sabían.

—No la he visto en años —dijo con tranquilidad. Desde el funeral de su padre en realidad pero se habían puesto en contacto una o dos veces al año desde entonces. Ella le había enviado flores cuando estuvo en el hospital, junto con una nota. «Maldita sea, Shaney; encuentra otro trabajo o aprende a esquivar. Estoy demasiado volcada en mí misma como para perder tiempo con ese rollo del duelo, así que vas a tener que vivir.» Había recibido postales y llamadas ocasionales desde entonces, y él le había devuelto las llamadas. Desde el año pasado le venía pidiendo que fuera a verla actuar y él ahora tenía algo de tiempo libre. Pensó que había llegado el momento.

—¿Qué hace en Gilroy? —preguntó Deacon. Gilroy estaba a más de tres horas de viaje, prácticamente entre la nada y ninguna parte.

Pero Shane tuvo que sonreír porque la respuesta no era muy creíble.

—¿Me creerías si te dijera que bailar?

Se moría de ganas de verla actuar; siempre estaba preciosa cuando bailaba.

Capítulo 2

«Y así entrelazaron las manos y bailaron, formando círculos y filas...». “The Mummers’ Dance” —Loreena McKennitt.

A SHANE siempre le había gustado conducir. Era una de las razones por las que había comprado un deportivo. Metido en sus pensamientos, escuchando rock a todo volumen, sintiendo el poder del automóvil bajo las manos y escuchando cómo rugía sobre la carretera; eso era meditación, simple y llanamente.

Parte del viaje era por una autopista de dos carriles que se enroscaba alrededor de las colinas color marrón que bordeaban la costa. Había salido temprano de manera que el tráfico era moderado y el sonido que hacían en el pavimento las ruedas de tracción integral con sus surcos bien marcados era relajante. Entre eso y Springsteen sonando en el estéreo, Shane se sentía feliz cuando entró en lo que era una atracción a un lado de la carretera.

“La casa de la fruta” había empezado como un simple puesto de fruta en mitad de ninguna parte pero los fundadores habían añadido un restaurante y algunas tiendas de fruslerías y el efecto era encantador, como encontrar la casa de Tom Bombadil a mitad de un peligroso viaje. En los últimos años, en otoño, la propiedad aledaña alojaba la feria renacentista durante ocho semanas, y mientras Shane subía por la grava polvorienta (había pagado uno de cinco extra para el aparcamiento VIP) volvió a pensar en la casa de Tom Bombadil en “El señor de los anillos”.

Porque Gilroy, tras un verano largo y caluroso, se quedaba como un pedazo de tierra polvorienta, seca y sin gracia, pero la feria renacentista la convertía en un libro de cuentos gracias a esa magia ilimitada con que la capacidad humana transforma lo banal.

Shane vestía tejanos y una camiseta de “The Who” (las antiguas bandas estaban volviendo; ¡él siempre había sabido que lo harían!), pero mientras aparcaba el coche y se abría paso por el aparcamiento se sintió sumamente cohibido. Casi todo el mundo iba disfrazado.

Los trajes para los hombres iban desde los pantalones de cuero dentro de botas que llegaban hasta la rodilla con chalecos de cuero y camisas de lino debajo hasta pantalones de algodón básicos (holgados y amplios con un cordón frunciendo la cintura y los tobillos), a túnicas grandes, amplias y de manga larga, normalmente con el cuello en forma de uve o cerrado con cordones. La mayoría de los hombres llevaban un chaleco sobre las túnicas y todo el mundo parecía tener algún tipo de sombrero; de cuero, rafia, pana o lino. La variedad de materiales solo para las prendas de la cabeza era impresionante, y eso sin tener en cuenta siquiera los estilos. Los colores variaban desde los chillones hasta los brillantes, con algún toque de colores sencillos y neutros, y la combinación de elementos para cualquier conjunto era tan variado como los hombres mismos.

Y eso solo los hombres.

Las mujeres por su parte llevaban conjuntos de faldas y corpiños de lazos... a menudo los senos les sobresalían por encima de los corpiños cuando su respiración era agitada y, a veces, incluso enseñaban los muslos cuando se recogían la falda. Shane tenía que admitir que siempre había disfrutando mirando unos senos bonitos y, en el punto en el que se encontraba, su periodo de sequía había sido lo suficientemente largo como para que ya no le importara si bateaba para un equipo u otro. Él solo quería jugar. El montón de suaves y blandos pechos que se le ofrecían a la vista le parecían exactamente igual de tentadores que el torso desnudo de los jóvenes que podía entrever de vez en cuando. Cualquier cosa, maldita sea; cualquier cosa siempre y cuando supiera que tenía la oportunidad de disfrutar del roce humano en algún momento cercano.

Una familia feliz pasó a su lado: mamá, papá, adolescentes (un chico y una chica), todos vestidos de punta en blanco. La madre, algo más que rellenita, llevaba a dos niños de primaria de la mano, también disfrazados. Los blandos senos de la madre no tenían tanta elegancia como los de las universitarias con las que Shane se había cruzado desde el coche pero, aun así, su idolatrado marido la hacía detenerse para poder “ahuecarlos” de todos modos.

Shane se alegró de que sus gafas de sol escondieran la expresión de nostalgia que le produjo la visión de aquella familia feliz de la feria renacentista. Le gustaban. Al final del día los pequeños probablemente estarían exhaustos y lloriquearían, pero mientras miraba cómo el chico mayor hacía girar entre sus brazos a su hermana pequeña con su “vestido de princesa” no pudo evitar pensar en la pequeña familia de Deacon allí, en su casa. Él era parte de eso, pensó decidido. Iba a comprarles a sus princesas —tanto a Benny como a Parry Angel e incluso al pequeño bebé Lila— todo un camión de cosas de princesas. Demonios, incluso sorprendería a Drew con uno de esos sombreros de Robin Hood. Se convertiría en el tío indulgente de esa familia feliz aunque tuviera que gastarse solo en la feria renacentista todo ese maldito dinero inútil que tenía metido en el banco.

Su estado de perpetua excitación se desvaneció al recordar por qué estaba allí.

Estaba allí porque tenía familia y porque quería tener más.

Consiguió su entrada en la taquilla y se aventuró bajo el arco de entrada de madera, cogiendo un programa de una chica que, llena de alegría, daba la bienvenida con un fingido acento de inglés antiguo que no era más auténtico que los vaqueros y la camiseta de Shane, pero no por ello resultaba menos encantador.

Le llevó menos de un minuto revisar el programa y girar abruptamente a la izquierda para entrar en las calles donde ofrecían comida. Su hermana actuaría en quince minutos.

Primero se compró un refresco y algo llamado “sapo en un agujero” (que resultó ser un tipo de pastel de carne), y a continuación se sentó en una bala de heno para mirar a la gente mientras esperaba. Valió la pena.

—Es un disfraz bonito, ¿verdad?

Shane se giró y se encontró a la madre de la familia que había estado observando sonriéndole mientras hacía que una niña que parecía estar en preescolar se sentase en su regazo. Shane se giró para volver a mirar lo que antes había estado mirando con atención; un hombre gigante que llevaba lo que parecía ser una armadura de cuero con hebillas de plata (¿o acero inoxidable?), un cinturón de anillas y una espada gigantesca.

Ayudaba a la caracterización que midiera más de un metro noventa y cinco y que tuviera el cabello negro largo hasta la cintura.

Por extraño que pareciera, Shane había estado realmente centrado en el disfraz.

—Es genial —dijo a la agradable mujer—. ¿Dónde se consigue algo así? —Dirigió una mirada a su falda llena de colores (y de muchísimas capas) y a su corpiño con flores (cuyo color no conjuntaba en absoluto con ninguna otra prenda de su atuendo).

—Verás; cuando hayas comido, solo tienes que seguir el camino hasta allí abajo. La mayoría de los vendedores venden algo que te ayudará a crear tu disfraz. Entras aquí como alguien normal, con tu camiseta pero, si quieres, puedes salir como un caballero de brillante armadura.

La pequeña en su regazo bebió un sorbo del refresco de su madre y se apartó un mechón de pelo del rojo más brillante de la cara.

—Yo no quiero ser un caballero. ¡Quiero ser una princesa!

—Por supuesto, pequeña —dijo la madre de manera inexpresiva—. No puedes ser nada más que una princesa. —Cruzó la mirada con Shane—. Y tú también puedes ser una princesa —le dijo seria, y él se rió con ganas, porque la mujer era agradable y porque, al igual que Deacon, le hacía sentir bienvenido.

—Más bien una cosa intermedia —dijo guiñándole el ojo, y ella se rió. Su marido apareció entonces, con las manos llenas de comida, manteniéndola toda en equilibrio entre los brazos, y la ilusión de Shane de que formaba parte de una familia feliz se desvaneció. La música empezó a sonar, justo allí, en mitad de la zona destinada a las comidas. Shane se puso en pie con su plato y se unió a la fila de personas que estaban reunidas para ver bailar a su hermana.

Kimmy había crecido en su último año de secundaria y casi se le había roto el corazón cuando alcanzó el metro setenta y tres. Es de sobra conocido que las bailarinas deben ser de estatura pequeña; es lo mejor para que sus compañeros puedan levantarlas por encima de sus cabezas o puedan hacerlas girar como si fueran cintas hechas de músculo y agallas. También hacía que el peso que recaía sobre las delicadas articulaciones y el frágil cartílago fuera soportable. Aun así, Kimmy había seguido bailando.

Había bailado incluso lesionada para encontrar trabajo donde fuera, después de que fuera despedida de una de las principales compañías de baile de Los Ángeles. Ya habían pasado diez años desde que descubriera el circuito de las ferias; allí contrataban actores y así se ganaban la vida haciendo algo que les encantaba. Había ferias de diferente temática: renacentistas, célticas, Tudor, vikingas, sobre Dickens o sobre algún otro acontecimiento histórico europeo y se celebraban por todo el país casi cada fin de semana del año. Como Kimmy le había estado diciendo a Shane durante diez años, lo que se valoraba en el circuito de las ferias eran las dotes teatrales, el arte y la forma física, y no solo tener un cuerpo joven capaz de hacer el más difícil todavía.

La mujer que entró en el círculo moviéndose de manera insinuante y vestida como Titania. Poseía todas esas cualidades: dotes para el espectáculo, arte, una elegancia especial y agilidad. También tenía algo de carne y músculo en los huesos, algo por lo que Shane se sentía agradecido. Era evidente que sus días de bulímica para mantener el peso de una bailarina se habían terminado. Pensó que era hermosa. Llevaba un corpiño verde con mallas y su cabello largo y marrón con reflejos rubios le caía en ondas por la espalda. Sus ojos marrones miraban entrecerrados al público mientras se detenía como si estuviera escuchando, y a continuación se agarró a una banda de tela resistente que colgaba de un andamio que habían atornillado con fuerza, erigido justo sobre la pista de baile.

Mientras ella escalaba apareció un hombre disfrazado: sin camisa pero con unos pantalones de pelo. Eran literalmente de pelo. Tenía también orejas puntiagudas, el cabello largo y las cejas pintadas como dos arcos perversos. Comenzó la narración como Puck, contando la historia de cómo Titania sedujo a Oberón pero Shane se dispersó. Empezó a fijarse en los detalles pequeños: los vendajes que cubrían los pies y rodillas de Kimmy estaban gastados y le mostraron que aún estaba plagada de lesiones, pero el modo en que su cuerpo se movía, como la seda bajo el agua, le hizo ver claro que estaba haciendo lo que amaba, y eso lo compensaba todo. El modo en que la misteriosa sonrisa de Kimmy jamás flaqueó, ni siquiera cuando se movía por la tela colgante como si volara por encima del suelo, le decía que todavía adoraba ese trabajo duro y difícil. Y el modo en que su cabello se le adhería al rostro por el sudor le dijo que había aprendido que nada que ames de verdad llega sin pagar antes un precio.

Shane estaba tan orgulloso de ella que sintió como se le henchía el pecho. Había deseado durante toda su vida ser encantador y elegante, había deseado moverse de la misma manera que su corazón, y ahí estaba su hermana gemela, haciendo exactamente eso, y era hermosa.

Y entonces entró Oberón, y el cerebro de Shane se fue de vacaciones.

Se suponía que Oberón estaba bailando en el bosque cuando, al descubrir la belleza de Titania, quedaba hechizado. Shane se quedó completamente hechizado con Oberón.

Era bajo —quizás unos tres centímetros más bajo que la hermana de Shane— y ligeramente musculoso. Su cabello era rubio y muy rizado y se le quedaba de punta por encima de los almendrados ojos grises. Era... delicado. Atractivo. Tenía los pómulos altos de los eslavos, labios carnosos y una barbilla que culminaba la forma de diamante de su rostro, con hoyuelo incluido. El corazón de Shane pareció tropezar consigo mismo y caerse en un charco cuando Oberón empezó a moverse.

Se movía como la poesía, como la música, como una canción. Los pájaros eran más torpes, los gatos menos elegantes, las serpientes menos sinuosas. La música era lenta —era el momento de una exhibición de poder— y Oberón actuó. No bailaba con zapatillas de ballet; lo hacía descalzo, con los pies vendados como Kimmy, dando a entender que tenía una lesión o que le dolían, y, aun así, se movía como si su cuerpo fuera todo fuerza, y no carne y hueso.

Extendió lentamente el pie, con la pierna paralela al suelo frente a él. Alzó el pie con la misma lentitud, cogiéndolo y sujetando la pierna casi pegada a su costado antes de dejarla apuntando al cielo y arquearse hacia atrás, sosteniendo su peso con las manos y haciendo un elegante estiramiento bajo la dorada luz del sol de octubre.

Su otro pie se alzó del suelo y mantuvo la postura hasta que Kimmy le rodeó los pies con las resistentes telas. Se enrolló en ellas y entonces, mientras el narrador contaba como a Titania le gustaba el rey danzarín de las hadas, usó la tela y su sorprendente cuerpo para izarse y unirse a Kimmy en sus acrobacias por el aire.

«Por favor, Dios, que le gusten los chicos.»

Shane se arrepintió de haber tenido ese pensamiento. No tenía ninguna posibilidad —ni siquiera la posibilidad de una posibilidad— con una persona como él. El hombre sujetó las manos de Kimmy y ambos empezaron a girar lentamente, cogidos de las manos, las piernas extendidas en las telas, los cuerpos estirados por encima del suelo.

¡Oh, Dios! Parecía casi imposible que Shane estuviera respirando el mismo aire.

Lo que ocurría era, pensó Shane mientras miraba hipnotizado ese cuerpo ágil de músculos finos y fibrosos que se arqueaba, que sería agradable soñar. Era como si una mujer de mediana edad, felizmente casada, descubriera que su actor preferido era gay. Le rompería un poco el corazón saber que no existía la menor posibilidad, ni siquiera en “fantasilandia”, de que los dos llegasen a tocarse.

Shane solo quería saber que había una oportunidad de contacto. Solo saber eso, pensó con dolor en el corazón, solo saber que existía esa posibilidad... Puede que el saber que alguien así de hermoso podría llegar a tocarle hiciese que el celibato valiese la pena.

El baile continuó y el tiempo se detuvo. Cuando terminó, Shane aplaudió con el resto de los clientes que se encontraban en el patio. Los tres artistas se juntaron, hicieron una reverencia y colocaron el cesto de las propinas. Shane esperó hasta que la multitud se hubo dispersado para acercarse y dejar caer un billete de veinte en la cesta que estaba sosteniendo Kimmy y, entonces, ella alzó la vista hacia él, sorprendida.

Cuando le vio, le pasó la cesta a Oberón y chilló, lanzándose sobre Shane con el entusiasmo suficiente como para hacer que el viaje de tres horas hasta Gilroy hubiese valido completamente la pena.

—¡Has venido! ¡Oh, Dios, Shaney, has venido!

Shane rió y la abrazó, levantándola del suelo y haciéndola girar.

—¿Cuántas hermanas crees que tengo, corazón? —preguntó mientras le dejaba en el suelo. («Tres», se respondió a sí mismo, contando también a Benny y a Amy.)